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Capítulo V

Donde hallará el lector la autobiografía de míster Brock, y algo más.

     -No creas a estos individuos, John -dijo la ya señora Catalina cuando el susto que la produjera la irrupción de los mismos hubo pasado-. No son magistrados: lo que quieren es sacarte el dinero.

     -Pues no les daré ni un penique aunque me maten.

     -Ese de la espada -prosiguió Catalina-, yo sé quién es; se llama...

     -Wood, señora -interrumpió Brock-, servidor vuestro. Soy un mandatario del juez Gobble, de esta localidad. ¿No es cierto? -preguntó al de la alabarda.

     -Así es -añadió el del ojo tapado.

     -Nada es tan verdad -ratificó el del gorro de dormir.

     -Supongo, señora, que nada tendréis que oponer ahora -dijo Brock, alias Wood-; no podéis considerar cómo falso el testimonio de estos caballeros: estamos en el desempeño de nuestra misión, la cual consiste en apoderarnos de todo varón apto para el servicio militar que no pueda responder satisfactoriamente de sí mismo y alistarle en las filas de Su Majestad. Aquí tenéis a este míster Hayes, señores. ¿Puede darse un hombre más sano, a propósito y mejor acondicionado que él para el servicio? ¡Por Baco, que es un magnífico ejemplar! Antes de que el sol se ponga, le inscribiremos como granadero, ¿no os parece?

     -No te apures, John. Yo te aseguro que le conozco -exclamó Catalina- Lo único que quiere es sacarte dinero.

     -¡Oh!... Ahora que caigo, me parece que os recuerdo, señora... A ver, dejadme pasar... ¡Ah, sí! Si la memoria no me es infiel... creo que fue en Birmingham, por los días en que trataron de asesinar al conde Gal...



     -¡Oh, señor! -interrumpió Catalina, pasando en un momento del tono de desprecio al de la más amable cortesía-, seguramente me equivoqué; perdonad... ¿Qué pretendéis de mi marido, apoderándose así de él? ¿Cuánto pediríais por dejarle en libertad y permitidnos marchar?... No tenéis más que decir la cantidad: es rico y...

     -¿Quién? ¿Yo... rico yo, Catalina? ¡Por Dios! No la creáis, señor; vivo sólo del trabajo de mis manos; yo soy un pobre ebanista, dependiente de mi padre.

     -Puede daros veinte guineas por su libertad; estoy segura -dijo la señora Catalina.

     -Pero si sólo tengo una para poder llegar a casa -suspiró Hayes.

     -En casa tienes veinte, y más -repuso ella-. Dales a estos caballeros una carta para tu madre, y, ella pagará; y luego nos dejaréis en paz, ¿verdad?

     -Después que hayan dado el dinero, sí -dijo solemnemente Brock.

     -Además, no hay por qué apurarse -arguyó el de la alabarda. Nosotros trataremos de haceros agradable vuestra detención, y beberemos a la salud de vuestra linda esposa.

     Dicho lo cual, para no faltar a su palabra, llamó a la dueña y le pidió sirviera licor. Al ver Hayes a la patrona, arrojose a sus pies, rogándole lo socorriera y preguntando si la ley no le protegía...

     -Aquí no hay más ley que ésta -replicó Brock sacando una terrible pistola, a lo cual la dueña nada pudo responder, contentándose con hacer un gesto de resignación y marcharse sin decir oste ni moste.

     Después de otras varias y cariñosas solicitaciones por el estilo, decidiose Hayes a escribir la requerida carta a su padre, diciéndole hallábase preso, que sólo le dejarían libre si le entregaba veinte guineas y que sería inútil detener al portador de la carta, toda vez que habían jurado matarle en caso de que algo desagradable aconteciera a su camarada. Como prueba de la autenticidad de la carta, obligáronle a adjuntar alguna presea: el anillo que Hayes llevaba, y que habíale regalado su madre el día de su cumpleaños.

     Después de algunas deliberaciones, resolvíase confiar la misión diplomática al de la alabarda, quien, según las apariencias, era el segundo jefe de las fuerzas al mando del antiguo cabo Brock. Este individuo era designado por sus compañeros con los calificativos de abanderado y capitán Macshane; algunas veces, en el seno de la confianza, llamábanle Naripas, por el excesivo desarrollo con que éstas triunfaban en su rostro... Míster Macshane montó, pues, el caballo de Hayes y abandonó Worcester, dejando a todos los de la reunión bastante intranquilos acerca de su vuelta.

     Sabíase que ésta no podía tener lugar hasta la mañana siguiente, con lo cual ya supondrá el lector cuán amarga noche de bodas se le presentaba a Hayes. Sirviose la comida, y, como habíanlo prometido, míster Brock y sus dos restantes camaradas participaron de ella con los recién casados. Vino luego el ponche, que bebiose también en amor y compañía, y a última hora, del tentempié sólo participó Brock, pues los otros dos individuos preferían la conversación de la dueña y sus pipas, al amor de la lumbre, en la cocina.

     -No es muy agradable mi presencia aquí, lo reconozco -dijo Brock-, y siento que os veáis forzado a pasar de esta triste suerte vuestra noche de novios; pero no hay otro remedio; alguien ha de quedarse con vosotros, amigos míos; pudierais tener la mala idea de escapar por la ventana, lo cual nos obligaría a tener que mataros, y el diablo sabe a qué otras desagradables consecuencias. Como mis amigos gustan de fumar sus pipas, tendréis que soportar mi compañía hasta que puedan relevarme.

     Nadie supondrá que tres personas que habían de pasar toda la noche juntos en una habitación, aunque de mal grado, pudieran permanecer inalterablemente silenciosos, sin entablar algo de conversación; así, no es de extrañar que Brock, como buen soldado viejo, tratara de amenizar aquellas horas de sus prisioneros con la más exquisita amabilidad, haciendo cuanto humanamente estaba en su poder... con la ayuda del licor. Hayes consintió, al fin, en beber, y lo hizo copiosamente; pero no se mostró muy locuaz. El miedo a ser reclutado, la duda de si sus padres accederían a pagar el rescate y la gran cantidad de dinero que habían de desembolsar por el mismo, teníanle tan preocupado que apenas si le dejaban escuchar lo que se decía.

     Por lo que a la señora Catalina respecta, no es de suponer la desagradase de veras ver al antiguo cabo; habían sido buenos amigos en otros tiempos, de felices recuerdos para ella; había recibido de él verdaderas pruebas de aprecio, a las cuales había correspondido; por fuerza tenía que subsistir entre ellos una sincera y afectuosa amistad, y como subsistía, pegaron pronto la hebra en amena charla.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     El cabo, después de haber hecho a Hayes trasegar de lo lindo, propuso una partida de cartas. Hayes, al cabo de una hora de juego, sintiose con tanto sueño, que no vaciló en echarse sobre la cama, vestido como estaba, no tardando gran cosa en quedarse dormido como un tronco y roncando hasta la mañana siguiente.

     Catalina, que no sentía ganas de dormir, y el cabo, completamente espabilado -dando frecuentes y cariñosos tientos a la botella-, no tardaron en enfrascarse en la más íntima de las confidencias, ya que el profundo sueño de Hayes hacíales considerarse como a solas. Explicó ella todas las circunstancias que habían concurrido en su matrimonio; admiraron la casualidad que habíales hecho encontrarse de nuevo en aquella «Fonda de las Tres Rocas», no tardando Brock en confesarle la perfecta ilegalidad de la acción que estaba cometiendo, y cuyo único objeto era sacarle los dineros al tonto de Hayes. El simpático cabo no experimentaba el menor asomo de vergüenza por su profesión, e hizo algunos chistes ingeniosos acerca de las últimas peripecias de la vida de Catalina: su tentativa de envenenamiento del conde y los futuros planes que debiera hacer en calidad de esposa. Brock extendiose en la narración de cuanto habíale acontecido desde que habíanse visto por última vez: cómo había galopado con el caballo del conde hasta Oxford, en donde había cambiado su uniforme por un traje de paisano y en donde vendió «Jorge de Dinamarca» en magníficas condiciones al rector de uno de los colegios. Luego, tan pronto como hubo visitado las curiosidades de la Universidad, se adjudicó a sí mismo el título de capitán Wood y marchó a la capital, único sitio adecuado para un caballero de su fortuna y condiciones. En ella leyó con la mayor indiferencia, en el Daily Post, el Courant, el Observator, la Gazette y otros periódicos de aquellos días, una detallada y minuciosa descripción de su persona, de su indumentaria, del caballo en que había huido, y una recompensa de cincuenta guineas a quien diera razón de su paradero al capitán conde de Galgenstein, en Birmingham; a míster Murfey, en «La Bola de Oro», en el Saboya, o a míster Bates, en el «Ancla de Picadilly». Pero el capitán Wood, con una enorme y complicada peluca, que le había costado sesenta libras, altos tacones rojos en sus zapatos, una espada de plata, una caja de rapé, de oro, una ancha herida -procedente, según decía, del sitio de Barcelona-, que le desfiguraba el rostro y obligábale a taparse uno de los ojos, no corría gran riesgo de ser tomado por el cabo Brock, desertor del regimiento de Cutt, y se paseaba por las principales avenidas con un aire de solemnidad que en nada tenía que envidiar al de los principales nobles. Como se le reputaba compañero excelente, y sus gastos no tenían límite, tan pródigo era, alternaba con la sociedad que le parecía de su agrado; de suerte que en la capital considerábase ya provisto de todo fundamento el rumor que le atribuía la proeza de haber robado el manto de oro y diamantes de la Virgen de Compostela, de cuyo producto vivía, cosa que entre los fanáticos, protestantes de aquellos días proporcionábale gran número de admiradores, los cuales hubieran de buen grado... aunque por móviles religiosos... participado en la comisión de su piadoso delito. El capitán Wood favorecía cuantos rumores circulaban a propósito de su riqueza. Lejos de contradecir ninguna referencia, estaba siempre pronto a confirmarla, y cuando dábasele cuenta de dos rumores contradictorios, limitábase a decir:

     -Mi querido señor: yo no invento las historias ni tengo por qué negarlas, y os advierto que daré mi asentimiento a todas, para que creáis la que más os agrade.

     De esta suerte adquiría reputación no solamente de caballero rico, sino que también de discreto. En realidad de verdad, era una lástima que Brock no hubiese nacido caballero, porque, en caso semejante, habría vivido y muerto como tal, pues gastaba su dinero como si lo fuese, el caballero amaba a todas las mujeres, como caballero se batía y jugaba y emborrachábase como el más cumplido de todos. ¿Qué más podía desear? Así, en sus postreros años, pudo exclamar:

     -¡Aquéllos eran tiempos felices! Cuándo pienso que pude llegar a ser un gran hombre y morir tal vez de general, no puedo por menos de maldecir la obstinación de mi mala suerte.

     Contando ahora sus hazañas, proseguía:

     -Ya veréis lo que hice, amiga mía. Tomé un departamento en Picadilly, como si fuera un lord; tenía dos magníficas pelucas y tres preciosos trajes, llenos de encajes; un negrito vestido a la turca; me paseaba por Mall durante el día, y cenaba frecuentemente en Covent Garden; visitaba los mejores cafés y conocía todos los calaveras de la ciudad... Y voy a deciros cuál fue el mejor de mis golpes de audacia, como no ha habido quien haya sido capaz de igualar. Entraba yo un día en el elegante café de Will, cuando oí que, en un corrillo de caballeros, uno decía: «Capitán Wood... el capitán Wood; yo no le conozco, pero recuerdo que había un capitán Wood en el regimiento de SouthweIl.» Era nada menos que lord Peterborough quien hablaba. Entonces, acercándome a él, le hice una graciosa reverencia; díjele que le conocía perfectamente y que habíale seguido de cerca a nuestra entrada en Barcelona. «No dudo que así fuera, capitán Wood -díjome, estrechándome la mano-, como no dudo que me conozcáis.» Y, con las mismas, me hizo sentar a su mesa y me invitó a tomar juntos una botella.

     Como sabéis, estaba entonces en desgracia; pero tanta simpatía me había tomado, que quería -¿qué podéis figuraros?-... pues nada menos que presentarme en la corte... a su majestad la reina y a lady Marlborough, que era entonces la dueña del cotarro. Ya me veía yo en el camino de la fortuna... cuando otra vez mi mala estrella apareció en el horizonte, y todo se vino abajo en un abrir y cerrar de ojos. Recordaréis que, como os he dicho, el infeliz de Galgenstein había quedado, gracias a mí, en una posición bastante desairada: con una mordaza en la boca y con unos peniques, por todo capital, en el bolsillo... en la más triste de las situaciones, debiendo dinero a todos sus proveedores, aparte de las mil libras que debía al señor de Warwickshire..., y todo esto, con un ingreso de sólo ochenta libras al año. Durante algún tiempo, los proveedores tuvieron paciencia, mientras el conde removía el cielo con la tierra para averiguar mi paradero y poder recobrar su oro, haciendo poner bandos en todos los lugares, desde Liverpool a Londres, con la descripción de mi graciosa persona; pero el pájaro había volado y no aparecía; el dinero se había eclipsado, y cuando los acreedores vieron que estaba perdida toda esperanza, hicieron encerrar a mi buen hombre en la cárcel de Schvewsbury, donde podía haber reventado de una vez para siempre... Pero, desgraciadamente, no le estaba reservada por entonces tanta dicha al cabo Brock o al capitán Wood. Pasado algún tiempo, un maldito lunes fui a visitar al ministro de la Guerra, mi protector, el cual, estrechándome la mano, me comunicó que iba a nombrarme mayor de un regimiento en Virginia... ya que a mí no me agradaba la idea de ir a Flandes, siendo tan conocido de todo el ejército. El ministro me estrechó de nuevo la mano con la suya -en la que tenía un billete de cincuenta libras-, me deseó la buena suerte y me llamó cariñosamente mayor. Loco de contento, me dirigí al café de Whitehall, que solía frecuentar yo, como toda la gente de nuestra profesión, donde empecé a alardear no poco de mi buena suerte... Entre los presentes había varios conocidos míos, y con ellos un personaje del que no me preocupé al momento. Sólo vi un uniforme que me era familiar, rojo y amarillo, del regimiento de Cutt... y ¡quién diréis que le vestía! ¡Su excelencia el conde Gustavo Adolfo Maximiliano!... Al verme, se levantó, mirome de frente a frente en la cara al único ojo visible -pues el otro estaba oculto por el parche- y, quedándose con un palmo de boca abierta, dio un paso atrás, otro adelante, y exclamó: «¡Si es Brock!»

     -Perdonad, señor-le dije- ¿Hablabais conmigo?

     -Juraría que es Brock gritó Gal al reconocer mi voz, y cogiéndome por el puño, de precioso encaje de Malinas, dicho sea de paso.

     -¿Qué es eso? -repuse yo, haciéndome atrás y dándole a su excelencia un pequeño toque con el puño bien cerrado -junto al último botón del chaleco, sitio recomendado cuando se quiere evitar que alguien siga hablando más de lo necesario-, que le hizo rodar hasta el extremo opuesto del salón- ¡Habrá canalla! -dije enfurecido-. ¿Cómo osáis, rufián, perrillo insolente, mequetrefe, ponerme la mano encima?

     -Vaya, mayor..., qué bien le habéis dado lo suyo -vociferó un irlandés gigantesco, abanderado sin destino, al que yo me había conquistado con frecuentes libaciones en la taberna.

     Y así fue, porque el conde estuvo con varios minutos sin poder hablar, ante las risotadas de todos los oficiales, que le veían retorcerse espantosamente.

     -Esto es un escándalo, señores -dijo un oficial-. Hombres de alcurnia y de honor, a puñetazos como carreteros.

     -¡Hombres de honor! -dijo Galgenstein, que ya había recobrado el aliento.

     Yo hice por marcharme; pero el irlandés, conteniéndome, me dijo:

     -¿Es que vais a rehuirle, mayor?

     A lo cual contesté apretándole la mano y jurándole que le arrancaría la vida a aquel perro.

     -¡Hombre de honor! -insistió el conde-; lo que es... es un desertor, un ladrón, un timador; ha sido cabo de mi regimiento, y se me escapó con mil...

     -¡Mentís..., bellaco!

     Y enarbolé mi bastón contra él; pero los demás se interpusieron y nos separaron.

     «¡Oh, mal nacido! -dijo el buen Macshane-; este ruin es un embustero. Señores-prosiguió-, afirmo por mi honor que el capitán Wood fue herido en Barcelona, donde yo le vi... y es más que, con muy mala suerte, tuvimos que huir en la batalla de Almansa.» Ya veis que estos demonios de irlandeses tienen la imaginación más fecunda que pueda darse; yo había tenido la habilidad de convencer a Mac de que habíamos sido amigos en Barcelona, y, conociendo su seriedad, bastaba que él lo afirmara para que los demás le creyeran.

     -¡Pegarle a un caballero!-dije yo-. Os arrancaré el corazón.

     -Ahora mismo -dijo el conde, rugiendo de ira... y donde queráis.

     -Al merendero de Montague? -pregunté.

     -Bueno -respondió.

     Y salimos, con gran oportunidad por cierto, porque en tal sazón llegaron los alguaciles, enterados de la riña, y quisieron prendernos. Pero a los presentes, siendo militares, no podía írseles con semejantes monsergas. Así es que Macshane tiró de espada, y lo mismo hicieron los otros compañeros; y los alguaciles, ante la perspectiva de tomar unas monedas y dejarnos en paz o entrar en liza, optaron por lo primero, y se fueron. En dos coches, ocupado el uno por el conde y sus amigos, y el otro por mí y los míos, llegamos al campo detrás de la casa de Montague... ¡Oh, por qué entré en aquel sitio!

     Fuimos al terreno, El buen Macshane era mi padrino, y hubo de llevarse un triste desengaño, pues el testigo del conde, no tomándolo tan a pecho, declinó al cruzar su espada con la de él. Medidas las espadas, Galgenstein se despojó de su casaca, y yo me quité la camisa de igual manera: él arrojó su sombrero, y yo entregué el mío sin tirarle -el encaje que llevaba habíame costado veinte libras-. Yo estaba deseando hacerme con él, porque le odio y sé que a espada no puede conmigo.

     -No os desafiaréis con esa peluca -dijo Macshane.

     -Claro que no -le repuse-, y me la quité.

     ¡Así reventaran todos los peluqueros del mundo! ¡Así ardieran en el infierno hasta la consumación de los siglos todas las pelucas, peluquines, bisoñés!... La mía fue la causa de mi ruina. ¡Qué no habría sido yo al presente si no fuera por mi peluca!

     Al quitármela para dársela al abanderado Macshane, desprendiose con ella el parche que yo tenía casi olvidado, dejando al descubierto el ojo que apareció brillante y vivo como ningún otro del mundo.

     -¡Vamos ya! -dije.

     Y le tiré una estocada a fondo; pero él dio un salto atrás, y su padrino paró el golpe.

     -Yo no puedo batirme con ese individuo -dijo, pálido como un cadáver, el conde-. Juro por mi honor que se llama Peter Brock, que ha sido durante dos años cabo de mi regimiento, y que se escapó después de robarme mil libras. Ahí le tenéis; ¿por qué llevaba tapado el ojo? Pero... esperad. Aun tengo mis pruebas.

     Y buscándose en los bolsillos, sacó la maldita proclama en que se anunciaba mi deserción.

     -Mirad si tiene una cicatriz en la oreja izquierda; decidme si no está tatuado con las letras C. R. en su brazo derecho... Y ese irlandés fanfarrón que le acompaña debe ser su cómplice por lo que veo; yo no puedo tener una cuestión personal con ese individuo, como no sea con un alguacil por testigo.

     -Es una historia algo sucia -dijo el padrino del conde.

     -Una canallesca mentira -rugió Macshane-, y el conde responderá de esas cosas.

     -Un momento -dijo el mayor, padrino del conde-: deteneos. El capitán Wood es un caballero demasiado valeroso para negarse a dar satisfacción al conde, y no dudo de que no tendrá inconveniente en mostrar que no tiene tal tatuaje en el brazo derecho, propio sólo de los simples soldados.

     -El capitán Wood -repliqué- no hará tal cosa, mayor; yo me batiré con ese bellaco de Galgenstein, o con vos, o con otro hombre de honor cualquiera; pero no toleraré que se me examine como a un ladrón.

     -¡No faltaba más!-apoyó Macshane.

     -Pues yo tengo que retirar a mi apadrinado del terreno.

     -Retiradle si queréis, señor -dije en el colmo de la rabia-; pero antes quiero tener el placer de decirle que es un cobarde y que miente, que vivo en Picadilly, en donde puede encontrarme cuando le plazca, si es que tiene valor para ello.

     Después de lo cual recogimos nuestras ropas y nos volvimos cada cual en nuestro coche, sin que hubiera habido efusión de sangre.

     -Y ahora que estamos solos -dijo Macshane-, ¿son ciertas todas esas cosas que ha dicho de vos ese bellaco?

     -¡Abanderado!-repliqué-; ¿sois un hombre de mundo?

     -Por Baco..., sí lo soy...; y abanderado hace más de veintidós años.

     -¿Qué os parece si habláramos tomando un bocado? Pararemos en el primer figón... Pues sí..., abanderado: todo es verdad.

     Hice al cochero parar en el primer establecimiento, y le di dinero para que se comprara lo que quisiera y fuese comiéndolo en el coche, pues no tenía yo tiempo que perder. Mientras tanto, fui contándole toda la historia de aquello, con lo cual se rió de todas ganas. Cuando tuvo la barriga llena le di un par de guineas, y tan fuera de sí se puso de contento que empezó a llorar y a besarme, jurándome que nunca me abandonaría. Y así fue, porque desde entonces hemos sido amigos inseparables, y me parece que es el único de quien puedo fiarme. No sé por qué me dio en la nariz que algo peligroso me esperaba. Así es qué mandé parar el coche un poco antes de llegar a casa, y, metiéndome en una taberna, rogué a Macshane se acercara a mi morada y viera si estaba el camino libre; al poco de esto le vi venir, pálido como la cera, diciendo que la casa estaba llena de alguaciles... Todo se fue al demonio; mejor dicho, volvió de nuevo al conde: quinientas libras que me quedaban, cinco magníficos trajes, tres pelucas, aparte de las camisas con encaje, espadas, bastones, cajas de rapé cinceladas...

     Había aparecido otra vez mi mala estrella; ya no podía esperar seguir siendo un caballero, y si se me echaba el guante, la horca o el fusilamiento. Amiga mía, en tales momentos hay que ser listo y andar de prisa; la cuadra en donde yo acostumbraba a alquilar el carruaje para ir a la corte, y en la cual se me tenía por un hombre de fortuna, estaba cerca. Fuimos a ella inmediatamente, y, avistándome con el dueño, le dije que mi amiga y yo estábamos invitados a cenar en Twickenham, que se nos había hecho algo tarde y que me alquilara dos de sus mejores caballos. Lo cual hizo complaciente, y salimos al trote.

     En lugar de atravesar el parque, tomamos por calles poco céntricas, y así que nos hallamos a campo raso, pusimos los caballos al galope y corrimos como si nos llevaran los demonios. Por fortuna, todo esto había pasado, amiga mía, en menos tiempo que lo cuento... y hétenos a mi amigo y a mí dueños del camino y decididos a todo antes de saber casi ni dónde estábamos. Ahora podéis figuraros cómo hemos llegado a encontrarnos en este sitio y protegidos por su dueña. En todos los alrededores no hay como ella para comerciar con lo robado: a ella fue a quien se le ocurrió la idea de secuestrar a vuestro marido y quien me hizo conocer a esos otros dos individuos, que ni sé cómo se llaman.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     -¿Y qué hicisteis de los caballos? -preguntó Catalina cuando Brock hubo terminado su cuento.

     -Los vendimos por trece guineas en la feria de Stourbridge.

     -Y el conde, ¿dónde está? Brock -suspiró Catalina.

     -¡Esas tenemos! ¿Suspirando aún por él? Pues marchó a Flandes con su regimiento, donde seguramente ya habrá tenido otras muchas condesas de Galgenstein como vos.

     -Yo no puedo creerlo -repuso Catalina, levantándose indignada.

     -Si no le creíais capaz de hacerlo, ¿Para que darle el láudano?

     -¡Salid de aquí inmediatamente! -dijo, con aire trágico, la dama.

     Pero mirando con gran desconsuelo a Brock, al techo, al suelo, a su marido -de quien apartó en seguida los ojos-, comenzó a llorar desconsoladamente. Ante lo cual, para no enojarse, el cabo se puso a silbar un aire frívolo. No creemos fueran lágrimas de arrepentimiento, sino de añoranza por los tiempos en que gozase de su primer amor y disfrutara de ricos trajes y sombrero blanco con pluma azul. El silbar del cabo era mucho más inocente que el sollozar de la joven, de seguro. Él era un criminal; pero cuando estaba de buen humor, un buen hombre. Nuestros novelistas se equivocan al despojar a sus bellacos de todas las buenas cualidades: algunos las tienen, y lo único triste es pensar cuán próximo está y parecido es, en muchas circunstancias de la vida, por el verdadero sentimiento, un bandido a un hombre honrado... Pero... no filosofemos.

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