
Centinela contra franceses
Antonio de Campmany y de Montpalau
[Nota preliminar: edición digital a partir de la edición de Madrid, Gómez Fuentenebro, 1808, y cotejada con la edición crítica de François Etienvre, London, Tamesis Books, 1988, cuya consulta recomendamos para la correcta comprensión crítica y textual de la obra.]
No los títulos de la amistad, no los del reconocimiento, son solos los que me obligan a dedicar al respetable nombre de V. E. el desahogo, de este acongojado corazón mío. Dulce cosa es el amor entre los hombres; gratísima la memoria del favor recibido; más dulce, empero, es el amor a la patria y el consuelo de poderla llamar LIBRE a los ojos de un Lord de la Gran Bretaña, en donde solamente se pronuncia y conoce esta sagrada voz en toda la plenitud de su significado y adonde, como a un sagrado, han tenido que refugiarse las reliquias del moribundo patriotismo que han podido salvarse del sable exterminador del tirano de los tronos y de la humana sociedad. ¿A quién, pues, con más derecho podría dirigir este primer ensayo de la redención española y de la libertad de la imprenta que a un sabio inglés, siempre amante de España y de los españoles hasta compadecerse, como si las hubiese de sufrir, de las calamidades que nos amenazaban por la torpeza y desafuero del despótico privado que preparaba nuestra perdición? ¡Oh recuerdos tiernos y preciosos de nuestras familiares y francas conversaciones en Madrid! ¡Cuántas veces en nuestros solitarios paseos contemplabais, Milord, con profunda meditación, nuestro alegre horizonte y, viendo el cielo y el suelo que la próvida naturaleza nos había repartido, no podíais reprimir vuestra afección y me decíais...! Estos generosos sentimientos bien los testificó V. E. a cuantos tuvimos la dicha de tratarle y de admirar sus profundos conocimientos políticos y literarios, realzados con su profunda modestia e ingenua amabilidad. Conocía V. E. lo que habíamos sido los españoles y lo que podríamos ser bajo de una mano sabia, porque conocía nuestra historia económica, política y militar; y buscaba y leía nuestros libros, enamorado de nuestra lengua, y de ellos sacaba nuevas ilustraciones con un conato y afición, como si se hubiese encargado del oficio de Cronista de los reinos de España.
Supe, por una feliz casualidad, que había V. E. preguntado por mí a los principios de nuestra interrumpida correspondencia. Sí, Milord, vivo aún, después de haber tenido tantos motivos para aborrecer la vida; vivo, sí, para ver el castigo de los que me tenían presas las manos y la lengua; vivo para predicar el santo nombre del Dios de los ejércitos, el triunfo de la virtud y las glorias de la patria; vivo, en fin, para que pase por el mar libre, de mis manos a las vuestras, este testimonio de mi inalterable fe y gratitud. Dispensadme, Milord, vuestras órdenes, si no queréis dejar ociosos mi amor y obediencia, y hacedme participante del gozo de vuestra alma desde que la lealtad española abrió a la generosidad inglesa el gran teatro de esta península, en donde pueden brillar el valor y el honor de entrambas naciones, pues hay campo para todas.
Milord, soy con el más profundo respeto el más afecto y reconocido servidor
de V. E.
Antonio de Capmany
Madrid, 16 de Setiembre de 1808.
No es éste tiempo de estarse con los brazos cruzados el que puede empuñar la lanza, ni con la lengua pegada al paladar el que puede usar el don de la palabra para instruir y alentar a sus compatriotas. Nuestra preciosísima libertad está amenazada, la patria corre peligro y pide defensores: desde hoy todos somos soldados, los unos con la espada y los otros con la pluma. Ya vino el día en que pueden salir del pellejo los corazones y puedo yo añadir que he llegado dichosamente a la época de mi edad en que el hombre de bien y el buen ciudadano, ni por esperanza de mejor fortuna, ni por temor de la muerte, debe hacer traición a su conciencia. ¿Qué diría de mí la patria? ¿Qué pensarían los buenos y los malos de mi silencio? ¡Yo mudo ahora! ¡Yo, que hace tantos años que no he empleado la pluma y mi celo sino en honra y gloria de mi nación, ahora sin dar señales de vida en el momento en que el enemigo de la Europa maquina su esclavitud o su desolación! ¡Manos a las armas y Dios bendiga la noble intención de tan santa empresa!
Después de tantos y tan varios papeles publicados dentro y fuera de la Corte, ya en prosa, ya en verso, desde la retirada de las tropas francesas, que mal viaje lleven, ¿qué título podía yo elegir sin repetir alguno de los usados ya, en esta época del desahogo nacional, bajo los nombres de diálogos, avisos, consejos, clamores, proclamas, lamentos y otros alegóricos? Pero, acordándome que anda entre nuestros libretes uno intitulado Centinela contra judíos, me pareció adecuado título para aplicarle a los franceses de hoy, peores que judíos en sus pensamientos y más crueles que trogloditas en sus obras, desde que se han dejado regenerar por el impío y atroz Napoleón (llamado en el siglo Bonaparte), pues tienen a dicha, honra y blasón, no con pequeña vanidad y orgullo nacional, el postrarse a sus inmundas plantas. Adoran allí con temor y con temblor su execrable nombre y besan con el más humilde respeto y sensibilidad convertida en instinto las cadenas imperiales con que su Imperial Majestad los ha ido enlazando en fraternidad imperial, haciéndoles olvidar la reciente republicana y la antiquísima cristiana, para formar la grande familia de esclavos escogidos que componen hoy el Imperio francés, no siéndolo su augustísimo intruso Emperador, aborto de un islote de cuyos benignos naturales se dice, como por proverbio, que no perdonan hasta después de muertos.
Aunque parezca ya intempestivo el oficio de centinela entre mis compatriotas, que con muy costosa experiencia han tenido que desengañarse de las depravadas intenciones del atrocísimo Corso, que a título de íntimo Aliado nos había dejado sin camisa y con el de Protector venía ahora a quitarnos el pellejo, que era lo único que nos quedaba, no será inútil, ni fuera de tiempo, prevenirnos contra cualquier temor o desconfianza que pudiesen infundir en ánimos apocados el poder de sus armas, la fama de sus victorias pasadas y los decretos de su venganza, o contra toda esperanza de paz o de amnistía que nos ofreciese su pérfida política, sostenida por sus íntimos consejeros, tan inicuos como su amo: porque nunca ha errado S. M. I. y R. en la elección de sus ministros, ni en la de sus fieles generales, que cumplen rigurosamente sus atroces preceptos, no sólo como buenos servidores, sino como siervos viles.
Bien preveía yo algunos años hace, en vista del sistema que seguía este afortunado usurpador en el curso de sus conquistas, que la España no sería el menor objeto de su insaciable ambición, porque tarde o temprano debía invadirla, luego que acabase de cortar o de abrirles los cascos a las demás Testas coronadas, para revestirse después del título de Rey de Reyes que se hacía tributar el vanísimo y soberbio Tigranes deslumbrado de su poderío. Pero confieso que me engañé y que perdí el juego con buenas cartas, creyendo que suspendería la invasión de temor de perder con ella los dominios de ambas Américas, pues rompía el conducto por donde sólo podía y debía venir a la Francia, en una paz general, el oro y plata del Nuevo Mundo y sus ricas producciones en retorno de los envíos de géneros de las fábricas europeas, cuya absoluta ruina era inevitable.
Pero al fin su natural impaciencia, su errada confianza y la ignorancia de sus sagaces consejeros, que respiran el aire que les quiere repartir, le precipitaron a consumar su malvado proyecto, luego que se desembarazó de enemigos en el continente y después de haber disfrutado, como de hacienda propia, los fondos de nuestro erario con pretextos que le daba aquel inicuo y fatal tratado de alianza perpetua que nuestro ignorante y tímido Godoy, muchos años antes de ser traidor a su patria, ajustó y firmó con el venal Directorio. Los males y calamidades que hemos sufrido y sufrimos ahora cuentan la fecha desde aquel imprudente e ignominioso acto que fue el preludio de la sabiduría y sagacidad diplomática del flamante Príncipe de la Paz, a cuya inexperta y desgraciada mano estaba entregado el timón de esta gran Monarquía y lo ha estado hasta que él mismo ha echado a fondo la nave y la tripulación.
Por aquel violento tratado quedó la España esclava y tributaria de la Francia perpetuamente. Desde entonces quedó esta Monarquía políticamente conquistada y como tal ha sido siempre tratada por el gobierno francés. Sus embajadores nos adulaban recién llegados, luego nos amenazaban y al fin se despedían llenos de tesoros y de regalos, y muy ricos de noticias de nuestras miserias, hijas de la negligencia y flaqueza de nuestro gobierno depositado con absoluta soberanía en los torpes brazos de aquel disoluto garzón, que no los tenía abiertos de día y de noche sino para estrechar en ellos bellezas prostituidas a la lascivia de un otomano bautizado, que con tan costosos sacrificios vendía los favores, los honores y los empleos del Estado. Y como el Corso, siendo Cónsul y después siendo Emperador, no quería que uno solo mamase la cabra, mudaba tan a menudo sus Mercurios, quienes venían con nuevas instrucciones y con pretensiones más insolentes, y de este modo se repartía entre muchos el fruto de su interesada misión, llevándose cada uno a su amada Francia parte de la substancia de la despreciada España.
Por aquel infame tratado nos hemos visto obligados a romper dos veces con la Inglaterra, padeciendo pérdidas y ruinas imponderables en nuestro comercio y navegación, en la marina militar y en nuestras fábricas, interrumpida toda comunicación con las Indias, patrimonio del Imperio español, y separados los hermanos de esta península de los de aquel hemisferio después de tres siglos que heredaron la lengua, las leyes, el honor y la religión de España.
Por aquel infame tratado hemos tenido que armar y mantener escuadras auxiliares para perderlas en todos los combates en que, por mandado del sapientísimo Napoleón, hemos habido de combinar nuestras fuerzas marítimas con las francesas o de proteger sus desvariados proyectos navales para cuyo acierto la fortuna no le ha sido tan propicia como en los de tierra: allí no ha podido servirse de sus malas artes. Por ayudar a nuestro íntimo amigo y aliado, o más bien por obedecerle, hemos visto destruida en menos de seis años nuestra marina con pérdidas de 8 navíos de tres puentes, 26 de línea y otras tantas fragatas, aniquilados nuestros arsenales, sacrificados muchos millones y la vida de más de 20.000 hombres embarcados. Nos hace estremecer la memoria sola de la batalla de Trafalgar a cuya fatal acción nos obligó la ignorancia, petulancia e impaciencia francesa, sostenida por el desatinado e irresoluto Godoy (confúndale Dios, amén). Bonaparte instaba por momento la salida de la grande armada no para pelear, sino para llevar nuestros navíos a Tolón, pues, desde que salieron de Cádiz, ya no eran de España ni habían de volver a ella. Tragáraselos el mar o consumiéralos el fuego, si hubiesen podido salvarse tantos millares de víctimas antes que aumentar con nuestras fuerzas las del Tirano que había de venir después a conquistarnos. En fin, si nos fuese posible cerrar nuestros corazones al dolor y a la compasión, ganamos en aquel funesto día una victoria contra Napoleón, que no pudo lograr su pérfido plan de coger intactos nuestros buques y vivitas nuestras tripulaciones en sus puertos, cuya costosísima manutención debía correr a expensas de nuestro erario: nueva sanguijuela de la sangre de nuestra nación con la que iba engordando el Gran Ladrón de la Europa.
Por aquel infame tratado nos estuvo arrancando ese Napoleón con fieras peticiones el subsidio de tropas en dinero, pues le tenía más cuenta que en carne, a razón de doce millones de duros al año, cuyos plazos nos pedía con la autoridad de un soberano sobre sus súbditos y al menor retardo nos amenazaba con la conquista. Pero, creciendo después su soberbia con su misma potencia y nuestra timidez con nuestra debilidad, nos sacaba dinero, carne y escuadras.
Por aquel infame tratado, acometido Godoy por una parte por el gobierno británico, que no quería permitir que con nuestros millones engordase el dragón de la Francia, y por otra amenazado de las iras de aquel dragón si intentaba separarse de su obediencia, en vez de negársela con firmeza, armando cien mil españoles de los cuales no hubiera ido ninguno al Norte como fueron después (¡qué dolor y qué ignominia!) y contando con las fuerzas de la Inglaterra que hubiera hecho causa común, prefirió reñir con el gabinete inglés, hasta echar la bravata al ministro que entonces residía en Madrid: que enviaría a Napoleón 60.000 españoles para el desembarco de Inglaterra. ¡Cuántas desgracias llovieron sobre nosotros por esta primera desavenencia diplomática! En los primeros tres meses de guerra perdió la nación en buques, cargamentos y plata el valor de 40 millones de pesos.
Pero, me dirán, aquel Godoy, instrumento de nuestra ruina aun antes de ser traidor, que provocaba la guerra y no podía dejar de ver prójimo el rompimiento o el peligro de las hostilidades marítimas, ¿cómo no despachó con tiempo y con secreto desde nuestros puertos avisos a la América, a Canarias y al encuentro de nuestros retornos para suspender toda navegación y evitar tanta ruina? Pero ¿qué podíamos esperar de aquel idiota, aconsejado de su propia ignorancia, que en tres cuartos de hora, medio en pie, medio sentado, con el cigarro en una mano y pellizcando con la otra alguna beldad de su devoción, despachaba la inmensidad de negocios de ambos mundos, unos de palabra a lo oráculo y otros con breves y oscuras resoluciones a lo tirano?
Pocos días antes de esta precipitada ruptura con el ministro británico, que degeneró en pendencias y denuestos personales, podía aquel privado, a no estarlo de razón y de juicio, haber libertado la España para siempre del pesado yugo de aquel ruinoso tratado que él mismo dejó que nos pusiese perpetuamente el gobierno francés, tan buen amigo de nosotros entonces como lo es el actual. Véase la sana y leal intención con que están concebidos sus artículos, tan lacónicos como ambiguos, para encubrir la malicia y engaño de su contexto con la estudiada brevedad y aparente sencillez de sus cláusulas, dictadas y extendidas en París como ahora las de la reciente y sabia Constitución, sin haberos dejado en uno y en otro caso más intervención que el trabajo de traducirlas y de firmarlas. ¡Oh Francia, cuando pagana y cuando cristiana; ora monárquica, ora republicana; ya sabia, ya bárbara; ya libre, ya esclava; siempre por sistema enemiga de la España! ¡Y vosotros, Españoles, siempre honrados y generosos, y siempre engañados!
Ya os llegó la hora, magnánimos hijos de este noble suelo, de regeneraros por vuestras propias manos y no por las impías del déspota que os venía a robar vuestra libertad. Ya os llegó la hora de sacudiros de tan pesadas cargas como os abrumaban, haciendo la guerra al Gran Napoleón, grande en fiereza, grande en perfidia y grande en crueldad, pues sólo con la guerra podíais romper tan duras y afrentosas ataduras.
Con la guerra vengaremos de una vez tantos agravios como hemos padecido veinte años seguidos, y tantos males como nos tenían abatidos y en vísperas de abismarse nuestra nación. Esta fatal suerte veía muy cercana Napoleón, como él mismo nos lo dice en sus proclamas para que le agradezcamos el anuncio del mal y el consuelo. En efecto nadie podía conocer mejor nuestras desdichas que el mismo que las había causado; así guarde para los suyos el remedio que su innata beneficiencia y notoria compasión nos tenía preparado. ¡A cuántos de nosotros nos tendría destinados ya para limpiar las botas a sus brutales coraceros o encender la pipa a sus impúdicos e insolentes mamelucos!
Con la guerra abriremos nuestros puertos, cerrados tres años hace por obedecer los bárbaros y antipolíticos decretos del rabioso Napoleón, que había hecho de todas las playas y costas de la Europa un tristísimo desierto parabloquear y hambrear a la Inglaterra, según su fanfarrona sentencia, al paso que le dejaba todos los mares conocidos y no conocidos abiertos a su comercio y sujetos a su imperio. ¡Qué profundo y sabio político! ¡Qué sagaz calculador: sacarse ambos ojos por sacar uno al enemigo! ¡Por no dejar entrar el enemigo en su casa, cerrarle las puertas y quedarse encerrado en ella sin poder recibir socorro de la ajena, ni salir a buscar su subsistencia, ni él, ni sus amigos y aliados! ¡Pues a este horroroso extremo nos tenía reducidos sin ser nuestro soberano! Que en las costas de su usurpada Francia mandase cerrar los puertos y las puertas, pues ya había mandado cerrar las bocas a los obedientísimos esclavos de su despotismo, en todo esto usaba de su suprema autoridad consentida por ellos. Pero ejercerla en nuestra España, obligándonos por un precipitado decreto suyo fecho en Varsovia a morirnos de hambre y de miseria, sin comunicación directa ni indirecta con el resto de las naciones, es insolencia y soberbia inaudita el intentarlo, y humillación y paciencia más inaudita el sufrirlo y obedecerlo nuestro miserable gobierno, deshonrado por la insensibilidad de Carlos, y la ineptitud y poca vergüenza de su endiosado favorito.
Con la guerra abriremos el antiguo comercio y comunicación con la Inglaterra, gozosa de reconciliarse con nosotros, pues sabe que nuestra nación, hecha juguete de los caprichos de un monstruo de la fortuna, no tenía parte ni en la guerra ni en la paz, y ansiosa de recibir nuestros frutos de uno y otro hemisferio, nuestros productos de la naturaleza y del arte, nuestras lanas, nuestra amistad, nuestro trato generoso y franco con el cual congenia tanto el suyo. Contando nosotros con su poder y sus auxilios, y ella con nuestro valor, constancia y unión, se cimentará una alianza natural e indeleble, una venganza común, un odio eterno contra el enemigo común del continente, contra esa Francia vil y deshonrada, que se ha dejado esclavizar, barbarizar, empobrecer y consumir por un tirano advenedizo que ha convertido sus habitantes en ladrones armados, enemigos naturales del resto de los humanos.
Con esta guerra navegaremos, restauraremos nuestra aniquilada marina, nuestras decaídas fábricas, nuestra semimuerta industria, nuestro tráfico marítimo y terrestre. Cerraremos para siempre el contrabando de los Pirineos, convirtiendo en isla nuestra península, y no veremos más las caras de pastel de tanta modista y mercachifle que tenían, como plaga de langosta, apestadas nuestras ciudades. No nos introducirán nuestros caros vecinos más géneros de sus brillantes fábricas, ni más tabaco en el alma de los cañones y obuses, y en los carros cubiertos y equipajes de sus indecentes generales, contrabandistas al entrar y ladrones al salir de España.
Con esta guerra, terrible, pero saludable, instrumento para nuestra eterna prosperidad, no nos inocularán más el impío filosofismo y la corrupción de costumbres de sus venenosos libros que tanto daño han hecho en la juventud, transformando a hombres y mujeres en arrendajos de su lenguaje, ideas y fingida moralidad teatral; porque entre los franceses todo es farsa, empezando por la virtud. La gente que llamamos culta y literata, todos eran hijos de España, pero gran parte tenían su corazón en Francia, es decir que, enamorados de sus libros, estaban casados con los autores. Y de este casamiento, ¿cómo podrán salir ciudadanos defensores de la patria que nunca amaron? Trataremos amigablemente con los moros, que no nos desprecian ni aborrecen y nos guardan la fe que no conoce el infame gobierno francés. Nos darán trigo, gallinas y ganados, si lo necesitamos, y caballos para la guerra. No nos vendrán a quitar el pan y la carne, que a ellos les sobra, ni el vino que no beben, y nos enviarán dátiles, miel y cera en lugar de balas, acíbar y llamas de pólvora que nos han regalado los cristianísimos franceses.
Con esta guerra vendrán los frutos y caudales de América, detenidos cuatro años hace. Surcaremos el Océano otra vez, abriendo las comunicaciones entre ambas Indias, y renacerá la contratación marítima de que nos tenía privados el bárbaro Napoleón desde que nos ató al carro de su estéril y funesta gloria.
Con esta guerra volveremos a ser españoles rancios a pesar de la insensata currutaquería, esto es, volveremos a ser valientes, formales y graves.Tendremos patria, la amaremos y defenderemos, sin necesidad que nos proteja el Protector tirano de la esclava Confederación del Rin. Tendremos costumbres nuestras, aquellas que nos hicieron inconquistables a las armas y a la política extranjera. Cantaremos nuestras jácaras, bailaremos nuestras danzas, vestiremos nuestro antiguo traje. Los que se llaman caballeros montarán nobles caballos, en vez de tocar el fortepiano y de representar caseros dramas sentimentales apestando a francés. Volveremos a hablar la castiza lengua de nuestros abuelos, que andaba mendigando ya, en medio de tanta riqueza, remiendos de jerga galicana. Aprenderemos el árabe, el griego y el inglés, y después el italiano y el alemán si se sacuden de la dominación napoleónica, y si no, no. Nuestra lengua volverá a ser de moda cuando el ingenio y seso de los españoles produzca obras dignas de la posteridad, y cuando la moral y la política, cuya jurisdicción vamos a fijar, salgan en traje y lenguaje castellano.
Con esta guerra reconquistaremos, no dominios ultramarinos que nos acarrearían otras nuevas, sino lo que es más glorioso y precioso, nuestro nombre, aquel nombre tan respetado en otro tiempo de cultas y de bárbaras naciones. Renovaremos nuestra antigua fuerza física y moral, que forma la potencia política de los gobiernos, y la mejoraremos con nuevas leyes fundamentales, sentadas sobre bases eternas e indestructibles. Daremos ejemplos de sabiduría a los demás pueblos de Europa, de la suerte que hoy se los damos de fortaleza y valor para recobrar la libertad perdida, en cuya heroica empresa hemos tenido la gloria de ser nosotros los primeros. Aprendan las naciones del esclavizado continente el arte de romper la bárbara cadena que sufren; nosotros les enseñaremos a vencer o a morir para no ser vencidas.
Con esta guerra limpiaremos la Guía de forasteros de los nombres asquerosos de las familias reinantes napoleónicas y de sus satélites coronados. Recobraremos la libertad de publicar la Gaceta de nuestra Corte toda de nuestra cosecha, o elección, y no dictada al beneplácito de los Embajadores de Francia, que tenían atadas las manos al compositor en los artículos concernientes a noticias políticas y militares del resto del mundo, pues debían copiarse servilmente del mentiroso Monitor y Publicista de Paris, únicos periódicos que se permitían leer y extractar. Esta dura dependencia, por no decir servidumbre, ha tenido que sufrir algunos años nuestro Gobierno, obligado a mantener engañada y alucinada la nación, ignorante del estado político de la Europa, y de la verdad de los hechos que desfiguraban, y de los que ocultaban los papeles públicos de Francia, que sólo decían lo que su ministerio les mandaba o les permitía decir.
Con esta guerra, única salud de la patria, saldremos del peligro espantoso de perecer todos al rigor de una hambre general, si por última desgracia no nos hubiese favorecido el Cielo con la abundante cosecha del año último y del presente, pues los decretos del bárbaro e iracundo enemigo de la Inglaterra, antes de habernos conquistado con las armas, nos tenían cerrados los puertos de esta península a todo pabellón. Ni de moros, ni de cristianos, por la represalia y despecho de la Inglaterra, podíamos esperar socorro en caso de necesidad. ¡Qué horrorosa perspectiva se presentaba a mi imaginación cuando, para acrecentar más mis temores, veía entrar legiones de demonios o franceses a comernos nuestro pan!
¿Qué sería ya de nosotros si se hubiera repetido la carestía y miseria del año1804, con la sobrecarga de nuestros parcos y compasivos huéspedes de cuyas mesas hubiéramos esperado, como perros, algún mendrugo que roer? Nueve meses antes de la menor hostilidad los han tenido encima las dos Castillas a razón de 200.000 libras de pan, 5.000 fanegas de cebada, 6.000 arrobas de paja y 100.000 libras de carne, diariamente. Añádanse las pérdidas y desperdicios causados por las violencias de la exacción arbitraria.
Con esta guerra nos libertaremos de temer otras, pues de dos siglos a esta parte todas han sido por la Francia o contra ella. Por estar su territorio interpuesto entre nosotros y los demás pueblos de Europa, no nos podremos abrazar como hermanos, pero les alargaremos la mano por los puertos marítimos que visitará el pabellón anglo-hispano. Por éstos les comunicaremos nuestro esfuerzo, nuestro ejemplo y nuestra eterna amistad contra el común tirano, escándalo de la tierra.
Con esta guerra nos libraremos de la molestia y asco de dar oídos a la fastidiosa turba de sabihondos, ideólogos-filósofos-humanistas y politécnicos todo en una pieza, que, sin perjuicio de las que viniesen después, nos iban introduciendo escuelas centrales, normales, elementales, institutos y establecimientos de beneficencia, por no nombrar, a estilo español y cristiano, fundaciones o casas de caridad, o de piedad, o de misericordia, y todo para formar el espíritu y el corazón a la francesa moderna. Ya nos habían introducido, como misterio de una segunda redención del linaje humano, cierta regeneración mecánica de la niñez a lo esguízaro-pestalozziano, bajo la inmediata protección del pueril, frívolo, vano y botarate Generalísimo de mar y tierra, quien, no satisfecho de haber desmoralizado a cuantos machos y hembras tenían que esperar su favor, quería últimamente humillarnos hasta exigir que los padres y las madres se volviesen bestias y sus hijos máquinas, pues necesitaban de palotes y barajas para pensar, y de reglas y maestros para saltar como cabras monteses o trepar como monas. ¡Qué bien dijo una pobre mujer al oír contar tales ejercicios y habilidades: Esto me parece escuela para ladrones! Los padres, por adulación al altísimo protector, se tenían por dichosos si lograban entregar sus tiernos hijos a esta barahúnda de locos, de donde habían de salir fatuos o perniquebrados. ¡Y después nos admiraremos si al ídolo Moloch sacrificaban los antiguos cartagineses tantos niños para aplacarle! Pero aquí nuestro ídolo se cansó de los holocaustos, como se cansaba de todo, y echó a rodar el ara y a los sacrificadores. Sólo nos ha faltado que otra casta de filantrópicos hubiesen establecido un anfiteatro de craneología para dar al sexo femenino de la Corte motivos de filosofar o bachillerear.
Con esta guerra en fin seremos mejores cristianos, porque, acostumbrados en los sucesos adversos a levantar los ojos al cielo para pedirle favor y en los prósperos para darle gracias, se arraigará y crecerá y florecerá la verdadera piedad, y madurará en nuestros hijos.
Españoles de todos sexos, edades, estados y condiciones: con todos hablo. No penséis que en esta guerra, más santa aún que la de las Cruzadas, trabajamos para nuestros hijos y nietos. De más cerca nos toca: peleamos para nosotros mismos y por salvar ahora en caliente nuestro pellejo. Sabed que Napoleón va tan de prisa en las faenas militares, que no quiere dejar nada que hacer a sus sucesores y parece que se afana por gozar en vida del incienso de la fama póstuma. Cortemos pronto los vuelos a las águilas.
Esta guerra es muy diferente de cuantas hemos sostenido dentro y fuera de casa, por su naturaleza, causa, fin y consecuencias. Es en su primer origen defensiva; y así no depende de nuestros deseos ni de nuestra mano su remate. Pide por su calidad más vigilancia y constancia, y gran severidad contra los remisos, vacilantes o sospechosos. Se trata de vencer o vivir esclavos. En la guerra de sucesión que afligió la España, no se trataba de defender la patria, ni la nación, ni la religión, ni las leyes, ni nuestra constitución, ni la hacienda, ni la vida, porque nada de esto peligraba en aquella lucha. Sólo se disputaba de cuál de los dos pretendientes y litigantes a la Corona de España debía quedar el poseedor, en el supuesto de que no podía dejar de recaer en uno de los dos, habiéndose extinguido la línea varonil de la casa reinante. Estaba la nación dividida en dos partidos, como eran dos los rivales, pero ninguno de ellos era infiel a la nación en general, ni enemigo de la patria. Se llamaban unos a otros rebeldes y traidores, sin serlo en realidad ninguno, pues todos eran y querían ser españoles, así los que aclamaban a Carlos de Austria, como a Felipe de Borbón. Era un pleito de familia entre dos nobilísimos Príncipes, muy dignos cada uno de ocupar el Trono de las Españas. Con ninguno perdía la nación su honor, independencia y libertad; sólo la Corona mudaba de sienes, pero la monarquía quedaba ilesa. Ahora se trata de perderlo todo a manos de un atroz conquistador, que habiéndonos robado el legítimo soberano, nos quita el derecho y el uso de la soberanía nacional. Los romanos defendían la República en sus guerras civiles, no contra un tirano, ni otra potencia extranjera que intentase imponerles el yugo de sus armas y de sus leyes, sino contra alguno de sus mismos ciudadanos que aspiraba a levantarse con el gobierno. Lo primero hubiera sido una ignominia, lo segundo podía ser una desgracia. La guerra civil era un mal de casa, la libertad pública podía perderse, mas no el pueblo romano ser conquistado por otra potencia. Sila y Mario, César y Pompeyo, eran romanos, y eran compañeros y combatientes. Cromwel, inglés, dominó a los ingleses, mas no vino de fuera a conquistarlos. Robespierre, francés, dominó y aterró a la nación francesa y Bonaparte, general francés, usurpó el mando supremo sin invadir con ejércitos extranjeros el territorio de la república. Más tolerable y menos ignominioso sería que el vano Godoy se hubiese alzado con la monarquía, ayudado de nuestras mismas tropas ganadas o engañadas, que no que un extranjero, auxiliado de tropas de otra potencia, entrase a subrayar no menos que la gloriosa monarquía y nación española. Sólo de pensarlo me afrento y me confundo.
Ya hemos visto el porte, talante y conducta de las tropas y generales que había enviado para sujetarnos el fementido Napoleón. Son peores que los bárbaros de nacimiento, porque tienen todos los vicios y malicia de nación civilizada y no la sencillez de la salvaje. Átila detuvo su furor a las puertas de Roma al ver al Papa san León, que vestido de pontifical salió a su encuentro con la cruz y los ciriales; y el fiero ladrón Dupont hubiera echado ojo a ver si eran de oro y si en la tiara brillaba algún gran topacio para el puño de su sable. Por menos temibles y odiosos tendría yo a los agarenos, porque éstos no disimulan lo que son, ni fingen lo que no son. Creen en Dios, y en pena y gloria eterna, y se puede esperar de ellos alguna virtud moral. Ellos levantarían sus mezquitas y nos dejarían nuestros templos y nuestros oficios; nos quitarían nuestras campanas, no por codicia, sino por religión; pagaríamos nuestros tributos y no nos impedirían orar al Señor, ni nos darían el impío ejemplo de la incredulidad. Vuelvo a decir que más quiero ser conquistado de moros que de franceses, porque es más sensible sufrir el desprecio que el odio. Cuando desembarcaron los africanos en España, entraron como enemigos, como conquistadores, como propagadores del Alcorán; no nos engañaron con pretextos ni títulos de amistad y protección; no quebrantaron ningún pacto ni alianza, pues no la había; no faltaron a su palabra, pues no la habían ofrecido. Nos cogieron desprevenidos, mas no engañados. Además, la invasión de los moros se ejecutó por mar, y una vez cortada la travesía por nuestras fuerzas navales, se les frustraron las esperanzas de los socorros del África; y aun así costó unos setecientos años el acabarlos de arrojar de nuestro suelo. Considérese ahora, ¿cuándo llegaría a verse la España libre de estos descreídos conquistadores, francas sus comunicaciones con la matriz sobre un mismo continente?
Por otra parte, parece inagotable la mina de soldados de Napoleón hasta que rompa sus lazos la Europa. Él ya sabemos que no pelea con solos franceses, sino con tropas de todos los soberanos que tienen la dicha de ser sus aliados, feudatarios, o esclavos, que es la misma cosa, y de los conscriptos de los estados y repúblicas italianas, que para sacarlas de su debilidad e impotencia en las actuales circunstancias, las ha incorporado al territorio del Imperio francés que ya barbea con los límites del Imperio otomano. En sus ejércitos sólo el sistema militar, la táctica, y el idioma de la ordenanza y del mando son franceses, como también la rapacidad reglamentada de los saqueos, la inhumanidad de sus violencias y la impiedad de sus sentimientos.
Tampoco hay que esperar, según lo acredita la experiencia en todos tiempos, que el francés se canse de las fatigas y peligros de las campañas. Si le sacan llorando de la casa paterna, vuelve a ella cantando, o echando bravatas. Ni hay que esperar que afloje por la justicia de nuestra causa. La guerra pared que es su elemento y prescinde del fin por que pelea: ya muere por coronar reyes, ya por destronarlos, hoy por la libertad, mañana por el despotismo. Va a la guerra como el caballo: el clarín le alienta y corre con el jinete cristiano contra el moro; cae el jinete de una lanzada, móntalo el moro y parte con el nuevo dueño contra el cristiano. En los jefes ya es otra la causa: ayer comían con cuchara de palo, y hoy hacen ascos a la vajilla de plata con que les sirve su patrón; ayer de bajos no se veían entre el polvo, y mañana se ven subidos en hombros de la fortuna hasta la alteza de los honores y del fausto oriental de las riquezas, fruto de las rapiñas y concusiones, que piden al cielo venganza.
Si preguntáis a los franceses por qué sufrieron los primeros actos del despotismo absoluto de Bonaparte, os dirán que por no caer en los horrores de otra revolución, cansados ya de verter la sangre de sus hijos, hermanos y deudos. Y al mismo tiempo que, por una contradicción propia de cabezas francesas, alegan este temor, entregan al tirano estos mismos hijos, hermanos y deudos, para que vayan a morir lejos de su patria más de un millón de jóvenes, no para la gloria ni defensa de su nación, pues de ninguna es invadida, sino para saciar la feroz ambición de un isleño advenedizo, que sujetó primero la Francia para subyugar después los demás reinos.
No es de hoy mi desengaño; son de fecha más antigua mis pronósticos sobre las fatales consecuencias que algún día pudiera experimentar nuestra patria de las inicuas maquinaciones de este tirano solapado. Centinela muda he sido muchos años, porque no pude nunca gritar ¡quién vive! ni llamar ¡al arma! Desde la primera paz de Campo-Formio, cuando entregó la República veneciana, luego de haberla democratizado, al Emperador de Austria, en el mismo tiempo que en sus proclamas llamaba déspotas y tiranos a todos los reyes de la tierra, entreví sus malignos e hipócritas designios, porque desde entonces desconfié de su moderación y sencillez democrática. Este novel general servía a la República para mejor sojuzgarla después. A este fin se detenía en Italia, haciendo de ella repúblicas en miniatura, embaucando y robando a sus habitantes, y pagando literatos para que corriesen las ciudades como otros tantos apóstoles de la libertad. Todavía me acuerdo de la arenga patética que un tal Monge, enemigo de monjes y monjas, pronunció a la republiquilla pacífica de San Marino. Desde aquella época de farsas revolucionarias se empezó a temer de su corazón hipócrita grandes calamidades en los pueblos seducidos, como se ha visto después con dolor y espanto. Donde plantaba con tanta ceremonia árboles de la libertad, ha levantado después horcas en memoria de su benignidad paternal Dadle gracias de la felicidad y tranquilidad que gozáis, piamonteses, genoveses, milaneses, venecianos, boloñeses y parmesanos, pues hasta el nombre os ha quitado para confundiros en la gran piara de sus mansos súbditos.
Nuestra precipitada y desatinada paz de 1795 con la República francesa había proporcionado a ese intrépido aventurero las tropas francesas que estaban en Cataluña para la invasión de Italia. Este fue el primer teatro de sus talentos y triunfos militares, a que no contribuirían poco la disposición de los ánimos de aquellos naturales y la ninguna voluntad de las tropas a sacrificarse contra una causa que a los principios lisonjeaba tanto a los hombres que raciocinaban y a los que padecían.
Impaciente y desesperado de poder llegar a consumar sus ambiciosos designios, parte a Egipto, sin objeto ni motivo en su viaje; toma a Malta al ruido de doce cañonazos; quita aquella isla e inconquistable plaza a la Orden por traición concertada con los caballeros franceses, para que cayese después en manos de los ingleses sus enemigos. Llega a Alejandría y pierde su escuadra; sube al Cairo, se baña en el Nilo, visita las pirámides, hace sus genuflexiones en la mezquita y vuelve a Europa azotado, para ser después el verdugo de ella.
Hácese Cónsul en París con la modestia romana, porque Rey o Dictador fuera entonces odioso título. Pero ¿quién le dio esta nueva autoridad? Primero las bayonetas de sus coligados, y luego una constitución minutada por él mismo y extendida y firmada en aquel momento por una docena de compadres, calentándose a la chimenea. El llamarse primer Cónsul, siendo tres los revestidos de este título de farsa, era en la substancia llamarse único, pues los otros dos eran sus acólitos. Fingiendo traiciones y conjuraciones, hace vitalicio su Consulado y fingiendo otras, se lo calza perpetuo y hereditario.
Iba corriendo a pasos de gigante a más pomposo y elevado título que le diese más poder, más vanidad y más derechos a su ambición. Quería dominar la Europa, convirtiéndola en patrimonio del nuevo Imperio francés, porque no podía intentarlo con el título solo de Cónsul, que no se extendía más allá del territorio de la República: nombre vano y perecedero, que aún conservaba la que luego se llamó Gran Nación y hoy no es más que el gran rebaño de bestias de Napoleón primero. Conquistó la Francia y sus pertenencias y anejidades con el título de Emperador. Invadió y aterró todos los estados que podían hacerle sombra y lo que no le convino conquistar con aquel título, lo ha subyugado con el moderado, pero más soberbio, de Protector. Bajo de este manto cobija S.M.I. otras Majestades reales y Altezas ducales, que tienen el honor de ser sus primeros vasallos, a quienes puede llamar un día a París por un edecán de su alguacil mayor Savary, para que vayan a calzarle las espuelas y a tenerle el estribo en un día de revista general.
Quien le hizo Cónsul le hizo Emperador. ¿Cómo se fraguó esta violenta, ilegal y pretendida elección? Todo el mundo lo sabe. Se intituló y se intitula Emperador de los franceses y no de Francia. ¿Cuál sería el fin de este dictado, porque en todas sus palabras hay misterio? ¿Sería para adular la vanidad de sus nuevos súbditos, por conocer que son gente muy fácil a dejarse deslumbrar? ¿Sería para dominar con este dictado en todos los países por donde se derraman y extienden sus numerosas y ambulantes tropas, pues ya no hay territorio en Europa que no esté manchado con las huellas de sus soldados? Y habiendo en casi todos los estados de Europa franceses armados que ocupan los pueblos, viene a ser de hecho Emperador de todos Napoleón.
Faltaban sólo la España y Portugal en el número de los dichosos países comprendidos dentro de los imaginarios e ilimitados ámbitos del Imperio francés y Napoleón, a quien ya el mundo le viene estrecho, cabiendo todo él en un zapato, no pudo sufrir que el Occidente permaneciera más tiempo independiente y libre, sin reconocerse su vasallo. Envió sus tropas, pisaron el territorio español, y como aquéllas nunca hacen sus viajatas en balde, se apoderaron primero de un reino, y después de otro, sin declaración ninguna de guerra, ni aun amenaza de hostilidad, sólo por aquel principio del nuevo derecho Napoleón, que donde pisan soldados franceses allí manda su Emperador.
Todo el mundo sabe, y no puede acabarlo de creer, la iniquidad y violencia de la ocupación de Portugal y la inaudita perfidia y vileza con que ese Emperador sin honra, fe, ni conciencia, sin palabra de Rey, ni de hombre, ni de ladrón, usurpó la corona de España, sin haber puesto el pie en ella, para traspasarla, como patrimonio suyo, a su caro hermano Joseph bajo el colorado título de Rey, por no llamarle claramente su Virrey, pues tenía que recibir sus tropas sin poder mandar un sargento, sus leyes sin poderlas alterar, sus órdenes sin poderlas desobedecer, y sus instrucciones sin poderlas interpretar. La Corte aparente sería Madrid y la metrópoli París. Habría embajadores entre ambas, como lo pide la etiqueta: el de Francia sería un sobrestante y celador de nuestro gabinete y un cómitre de la nación; y el de España un asistente al solio imperial, y por gran distinción tendría el honor de concurrir a la parada con el sombrero en la mano al sol y a la lluvia. Se celebrarían tratados públicos, y serían más los secretos, entre el Emperador de España en París y el Virrey de España en Madrid; y bien se deja inferir que los dictaría el Sultán al Beglierbey, y que a nosotros no nos dejarían más parte en estos embrollos diplomáticos que la de traducirlos en castellano.
Después de ocupada militarmente la España y entregada al hermano la Lugartenencia Real, no es creíble que le dejase encomendado a la fidelidad española, siempre sospechosa como violentada. Y tanto para su custodia personal, como para la tranquilidad de los pueblos que tanto le convenían, y sobre todo para guardar nuestros puertos y costas contra las soñadas invasiones del tan decantado coco, el enemigo común, que en una palabra es la Inglaterra, nos protegería dejándonos dentro de esta península doscientos mil hombres en acantonamientos y guarniciones, mantenidos, comidos y bebidos, a costa de nuevas contribuciones y sin quebrantar ningún artículo de la nueva constitución, pues no lo hay para este caso. Por esto nos decía y consolaba el gran Amurates, en uno de sus bandos o artículos de sus diarios de Madrid, que no habría quintas ni levas en nuestras provincias. Claro está, pues no habíamos de tener ejército nuestro nacional, según lo dicta la seguridad del conquistador.
Y como en esta empresa y plan del Emperador y Rey se llevaba el fin caritativo y muy cristiano de casar las dos naciones, frase que soltaban ciertos emisarios suyos, por no decir incorporarlas, es de presumir que se reservase, cuando menos, una vía militar desde Bayona a Lisboa, cortándonos una tira de la piel de toro de Estrabón de cinco o seis leguas de ancho para el paso y repaso de sus tropas, al modo de la que se reservaba allá en Polonia para la comunicación con Sajonia, en donde tiene otro Virrey coronado.
Con este arbitrio muy sencillo y cómodo, y la necesidad de un continuo auxilio de tropas suyas para nuestra defensa, no se faltaba a la promesa de la integridad de esta Monarquía y de su independencia. Ya se ve que no nos desmembraba ninguna provincia, ni descantillaba la orilla de nuestras costas y fronteras para incorporarlas al territorio francés, ni para cederlas a otro soberano; pero muy bien podía reservarse, como en depósito y seguridad provincial, plazas, puestos y montes, y sonar siempre integridad en la apariencia. Y manteniendo aquí sus ejércitos con el nombre de auxiliares, se dejaba en su sentido natural la voz independencia. Pero ¿de quién se hablaba? ¿De la corona o de los vasallos?
Si se casaba a las dos naciones, era muy justo que, así como la francesa nos enviaba su juventud guerrera para guardarnos, la correspondiésemos nosotros enviando a disposición de su Emperador la nuestra, para pagarle la generosidad de habernos dado el ejemplo. No había otra desventaja en estos trueques, sino que tocándoles a ellos un benigno clima y fértil suelo, de buen pan, buen vino, buen aceite, y ricos frutos y frutas, los españoles, esposados antes de casados, irían a militar, esto es, a morir bajo las alas de las águilas imperiales, o a consumirse acaso donde no comiesen más pan de trigo, ni probasen el vino; ni viesen la cara al sol en ocho meses del año. Pero también tendrían el gusto y la honra de verse casados con luteranos, calvinistas, judíos, ateístas y malos cristianos, y de ir a pelear con quien no nos ha hecho daño. Ésta es la más cruel e inhumana de las tiranías.
No hay ejemplar en las historias de que un conquistador armase por fuerza a sus cautivos para llevarlos a pelear contra sus enemigos. Vale más no darles cuartel a semejantes invasores, esto es, morir con las armas en la mano, que no haberlas de tomar después en servicio del inclemente vencedor.
Sólo los turcos y berberiscos sujetan los cautivos cristianos al remo, mas no al servicio de las armas. Ni tampoco consta que los sarracenos, dominadores de España, llevasen a los conquistados a pelear en las guerras que sostenían dentro o fuera de nuestra península. Él vende los prisioneros de guerra, o los hace que sirvan en sus banderas, o los destina a trabajos públicos como si fueran esclavos comprados, o los deja perecer de hambre y miseria, porque no es costumbre suya sufrir la carga de la manutención de los malaventurados que caen vivos en sus manos. Esto se estilaba cuando se conocía y guardaba el derecho de gentes; pero este feroz tirano ha acabado con todos los derechos, y quiere acabar con todas las gentes.
Execrable portento de la naturaleza es, por cierto, Napoleón, anfibio entre hombre y fiera, pues ha sacado de la infamia a Nerón y a Calígula. Al primero le hizo malo lo sumo del poder y aún tardó seis años en romper con todas las leyes del pudor y de la humanidad. ¡Tanto tiempo hubo de costarle a su buen natural y a su educación el corromperse! Pero Napoleón, parece que fue malo antes de haber aprendido a serlo, antes de poderlo ser, y aun antes de desearlo. El abismo le engendró y aun por eso nos calla su padre: él es hijo sólo de sus obras. ¡Oh, Madama Leticia! ¡Buena alegría anunciaste al mundo en el día de tu portentoso alumbramiento! Antes de usurpar el mando supremo era déspota, y antes de déspota fue ya tirano.
Nació para destrucción del género humano. Así que se vio las uñas, las ensayó para destrozar, como hace el tigre desde cachorro. No hay industria humana que le domestique. No es animal casero: húyese luego al monte y a las selvas; no puede vivir en poblado. Busca como querencia de su fiereza el campo de batalla, porque el palacio no se hizo para él. Allí tiene sus delicias y su regalo: el humo de la pólvora es su incienso, la vista de los muertos su recreación. Duerme en colchones de cadáveres y otro día nos dirán que come asado de carne humana, porque aún no ha acabado la carrera de estos bárbaros pasatiempos. Y este inhumano decía a la Europa, y sus bobones franceses se lo creían, que en la guerra buscaba la paz. Yo bien creo que cuando no le quede a quién hacer guerra, paz tendrá, menos consigo mismo. ¡Infeliz de él entonces! El ocio le consumiría. ¿En qué pasaría el tiempo mano sobre mano? No tiene más que una pasión, y ésta ahoga a todas las demás. Quiere dominar la tierra, aunque sea quedándose solo en ella; después pedirá alas a los demonios para subir a conquistar la luna.
Algunos sabios han dicho que para lo que el hombre tiene que aprender es muy corta la vida; mas yo añado que es muy larga para los que hemos de padecer. ¿Qué sería de nosotros si la vida de este tirano no estuviera sujeta al plazo común de la mortalidad? De sus hijos después nada tendrá el mundo que temer; por esto cuidó ya la naturaleza que los monstruos fuesen infecundos.
No conoce freno ninguno a sus alevosías y crueldades. No tiene religión que le contenga, ni conciencia que le acuse, ni vergüenza que le sonroje, ni temor del odio de las naciones que le acobarde, de cuya opinión no necesita, pues ya no existen a sus ojos. Él dirá para sí: pues que todo lo puedo, todo lo quiero. Él cuenta con su fortuna, como César contaba con la suya; pero Bonaparte cuida, con más recato que César, de su vida. Entre otras de las gracias que debe a su fortuna, es la de la salud que goza, la bastante para quitarla a todo el mundo. Vive enfermizo, y nunca está enfermo; y así la sobriedad, que en otro sería virtud, en él es necesidad o temperamento.
Dicen que come de prisa: propiedad de lobos y zorros. Dicen también que duerme poco; yo no lo dudo: es pensión de todos los tiranos, que a todas horas ven pendiente sobre sus cabezas un cuchillo que les amenaza. Lo mismo acontece a los avaros, que ordinariamente son madrugadores, porque hasta los dedos se les antojan ladrones y huyen de su propia sombra. Él no tiene patria, ni hogar, ni raíces; todos son muebles, porque todos son robos.
A ningún país ni nación tiene ni puede tener amor; todas son para él y ninguna es suya. Donde halla soldados, allí tiene su patria. Si mañana le echaran de Francia, a trueque de mandar se iría, si pudiera, con su ejército a Marruecos. Pues ¿no se fue a Egipto a proclamarse Soberano y a jurar sobre el Alcorán, por no sujetarse al Directorio? Él no tiene nación, ni religión elegida; se sirve de aquella que más sirve a sus fines. Su catolicismo se reduce a oír misa delante de sus cortesanos con la misma devoción e intención con que hacía su namás en la mezquita del Cairo a presencia de los musulmanes.
Tiene la osadía de llamarse Emperador por la gracia de Dios al cual ni ama, ni teme, ni reconoce; dijera mejor por la paciencia de Dios y la de los hombres. Él mismo se dio el título y por sus propias manos se plantó la corona imperial y, para mayor pompa de aquella comedia religiosa y humillación del Sumo Pontífice, se hace ungir por Pío VI ¡aquel descreído usurpador. Él se ha hecho lo que es y ¡cuánto no sentirá de no poder hacerse un membrudo Nembrot para espantar con su figura y acogotar, cuando se enoja, un día tres ministros, otro día tres senadores, y otro tres generales! Dicen que se emberrechina como un jabalí S.M.I. y que la aspereza de sus palabras y la de su voz bien declaran el fondo de su dulzura y amabilidad.
Toma por divisa una águila, cuando debiera un tigre, pero tan mezquinamente representada en su mezquino blasón, que más parece milano que acecha la presa que ave noble y generosa, símbolo propio de la rapacidad de su dañino corazón. Se muda el primer nombre y luego el apellido que no sería de casta, y después el nuevo nombre, que no se lee en ningún martirologio, lo convierte en apellido eterno de su augustísima familia, y parentela y líneas transversales, diagonales y adoptativas, y con la mira de napoleonizar a cuantas testas coronadas se digne dejar, o desovar, sobre la faz de la tierra.
Este héroe por la gracia de sus viles y venales gaceteros, ya que no se ha podido hacer hombre, junta la ferocidad con la vanidad. Como nunca está contento ni saciado de timbres, ni títulos, mañana se intitularáNapoleón Kan, y días hace que merece este nombre tártaro. César Augusto es nombre muy conocido y manoseado por estudiantes. Faraón y Nabuco saben a historia sagrada. Soldán y Califa huelen a árabe, y contra esta gente guarda no sé qué resentimiento de cierta burla en Egipto. Llámese de una vez Rey de Reyes y Señor de los Señores, y sea la última blasfemia de su ambición y arrogancia, bien que el título que más propiamente le sienta por sus obras sería el de Azote de Dios, que nadie se lo puede disputar y que más lo merece que el atroz Átila.
Lo he dicho varias veces, y lo repito ahora, que las tres épocas terribles en los anales del mundo son: el diluvio universal, Mahoma y Bonaparte. Aquél pretendía convertir todas las religiones en una, y éste todas las naciones para ser él su cabeza. Aquél predicaba la unidad de Dios con la cimitarra, y éste no le nombra uno ni trino, pues sólo predica, o hace predicar, su propia divinidad, dejándose dar de sus infames y sacrílegos adoradores, los periodistas franceses, el dictado de Todo poderoso. Él mismo se ha llegado a creer tal y se lo ha hecho creer la cobardía y vileza de las naciones que se han dejado subyugar. Sólo la España le ha obligado a reconocerse, que no era antes, ni es ahora, sino hombre, y hombre muy pequeño, a quien la Fortuna ciega ha hecho grande a los ojos de los pueblos espantados del terror de su nombre, que miden la grandeza del poder por la de las atrocidades.
A la colosal estatua de Nabuco derribó un canto desgajado de un monte vecino: dio en los pies, donde tenía la flaqueza. Es cosa digna de admiración que los únicos que hasta ahora han ajado la vanidad de su saber y poder a este héroe militar han sido cabalmente los hombres que él más despreciaba, o de quien menos temía: un barbón de San luan de Acre, con más trazas de monje que de soldado, sin haber jamás leído la táctica de Vegecio ni de Folard; los bárbaros e indisciplinados mamelucos; los agrestes y brutales cosacos; y los cuitados, perezosos y supersticiosos españoles, a los cuales creía dormidos la intrepidez y confianza francesa. La Europa lo ve y no lo acabará de creer: nuestros enemigos pensaban que dormíamos, y ellos eran los que soñaban.
Este género de guerra es nuevo para su táctica victoriosa: es guerra casera, es guerra de nación, es guerra de religión, es, finalmente, guerra de valientes antes de ser soldados. En Italia y Alemania con sola la intimación de un trompeta se rendían las plazas más respetables de Europa, sin caerse las murallas, como en Jericó. En todos los puestos y defensas militares se entregaban prisioneros: aquí seis mil, allá diez mil, acullá quince mil y en Ulma treinta mil. Lo que digo de los austríacos, digo de los prusianos. En ocho días despabiló Bonaparte todo el ejército prusiano de 200.000 infantes y 40.000 caballos, y antes de un mes no existía Rey en Prusia, ni monarquía prusiana. ¡Catástrofe asombrosa e inaudita, cuyas causas no son difíciles de adivinar: desafectos, cobardes y traidores! Había ejército y no había nación. ¡Y dentro de España, aquellas mismas tropas y generales vencedores no pueden rendir ciudades abiertas, defendidas por mujeres y paisanos mal armados y a medio vestir!
Desengañémonos de una vez: todas las plazas se han tomado como Pamplona, Barcelona y ciudadela de Figueras, por soborno o traición. De esta suerte caían Magdeburgo, Espandau, Stettin, etc. Éstos son otros de los caprichos de la Fortuna, que aún no se ha cansado de Napoleón. No conoce un traidor, un desleal, que pudiera hacerle perder en un día el fruto de una campaña; le sirven con ley de hijos hasta sus esclavos. La República tuvo tantos enemigos domésticos, tantos infieles, tantos emigrados, tantos desertores de las banderas patrióticas, ¡y el despotismo tiránico cuenta tan leales servidores! Antes bien hemos visto que los emigrados, que habían encontrado tanta caridad y generosa hospitalidad entre nosotros, no veían la hora de volver a Francia a reconciliarse con la nueva tiranía, no siendo ya la nación, a cuyo destrozado seno se restituían, la misma que antes abandonaron.
No digo en los ejércitos, mas ni en las ciudades, ni en los gobiernos políticos ha sufrido, ni teme, los atentados ni aun los intentos de un traidor; hasta los extranjeros, que sacó aherrojados de sus hogares, le sirven a la voluntad y al pensamiento. Allí ya no hay un loco, un borracho, un furioso, un fanático, de aquéllos que en otro tiempo enviaron al otro mundo cuatro de sus legítimos reyes. Casos atroces que no cuenta la historia de ningún reino cristiano.
A los franceses hace ocho años que les promete la paz y cada día se aparta más de los caminos que conducen a ella. Y a pesar de esto, no se avergüenza de dejarse adular con el renombre de Pacificador del Continente y Árbitro de la Europa; este último título es el que más le lisonjea. Tuvo más de un año deslumbrados y ocupados a sus nuevos súbditos, a quienes no se atrevía entonces a darles este nombre, con el plan del desembarco en Inglaterra, todo a fin de que no les quedase tiempo, ocasión, ni motivo de maquinar contra su persona y despotismo consular, pues bien conocía él la dificultad y vanidad de la empresa. París y la Francia era lo que quería conquistar; y lo logró, afirmando desde entonces su usurpado y mal seguro solio, por donde había de subir después a la dominación imperial.
Hombre que haya prometido más y que haya cumplido menos que Napoleón, no le citan las historias. Aún no ha cumplido la promesa de esculpir en letras de oro macizo los nombres de los valientes que murieron en Austerlitz, Jena y Eyrau. No creería entonces que había de ser tan larga la lista de los muertos o conocería después que los agraciados no se habían de quejar. Tal vez no alcanzaría el oro de sus minas o rapiñas para tanta suntuosidad y esperaría recogerlo de los despojos de los templos de España y Portugal, según el ansia y voracidad con que sus tropas y generales han echado sus sacrílegas manos sobre estos tesoros.
¿Cómo, pues, podríais esperar, españoles, demasiado bondadosos y generosos, que aquellos que trataban con tanta crueldad a los indefensos y pacíficos portugueses, que no habían disparado un fusil contra sus injustos invasores, podían usar con vosotros de piedad si os entregabais, ni de clemencia si le resistíais? Este primer ejemplo de sus inhumanidades, ejecutadas a las puertas de vuestra casa, y las ejecutadas antes en Italia y Alemania y otros países sujetos a la perfidia y violencia de sus armas, no podía apartarse de vuestra vista, ni de vuestra memoria la suerte que os esperaba.
Sin embargo, no faltaban personas sencillas, o ciegas, que creyeron que las tropas francesas venían de paz y de amistad, aun después de haberse apoderado por dolo y sorpresa de las plazas de nuestra frontera. Lo primero no lo dudo, porque querían conquistarnos sin vencernos; lo segundo era un absurdo esperar amistad del enemigo común de todas las naciones. Y era aun cosa más absurda el creer que pasaban sus ejércitos al campo de Gibraltar. Lo mismo había pensado Bonaparte en el sitio de aquella plaza que el Sofí de Persia. ¿Y para esto nos inundó con 150.000 hombres, además de 30.000 nuestros con que podía contar de auxiliares? ¿Y para esta empresa traía tantos trenes de artillería de campaña, y tan numerosa y escogida caballería, aparatos todos de ejércitos volantes y no del arma de sitiadores?
No era menos desatinada la idea de que estas fuerzas se dirigían al África. Pero ¿a qué? ¿Y contra quién? Ni ¿con qué transportes ni cuándo habrían de efectuar la travesía del estrecho, sin un navío ni una fragata, a la vista de escuadras inglesas que hubieran hecho pasto de los peces a cuantos locos se hubiesen embarcado? El África a que tenía ganas Bonaparte era la España y los africanos éramos nosotros.
Cuando vimos los puntos militares que tomaban en Castilla, los movimientos hostiles de sus acantonamientos, su inacción después, y la provisión de galleta en casa del amigo y aliado, como ellos decían, y en el granero de España que les suministraba pan blanco y fresco, ¿había que dudar un momento de que venían dispuestos a guerra ofensiva y defensiva, pues las prevenciones eran iguales a las precauciones? Verdad es que no degollaban frailes, ni violaban monjas, ni saqueaban y profanaban templos, porque entonces no les convenía irritar a los pueblos, sino embaucarlos.
No faltó quien creyese, poco antes de la entrada de Murat en Madrid, que las plazas de nuestra frontera se habían entregado como en depósito para la seguridad del hospedaje de los amigos que venían a socorrernos. Desde luego vieron los más sencillos y preocupados que la traición había abierto las puertas de casa a los ladrones. La infamia era demasiado manifiesta para que los ánimos se sosegasen. ¡Desdichada España! ¿A qué nación le ha sucedido tal desventura, que el mismo pastor mate los perros para que entre sano y salvo el lobo en el redil?
¡Ánimo y confianza en Dios, barceloneses! No faltarán auxilios ministrados por el ingenio y valor, que os librarán de la amarga opresión que padecéis. Caso raro, por cierto, y el más lamentable que admirará a las edades venideras. Así vuestra restauración y la conservación de esa hermosa y magnífica ciudad, prostituida hoy por las inmundas plantas de esos viles soldados del alevoso Napoleón, corre de cuenta de todos los esforzados y valerosos españoles, y del socorro de nuestros generosos aliados.
Todo español prudente y enseñado por los acontecimientos políticos que se sucedían desde el año 1800 en Europa, debía estar desengañado de la conducta de Napoleón acerca de lo que se temía, o se debía temer, de sus designios cuando vimos desfilar sus ejércitos por nuestras provincias. Ya hacía tiempo que barruntaba yo la tempestad. La conducta de los espurios españoles Izquierdo y Hervás, enamorados de la Francia y hacendados en ella, indicaba que la patria que les dio el ser, la riqueza y los honores era ya para ellos peligrosa morada.
Además había últimamente en París una especie de moda de aprender el español, de querer tomar conocimiento de nuestra literatura y del estado de nuestras ciencias, y los periodistas solicitaban correspondencia con sabios de nuestra nación. Observaba yo también que en sus papeles públicos no nos despreciaban ni injuriaban, como tenían de costumbre antes, con los epítetos de ignorantes, bárbaros y supersticiosos. Esta repentina e inusitada moderación y cortesía era para mí el testimonio más sospechoso de su nueva política, porque en Francia hoy los escritores van de acuerdo con los gobernadores.
De algunos años a esta parte compraban libros nuestros, cosa nunca vista y oída, díganlo los libreros de Madrid. He visto enviar a París, entre otras obras legales y económicas, los cuadernos de la Mesta y las condiciones de Millones: deliciosa lectura para el gusto y genio de un francés. También empezaba la moda de traducir a su lengua algunos autores nuestros, costumbre que se había perdido desde los primeros años del reinado de Luis XIV. Asimismo observaba que venían a visitarnos algunos viajeros franceses muy curiosos de nuestras cosas, unos como físicos economistas y otros como amantes de las nobles artes; unos venían a medir grados del meridiano, y tal vez espiaban nuestras sierras y vericuetos; otros a explorar nuestras minas de metales; otros a estudiar la pastoría de nuestras merinas; otros la cría y las castas de nuestros caballos, y otros a recorrer nuestros establecimientos públicos, bibliotecas, museos, colecciones de nuestros pintores famosos, y restos de antigüedades romanas y arábigas, cuyas noticias, copias y apuntaciones recogían con tal afán, que más parecía esa diligencia inventario que curiosidad. También observé que en los primeros días de la llegada de Murat en Madrid apuraron algunos de sus oficiales de guerra y también de pluma, todos los diccionarios y gramáticas españolas y francesas de nuestras librerías. Compraban cartas geográficas y preguntaban por planes estadísticos, mayormente los jefes del estado mayor y de la hacienda. ¡Qué más amor ni más amistad se podía desear de nuestros vecinos, que no querían dejar rincón de nuestra casa ni mueble que no visitasen con indecible gusto! Noté que preguntaban por estados de nuestras fábricas o, como ellos decían, des tableaux des manufactures, hasta hombres que no tenían traza ni destino para instruirse en estos objetos.
Esto es bueno, decían algunos incautos españoles ya entonces; antes muy malo, les respondía yo, que no contaba entre las obras de buen afecto tanto interés disfrazado con el velo de curiosidad. Nadie debía ignorar que Bonaparte tenía jurado en sus irrevocables decretos el exterminio de las ramas reinantes de los Borbones, y así comenzó por Nápoles, Parma, Etruria, y siguió por Portugal. Con esta experiencia, ¿cómo habíamos de esperar que se librase de esta tala la rama principal de España, ni que pensase hacer un injerto con el pimpollo que descollaba para conservarla? Pero confieso también que llegué a creer, entre dudas y esperanzas, que tal vez se verificase, atendiendo que sólo así se podría evitar la pérdida de las Américas.
Yo veía, por otra parte, la extraña solicitud de un francés para la redacción de nuestra gaceta de la Corte, ofreciendo una indemnización anual a la real imprenta. Parecía una especulación mercantil de unos particulares, y no era sino un plan muy políticamente meditado del gobierno francés, simulado bajo el concepto de una tentativa de interés privado. Pero la solicitud del embajador Beauharnais y sus oficios a favor de los agentes de esta empresa y de la libre introducción en estos reinos de un nuevo periódico, intitulado La Abeja Española, que se publicaba en París, acabó de descubrir los verdaderos fines del hipócrita embajador, el más fiel ejecutor o cooperador de las pérfidas y malignas ideas de su augusto amo y concuñado, el Emperador, desde el día que entró como un pillo indecente en Madrid hasta aquél en que, después de haber acabado de aderezar con gran pompa y aparato oriental su casa nueva, se desapareció como un facineroso que acaba de cometer un gran delito; en efecto, había concluido ya su última comisión.
¿No eran todos estos actos preludios de que se nos acercaba la hora en que ni la facultad de hablar, ni la libertad de escribir nos quedaría, y que sólo nos dejarían la de pensar para mayor pena? Así se verificó luego que entró el precursor Murat en Madrid. De allí a breves días se apoderó del privilegio de nuestra Gaceta y del Diario, encomendándola a manos de unos hambrientos satélites suyos, medio militares, medio literatos, que debían embolsarse el producto, repartiendo una gratificación señalada entre algunos españoles renegados que les ayudaban a tan patriótica obra, los unos ocultamente y los otros a cara descubierta. Ya desaparecieron todos, echándose ellos mismos con su fuga de la Corte al ejército francés la sentencia y el castigo de su delito. Es lástima que no se fuesen en su compañía algunos centenares más. También huyó el autor de La Abeja; mala avispa le arree otra vez a París. Este había vuelto a su patria bajo el escudo, escarapela y salvaguardia de los enemigos de ella; y era otro de los emisarios que nos venían a predicar la dicha que nos esperaba y no conocíamos, y el vuelo que tomaría el genio español protegido del Genio tutelar de la Francia.
La funesta suerte que veía yo caer sobre las demás naciones desde el año de 1805, me anticipaba el temor sobre la que amenazaba a la España. Hasta los semblantes de los mercachifles franceses, que paseaban estas calles y entraban en nuestros cafés, pregonaban en su alegría la esperanza de alguna gran fortuna, y ciertas palabras enfáticas que soltaban, entre lástima y admiración, un año, y aun dos, antes de entrar las tropas francesas, bien me anunciaban que estábamos destinados para herencia de ellos.
A suspicacia, cautela y malicia no me ha ganado el cojo, ex obispo y mal casado conde de Benevento, en el siglo Tayllerand, ese ojo derecho de Napoleón, ni me han embaucado con sus misteriosas artes esos astutos oráculos de la diplomacia francesa, esos consultores íntimos de los pérfidos designios del Zorro imperial. Este se digna oírles y consultarlos de grado o por necesidad; pero a mí, recogido en mi estudio y disimulando lo que allí estudiaba, ¿quién podía oírme?, ¿quién preguntarme, en el reinado del intruso gobernador universal de esta monarquía? Nadie desplegaba los labios a su presencia, ni aquellos que debían asistir de oficio a su despacho y que podían aconsejarle lo que convenía al honor y conservación de la Corona. Todos los demás no tenían otro derecho que el de respirar, con mucha templanza, el aire de sus antesalas, o de sus caballerizas, ni otra obligación que la de aplaudir con humilde y reverencia ¡sonrisa las badajadas de S. E. y las insolencias de S. A., a las cuales calificaban de proverbios de Salomón los más sabios de aquellas sabandijas, a quienes tenía concedido el privilegio de verle en paños menores, o cuya adulación tenía comprada con empleos o esperanzas, que es lo único que ha quedado a muchos.
Sin embargo, cuando ya no pude dudar de que nuestro fatal destino se nos acercaba y de que la torpeza e impericia de este privado ignorante y veleidoso iba acelerando nuestra ruina, tuve la libertad patriótica de dirigirle los dos papeles que aquí se insertarán, para contenerle en la manía de escribir proclamas, en las que quería mostrar a la presente generación y a las futuras hasta dónde rayaba su elocuencia popular. Muestra de ellas, entre otras anteriores, fue la proclama la más ridícula, insensata y antipolítica, que en el mes de octubre de 1806 dirigió en su nombre a la nación, para inflamarla y llamarla al campo de Marte, sin decirla quién era el enemigo verdadero o fingido. Sepan Vms., amigos lectores míos, que el enemigo real era Napoleón y que íbamos a entrar en la última coalición del Norte. Pero con la noticia de la batalla de Jena tuvo que arrepentirse; con esto descubrió sus intentos y quedó mal con todos. Para expiar las intenciones de aquella tan imprudente e intempestiva proclama, tuvo que consentir al cruel sacrificio de los 20 mil hombres nuestros que envió al Norte al servicio de Napoleón, como en rehenes de nuestra lealtad futura. Éste fue el principio de la mortal sangría de nuestras fuerzas militares, para quitarnos el poder de resistirle en cualquiera invasión. Por esto, desde Varsovia, instaba con tanta actividad, y aun con amenazas, la pronta salida de estas tropas.
Ya tenía yo previsto y dicho muchas veces entre mis amigos: este Godoy, según indica el curso de su conducta, aspira a Regencia o a Corona y cuenta con las espaldas de Napoleón, después que éste le ha dado el mal ejemplo para tan altos deseos. El Corso, añadía yo, le sostiene en su ambicioso plan y, después de haberle dejado precipitarse en un abismo de atentados y aniquilar la potencia de su nación, vendrá a echarle a puntillones, llamándose nuestro Libertador, que es el más descarado y descansado modo de conquistar. Pregunto yo ahora si aquellos ciegos y fatuos españoles (y entre ellos militares, letrados y teólogos) que celebraban o referían con complacencia las victorias de Bonaparte en el Norte, conocían que cada una era una batalla campal contra la España. Sin duda no lo conocían, y ésta es brutal ignorancia que los debe tener confusos y arrepentidos; o lo conocían, y éstos merecen que la patria los conozca ahora para entregarlos a la venganza pública. Desde entonces he mirado los sucesos con mi anteojo de larga vista y he visto claro lo que otros no querían ver, o no columbraban. Los franceses creerían que, porque estábamos mudos, éramos sordos y ciegos.
En medio de estos temores y anuncios que cercaban mi corazón sobresaltado, padecía yo el dolor y rabia de ver anunciados en carteles y en periódicos nuestros: Código Napoleón - Vida de Napoleón - Catecismo de Napoleón, traducciones al castellano y vendidas a la rebatiña. ¡Horror y vergüenza de nuestra nación! Veía, y no quería ver, colgadas por estos tendajos y librerías de estampas, manchadas las puertas y las paredes con retratos de Napoleón, iluminados y sin iluminar, de todos tamaños. Y veía allí, con un palmo de boca abierta, bausanes de montera, de peluca y de corona, que se apelluzgaban a contemplar con curiosísima admiración, cuando debiera ser con horror, la imagen del héroe que luego nos enviaría 100 mil bayonetas y 20 mil sables, para traernos la felicidad que no conocíamos y que ya hemos empezado a gustar. Y todo esto, ¿era otra cosa que irnos familiarizando con la vista de este tirano, cobrándole cierto amor con la misma admiración? ¿No era en algún modo llamarle con estas demostraciones y aclamarle ya en corazones simples o corrompidos? Gravemente han ofendido a la patria los traductores, los censores, los impresores, libreros, grabadores y compradores. En esa calle de las Carretas, por haber sido el teatro principal de tales escándalos, debe hacerse una pira, en donde ardan públicamente tan execrables monumentos.
Volviendo ahora a la época de mis temores y agüeros, de que he hablado más arriba, el primer papel que dirigí entonces al Generalísimo Godoy fue éste: «Excmo. Señor: Si V. E. contempla útil alguna vez mi celo y mi persona en las actuales circunstancias, ofrezco resignadamente a su disposición ambos auxilios de un buen español y fiel vasallo. Tengo patria y la amo, no de boca, como acontece a muchísimos, sino de corazón. Y si bien mis años no me permiten esgrimir la espada, no se me ha caído aún la pluma de la mano. Ofrezco al Rey y a la patria cuanto debo, pues ofrezco todo cuanto puedo, y a V. E. siempre mi profunda veneración y obediencia. Dios guarde la importante vida de V. E. muchos años. Madrid, 8 de noviembre de 1806».
Me consta de que no le desagradó mi oferta y mi buen celo. Éste no sosegaba con esta pasiva aprobación, que fue lo que pude arrancar a su constante indolencia. A los cuatro días le dirigí otro papel que, ya que no le despertase del letargo, le instruyese de lo que podría hacer aún con nosotros antes de vernos sacrificados como los demás pueblos de Europa, y es del tenor siguiente: «Excmo. Señor: No satisfecho mi amor a la patria con la corta oferta que tengo hecha a V. E. y seguro de que cualquiera pensamiento que arroje el espíritu que me anima no puede desagradar a quien conoce mi buena intención, me atrevo a exponer a la alta comprensión de V. E. algunas ideas, hijas de mis ardientes deseos de volver los españoles a sus antiguos afectos y carácter, que van perdiendo lastimosamente de algunos años a esta parte, en mengua e aquella reputación que supieron sostener en paz y en guerra sus antepasados, para hacer respetable su nación entre las extrañas y enemigas.
No es sola la fuerza física de los cuerpos, sino la fuerza moral de los ánimos, la que constituye la fuerza de una nación. No basta el poder de las armas, ni la destreza en su manejo, para constituir la potencia de una monarquía, si faltan el espíritu, la confianza y el brío en los que han de defenderla, y el celo y buena voluntad en los que han de contribuir con los medios de la defensa.
La opinión es la reina de los hombres, y ésta la veo apagada, o muy fría, en mis compatriotas, quienes parece que han olvidado la nobleza de su origen, la grandeza de su tierra y la gloria de sus antiguas hazañas, desde que han perdido sus costumbres, sus usos, sus modales, su traje, su idioma, y hasta sus preocupaciones, que alguna vez son de grande auxilio para vencer a sus enemigos, o a lo menos para no ser vencidos de ellos.
Los hombres necesitan siempre de un ídolo, al cual sacrifiquen su reposo, sus bienes y hasta su propia sangre. En otro tiempo la religión hacía obrar prodigios; el apellido de ¡Santiago! convocaba y alentaba los guerreros; el nombre de ¡Españoles! inflamaba porque envanecía; y el recuerdo de Patria infundía deseos de salvarla al noble, al plebeyo, al clérigo y al fraile. Pero hoy, que con la inundación de libros, estilos y modas francesas se ha afeminado aquella severidad española, llevando por otra senda sus costumbres, con un género de aversión al orden de vida de sus padres, hoy, que ni se leen nuestras historias, ni nuestras comedias, ni nuestros romances y jácaras, tratándolo todo de barbarie e ignorancia, hoy, que es moda, gala y buena crianza celebrar todo lo que viene del otro lado de los Pirineos y olvidar afectadamente todo lo que huele a nuestro suelo, hasta despreciar lo que la naturaleza nos ha dispensado tan generosamente, hoy, digo, no queda otro recurso para hacernos respetables y fuertes sino inspirar al pueblo confianza y a las gentes del buen tono vergüenza de su degradación.
¿Qué le importaría a un Rey tener vasallos, si no tuviese nación? A ésta la forma, no el número de individuos, sino la unidad de las voluntades, de las leyes, de las costumbres, y del idioma, que las encierra y mantiene de generación en generación. Con esta consideración, en que pocos han reflexionado, he predicado tantas veces en todos mis escritos y conversaciones contra los que ayudan a enterrar nuestra lengua con su trato y su ejemplo en cuanto hablan, escriben y traducen: mi objeto era más político que gramatical. Donde no hay nación, no hay patria, porque la palabra país no es más que tierra que sustenta personas y bestias a un mismo tiempo. Buen ejemplo son de ello la Italia y la Alemania en esta ocasión. Si los italianos y los alemanes, divididos y destrozados en tantos estados de intereses, costumbres y gobiernos diferentes, hubiesen formado un solo pueblo, no hubieran sido invadidos ni desmembrados. Son grandes regiones, descritas y señaladas en el mapa, pero no son naciones, aunque hablen un mismo idioma. El grito general ¡Alemanes!, ¡Italianos!, no inflama el espíritu de ningún individuo, porque ninguno de ellos pertenece a un todo.
El hombre debe regirse por los preceptos del Evangelio, mas las naciones por las reglas de su conservación. No hay prójimo entre ellas; el odio recíproco las mantiene sin temerse ni envidiarse, y cría la emulación, que es madre de grandes acciones. La nación que vive enamorada de otra está ya medio vencida, dejando poco que hacer, en una invasión, a la fuerza de las armas. Acaso deben a esta fatal disposición de sus enemigos gran parte de sus rápidos triunfos los ejércitos franceses.
Si la opinión está enferma, deberá curarse por los medios opuestos a los que la pusieron decadente. Los poetas, que hasta aquí no se dedican sino a cantar amores y victorias en composiciones heroicas y líricas, podrían ejercitar su talento en letrillas y romances populares que despertasen ideas de honor, valor y patriotismo, refiriendo proezas de esforzados capitanes y soldados nuestros en ambos mundos, ya contra indios, ya contra infieles, ya contra enemigos de la España en África, Italia y Flandes, pues hartas ofrece la historia. Y con estos cantares, repetidos en bailes, en plazas, fiestas y teatros, se daría sabroso pasto al pueblo y se despertaría su actual indolencia desde que de sus ojos y de sus oídos se van desapareciendo las danzas y canciones de nuestra antigua cosecha.
Podrían igualmente contribuir a mantener este espíritu nacional las corridas de toros, que en las actuales circunstancias me alegrara yo que no se hallasen abolidas. Y como he mirado siempre esta diversión pública como nacida y criada en España, sólo ejercida por españoles e inimitable en reinos extraños, había escrito en otro tiempo una apología de ella contra los españoles de nuevo cuño entes nulos hoy para la patria, prefiriendo yo ésta que llaman fiereza española, que nos puede hacer temibles a la molicie y frivolidad filosófica del día, que nos ha hecho despreciables a los ojos de los mismos que nos la han inoculado.
Con este motivo, y para que vea V. E. lo que entonces pensaba yo en lo que decía, o más bien predecía, me tomé la libertad de incluirle los tres diarios en que manifesté mi opinión seis años hace, y guardé el anónimo por no ser apedreado de la gente que llaman de buen gusto.
Suplico a V. E. disimule mi osadía y mis yerros, si se pueden llamar tales el desahogo del sano y patriótico corazón de quien desea vivamente la gloria y dicha de V. E., cuya importante vida ruego a Dios guarde muchos años. Madrid, 12 de Noviembre de 1806.»
Me consta que leyó también este papel, y muy detenidamente, al volver del paseo, pero sin haberse visto del uno ni del otro ningún fruto desde entonces. He querido trasladar aquí estos dos monumentos de mi celo patriótico y de mi previsión sobre el estado de enfermedad política en que se hallaba mi nación, la cual no podían curar ya las exhortaciones ni los sermones de un idiota causador de su cercana calamidad, aborrecida su persona aun de los mismos que le debían su fortuna. ¡Cuál sería la tribulación de mi inquieto ánimo combatido de tan funestos presagios, cuando otros no veían más tierra que la que pisaban y no les quitaban el sueño los triunfos de Napoleón! ¡Oh bienaventuradas almas que habéis dormido descansadamente hasta que la trompeta de Murat os llamó a juicio! Mas yo tuve la desgracia de padecer antes de sentir y de sufrir la muerte antes de morir.
¡Oh, incautos españoles! Aún creo que no habéis temido todo lo que podríais temer de las inicuas ideas de Bonaparte, hecho dueño de España. Preveíais éstos y los otros trastornos, contribuciones, conscripciones, abolición de vuestras leyes, ruina de vuestra santa Religión, pérdida de las Américas, etc., etc. Pero, ¿estabais seguros de que no había de poner la España por el modelo de los demás países que domina mediata o inmediatamente? ¿Estabais seguros de que, tomando en todo por pauta a su organizada Francia, no os dividiría en departamentos, distritos, prefecturas, etc., quitando el nombre y la existencia política a vuestras provincias y acaso el nombre mismo de España, imponiéndola el de Iberia o Hesperia, según la manía pedantesca de sus transformaciones, para que así nuestros nietos no se acordasen de qué país fueron sus abuelos? ¿Y sabéis si para mayor castigo y despecho suyo nos tendría preparado otro género de dolor y afrenta? ¡Si nos volvería a Godoy con toda su pompa y fausto!
¡Alerta, españoles! No esperéis humanidad ni amistad de los franceses; desconfiad de sus palabras y detestad sus obras. En otra ocasión había dicho yo, por hacerles un favor: es menester leer sus libros y quemar a sus autores, porque su corazón nunca ha estado acorde con sus labios. Es gente revoltosa por genio natural en su casa, y revolucionaria por política en las ajenas. No pueden sosegar en ningún estado: travesuras y enredos es su oficio en todos tiempos. Bien lo declara y define un antiguo refrán de ellos, que leí en una colección, y no se me ha olvidado:Quand le français dort, le diable le berce (cuando el francés duerme, el diablo le arrulla). ¿No es esto decirnos que el diablo no quiere que despierte, temiendo no le quite el oficio?
¡Con qué énfasis filantrópico pregonaban que con su entrada en Italia iban a abolir el vil comercio de los castrados destinados a la música, como la última degradación de la especie humana: palabrotas de su pomposa filosofía! No querían que cantasen sopranos, y han hecho llorar después a los soberanos de aquel desventurado país. La humanidad de Napoleón necesita de hombres enteros que le engendren esclavos para la guerra, que es el teatro de sus diversiones.
¡Alerta, españoles! repito. No creáis en nada de lo que os anuncian los franceses, ni cuando os halaguen, ni cuando os amenacen. Al mundo tienen perdido sus máximas y sus baladronadas. Al Emperador de Rusia le llamaban, cuando le declararon la guerra, Príncipe inexperto y cuitado, rodeado de botarates, y a su nación le prodigaban los epítetos de bárbaros y feroces scitas que amenazan a los Estados de Europa. Se acabó la guerra, se hizo la alianza, y ya Alejandro es un joven héroe, su corte centro de la política, su gobierno ilustrado, sus tropas valientes y su nación respetable. Como ellos escriben de todo con magisterio, dicen algunos de sus militares modernos, y lo propagan no sin misterio, que las plazas son inútiles, según el sistema moderno de la guerra; pero al mismo tiempo ellos guardan bien las suyas, guarnecen y fortifican las que toman, o más bien, las que les regalan sus enemigos. Si no sirven, ¿por qué se apoderaron de todas las del Rin y fronteras de Holanda, para formar una barrera impenetrable que cerque los confines de la Francia? Si no sirven, ¿por qué el primer artículo que exigió su iniquidad del traidor Godoy fue la entrega de Pamplona, Figueras y Barcelona? ¿Por qué las mantienen con tanto tesón? Bien saben esos embusteros que si estas fortalezas no estuviesen en su poder, no hubieran tenido atrevimiento de entrar en España, ni habría muchos meses hace un plumaje francés en Cataluña ni Navarra. ¿Se mantendrían en estas dos provincias sin estos puntos de apoyo para sostenerse y reponerse?
Ya habéis visto con desprecio y enojo la alevosía de las obras de Napoleón, y las venenosas frases de la amistad que nos profesaba, y de la prosperidad que nos anunciaban sus proposiciones, y las exhortaciones que nos dirigían los que le servían para la ejecución de sus designios depravados.
Preguntad a la Francia, desde que su invicto Emperador la gobierna, qué prosperidad le ha adquirido, qué tranquilidad y bienestar gozan las familias, qué esplendor las artes, qué progresos las ciencias, qué aumentos la población, qué actividad las fábricas, qué riqueza el comercio, qué grandeza su navegación, qué frutos su doctrina moral y religiosa, qué libertad los ingenios. Y os responderá que todo está aniquilado, que aquel floreciente reino se ha convertido en cuartel de soldados, y que en sus antes hermosas ciudades no reina sino el rigor de un despotismo civil y militar. Los restos de la población que quedó después de la primera guerra lloran todavía la sangre de un millón de víctimas; y los pimpollos que han nacido de las cenizas de la gran tala que hizo el hacha de la revolución crecieron y van creciendo para ser arrancados y trasplantados en el campo sangriento y horroroso de la muerte. Considerad, pues, españoles, qué fortuna os esperaba, vosotros que erais el objeto de la codicia y ambición de esa fiera atroz, si de esta suerte ha puesto a los suyos, que él llama sus hijos, en cuyo bien se desvela, como él dice, ocho años hace, sacrificándoles a sus locos triunfos. En efecto, ellos son los que pelean, y él solo el que triunfa, y su haragana parentela la que goza.
Por otra parte, ¿podréis dudar de la moderación del supremo árbitro de vuestra suerte? Os dijo: no quiero reinar en vuestras provincias, os dejaré vuestra religión, y os conservaré vuestra independencia y la integridad de la monarquía. ¿Podía ser más insolente un vencedor, concediendo a los rendidos estos pactos por capitulación o por clemencia? Según esto, ¿él podía prohibirnos el ejercicio de nuestra religión, entregarnos o vendernos a otro tirano, como tiene de costumbre, o hacer tajadas de la España?
Una de las causas que alegaba para venir a reformarnos fue que nuestra monarquía era vieja, esto es, que no estaba a la moda francesa ¡Qué insultante gracejo! Venía a reparar nuestro erario dilapidado y exhausto, y para aliviarle, nos enviaba la leve carga de 120 mil hombres armados, sobre las flacas costillas de la pobre vieja. Veía, como él dice, nuestros males y quería remediarles, después de haberlos causado y sido cómplice de las maldades del ladrón doméstico. Quería dar a la España el esplendor, gloria y poder que tuvo en otro tiempo. ¿Qué sería de la Francia y de su vano Emperador, si recobrásemos las antiguas fuerzas? Compadecíase de nuestra debilidad, pues no podía ver esta decadencia de un vecino por su mal gobierno. Embustero sin vergüenza: esta disipación, este débil gobierno, es lo que a ti te ha dado las fuerzas y la avilantez para venirnos a insultar. Es cosa para reír: será la única vez que se contará en la historia que una potencia se desvele por contribuir al aumento de fuerzas y prosperidad de la vecina, cuando todos los gobiernos, para su propia conservación o preponderancia, se aprovechan de la debilidad el uno del otro, o la procuran, como lo ha hecho la Francia republicana y después la monárquica con nosotros.
No quiso quitar, dícenos, el gobierno a Godoy, a quien llamahombre sin talento ni costumbres, por no dar una pesadumbre a su amigo y aliado Carlos y luego le da el mayor pesar con el mayor insulto y alevosía, arrancando a este amigo la corona y la libertad, y a su primogénito y legítimo sucesor, el siempre amado FERNANDO SÉPTIMO, y al mismo tiempo patrocina y ampara al malvado, a quien antes había calificado de inepto e inmoral.
Y como nuestras leyes son viejas, nos venía a dar otras nuevas; esta es la última tiranía y humillación que pueden sufrir los pueblos vencidos del conquistador. Pues, ¡cuál será la soberbia y vanidad de Napoleón, que se hace nuestro legislador antes de conquistarnos! Dígalo la nueva Constitución Española que nos regaló su sabiduría y beneficencia, monumento escandaloso de nuestra futura esclavitud. Quería que besásemos, sin levantar los ojos, ni las cejas, un miserable folleto de 34 hojas en dozavo, que en tan sucinto espacio estaba escrito el destino eterno de las Españas, como si se tratase de enviar un reglamento provisional para una nueva colonia de negros en un islote desierto, o de imprimir el cuadernito de las obligaciones de cabos y sargentos. En la cortedad del volumen está el mayor desprecio, y en la brevedad estudiada de sus artículos, la mayor injuria con la mayor malicia. Gran paciencia es la nuestra, si no es mayor la indolencia. De tantos letrados, literatos, estadistas y otras personas doctas y patrióticas, ¿cómo hasta ahora no ha salido alguna pluma que desmenuce, deshaga y pulverice, este código de engaños, de insidias, perfidias y desvaríos? No está lo peor en lo que allí se dice, sino en lo que no se dice. Corto es el volumen en la teoría; pero ¡cuán grande y pesado sería el de su práctica!
Si nos resistimos a las violencias de este invasor injusto por no querer ser sus esclavos, nos llaman rebeldes; y si no resistimos, nos tratan como tales, nos desarman, nos amenazan, nos roban o cargan de contribuciones. Tamerlán no decretaba la muerte a los pueblos que sitiaba hasta el tercero día. En el primero enarbolaba bandera blanca; en el segundo, encarnada, y en el tercero, negra. A nadie engañaba: la intimación era tan clara como concisa.
Bonaparte, hasta ahora, no ha peleado sino con ejércitos, y no con naciones. El respeto que éstas merecen cuando pelean por su causa y dentro de su casa, no entra en las máximas de la política particular que él se ha formado. ¿Quién le ha dicho que no goza de los derechos de la guerra el que defiende su patria y sus hogares con sus puños o con sus armas? Para resistir a los que vienen a robarle sus bienes y su libertad todo paisano es soldado; la falta de uniforme no le quita esta calidad, es soldado nato.
¡Si pensaría Napoleón que penetrar por la España era atravesar la Suabia, la Sajonia y Westfalia, cuyos paisanos se quedan dormidos andando! Aquellas buenas gentes, que no usan de las manos sino para dejarse esposar, están acostumbradas a pasar en cada guerra del yugo de un soberano a otro, sin poder guardar amor a ninguno. Y además de estas causas políticas, ya de desmembraciones, ya de incorporaciones y trasiego de vasallajes, sin poder llamar patria a la tierra que se perdía por una parte, ni a la que se ganaba o permutaba por la otra, en cualquiera estado o mudanza el pueblo era siervo de costumbre y de nacimiento.
A los pueblos protestantes, además de todas las expresadas causas de su tranquilidad y su indefensión, la irrupción de los ejércitos franceses y aun la conquista, les debía ser menos odiosa y temible. Allí no hay iglesias que robar, imágenes sagradas que destrozar, santuarios que profanar, esposas de Cristo que violar, etc. Todo es pobreza y sencillez, sean luteranos, calvinistas o filiaciones de estas sectas, donde viven como hermanos. Y como Napoleón no les había de introducir el catolicismo, que les podría alarmar, ni otro culto que les pudiese desunir, les era indiferente la invasión de un conquistador que no profesa ninguna religión y las tolera todas.
Pero, ¿pensaba el gran político y sagaz Napoleón conseguir el mismo recibimiento de los españoles, que hace dos mil años que mantienen este nombre, que componen una sola nación independiente y libre, y que profesan la fe católica desde los tiempos apostólicos? A la voz de patria, de libertad y de religión, ¿cómo no se habían de inflamar los corazones y de levantar las manos doce millones de almas, que se honran con estos amados títulos?
Debíamos temer que el plan de despotismo que va extendiendo el astuto Bonaparte por la Europa, después de haberle probado bien en Francia, vendría a plantificarlo en España. A esto llama él regenerar, es decir, civilizar a su manera las naciones, hasta que pierdan su antiguo carácter y la memoria de su libertad. Igualarlo todo, uniformarlo, simplificarlo, organizarlo, son palabras muy lisonjeras para los teóricos y aún más para los tiranos. Cuando todo está raso y sólido, y todas las partes se confunden en una masa homogénea, es más expedito el gobierno, porque es más expedita la obediencia. Entre un centenar de bolas, todas de un mismo peso y materia, colocadas sobre un plano en forma de círculo sólido, dando un empuje ligero a la del centro, todas se mueven a un tiempo, hasta las de la circunferencia. ¡Qué descansadamente gobierna el déspota entonces! Sólo con menear un dedo se conmueve toda la máquina por grande que sea; y sólo con abrir la boca o arquear las cejas, como el Júpiter de Homero, se estremece la tierra y tiemblan los hijos de los hombres.
Este déspota es Napoleón, y las bolas del círculo son los franceses. En la Francia organizada, que quiere decir aherrojada, no hay más que una ley, un pastor y un rebaño, destinado por constitución al matadero. Por eso no encuentra este pastor contradicción a sus caprichos ni obstáculos a sus deseos. Su voluntad es la ley suprema, a la cual sirven todas las otras. Cuenta con la más ciega obediencia de más de 40 millones de cabezas, que a sus ojos no forman más que una sola: fortuna que deseó tanto y no pudo conseguir el Emperador Calígula, para degollar de un solo golpe a todo el pueblo romano.
El afortunado Bonaparte, cuando usurpó la soberanía consular y después la imperial, ya lo encontró todo hecho. Nació gigante y usó luego de sus fuerzas. No había ya en la Francia clero, ni nobleza, ni parlamentos, ni provincias; mantenía aún dentro y fuera 400 mil soldados aguerridos y 50 generales de manos y cabeza, de quien echar mano. Abolió todos los monumentos conmemorativos de república, pero conservó todo lo que acomodaba a sus fines, como nuestro tratado de alianza, que no debía haber subsistido luego que se mudó el gobierno y constitución francesa. Pero, ¿quién había de resistir, ni a dónde se había de reclamar contra esta injusticia y violencia, siendo el potentísimo Napoleón parte, juez y verdugo en este proceso?
En Francia, pues, no hay provincias ni naciones; no hay Provenza ni provenzales; Normandía ni normandos: se borraron del mapa sus territorios y hasta sus nombres. Como ovejas que no tienen nombre individual, sino la marca común del dueño, les tiene señalados unos terrenos acotados, ya por riberas, ya por ríos, ya por sierras, con el nombre de departamentos, como si dijéramos majadas. Allí no hay patria señalada para los franceses, porque ni tiene nombre la tierra que les vio nacer, ni la del padre que los engendró, ni la de la madre que los parió; los montes y los ríos les dan la denominación como a las plantas y frutos de la tierra. Nacen y se crían en el campo, y mueren en el campo de batalla. Todos se llaman franceses, al montón, como quien dice carneros bajo la porra del gran rabadán imperial. Así está asegurado su trono, sin temor de levantamientos ni descontentos de provincias que, compitiendo en emulación, podrían emplearla algún día en cuál empezaría a levantar la bandera de la impaciencia de tan pesado yugo. Esta unidad e indivisibilidad, que convino entonces al mando despótico del Directorio, ha convenido después al más despótico de Bonaparte. Esto se llama simplificar, sistematizar el gobierno y regenerar una nación hasta degenerar los hombres de su primer destino, cortándoles todos los vínculos de los afectos naturales y sociales. Allí se ve destinado, antes de salir a luz, el fruto del vientre de las madres para asesinos de sus semejantes.
No quiso espantarnos el tirano, cuando habló de regenerarnos, con que entraba en su plan la violencia de tan terrible transformación. Ya nos dice allá, no sé cuál de los dos hermanos, en sus paternales consejos que le interpretaron y amplificaron en castellano agabachado nuestros oradores de Bayona, el gran deseo de que no padezca la nación los desastres a que la expondrían las convulsiones de las provincias. Sepan, pues, S. M. I. y R. y la Real de su caro hermano, y sepan los elocuentes expositores de sus adorables decretos y pacíficos sentimientos, que las convulsiones de nuestras provincias (Dios las mantenga esta calentura) las han dado la salud y han salvado a la nación entera. Este cuerpo exánime y desahuciado no podía menearse del hoyo en que el traidor de la patria le había echado, sin que primero se electrizara alguno de sus miembros, y justamente empezó por los extremos. Cada provincia se esperezó y se sacudió a su manera. ¿Qué sería ya de los españoles, si no hubiera habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos, etc.? Cada uno de estos nombres inflama y envanece, y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación que no conocía nuestro sabio conquistador, a pesar de tener sobre el bufete abierto el mapa de España a todas horas.
No se os caiga de la memoria, amados compatriotas míos, que el francés es animal indefinible. Predica virtud, y no la tiene; humanidad, y no la conoce; quiere la paz, y busca la guerra; destruye con una mano lo que edifica con la otra. Ellos fueron caudillos y predicadores de las Cruzadas a la Tierra Santa, y los primeros que las hicieron ridículas en sus escritos. Fueron fundadores de la orden de los Templarios, y los primeros que la abolieron de un modo inhumano. Fundaron también la de San Juan, extinguida y perseguida en Francia por la revolución, hasta que de la isla de Malta echó Bonaparte a los caballeros, para que cayese después en poder de los ingleses. Entre ellos se fundó la orden de los Cartujos para castigo de su bullicio y parlería; y como son en todo extremados, inventaron la de la Trapa en castigo de su glotonería. Dicen que fueron los primeros cristianos, y también los primeros que se han burlado de este santo nombre. En un concilio de Clermont se instituyó la Conmemoración de los Difuntos, y ahora no ruegan ni por los vivos, ni por los muertos. Ellos aseguraron la Silla Pontificia en Roma y defendieron el patrimonio de San Pedro, y ahora se burlan del Papa y de San Pedro, y le despojan de sus bienes después de mil años de posesión. El francés tiene la vivacidad y docilidad del caballo, que con la misma alegría y paciencia se deja montar de Trajano que de Napoleón.
¡Oh, dichosos los moradores de las islas que, cercados del mar, no participáis de los sobresaltos y estragos del Continente! ¡Oh, vísperas sicilianas tan famosas en la historia! ¿Cuándo os podremos acompañar con completas, para que los ángeles canten laúdes en el Cielo? También os tenía decretada la esclavitud. No bastándole la tierra, quiere dominar el agua y arrancar al inglés el cetro de los mares, al paso que extiende más su dominación con los vanos esfuerzos que ha hecho hasta aquí, llamándole enemigo común para excitar la indignación común de todos los pueblos, como si el amor u el odio se mandase con decretos imperiales. ¡Qué sería del mundo todo si la Inglaterra no le hubiese atajado los pasos y cortado las alas en este elemento! ¡Qué invasiones de conquistadores! ¡Qué desembarcos de sangrientos piratas de polo a polo! Este furioso y mal aconsejado héroe, pretendiendo abatir el poder de la Inglaterra, ha dado fin a la marina de todas las potencias y de la suya propia.
¡Alerta, leales y bravos compatriotas míos! Centinelas sois todos contra los franceses y contra aquellos españoles, si los hay, que los temen o no los aborrecen, porque éstos les ayudarían mañana si pudiesen. ¿No habéis visto con asombro y escándalo cómo les han servido algunos que, a trueque de obtener empleos, viendo la patria sierva y afligida, solicitaban o esperaban ser sobrestantes de nuestros enemigos para ejercer algún mando sobre los esclavos patricios suyos? Esta perversidad sólo se había visto en las regencias berberiscas, donde los que mandan y apalean a los cautivos cristianos, y les atan al remo, y les cortan los brazos si no bogan, son los renegados, aquellos que, por tener algún mando sobre sus míseros compañeros, se desnudan de la religión de sus padres, del amor a su patria y de todo afecto de vergüenza y humanidad.
¡Alerta, españoles! Dejad que esos locos transpirenaicos os llamen bárbaros, con tal que os reconozcan temibles e inconquistables. Se quejaban de nuestros caminos y de nuestras posadas: ¡ojalá no hubiesen sido tan cómodos para recibirlos en ningún tiempo, ni en paz ni en guerra, ni para que tantos jóvenes nuestros hubiesen podido pasar nuestra frontera! Posadas del Arabia y caminos de cabras les debíamos haber preparado; y en lugar de arrecifes espaciosos, barrancos y peñascos atravesados para que no pudiesen correr la posta ni rodar su artillería. La civilización a veces mata a las naciones. Desde que el duque de Saboya abrió un magnífico camino, rompiendo enormes peñas, dejó de ser el portero de Italia.
¡Españoles ilustres, provincias que os honráis con este timbre glorioso y que juntas formáis la potencia española y que, reduciendo vuestras voluntades en una sola, haréis para siempre invencible la fuerza nacional: unión, fraternidad y constancia! Cada movimiento que os aparte de estos tres puntos es una brecha que abrís al asalto de nuestro enemigo. No espera él más victoria y ésta no la puede alcanzar con sus armas, sino con nuestras propias manos. El astuto e insidioso Napoleón no duerme; y así, desvelaos en limpiar el sagrado territorio español de desleales, hipócritas y desafectos a la causa común. Nuestro Soberano está preso en la infiel Francia, mas la Soberanía está libre en España. Su real palacio os espera y aguarda que lleguéis, Diputados de la unión y autoridad suprema, para abriros las puertas que el luto nacional tiene cerradas.