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Cómo se mueren los finlandeses


La muerte es el término natural de todas las cosas de esta vida; y para que estas cartas, que he ido escribiendo con la mayor naturalidad que me ha sido posible, terminen naturalmente también, voy a matar a los finlandeses y a dejarlos muertos y sepultados para que ningún español vuelva a tocarlos, así como ninguno había escrito hasta ahora sobre esta tierra remota, a menos que yo ande mal de noticias. Pocos son los españoles que aquí vienen, y los pocos que vienen, vienen a sus negocios, y sólo en ellos se fijan y no se enteran más que de lo relativo a la venta de vinos, frutas y sal, que es en sustancia lo único que España envía a este país.

No sé si algún sabio habrá estudiado la psicología de la muerte; yo, desde luego, creo que esta rama del saber existe o debe existir, y que es acaso la más importante para la vida. Nacer, todos nacemos lo mismo; es decir, hay quien nace de cabeza y quien nace de pies, y quien toma otras posturas caprichosas y difíciles; pero todos venimos al mundo sin solicitarlo. Si todos nos muriéramos de la misma manera, podría asegurarse desde luego que la vida pasaba sin influir para nada en el hombre. Al contrario, la muerte, siendo un hecho universal, es a la vez tan personal, que de ella puede decirse que es el momento en que espiritualmente se condensa la vida humana. La idea, la imagen que se nos ocurre al pensar en el instante de nuestra muerte, es la que rige en secreto nuestra vida. ¡Cuántos que realizan la proeza vulgar de crear y sostener una familia numerosa, quizá la realicen pensando en lo triste que sería morir abandonados sin tener una mano cariñosa que les cierre los ojos!

La muerte es, pues, un fenómeno individual, y por lo mismo que resume la vida, puede ser también nacional, esto es, expresar los caracteres dominantes de cada nación. En este pueblo excelente de Finlandia, cuyo carácter más saliente se ha visto que es el sentido práctico y el amor al progreso, la regla no sufre excepción, y las gentes se mueren con arreglo a todos los adelantos de la ciencia y con un buen sentido que hay que envidiarles. Se mueren mucho más viejos que nosotros, según el promedio estadístico, y se mueren de un modo original.

Es frecuente leer en las esquelas mortuorias que a diario trae la prensa, que personas de buena posición social se han muerto en este o en aquel hospital o sjukhus. Y según el desarrollo que van tomando las industrias curativas, pronto se morirán todos los individuos en la casa de salud que por clasificación les corresponda. Es cierto que la localización de los enfermos en edificios apropiados es útil para la curación de las enfermedades, y más útil aún para la salud pública cuando se trata de enfermedades contagiosas. A nosotros estas razones no nos decidirán nunca a enviar a nuestros enfermos a los hospitales; pero aquí basta saber que la idea es práctica para que se la acepte: con este sistema un enfermo es un gasto fijo; pero no es una molestia ni un estorbo, y la familia del paciente puede continuar la vida ordinaria. Si un niño tiene la desgracia de romperse un brazo o una pierna, se le lleva a una «bracería» o «pernería» (las palabras no están aún inventadas, pero las inventarán), y se le recoge cuando tiene compuesto el miembro roto. Hay señoras muy distinguidas que van a dar a luz a las casas de Maternidad. Del mismo modo que se va a casa del dentista a sacarse un diente, se va a casa de una comadrona a salir del paso, y a los pocos días se regresa con el diente entre pañales. En cuanto a la enfermera de aquí, no tiene nada que ver con la hermana de la caridad ni con los enfermeros de nuestros hospitales. La sjukskoterska suele ser una señorita decente que, después de ciertos estudios y prácticas, obtiene un título y desempeña su cargo en la misma forma y con igual consideración social que si fuera maestra de un colegio o escribienta en una oficina.

Yo no he visto morirse a ningún finlandés, y aunque lo hubiera visto no iba a ser tan descorazonado que sometiera al moribundo a una interviú in articulo mortis. Pero hay mil detalles que bastan y sobran para suplir la observación directa, y voy a dar a conocer algunos. La muerte es apacible y serena y un tanto solemne, y por raro contraste es anunciada con derroches de lirismo funerario, del que sólo hallamos ejemplos análogos en las Repúblicas sudamericanas. En los anuncios de defunción se dice casi siempre que la muerte fue tranquila y suave, y los entierros son una de las fiestas más animadas del país. Desde la casa mortuoria hasta la iglesia donde la inhumación tiene lugar, está tapizada la calle con ramas de pino; las comitivas son numerosas, marchando a la cabeza la familia del muerto, hombres y mujeres, llevando coronas. No es tampoco fácil que entierren a nadie vivo, porque el muerto está muchos días en casa. Hay sepelios que se celebran ocho o diez días después de la defunción.

En los comunicados fúnebres que la familia envía a los periódicos, es costumbre publicar versos por el estilo de los que se leen en nuestros cementerios, pero mucho más hinchados y sentimentales; y al final se copia una sentencia, que es como si dijéramos el tema dominante de la vida del difunto. Las más vulgares son: «Bendito sea el nombre del Señor», o «Señor, Tú eres la esperanza única»; pero hay quien pone un pensamiento filosófico o una frase tomada de algún escritor célebre; y lo más común es indicar en abreviatura un versículo de la Biblia para que los lectores «evacuen la cita» y sepan a qué atenerse. De la lectura de estas sentencias y poesías se saca en claro que la muerte finlandesa es esencialmente bíblica, y que la idea que aquí se tiene de la muerte (idea natural en un país donde la vida es tan dura) es que, por muy malo que sea un hombre, merece la corona del triunfo sólo por haber vivido y luchado.

Para expresar de un modo plástico estos caracteres de la muerte en Finlandia, voy a transcribir una esquela de defunción de las que vienen diariamente en los periódicos; advirtiendo que las expansiones de la familia de Petersson, que a mis lectores les parecerán exageradas, son aquí moneda corriente, por la razón ya dicha de que esta sociedad, no obstante ciertos refinamientos de cultura, conserva un fondo de candor infantil, propio de los pueblos primitivos o apegados a la vida natural.

Esquela

Algunas semanas después vais al teatro y halláis a las de Petersson, muy serias y enlutadas, presenciando el espectáculo. -¿No son esas las que han sufrido hace poco la pérdida del cabeza de familia? -preguntáis. -Esas son -os dirán-. -¿Y cómo vienen tan pronto al teatro? -volvéis a preguntar-. -¿Cree usted que porque una persona se muera -contestarán-, van las demás a meterse entre cuatro paredes? Para eso sería mejor morirse todas de una vez... Además, el teatro sirve para distraerse; y esa familia que ha tenido una pérdida tan considerable, ¿no le parece a usted que necesita distracción con mayor motivo que nosotros, a quienes no se nos ha muerto nadie?

Y oyendo esta contestación, que no tiene vuelta de hoja, os quedáis como yo me quedé: como si os hubieran tirado a la cabeza el Organon de Aristóteles.






ArribaAbajoHombres del Norte

Una explicación debo a los lectores de las Cartas finlandesas, cuya serie quedó interrumpida en el examen del Kalevala. Para completarla, había pensado dedicar algunas más al estudio de la literatura y artes contemporáneas; pero, estando muy ligado el movimiento intelectual de Finlandia al de Suecia y en general al de todos los países escandinavos, me ha parecido preferible tratar esta materia en algunos de estos esbozos críticos que iré describiendo como y cuando buenamente pueda. Y, ya puesto a dar explicaciones al lector, indicaré que con estos artículos sobre los Hombres del Norte no pretendo introducir ninguna influencia nueva en las artes españolas. Mi idea es vulgarizar entre mis paisanos lo poco que sé de estos países y particularmente de su literatura.


ArribaAbajoJonas Lie

De las tres personalidades literarias que representan en Noruega el movimiento intelectual, que comienza a llamarse clásico desde que han aparecido en escena los «jóvenes noruegos», la menos conocida en Europa es la de Jonas Lie. Henrik Ibsen goza de una celebridad casi universal, y Björnsterne Björnson es conocido como autor dramático de tendencias modernistas y revolucionarias; la tercera persona del trío clásico, aunque también ha traspasado las fronteras de su país, figura en segundo término y es más citada por su nombre que por sus obras.

El juicio sobre la literatura de un país se ajusta necesariamente a dos perspectivas: hay una perspectiva interior, según la cual cada hombre ocupa el puesto que merece por la importancia nacional de su obra, y hay otra perspectiva exterior, que mide a las personalidades por el valor universal de sus ideas. Lie es un autor nacional que en Noruega ha ejercido y ejerce mayor influencia quizá que Ibsen y Björnson, pero que por su falta de tendencias doctrinales, por su desdén hacia las ruidosas innovaciones artísticas, carece de relieve para atraer la atención del público europeo, más pagado del brillo de la novedad que del positivo mérito. Lie es el Pereda noruego, y sus obras, a causa del mismo vigor con que están adheridas al suelo del país por el que han sido inspiradas y para el que han sido escritas, se despegan de él difícilmente y no pueden remontar muy alto vuelo. Hay, sin embargo, una diferencia entre Pereda y Lie: este, ya que no disfrute de gran nombre literario en Europa, es leído, comprendido y admirado en todos los países escandinavos; en tanto que Pereda es considerado poco más que como un novelista regional en nuestra nación, y tiene que acompañar a veces sus libros de un vocabulario montañés, para que le comprendan sus lectores de otras regiones; que a tal punto llegan nuestra ignorancia y nuestra desidia, que hasta las cosas de nuestro propio país nos suenan a extranjeras en cuanto se apartan unos cuantos kilómetros del lugar de nuestro domicilio.

Lie no es un innovador ni un doctrinario: es un observador de las costumbres de su país y un escritor natural sin naturalismo. Sus obras son «sanas» tanto como buenas. Una amiga mía que conoce y trata a Lie dice que éste no ha tenido nunca otro secretario que su propia mujer, por la pluma de la cual han pasado una a una todas las líneas que el maestro novelista ha escrito para el público; y como un hombre, por muy despreocupado que sea, suele guardar cierta compostura cuando se expresa delante de su familia, los libros de Lie tienen siempre un carácter comedido y ejemplar que le ponen al alcance de todo el mundo. Dato este muy importante en la literatura noruega, en la que abundan los escritores desenfadados y aun obscenos, cuya fama comienza a formarse con libros que la policía tiene que recoger para que la moral pública no padezca. Lie se mantiene alejado de la lucha reformadora, en la que Ibsen y Björnson han conseguido tantos lauros; vive casi siempre fuera de su país, para verlo mejor, y escribe todos los años una novela que aparece indefectiblemente por Navidad, como julklapp o aguinaldo que el autor hace a sus lectores; estos compran el libro y lo leen con delectación, y a veces lo compran para regalarlo, porque aquí en el Norte se regalan libros por Pascua y hay una abundancia sorprendente de julliteratur o literatura pascual para gloria y provecho de los que escriben. Yo no sé si esto es mejor que concentrar todos los afectos en el pavo y en el turrón; pero es así.

La personalidad literaria de Lie tiene varias fases, bien que la principal sea la de novelista, y en la de novelista, la de autor de cuadros de costumbres. Como autor dramático ha escrito algunas obras, como Grabows Kat y Lystige Koner que no bastan para asignarle un papel importante en la literatura dramática noruega, tan abundante en obras magistrales. Y como novelista, su especialidad más saliente son las narraciones novelescas. Porque en el Norte es tan considerable el número de los escritores, que el género novelesco se subdivide en especialidades: hay cultivadores del sojoeroman o novela marítima, como si dijéramos marinistas literarios; hay quien, como Kielland, consigue crearse una gran reputación escribiendo sólo novelas satíricas sobre la gente de negocios (Garman Worse, Skeppar Worse); otra variedad de las más importantes es la narración de aventuras fantásticas o cuentos de hadas, que en el Norte despiertan gran entusiasmo; la novela de carácter religioso, la de costumbres literarias y muchas más. Lie es de los contados autores que abarcan los diversos géneros, y en el catálogo, bastante crecido, de sus obras, no hay aspecto de la vida noruega que no se halle representado por una o varias producciones. Como narración más íntima, tiene su Gaa paa (¡Ibala!), y como maravilloso cuentista fantástico, dos volúmenes de Trold, en los que la Noruega aparece al través de un encantamiento, poblada de gigantes y monos, geniecillos y brujas, no desprovistos de simbolismo. Este rasgo, así como la importancia extraordinaria que en estas narraciones se da a las descripciones de la Naturaleza, son los distintivos entre la fantasía del Norte y la de los cuentos árabes, con los que tiene el Trold cierta semejanza. Las creaciones fantásticas y alegóricas que tanto sirven para conservar en estos climas helados el espíritu poético territorial son mal comprendidas por nosotros los meridionales; porque en una atmósfera clara y brillante como la nuestra, las figuras no se mantienen mucho tiempo a media luz y bien pronto se contornean y aparecen a nuestros ojos con carácter más real y más humano. Para formar una idea aproximada del Trold tenemos un ejemplo en los gnomos con que la fantasía genial de Zorrilla pobló nuestra Alhambra, único paraje quizá en toda España que se presta a servir de asilo a estas pequeñas tribus poéticas; y a pesar del tiempo transcurrido, aún no se sabe si los gnomos se aclimatarán, si lo que fue capricho de un poeta se convertirá en fecunda amalgama de lo oriental y lo septentrional en nuestro suelo.

Pero el carácter más saliente de la figura literaria de Jonas Lie hay que buscarlo en las novelas y cuadros de costumbres. Más formalistas que nosotros en este punto, los literatos del Norte diferencian la novela de la narración y aplican el nombre de fortoelling o berraettelse a narraciones que nosotros llamamos novelas, aunque no se ajusten a las reglas de la preceptiva. La mayor parte de las novelas de Lie son series de cuadros con unidad novelesca, en las que se describe la vida noruega observada desde diversos puntos de vista. Thomas Ross, Adam Schrader, Ruttland, Maissa Jons, Lodsen og lians hustru (Lodsen y su mujer), Onde magter (Fuerzas maléficas), Livsslaven (Esclavo de la vida), no son más que cuadros de la vida en los que va desfilando toda la sociedad noruega, desde las clases llamadas directoras, hasta el proletariado.

Los tipos preferentemente estudiados por Lie, y los que interpreta con mayor acierto, son los de mujer; y las obras consagradas a la mujer, como Famiyen paa Gilje (La familia de Gilje), Kommandoerens doctre (Las hijas del comandante) y Niobe (estas dos últimas, tituladas ya novelas, son las más celebradas del fecundísimo autor noruego). Algunos de sus libros son, más que novelas, visiones o contemplaciones en que lo esencial no son ni la acción ni los tipos, sino el sentimiento de la Naturaleza. Sus diversos foertaellinger y skildringer de Noruega, y en particular su libro más popular, Den Fremsyute (El clarividente), son comparables a las Escenas montañesas y Tipos y paisajes de nuestro Pereda.

Lo menos importante en las obras de Lie es el asunto novelesco, porque su fuerza reside en la reproducción viva, fiel, sin realismo sistemático, de lo natural, siendo esta la causa, como indico, de que sus novelas sean casi intraducibles y con dificultad apreciadas por quien no conozca la vida noruega. Sin embargo, en sus últimas novelas el asunto va adquiriendo gradualmente importancia y aun tendencia resueltamente contraria a las tendencias corrientes en esta literatura. En su reciente narración Nar sol gaar ned (Cuando el sol se pone) estudia uno de los problemas más debatidos en la actualidad, el adulterio, con vistas a la emancipación femenina. Cerca de Cristianía vive la familia del doctor Grunth, médico militar: el doctor; su mujer, llamada Estefanía; sus hijos y el padre del doctor, capitán de marina, retirado. Este nota el primero la extraña conducta de su nuera y pone al lector en autos de lo que ocurre; y el lector presencia el cuadro de una familia en la que poco a poco se va infiltrando, como germen de disolución, la traición conyugal.

El autor no habla del adulterio, pero lo describe por reflexión, siguiendo paso a paso las transformaciones que todos los miembros de la familia sufren bajo la sugestión de la falta cometida por la madre. El hijo huye de la casa; una de las hijas se niega a casarse, avergonzada por la afrenta de que su madre la hace víctima; por último, el doctor Grunth sabe que su esposa mantiene secretas relaciones con el banquero Wingaard y toma inmediata venganza. Viene Estefanía a la cita convenida con el banquero en una villa que este tiene sobre el fjord de Cristianía, y luego que bebe una copa de licor que estaba allí dispuesta de antemano, cae presa de violentas convulsiones. El banquero corre en busca del doctor Grunth, que es el médico que hay más a mano, y le explica cómo su mujer se ha puesto súbitamente enferma y ha tenido que refugiarse en la villa para que allí le presenten auxilio. Acude el doctor, pero es demasiado tarde: su pobre esposa ha muerto ya a consecuencia de la ruptura de un aneurisma, según el mismo esposo declara.

Sólo el padre del doctor sabe la verdad, porque su hijo le dice al volver: «Ha tenido lugar un juicio de Dios y Dios ha juzgado». Así ventila su casa el doctor Grunth. No sabemos lo que hubiera hecho de hallarse en el caso de Helmer, el esposo de Nora; pero probablemente no le hubiera dejado marcharse y abandonar la familia. El caso no es el mismo, porque Estefanía no se emancipa, sino que engaña; pero en la ejecución fulminante de la adúltera se nota el poco caso que Lie hace de las alharacas del feminismo, patrocinadas por Björnson.

Con más franqueza se declara en contra del nuevo estado social, creado en Noruega por los reformadores, en su nutidsroman o novela contemporánea Niobe. En esta obra pone Lie frente a frente dos sociedades: la antigua, «de su tiempo», representada por un matrimonio honrado y trabajador que, sin meterse en honduras ni reformas ni novelerías, gana una fortuna regular, suficiente para vivir a la buena de Dios; y la moderna y flamante, simbolizada por seis hijos de ese matrimonio, los cuales, conforme van creciendo, van haciéndose buenos los unos a los otros, de puro malos que todos son. De los varones, el uno es un desequilibrado, reformador de la Humanidad, el otro es un John Gabriel Borkmann en embrión; es decir, un loco atacado de la manía de las grandezas económicas; y el último es aficionado al estudio de las sustancias explosivas y prepara, sin saberlo, la espantosa catástrofe final. En cuanto a las niñas, están al corriente de todas las «nuevas ideas», y una no se para en las ideas, sino que es entusiasta del amor libre. El conflicto se presenta porque el segundo de los hijos, comprometido en malos negocios, va a declararse en quiebra. El padre no puede soportar esta deshonra, y dejándose llevar de un arrebato momentáneo, prende fuego a los depósitos de madera de su hijo para que el incendio encubra la bancarrota. Después de cometer el atentado, se envenena. La madre pretende entonces hacer frente a la situación; pero cuando, reunidos todos sus hijos, ve que ninguno es capaz de ayudarle y que todo está perdido, incluso el honor, penetra en una habitación, donde su hijo, el anarquista en agraz, guarda algunos cartuchos de dinamita. A poco la casa vuela, y ella con sus hijos queda sepultada en los escombros. «Riete», como el doctor Grunth, no se ha andado con rodeos, y la juventud noruega ha sufrido su correspondiente juicio de Dios. Lie es un hombre expeditivo.

No es Lie un espíritu muy feliz para inventar y sostener una complicada urdimbre novelesca, y no sería difícil hallar en algunas de sus obras ciertos puntos de semejanza con las de autores extranjeros; sin embargo, esto es de valor accidental, puesto que lo característico en él es el realismo pictórico y delicado, al modo de Daudet, no la fuerza de inventiva, ni la acción complicada, ni la habilidad en el manejo de los muñecos. Sus obras más perfectas son las más sencillas. Después de Naar sol gaar ned, publicada en 1895, vinieron Dyre Rein, el 96, y Landelin, que acaba de salir a luz; pues, a pesar de sus setenta años, Lie escribe tan fresca y metódicamente como hace treinta. Dyre Rein, en historia fra eldefars hus (historia del tiempo de nuestros abuelos), es un modelo de novela al estilo de Lie. La acción está explicada en dos palabras. El juez Orning vive en un retiro arrinconado, escondido en las montañas, con su mujer y cinco hijas. La menor, Mareta, está prometida a uno de los empleados del tribunal, llamado Dyre Rein; y entre ambos se desarrolla el «idilio trágico», que así debía titularse esta novela, con mejor razón que Un idilio trágico, de Bourget. Porque Dyre Rein, naturaleza poco comprensible para nosotros, es un pietista, un espíritu dominado por la alucinación religiosa y el terror a los castigos sobrenaturales. Uno de sus antepasados cometió un crimen que quedó impune, y Dyre Rein cree que él ha de sufrir el castigo, puesto que, según la Escritura, las faltas de los padres caen sobre los hijos y se transmiten de generación en generación. Dyre Rein lucha entre su amor a Mareta y su temor de asociarla a la pena irremediable a que se siente condenado, y la noche antes de la boda se suicida arrojándose a un torrente. No puede darse más simplicidad en el argumento, y, sin embargo, basta para animar una admirable evocación: una reconstrucción de la vida, y no a la manera de los antiguos cultivadores de la novela histórica, sino penetrando más hondo y pasando del parecido exterior de las figuras y ropajes a otro más esencial, el del espíritu, en lo que contados artistas aciertan.

Jonas Lie es el tipo de esos literatos ejemplares que, sin pretensiones de renovar ni el arte ni las ideas, aceptan una forma que se ajuste a un modo de ver personal, y se aplican a dar cuerpo a la sociedad en que viven. Si alguna vez se aparta de su época, no es para profetizar ni para adelantarse a los acontecimientos: es para dar algunos pasos ateos y lamentarse de las cosas buenas que se fueron. Examinando uno a uno sus libros, ninguno nos hará pensar que su autor es un genio extraordinario; pero vista la obra en conjunto, hay en ella materiales para conocer plenamente la vida noruega durante un siglo, y quien tal hace tiene derecho a que se le considere como una figura literaria de primer orden y méritos para ocupar en el porvenir un puesto más alto que el que ocupan muchos meteoros del arte que en Noruega, y en otros países que no son Noruega, deslumbran durante algún tiempo con el brillo de una originalidad enfermiza, y desaparecen luego dejando tras de sí una obra oscura e inútil.




ArribaAbajoBjörnstjerne Björnson

Uno de los críticos más reputados de Europa y el más autorizado de toda Escandinavia, el doctor Georg Brandes, en sus estudios literarios sobre las figuras más salientes de nuestro siglo, coleccionados bajo el título de Moderne Gelster (Espíritus modernos), ha trazado el siguiente paralelo entre los dos escritores más célebres de Noruega, Ibsen y Björnson:

«Henrik Ibsen es un poeta austero, como los viejos poetas del pueblo de Israel; Björnson es un profeta, el profético anunciador de tiempos mejores. En el fondo de su espíritu, es Ibsen un poderoso revolucionario. En la Comedia del amor, en Casa de muñecas, en Espectros, fustiga el matrimonio; en Brand, la Iglesia del Estado; en los Puntales de la sociedad, la sociedad burguesa de su país. Cuanto toca queda destruido bajo su crítica honda e implacable, sin que sobre los montones de ruinas que su pluma va dejando se vea aparecer ninguna forma nueva de organización social. Björnson es un espíritu conciliador, que hace la guerra sin saña. Pudiera decirse que sobre sus poesías luce un sol primaveral, mientras que las obras de Ibsen, con su profunda gravedad, permanecen ocultas en la sombra. Ibsen ama la idea, las consecuencias lógica y psicológica que impulsan a Brand a salir de la iglesia y a Nora a abandonar el hogar doméstico. El amor a las ideas en Ibsen se traduce por amor a la Humanidad en Björnson».

Este juicio fue escrito en 1882, cuando Björnson era considerado como jefe de la literatura noruega, e Ibsen casi como un extranjero; hoy es Ibsen el maestro y amo indiscutible, y el mismo Brandes no se atrevería a compararlo de igual a igual con Björnson; pero los caracteres asignados a ambos continúan siendo los mismos, y las facultades proféticas de Björnson más bien se han acentuado, bien que ahora no anuncien lo mismo que antes anunciaban.

Conocí yo a un diplomático que tenía también la manía de profetizar, y que lo conseguía con buen éxito por un medio muy sencillo. Ocurría alguna novedad de la que tuviera que dar cuenta al gobierno de su país (no diré de qué país), y en vez de dar la noticia como los demás mortales, se valía de un hábil rodeo. Anunciaba primero con dos o tres fechas atrasadas que tal cosa iba a ocurrir, fundándola en ciertos detalles que exponía con gran sagacidad, y después recibían una segunda comunicación en la que hacía ver cómo sus anuncios proféticos puntualmente se habían realizado. Fácil es precaverse contra estos engaños, con sólo mirar la fecha del sello del correo; pero es más fácil que se olvide mirar, y hay quien utiliza estos pequeños olvidos del prójimo para ganar fama de adivino.

Cuando Noruega se separó de Dinamarca, comenzó brutalmente a tomar cuerpo el movimiento nacional iniciado por Welhaven y Wergeland, y proseguido por Björnson, Ibsen y tantos otros hasta nuestros días. A todos estos iniciadores pudiera aplicárseles la anécdota que se atribuye a Wergeland, «el sembrador», del cual se dice que llevaba los bolsillos llenos de semillas para irlas esparciendo por todas partes, e indicar así prácticamente la necesidad de sembrar ideas en aquel país atrasado y miserable. En realidad, lo que se hizo fue sacar a Noruega de la influencia danesa, y mejor pudiera decirse germánica, y sembrar las ideas de la Revolución francesa, colocando el país bajo la égida intelectual de Francia. Y así como el que siembra una haza de melones no necesita ser profeta para anunciar que allí nacerán melones y no calabazas, así los que sembraron las ideas de la Revolución sabían perfectamente que nacería, como había nacido en otros países, un movimiento democrático que no pararía hasta conseguir las libertades políticas y la emancipación de la mujer y de la clase obrera, del mismo modo que hoy, que se ve venir la inevitable corrección de ciertos excesos, se puede también profetizar en sentido reaccionario. La revolución en Noruega ha sido intelectual, y los escritores que la han dirigido sabían lo que iba a ocurrir, puesto que ellos mismos eran los autores. Björnson, que ha sido el portavoz o portapluma de todas las reivindicaciones, escribía no ha mucho, rectificándose: «La literatura individualista ha concluido ya su misión. A ella somos deudores de la emancipación de la mujer y de los esfuerzos para emancipar al obrero; por ella se ha despertado el sentimiento de la responsabilidad personal, y se han abierto nuevos horizontes al pensamiento humano y a nuestra concepción de la sociedad. Ahora debe esta literatura corregir los excesos que ella misma ha creado. Es cierto, con entera certeza, que un individualismo sin freno podría llevarnos a la brutal anarquía, al sensualismo, a las dudas de la decadencia, al desprecio de la libertad, del trabajo, de la verdad y de la ciencia, a no dejarnos otro refugio que un misticismo vago, una especie de entretenimiento malsano con lo infinito».

He traducido este párrafo, no sólo para dar a conocer la especial fraseología de Björnson, sino porque en este hay que marcar dos personalidades: la del innovador literario y la del jefe del partido. Björnson es un propagandista político y tribuno de la plebe, y después que hizo su viaje a los Estados Unidos para aprender el arte de agitar a las masas, podría competir con los más resistentes demagogos. Su padre era párroco de aldea, y del padre heredó el hijo la vocación de misionero laico y el espíritu religioso que en él no es formalismo convencional, sino sentimiento sincero. A pesar de su independencia de ideas, se citan en él rasgos tan curiosos como un discurso pronunciado a raíz de la guerra francoprusiana, en el que explicó la derrota de los franceses como un castigo impuesto por Dios a su descreimiento y frivolidad, y el triunfo de los alemanes como una recompensa de la piedad luterana.

Como político y como escritor, Björnson es un romántico, y si con alguien se le puede comparar es con Víctor Hugo, aunque el noruego es un Víctor Hugo de segundo orden. La idea principal de Björnson fue constantemente convertir a su país en un factor importante de la cultura europea; de aquí sus trabajos múltiples, encaminados a crear en su país una cultura a la moderna. Desde sus comienzos aparece Björnson con este carácter, cultivando simultáneamente la novela, la poesía lírica y los diversos géneros dramáticos, y dando casi siempre más importancia que a las obras a la misión social que él les asigna. Las narraciones o novelas cortas con que comenzó su vida literaria, fueron como la revelación del hombre noruego, de un tipo real en oposición al artificioso de la literatura amanerada. Sus Fortaellinger no son cuadros pictóricos: son más bien comparables a las bauernnovevellen de Auerbach, aunque Björnson se identifica más con sus tipos; tanto, que en la más popular de estas narraciones, Synnove Solbakken, el héroe Thorbjon es el mismo Björnson, el cual antes de escribir había vivido la misma vida de los campesinos noruegos. En un renacimiento literario es esencial que el punto de arranque esté en el mismo suelo de la nación, y que los tipos iniciales sean tipos del pueblo, vistos como son, no idealizados y falseados al modo de los pastores de idilio y los campesinos de cromo. Sólo cuando en una literatura abundan estos tipos reales, nativos, se puede confiar en un florecimiento artístico fecundo y durable; y la literatura noruega debe a Björnson el descubrimiento del verdadero carácter nacional, revelado, no sólo en sus Narraciones, sino en sus poesías, y en general en todas las obras de su primera época. Sus poesías aventajan a las de sus predecesores Oehlenschlager, Tegner y el mismo Wergeland, en que están más cerca del espíritu popular. Björnson ha escrito poemas de gran empuje, como su trilogía de Sigurd; pero sus mejores poesías son las baladas y canciones, algunas de las cuales se han convertido ya en canciones populares, que todo el mundo conoce. Entre sus poemas se cita como el mejor el de Bergliot, de asunto trágico. Bergliot es la esposa del caudillo Einar Tambarskelve, el cual, juntamente con su único hijo, ha sido vilmente asesinado; y el asunto del poema es la lamentación de la viuda y el lúgubre viaje que emprende llevando consigo los dos muertos amados. Hay en esta marcha algo que recuerda el final del Erlkonig, de Goethe, aunque en Bergliot es más cruda y más tosca la expresión del dolor, porque Björnson es un poeta natural que no busca la forma, sino que se expresa con espontaneidad.

Al mismo tiempo que como narrador y poeta se daba a conocer como autor dramático. Ha sido diferentes veces director de teatros, y aun se dice que podría ser un actor notable. Aunque había escrito varias obras escénicas, las primeras, representadas con buen éxito, fueron un drama histórico o arreglo melodramático de un asunto tan conocido como la vida de María Estuardo (María Estuardo y Escocia) y la comedia De nygifte (Los recién casados). En la primera serie de trabajos de Björnson puede decirse que los más endebles son los teatrales, y, sin embargo, en la escena debía alcanzar su personalidad literaria el renombre de que hoy goza. Débese esto a la influencia de Ibsen, a la nueva dirección que este dio al teatro. Björnson es hombre de acción, más interesado en reformar y mejorar la sociedad que en componer obras de arte.

En su opinión, un libro que no edifica ni destruye, que no alienta al hombre en su lucha por la vida ni le hace la vida más fácil, es un libro inútil. Rechaza la doctrina de la moral en el arte; pero no para dar en la del arte por el arte, sino para caer en un arte filantrópico, que, a mi juicio, es el medio de encubrir bajo la capa del humanitarismo la importancia para crear obras de arte puro.

Al aparecer el drama de tesis, Björnson halló su instrumento de combate y se consagró casi exclusivamente al teatro. Escribe algunas poesías y trabajos novelescos (Kaptejn Mausana, relato de Italia; Magnhild), pero de carácter distinto que el de las primitivas narraciones. En Magnhild, por ejemplo, el autor presenta varios tipos falsos, con los que demuestra que hay que prescindir de la moral de la sociedad y atenerse a la moral humana, y que la mujer tiene el derecho y aun el deber de romper los lazos matrimoniales para poner a salvo su dignidad moral. Por el estilo son sus comedias a la moderna. La primera fue En fallit (Una quiebra), dedicada a fustigar a la gente de negocios. El estreno de En fallit fue en Noruega algo por el estilo del estreno de El tanto por ciento, de Ayala, en España: fue la aparición oficial en el teatro del mercantilismo de nuestro tiempo, con todos sus abusos y miserias.

A Una quiebra, que es la obra más teatral de Björnson, siguieron Redaktoren (El redactor), destinado a vapulear fuertemente a la prensa; Kongen (El rey), consagrado a demostrar que un rey, aunque sea bueno, tiene que influir perniciosamente en la sociedad, por la misma naturaleza de la institución monárquica; Leonarda, crítica general de la sociedad noruega; En hanske (Un guante), donde se defiende la graciosa teoría de que la mujer debe estar convenientemente instruida para saber si su futuro llega al matrimonio en «estado de inocencia».

Yo confieso ser poco aficionado a las comedias demostrativas; y si me dijeran cuál entre todas las de Björnson me parece preferible, diría que ninguna de las representadas a partir de La quiebra vale lo que la pequeña comedia De nygifte, que cité antes, en la cual no se demuestra ni se fustiga ni se combate nada. El asunto de Los recién casados es sencillo. Laura y Axel se casan, y Axel exige, como es natural, que su esposa sea su esposa. Pero Laura, que ama más a sus padres que a su marido, con quien se ha casado más por seguir la rutina que por verdadero amor, no quiere dejar la casa paterna. Hay en Laura un conflicto entre dos amores: el amor a sus padres, que es el más fuerte, y el amor a su marido, que aunque existe no logra salir a luz. Axel, apoyado en su derecho, saca violentamente a Laura de la casa paterna; y para conseguir su intento de hacer comprender a su esposa lo que es el amor conyugal, se sirve de un intermediario escénico, de Matilde, «la amiga de la casa», que acompaña a los recién casados, y que, a modo de partera, con su ingeniosa intervención, consigue que Laura dé a luz su amor, y se arroje, por fin, en brazos de su esposo. Hay en esta comedia más artificio que psicología; pero el asunto me parece más legítimamente teatral que la demostración de que el negociante no debe arriesgar el dinero que le confían sus clientes, o de que el periodista no debe engañar a sus lectores.

Aún no he dicho nada de la última obra de Björnson, Over Aevne (Sobre las fuerzas, es decir, más allá de nuestro poder), cuya primera parte data de 1883, y en la que el autor ha querido, sin duda, decir algo más trascendental que en todas sus obras precedentes. La primera parte de Over Aevne es religiosa: versa sobre el milagro. El personaje principal es Sang, un creyente en toda la extensión de la palabra; un espíritu religioso, místico, casi iluminado por su ideal de virtud, pureza y santidad. Además de Sang, figuran su mujer, Klara, que está paralítica; sus dos hijos Rakel y Elías, y Hanna, hermana de Klara. Después de algunas escenas en que son presentados los personajes, Sang, que no es creyente fanático, sino piadoso y tolerante con los que no participan de su fe, anuncia que va a la iglesia a rezar y a pedirle a Dios un milagro: que envíe a la pobre paralítica un sueño reparador, y tras el sueño, la salud. Todos se quedan suspensos ante aquel anuncio; vase Sang, y a poco se oye la campana de la iglesia y Klara se queda dormida. Mor sover! (¡madre duerme!) repiten sin cesar Elías y Rakel, y el acto termina con este abejorreo que recuerda algo el estilo incoherente de La intrusa, de Maeterlinck. El segundo y último acto es la discusión del milagro, como una confrontación del hecho sobrenatural con el espíritu de la Iglesia constituida; además de los personajes del primer acto, aparecen, entre otros, el pastor Brett (el desconocido), el obispo y un coro sacerdotal. Se oye un «¡aleluya!» lejano, y todos lo repiten de rodillas. En este momento solemne aparece Klara, andando lentamente y dirigiéndose a su esposo, le dice: «Ven a mí, amado mío», y cae muerta. Sang acude a sostenerla y exclama, con tono infantil: «Pero esta no era la intención...». Y cae muerto también.

Y el lector se queda sin saber si ha habido, en vez de verdadero milagro, una doble muerte por sugestión, producida por el exaltado misticismo de Sang, o si el milagro está en que la salud que él pedía sólo se halla en la muerte.

La segunda parte de Over Aevne es socialista. Los hijos de Sang tienen el idealismo, pero no la fe del padre, y su idealismo se transforma en acción. Rakel se consagra a cuidar enfermos, y Elías se convierte en redentor de la clase obrera. Organiza la resistencia de los obreros contra los fabricantes; reúnense estos en un palacio para formar una liga contra los obreros, y entonces Elías, imitando el ejemplo de su padre, se ofrece a sacrificarse por sus compañeros volando el palacio con dinamita. De esta suerte presenta Björnson en su drama una doble tesis contradictoria; pues de un lado ofrece un cuadro de la lucha entre capitalistas y trabajadores y se hace eco de las reivindicaciones del proletario, y del otro, convirtiendo a Elías en anarquista, demuestra los peligros que se corren al transformar un principio en acción. Todo esto sería más propio para tratado en un libro o en un folleto que en un drama; pero las corrientes de la época llevan al teatro las cuestiones sociales, y no hay país que no tenga su correspondiente «drama del socialismo». No ha mucho se estrenó en París el drama de Octavio Mirbeau. Les mauvais bergers, que tiene algunos puntos de semejanza con el de Björnson, aunque el de Mirbeau tiene más realidad y más jugo, y no se halla tan recargado de «doctrina». Muy superior a ambos me parece el de Hauptmann Die Weber (Los tejedores). Hay en este algunos personajes tendenciosos, como Jager, el militar que vuelve al pueblo y dirige la asonada popular, puesto allí, sin duda, para marcar cierto enlace entre el ejército y el pueblo; como el viejo Hilse, el obrero que predica la resignación y no quiere luchar, y al que una bala perdida le mata en su casa, puesto, asimismo, para indicar que nada se gana con la resignación; pero en conjunto el drama alemán es el más «dramático», y acaso dentro de un siglo, cuando cambie el estado social, pueda ser representado y aplaudido como un hermoso drama histórico. El drama del socialismo de Björnson es el más seco y el menos humano: Elías, a pesar de ser hijo de Sang, me parece inferior al Juan José, de Dicenta, en el que hay siquiera pasión, aunque sea del género sanguinario.

No es fácil dar a conocer en un artículo a una personalidad tan compleja y a ratos abigarrada como la de Björnson, el cual es como un compendio de todo lo bueno y de todo lo malo de su país. Así como Ibsen ha sido impuesto a Noruega por Europa, Björnson es una creación nacional; para mayor fortuna, habiendo nacido en el país de los osos, su fortaleza es la de un oso, y se llama oso por dos veces, pues el nombre Björnstjerne Björnson significa «Constelación de la osa mayor, Hijo del oso». En otro país hubieran dicho que un hombre que así se llamara estaba destinado a hacer el oso durante toda su vida, pero en Noruega son más serios, y ven en el nombre un simbolismo, la marca territorial de este innovador multiforme. Por esto Björnson no habla casi nunca en nombre propio; habla en representación del pueblo noruego, sin el cual se quedaría como un pez fuera del agua. «Yo quiero -ha dicho- vivir siempre en Noruega, aporrear y ser aporreado en Noruega, cantar en Noruega y morir en Noruega».




ArribaAbajoHenrik Ibsen


I

Visto en sus retratos, Jonas Lie, con su cara lisa y bonachona y su redondo bonete, podría pasar por un excelente maestro de escuela; de Björnson es sabido que tiene la mayor cantidad posible de oso; Ibsen, con su cabeza gorda, agrandada más aún por la cabellera y patillas blancas, encrespadas, se asemeja a un león. El símil no es sólo ocurrencia mía, pues lo han utilizado ya muchos críticos, y alguno ha ido más lejos y ha asegurado que la semejanza es falaz, y que Ibsen parece un león, pero no un león de verdad, sino un león con melenas postizas. Este rasgo malévolo del crítico francés Teodor de Wyzewa lo anoto aquí en prueba de imparcialidad, para hacerme también eco de una opinión bastante extendida: la de los que creen que en la obra de Ibsen hay más aparato que consistencia. Tales se han puesto las cosas que ya no se puede ser ni hombre de genio. El criticismo destructor todo lo aniquila, y quien ayer era remontado por las nubes, hoy es arrastrado por el fango, sin que haya tenido tiempo siquiera para saborear su momentáneo triunfo.

En la reacción contra la literatura escandinava, particularmente contra Ibsen, personificación de ella, la mayor parte de la culpa corresponde a los mismos literatos escandinavos, que pretendieron presentar a Ibsen como un fenómeno nuevo en el teatro universal; poco se hubiera hablado y escrito si lo presentaran como lo que realmente es, como un gran autor dramático, comparable a Echegaray, a Dumas, a Hauptmann, no superior a ellos; pero hoy es difícil abrirse camino, y se suele acudir intencionadamente a la exageración en el aplauso para provocar la censura exagerada y despertar la atención del público indiferente.

Cuando Ibsen fue dado a conocer en Francia por Eduardo Rod, en el prólogo que escribió al frente de la traducción del conde Prozor, los naturalistas, por boca de Zola, se apresuraron a decir que Ibsen pertenecía a la vieja escuela romántica y que llegaba demasiado tarde; y esta opinión se ha generalizado hasta el punto de que los más autorizados críticos franceses, como Lemaître y Sarcey, han partido de ella para combatir la influencia de Ibsen, en muchas de cuyas obras han visto un trasunto de las de Dumas y Sand, pasadas ya de moda. Otros han notado la rápida popularidad de Ibsen en Inglaterra, y han deducido de aquí que el dramaturgo noruego se ha formado bajo el influjo del positivismo inglés. Sin embargo, si aparte el mérito real de las obras de Ibsen hay algo que justifique el éxito que han logrado, este algo es la identificación de Ibsen con el estado de espíritu de la sociedad en el momento presente. La mayor originalidad de Ibsen está en que, nacido en un período romántico, no es romántico, y en que, sin hacer escala en el positivismo ni en el naturalismo, ha saltado a las avanzadas de la reacción. Ibsen es en el teatro lo que Nietzsche en la Filosofía; es un defensor exaltado del individuo contra la sociedad, y por este lado se aproxima a las soluciones del anarquismo; luego, por no someter la acción del individuo a ninguna cortapisa, cae en las mayores exageraciones autoritarias.

Nosotros los españoles no comprendemos bien este novísimo movimiento reaccionario, porque en España quedan aún muchos reaccionarios a la antigua que no han querido pasar por el arquillo de las conquistas democráticas; así, cuando alguien habla de reacción, es inscrito ipso facto en las filas del tradicionalismo, aunque predique la reacción en nombre del progreso. Porque lo original en los neorreaccionarios como Ibsen es que no se apoyan en las tradiciones ni en los privilegios, antes los desprecian; se apoyan en el fuero individual, en el derecho absoluto del individuo a luchar contra la sociedad y aun a destruirla para mejorarla. Para reformar la sociedad hay que reformar al individuo, y a este sólo se le reforma dejándole que luche sin consideración a los daños que pueda producir a los individuos menos aptos para el combate. En una palabra, «la fuerza es superior al derecho», que dijo y practicó Bismarck con excelente resultado.

Así se comprende que Ibsen, fugitivo de Noruega, no encuentre en Europa lugar más a propósito para establecerse que la Roma de los Papas; no por simpatía, sino porque Roma era la única ciudad donde no había libertad al estilo moderno. Y cuando las tropas italianas entraron en Roma, Ibsen escapó sin tardanza, y escribió una carta que parecerá incomprensible a quienes han visto en Ibsen una especie de anarquista teórico: «Han quitado Roma a los hombres para entregarla a los políticos. ¿Dónde nos refugiaremos ahora? Roma era el único punto de Europa que gozaba de verdadera libertad: la libertad de la tiranía de la libertad política...». Probablemente, pensaría refugiarse en Rusia, cuyo régimen autocrático le entusiasmaba en extremo.

El crítico Brandes refiere que, en una discusión con Ibsen (en la que este, como de costumbre, ensalzaba el sistema de opresión, por el que explicaba el brillante florecimiento de la literatura rusa), le hizo observar que en Rusia se podía aún apalear impunemente. «Usted tiene un hijo -le preguntó-. ¿Le gustaría a usted que a su hijo le dieran latigazos?». «Que se los dieran, de ningún modo -contestó Ibsen-; pero que los diera él, me parecería perfectamente».

Ibsen, pues, es un aristócrata; pero su aristocracia no es la de la tradición ni la del dinero: es la de la fuerza; y la fuerza a que él rinde parias no es la material, es «la del carácter, la de la voluntad, la del entendimiento». Los generosos apóstoles de la democracia, que cándidamente creyeron dar la paz al mundo consignando en leyes todos «los derechos del hombre», se quedarán ahora turulatos al ver que del seno de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad sale una generación de déspotas, ansiosos de utilizar todos esos derechos para desarrollar e imponer su personalidad, aunque tengan que pisotear a los débiles. Ya hemos visto de sobra lo que puede dar de sí la aristocracia del dinero; la de la inteligencia que ahora apunta será quizá peor, porque pretenderá dominar en nombre de esta o aquella verdad. Al sacerdote que decía: «Cree lo que yo creo», le sucede el genio pretencioso que dice: «Piensa lo que yo pienso». Un genio o un tipo así es Ibsen.

La idea fundamental de Ibsen vale poco, lógicamente, como vemos; pero lo lógico tiene poco que ver con lo dramático. Para triunfar en la escena hay que producir «un efecto» presentando situaciones en armonía con el estado del espíritu público. Si se quiere ser aplaudido «ruidosamente» hay que tener una gran dosis de picardía y conocer bien el terreno. Ibsen vio con gran claridad el cansancio democrático que la sociedad padece, el deseo universal de romper esta monotonía en que vivimos, y dio a la escena con gran oportunidad sus tipos revolucionarios de nuevo cuño. He aquí el secreto de toda su obra.

Cuando se estrenó en París Nora, dijo Sarcey que, suprimido el final del drama, éste sería casi perfecto. Nora es perdonada por su esposo, y el público cree que la esposa se dará por satisfecha y la casa quedará como una balsa de aceite. Esto sería lo lógico. Pero, poco antes de caer el telón, Nora descubre un nuevo carácter. El drama representado es un drama de mentirijillas, en el que aparece una «casa de muñeca», como solían ser las casas antes de Ibsen: Nora se ha visto a sí misma en aquella casa y se avergüenza de desempeñar el papel que allí desempeña, y de repente toma la decisión de abandonarla.

Este inesperado desenlace es lo ibseniano de la obra; sin él, poco o nada habría que decir. En Gengangere llega aún más lejos la audacia femenina. Fru Alving es la esposa que se sacrifica al cumplimiento de sus deberes; muerto su marido, le quedan de él dos retoños, a cual peor: su hijo Osvald, tan vicioso como su padre, y Regina, una hija que el señor Alving tuvo con una criada y que sigue en la casa como criada también. Osvald y Regina son los gengangere; es decir, las reencarnaciones o reapariciones (aparecidos, espectros, suelen traducir) de sus padres. Osvald se encapricha con Regina, y le dice a su madre que no puede vivir sin la muchacha: parecía lógico que una mujer que se ha sacrificado al cumplimiento del deber inculcase a su hijo este mismo sentimiento. Fru Alving, sin embargo, «descubre otro nuevo carácter», es decir, comprende la inutilidad de su sacrificio, se rebela contra él y quiere que su hijo sea feliz, asintiendo a que se case con Regina, aunque sabe que son hermanos. Y se casarían si no anduviera por medio el pastor Manders, encargado de hacer entrar en razón a la madre sin escrúpulos.

Muchos críticos, entre otros el francés Lemaître, dudan de la realidad de estas mujeres de Ibsen porque desconocen la sociedad del Norte. Hay que vivir aquí algún tiempo para convencerse de que esos tipos están más bien atenuados. Las ideas de emancipación han producido en los temperamentos fuertes esa nueva moral revolucionaria, y en los débiles algo peor: una inmoralidad fría, reflexiva, calculadora, que descuaja al más terne. Hay tipos de inmoralidad que pudiera llamarse metafísica. En Gengangere, la criada Regina proclama su derecho a prostituirse; en John Gabriel Borkman, una aventurera del amor, Fru Wilson, emprende un viaje de placer en compañía del joven calavera Erhart y lleva consigo a una amiguita, porque sabe que el hombre es tan variable como la mujer, y que el mejor medio para que el libertino no se le escape es tener a mano «una suplente».

Los hombres de Ibsen son, por regla general, imbéciles, cuya misión es hacer resaltar la superioridad de las mujeres, pero en los hombres de verdad el rasgo constante es ponerlos solos, en lucha abierta con la sociedad: son individualidades exaltadas al modo que hemos visto en los tipos de mujer. Esto es instintivo en Ibsen. Su primera obra, el drama Catilina, era el estudio de un carácter de un hombre aislado, representante de la antigua libertad romana, en pugna con una sociedad corrompida por el abuso de la fuerza. Su último drama, John Gabriel Borkman, representa asimismo a un hombre dominado por el afán de reunir mucho oro para realizar grandes empresas en pugna con la sociedad, que se atiene al texto de las leyes, con arreglo al cual Borkman es un banquero quebrado, un estafador. Borkman es el Conde de Lesseps en el asunto de Panamá. El vulgo se fija sólo en que ha habido engaño; pero el que lo realizó, no por interés personal, sino por dar cima a una concepción grandiosa, ¿no tiene derecho a decir, como dice el protagonista del drama: «Yo he hecho lo que he hecho porque no soy un cualquiera, sino que soy John Gabriel Borkman»? Entre los protagonistas de la primera y la última obra, son numerosos los personajes en quienes se transparenta la idea capital del teatro de Ibsen; y la figura más acabada, aunque no la mejor, es la del doctor Stockmann en En folkefiende (Un enemigo del pueblo). En este drama ha dado Ibsen forma a su idea favorita en la conocida paradoja con que la obra acaba: «El hombre más fuerte es el que está más solo».

Esta idea es un reflejo de la vida misma de Ibsen, puesto que él ha tenido que luchar y expatriarse y se ha formado en la expatriación y en el aislamiento. En un volumen de poesías (Digte), en el que el autor coleccionó varias composiciones, en general cortas y de pocos vuelos, salvo alguna muy renombrada, como la de Terje Viger, he leído un saludo del poeta extraviado al pueblo noruego en la fiesta del centenario, celebrada el 18 de julio de 1872, donde el autor declara que el principal motivo de gratitud que tiene para con su pueblo es la dureza con que este le trató y le impulsó a luchar y a ser grande, dándole en la expatriación «la sana y amarga bebida que fortalece».


Mit folk, som skaenkte migli dybaskalerk
den sunde bittre stylkedrik, hvoraf
son digter jeg, pa randen af min grav,
tog kraft til kamp i doegnets brudte straler...

Ibsen es un dramaturgo de formación lenta y penosa; su comprensión de los tipos noruegos no es en él espontánea, sino que parece nacer de un esfuerzo de la voluntad. Como el présbita sólo ve bien a distancia, Ibsen comprendió a Noruega desde lejos: quizá si no hubiera salido nunca de su país, hubiese sido un autor mediocre, tal como nos lo demuestran las obras de su juventud.




II

Entre lo mucho que he leído estos días en la prensa con motivo de la celebración del septuagésimo aniversario del nacimiento de Ibsen (20 de marzo de 1828), lo único que me ha llamado la atención es el relato, publicado por un periodista de Copenhague, de una entrevista con la suegra (!) del insigne dramaturgo. La señora Thoresen, que no es una suegra vulgar, sino que es una escritora de nota, asegura que, cuando Ibsen entraba en su casa en calidad de novio, era un sujeto insignificante. La novia, al contrario, era una joven excepcional, una «naturaleza poética», y, a juicio de la suegra, en la transformación de Ibsen corresponde no escasa gloria a su mujer. Para mí es indiscutible que en la vida de Ibsen hay una gran influencia femenina, pues sólo así se comprende que el pesimismo del autor se descargue casi exclusivamente sobre el sexo fuerte, y que, sin perjuicio de despreciar «en abstracto» a la mujer, la coloque de hecho muy por encima del hombre. Pero lo esencial es marcar ese desdoblamiento de la personalidad de Ibsen. Ibsen fue conocido en Europa cuando vivía lejos de su país; pero antes, cuando se ganaba el sustento trabajosamente como mancebo de botica o rodando por los teatros como director de escena en compañías de mala muerte, había dado a luz en forma embrionaria los elementos con que diera forma a su obra definitiva.

Sus primeras obras, escritas casi todas en verso o en prosa y verso, corresponden a muy diversos géneros y forman larga serie. Catilina, Fru Yuger til Ostrat, Haermaendene pa Helgeland, Gildet pa Solhaug, Kaerlighedens Komedie, Kongs-Emnerme, Brand, Peer Gynt, De Unges Forbund, Keyserog Galilaeer y Samfundets Stotter, precedieron a Et Dukkebjem o Casa de muñecas, en la que por primera vez se reveló el nuevo Ibsen, completamente formado ya. De estas obras, unas son de carácter histórico: Catilina, Kongs-Emnerme (El pretendiente de la Corona); Emperador y Galileo, drama universal en el que el autor quiso resumir la historia del mundo; La fiesta en Solhang, cuadro de costumbres noruegas en el siglo XIV. El simbolismo está representado principalmente en las dos poesías dramáticas: Brand, en quien Ibsen crea candorosamente un tipo ideal de pureza cristiana, sin posible realidad en la vida, y Peer Gynt, que es la autobiografía del autor en sus años juveniles, cuando vivía en la casa paterna. El teatro de tendencia lo inician la Comedia del amor (Kaerlighedens Komedie), en la que el autor se burla del matrimonio, y la Alianza de la juventud (De Unges Forbund), sátira contra la juventud inepta, vacía y charlatanesca de nuestro tiempo. De todas estas obras sólo he visto representar Samfundets Stotter (Los sostenes de la sociedad), y aseguro que es mala: Ibsen moraliza contra las clases directoras como podría hacerlo cualquier papanatas. Las demás las he leído casi todas, y las encuentro viejas en comparación con las posteriores de Ibsen. La personalidad del autor fluctúa entre varias tendencias contradictorias: a ratos parece un moralista vulgar, a ratos un demoledor y a ratos un apóstol. La única obra ejecutada con maestría es El pretendiente de la Corona, y tampoco es realmente un drama histórico, como se titula, sino de psicología no exenta de tendencia.

En la segunda época no hay obras de carácter histórico: el drama de tesis con un sentido más realista y el simbolismo se funden en una sola pieza y crean lo característico y personal de Ibsen, la estructura wagneriana, si así puede decirse, de sus creaciones, en las cuales la unidad no es el resultado de una disposición convencional de las diversas partes de la obra, sino que está expresada en un concepto universal, en un leitmotiv que se extiende vagamente sobre diversos cuadros escénicos pintados con exactitud casi naturalista. En el teatro de Ibsen, la mitad o más del pensamiento del autor queda detrás de la escena y ha de ser comprendido por el espectador: en el Norte esto puede pasar, porque el público va al teatro a atender y a aprender, y lo mismo asiste a la representación de un drama que a una conferencia en que se le habla de religión, filosofía o historia; pero en el Mediodía la gente va al teatro a divertirse, a ver y a aprender sólo lo que le entre por los ojos: nuestro teatro es escénico, no intelectual, y nuestro simbolismo no puede ser el simbolismo de concepto de Ibsen, sino el simbolismo de acción de La vida es sueño. Y dicho sea de paso, ¡cuánto más profundo, más bello y más comprensible no es el simbolismo de Calderón que el de Ibsen, ante quien se pasman algunos que no conocen nuestro teatro!

La fuerza, pues, de Ibsen está en ese simbolismo concentrado que anima a sus personajes y sugestiona el espíritu del espectador que lo comprende. En Casa de muñecas el sentido del drama se aclara sólo en la última escena, cuando Nora abandona a su marido y a sus hijos. «Yo no soy la mujer que aquí hace falta... -le dice-: a ti te conviene una muñeca». En Aparecidos hay una larga y fatigosa escena, en la que discuten Fru Alving y el pastor Manders (los personajes de Ibsen discuten casi siempre). De repente se oye ruido entre bastidores, una silla rueda, y la voz de la criada Regina dice: «Osvald, da. Er dugal! Slip mig!». «¿Qué es eso?», pregunta el buen Manders. Y la madre de Osvald, que recuerda acaso otra ocasión en que oyó las mismas palabras, aunque entonces la broma no corría entre Osvald y Regina, sino entre el padre del señorito y la madre de la criada, deja escapar la palabra gengangere, que nos da a entender que el asunto del drama es la famosa ley de la herencia, y que los hijos son capaces de reproducir la escena que tiempos atrás representaron los padres. De igual modo, en Un enemigo del pueblo el simbolismo del manantial de aguas corrompidas, o en Vildanden la del «pato salvaje». En Rosmersholm la grandeza de la figura de Rebekka está en que es una encarnación del Norte, así como Ellida, en Fruen fra Hafbet (La dama del mar), es un símbolo del mar. Y algún punto de relación existe entre el amor que Rebekka siente por Rosmer y la influencia misteriosa que ejerce en Ellida el «hombre desconocido» que ha de venir por el mar; es decir, la realidad que ha de venir a romper el misterio. En Bygmester Solness (El maestro de obras Solness), el sentido íntimo de la alegoría está en que Hilde, la enamorada de Solness, no es una mujer real, sino la fuerza ideal impulsora del artista. Solness no es un hombre vulgar; pero la necesidad le obliga a construir «casas para hombres»; Hilde le incita a encaramarse en la torre de la iglesia; esto es, a remontarse a las alturas ideales; y cuando le ve caer y estrellarse, no se entristece, sino que exclama con acento de triunfo: «Llegó a todo, a lo alto, y yo oí arpas que sonaban en el aire. Él era el hombre que yo había soñado». Hasta a un tipo tan prosaico como John Gabriel Borkman halla Ibsen modo de espiritualizarlo. Borkman era hijo de mineros; en su niñez trabajó en las minas, y de este primer oficio le quedó la idea dominante de su vida; como el minero busca el filón venturoso que se esconde en el seno de la tierra, así Borkman vive soñando en el oro; a su afán lo sacrifica todo, incluso el amor, y cuando llega a director de Banco y se compromete en malas especulaciones, no se rinde a la evidencia ni se da por vencido, y muere delirando en sus grandezas soñadas. Hay en todos los personajes de Ibsen una mezcla rara de vulgaridad y de idealismo, algo que él mismo explica cuando en Lille Eyolf (Eyolfito) hace decir a Rita: 'Nosotros somos hijos de la tierra'». «Pero tenemos -contesta Alhmers, su marido- algo del mar y algo del cielo».

La primera obra que publicará Ibsen, según ha anunciado, será una historia de sus trabajos, en la que hará ver que todas sus obras obedecen a un plan preconcebido. Quizá sean algo así como el ciclo de los Rougon-Masquart, de Zola. Sin estar en el secreto, se nota en el teatro de Ibsen cierto ligamen, porque la idea fundamental es siempre la misma, porque parece que cada nueva obra contesta a las objeciones suscitadas por la precedente. Así, la objeción capital contra Nora era el abandono que hacía de sus deberes conyugales. En Gengangere, Fru Alving huye también y busca al pastor Manders, de quien está enamorada. Este la obliga a volver al hogar, y la convence de que en la vida es necesario el sacrificio. Pero el sacrificio es inútil, porque no impide que Osvald sea tan vicioso como su padre, ni Regina tan perdida como su madre. Quizá Nora llevaba razón. Enfolkefiende y Rosmersholm responden a un mismo pensamiento. El doctor Stockmann rompe con la sociedad, y cree que al quedarse solo es más fuerte que la sociedad entera. Rosmer es también un solitario que no hace buenas migas ni con el rektor Kroll (la reacción) ni con Peder Mortensgard (la democracia); sus predicaciones son inútiles, y, a pesar de la nobleza de su carácter, sólo consigue hacerse comprender de Rebekka, porque ésta le ama.

Siendo el tipo favorito de Ibsen el hombre justo y fuerte que lucha contra la sociedad, ha tenido que presentar al lado de Rosmer y de Stockmann las desviaciones del tipo: Borkmann, que, llevado de su excesiva ambición, se hunde sin conseguir su intento, mientras su hijo Erhart, en quien cifraba su orgullo, se divierte alegremente con la señora Wilson. El egoísmo del hijo sobrepuja al del padre. En Lille Eyolf, el niño Eyolf muere ahogado, y su muerte es como un castigo del proceder egoísta de sus padres. Hay, por último, en esta serie de personalidades que aspiran a saltar por encima de la moral, de la ley o de la voluntad social, una muy interesante: la protagonista de Hedda Gabler, la obra maestra de Ibsen, a mi juicio. Hedda Gabler es lo que llamaba el novelista alemán Spielhagen una «naturaleza problemática», un problema sin solución, o sea una mujer que carece de condiciones para adaptarse al medio social; no es tan vulgar que se acomode a la vida rutinaria, ni su espíritu es tan elevado que se sobreponga a las rutinas; no es tan buena que se conforme con vivir modesta y honradamente, ni se atreve a ser mala por miedo al qué dirán: el autor la coloca entre un hombre de extraordinario mérito, Ejlert Loevborg, a quien Hedda no es capaz de comprender, y un pedantesco profesor, Joergen Tesman, con quien se casa sin estimarle. Y entre los rasgos contradictorios de figura tan anómala, el que la embellece y la hace simpática es el amor a lo bello, el amor a una muerte bella. Se dirá que su falta de condiciones para la existencia se traduce en la idea singular de suicidarse en una reunión de familia, después de tocar un vals en el piano.

Como Mariana es, en mi sentir, la mejor obra de Echegaray y más duradera, Hedda Gabler es la mejor obra de Ibsen. Porque en el teatro lo bueno y lo que dura es lo psicológico. Las cuestiones sociales pasan, y las que hoy nos enardecen, mañana nos hacen bostezar. Y en el teatro de Ibsen, aparte otros defectos menores, como la afectación y cierta fraseología bíblica, que a ratos deslucen la naturalidad del diálogo, el punto flaco es la importancia excesiva que se da a los «problemas sociales». Sobre esto, y con referencia a Dumas, ha escrito el crítico inglés Archer una frase muy gráfica, que ahora recuerdo y cito para terminar: «Las obras que se proponen corregir abusos o reformar instituciones sociales pierden su virtud tanto más pronto cuanto más inmediato es el efecto que producen. Si no tienen otro principio de vitalidad más vigoroso, se hunden bien pronto en el olvido, como balas de cañón que mueren en la misma brecha que abrieron».






ArribaAbajoArne Garborg

Garborg es un escritor sintomático. En todas las obras de arte hay un elemento de valor universal y permanente, que refleja lo que hay de permanente y universal en la vida humana, y otro elemento circunstancial, que se acomoda a las tendencias dominantes del espíritu público en cada época; el primero se pudiera decir que es como el cuerpo de la obra, y el segundo el ropaje. Por vigoroso e independiente que sea un artista, no podrá jamás librarse en absoluto de las influencias de su tiempo y por mucho que se remonte y se separe de la sociedad en que vive, siempre dejará traslucir en sus creaciones algo por donde se descubra el ambiente ideal en que el autor ha respirado. Pero así como hay artistas que trabajan para desasirse del medio, para dar a sus tipos la máxima humanidad que sea posible darles, a fin de que no envejezcan pronto y de que al perder su interés de actualidad no se conviertan en maniquíes, así hay también quienes, dotados de sensibilidad más intensa o menos disciplinada, se dejan dominar por las corrientes del día y crean obras que son como espejos en que se retrata la fisonomía fugaz de las personas y cosas que van pasando. A estos les llamo yo escritores sintomáticos, puesto que sus obras valen, más que como creaciones artísticas, como indicaciones del estado intelectual y sentimental de la sociedad.

Arne Garborg representa en Noruega la reacción religiosa que ha sucedido a la decadencia o decadentismo, provocado por las exageraciones de la escuela naturalista ; y su significación no es aislada, puramente personal, puesto que en todas las literaturas se registra el mismo fenómeno, bien que con caracteres diferentes. El tolstoysmo en Rusia es esta misma reacción, que ha buscado su asiento en el cristianismo primitivo, transformándose en socialismo o comunismo evangélico. En Francia son muchos los novelistas que, por convicción o dilletantismo, vuelven los ojos a la religión, entre otros Rod, Huyssman y Bourget (este, principalmente, a partir de su Cosmopolis). En Dinamarca no ha mucho que el jefe de los decadentes o neorrománticos, Jörgensen, se convirtió al catolicismo, publicando, inspirado por sus nuevas creencias, libros tan notables como Beuron (descripción de este convento de benedictinos) y Den yderste Dag (El día del Juicio). En Noruega todas estas fases están personificadas en Garborg, de quien ha dicho Björnson que es un hombre cuyas creencias han viajado con billete circular. Comenzó por pietista; creyente fanático, se declaró más tarde librepensador, cayó luego en el escepticismo; regresó contento al hogar cristiano y aun anduvo cerca de la religión dogmática; y, últimamente, ha defendido las excelencias del tolstoysmo. En tiempos de más fe, un hombre de tan poca consistencia de ideas sería mirado con prevención; pero en nuestros días, como ha dicho el crítico francés Faguet, hablando de la conversión del cardenal Manning al catolicismo, es casi honroso para un hombre cambiar de religión, porque esto indica que tiene alguna, o por lo menos que está preocupado por la cuestión religiosa. ¿No es más triste la indiferencia de los que se ponen este o aquel rótulo religioso, sólo por cubrir la fórmula y por evitarse quebraderos de cabeza?

Pero lo interesante no son las metamorfosis religiosas de Garborg, sino que cada una de ellas ha dado pie para alguna obra de importancia. Porque en los libros de Garborg el tema fundamental es el religioso, examinado desde diversos puntos de vista. Y los más valiosos, como obras de arte, son los que marcan el retroceso, la reacción en sentido cristiano, y casi podría llamarse católico, en particular su novela más discutida, Trötte Menn (Hombres fatigados), donde el autor se propuso pintar, según sus propias palabras, «la agonía de la burguesía» materialista y escéptica de nuestro «fin de siglo», para concluir demostrando la inutilidad y aun imposibilidad de la vida divorciada de la religión, al modo que lo hizo en Francia Huyssman con su novela En route.

El héroe de Trötte Menn, el literato decadente Gabriel Gram, es un escéptico que dedica cuatro años a analizarse con una frialdad que para sí la quisieran los más templados microbiólogos; desde junio del 85 a abril del 87 va consignando en un diario sus autoobservaciones, unas veces dispuesto a gozar de la vida, cometiendo los mayores disparates, otras decidido a saltarse la tapa de los sesos.

Los otros «hombres fatigados» son dos amigos de Gram: Georg Jonathan, un yankee en el que el autor significa el materialismo brutal y cínico, y el doctor Kvaale, o sea la desvergüenza científica. Los dichos y hechos de estos tres personajes, consignados puntualmente en el diario de Gram, son un alegato implacable contra la cultura moderna, un análisis angustioso del desquiciamiento espiritual de tres hombres o, mejor dicho, de una sociedad que muere por consunción de sus ideas. En estos últimos tiempos hizo fortuna la famosa «bancarrota de la ciencia» de Mr. Brunetière. Garborg proclama la bancarrota de la ciencia, la de la política, la del arte y aun la de la sociedad entera. Quizá la única afirmación con que en este libro nihilista se contiene es la que cierra su última página: «los que se hallen fatigados de la vida deben ir en busca de un sacerdote». Garborg no habla de ninguna religión en particular, pero lógicamente se deduce que los que, gobernados sólo por la razón, se desquician y pierden energía necesaria para sobrellevar dignamente la carga de la existencia, no han de volver a la religión de libre examen, sino que han de refugiarse en una religión dogmática, que los libre de una vez de la inquietud y la pesadumbre de la duda.

No es ciertamente Garborg el único que juzga con mal talante la civilización que gozamos o padecemos; abundan los malavenidos y los reaccionarios o revolucionarios a contrapelo. Sin embargo, Garborg no es un propagandista ni un novelista vulgar; en cuanto escritor, es considerado como «la mejor pluma de Noruega» y, como crítico, quizá no haya quien le supere en profundidad y agudeza. Sus obras novelescas tienen este sello del criticismo que constituye la personalidad de Garborg, desde que se dio a conocer, hace más de veinte años, con un notable estudio crítico sobre Ibsen, hasta su última obra sobre Lie, publicada con motivo de las fiestas celebradas en honor del viejo novelista. Y, en el estudio sobre Ibsen, está la clave de todos los trabajos del mismo Garborg.

Un carácter constante de las sociedades decadentes, o de las que comienzan a renacer, es el desconocimiento de sus hombres. El espíritu nacional sumido en la inconsciencia arroja fuera de sí las fuerzas inteligentes que resisten al descenso, o que inician una nueva dirección. Falta la inteligencia, o la voluntad, y cuando surge alguien que da pruebas de tenerlas, se le señala con el dedo, y se dice: «Ese no es de casa; ese es un perturbador», y no falta quien pida que se conduzca al desdichado a la frontera y se le despida a puntapiés, para que la nación pueda vivir en paz. Algo de esto le ocurrió a Ibsen en su país; porque se creía que en el país no encajaban bien sus ideas. Se reconocía su mérito, pero se le consideraba como a un extraño. Garborg fue el primero que demostró que Noruega era un país metafísico y que Ibsen no sólo había nacido en el país, sino que debía nacer en él y era natural que naciera. La originalidad de Ibsen estaba en que sus personajes tenían ideas y a veces eran ideas; su simbolismo era filosófico, y fue preciso convencer a los noruegos de que en Noruega podía nacer, entre las rocas peladas, el hombre-idea de Ibsen.

En este punto, como dice Geigerstam, uno de los críticos de Garborg, este trabaja por cuenta propia, porque su temperamento crítico le llevaba también a escribir novelas de ideas y quería justificarse por adelantado. Así en su primera novela Bodöstudenter (Estudiantes campesinos), donde traza un cuadro interesante de la vida de Cristianía, entraba ya en el terreno político y económico; su novela Mannfolk y su único ensayo dramático De uforsonlige eran, más que otra cosa, actos políticos. Sus obras de más puro carácter psicológico son su novela analítica Hos Mamma (En casa de mamá), una Kvinnoroman, como aquí dicen, o novela de mujer, en la que se describe un tipo de muchacha de provincia, con minuciosidad fatigosa, y su libro más celebrado, las cartas de Jolbottnen, autobiografía íntima de los dos años que el autor vivió en este pequeño retiro. En estas cartas se inicia la última evolución de Garborg, la que aparece en sus Hombres fatigados y en Fred (Paz), novela de asunto igualmente religioso pero desarrollado en un cuadro de costumbres campesinas.

Además de crítico y novelista, es Garborg uno de los poetas más originales de su país. Su poema alegórico Haugtusse pertenece al género fantástico, pero Garborg interpreta el trold de un modo nuevo y sugestivo. El tema alegórico es el eterno; el de la luz luchando con las tinieblas; asimismo aparece el país de los gnomos, al que desciende la heroína Veslonoy; pero el cielo de Haugtusse no es sólo una serie de descripciones de esta naturaleza fantástica, es también una psicología de lo humano en relación con lo imaginario, que al tomar cuerpo en formas diversas, ya atractivas, ya horripilantes, va excitando y poniendo en movimiento todas las fuerzas de nuestro espíritu.

Haugtusse, como las más de las obras en prosa de Garborg, está escrita en maal, dialecto hablado en el suroeste de Noruega y elevado por Garborg a la dignidad de lengua literaria. Este es otro rasgo importante de su personalidad, sobre el que haré alguna indicación para concluir. Aunque se dice literatura noruega y literatura danesa, en realidad ambas son una sola literatura, puesto que, salvo pequeñas diferencias, el lenguaje literario es el mismo, por haber quedado el danés como lengua oficial de Noruega. Los escritores noruegos, que iniciaron el movimiento de separación intelectual entre Noruega y Dinamarca, escribían en danés y tenían su centro de operaciones más en Copenhague que en Cristianía y desde Copenhague partieron, con Ibsen a la cabeza, a la conquista del público europeo. Garborg creyó, con razón sobrada, que la independencia intelectual exigía como complemento la independencia en el idioma y que, prescindiendo de este motivo, había otro de mayor fuerza aún. La novela moderna exige, ante todo, la verdad artística, y la verdad exige que se haga hablar a los personajes en la lengua en que hablan realmente. Habrá, sin duda, un interés político en que disminuya el número de las lenguas, las cuales son la causa constante de antagonismos y dificultad grave para donde se hablan diversas lenguas o dialectos. Y tanto es así, que no hay nación donde no exista una «cuestión de lenguas», forma embozada en que salen a la luz divergencias más profundas. Pero si políticamente están los hombres interesados en servirse de un solo idioma, ya que no en todo el mundo, en grandes demarcaciones, artísticamente tienen un interés no menor en hablar en su lengua natural.

Quien quiera que conozca los malos ratos que se pasan para expresar una idea miserable en la lengua que más a fondo se domina, no ha de ser tan desalmado que critique a quien escribe en el idioma o dialecto en que piensa, so pretexto de que no es lengua regular u oficial. Allí donde haya una docena de hombres que se expresen naturalmente en una forma de lenguaje, allí hay un verdadero idioma y si uno de esos hombres es artista debe escribir en este idioma suyo y no en ningún otro; que el arte tiene sus fueros y ha de buscar la mayor perfección posible, sin tener en cuenta consideraciones ajenas a su misión. Por esto, aunque la tentativa de Garborg ha dado lugar a vivas controversias, su triunfo es ya indiscutible, porque un hombre resuelto que tiene de su parte la razón, se impone siempre. Garborg ha tenido imitadores y hoy cuenta ya una literatura en «nuevo noruego» o maal, periódicos e imprentas y aun cátedra para la enseñanza científica del dialecto. De esta suerte, si como hombre de ideas puede imputársele a Garborg la introducción de algunas tendencias exóticas en la literatura noruega, como escritor tiene el mérito de haber creado una lengua literaria y de haber dado con ella un carácter más nacional al renacimiento iniciado por sus predecesores.




ArribaAbajoVilhelm Krag

Para distinguir a un poeta versificador de un poeta pensador no se me ocurre comparación más exacta que la del titiritero y el cómico o si se quiere la del gimnasta y el actor. El gimnasta nos produce una impresión instantánea; nos sorprenden sus saltos atrevidos y sus extrañas dislocaciones, y aun hay gentes mal nacidas cuyo ánimo se queda en suspenso, más que por lo artístico de los ejercicios, por la probabilidad de que el gimnasta caiga y se estrelle. Pero no se cae, sino que sigue un día y otro repitiendo sus habilidades y concluye por aburrirnos. Su obra es mecánica, exterior y tan poco sugestiva como el movimiento de una polea. Vista una vez, ya está vista para siempre. En cambio el actor entra en escena y comienza, acaso, a decir palabras vulgares que hemos oído mil veces y que no estimulan nuestra atención; después, va tomando diversas actitudes y reflejando infinitos movimientos de espíritu y al final reconocemos que aquel hombre ha creado algo entre nosotros. Y volvemos a verle otra vez y cien veces, si es un verdadero artista, y siempre descubrimos en él algo nuevo, porque las formas de la idea son inagotables.

Así también el versificador nos sorprende con la armonía y la sonoridad de sus primeras composiciones y nos hace pensar que tenemos delante a un genio portentoso; mas, pasada la primera impresión, sus músicas nos parecen monótonas y aun la forma exterior que antes nos seducía se nos figura que, falta de idea interior, comienza a arrugarse como los vestidos que están mucho tiempo colgados en el clavijero. A la inversa, el poeta pensador es al principio prosaico y ni siquiera se diría que es poeta; sólo cuando las ideas, trabajando en la forma, consiguen ajustar a su medida el ropaje poético, se cae en la cuenta de que «aquello» que empezó tan míseramente llevaba dentro de sí un germen robusto y de larga vida.

Por ambos caminos se puede llegar a ser un gran poeta. El versificador triunfante, pero ofuscado por el aplauso, suele quedarse en los comienzos. Hay poetas-fenómenos de diez o doce años que después son malos funcionarios públicos, y hay quien a los cincuenta años se da a conocer con un poema magistral. Zorrilla, que era versificador, fue aclamado poeta sobre la tumba de Larra el día que a este lo enterraron, y con el tiempo, ahondando en el filón de nuestras leyendas históricas y populares, fue poeta grandísimo; Campoamor, médico y filósofo, empezó por escribir versos prosaicos, casi aleluyas, y creó al fin la dolora, que es poesía legítima, aunque murmuren los «clásicos».

Con esto que va dicho, se sabrá quién es Krag en cuanto anuncie que es un gran versificador que va camino de ser un gran poeta y que es ya el mayor entre los noruegos. Era casi una criatura en 1891 cuando publicó en el periódico Samtiden un poema breve titulado Fandango, que de golpe y porrazo le dio la fama de que goza y que continúa siendo su obra maestra. Krag fue en Noruega lo que Salvador Rueda en España; sólo que Krag ha cumplido casi todo lo que prometía. Yo no conozco en lengua noruega nada tan perfecto como Fandango. Las poesías de Björnson son más fuertes y sanas; las de Bortker, en las que hay mucho de Heine, son más delicadas, y las de Vogt revelan más independencia de temperamento; en ninguno de estos poetas anteriores a Krag había hecho asomadas el decadentismo, que con él se inicia aunque en forma templada y así inofensiva, por ser Krag refractario a los refinamientos sensualistas que dan tono a la secta; pero Krag les supera a todos por la maestría suma con que expresa su «estado de espíritu» en rimas musicales.

Fandango es una poesía oriental, en la que el poeta acertó a encerrar su personalidad entera. El señor del harén ordena que se calle la atronadora música de los jenízaros y que entren las bailarinas tcherquesas; del cuadro de baile avanza Zerlina, el señor celebra sus encantos, pero ve en su rostro huellas de sufrimiento; es que Zerlina piensa en la muerte. La fiesta se transforma en una honda lamentación melancólica con su estrépito chinesco.

Las poesías de Krag son intraducibles, porque su fuerza principal reside en el ritmo. Véase, como muestra, una estrofa de Fandango, en que describe la aparición de las tcherquesas de pies desnudos, las que bailan al son acompasado y suave de las guitarras:


Tscherkesserinderne, tscherkesserinderne
lad dem kun komme!
ind skal de danse pa spaede sma fodder
til daempet musik
fra fjerne guitarer.
Surrende, kurrende, kjaelende toner
smilende, hvilende, hviskende toner
sanseliq soede;
Fandango!

El diálogo con Zerlina es de una delicadeza insuperable:


Zerlina, min terne, din hals er sa söd
dit öie sa sort
men dit öie er vadt, Zerlina, etc.
Zerlina, hija mía, tu cuello es tan fino,
tus ojos tan negros;
y en tus ojos hay lágrimas, Zerlina;
Zerlina, hija mía, tus labios son rojos
y tus mejillas suaves,
mas, ¿por qué están tan pálidas, Zerlina?
¡Zerlina, hija mía, rosado es tu cutis,
tu boca tan pura!
Mas... ¿por qué te oigo suspirar, Zerlina?
«Oh señor, ya se acerca el frío otoño
y las rosas de Persia se deshacen
y en la corola del clavel hay llanto
y el amor muere, señor».

Son numerosas las poesías publicadas por Krag hasta la fecha. Yo tengo a la vista sus colecciones Digte y Nie Digte en las que ha reunido más de un centenar de composiciones breves, entre las que sobresalen sus Cantos de estío y sus Nocturnos. Tiene, asimismo, una colección de Cantos del Sur (Sangre fra Syden); un poema en prosa Natt y una gran poesía dramática en tres actos Vester i Blaafjeldet; su obra de más empeño, aunque no la mejor. En esta ha querido dar nueva y personal forma a la idea del Fausto y en el desarrollo de la idea se notan afinidades con el Peer Gynt, de Ibsen. El Mefistófeles de Krag es Kaare Kvaen y su protagonista Joe Hoog es Fausto, es Manfredo, es el Adam del Diablo Mundo, es, en suma, una reaparición del eterno tipo romántico.

No creo que el fuerte de Krag esté en estas filosofías. La cuerda que él toca como nadie es la de la melancolía de la muerte. Su genio, exótico en Noruega, se inspira mirando al país del sol, pero éste no basta para destruir la tristeza ingénita de su temperamento. De ahí esa visión fugaz de una mujer luminosa que se deshace como las rosas de Persia. En realidad Zerlina, embriagada en luz y perfumes, no ha pensado nunca lo que Krag le hace decir; la idea de Krag nace de un contraste entre el Norte y el Sur, y este contraste es puramente lírico.

Muchas veces, en los barcos de vela que van con tablones al Mediterráneo y vuelven con sal de Ibiza, Cádiz o Torrevieja (siempre la prosa al lado de la poesía) he visto algún jovenzuelo, flaco y nervioso, que emprende la ansiada excursión al Sur, llevando por delante su guitarra puesta de mil moños. Luego vuelve contando con entusiasmo sus impresiones y punteando sin fin de canciones, ante todo serenatas. Así debió comenzar Krag.

Nosotros no comprendemos la atracción misteriosa que el Sur ejerce sobre el Norte.

-Tanto como nosotros pensamos en ustedes -me decía una muchacha de aquí-, y ustedes no se acuerdan nunca de nosotros, ni piensan siquiera en que existimos.

-¿Qué remedio cabe? -le contesté yo-. El pensamiento tiene horror al frío.




ArribaKnut Hamsun

En su estudio crítico Le roman russe ha expuesto el escritor francés M. de Vogüé una idea que no es sólo aplicable a la literatura rusa sino a todos los literatos del Norte: así como en estos climas la naturaleza se adormece durante el largo período invernal y vive sólo, aunque con vida muy intensa, en el estío, así también las artes se desarrollan sin continuidad y a un período de súbito florecimiento le antecede y le sigue un profundo sopor.

En Noruega el hecho es exacto, aunque a primera vista quede encubierto por la superabundante producción de literatura «importada» del extranjero. Aún viven los hombres del renacimiento noruego Ibsen, Lie, Björnson, Kielland y otros astros menores, y la tendencia dominante es, sin embargo, la decadentista. Lo lógico hubiera sido dejar que se agotara el período noruego; callarse durante unos cuantos años y esperar un renuevo genuinamente nacional; mas si en el Norte la germinación de las propias ideas es lenta, la actividad exterior es muy viva. El cosmopolitismo es tan radical que quiere acapararlo todo, sin distinguir lo bueno de lo malo, ni si lo malo o bueno concuerda o no concuerda con el carácter del país. Paréceme, por ejemplo, que el decadentismo, iniciado en los países donde se exageró la tendencia naturalista, es necio y absurdo en Noruega. El decadentismo es como una lamentación del ideal ante el triunfo de «los intereses», de la prosa, de la vulgaridad intelectual y de la literatura fotográfica: y en el Norte se lamentan sin motivo, porque aquí la fuerza impulsora es aún idealista. Existe el naturalismo; pero, aunque parezca increíble, lo han introducido los mismos decadentes.

La novísima escuela noruega no tiene, pues, su origen en la literatura patria, es cosmopolita y las dos tendencias más marcadas que en ella se notan son la naturalista (más la de Maupassant que la de Zola y, más aún, la de los escritores rusos) y la decadente. El iniciador de ella fue Garborg con sus Hombres fatigados, bien que Garborg no es en realidad un decadente, sino más bien el inventor del nuevo estado de espíritu, al modo que, en Rusia, Turgueneff, sin ser nihilista, sacó a la luz el nihilismo en su novela Tierras vírgenes. Casi todos los escritores noruegos que forman el moderno plantel navegan en estas aguas; en algunos como Aanrud, Hilditsch y Thomas Krag (hermano del poeta) el carácter saliente es realista y ninguno de ellos ha escrito nada comparable a las buenas novelas y cuentos de Lie y Björnson. En este grupo, la personalidad más notable es la de Fru Amalía Skram, novelista y dramaturga de tendencias revoltosas, a cuyo lado la señora Pardo Bazán es, en punto a radicalismo literario, una niña de teta. Otros escritores como Jaeger, Finne y Hamsun son resueltamente decadentes.

Hamsun es el más fecundo y original entre los escritores nuevos. Nada he leído de Jaeger, cuyas obras están fuera de la circulación a causa de su obscenidad. Gabriel Finne no es tampoco un literato al alcance de todas las fortunas: aun sus Juegos pecadores (Unge syndere) y sus Hijos del doctor Wang (Doctor Wangs sönne) son ejercicios arriesgados de sensualidad. De esta última han dicho algunos críticos que es un libro bueno para producir náuseas. Lo cual no impide que encierre una tesis importante, la de la educación de los hijos, que el autor defiende sea confiada no a los padres sino a la sociedad. Hamsun es ante todo escritor hombre de ideas frescas. Su primer trabajo, publicado anónimo, fue atribuido a Garborg, con cuyo estilo y humor tienen los de Hamsun alguna semejanza. Sin embargo, el humorismo de Garborg es duro y concentrado como el de Swift, mientras que Hamsun, que ha vivido entre yankees, es humorista, excéntrico y superficial a la manera de Mark Twain, con quien el crítico inglés Nisbet Bain lo relaciona muy acertadamente.

El decadentismo de Hamsun se anuncia en la cubierta de sus obras. En Redakter Lynge, sátira contra la prensa, hay un arbolito podado en forma de bola, sobre la que descansa un repugnante sapo. Una mujer con un serrucho en la mano viene a aserrar el arbolito por cerca del pie. En Sult (Hambre) hay, sobre el negro fondo de la cubierta, un esqueleto humano; y por si esto no bastara pasan, casi volando, de derecha a izquierda, un sinfín de perros famélicos que van en busca de una tajada, que por lo visto no existe en el mundo. La obra es en efecto un estudio fisiológico del hambre, en un cuadro de la vida bohemia de Cristianía. Porque en Cristianía hay bohemios como en los buenos tiempos de Murger, y la mayor parte de los escritores jóvenes han pasado por ahí. Como Hamsun su Hambre, Garborg tiene sus Estudiantes campesinos, Jaeger su Bohemio de Christianía y Finne su Filósofo.

Más crédito que estas novelas primerizas y que sus estudios sobre América (Det moderne Amerikas aandsliv) y su colección de charlas espirituales titulada Mysterier, han dado a Hamsun sus obras posteriores, en particular su novela Pan, en la que ha tratado un tema hoy a la moda, el mismo de Multer Erde, del alemán Mac Halbe, y de Les deracinés, del francés Maurice Barrès; hasta tal punto se trabaja para nivelar el espíritu europeo que no hay obra de importancia que no tenga su similar en todas las naciones. Este amor a la naturaleza, en España es también común de que se acerca una nueva degollina, por el estilo de la francesa del siglo anterior, pues los enternecimientos de la humanidad cuestan siempre muy caros. Pan es un cántico a la naturaleza y la historia de un hombre que, harto del mundo y convencido de que sus males se curarán volviendo al seno de la «tierruca» o echándose «peñas arriba», que diría Pereda, se refugia en lo alto de unos cerros, se decide a vivir como en los buenos tiempos del dios Pan. Todo iría bien si no existieran las mujeres; pero el teniente Glahn tiene la desgracia de tropezar con dos y de las dos se enamora, y la que no le engaña se muere. Glahn cree entonces que la paz soñada es un desvío y se va a América, en cuyas salvajes praderas y en una casa no menos salvaje da fin a sus días. Este final parecerá traído por los cabellos, mas hoy se vuelve a la novelesca, y se leen con gusto estas extravagancias pintorescas; entre las novelas más leídas de los modernos autores ingleses están las de Meredith, y en una de ellas, si mal no recuerdo, la heroína tomó a última hora la determinación de curar heridos con cuyo motivo viene a España a prestar sus nobles servicios en las ambulancias del Norte, donde a la sazón había guerra civil.

No es posible determinar bien cuál será la personalidad definitiva de un escritor que, como Hamsun, está en evolución constante y escribe al año una o dos obras. También en el teatro ha hecho asomadas y su último libro Aftenröde está escrito en forma dramática. Un crítico amigo de Hamsun, Christiensen, le ha definido diciendo que es un escritor que posee admirablemente el arte de la conversación y que quiere ser poeta. Mas, a pesar de que su talento psicológico es poco profundo y sus ideas muy volubles, tiene una cualidad de gran valor, la que le ha granjeado el título de Dostoiewski noruego, la de conocer la miseria humana. Hamsun ha sido marino, obrero, emigrante y cowboy en los Estados Unidos y, en suma, se ha ido formando él solo, a fuerza de rodar por el mundo y es quizá, por la misma independencia de su cultura estética, el escritor joven de quien puede esperar más su país.

En lo tocante a su significación, como uno de los cabezas del decadentismo, ya he dicho que no hallo esta tendencia bien encaminada. Hay en el decadentismo un lado bueno, el de ser una protesta contra el positivismo dominante; pero esta protesta hay dos modos de formularla; quejándose como mujeres, que es lo que hacen los decadentistas, o luchando como hombres para afirmar nuevos ideales. El decadentismo es cansancio, es duda, es tristeza, y lo que hace falta es fuerza, resolución y fe en algo, aunque sea en nuestro instinto; que, cuando nos impulsa, a alguna parte nos llevará.







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