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Códigos prosopográficos y sus variaciones en los géneros narrativos populares: la figura del diablo y del héroe marcado como ejemplos

Gloria García Rivera

Eloy Martos Núñez (coaut.)


Universidad de Extremadura

Resumen

Se estudian los códigos prosopográficos del cuento popular a partir de los conceptos de Propp de atributos del personaje. Se describen las variaciones en los casos de cuentos y leyendas, y a propósito de dos figuras destacadas: los héroes con marca y el diablo, con aplicación a cuentos clásicos y leyendas contemporáneos.

They are studied prosopografic codes of the folktale examinating attributes of the personage. The variations in the cases of tales and legens are described, and by the way of two noticeable figures: the heroes with marks and the devil, with application to classical stories and contemporary legends.






ArribaAbajo1. Introducción: la Prosopografía y sus variaciones en los géneros narrativos populares

Pese al gran avance que el análisis estructural de V. Propp1 supuso para el estudio del relato en general y del cuento folklórico en particular, existe todavía en el terreno de la morfología de la narración, una serie de «flecos» que es preciso matizar, y uno de ellos es el papel de los atributos de los personajes, incluyendo no sólo el aspecto físico o su carácter sino -usando la terminología de V. Propp- también el hábitat en que aparecen o la forma de desplazarse por los distintos escenarios, pues todo ello forma un conglomerado que caracteriza a cada uno de los papeles a desempeñar o actantes: el héroe es, actúa, se mueve y mora en un determinado ámbito, diferentes normalmente a los del Agresor o a los de los otros actantes.

Retomando el problema desde su generalidad, podemos decir que el cuento es un género narrativo universal y forma parte de un arte muy antiguo, que es la narración oral, en el caso de los cuentos tradiciones, o bien de las habilidades de un escritor, en el caso de un cuento literario. Hay que distinguir, pues, entre el cuento tradicional, popular o folklórico (por ejemplo, los llamados cuentos de hadas o cuentos maravillosos,) y los cuentos literarios.

Esta distinción es básica, pues hay autores, como L. Vax, que dudan de si puede hablar de personajes en el sentido de «individuo» en el cuento popular, donde habría más bien caracteres, «el rey», «la princesa», «la bruja»... por más que se recurran a apodos, motes o distintivos individualizados como Blancanieves o Pulgarcito. El paso de una situación a otra es lo que, en muchos casos, separa el folklore de la literatura, y siempre se ha dicho, por citar un caso, que Lazarillo deja de ser un arquetipo folklórico cuando su autor le va confiriendo una progresión psicológica

Ahora bien, la narración tradicional -folktale- no es un todo unitario sino que comprende distintas modalidades: el mito, el cuento maravilloso, la leyenda o tradición local, la fábula o cuento de animales y el cuento burlesco o anécdota. Pese a su afinidad de base, también hay diferencias entre ellas: así, el mito comparte con la leyenda su pretensión de ser relatos verídicos -a diferencia del cuento-, pero el mito es básicamente una narración que trata de los dioses y el principio de las cosas, y, por tanto, se relacionan más con los astros o divinidades de la naturaleza y de hecho sus personajes se mueven en un tiempo que se supone anterior al nuestro. Por eso, la concepción de personaje es distinta en cada una de las modalidades, como procuraremos demostrar en este artículo a propósito de la figura del diablo.

En cualquier caso, uno de los aspectos que articulan la narración popular es lo que Propp llamaba los atributos de los personajes, es decir, el «conjunto de las cualidades externas de los personajes: edad, sexo, situación, apariencia exterior con sus particularidades...»2 Ciertamente, Propp considera estos rasgos dentro de los rasgos variables, es decir, no funcionales, lo cual no es del todo verdad, como veremos más adelante. De hecho, lo pintoresco, la belleza y el encanto de muchas de estas narraciones están asociados a detalles de indumentaria o el aspecto (Caperucita, Cenicienta, Blancanieves...) más que al argumento en sí.




ArribaAbajo2. Los atributos de los personajes como un sistema

Así pues, si parece claro que el cuento maravilloso tiene una estructura fija, que se apoya en una sucesión de unas funciones predeterminadas y constantes, no está tan claro el papel de estos atributos o prosopografía, cuya posición es, según nuestro autor, la de estar «alrededor de las funciones»3. En aras siempre del mismo espíritu sistematizador, Propp propone desglosar estos rasgos en tres apartados:

  • Aspectos y nomenclatura
  • Particularidades de la entrada en escena
  • Hábitat

Lo curioso es que aquí entra en conflicto el principio de la variabilidad de los motivos frente al del repertorio limitado de funciones y, en última instancia, la contraposición entre la función entendida como motivo dinámico (v.gr. Combate) y la función a la que subyace un motivo estático (v.gr. Situación Inicial, Marca...). Porque, aunque nuestro autor alegue el peso de las transformaciones (v.gr. la figura del dragón convertida en lagarto, el combate traslado a una partida de cartas, etc.) lo cierto es que también hay ciertas constantes en el nivel de los atributos.

Dicho de otro modo, que sea el hermano pequeño, menor, el más despreciado o, incluso, el aparentemente más tonto (es el auténtico héroe después), son variables de un mismo atributo prosopográfico, que los folkloristas han denominado el «héroe poco prometedor» y que subyace a multitud de tipos como la historia bíblica de José y sus hermanos, Pulgarcito, Cenicienta, o, en su traslación ya al cuento propiamente infantil, el Patito Feo. No es, pues, un rasgo puramente pintoresco, un «adorno» de la ficción, sino el arranque necesario de una secuencia, como lo es la «marca» (Caperucita Roja, Estrellita en la frente, Collares en Campos Verdes y otras formas de divisas o emblemas identificadores de los héroes), que no es sino una identificación enfática (A es A) , y ya sabemos el papel simbólico de la repetición en los cuentos.

Por tanto, no se trata sólo de tabular los atributos de los personajes, como hacía Propp, sino de entender que no sólo son parte esencial de -en terminología de Segre- la fábula y de la intriga, que dan colorido y plasticidad, sino que deben contemplarse, en ciertos casos, como componentes del modelo narrativo, de la estructura más abstracta y funcional del cuento. ¿Cómo? Pensemos en una analogía: el cuento no sólo estructura la historia a partir del orden de funciones detectado por Propp, sino también a través de ciertos rasgos de los agentes de esas acciones.

En tal sentido, podríamos decir que el cuento orienta al receptor por un «sistema de semáforos»: ciertos rasgos, como en efecto el aspecto, el nombre o la forma de moverse convergen en el sentido de inspirar confianza, de señalizarnos que ahí tenemos al héroe o a la heroína. En cambio, el aspecto cadavérico de que hablara Propp a propósito de la maga, la forma taimada de entrar en escena, acechando o engañando, todo eso nos está diciendo que «ahí hay un agresor o un impostor». Señales rojas de peligro o verdes de confianza, pero que no son las únicas, y en eso se rompe el aparente monolitismo del cuento, el posible mensaje unívoco. Porque muchas otras señales de la trama y los personajes se parecen más bien a los destellos amarillos, es decir, «tener cuidado», o, dicho de otro modo, no hay que fiarse de las apariencias. Lo vemos en el ciclo de los novios o novias encantadas (v.gr. La Bella y la Bestia) donde el héroe o heroína empiezan teniendo una apariencia monstruosa y amenazante, pero lo vemos también en la Bruja disfrazada que entrega a Blancanieves la manzana, roja, envenenada, o en los héroes de aspecto u origen poco prometedor -Pulgarcito, Cenicienta- que terminan no obstante triunfando.

Por tanto, los atributos de los personajes, es decir, rasgos como el nombre, tamaño, fuerza, valor, etc., son auténticos señalizadores que, sin embargo, no suelen funcionar de forma aislada sino más bien a través de su agrupamiento o interrelación. Es decir, que se reconocen fácilmente porque entran en un sistema de correlaciones o de ecuaciones entre términos equivalentes:

  • Esfera del Héroe: bello=bondadoso=valiente=sincero=saludable
  • Esfera del Agresor: feo = malvado=cobarde=taimado= enfermo

Puede verse, pues, que prosopografía y etopeya se solapan mutuamente, que el aspecto físico indica el temperamento, el carácter, igual que la superioridad moral parece que da un aspecto esplendoroso al personaje, que llevó incluso a Propp a denominar una función con el nombre de «Transfiguración» o «Apoteosis», que no es sino la exaltación física del triunfo moral, una vez que el héroe ha derrotado al agresor o desenmascarado a los falsos héroes. Pues aspecto y moralidad son las dos caras de una misma moneda, el destino heroico, que además, como veremos, va a venir subrayado, en muchos cuentos, por diversas señales enfáticas (la marca) o por pruebas de superación ante obstáculos aparentemente insalvables (héroe poco prometedor, pruebas sobrehumanas...). Los cuentos seleccionan estos motivos según su propio esquema argumental: muchos eligen ir definiendo el héroe poco a poco, a medida que va superando las pruebas (El sastrecillo valiente), pero muchos otros recurren por ejemplo al nacimiento mágico, que es una forma de marca y también de entrada en escena»: el héroe aparece con una cualidad mágica que está pronosticando que superará en el futuro todas las pruebas, ese nacimiento mágico puede aludir a una circunstancia externa (v.gr. ser abandonado en las aguas, como Moisés, o tener un rasgo físico o un don especial desde nacimiento).

En cuanto a la entrada en escena de los personajes, no es casualidad que el Donante -cuyo sexo, nomenclatura o aspecto de viejecita o de mago suela recordar al de un «guía espiritual»- aparezca en el momento y lugar de mayor confusión del héroe, en una encrucijada, en un camino, en un bosque, etc., y que, en tal sentido, sea en efecto una «aparición» luminosa, orientadora, que, como una especie de «deus ex machina» del teatro clásico, pues no en pocas ocasiones el Donante surge de todos los sitios, de abajo como un gnomo, de arriba, como un hada, o de al lado mismo del héroe, como un animal , o como un espíritu guardián ligado a sus antepasados.

De hecho, estas isotopías son tan constantes en el cuento maravilloso que cuando un rasgo del nivel 2 aparece en el 1, se explica en seguida por una alteración, es decir, es excepcional y pasajero: por ejemplo, el novio/a de aspecto monstruoso, fruto de un hechizo. La metonimia de base, propia del pensamiento mítico y animista, identifica la belleza con el bien y la salud, o, del otro lado, la monstruosidad con la maldad y la muerte. Por tanto, a través de lo que se conoce como el intertexto del lector, es decir, del conjunto de experiencias lectoras y de las expectativas preformadas, está claro que un receptor de estos cuentos asocia la fealdad a la maldad, o la valentía al héroe, y cuando no es del todo así, como acabamos de ver, se apresura a dar explicaciones del tipo «es que estaba encantado».

Otros rasgos -como la fuerza, el tamaño o la posición social- no los hemos puesto en esta correlación porque se prestan a un mayor grado de equívoco, por ejemplo, se es débil, pequeño o campesino, y eso pueden ser señales del héroe cuando el agresor es un ogro que es fuerte, grande o conde tiránico del lugar o el diablo; en cambio, en otros contextos, el ser príncipe, o el tener una fuerza extraordinaria -v.gr. Juan el Oso- retratan la fisonomía del héroe, que, como vemos, no sólo tiene lo que Propp llamaba «esfera de acción», es decir, las funciones que le correspondían dentro del reparto, sino también una «esfera de atributos», aunque con una cierta labilidad, que explica esas paradojas de que a veces el héroe se comporte como un loco peligroso (cf. Dumézil y su concepto mitológico de las «locuras o pecados del héroe») y, en cambio, el Agresor actúe con amabilidad y dulzura.

Por tanto, no es verdad que el cuento sea tan esquemático, sino que más bien obliga al lector a activar un sistema de valoraciones e inferencias para identificar cada uno de los actantes y funciones del modelo de Propp, que tan claras parecen a primera vista.

Lo cierto es que, para los contadores y receptores de la narración tradicional, la descripción de personajes o de escenarios contiene todo tipo de signos, de marcas e indicios que conducen a un saber oculto, iniciático, y ante los que es preciso tomar todo tipo de cautelas, como Hansel y Gretel en su deambular por el bosque o, en el mito, Teseo dentro del laberinto. O, al contrario, las señales son a veces tan intensas que parecen luminosos de una autopista, como veremos en los textos siguientes.


ArribaAbajoEl héroe marcado en los cuentos populares

El motivo de la Marca afecta a varias funciones de Propp: está en la Situación Inicial cuando se nos alude al nacimiento mágico del héroe y la señal correspondiente («Estrellita en la frente») pero está implícito también en otras funciones como la Apoteosis o Transfiguración, o el Juicio o Reconocimiento, pues se trata, al fin y al cabo, de dirimir la identificación, de saber si «A es A», de reconocer la «marca», que no es más que una identificación enfática, una manera de hacer fácil este problema. Por tanto, la banalización de estas marca, el contexto incluso humorístico que las rodea («Ranita y Estropajosa») no debe impedir que reconozcamos la función fundamental de este motivo, que tiene una gran repercusión en la economía del cuento, pues se trata de saber quién es quién, de distinguir apariencia/verdad, y, por tanto, maldad/bondad, pues ya hemos dicho que el aspecto de los personajes es un indicativo de sus intenciones y de su naturaleza. Veamos:

«Esto había de ser un hombre y una mujer, ya viejos, que no tenían hijos, y tenían muchas ganas de tener uno, y pidieron a Dios que se lo diese, aunque a los dieciocho años fuera devorao por un lagarto.

Pasado algún tiempo, tuvieron un hijo, que traía en la frente un letrero diciendo que a los dieciocho sería devorao por un lagarto, y los padres le ataron a la frente un pañuelo pa tapar ese letrero...».


El Lagarto (M. Curiel Merchán, Cuentos Extremeños, CSIC, Madrid, 1944.)                


Tómese como se quiera, pero esta presentación naïf de un cuento extremeño (hay más héroes y heroína con señales en la frente, cf. «Estrellita en la frente») lo que busca es subrayar una función que no está, como quería Propp, después del Combate, sino que es, como hemos expuesto, una identificación enfática del Héroe, lo que llamamos «Marca», la señal evidente de que A es A, y que, como cabe esperar, puede ser un rasgo físico, de la indumentaria, del temperamento («...como era valiente, le llamaban Valentín» dice otro cuento similar) o de cualquier otro aspecto visible.

Curiosamente, la marca es un rasgo que se enfatiza en héroe con problemas, es decir, en héroes aparentemente poco prometedores: Pulgarcito, El sastrecillo valiente, Cenicienta... En todos ellos, hay un rasgo físico y/o moral que los singulariza, una marca que es signo interno de ser el elegido e indicio externo de que ahí estamos ante el protagonista de la historia. De ellos muchos de estos rasgos son más o menos estrambóticos, como acabamos de ver, o parecen caer en la banalidad de convertirse en un sombrero: Caperucita Roja o Riquete el del Copete (si atendemos a autores como Steiner4 o Lenz no son tales banalidades sino vestigios de simbologías ancestrales y ocultas, como la relación de contigüidad entre gorro y saber racional). En muchos cuentos tenemos «letreros» como el que hemos visto, que no son sino vestigios de las antiguas divisas o emblemas (cf. Vansina) identificadores de castas o linajes, y que llegan a formularse, con el tiempo, de forma críptica, como en el cuento extremeño «Collares en campos verdes», cuyo significado es opaco incluso para el propio narrador oral que lo transmite.

A propósito de Caperucita, cabe decir que tampoco el escenario es casual, por ejemplo, que sea el bosque el ámbito del alejamiento y las pruebas del héroe; de hecho, ya Propp insiste en la conducción a una espesura como punto de arranque del rito de iniciación, y es el propio Steiner quien nos señala que nada en el hábitat de Caperucita es caprichoso, así la indicación de que la casa de la abuela está junto a tres grandes robles y cerca de los avellanos, nos remite al saber druídico, pues «el avellano, en el lenguaje simbólico de los celtas era algo así como el árbol de la vida»5. Además, la correspondencia entre Caperucitas y los detalles de la casa y/o el bosque nos remite a una trilogía conceptual que M. Eliade puso en evidencia: la relación cuerpo-casa-mundo, según la cual son tres conceptos que en la mitología se correlacionan de forma analógica (así, el cuerpo del dragón, su cueva y el mundo en que residen tienen rasgos analógicos, son igualmente siniestros o inquietantes).

Por otra parte, el que el lobo se disfrace de la abuelita y el que Caperucita al principio no sea capaz de reconocerlo subraya la importancia de la aventura como conocimiento, y los peligros fatales de un desciframiento no correcto: Caperucita es devorada y sólo al final se endereza la historia. Pero también ocurre al revés: la bruja ciega de Hansel y Gretel tienta a los niños y estos le ofrecen un hueso de pollo con que la engañan. Volvemos, pues, a la idea de que el cuento es en gran medida una aventura hermenética, se trata de saber descifrar los peligros y señales diseminados en la historia, el héroe es héroe porque es capaz de aprender estas señales y acomodar su conducta, así en los cuentos de tres hermanos que luchan con el dragón o de tres pretendientes («Los zapatos gastados de bailar») siempre los dos primeros hacen oídos sordos a los avisos que se les ponen delante.

Así pues, no todos -ni dentro ni fuera del cuento- son capaces de interpretar apropiadamente las señales, aunque están ahí expuestas «a la vista», como en La carta robada de E. A. Poe, y no en vano los pretendientes o los aspirantes a héroe caen una y otra vez en las trampas urdidas por quien los pone a prueba, por ejemplo, en Las zapatillas gastadas de bailar. La misma torpeza o «miopía» se manifiesta en algunos estudiosos de los cuentos cuando los reducen a ser simples documentos o testimonios de contenidos sociales, sexistas o culturales, y no se percata del juego de complicidades y de la apertura de significado que exige como texto artístico y simbólico que es.

De modo que cabe reiterar que, para los personajes pero también para nosotros, la aventura del cuento en gran medida es una aventura hermenéutica, lo que está en juego es una prueba de saber quién es quién y de actuar en consecuencia, de estar atentos a los puntos o balizas que en cada secuencia nos avisan de los itinerarios que va tomando el cuento.

Como decía el propio Jesús, el «Reino» ya había llegado, pero sus señales no habían sido vistas por muchos, porque sin duda las cosas más importantes no pueden verse con los ojos, ni entenderse con el raciocinio, sino, tal vez, sólo llegan a comprenderse plenamente con el corazón. Por lo menos, es lo que nos repite una y otra vez la sabiduría oculta en todos estos textos tradicionales.

En efecto gran parte de la aventura que contienen los cuentos, leyendas, mitos, etc. es una aventura hermenéutica, se trata de saber interpretar los signos, de saber escoger cuál es el camino correcto, a tenor de las indicaciones contradictorias que se nos dan, o de saber entender que esa viejecita o ese enano son en realidad poderosos magos que nos ponen a prueba , y cuyo agradecimiento será decisivo en el futuro (cf. el motivo del muerto, animal o hada agradecidos). El mundo de lo visible es movedizo, está sujeto, como diría D. Quijote, a todo tipo de intervenciones de «malandrines» que transmutan los gigantes en molinos, o las bellas princesas y sus corceles en aldeanas sobre borricos.

De hecho, una modalidad básica del cuento y de la leyenda es el engaño, es decir, la simulación de una identidad, de una cualidad, del desempeño de una prueba... a manos de un impostor o un simulador; incluso el héroe utiliza esta estratagema, como cuando Ulises se disfraza de pordiosero para sorprender a los pretendientes de Penélope, o en el citado cuento extremeño, con la secuencia del falso héroe:

«Los perros, como tres fieras, se tiraron al dragón, y Collar de Oro se llevó tres cabezas, Collar de Plata otras tres y Collar de Bronce la otra restante.

Contentísimo Valentín, cogió las cabezas y las sacó las lenguas, que guardó en su zurrón, abandonando las cabezas sin lengua.

Un príncipe aspirante a la mano de la princesita, que había visto cómo los perros de Valentín habían matado al dragón y que el mozo había quedado allí las cabezas, cogió estas, se las llevó al rey y dijo que él sólo había matado el dragón, y había, por lo tanto, conseguido la mano de la princesita».


Hallamos, pues, que gran parte de las Funciones de Propp están teñidas por esta modalidad que es puramente hermenéutica, es decir, se trata de un problema de visión (A cree que X es C, «Blancanieves cree que la desconocida que se le ofrece la manzana es una viejecita», mientras que el público ya sabe que X es B, «que es una bruja»). Como en la tragedia griega, la anagnórisis, la identificación correcta sólo sobreviene tras un largo aprendizaje, cifrado en experiencias a menudo desagradables, llenas de errores y contratiempos. Cierto que, en el espacio originario del cuento, cuando el cuentacuentos o narrador oral contaba sus historia ante un auditoria cercano y conforme a ciertos ritualismos, era fácil despejar muchas de estas dudas, pues el impostor por más que engañe al rey al principio siempre podía ser delatado por los propios matices de voz e inflexiones del narrador, que podía añadir un tono y una gestualidad concordes a la de un traidor, es decir, la voz misma y las artes de la narración oral ofrecían un «plus» de significación que debemos tener en cuenta, y que no aparece lógicamente en lo que es un texto transcrito.

En todo caso, el error, la apreciación incorrecta de los signos que nos ofrece la realidad, la actuación desmedida, obcecada (hybris) que no atiende a dichos signos, se materializa en el folklore en una serie de motivos, como es la maldición, el encantamiento, los «pecados» en suma del héroe que, como en Don Juan Jugador, hacen que el héroe deba reparar sus culpas. De hecho, el que los padres digan tan sólo que «ojalá tenga un hijo aunque sea del tamaño de un comino», acarrea el nacimiento mágico, pero este deseo oculto que en apariencia trae la desgracia es en realidad un signo de predestinación, una señal heroica que va a hacer al final de estos Cominitos o Pulgarcitos héroes salvadores de sus padres.

De este modo, la falibilidad del héroe, su condición vulnerable es admitida de lleno, a diferencia de esos «héroes de cartón» de los dibujos animados japoneses o de la factoría Disney. Es decir, se es héroe o heroína no por los aciertos, sino por voluntad, por, como dice F. Savater, «ser fiel a sí mismo», de recordarse quién es cada uno.

Puesto que el mundo y nuestro propio cuerpo -el macrocosmos y el microcosmos- están poblados de signos, es vital saber reconocer todos los indicios, y valorarlos correctamente. El falso juicio de algunas de estas señales acarrea la desgracia, como en la leyenda de Tristán e Isolda, y en tantas otras, donde un dato erróneamente interpretado produce un fin trágico.

De manera que la desgracia o la felicidad no es una cuestión de «puños» sino de sabiduría, de percepción, de juzgar con oportunidad. El extravío de estas facultades de interpretar y actuar en consecuencia lleva a la enajenación del héroe, como le ocurre aparentemente a D. Quijote. Otra cosa es que, la locura -igual que el aspecto de pordiosero- sea, a su vez, un disfraz, una estratagema.

Las señales del destino heroico, como gusta de llamar Paloma Gracia6 , se despliegan a lo largo de una prosopografía, que tiene una profunda carga simbólica.

Retomando algunos de los conceptos empleados, podemos apreciar al héroe en una triple dimensión:

  1. rasgos físicos (prosopografía)
  2. rasgos morales o conductuales (etopeya)
  3. entorno en el que se enmarca su forma de ser o su conducta (escenario)

Hay que advertir que, de estos tres planos, A) y B) son , como antes indicábamos, profundamente homólogos, es decir, la Belleza se corresponde con el Bien como el Mal se corresponde con la Fealdad; digamos que forman parte de una especie de metonimia, por la que el carácter bondadoso o el pelo rubio denotan y connotan una perfección del personaje en su totalidad, igual que un rasgo de fealdad, por parcial que sea, está indicando lo contrario. Y el elemento C es igualmente concomitante, de modo que el aspecto, la forma de comportarse y el escenario guardan un profundo vínculo, como vemos en el archiconocido ejemplo de la casa de la bruja de Hansel y Gretel: fealdad, ceguera, aspecto cadavérico, voracidad, la estufa de la maga... todo converge en una misma dirección de escenificar lo terrorífico.

Y teniendo en cuenta la homología mítica, ya marcada por M. Eliade, entre CUERPO=CASA=MUNDO, el aspecto monstruoso, la cabaña de las pruebas o el paisaje lleno de peligros es exactamente el mismo marco natural en que se desenvuelve el Agresor:

«... Se animó el mozo al oír esto, pues ninguna aventura mejor que esta, y, queriendo conseguir premio tan valioso, cogió sus tres perros y con ellos se fue en busca del dragón. Llegó a la cueva de este en el momento que el dragón salía y se dirigía a la ciudad a comerse a la princesa. Animoso y valiente nuestro mozo, en vez de acobardarse a la vista de aquel enorme dragón que daba espanto a quien miraba llamó a sus perros, diciéndoles:

-¡Ahí con él, Collar de Oro: ahí con él, Collar de Plata: ahí con él, Collar de Bronce!...».


Cueva/ciudad, héroe animoso /enorme y espantoso dragón, y los otros elementos añadidos (los tres perros como expansiones o auxiliares mágicos del héroe, la referencia a los metales sagrados...) son las polaridades que dibujan de forma dinámica los distintos aspectos y escenarios de los personajes.

En el fondo, la descripción física y conductual del héroe o del agresor es una manera de señalizar, de identificar al héroe (de hecho, en anteriores trabajos hemos analizado la Función de Propp Apoteosis o Transfiguración, como una Identificación Enfática).

Esta señalización se hace, pues, con motivos estáticos (cómo es) o dinámicos (qué hace), pero siempre converge en cuanto a ofrecer un perfil claro, distintivo, sin necesidad de mayores explicaciones o psicologismos (Walter Benjamin contrapone la narración «pura» al análisis psicológico, propio de la novela). Y es que no hace falta entrar o hurgar en los interiores de los personajes heroicos: son claros y transparentes como el cristal, su debilidad y su fuerza casi siempre están a la vista, salvo esas excepciones estratégicas en que el héroe se disfraza.

De hecho, el tercer plano, el entorno en que vive el héroe, se entreteje en realidad con los dos anteriores, por ejemplo, la condición o status -el ser un príncipe o un sastrecillo, pobre o rico...- no es una variable independiente, sino -en el ámbito del cuento- una variable «trabada», pues también aquí operan ciertas asociaciones socioculturales, príncipe=héroe, o rico=villano.

Desde luego, no hay un determinismo al modo del que marcan las teorías marxistas: no se es héroe por ser príncipe, sino que, al menos en teoría, la ecuación es al revés, se llega a ser príncipe o noble porque se es héroe. De hecho, los títulos son casi siempre meros rótulos, denominaciones vagas, incluso cuando se ofrecen como premios, pues no de otro modo cabe entender que el rey ofrezca a cualquier villano la posibilidad de darle su reino y su hija a cambio de vencer al dragón que estraga la comarca. Hay que entenderlo desde la mentalidad que creó estas historias, que hunde sus raíces en el Neolítico, mítica, concreta, animista, pensamiento coincidente en su mayor parte con las características del pensamiento del niño pequeño, técnicamente denominado egocéntrico, en el que las ideas abstractas son comprendidas a través de imágenes, de metáforas concretas (¡qué son, al fin y al cabo, las parábolas!)

Es decir, más que la relación patente rey-vasallo, está la relación latente y contractual mandatario-héroe, como Propp supo ver. Claro que se produce una coalescencia de secuencias y de motivos, de modo que el botín de guerra de un relato al fin y al cabo agonal -la lucha cuerpo a cuerpo con el adversario- se asimila al premio o talismán obtenido de la iniciación

Dicho esto en cuanto a lo que el héroe es o posee, en cuanto a la manera de ser/actuar con que viene al mundo, veamos otros aspectos. Ocurre también que el héroe tiene rasgos «sobrevenidos», por ejemplo, recibe una marca, una herida, es encantado, sufre una maldición... Aunque la marca sea de nacimiento, lo cierto es que es un rasgo sobrevenido, anormal, que se presenta a menudo de forma «escandolosa», como un faro en la noche (cf. el cuento «Estrellita en la frente»), y que desde luego tiene un valor especial.

Esta señalización física es paralela, a pesar de lo paradójico, con otra señalización de signo contrario: el bajo status o el mal trato que le da su entorno (Cenicienta) y que se agrupa en que lo que Thompson ha llamado «el héroe poco prometedor». Tanto la marca como el héroe poco prometedor son señales inequívocas del destino heroico, que sólo los ojos sabios llegan a reconocer. Por ejemplo, Pulgarcito es pequeño en el doble sentido, físicamente y en la apreciación social. Cenicienta está sucia y a la vez es despreciada. Sólo luego, en la Transfiguración física o de carácter (el arrojo de Pulgarcito) el héroe/heroína se revela en su esplendor.

Incluso se da el caso de que los atributos del héroe «se externalicen», esto es, se «pinten» a través de los objetos o dones que acompañan al héroe, y que presentan en total sinergia con él mismo, donde vemos que a la heroína se la retrata por su belleza y bondad, al agresor por su voracidad, pero al héroe porque lleva siempre con él tres perros mágicos:

«Acompañado de sus tres perros llegó a una ciudad, donde encontró a sus habitantes llorosos y tristes. Preguntó qué pasaba, y le contestaron que en una cueva de los alrededores vivía un maldito y enorme dragón de siete cabezas que sólo se mantenía de carne humana, y todos los días se comía una moza, y que aquel día le tocaba comerse a la princesita hija del rey, a quien todos querían mucho por su belleza y su bondad».


El Dragón (M. Curiel Merchán, Cuentos Extremeños, CSIC, Madrid, 1944.)                


De todas estas posibilidades y combinaciones, podemos concluir que los cuentos y leyendas enseñan, básicamente, que hay que prestar atención a las señales, pues a veces las cosas no son lo que parecen , y es en esa medida en que la aventura se convierte en una aventura hermenéutica, en saber interpretar de forma certera los indicios que el entorno nos da acerca de los otros y de sus cometidos (antagonistas, ayudantes, mandatarios...) y sobre la manera mejor de adaptarnos al entorno y resolver los conflictos (v.gr. el héroe que hace que dos gigantes se peleen entre ellos).

Los motivos de las señales heroicas no tienen, pues, sólo una explicación histórica o mitográfica, sino también juegan un cometido importante. Primero, porque ayudan a confirmar la identidad heroica, a aislar y separar el héroe de los demás personaje. Segundo, porque tienen un carácter anticipatorio, al prefigurar cuáles serán las virtudes y capacidades del futuro héroe. Lo mismo pasa con el motivo del «héroe poco prometedor», aunque en el cuento es además un recurso patético, se ensalza el esfuerzo que hace ascender al héroe desde la adversidad o la escala más baja social, familiar, etc. hasta convertirse en rey, símbolo de la máxima perfección o sabiduría.




Arriba La figura del diablo en los cuentos y en las leyendas. Patrones folklóricos y variabilidad prosopográfica

Cuando hablamos de la figura del diablo contraponemos una figuración folklórica, más o menos representada en las visiones de las calderas de «Pedro Botero» donde los pecadores se asan, y la figura mucho más intelectual del diablo de Fausto. Sin embargo, más que antagonismo cabe hablar de una línea de continuidad que el estudioso puede documentar. Así según J. Caro Baroja, Fausto es un personaje que en parte se considera real y que en parte corresponde al teatro popular alemán del siglo XVI, de donde pasa luego a la comedia inglesa, Marlowe, hasta llegar al Fausto de Goethe.

Dos rasgos básicos, la intención de hacer un pacto con el Diablo y el ser un hombre de saberes ocultos son elementos que encontramos en otras figuras, es decir, se ajustan a una visión arquetípica. Y de hecho encontramos una serie de patrones folklóricos que encajan bien las distintas historias de diablos:

  • Patrón de asustaniños. El patrón o referente de esta clase de historias está en el Tipo 326 de Aarne-Thompson, El joven que quiso saber lo que es el miedo. Varios episodios: en la torre de la iglesia, debajo de la horca, etc.; algo parecido se halla en Tipos como 326A, El alma liberada del tormento, en el cual un soldado pobre pasa la noche en la casa embrujada por fantasmas para ganar el premio. Veamos las secuencias del Tipo 326:
    1. La búsqueda: para encontrar el miedo. Un joven que no sabe lo que es el miedo sale a buscarlo.
    2. Experiencias. Prueba varias experiencias espantosas: (a) juega naipes con el diablo en la iglesia; (b) le roba la ropa a un fantasma; (c) permanece de noche debajo de la horca, (d) en un cementerio, o (e) en una casa embrujada por fantasmas en donde los miembros de un muerto caen de la chimenea; (f) vence a gatos fantasmas; (g) juega boliche con un muerto rearmado; (h) le afeita el barbero fantasmal; (i) le corta las uñas al diablo.
    3. Aprende el miedo. Después de su boda aprende lo que es el miedo cuando le echan agua fría o le ponen anguilas en la espalda mientras duerme.
  • Patrón del diablo constructor de edificios, puentes..., en estas historias (v.gr. Tipo 1191 de Aarne-Thompson) un mortal engaña al diablo para ayudarle a construir un edificio magnífico, por ejemplo «El Acueducto de Segovia», un puente, etc., siempre a cambio de un alma humana que él espera como pago.
  • Otros patrones: patrón de las tareas imposibles y otros. Por ejemplo, El enderazamiento del pelo rizado, Tipo 1175. Son cuentos en los que el diablo es derrotado porque él no puede enderezar un pelo rizado.

Está claro que a la variabilidad de patrones corresponde una variación prosopográfica notable. Podemos establecer, para empezar, dos grandes grupos. Dejando ahora de lado el terreno del mito, es decir, el tema del estudio bíblico de la figura del diablo, lo cierto esa que en el folklore se aprecian diferencias notables entre cuentos y leyendas de diablos. Según J. M. de Prada7, en los cuentos aparece una imagen de Diablo como ser más bien estúpido y torpe, que es a menudo engañado, como bien vemos en los famosos cuentos Grimm. Su fisonomía suele estar también bastante más codificada.

Si estamos ante el patrón del asustaniños, es decir, del «espanto» o figura que da miedo, entonces debemos recordar lo que Federico García Lorca escribió en 1928 en la Residencia de Estudiantes en su famosa conferencia sobre las nanas o canciones de cuna, donde subrayaba ciertos rasgos que, a su juicio, definían los caracteres geográficos y singularizaban las nanas españolas respecto de las europeas, pues estas sólo pretendían dormir al niño, mientras que en las españolas él veía un deseo de «herir la sensibilidad» a través de una «sencillez patética». Es decir, la figura del diablo se va a asociar a lo desconocido, a lo misterioso, a lo informe.

A los perfiles nórdicos, o de Alemania o Francia, F. García Lorca opone un acento mucho más quebrado, una melodía que escapa al lirismo convencional, unos contrastes llenos de misterio. Llega incluso a decir, con una bellísimas imágenes, que «el niño sufre positivamente miedo, frío, y tiene una sensación de planicie oscura por donde llega el sueño, siempre dulce y siempre extraño al niño. Pues bien, el Coco y otros tantos espantos son estos espíritus que van a poblar el imaginario infantil, a dar forma a estas sensaciones complejas, pues, como dice Lorca, la fuerza del Coco es su desdibujo, su inquietante indefinición y, por ello mismo, su relación con todo lo extravagante o grotesco, a todo lo que es informe, al animal, monstruo o espanto, en todas sus acepciones. El asustaniños es, pues, es todo y es nadie, se puede transformar en cualquier monstruo o acechar en sigilo como una sombra.

Claro está que el equivalente del asustaniños infantil está en el diablo como devastador de pueblos, bienes y personas, al modo de los vampiros u otros seres de la noche, tal como aparece en la leyenda becqueriana «La Cruz del diablo», donde el diablo se asimila a un caballero (luego se verá que es una armadura vacía) que aterroriza a todo el mundo, y ante la cual explica el narrador:

Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre; aquella armadura objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita. Las armas eran aquellas, no cabía duda alguna. Todos habían visto flotar el negro penacho de su cimera en los combates que un tiempo trabaran contra su señor; todos lo habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las llevaba?

El misterioso bandido penetró al fin en la sala del Concejo, y un silencio profundo sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes al oír resonar bajo las latas bóvedas de aquel recinto el metálico son de sus acicates de oro. Uno de los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le pregunto su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.



Si estamos ante otros patrones, como los cuentos 300-359 del Ogro Derrotado de Aarne-Thompson, entonces hay que decir que su caracterización no difiere en lo esencial del ogro, gigante, dragón, etc., pues lo fundamental es su papel de adversario. Dicho de otro modo, si examinamos cuentos como «Los tres pelos de oro del diablo» su fisonomía y su etopeya es intercambiable con la de otros agresores-tipo. Por ejemplo, en el Tipo 302, El corazón del ogro (diablo) en el huevo, es indestructible no por su maldad o por la maldición eterna sino porque su alma está escondida en un huevo, lo mismo que se dice del gigante o del ogro. Sus fechorías también son las propias de estos ciclos de cuentos, como la de raptar o secuestrar mujeres (cf. Tipo 303ª «Seis hermanos buscan siete hermanas de esposas»).

Y sin en alguna otra parte se ve esta tendencia de homologar al diablo con el «ogro estúpido», esto se ve en especial en los cuentos de 1000-1029, donde el diablo es engañado y se encoleriza: es el caso del famoso cuento narrado por Grimm de la división engañosa de la cosecha, donde el diablo y el campesino pactan que uno tendrá lo que crezca encima de la tierra y el otro debajo, siendo engañado una y otra vez por el ingenioso campesino.

Estas imágenes más o menos costumbristas del diablo raptor de mujeres, o de tratante de cosechas, se ven en cambio contrapesadas por las figuras mucho más duras de las leyendas, donde el diablo es un ser mucho más inquietante en todos los terrenos, unas veces, más terrible, y destructor, y otras en cambio protector o guía de personas, constructor de puentes, etc. En efecto, no sólo en la segoviana leyenda del Acueducto, también en la oscense de «La Misa del diablo» aparece otra faceta distinta en que el diablo ayuda al protagonista. Como dice J. M. Prada, la figura del diablo contrasta aquí con la visión clásica, pues es poseedor de un conocimiento oculto -el de los canteros o la alquimia-, y es también capaz de hacer el bien, en ciertas circunstancias, y se dedica a ser más bien un instrumento de castigo de los malvados.

Y si son variables las cualidades o conductas del diablo, según cuál sea el patrón de que hablemos, también varía su fisonomía, pues en algunas de estas leyendas el diablo no es una figura que inspire horror, como en los asustaniños, sino un señor normal, a menudo ataviado de negro o con algún otro rasgo misterioso, que se encuentra «casualmente» con su «presa».

Precisamente, basándose en esta prosopografía de ser un visitante de aspecto siniestro -vestido de negro-, conocedor de secretos, instigador, etc., de muchas de las leyendas del diablo, o del diablo con santos, Peter M. Rojcewic8, ha propuesto un estrecho vínculo entre tradiciones antiguas del diablo y las leyendas contemporáneas sobre los Hombres de Negro (MIB, Men in black). Para hacer este paralelismo se basa en una amplia e interesante documentación que demuestra, por lo demás, el carácter actualizador y sincrético de las leyendas.

¿Qué explicación encontrar a estos cambios de códigos, a esta variación en el aspecto y en la conducta que tipifica a un personaje en principio tan homogéneo como el diablo? Según J. M. de Prada, esto ocurre porque la leyenda es mucho más realista que los cuentos, y en aquellas pesa el sentido de lo verídico, o, al menos del acercamiento a la realidad, mientras que los cuentos se podían tomar más como un divertimento. Una explicación más a fondo nos sitúa en la órbita de teorías psicoantropológicas, como la que da título al libro de Campbell, «El héroe de las mil caras», que aquí podemos trasladar al «agresor de las mil caras».

Ciertamente, existen arquetipos heroicos o arquetipos del agresor, pero su valor no está predefinido a modo de entelequias sino que se actualizan en virtud de los patrones folklóricos concretos en que funcionan, por eso el diablo puede actuar unas veces como agresor y otras como ayudante. Para reconocer cuáles son estas valencias, el cuento y la leyenda crean un sistema de marcas, implícitas o explícitas, que funcionan como una especie de sistema de semáforos, algo así, como malo, bueno, alerta, y eso lo hace mediante la reorganización de lo que Propp tipificó como atributos del personaje, hábitat o entrada en acción.







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