Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo XI

De algunas domésticas disputas y de las consecuencias que originan.

     Un ingenioso escritor que hubiese vivido en la época de Brock y del duque de Malborough habría gustado de comparar el proceder de este último en la guerra al de un ángel en el desempeño de la divina misión de castigar a un pueblo; y en realidad, hacíase acreedor a tal título, pues, en medio de tales escenas de luchas, su espíritu elevábase tranquilo y poderoso, cerniéndose con majestad sobre las densas nubes de la batalla, desencadenando a su placer o amansando la poderosa tempestad de la guerra.

     Nadie podrá impedirnos que aprovechándonos de este bello símil, podamos aplicarle a las pequeñas contiendas familiares, en que sólo toman parte dos o tres guerreadores, como si se tratara de una gran trifulca entre naciones, amenizada por las tonantes voces de unos cuantos cientos de cañones de cada parte. El ingenioso escritor antes aludido habría acabado por confesar que el don que poseía el duque de Marlborough en alto grado era el de poder causar el mal a su antojo.

     Nuestro buen amigo Brock o Wood tenía igualmente la misma habilidad; jamás estaba tan satisfecho como cuando se dedicaba a la tarea de enzarzar a los demás. Su espíritu, de ordinario huraño, alegrábase y se colmaba de buen humor. Cuando la batalla decaía indecisa, la reanimaba en el acto. Cuando, pongo por caso, los batallones de bellas palabras de Tom eran rechazadas por la artillería gruesa de las no menos bellas frases maternas, unas cuantas insinuaciones de burla o de animación por parte de Wood devolvían a la batalla toda su fragorosa actividad, o cuando los ya cansados batallones de la injuria, lanzados contra los cuadros de Tom, se replegaban ante la obstinada resistencia de éste, deleitábase Brock en auxiliar al primero y ayudarle otra vez a la carga. Malos eran aquellos personajes; pero, bajo la influencia de Brock, tornábanse mucho peores. Muchas de las odiosas palabras y bajas pasiones, de las falsedades y bellaquerías por parte de Tom, de la crudeza, del desprecio y de los celos del lado de Hayes y Catalina, hay que atribuirlos a la obra de este viejo y encanecido tentador, cuyo placer y única ocupación era promover y dirigir las querellas domésticas y los vendavales de la familia de que formaba parte. No va a tachársenos ahora de pretender usar palabras rimbombantes, porque hemos comparado estos bribones a poderosos ejércitos, y míster Wood a un notable mariscal. Cuando se conoce bien el mundo, mucho nos engañamos, o el que más y el que menos se forja un verdadero embrollo con lo sublime y lo vulgar, lo bajo y lo excelso. Nosotros, por nuestra parte, aun no sabemos a qué atenernos. Pues bien: la tarde en que Catalina había ido a solazarse a los jardines, míster Wood creyó oportuno distraer su aburrimiento induciendo a beber a su marido; de suerte que, cuando ella llegó a casa, míster Hayes salió a su encuentro, mostrando en su talante que no sólo estaba furioso, sino borracho también. Tom descendió de la carroza el primero; Hayes, con un terno por saludo, preguntále dónde había estado. El joven Billings devolvió cariñosamente el terno a su padrastro, acompañado de otro más pintoresco todavía, negándose, por lo demás, a contestar a su pregunta.

     -El viejo está bebido, madre -dijo ayudándola a bajar del coche.

     Conviene consignar que, para poder hacerlo, hubo ella de arrancar violentamente su mano de las del conde, que la tenían aprisionada. Hayes, para darles a entender que sospechaba fundadamente, dio a Tom y a su madre con la puerta en las narices cuando fueron a entrar en la casa. Y cuando Catalina, según era su costumbre, quiso reconvenirle en tono desabrido y altanero, Hayes supo responderla con igual altivez, de donde provino la indispensable reyerta.

     Por aquellos tiempos no se andaba la gente con grandes remilgos respecto a las formas de expresión, y usaba palabras y giros que hoy no son tenidos por correctos; de suerte que sería peligroso pretender dar ahora, en 1840, una relación de los términos de mutuo reproche que se cruzaron entre los esposos Hayes en 1726. Míster Wood, que estaba sentado cerca de ellos, se reía las tripas. Míster Hayes juró que su esposa no volvería a ir más a los tes en públicos jardines en busca de nobles pontificios; a lo cual repuso ella que Hayes era un miserable embustero, un vil pelafustán, y que iría donde tuviera por conveniente. Hayes replicó que si seguía hablando de aquella forma iba a darle con un palo en las costillas, y ella, que, si osaba tal, le cosería a puñaladas. Wood, con la religiosa intención de azuzarlos más, dijo:

     -¡Por Baco, así me gusta!

     Míster Hayes adoptó la estrategia de los argumentes prudentes, y dijo:

     -Es que los vecinos tendrán que hablar, señora.

     -Y que hablarán, no hay duda -dijo Wood.

     -Dejadles que hablen -repuso Catalina-; ¿qué nos importan los vecinos? ¿No tuvieron de qué hablar cuando metisteis en la cárcel a la pobre viuda Wilkins? ¿Es que hablaron poco cuando dejasteis en la miseria al pobre viejo Thomson? Entonces no pensabais en los vecinos, ¿verdad?

     -Los negocios son los negocios, señora -arguyó Hayes-; y si me vi obligado a tratar sin piedad a Thomson y a encerrar a la Wilkins, me parece que tanta parte como he tenido yo habéis tenido vos en ello.

     -La verdad es que sois tal para cual -intervino Wood.

     -Lo que vuestra merced ha de hacer es darse punto en boca. Aquí no hacen maldita la falta ahora ni su opinión ni su presencia -dijo Catalina con gran dignidad.

     A lo que Brock contentose con replicar, silbando:

     -Yo he rogado a este caballero que pasara la velada conmigo...

     -Y hemos estado bebiendo juntos -aventuró Hayes.

     -Así es -confirmó Wood, mirando a Catalina con aire socarrón.

     -Digo, señora, que hemos tenido el placer de libar juntos... Y una vez que hemos bebido juntos, el que bebe conmigo es mi amigo. Por tanto, el doctor Wood es mi amigo, señora...; el reverendo doctor Wood, ¿oís? Hemos pasado la velada muy entretenidos, señora mía, hablando de lo que hablan los hombres serios: de política y de renglón... No se nos ha ocurrido irnos a vagar por los jardines públicos, para asaetear a miraditas a los hombres.

     -¡Mentís! -gritó Catalina-. He ido con Tom-, bien lo sabéis; el chico no me dejó en paz hasta que consiguió que le acompañara.

     -¡Al demonio con el chico! ¡Ya no le puedo ver ni en pintura! Siempre ha de ponerse en mi camino -dijo Hayes.

     -Pues no tengo más amigo que él en el mundo, y es el único a quien quiero algo, para que os enteréis -respondió Catalina.

     -Es un vago desvergonzado, un bribón incapaz, que ojalá se lleve algún día el castigo que se merece -exclamó John-. Bueno, aparte de esto, ¿qué carruaje es ese en el que habéis venido? Estoy seguro de que no habréis pagado una friolera para que os conduzca.

     -¡Mentís, otra vez -rugió Catalina, apoderándose de un cuchillo de trinchar-. ¡Repetidlo si osáis, y acabo con vos!

     -¡Que acabáis conmigo! ¡Por vida de...! contestó Hayes, poniéndose a tono y empuñando un palo, envalentonado por la bebida-. ¿Creéis que voy a tener miedo de un bigardo y de una...?

     No acabó la frase, pues Catalina le interrumpió, precipitándose sobre él como una fiera, blandiendo el cuchillo. El pegó un salto atrás, dando terribles palos en el aire, hasta que la alcanzó en mitad de la frente, tirándola al suelo sin sentido. Afortunado golpe para ambos, porque le salvó a él de una muerte probable, y a ella, de cometer un crimen.

     Esta trifulca, aunque no era más violenta que otras que la habían precedido, entre los amantes esposos, estuvo a punto de originar importantes cambios en la vida de la desgraciada pareja.

     Hayes experimentó profunda alarma en los primeros momentos de su triunfo; creyó haber matado a su mujer; Wood levantose precipitadamente, con alguna intranquilidad, pues compartió un momento tal temor. Pero ella empezó bien pronto a volver en sí. Se trajo el agua de rigor, se la roció y vendó la cabeza, y al rato Catalina se deshacía en un mar de lágrimas, que contribuyeron no poco a aliviarla. Hayes no pareció afectarse gran cosa de verlas -satisfecho como estaba de haber llevado la mejor parte-, y aun cuando Catalina le rechazó, cuando él mostrara cierto leve deseo de reconciliarse, no por eso le guardó rencor, limitándose a sonreír, y guiñándole el ojo a Wood, como satisfecho de sí mismo. El muy cobarde estaba orgulloso de su victoria; cuando, al irse a acostar, vio a Catalina dormida, o como si lo estuviera, tranquilo, no tardó él en dormirse también como un tronco, disfrutando por añadidura de los más placenteros sueños.

     Míster Wood, sintiéndose casi dichoso, subió a su habitación en busca del lecho. La contienda había constituido una insuperable distracción para su habitual aburrimiento, excitándole, cosquilleándole de placer en todo el cuerpo y poniéndole de muy buen humor; y aun más, prometiéndoselas muy felices para cuando Tom se enterase de todos los pormenores de la querella.

     Por lo que a su excelencia el conde respecta, diremos que el regreso de los jardines y el tierno apretón de manos que Catalina habíale permitido en la carroza habían a tal punto reavivado su pasión que, después de haber dormido sus buenas nueve horas y tomado su chocolate como de costumbre, hizo esperar una hora a una vendedora de Cornhill, que traía para enseñarle preciosos encajes de Malinas, mientras ponderaba al capellán los encantos de la señora Hayes.

     En cambio ella, sin poder pegar los ojos, pasó toda la noche al lado de su esposo, moviéndose intranquila y dando vueltas en el lecho, con el corazón batiéndola violentamente, el pulso acelerado y escuchando el lento sonar de las horas, hasta que el día, atisbando con su faz soñolienta por entre las cortinas, la halló todavía despierta y rendida.

     Catalina, como ya hemos podido averiguar, jamás había estado muy enamorada de su esposo; pero entonces, a medida que con la claridad del día iba distinguiendo sus facciones, comenzó a mirarle con más desprecio y repugnancia que nunca desde que estaba casada. Hayes dábase el sonoro placer de roncar profundamente; a su lado, en la mesilla de noche, en un recio y grasiento candelero de hoja de lata, había casi derretida una escuálida vela de sebo, coronada de un apagador; al pie del mismo, las llaves, la bolsa y la pipa; tenía los pies metidos en unas gastadas fundas; la cabeza y parte del cetrino rostro, cubiertos con un colorado gorro de dormir, de lana; la barba, crecida de varios días; la boca, abierta de par en par, para dar salida a tremendos ronquidos. Jamás el sol alumbró al amanecer a criatura más despreciable. ¡Y a tan sórdido pingajo se había unido Catalina para siempre! ¡Qué admirable vida de bribón podía leerse en sus libros comerciales! ¡De qué tesoro eran celosas guardadoras aquellas llaves! Ni un solo chelín encerraban que no hubiera salido de los bolsillos de los miserables, arrancados de necesidades trágicas y perentorias, obtenido estrujando sin piedad al hambriento. «¡Un imbécil, un miserable, un cobarde -pensaba Catalina-. ¿Por qué se me ocurriría unirme con este guiñapo?... Yo, que soy de espíritu refinado, y hermosa -¿no dice él así?-; yo, que, habiendo nacido una mendiga, me he elevado por mi propio mérito, y habría llegado quién sabe dónde si mi mala fortuna no hubiera puesto siempre estorbos en mi camino.»

     Si nos fijamos con la debida atención en los personalísimos razonamientos de Catalina, observaremos con cuánto ingenio se las componía para a echar la culpa de todo a su marido, sin olvidar deducir consecuencias favorables para su propia vanidad. Asimismo hemos hecho todos mil veces. Toda esa lógica argumentación que Catalina supo forjarse, mientras yacía en el lecho sin poder conciliar el sueño, se resolvía en definitiva en la creencia de su triunfo. Fuerza es reconocer, sin embargo, que nada estaba tan bien justificado como la idea que Catalina habíase formado de la vileza y bribonería de su esposo. Estaba dotada de un espíritu perspicaz y observador, y bastábale, para convencerse de la justicia de sus apreciaciones, con tender la vista alrededor. Pues estaban yaciendo en un amplio y valioso lecho de nogal macizo, con gastadas colgaduras de seda, que había sido arrebatado a una respetable anciana en garantía de un préstamo que habiasele hecho a su hijo; las paredes ostentaban magníficos tapices antiguos, representando escenas de la Sagrada Escritura, entre otras la de Judith y Holofernes, procedentes de empeños realizados por cantidades irrisorias, y cuyos plazos ya expiraron; un enorme y pesado reloj negro, tapando justamente la cabeza del pobre Holofernes, producto igualmente de una transacción usuraria, y así del resto de los muebles y objetos que llenaban la habitación, y que sólo contribuían a hacerla mucho más lóbrega.

     Catalina sentose en el lecho, mirando fijamente a su esposo. No cabe duda de que hay una magnífica influencia en los ojos despiertos cuando miran con fijeza a una persona dormida -¿Quién no recuerda, de niño, haber despertado, en las claras mañanas de verano, bajo la cariñosa mirada de su madre, después de haberla sentido inconscientemente infiltrarse en todo nuestro ser, antes de despertar, aromando nuestra alma como un perfume de paz, amor y sana alegría?...Pues tal influjo magnético ejercían las miradas de Catalina en su esposo. Al sentirse penetrado por ellas, comenzó a revolverse inquieto en la cama, a hundir más la cabeza en la almohada y a exhalar gemidos y gritos inarticulados, como los que se perciben junto a los enfermos febriles.

     Eran aproximadamente las seis de la mañana, y el reloj empezó a hacer oír esos ruidos tristes y rechinantes con que suelen anunciar que van a dar la hora, y que se asemejan al estertor de la muerte; la campana dio por fin el primer tañido. Hayes abrió los ojos a la luz, y vio a Catalina mirándole fijamente. Sus miradas se cruzaron por unos momentos, y Catalina, súbitamente enrojecida, volvió al otro lado el rostro, como si la favoreciera haber sido sorprendida al ir a pepetrar un crimen.

     Una especie de temor invencible sobrecogió el ánimo de Hayes, helándole los huesos un horrendo miedo, y el presentimiento del futuro peligro, pues Catalina volvió a mirarle. Rápidamente reconstruyó en su imaginación los incidentes de la noche anterior, la riña conyugal y su sangrienta terminación. Habíala ya maltratado de hecho muchas veces, inundándola además bajo una verdadera lluvia de improperios, y otras tantas veces, a la mañana siguiente, ella no le guardaba rencor; la riña habíase olvidado o, cuando menos, no se le había hecho el menor caso. ¿Por qué no habría de suceder lo mismo con la de la noche anterior? Hayes trató de ilusionarse a este respecto, aventuró una sonrisa, dijo:

     -Yo creí que ya seríamos otra vez amigos, Catalina. Ya sabes que anoche estaba borracho, y frenético además por la pérdida de esas malditas cincuenta libras... Te digo que acabarán por arruinarme..., ya lo verás.

     Catalina dio la callada por respuesta.

     Hayes prosiguió, sacando su voz más halagadora:

     -¿No te gustaría volver de nuevo al campo?

     Hace tiempo que estoy pensando en liquidar todos nuestros negocios en dinero efectivo, que, gracias a ti ha aumentado bastante, y puede pasar hoy de dos mil libras. ¿Qué te parecería que volviéramos a Warwickshire, compráramos allí una finca y viviéramos tranquilos? ¿No te gustaría volver a vivir hecha toda una señora a tu país natal? ¡Habría que ver cómo se quedarían en Birmingham!

     Y diciendo, Hayes inició un leve movimiento para coger la mano de su esposa; pero ella se la rechazó violentamente, respondiendo:

     -¡Cobarde! Necesitas emborracharte para tener valor..., y sólo para pegar a una mujer.

     -Ya sabes, querida, que fue nada más por defenderme, pues tú querías...

     -¡Rajarte en canal, sí! ¡La lástima es que no pude! -replicó la señora Hayes, apretando los dientes de rabia y mirándole con ojos de fiera.

     Acto seguido se echó de la cama, y, señalando una gran mancha de sangre que había quedado en la almohada, añadió:

     -¡Mira eso; esa sangre la has hecho derramar tú!

     Al oír lo cual Hayes comenzó a llorar a moco tendido, tan asustado y decaído estaba el infeliz. Aquellas lágrimas de cocodrilo sólo sirvieron para aumentar la rabia y el asco de Catalina; poco le importaba el golpe; pero odiaba al que se lo diera, a aquel hombre a quien había de estar unida para siempre. ¡La barrera que se imponía entre ella y la riqueza, la felicidad, el amor y tal vez la posición social!

     «Si yo fuera libre -cosa en la que había estado pensando toda la noche-, si yo fuera libre..., Max se casaría conmigo, estoy segura de ello; me lo dijo ayer.»

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     El viejo Wood parecía conocer intuitivamente todos los pensamientos de Catalina; prueba de ello es que al día siguiente le dijo:

     -Apostaría cualquier cosa a que estáis pensando que es muy preferible ser la amiga de un conde a ser la esposa de un pelagatos. Y a fe mía que un conde con una carroza es bastante mejor que un avaro con un garrote.

     Después de lo cual le preguntó si su cabeza estaba mejor... aun cuando suponía que habríase ya acostumbrado a los golpes; y así por el estilo... algunos chistes más, que sólo contribuyeron a hacerle aún más dolorosas las heridas del cuerpo y las del alma. A Toni se le puso también al corriente de la querella, y, como de ordinario, juró vengarse de su padrastro. Wood se cuidaría con su refinada maldad de que tales sentimientos no se desvanecieran; su mayor alegría era azuzar a Catalina y amedrentar a Hayes, aun cuando, a decir verdad, este desgraciado no necesitaba de incitaciones del exterior para continuar en el lamentable estado de terror y depresión a que había llegado.

     Desde el día siguiente a la reyerta aludida no pudieron borrarse de la memoria de Hayes las terribles palabras y miradas de Catalina; embargábale un frío temor, un pavoroso presentimiento. Él hizo por alejar de sí tal sino, como un verdadero cobarde, con lagoteos y engatusamientos que le hicieran perdonar. Volviose servilmente amable con Catalina, sufriendo con resignación sus más enconados vituperios. Temblaba delante del joven Billings, a quien la madre había obligado a instalarse en la casa, so pretexto de que la defendiera del marido, y soportaba su lenguaje soez y su brutal comportamiento sin atreverse a resistir tan siquiera.

     El mozalbete y su madre habíanse enseñoreado de la casa por completo. Hayes apenas osaba hablar en su presencia. Rara vez reuníase con la familia, a no ser a la hora de las comidas. Bien se escabullía a su habitación -ya dormía separado de su mujer-, o bien se iba a un establecianiento de bebidas, en donde veíase obligado a beber, teniendo que dar en pago aquellos peniques que tanto adoraba.

     Pronto, por supuesto, empezaron a murmurar los vecinos, diciendo:

     -John Hayes prescinde de su mujer, la maltrata y hasta le da de bastonazos; hay que verle: ¡siempre por las tabernas, y dejando en la casa sola a una mujer tan buena!

     El pobre infeliz no odiaba a su mujer. Estaba acostumbrado a ella, enamorado todo lo que un hombre como él podía estarlo. Anhelaba hacer de verdad las paces; más de una vez se deslizaba cautelosamente al cuarto de Wood, y allí, gimiendo, le rogaba para que intercediera en pro de una franca reconciliación. Reconciliáronse, al fin, hasta donde era posible. Ella le miraba, considerando a lo que habría podido llegar si no hubiera sido por causa de él; le odiaba y despreciaba casi hasta la locura. ¡Cuántas noches permanecía despierta, llorando y maldiciéndole a él y a sí misma! Cuanto más humilde se mostraba y más implorantes eran sus miradas, más le despreciaba y odiábale ella.

     En cambio, si Hayes no odiaba a la madre, odiaba y temía espantosamente al hijo. De buena gana le habría envenenado, de haber tenido el valor de hacerlo; mas no se atrevía; ni siquiera atrevíase a mirarle cara a cara cuando le veía sentarse a la mesa, en dueño y señor de la casa, con aire de dominio... ¡Santo Dios! ¡Cómo herían los oídos de Hayes las brutales risas de Tom! ¡Cómo le perseguían las miradas fijas de sus ojos negros y retadores! En verdad, que si Wood adoraba la maldad, tenía para saciarse de sobra con lo que veía. Sólo la baja malicia, el desprecio salvaje, la negra venganza y los pecaminosos deseos tenían cabida en aquellos corazones... para solaz de Wood. Como es sabido, la profesión oficial de Hayes era ebanista; pero desde que, hacía algunos años, dedicárase a prestamista, los trabajos de ebanistería fueron siendo poco a poca abandonados, por ser la otra ocupación mucho más provechosa. Catalina había contribuido con gran éxito al incremento de los negocios del marido. Era resuelta, lista, tenía buen ojo, y, aunque no adoraba el dinero, quería ser rica para poder abrirse camino en el mundo. Pero había resuelto no ocuparse más de los asuntos de su esposo y dejarle que se las compusiera como le fuese posible. Sentíase separada de él para sienpre, y no podía seguir considerando sus propios intereses confundidos en los de su esposo. Hayes era de lo más a propósito para las minucias y cominerías de su despreciable tráfico; así es que el abandono de su mujer prodújole una viva satisfacción, y dedicóse a recoger todo su dinero, aconsejándose sólo de su abogado, y siendo él mismo el cajero, el tenedor de libros, el dependiente, todo. Antes le asustaban espantosamente algunas especulaciones llevadas a cabo por su mujer, y las autorizaba porque no se atrevía a oponerse al juicio y autoridad superiores de ella. Comenzó a no prestar más dinero; ya no podía sufrir que se alejara de su vista. Su único placer era encerrarse en su cuarto, y dedicarse allí a contarlo una y otra vez. Al instalarse Tom en la casa, Hayes había ocupado la habitación inmediata a la de Wood, creyendo así estar más seguro y protegido, toda vez que Wood solía reprender al mozo por el mal trato que daba a su padrastro, y que veía la deferencia y respeto con la cual trataban al viejo, tanto Catalina como su hijo.

     Por fin, después que hubo cogido una fuerte suma de dinero, Hayes empezó a argumentarse a sí mismo de la siguiente manera:

     -¿Para qué he de permanecer aquí, expuesto a que ese mozo insolente me atropelle o quiera matarme cualquier día? ¿Qué le importa a él, cometer un crimen?...

     Y decidió escapar. Pensó que no abandonaría a Catalina y le enviaría dinero todos los años. Después se dijo que, dejándole la casa puesta, podría alquilarla amueblada, con lo cual podría mantenerse. De todas maneras, lo que le convenía era marcharse lejos y vivir en algún sitio barato, lejos de las terribles amenazas del jovenzuelo... La idea de su libertad acabó por hacérsele grata, y dedicose a liquidar sus asuntos todo lo más pronto que le fuera posible.

     Decidió no permitir a nadie que le hiciera la cama ni entrara en su cuarto; Wood le oía a través del tabique, ajetreándose continuamente con el abrir y cerrar de cofres y arcas y el sonar del dinero. Al menor ruido se levantaba y encaminábase a escuchar a la puerta del cuarto de Tom. Wood solía oírle andando por los pasillos, escurriéndose cautelosamente a su dormitorio.

     Un día, madre e hijo habíanse complacido en atormentarle, denigrándole en presencia de uno de los vecinos. Cuando éste se retiró, acompañole Hayes hasta la puerta, y, al volver, oyó desde el pasillo a Wood, diciendo con gran risa:

     -Ten cuidado, Catalina, que si Hayes muriera súbitamente por causa desconocida, los vecinos habrían de acusarte de su muerte.

     Hayes se quedó petrificado.

     -También él está en el complot -se dijo-. Todos se han unido contra mí para matarme; sólo esperan la oportunidad.

     Le sobrecogió un miedo terrible, y pensó escaparse en aquel mismo instante, abandonándolo todo; fuese a su cuarto a recoger su dinero, pero aún no tenía más que la mitad; dentro de algunas semanas ya podría contar con el resto. Y le faltó valor para marcharse. Aquella noche, Wood le oyó que escuchaba a la puerta de su propio cuarto, antes de ir a escuchar a la de Catalina.

     -¿Qué piensa este mentecato? -preguntose Wood-. ¿Para qué está juntando su dinero? ¿O tendrá algún caudal escondido sin que lo sepamos ninguno de nosotros?

     Y el reverendo doctor Wood se determinó a vigilarle. Entre los dormitorios de entrambos, Wood practicó un agujero en el tabique y púsose a atisbar. Hayes tenía delante de sí, sobre la mesa, un par de pistolas y cuatro o cinco bolsas; abrió una de ellas, en la cual guardó, contándolas, una por una, veinticinco guineas. Tal cantidad había ingresado aquel día en la casa: Catalina había hablado de ello por la mañana al haberse mencionador casualmente el nombre del deudor. Por lo general, Hayes no solía tener en la casa más que unas pocas guineas... ¿Con qué objeto estaría recogiendo todo su dinero?... Al siguiente día, Wood pidió que le cambiara un billete de veinte libras. Hayes dijo que sólo tenía tres guineas, y cuando le preguntó dónde tenía el dinero recibido el día anterior, repuso que tenía depositado ya en casa del banquero; Wood pensó:

     -No hay duda de que quiere escaparse; como lo haga -yo le conozco bien-, será dejando a su mujer sin un penique.

     Y le vigiló cautelosamente durante varios días: aumentó en dos o tres el número de las bolsas.

     No es posible decir los pensamientos que cruzaron por la mente de Wood; pero el hecho es que al día siguiente, Billing, después de haber charlado con él y recibido del mismo una guinea, de conversación con su madre, dijo:

     -¿Sabéis, madre, que si fuerais libre y os casarais con el conde, yo sería noble? Es la ley alemana, dice míster Wood, y ya sabéis que conoce aquel país de cuando estuvo con Marlborough.

     ¡Ah, seguro que lo serías... en Alemania! -dijo Wood-; pero Alemania no es Inglaterra; por tanto, es inútil hablar de esas cosas.

     -Calla, no seas niño -dijo Catalina impacientada-; ¿qué he de casarme yo con el conde? Primero, porque estoy casada, y luego... porque está demasiado por encima de mí; tan noble...

     -No hay tal, madre. Si no fuera por Hayes, yo podría ser noble ahora: la semana pasada me dio cinco guineas más; en cambio, ese cochino avaro, ¡maldito sea mil veces!, nunca se corre con un chelín.

     -Peor es que pretenda maltratar a tu madre, Tom. La otra noche, por si acaso, ya cogí yo mi garrote, y estaba predispuesto a caerle encima...

     Y diciendo, Wood se sonrió y quedose mirando fijamente a Catalina. Ella no se atrevió a mirarle de nuevo, porque comprendió que el reverendo había adivinado el secreto que trataba ella de ocultarse a sí misma. «¡Infeliz!» Él lo conocía perfectamente, y no sólo él, sino también Hayes; aquel secreto que no la abandonaba un solo instante desde el día de los jardines. Por eso habíase alegrado tanto cuando su marido habíale propuesto dormir separados; temía llegar a hablar en sueños y dejar escapar la horrible confesión.

     El viejo conocía toda la historia de lo que hacía y de lo que pasaba en el ánimo de Catalina desde el día de la fiesta en el parque de Marylebone. Él había ido tramándola día por día; habíale aconsejado cómo debía obrar, advirtiéndole que no cediese sin conseguir, por lo menos, el bieniestar de su hijo y una lujosa instalación para sí misma, caso de que se resolviera a abandonar a su marido. El viejo tomó con filosofía el asunto; dijo a Catalina sin rodeos lo que pensaba: que veía cómo ella acabaría por marcharse con el conde, y que conveníale tomar sus precauciones antes de hacerlo, pues podía darse que volviera a abandonarle como antes. Catalina negó esta posibilidad, y continuó viendo al conde a diario, no sin adoptar todas las medidas que Wood le recomendara. Ambos estaban excesivamente prudentes. El enamoramiento de Galgenstein aumentaba cada día; jamás se había sentido tan abrasado de amor, ni en los remotos días de su juventud, ni por las más hermosas princesas, condesas o actrices de París o Viena.

     El día siguiente al en que viera a Hayes guardando el dinero en las bolsas, Wood decidiose a hablar muy en serio a Catalina.

     -Vuestro marido está tramando alguna traición -le dijo-, y se figura que somos nosotros los que pensamos en ello. Se pone a escuchar por las noches a vuestra puerta y a la mía; tened la seguridad de que piensa abandonaros..., y si lo hace, será dejándoos en la calle.

     -Seré rica en otra parte -repuso Catalina..

     -Qué, ¿con Max?

     -Con Max, sí, ¿por qué no?

     -¿Por qué no, infeliz? Ya no os acordáis de Birmingham. ¿Creéis que Galgenstein, que se muestra ahora tan rendido, porque aún no os ha logrado, seguirá lo mismo cuando os consiga... No, mujer; no son así los hombres; no os entreguéis hasta que estéis segura; si ahora fuereis viuda, os tomaría por esposa; no os abandonéis a su capricho; si dejáis a vuestro marido para ir en pos de él, no tardará en abandonaros.

     ¡Y pensar que habría podido ser condesa, y que por aquel maldito marido que se interponía como una barrera entre ella y la fortuna!... Wood adivinó lo que pensaba, y sonriose diabólicamente; prosiguió:

     -Además, acordaos de Tom. Si dejáis a Hayes, sin ninguna garantía por parte del conde para Tom, labráis la ruina del muchacho; habría podido ser todo un señor si su madre hubiera...; pero, ¡bah!, ¿a qué pensar en eso? Por el muchacho no hay cuidado; ya puede andar sólo por el mundo. Ya conoce demasiados pícaros, y le gustan demasiado la mujer y la ginebra para poder resistir a la tentación el día en que se vea en un apuro.

     -Eso es verdad -dijo Catalina-. Tom es tan decidido, que lo mismo servirá para dar el alto en un camino que para lucir el garbo en un paseo.

     -Cuidado, que a ésos se acaba por colgarlos...-dijo Wood.

     -¡Ah, doctor!

     -En fin..., lo cierto es -dijo Wood, golpeando la pipa contra la palma de la mano para sacarle la ceniza- que es una verdadera lástima ver a ese viejo avaro cruzado en el camino de vuestra felicidad y la del muchacho, y además dispuesto a dejaros en la estacada.

     Catalina se retiró cabizbaja, como habíalo hecho ya Billings; una sonrisa infernal de triunfo, iluminó el venerable rostro del doctor Wood, el cual se lanzó a la calle a disfrutar de aquel bello día londinense.

Arriba