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Capítulo III

En el que se administra un narcótico y se describen algunos detalles de una agradable reunión.

     Cuando el cabo, que habíase retirado a la puerta de la calle tan pronto como oyera la conversación antes descrita, volvió al aposento del capitán, para ofrecer sus respetos a Catalina, la encontró de un humor excelente. El conde había estado allí -dijo ella- con su amigo Tom Trippet, y habíale prometido regalarle algunas yardas del tisú que tanto le gustaba; había ofrecido también nuevas ropas para la criatura, después de haber estado en su compañía tomando una ponchera de refresco, que él mismo había hecho para ella, y de la cual también participó Trippet...

     -Un hombre muy agradable -añadió-, y es lástima que no sea más juicioso y menos aficionado a los licores.

     -Demasiado lo es, ciertamente -dijo Brock-. Hace un momento estaba tan borracho, que apenas podía tenerse en pie. Los he visto a él y a su merced en la plaza del Mercado hablando con Nan Fantail; tanto, que ella le quitó la peluca a Trippet porque quería besarla.

     -¡Habrá calaveras! ¡Rebajarse de tal modo con gente de la calaña de Nan Fantail!... ¡Ah! Os juro, Brock, que hace una hora apenas Trippet decíame que tengo los ojos más lindos del mundo y que estaba dispuesto a cortarle el pescuezo al capitán por mi amor... ¡Y con... Nan Fantail!

     -Nan es una persona decente -replicó el cabo-, y fue la gran favorita de su merced el conde hasta que otra persona se cruzó en su camino. Nadie puede decir cosa alguna contra ella.

     -¡Hay que ver con quien! Una sucia, asquerosa. Yo no sé qué es lo que los hombres pueden ver en ella.

     -Es graciosa y picaresca en sus maneras... y eso es lo que gusta a los hombres... y...

     -¿Y qué? ¡No creo pretendáis decir que mi Max también está prendado de ella ahora! -dijo Cati, tomando un aspecto feroz.

     -¡Oh, no!... Desde luego; no de ella... Es decir...

     -¡No de ella! -gritó, fuera de sí, Catalina-. ¿De quién entonces?

     -¡Bah! No hagáis caso. ¿De quién ha de ser sino de vos? ¿Por qué otra creéis que haya de preocuparse?... Y, sobre todo, ¿qué se me importa a mí?

     Y comenzó a silbar, como si hubiera terminado la conversación; pero Catalina no se daba por satisfecha y siguió con sus irreductibles preguntas.

     El cabo, después de haber soslayado algunas de ellas, afectando un aire resuelto y confidencial, añadió:

     -La verdad, Catalina, yo soy una persona de bien, y creo que debo poneros sobre aviso. Él ha sido mi mejor amigo hasta ahora, y por eso callaba; pero no puedo seguir así por más tiempo... antes reventaría... Yo creo que obra con vos como un perfecto bellaco...; os engaña, es un libertino; señorita Hall, ésta es la verdad monda y lironda.

     Catalina le suplicó dijera cuanto sabía, y él resumió de esta forma:

     -Lo que él quiere es desprenderse de vos, está ya cansado..., y por eso trajo aquí a ese necio de Tom Trippet, que está encaprichado de vuestros encantos. Él no tiene valor para plantaros en la calle, como un hombre..., aunque dentro de casa os trata como a una bestia. ¿Sabéis lo que proyecta? Oíd: dentro de un mes, poco más o menos, piensa ir a Coventry..., o hará como quien va allí para los efectos de la recluta...; pero a lo que irá en realidad será a casarse; y os dejará sin blanca, expuesta a que os pudráis o muráis de hambre...

     Todo está ya preparado de antemano: dentro de un mes debéis pasar a ser la amante de míster Trippet, y su merced se casará con la rica miss Dripping, de Londres, que le traerá una dote de veinte mil libras, se costeará su propio regimiento y hará saltar al pobre Brock del de Cutt...

     No necesitó más: la pobre joven cayó pesadamente al suelo, sin sentido.

     Brock corrió en busca de un vaso de agua, y después de levantar a Catalina y tenderla en el sofá, mientras le rociaba el rostro, dijo:

     -¡Por Baco, qué hermosa es la condenada!

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Cuando Catalina volvió en sí, el tono de Brock con ella era amistoso y casi sincero. No se consideró la pobre en el caso de entregarse a ulteriores demostraciones histéricas, como suelen hacer las damas de más alta condición social. Pero, en cambio, apremió a Brock para que le diera más amplias explicaciones de todo, lo cual hizo el cabo a conciencia, mientras ella las escuchaba con la mayor calma, sin prorrumpir en más sollozos, suspiros, exclamaciones de tristeza o de rabia y sin verter más lágrimas inútiles. Tan sólo al momento de despedirse y decirle: «¿Qué pensáis hacer, en vista de todo?», ella mirole de tal suerte que hubo él de decir para su capote, al marcharse: «¡Por Cristo! ¡Ésta es capaz de matarle! No quisiera ser yo el Holofernes que tuviese que dormir con una Judith semejante... ¡Dios me libre!» Y se marchó calle adelante, sumergido en profundos pensamientos.

     Al volver el capitán por la noche, no le habló, lo cual le hizo prorrumpir en unos cuantos juramentos, echándole en cara su hurañía; pero ella se excusó, pretextando tener una fuerte jaqueca y diciendo hallarse gravemente enferma, con lo cual Gustavo Adolfo pareció darse por satisfecho y la dejó tranquila.

     A la mañana siguiente la vio sólo un momento; él se iba al tiro. Catalina no tenía amigos, y -como es de rigor en las novelas- no pudo ir en busca de ninguna hechicera que le proporcionase un veneno; así es que tuvo que contentarse con acudir a los boticarios y, so pretexto de padecer un terrible dolor de muelas, hacerse dar todo el láudano que creía necesario para su propósito.

     Cuando volvió a casa de nuevo, parecía alegre; míster Brock la felicitó por la mejoría que mostraba, y ella se las compuso de manera que, al volver el capitán del tiro, la encontró sin la hurañía de por la mañana, y la permitió cenar con ellos a condición de conservar su buen humor. Se sirvió la cena, y después la ponchera, que Catalina hubo de preparar con sus delicadas manos.

     Inútil nos parece detallar la conversación que se sostuvo, ni contar los vasos de licor que se bebieron, ni describir cómo míster Trippet, que era uno de los invitados y declinó el jugar a las cartas con los otros, se puso junto a Catalina y empezó a hacerle el amor apasionadamente. Tal conversación fue la que era de esperar entre las personas que la sostenían, considerando que el anfitrión era un capitán de dragones, los invitados, lo mismo, poco más o menos, y la señora de la casa, una antigua sirvienta de un parador de una aldea, en la actualidad querida del anfitrión. Hablaron, bebieron y empezaron a emborracharse, sin que en el resto de la noche ocurriera cosa digna de mención. Brock actuaba, mitad de sirviente, mitad de invitado. Míster Tripplet se dedicó a estrechar el cerco de Catalina, mientras su dueño y señor jugaba a los dados con los otros caballeros. Aquella noche, la fortuna había vuelto la espalda al capitán; en cambio, el hombre de Warwickshire estaba de una suerte loca. El capitán pedía constantemente de beber, aumentaba las apuestas y perdía casi todas las manos. Trescientas, cuatrocientas, seiscientas libras... todas las ganancias de meses anteriores las perdió en unas pocas horas. El cabo contemplaba el juego y parecía preocuparse gravemente a medida que el hombre de Warwickshire iba anotando las pérdidas del conde en el papel que tenía delante de sí.

     La mayor parte de los invitados habían requerido sus sombreros y habíanse marchado: solamente habían permanecido el señor de Warwickshire y Toni Trippet, continuando éste junto a Catalina, cerca del sofá y de la mesa; como Catalina había pasado casi toda la velada en preparar las bebidas de los jugadores, él, que puede decirse estaba en el cuartel general del amor y del licor, habíase dedicado a ambos con tal ardimiento que ya casi no podía hablar.

     Los dados seguían sonando sobre la mesa, las luces alumbraban apenas, ardiendo en largos pábilos. Míster Trippet no veía apenas al capitán, si como éste, por lo que a su embotada razón se le alcanzaba, tampoco podía divisarle a él; levantóse como pudo de la silla en que estaba, y, dejándose caer en el sofá de Catalina, con la voz enronquecida, los brazos pandos, los ojos inexpresivos, la faz pálida y la mandíbula caída, exclamó:

     -¡Catalina, preciosa Catalina..., dadme un beso!...

     -¡Bestia! -dijo con asco Catalina.

     Y, dándole un empellón, le hizo caer al suelo, donde se quedó dormido cuan largo era, después de proferir sonidos inarticulados e ininteligibles.

     Los dados continuaban sonando, las luces alumbraban apenas; ardían las pavesas.

     -Van ochocientas -dijo el de Warwickshire, apuntando la nueva pérdida del conde.

     -Vaya una tirada por doscientas -repuso Galgenstein-; pero, esperad: Catalina, danos más ponche.

     Catalina se adelantó; estaba algo pálida, y advertíase un ligero temblor en su mano; dijo:

     -Aquí le tienes, Max, estaba calentándole; no le bebas todo; déjame un poco.

     -Qué espeso está -insinuó el conde mirándole.

     -Es el brandy -repuso ella.

     -Bueno, venga. Señor, a vuestra salud y más suerte...-y casi vació la copa de un trago; inmediatamente exclamó-: ¿Qué veneno es éste?

     -Veneno -dijo Catalina-; ¡cómo veneno!; dame el vaso que yo beba; ¿a ver?

     Y brindando por Max, acercó el vaso a sus labios.

     -Este ponche está riquísimo; en tu vida le has bebido mejor.

     Y volvió a sentarse en el sofá para observar de nuevo a los jugadores.

     Míster Brock contemplaba el blanco rostro de Catalina y sus ojos inmóviles con una especie de torva curiosidad. El conde, después de escupir y maldecir el ponche, tomó los dados e hizo la tirada.

     El de Warwickshire ganó nuevamente; levantose y rogó al cabo le acompañasen abajo, lo cual hizo Brock complaciente.

     El licor había trastornado al conde: sentose, hundió la cabeza entre sus manos y, con los mejores juramentos de su escogido repertorio, comenzó a maldecir de su mala suerte, del ponche y de todo lo existente. La puerta de la calle cerrose de un porrazo; los pasos del vencedor y de Brock oyéronse durante unos momentos, hasta que se perdieron en el silencio de la noche.

     -Max- dijo Catalina, llamándole.

     Y no obteniendo respuesta, volvió a llamarle, tocándole en el hombro.

     -Así revientes -prorrumpió él-; quítate de ahí y no me pongas tus garras encima. Anda, mujerzuela, vete a la cama, o al infierno... poco me importa..., y dame más ponche, un barril más de ponche, ¿oyes?

     Con lo cual daba a conocer cuánto le alteraban las pérdidas del juego, y lo que deseaba ahogarlas en el licor.

     -¡Oh, por Dios, Max! No es posible que quieras más ponche todavía.

     -¿Qué? ¿Es que no puedo emborracharme ni en mi propia casa, si me viene en gana hacerlo? ¡Fuera de aquí!

     Y con las mismas le propinó una sonora bofetada.

     Ella, contra lo que tenía por costumbre, no se la devolvió, ni hizo moción de tal, como en todas las trifulcas que tenían, sino que, cayendo de hinojos, con las manos cruzadas, y mirando angustiosamente al rostro del conde, exclamó:

     -¡Oh, Max, perdóname... perdóname!

     -¡Que te perdone!... ¿Por qué? Por haberte abofeteado... ¡Ja, ja! Si no te parece bastante, te... perdonaré otra vez...

     -¡Oh, no, no es por eso! -repuso ella, retorciéndose las manos-. No es la bofetada lo que me duele, sino lo que te he hecho...

     -¡Qué dices... asquerosa musaraña!

     -¡Es el ponche!

     El conde, que estaba más que medio beodo, adquirió un aire de seriedad extraordinaria.

     -¡El ponche!... No, jamás te perdonaré ese último vaso: es la bebida más repugnante que he tomado en mi vida; nunca te lo perdonaré.

     -¡Oh, no es eso! -arguyó ella- ¡No es eso!...

     -Pues yo te digo que sí. Ese ponche, ¿lo oyes?, era peor que veneno -dijo, y dejó caer hacia atrás la cabeza y empezó a roncar.

     -¡Es que era veneno!

     -¡Qué! -gritó él, levantándose de un salto y arrojándala de un manotón lejos de sí- ¡Qué! ¿Has pretendido asesinarme, infame, criminal?

     -¡Por favor, no me mates, Max! Era láudano; ibas a casarte, lo supe, y, como estaba fuera de mí, fui, le busqué y...

     -¡Calla, arpía! -gritó Galgenstein fuera de sí.

     Y la arrojó a la cabeza el resto del licor y el vaso que le contenía. Pero el vaso envenenado erró el blanco y fue a dar de lleno en las narices de Tom Trippet, que seguía inadvertido, bajo la mesa, durmiendo a pierna suelta.

     Sangrante el rostro, tambaleándose, blasfemando, con aspecto cadavérico, levantose míster Trippet y tiró de espadín.

     -Bien, sea-dijo-. Preparaos a morir. ¿Queréis pelea? Estoy pronto a reñir con una docena de follones como vos.

     Y comenzó a dar furiosas zancadas por la estancia.

     -¡Maldición sobre ti!... Moriremos juntos.

     Y, diciendo, sacó su hoja toledana y arremetió contra Catalina.

     -¡Favor, socorro, asesinos, ladrones! -gritaba ella-. ¡Salvadme, Trippet, socorredme!

     Y poniéndole delante de sí, entre el conde y ella, abrió la puerta de la alcoba, entró y echó el cerrojo.

     -Quitaos de delante, Trippet -rugió el conde-; quitaos de delante, borracho insensato; quiero matarla, quiero aplastar a esa víbora.

     Y batió con un golpe seco la espada de Trippet, que se desprendió de su mano y salió dando vueltas, por la ventana, a la calle.

     -¡Tomad mi vida, entonces! -dijo Trippet-. Estoy borracho; pero soy todo un hombre, y, ¡por Baco!, que sabré morir sin decir ¡ay!

     -Yo no quiero vuestra vida, imbécil. Escuchad, Trippet; volved en vos y no hagáis más tonterías. Esa mujer ha sabido lo de mi matrimonio...

     -¿Con la de las veinte mil libras?

     -Ha tenido celos y nos ha envenenado echando láudano en el ponche.

     -¿Qué decís? ¿En el ponche? -exclamó Prippet, volviendo a su sano juicio como por encanto y amilanándose... ¡Oh, Dios santo!

     -Dejaos de lamentaciones y corred en busca de un doctor; no nos queda otra salvación.

     Y Trippet echó a correr como si le llevaran los demonios. El conde, ante la inminencia del peligro que le amenazaba, había olvidado sus vengativos propósitos respecto de su amante, o habíales diferido, cuando menos. Debe consignarse en honor de un hombre que había combatido por Marlborough contra Tallard, que su valor no le abandonó un momento en trance tal, aunque, a pesar de su osadía, no descuidara el alejarse y salir salvo del peligro. Para lo cual corrió hacia el aparador, donde estaban los restos de la cena, y, cogiendo la mostaza, el bote de la sal y una botella de aceite, los vació en un cacharro, en el que echó además gran cantidad de agua caliente. Luego tomó esta agradable mezcolanza, la llevó a sus labios y, apretándose la nariz con los dedos, bebió todo lo que su naturaleza pudo resistir. No había necesitado ingurgitar ni la cuarta parte del filtro infernal, para que se produjese el efecto deseado, pudiendo, gracias a este ingenioso vomitivo, librarse de casi todo el veneno que tan cariñosa y hábilmente habíale proporcionado Catalina.

     A la sazón llegó el doctor con Brock y Trippet; éste no pudo disimular su contento al oír que a él no se le había también obsequiado con el veneno. Sin embargo, como precaución, se le recomendó tomar algo de la mixtura preparada por el conde; pero, no creyéndolo indispensable, se retiró a su casa, dejando a Gustavo Adolfo al cuidado del doctor y de su fiel servidor. Innecesario parécenos decir que se adoptaron todos los remedios utilizables para poner bueno al conde, y cuando, a juicio del doctor, ya había desaparecido el peligro por completo, ordenó éste que le llevaran al lecho y que permaneciera alguien a la cabecera de la cama, por si acaso, a lo que, Brock se ofreció del mejor grado.

     -Esa furia es capaz de matarme si no lo evitas -dijo con voz entrecortada el conde-; debes echarla de la alcoba, y, si se niega a abrirte, romper la puerta a golpes.

     Fue indispensable tomar tal determinación, después de haber llamado en vano repetidas veces. Para ello, Brock sacó una pequeña palanca de hierro -instrumento que desde varios días atrás obraba ya en su poder- y forzó la cerradura... La habitación estaba vacía y abierta la ventana; por ella, según todos los indicios, había escapado la damisela.

     -¿El cofre?... ¿Sigue en su sitio el cofre? -preguntó asustado el conde.

     El cabo corrió a mirar debajo de la cama, en donde estaba escondido, y repuso:

     -Aquí está, a Dios gracias.

     Se cerró la ventana; al capitán, que no podía desnudarse por sí sólo, de tan débil como estaba, se le desnudó y se le metió en el lecho. El cabo sentose a la cabecera del paciente: un sueño tranquilo acudió a sus ojos, y el despierto enfermero pudo comprobar con gran satisfacción los benéficos resultados de la vuelta a la salud.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Cuando, al poco tiempo, despertó el capitán, con gran sorpresa se encontró con que le habían amordazado, y vio que el cabo arrastraba la cama hacia otro extremo de la habitación. Intentó moverse, y dejó escapar algunos sonidos que, al través del moquero de seda, resultaban ininteligibles por completo.

     -Si su merced llama o trata de gritar, le corto el gaznate -dijo el cabo.

     A renglón seguido intentó hacer saltar la cerradura del cofre con la palanca- por donde puede comprenderse para qué la llevaba encima, prueba de que ya tenía de largo atrás madurado el golpe-, y viendo que sus esfuerzos resultaban inútiles, resolvió desprenderle del suelo, operación que no le resultó larga ni difícil.

     -Vea vuestra merced: cuando se da con bellacos, el demonio lo paga. Vuestra merced quería largarme del regimiento; no tiene que molestarse: voy a dejarle por mi propio impulso, ya lo veis, y a vivir como un caballero lo que me resta de vida; noble capitán, bon repos. El señor de Warwickshire vendrá a primera hora a reclamaros vuestra deuda.

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     Hechas tales sarcásticas observaciones, el cabo escurrió el bulto, yéndose no por la ventana, como había hecho Catalina, sino por la puerta de la calle, con toda tranquilidad y parsimonia.

     A la mañana siguiente, el doctor, al visitarle, le refirió cómo Brock, a media noche, habíase presentado azoradamente en la cuadra donde estaban los caballos del conde, había dicho al palafrenero que Catalina, después de envenenar a su merced, había huido, llevándose mil libras, y que él iba a lanzarse en persecución de la criminal, para cogerla y entregarla a la justicia; y, terminando de decir, montó el mejor caballo del capitán -aquel en que había sido raptada Catalina-, y puso pies en polvorosa.

     De esta suerte, el conde Maximiliano perdió en una sola noche su amante, su dinero, su caballo, su asistente, y en nada estuvo que no perdiera la vida.

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