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Capítulo X

Donde se cuenta cómo Galgenstein y Catalina llegaron a reconocerse mutuamente en los jardines de Marylebone, y cómo después el conde la acompaña a casa en su propia carroza     .

     Aproximadamente un mes después de que tuviera lugar la afectuosa conversación que acabamos de referir, dábase en los jardines de Marylebone una gran fiesta con danza y concierto. Madama Amenaida, bailarina del teatro de París, iba a bailar sus danzas clásicas. Dábase la fiesta bajo los auspicios de varios nobles ingleses y extranjero, entre los cuales se contaba su excelencia el embajador de Baviera. Madama Amenaida era la querida oficial de Galgenstein, a quien hubo de cedérsela en París el duque de Rohan Chabot. Cuando la fiesta alcanzaba su mayor esplendor, después de la música, de las danzas y de los fuegos artificiales, Galgenstein sintió algo parecido a los agradables y tenaces dolores que suelen preceder al apetito; encantado con tan favorables premoniciones, decidiose a saciar sus deseos. Hallábase ocupado en meterle el diente a un pollo frío, en compañía de varios amigos y unas botellas de champaña, cuando le llamaron la atención sobre una persona, muy hermosa al parecer, de no muy elevada estatura, metida en carnes, con un lujoso corpiño de brocado y tiesa falda de lo mismo, que vagaba indolentemente arriba y abajo por el paseo, de frente al sitio en que hallábase su excelencia, y que le favorecía con miradas continuas. La dama, quienquiera que fuese, ocultaba su rostro con un antifaz, como solían hacer por aquel entonces las mujeres de alta como de baja condición, al presentarse en público; y se hacía acompañar por un joven de no más de diez y siete primaveras, admirablemente vestido; el cual no era otro que el propio hijo del conde, a quien su cariñosa madre había regalado por fin la espada y la peluca prometidas.

     En el transcurso del mes, míster Billings había menudeado las visitas a su padre; pero, aun cuando él, por consejo de su madre, hacía frecuentes alusiones a ésta, el conde no mostraba ni por un momento, el deseo de renovar sus relaciones con ella; la cual, cuando quería verle, había de hacerlo a hurtadillas.

     El hecho es que desde que Billings relatara a su madre su primera entrevista con el embajador, que concluyó en nada, como todas las que siguieron, Catalina empezó a vagar con cierta frecuencia por los alrededores de la morada de Galgenstein. Cuatro o cinco veces por semana, al ir a tomar su excelencia el carruaje, hubiera podido observar a una mujer envuelta en un manto negro, que le miraba fijamente a los ojos; pero los ojos del conde parecían siempre distraídos, y las visitas de Catalina acabaron por resultar completamente inútiles.

     Aquella noche, sin embargo, las continuas miradas y el porte de la dama habían llegado a impresionar al conde, favorablemente predispuesto por la alegría comunicativa de la bebida. El reverendo O'Flaherty observó la persona de la capa negra, la reconoció o creyó reconocerla, y dijo:

     -Es la mujer que espía continuamente a vuestra merced. Va con ese aprendiz de sastre al que le divierte ver ahorcar a sus semejantes, el hijo de vuestra excelencia, según dice.

     Estaba ya el abad para advertir a su excelencia de la conspiración que él creía evidente habíase tramado en contra suya, induciéndole a creer que el hijo había llevado a la madre para que desempeñara su papel en la misma; estaba tratando de hacerle ver la ligereza y el peligro que suponía reanudar la antigua intimidad con una mujer como la que el embajador había descrito, cuando éste levantose rápidamente, e interrumpiendo con brusquedad a su consejero y dejándole con la palabra en la boca, dijo:

     -¡Por Baco, señor abad, tenéis razón! Es mi hijo con una hermosa criatura, por cierto... ¡Eh, vos... ¿Cómo os llamáis?... Tom; ¿pero no conocéis a vuestro padre, bribonzuelo? -dijo.

     Y echándose al lado el sombrero, empezó a seguir, contoneándose con garbo, en pos de Billings y la dama.

     Era la primera vez que el conde reconocía a su hijo.

     Detúvose Tom hasta que el conde se hubo aproximado. Vestía éste un elegante traje de terciopelo blanco, lleno el pecho de condecoraciones; llevaba una sencilla peluca, con bolsa, y medias de seda de color de durazno, con aplicaciones de plata.

     La dama dio como un respingo al aproximarse su excelencia.

     -Calma, madre, no tembléis así -dijo Tom.

     Pero la pobre no podía por menos de temblar como una azogada.

     Por fin llegó el espléndido conde. ¡Santo Dios, cómo fulgían sus bordados a la luz de las lámparas! ¡Qué deliciosa emanación de almizcle y bergamota desprendíase de su peluca, de su pañuelo y de los volantes de encajes de sus mangas y golilla! Ancha banda amarilla le cruzaba el pecho, e iba a terminar junto a una de sus caderas en una centelleadora cruz de diamantes, cerca de la empuñadura de su espada, incrustada igualmente de diamantes. ¿Habría nada más hermoso? ¿Cómo no había de temblar una pobre mujer, viendo que una tan excelsa criatura se acercaba a ella, dignándose mirarla desde la eminencia de su rango y esplendor? Las mejillas de Catalina enrojecieron bajo la recatada máscara de terciopelo, y su corazón comenzó a golpear violentamente contra la doble y opresora cárcel de su costillar y de su corsé. ¡Qué arrolladora ráfaga de vanidad se la entraba en el pecho, levantándosele! ¡Qué enjambre de adormídos recuerdos se despertaban en ella al conjuro de la voz encantadora! De igual suerte que se le puede dar cuerda a un reloj de cien guineas con una humilde llave de dos peniques, así como una sencilla y sucia palanca de madera puede hacer correr todas las aguas de Versalles, rumorosas, atropelladoras, chapoteantes, irisadas, de la misma manera, y por medio de insignificantes resortes se levantaron en tumulto las pasiones de Catalina. Como hemos dicho, el conde acercose a Tom, y, después de decirle. «¿Qué tal, Tom?», prescindió de él en absoluto, y pasando al lado de la dama, exclamó con estas frases llenas de espiritualidad:

     -¿Hermosa noche, no os parece, señora? ¡Vive Dios que lo es!

     Por poco si desfallece Catalina. Era la antigua voz adorada. Allí le tenía otra vez a su lado, después de diez y siete años... Aquel ¡vive Dios! la retrotraía a los antiguos y felices tiempos de su unión pasajera. Catalina sintió que le amaba como el primer día; así es que, reuniendo todas sus energías, pudo tener el valor de contestar:

     -Sí; pero hace un calor que achicharra...

     Y diciendo, hizo una graciosa reverencia.

     -El bochorno me amodorra -añadió su excelencia-. ¿Qué os parecería, señora, que nos sentáramos a descansar en uno de los puestos y bebiéramos algo fresco?

     -Señor -dijo ella retrocediendo.

     -¡Oh, sí, algo de beber -exclamó Tom, que parecía víctima de una sed perpetua- Vamos, ma..., señora Hayes; tanto como os gusta el ponche frío, os advierto que el ron de aquí es de primera.

     La dama del antifaz accedió, no sin gran dificultad, a los deseos de Tom, y fue conducida por los dos caballeros a un reservado, en donde, después de haber tomado asiento entre los dos, y haberse encendido los candelabros, sirviose el ponche. Ella bebió uno o dos vasos con verdadera ansia, para calmar su excitación; igualmente bebieron ellos, aunque dejando traslucir por sus codiciosas miradas que no habían menester de tales estímulos. El conde, bajo la influencia del champaña -necesario es confesarlo-, habíase altamente escandalizado, y experimentaba un profundo desagrado al notar la osadía de Billings, presentándose en público del brazo de una dama. Fácil es comprender que tenía entonces la embriaguez de la moral; tanto que, al abandonar su sitio, no sentía tan sólo el deseo de conocer a la acompañente de Billings, sino también de propinar a éste algunas sanas observaciones morales por atreverse a adquirir tales relaciones en una edad tan prematura. Claro es que lo primero que hizo al unírseles fue examinar a la dama; pero también es cierto que, cuando estuvieron sentados ya un corto rato y saboreando el ponche, le participó a su hijo el propósito que allí le retenía, y empezó la lección de moral. Como para muestra basta un botón, y ya conoce el lector la manera de expresarse de Galgenstein, no creemos necesario reproducir aquí sus conceptos. Baste decir que fueron estúpidos e insoportables, tan egotísticos como fuera la conferencia que dio a Tom el día de su presentación, y todavía infinitamente más prosaica y llena de divagaciones. De haber estado Catalina en posesión de sí misma, habríase convencido en cinco minutos de que su antiguo amante era un perfecto badulaque, y le habría abandonado con desprecio; mas se hallaba bajo el encanto de los antiguos recuerdos, y el sonido de la necia voz la resultaba de una mágica armonía. En cuanto a Billings, dejaba a su excelencia que siguiera en su insulsa plática; amoscándose de vez en cuando, bostezando y jurando alguna que otra vez, pero sin dejar de beber continuamente. Cuando el conde se cansó de reprender a Billings por la inmoralidad de sus prematuros enredos, comenzó a hablar de sí mismo, contando las mil proezas amorosas que le habían tenido por héroe; la que realizó con una hija del burgomaestre de Ratisbona cuando él se hallaba al servicio del elector de Baviera; después, la de la esposa del médico, en Bonn, que quiso suicidarse por él; vuelta a contar la de la fuga con la del sacerdote, ya conocida, etc., etc. Y es el caso que todas eran ciertas. Sabido es que un hombre inteligente y feo puede lograr algún que otro éxito con las mujeres; pero un tonto guapo es irresistible. Catalina escuchaba con religiosa atención. ¡Y pensar que ya había escuchado otras veces las mismas narraciones! Recordaba incluso las fechas y los lugares en que se las había referido.

     El jardín estaba repleto de gente de todas clases, que discurrían a cada momento por delante del puesto en que estaba sentado nuestro trío. Media hora después que el conde le abandonara, el padre O'Flaherty diose una discreta vueltecita para averiguar qué hacía y decía su jefe diplomático. Vio que Catalina escuchaba con sus cinco sentidos, que Tom hacía dibujos en la mesa, con el ponche vertido, y que el conde hablaba sin cesar. El confesor detúvose a escuchar por unos momentos; al cabo de los cuales, profiriendo algo semejante, a una maldición, encaminose hacia la entrada de los jardines, en donde la dorada carroza del conde, con sus tres palafraneros, le aguardaba para regresar a Londres. El reverendo sabía de sobra que cuando su señor la tomaba con la esposa del médico tenía para rato; en atención a lo cual desapareció, en unión de los otros personajes que habían estado antes acompañando a su excelencia.

     En un grupo de personas que acertaron a pasar por delante del conde y contertulios, iba Polly Briggs, en compañía de otras dos damas y apoyada en el brazo de un mozalbón de anchas espaldas, sombrero de grandes alas y bastante derrotado de aspecto. Llamábase el tal míster Moffat, y tenía a la sazón el empleo de conserje de una casa de juego en Covent Garden, en donde, a pesar de ver a diario ingentes sumas de dinero, su sueldo seguía estacionario, insuficiente, desde luego, para mantenerse con el decoro que él deseaba.

     Esto no empece para que míster Moffat hubiese llegado a recibir hasta doce guineas en el transcurso del mes, gracias a las cuales permitíase aquella tarde obsequiar a Polly con toda esplendidez. No estará de más advertir que por una de esas casualidades de la vida, las susodichas doce guineas habían salido del bolsillo de Polly, quien a su vez habíalas recibido de Tom. Pasaba, pues, el grupo berreando -que aquello no era cantar- una de las canciones populares más en boga, haciendo de tal suerte que todos se fijaran en quienes le componían. Así hubo de sucederle al joven Billings. Este, al verla, exclamó:

     -¡Diantre, si es Polly!

     Salió del reservado como alma que lleva el diablo, y se lanzó en seguimiento de la Briggs, dándola a conocer su presencia tocándola con los dedos en la espalda, y poniéndose de un brinco delante del grupo, lo que hizo retroceder a quienes le formaban.

     -¡Oh, míster Billings! -exclamó Polly con fingida frialdad-. ¿Sois vos? ¿Quién había de pensar en hallaros por aquí?

     -¿Quién es ese jovenzuelo? -preguntó con altivez míster Moffat.

     -¿No le conocéis, querido primo? Es míster Billings, un buen amigo mío -repuso Polly con acento de súplica.

     -Pues si es un amigo tuyo, primita, lo menos que debiera aprender es a conducirse correctamente contigo... ¿Acaso sois maestro de baile para tener que presentaros haciendo cabriolas delante de los hombres? -gruñó Moffat, que ya detestaba a Billings por el simple hecho de que vivía mejor que él.

     -¿Yo bailarín? -replicó Tom, comenzando a enardecerse-. Si me lo llamáis nuevamente os aplasto las narices.

     -¡Cómo! -rugió Moffat- ¡A mí mis narices! ¡Si os atrevéis a dar nada más que un paso, os corto el pescuezo, vive Cristo!

     -Oh, Mofly..., digo, primo, ¿no te da vergüenza tratar así al pobre chico? Marchaos, Tommy..., marchaos; mi primo está bebido -dijo fingiendo gimotear Polly, porque creía a Moffat muy capaz de realizar su amenaza.

     -¡Tommy..., además! ¿Qué es eso de Tommy? -dijo Moffat como fuera de sí-. ¡Canalla! ¡Si no os quitáis de mi pre...!

     No acabó la frase, pues antes de que pronunciara la palabra «presencia» Tom se le fue encima, y le agarró la nariz con tal fuerza que no le dejó terminar. Billings había realizado la operación con una rapidez extraordinaria; luego, dando un salto atrás y desenvainando prontamente la espada, dijo con altiva calma:

     -Y ahora, a ver cómo me cortáis el pescuezo, primito... Cuando queráis...

     Imposible o muy difícil nos sería adivinar cómo hubiera terminado la pendencia, de haber llegado a cruzar sus aceros los dos valientes; que no llegase la sangre al río debiose a la admirable presencia de espíritu de Polly, simplemente ocurriéndosele gritar:

     -¡Los corchetes, los corchetes!

     Oírlo y salir disparados hacia las puertas del jardín, todo fue uno. Polly conocía a su gente, y sabía de sobra que la presencia de los representantes, de la ley no despertaba las más fervientes simpatías.

     Míster Billings creyó prudente detenerse después de una carrera regular. El bravo Moffat; y Polly se habían evaporado. Tom se dijo que lo mejor sería ir de nuevo en busca de su madre; pero a la puerta le fue negada la entrada, al no poder satisfacer el chelín de su importe. Entonces, dándose aires de gran señor, dijo:

     -He dejado algunos amigos en el jardín; estoy al servicio de su excelencia el embajador bávaro.

     -Entonces... marchaos con él -repuso el vigilante.

     -Pero si os digo que le he dejado en la gran rotonda con una dama; además, en uno de los bancos de una avenida, la más estrecha, he olvidado mi espada de puño de plata.

     -Oh, milord, yo iré a avisarle, si queréis esperar -dijo uno de los porteros.

     Billings sentose en uno de los bancos de piedra, cerca de la entrada, a esperar la vuelta del servicial portero. Éste fuese derecho al sitio que había indicado Tom y halló su espada; pero en vez de devolvérsela, el muy descortés lo que hizo fue partirla por junto a la empuñadura, tirar la hoja en medio de un macizo de plantas y guardarse el argentino puño en el bolsillo; hecho lo cual, y para evitar complicaciones, se las guilló por una puerta privada de uso exclusivo de servidores y musicantes, mientras Tom esperaba sentado.

     Nada nos agradaría tanto como poder referir con todo detalle la conversación que en el reservado sostuvieron los dignos padres del no menos digno y simpático Tom. Como la ignoramos, hemos de atenernos a la fidedigna referencia del camarero; el cual contó que había servido dos poncheras y bizcochos al noble conde extranjero en el reservado número 3; que en dicho sitio estaban con él un joven, que pronto los abandonó, y una dama enmascarada, lujosamente vestida; que cuando quedaron solos la dama se apartó, retirándose al extremo opuesto al que ocupaba el conde, y hablaron mucho y animadamente; que, por fin, cediendo a los insistentes requerimientos de su excelencia, quitose ella el antifaz, diciendo: «¿Me conoces ahora, Max?», ante lo cual él exclamo: ¡«Catalina mía, estás más guapa que nunca!», tratando de arrodillarse ante ella y jurarle amor eterno; de lo cual desistió, porque ella rogole no se entregara a tales transportes en lugar visible para todo el mundo; que, convencido de la prudencia del ruego, su merced pagó y abandonó los jardines con la dama, la cual volvió a ponerse el antifaz.

     Al salir de los jardines, el conde gritó con voz enronquecida por las libaciones:

     -¡Hola, José La Rose, mi coche!

     Llegaron presurosos los que estaban esperándole con la carroza. Un joven que descabezaba un sueño cerca de la entrada despertose bruscamente a la luz de las antorchas y por el ruido que armaban caballos y palafreneros. El conde ofreció su brazo a la dama enmascarada, la cual penetró en el carruaje, y, estaba hablándole por lo bajo a La Rose, cuando el mozuelo que estuviera dormitando lo tocó en el hombro y le dijo:

     -Vamos, conde, me parece que también podréis llevarme a mí hasta casa...

     Y se coló en la carroza. Cuando Catalina vio a su hijo, arrojose en sus brazos y empezó a besarle y a llorar en una explosión de llanto histérico, cuya razón no se le alcanzaba a Tom ni con mucho. El conde, bastante desconcertado, los secundó en las demostraciones afectuosas. Y así llegaron a la puerta de la casa de ella, en donde estaba esperando míster Hayes con el gorro de dormir ya encasquetado y sin salir de su asombro al ver el boato con que volvía a casa su amada esposa.

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