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ArribaAbajo La construcción del personaje en Cervantes

Carroll Johnson



University of California, Los Angeles

Human identity is not given and stable, but constantly under construction. Reality can only be known indirectly, through some form of representation. There is no essential difference between the categories of literary character (personaje) and real person (persona). Both are construed by a reader/observer, on the basis of observable, verifiable data («text», «discourse», «signifier») and reasonable inference of aspects not visible on the surface («story», «signified»). An unconscious dimension can be inferred (construed) for verisimilar literary characters as for real people. Literary characters are composed of properties of «discourse» and properties of «story» supplied by readers both within and outside the text. Within texts, characters are constructed by themselves, their fellow characters, and their narrators. Examples are Belica/Isabel and Pedro in Pedro de Urdemalas, and Cardenio in Don Quijote I, leading to Don Quijote himself and his overdetermined self-fashioning. Outside the text, characters are constructed by authors and then reconstructed by readers. Any reader's first mission is to reconstruct the «story» from the «discourse». The author-textual person-reader relationship is studied in relation to Don Quijote (fiction) and «Serbantes» of the 1580 Información de Argel (fact).


Como la escuela pide una definición de los términos, vamos primero con construcción y personaje. La construcción implica dos nociones afines: el uno hacer bricolaje, trabajar con los materiales que uno tiene a mano, frente al crear ex nihilo, como pensaban los románticos, y la construcción de sentidos y significaciones por el lector, frente al descubrimiento de éstos ya dados y presentes en el texto, y aquí quiero recordar que el inglés posee el verbo to construe. El significado se construye. La noción de construcción es relativamente fácil, aunque resulta difícil separar la operación constructora de lo construido, sea persona o personaje. Como personaje remonta a persona, quiero empezar con unas ideas generales acerca de la persona.

La teoría posmoderna nos enseña que la persona no lo es, o sea que no hay ninguna esencia ni unidad fundamental de la persona. Según la versión más benévola de este modo de pensar, los seres humanos nos autoconstruimos continuamente mediante lo que decimos y lo que hacemos según las situaciones en que nos encontramos. Así que hay una multiplicidad de posibles construcciones, de acuerdo con los contextos cambiantes que habitamos. No sólo no tenemos esencia fija; es que somos un compuesto inestable de fragmentos de discursos incompatibles. Esta fragmentación de la persona está ya explícita en la conocida división hecha por Freud de la   —9→   psique humana, primero en consciente e inconsciente, y dentro de la parte inconsciente en el ello, el yo y el superyó. De modo que la característica más fundamental de la personalidad humana no es su unidad, sino su carácter fragmentario e inconexo. En la versión más radical del teorizar posmoderno, resulta que no somos sino el sitio donde convergen varios discursos impuestos por los demás. O nos construimos, partiendo de una radical mala concepción de quiénes y cómo somos, algo afín a la ilusión que Marx llamaba «conciencia falsa» y Lacan «lo imaginario», o nos construyen desde fuera. En todo caso, resulta imposible ya sostener la idea de un ser fijo, esencial y unitario. Todos somos siempre una construcción.

Los pensadores en cuyos escritos nos hemos formado muchos de mi generación también sostenían que el llamado ser humano no lo es, y que carece tanto de una esencia dada de antemano como de una unidad fundamental. En el conocido ejemplo de Sartre, una piedra tiene esencia. Lo que el hombre tiene en vez de una esencia, afirma Ortega, es una historia. Nuestra historia personal consiste en la acumulación de actos de voluntad, de elegir entre las posibilidades que la vida ofrece. A lo largo de la vida, esta acumulación de actos de elección llega a constituir la autoconstrucción de una persona. La persona es el resultado de este continuo escoger, que el Concilio de Trento llamaba «libre albedrío» y que Sartre llama «libertad» a secas. La persona es quien ha llegado a ser. Lo que pasa es que el proceso nunca termina, y la noción de libertad implica que uno es libre en todo momento para abandonar sus preferencias habituales, para no conformarse con las decisiones ya tomadas, etc. Carlos Castilla del Pino nos recuerda a propósito que «nadie es libre para hacer cualquier cosa. Cada uno es libre para hacer "determinadas" cosas, aquellas que su realidad suscita»1.

Se hablaba en mis tiempos de «la empresa de ser hombre», lo que conduce a la noción del existir humano como un proyecto concebido por el individuo, un permanente intentar llegar a ser, un permanente faltarle el ser al individuo, un permanente andar en busca del ser, el darse cuenta de que el ser de uno reside en otro. El darse cuenta angustiada de que se está permanentemente enajenado del propio ser, y que en consecuencia, la autoconstrucción de un ser auténtico es un proyecto nunca realizable. No es difícil ver en estas repetidas referencias al no tener, al faltarle a uno, al andar en busca de, los antecedentes de gran parte de la retórica lacaniana, que   —10→   empieza con la noción de «falta» como motor del deseo, deseo siempre insatisfecho, proyecto nunca realizable. De modo que la nueva ortodoxia posmoderna, basada en la idea de que el ser humano no es sino un deseo interminablemente desplazado, una construcción mental o el resultado de varias prácticas discursivas, no es exactamente nueva. Las diferencias entre teoría posmoderna y pensamiento existencialista radican sobre todo en la actitud frente a la dimensión inconsciente de nuestra vida psíquica, que o se acepta o se rechaza. Sartre en particular sostuvo una polémica violenta pero circular con el psicoanálisis e intentó por todos los medios demostrar que aunque en lugar de ser había sólo libertad de escoger, aquella libertad no estaba escindida en una parte consciente y otra parte inconsciente. El teorizar contemporáneo, acabamos de ver, parte de esta misma escisión. Una tendencia en el psicoanálisis afirma que la dimensión inconsciente de nuestro escoger, lo que se llama determinismo psíquico o sobredeterminación, efectivamente limita la libertad de elección y dota a nuestro comportamiento de cierta consistencia. Parece que todos estamos presos en una red de conflictos intrapsíquicos infantiles y juveniles no resueltos que determinan cómo vamos a reaccionar ante las posibilidades que la vida nos ofrece, sin que nosotros nos demos cuenta de ello. O sea, nuestro escoger es siempre el resultado de una motivación consciente, en que sabemos por qué hacemos lo que hacemos, y otra motivación inconsciente, producto de los conflictos no resueltos antes aludidos, de la que permanecemos ignorantes. Vamos a volver sobre el inconsciente, pero por el momento podemos observar que tanto el viejo pensar existencialista como sus formulaciones actualizadas en el nuevo teorizar posmoderno nos están diciendo que si en algún sentido somos, lo que somos es una construcción, siempre precaria por estar siempre fuera de nuestro control.

En la crítica literaria mantenemos una distinción entre persona y personaje, al hablar de personas reales, de carne y hueso como nosotros, y de personajes literarios, entes de ficción que no son sino palabras sobre papel convertidas en imágenes mentales. La persona pertenece a la realidad, mientras que el personaje sólo existe dentro de la ficción. La misma distinción también resulta útil en el campo de lo real. Para Marx entre otros, persona es la realidad íntima, la totalidad del ser auténtico, lo que se esconde detrás del personaje, que es una imagen ficticia que el mundo nos impone o que inventamos y ofrecemos al mundo. Así que quedamos con dos categorías complementarias: la construcción de un personaje para consumo de los demás, frente a la revelación de una auténtica intimidad preexistente   —11→   que es la persona. Un dentro que se opone a un fuera. Pero conviene recordar que persona para los antiguos no era la intimidad auténtica, sino la máscara a través de la cual sonaba la voz del actor, o sea una barrera impuesta entre el mundo, la mirada y juicio del otro, y la realidad íntima del ser de quien se escondía detrás. Persona es también una especie de proyección, a través de textos y actuaciones en el mundo, de una imagen creada, generalmente por un artista, para consumo público -y pienso en figuras como Rafael Alberti o Salvador Dalí-, o sea, un descendiente directo de la aceptación anterior de persona como máscara. Aunque por otra parte decimos que alguien, Alberti o Dalí, por ejemplo, es todo un personaje2. De modo que en la práctica la distinción entre persona y personaje resulta sumamente difícil de fijar.

Concluimos, pues, que la distinción entre persona y personaje es ilusoria. Parece que no hay sino construcciones mentales, tanto de nosotros mismos como de los demás, sean entes de carne y hueso o de ficción. Esto, a fin de cuentas, es lo que significa conocer a una persona, o a un personaje: construir una imagen mental de él a base de los datos de que disponemos, que son lo que podemos observar desde fuera y cotejar mentalmente con nuestros conocimientos preexistentes, nuestra experiencia, y con nuestros propios deseos. Norman N. Holland observa que «perception is a constructive act in which we impose schemata from our minds on the data of our senses», y Baruch Hochman afirma «the full congruity between the way we perceive people in literature and the way we perceive them in life»3. Si los personajes literarios son como las personas, como pedía Aristóteles, llegamos a conocer a los personajes de ficción mediante las mismas operaciones y a través de los mismos conocimientos preexistentes que a las personas reales. En este contexto Tzvetan Todorov hace notar que «there does not seem to be a big difference between construction based on a literary text and construction based   —12→   on a referential but nonliterary text... The construction of characters from nonliterary material is analogous to the reader's construction from the text of a novel. "Fiction" is not constructed any differently from reality»4.

Es verdad que podemos tocar físicamente a una persona, y que una persona puede responder a nuestras preguntas si le pedimos aclaraciones, lo que es imposible en el caso de un personaje textual, pero siempre quedamos fuera de su pensar y sentir. Aquí parece oportuno aludir a otro aspecto de la problemática teórica en torno a personas y personajes. Me refiero a su supuesta unicidad o individualidad. Sería el último en negar que lo que pensamos y lo que hacemos y cómo somos no varían gran cosa de persona a persona. No somos tan «individuales», tan «únicos», como creemos y queremos ser. Lo cual no quiere decir que la noción del «individuo» sea simplemente una lamentable ofuscación producto del liberalismo romanticoburgués decimonónico. Lo que sí es individual es la conciencia de singularidad, que tiene que pertenecer a cada uno.

Cervantes parece haberse dado cuenta de este aspecto de nuestro existir, en unos versos de La Galatea, que ha comentado Mary Gaylord: «Y como el uno lo que el otro pasa / no siente, su dolor solo exagera, / y piensa que al rigor del otro pasa» (Libro III)5.

Negar la existencia del individuo a base de que todos pensamos, hacemos y hasta sentimos lo mismo es un despiste, como Cervantes sabía al insistir en la radical soledad de cada uno. Sin embargo, llegamos a conocer a nuestro prójimo, o sea a construir una imagen mental de él, precisamente en la medida que le consideremos prójimo, eso es, como nosotros o diferente de nosotros. Aprovechamos el pertenecer a la misma especie, el estar dotado del mismo aparato físico y mental, de hablar la misma lengua y pertenecer a la misma cultura, de compartir experiencias y códigos culturales. Podemos observar su cuerpo, más o menos completo según hayamos o no compartido varios niveles de intimidad física. Igualmente podemos observar maneras de comportarse y hábitos de pensar, y podemos escuchar la elaboración de ideas y filosofías. Partiendo de lo observado, le construimos una personalidad a base de lo que lo observado nos autoriza a inferir. Entre otros atributos, le construimos, o imaginamos, una vida interior. No porque podamos entrar en su psique,   —13→   sino a base de lo que podemos observar desde fuera y de lo que sabemos de nuestra propia interioridad. Sabemos que tiene secretos, que ha hecho cosas de las que se avergüenza no porque sepamos cuáles son, sino porque nosotros también tenemos secretos. Y si entendemos un poco de psicoanálisis tal vez se nos ocurra intentar captar la relación entre comportamiento observado y motivación -no sólo consciente sino inconsciente también. Podemos intentar, en otras palabras, inferir el contenido específico de los secretos de nuestro prójimo, incluso y tal vez sobre todo los secretos que lo son también para él. Los secretos, o materia reprimida, así descubierta, vale la pena repetirlo, será siempre otra construcción mental.

Vivimos en un mundo eminentemente real, pero totalmente poblado de nuestras construcciones mentales. Como ha dicho Lacan, lo real está ahí, pero siempre fuera de nuestro alcance. No podemos relacionarnos con él sino a través de sistemas de representación mediadores. El primero de éstos, cronológicamente, Lacan llama el orden imaginario, y es una idea, equivocada, que nos hacemos del mundo a base de nuestra relación con la madre. Luego descubrimos, o se nos mete en lo que Lacan llama el orden simbólico, un sistema mediador basado en el lenguaje y la representación simbólica de las cosas. A partir de ese momento nos construimos el mundo a través del lenguaje. Construimos desde el sentido de una frase o de un texto, a una idea de la vida interior de los entes humanos con los que convivimos, a las teorías de cómo son las partículas subatómicas y el universo todo. No debe extrañarnos que el personaje de ficción sea también una construcción mental realizada a base del lenguaje. Lo que quiero destacar es que no difiere en esto de los demás entes que pueblan nuestro universo. El hecho de no poder entrar dentro de la mente de nuestro prójimo para conocerlo directamente, en una palabra su radical e incambiable otreidad, y la consiguiente necesidad de elaborar construcciones mentales, operación que realizamos constante e inevitablemente, tiene el efecto de borrar o de volver irrelevantes las fronteras entre realidad y ficción. Quiero concluir este preámbulo sugiriendo que la distinción entre persona y personaje, o lo real y lo ficticio, es ilusoria porque tanto el uno como el otro son construcciones mentales elaboradas sobre una materia que nunca podemos conocer directamente, sino a través de un sistema de representación. Poco importa, en este contexto, que en el caso de la persona convertimos en lenguaje el objeto que percibimos, y en el del personaje el objeto percibido es ya lenguaje. La operación de construir es la misma. Y si se trata de personas y personajes ya textualizados, es decir doblemente representados,   —14→   como por ejemplo el protagonista de un libro titulado Amadís de Gaula y el protagonista de otro libro llamado La vida del Gran Capitán, no hay manera humana de saber si uno u otro, o los dos o ninguno fue verdad.

Antes de pasar a la construcción del personaje en Cervantes, hace falta identificar a los varios constructores: (1) los personajes mismos, que se definen por lo que dicen y lo que hacen; (2) los demás personajes, que emiten juicios y opiniones acerca de sus compañeros de texto (y que en el mismo acto de hacerlo se definen o se delatan a sí mismos); (3) narradores, que ofrecen descripciones de cualidades físicas y morales, además de narrar las acciones llevadas a cabo por los personajes.

A nivel intradiegético, un personaje puede ser la construcción de sí mismo en el sentido de concebir una identidad que le falta y a la que aspira, y convertir todo su existir en un intentar llegar a ser ese nuevo y deseado personaje. El máximo ejemplo sería el gran proyecto de don Quijote, pero el mismo proceso se da en personajes de menor complejidad. Se trata en todo caso de una dialéctica entre el proyecto existencial del individuo y las presiones ejercidas en contra por los demás personajes, por las instituciones sociales y todo aquello que forma parte del medio ambiente.

Los personajes de la comedia Pedro de Urdemalas pueden servirnos de introducción a esta problemática porque ofrecen la ventaja de decir y hacer sin los comentarios de un narrador. Se construyen, y son construidos, en relación a las distintas categorías que componían el concepto de identidad en la sociedad de Cervantes, lo se podría resumir como una dialéctica de los proyectos de la persona como tal y el peso de su linaje, un futuro y un pasado que convergen en el presente.

El personaje que se llama primero Belica y después Isabel depende totalmente de su linaje. Al principio ella es toda deseo de superar los límites impuestos por su calidad de gitana. «¡Oh cruda suerte inhumana! / ¿Por qué a una pobre gitana / diste ricos pensamientos?» El proyecto de Belica consiste en valerse de su belleza para subir, lo que quiere decir que se autodefine en relación al otro, en este caso algún hombre de alto rango que será atraído por su belleza. Cuando el conde (de gitanos) Maldonado intenta dársela por mujer a Pedro de Urdemalas, ella protesta: «¿No se te ha ya traslucido / que el que a grande no me lleve / no es para mí buen partido?» Su amiga Inés le aconseja: «Pues mira que la hermosura / que no tiene calidad / raras veces aventura». Y luego: «Aquel fabrica en los vientos / que a ver quién es no se allana». Para Inés, portavoz de las ideas oficiales, el linaje determina el ser.

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Belica, en cambio, quiere negar el linaje para poder insistir en el proyecto. Para ella, su calidad de gitana está ahí para ser superada. Cuando el rey le pregunta «¿Quién es tu padre?» ella responde «No sé». En cambio, insiste en «la humilde que levanta su deseo a alteza tanta que sobrepuja a las nubes», y concluye: «fiada en mi donaire, mis esperanzas levanto sobre la región del aire».

Luego Belica descubre que el linaje-ser de gitana no es el que realmente le corresponde. Resulta ser la hija ilegítima de un pariente de la reina, y sobrina de ésta. Al descubrir su verdadera identidad su nombre cambia de Belica a Isabel, deja la compañía de los gitanos, a quienes llega a despreciar y hasta insultar, y se precipita a arrimarse a los buenos por ser uno de ellos. A primera vista, y según las ideas oficiales de aquella sociedad, parece que una identidad inauténtica ha sido reemplazada por la verdadera, y que Belica/Isabel es libre para ser quien es. Ocurre, sin embargo, que el ser auténtico, en el sentido de ser-para-sí, en una sociedad que define a las personas en función de su linaje y no de sí mismas, es una imposibilidad, una ficción. El ser reside en el otro, en este caso en los antepasados, y se impone desde fuera mediante una serie de prácticas discursivas que van desde la afirmación a viva voz al documento legal, eso es la ejecutoria de hidalguía o probanza de limpieza de sangre. Aquí es la reina que le impone el ser «auténtico» a Belica por medio de la autoridad de la real palabra. Belica/Isabel no tiene ser, ni tiene historia que le valga. Lo que tiene son dos papeles impuestos desde fuera, y en medio, el proyecto de valerse de sus atributos de belleza y donaire para llegar a ser amante del rey, proyecto que queda sin realizar por un nuevo papel impuesto desde fuera y que Cervantes llamó en otra parte «la fuerza de la sangre». Como siempre en Cervantes, los nombres son altamente significativos. Aquí ni el primero (Belica) ni el segundo (Isabel) es la obra de la mujer misma. Ella no se nombra; la nombran. Dicho de otra manera, ella no es sino el sitio donde convergen varias prácticas discursivas, una construcción, primero de gitanos y luego de aristócratas.

Pedro de Urdemalas también hace caso omiso de su linaje. «Yo soy hijo de la piedra, que padre no conocí», dice. Pero a diferencia de Belica, insiste en su historia. Se define como una sucesión de oficios y papeles que ha encarnado: hijo de la doctrina, grumete (con viaje de ida y vuelta a América), mozo de esportilla en Sevilla, mandil, mochilero, gentilhombre de playa, vendedor de aguardiente y naranja en Córdoba, criado de un asturiano, criado de un ciego (donde aprendió jerigonza cual Lazarillo de Tormes), mozo de mulas de un fullero, criado del alcalde Martín Crespo. Está a punto de convertirse en gitano. Se disfraza de ciego, de estudiante, de   —16→   ermitaño (a propósito, ¿qué significa «disfrazarse» en este contexto?). Sueña con representar papeles mucho más importantes: «Yo también, que soy un leño, / príncipe y papa me sueño, / emperador y monarca, / y aún mi fantasía abarca / de todo el mundo ser dueño». En la jornada tercera sale vestido de estudiante y pasa revista a su vida: «¡Válgame Dios, qué de trajes he mudado y qué de oficios, / qué de varios ejercicios, / qué de exquisitos lenguajes!» Al final asume el papel de jugador de papeles, de actor. Sus sueños de grandeza están a punto de realizarse: «Ya podré ser patriarca, / pontífice y estudiante, / emperador y monarca: / que el oficio de farsante / todos los estados abarca». El proyecto de Pedro es factible precisamente porque él abandona la idea de un ser auténtico o una persona por debajo de los varios personajes que encarna.

La misma dialéctica se observa en el primer Quijote, en el caso del personaje que se llama Cardenio. Se le presenta primero tal como aparece a don Quijote, a través del discurso del narrador: «Yendo, pues, con este pensamiento, vio que por cima de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre, de risco en risco y de mata en mata, con estraña ligereza. Figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones, al parecer, de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta; y aunque pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó el Caballero de la Triste Figura» (I, 23).

Luego un cabrero narra sus propios encuentros con este personaje. La narración proporciona más detalles. «Un mancebo de gentil talle y apostura» llegó hace seis meses. Se le observa hacer actos violentos que corresponden a un loco. Sin embargo, luego «salió a nosotros con mucha mansedumbre... saludónos cortésmente, y en pocas y buenas razones nos dijo... Rogámosle que nos dijese quién era..».

La propia voz del extraño personaje suena primero a través del discurso del cabrero, que cita unos fragmentos del habla del otro, tales como: «"¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste!"» La construcción del personaje revierte de nuevo, siempre a través del narrador, a don Quijote, quien después de oír la narración del cabrero, «quedó con más deseo de saber quién era el desdichado loco». Cabe observar aquí que no se sabe si quien califica a Cardenio de «desdichado loco» es don Quijote o el narrador.

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A renglón seguido el narrador informa que «pareció... el mancebo que buscaba» don Quijote.

Al encontrarse don Quijote y el otro el narrador nos transmite más elementos para la construcción. «En llegando el mancebo a ellos les saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía». De repente el narrador empieza a imponerle nombres al mancebo. «El otro, a quien podemos llamar el Roto de la Mala Figura -como a don Quijote el de la Triste» primero, y a renglón seguido el Roto y poco más adelante el Caballero del Bosque. Finalmente el mancebo cobra el uso directo de la palabra, no mediada por el narrador. Lo primero que hace es autopresentarse en función de los elementos que constituían la identidad personal en aquella sociedad. «Mi nombre es Cardenio, mi patria, una ciudad de las mejores desta Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos». Luego narra su propia historia, los incidentes que, como quería Henry James, constituyen la revelación del personaje.

A lo largo de este episodio, que comprende los capítulos 23 y 24 de la primera Parte, varios constructores han ido realizando varias operaciones de construcción. Dentro de la ficción los cabreros, don Quijote y Sancho van formándose una idea de quién y cómo es este tío, a través de lo que se les dice de él (narración del cabrero, luego narración de Cardenio) y de sus propias observaciones. También el mismo Cardenio se irá construyendo a través de su narración. Estas construcciones que se realizan a nivel intradiegético son una propiedad de lo que el formalismo ruso llama «el discurso». La construcción realizada fuera del texto, la del lector, la famosa realizada por Salvador de Madariaga e titulada «Cardenio o la cobardía», por ejemplo, es una propiedad de la «historia». El narrador también interviene en esta fase de la construcción, ofreciendo descripciones y hasta imponiéndole nombres al personaje, que el lector tiene que tener en cuenta hasta que aparezca el pronunciado por el personaje mismo. Hasta aquí podemos afirmar que el lector realiza su construcción del personaje a base de los materiales presentes en el discurso, y en este sentido Cardenio es el resultado de la convergencia de varias prácticas discursivas: la propia, las de los demás personajes, y la del narrador. Es Cardenio, es el Roto de la Mala Figura, es el Roto, es el Caballero del Bosque, según proyecte una identidad desde dentro o se le imponga una desde fuera. Pero el lector, Madariaga por ejemplo, también se pregunta por aspectos del vivir de Cardenio que no figuran en el discurso o que no se explican de una manera satisfactoria: propiedades de la historia, no del discurso. La historia comprende veinte mil cosas que nunca afloran al   —18→   discurso, pero cuya presencia se adivina -mejor, se construye- a través del discurso. ¿Por qué no se defiende Cardenio ante don Fernando? ¿A qué se debe su inhabilidad de actuar?

Un personaje también puede ser la construcción de otro personaje en el mismo sentido de hacer existir mediante un acto de voluntad, que observamos en don Quijote. Tal es el caso de la construcción de Dulcinea por don Quijote, utilizando los materiales que encuentra a mano. La necesidad de construirse una Dulcinea surge en parte porque todo caballero andante ha de estar enamorado de una dama (motivación consciente), y en parte como un sustituto por la sobrina a la que don Quijote se siente (pero no se confiesa) poderosamente atraído (motivación inconsciente). Volveremos sobre esto. En la segunda parte la cuestión de quién construye a Dulcinea llega a determinar todo el comportamiento de don Quijote y Sancho y la relación entre ellos, sin hablar de otros personajes como Sansón Carrasco y los duques.

Ya antes de la tercera salida don Quijote, sin darse cuenta de lo que significa su decisión, encarga la construcción de Dulcinea a Sansón Carrasco al pedirle unos versos acrósticos en celebración de la dama. Luego, en el capítulo 10, el control de la creación de Dulcinea pasa a Sancho, cuando éste inventa y, gracias a una coincidencia fortuita, logra dar forma corpórea a la Dulcinea encantada que se impone a partir de ese episodio. Luego Sansón, en su identidad de caballero andante rival de don Quijote, deforma a Dulcinea al proclamarla inferior en belleza a Casildea de Vandalia. En la cueva de Montesinos don Quijote sueña, y logra en parte recuperar el control sobre la construcción de Dulcinea, aún mientras demuestra que la Dulcinea construcción de Sancho ha calado hasta la intimidad de su inconsciente. Luego interviene Maese Pedro para enturbiar más el asunto. Este Maese Pedro, dicho sea de paso, es una construcción de Ginés de Pasamonte en la segunda parte, como lo es el mismo Ginés de Pasamonte autor y sujeto de un libro en la primera. Unos capítulos después los duques arrebatan el control a Sancho y enemistan a él y don Quijote. La nueva Dulcinea encantada pero desencantable construcción de los duques determina la relación entre amo y escudero casi hasta el final. Gracias a ella, o gracias a los duques constructores de ella, llega un momento en que don Quijote tiene que escoger entre ella y Sancho. «Espere Dulcinea mejor coyuntura», dice don Quijote, anteponiendo su amor a Sancho a la que oficialmente ha sido el motor de toda su vida afectiva. No deja de ser curioso que la Dulcinea construcción de los duques comparta unos rasgos con la sobrina de don Quijote, primer objeto del deseo   —19→   de nuestro héroe y materia prima para los repetidos intentos de éste de construirse una Dulcinea viable. Parece que los duques han leído con grandísima atención y sutileza la primera parte, pues parecen saber que Aldonza Lorenzo no tiene nada que ver, a fin de cuentas, con el deseo de don Quijote.

A nivel intradiegético, las razones presentes en el texto que explican el enloquecer de don Quijote y su precipitado marcharse de casa no satisfacen. Incluso nos dificultan la tarea de entrar en el juego de la ficción. Decir que enloquece por haber leído demasiados libros de caballerías, por ejemplo, no sirve sino para suscitar la pregunta de por qué se dedica con tanta pasión a esa lectura. Varios comentaristas han sentido la necesidad de buscar razones más convincentes. ¿Convincentes en función de qué? Del juego motivación-comportamiento que observamos a diario tanto en nuestros prójimos como en nosotros mismos. Unamuno, en el mismo acto de elevar a don Quijote a la divinidad, siente la necesidad de buscarle motivaciones humanas, humanísimas, que expliquen sus acciones aparentemente inverosímiles. Partiendo de las mínimas indicaciones que el texto ofrece, Unamuno no vacila en inventarle a don Quijote toda una prehistoria amorosa que culmina en su falta de voluntad para declararse a Aldonza Lorenzo y pedirla a su padre por mujer. Para explicarse a sí mismo esta falta de valentía, don Quijote convierte a Aldonza en una princesa libresca y por eso mismo inasequible. Esta hipótesis, es bien sabido, fue secundada por la psicoanalista Helene Deutsch. Poco importa que aceptemos o rechacemos las hipótesis de Unamuno y Deutsch. Lo importante es que los dos han sentido la necesidad de buscar fuera del texto una explicación de lo que se narra dentro del texto. Necesidad, repito, impuesta por el juego de la ficción. Implícita en las explicaciones de Unamuno y Deutsch es la concepción del personaje ficticio como si fuera una persona real, cuyos comportamientos observables son el resultado de unas motivaciones que no podemos ver, sino sólo inferir. Implícita también, sobre todo en Helene Deutsch, es la idea de que las motivaciones ocultas son de dos órdenes: conscientes, de las que don Quijote se da cuenta, e inconscientes, de las que él no tiene idea. El que el personaje de ficción posee un inconsciente, como si fuera una persona real, sigue automáticamente de estas deliberaciones. El inconsciente del personaje, tan ficticio como el personaje, claro está, es una consecuencia lógica e inevitable de haber aceptado las premisas de la ficción. La construcción, realizada por el lector, del inconsciente del personaje, es simplemente un aspecto más de la construcción del personaje en general. Imaginamos, o mejor,   —20→   inferimos su inconsciente como imaginamos el color del vello que cubre sus piernas y que sale a la superficie del discurso en el episodio de los cueros de vino.

Estas hipótesis, sin embargo, no resuelven el problema del comportamiento de don Quijote. La idea de un don Quijote humano, como nosotros, con una vida psíquica con problemas que le imposibilitan cierto tipo de relación humana, nos abre nuevos horizontes y nuevas maneras de relacionarnos con el personaje. Don Quijote se nos vuelve mucho más simpático, o por lo menos no tan ridículo. Pero, si nos atendemos a su comportamiento con otras mujeres -la hija del ventero o Altisidora, por ejemplo, de las que se enamora perdidamente-, nos va pareciendo cada vez menos verosímil que escogiera a una Aldonza Lorenzo como objeto de sus amores. Y puestos a pensar, se nos ocurren otras anomalías. Si está secretamente enamorado de Aldonza Lorenzo pero avergonzado de no poder acercársele, por ejemplo, ¿qué necesidad tiene de abandonar su casa para evitar verla, ya que parece que ella vive en otro pueblo? El abandono del hogar se vuelve más problemático que nunca si aceptamos la hipótesis unamuniana. Si queremos retener la idea, tan atrayente, de un don Quijote humano como nosotros, tenemos que buscarle otro objeto amoroso, alguna mujer capaz de motivar la huida de su casa. Es aquí que se nos ofrece la sobrina, cuyo atractivo para su tío cincuentón, en la intimidad del hogar, está totalmente de acuerdo con la teoría científica contemporánea, que insiste en los trastornos psíquicos típicos de los hombres de cierta edad, la famosa «crisis de los cincuenta años» que se ha vuelto tema de los discursos de investigación científica y divulgación semipopular en los últimos veinte años.

Si aceptamos la hipótesis lanzada por Unamuno y luego modificada por mí, descubrimos un nuevo y poderoso factor en la autoconstrucción del personaje don Quijote. Podemos ver que aunque la lectura de tanta materia caballeresca proporciona el contenido específico de su nueva vida, la necesidad de cambiar su identidad y lanzarse a ella, en una palabra el acto de enloquecer, se debe a una presión psíquica intolerable ante la que han sucumbido todas las defensas montadas por el pobre hidalgo. Al propio tiempo se nos ocurre que el enfrascarse tanto en la lectura no fue sino una primera línea de defensa: apartarse imaginativa y físicamente de la presencia de aquella mujer refugiándose en una lectura solitaria y obsesiva, defensa que por desgracia no funciona, lo que conduce a la última y más terrible defensa de que somos capaces los seres humanos: apartarse mentalmente de aquella mujer y de toda aquella vida refugiándose en la psicosis, y físicamente abandonando la casa y   —21→   lanzándose al campo libre. Construirnos a un don Quijote con deseos inconscientes ofrece también la ventaja de aclarar el sentido de aquel enfrascarse en sus libros. No es que enloquezca por haber leído demasiados libros; se interna en los libros en un esfuerzo por no volverse loco. Todo lo cual, a mi manera de ver, enriquece nuestra experiencia con el personaje, por las razones que hemos visto: don Quijote nos resulta un tío infinitamente más interesante y menos digno de nuestra risa superior desde esta ladera.

Quizá la instancia más completa de autoconstrucción del personaje ocurre en las aventuras de Sierra Morena, cuando don Quijote monta un episodio de su vida exactamente de la misma manera que un autor elabora un episodio de ficción: a base de su plan general para la obra, de sus lecturas previas, de su experiencia de vida remota y reciente, y de sus deseos e inquietudes inconscientes, que se manifiestan de alguna manera malgré lui en el producto final. Don Quijote piensa hacer penitencia en Sierra Morena, a imitación de dos héroes suyos, Amadís y Orlando, para dar cuenta a Dulcinea de lo que por ella está sufriendo. Pronuncia un discurso sobre la teoría y práctica de la imitación de modelos corriente en el Renacimiento y visible, por ejemplo, en la relación Garcilaso-Petrarca. Luego escoge, a toda conciencia, episodios y acciones del Amadís y del Furioso, acomodándolos a su situación personal. Vemos con claridad los elementos o los materiales que don Quijote maneja en la construcción de este episodio: plan general de elaborar una vida de caballero andante; lecturas preexistentes de los mejores modelos; enamorado desde hace tiempo de Dulcinea del Toboso; impulsado por el estímulo inmediato del fragoso paisaje en que se encuentra. Todo esto está explícito en el texto y explicado por el mismo don Quijote a Sancho. Hay otro estímulo inmediato pero inconfesado, a lo mejor porque el propio don Quijote no se da cuenta de ello, y es el encuentro reciente con Cardenio, víctima de su incapacidad de actuar como amante decidido cuando la situación se lo exigía, que se ha refugiado en la locura y en ausentarse del lugar sobrecargado de presiones psíquicas intolerables. No hace falta ser Freud para concluir que la experiencia de Cardenio corre parejas con la del propio don Quijote. Cardenio viene así a ser el último y más importante de los modelos a imitar, porque Cardenio resume los deseos e inquietudes inconscientes de don Quijote. El atribuir a don Quijote una dimensión inconsciente, invisible en el discurso, responde a las exigencias de ser lector de ficciones y buscar las motivaciones de las acciones observadas. El personaje así construido, mezcla de atributos presentes y verificables en el texto y otros realizados sólo en la mente del lector, es una propiedad de la historia.

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Una vez más vemos la fecundidad de entrar en el juego de una ficción verosímil y aceptar la idea de que los personajes representan seres como nosotros, cuyo comportamiento responde a motivaciones tanto conscientes como inconscientes. Conviene no perder de vista, sin embargo, que lo legítimo e imprescindible a nivel intradiegético resulta contraproducente cuando no inadmisible cuando se llega a considerar las relaciones extradiegéticas entre personaje y narrador (o en el caso del Quijote, narradores). A nadie se le ocurre, por ejemplo, no fijarse en la discrepancia entre el concepto que don Quijote tiene de sí mismo en el capítulo 4 de la primera parte, y el que el narrador ofrece al lector en el mismo capítulo.

A principios de su primera salida don Quijote no sólo se imagina un gran caballero, se imagina también el texto del sabio historiador a quien tocará narrar sus valerosas hazañas. O sea, no sólo se construye a sí mismo, sino también se construye el discurso público que asegurará la autenticidad de la primera construcción. Frente al texto fantaseado por don Quijote se nos ofrece el texto «real» del historiador que efectivamente le ha tocado: el llamado primer autor, gran hombre de archivos y gran enemigo de don Quijote, al que considera un viejo chiflado sin más. El discurso de este narrador desconstruye irónicamente el discurso fantaseado por el pobre caballero. James Parr ha contrastado las actitudes de este primer narrador con las del llamado segundo autor, el que encuentra el manuscrito de Cide Hamete Benengeli y lo hace traducir, más bien redactor de textos que buscador de documentos, que profesa gran admiración por don Quijote, y que Parr considera tan ligero de cascos como su personaje6. El don Quijote construcción del segundo autor es casi un personaje distinto del primero. En estas condiciones sería inexacto e inútil hablar de la esencia de don Quijote; lo que hay en cambio son tres construcciones muy desiguales a base de tres prácticas discursivas: de él mismo, del primer autor, y del segundo autor.

Estos constructores están situados y realizan su labor constructora dentro del texto. Fuera de éste hay otra serie de constructores de personaje, que son: el autor, que ha inventado y dispuesto toda la maquinaria de personajes y narradores, y el lector, que combina los materiales presentes en el texto con las intenciones que él mismo atribuye al autor (otro «personaje» construido desde fuera, según nos han enseñado Barthes y Foucault), como si fueran las piezas y   —23→   las instrucciones, respectivamente, de un modelo para armar. Es de importancia capital observar que, una vez traspasada la frontera entre texto y extra-texto, se opera un cambio radical en el producto de las operaciones de construcción. Lo que construye el lector no es ya una propiedad del discurso, sino de lo que el formalismo ruso ha llamado la historia. Nuestra primera misión de lectores es siempre intentar reconstruir la historia -lo que se supone que hubo: gentes, lugares, eventos- a base del discurso -la plasmación de la historia en lenguaje. Conviene recordar aquí también que la identidad y personalidad del lector constructor determinan varios aspectos de la construcción resultante.

Para cumplir con su primera misión de reconstruir la historia, el lector, desde su perspectiva fuera del texto y sin abandonar su postura crítica, tiene que disponerse a participar en la ficción que le propone el texto, a leer como si el texto fuera verdad, que en un lugar de la Mancha vivía, no muchos años ha, un hidalgo de los de lanza en astillero, etc. También hace falta que el lector se disponga, todavía sin renunciar su facultad crítica, a aceptar que el ente de ficción así evocado tiene una vida que continúa fuera del texto, que incluye toda una serie de acontecimientos que no se narran. Si lo narrado comienza después del nacimiento del personaje es razonable que el lector suponga que nació y que pasó de alguna manera los años juveniles no narrados, como tiene que suponer que pasó de alguna manera los ratos no narrados entre los episodios que forman la narración. Esta disposición mental es simplemente el mínimo requerido para ser un lector competente de cualquier texto ficticio. No implica llegar a creer que realmente tal personaje existió, sino estar dispuesto a leer como si hubiera existido, y como si el texto que se tiene entre manos recogiera lo que Américo Castro llamaba la dimensión historiable de aquella existencia. Todo lo cual es una manera demasiado prolija de afirmar lo patente: que entrar en el juego de la ficción no implica una falta de perspicacia científica. Una larga tradición retórica que remonta a la obra de Hermógenes (160-225 d.C.) y que llega a la España de Cervantes estima que tanto «lo omitido» como «lo hecho» forman partes del «contenido»7. Más recientemente, Rawdon Wilson nos recuerda que la obra literaria es no   —24→   sólo la suma de todas sus partes, sino también un conjurar de partes ausentes, inexistentes. Una obra literaria es una entidad compuesta de cosas que no están ahí en las palabras del texto8. Así como el signo lingüístico comprende tanto el significado como el significante, la obra literaria comprende tanto las propiedades de la historia como las del discurso. Se puede afirmar que el autor construye al personaje. No otra cosa quiere decir la portada del primer Quijote: «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes». Se refiere tanto al hidalgo, como al libro, compuesto por Cervantes, un personaje textual, una propiedad del discurso.

Pero si la construcción realizada por el autor fuera definitiva, no habría tantas interpretaciones divergentes del carácter del personaje construido. Evidentemente, el autor no es el constructor de más autoridad. En relación al lector, el autor dispone todos los componentes -dichos y hechos del propio personaje, más las actitudes y opiniones que los demás personajes y narradores tienen de él- para que el lector a su vez los vaya componiendo, otra manera de llamar el acto de construir una imagen mental del personaje, esta vez propiedad de la historia. Cervantes ya sabía que no habría unanimidad de reacciones frente a su personaje, y la diversidad de pareceres se incorpora a las conversaciones que don Quijote mantiene con Sancho y con Sansón Carrasco al principio de la segunda Parte. En su prólogo al lector, ya al comienzo de la primera Parte, Cervantes insiste sobre la responsabilidad ineluctible del lector de entender el libro a su propia manera, es decir de ir construyendo a su propio don Quijote, Sancho y demás.

En vez de entrar en el debate «don Quijote, ¿héroe o tonto?» según la expresión del profesor Allen, y al que me he asomado en otra ocasión, tal vez sea más interesante volver al primer personaje ideado por Cervantes y ofrecido al lector para que éste completara el montaje. Me refiero a un soldado español cautivo cinco años en Argel, a «un hombre llamado Cervantes», en la feliz expresión de Louis Combet9. Cervantes, y no Cervantes Saavedra, como han hecho ver Françoise Zmantar y Mauricio Molho10. La Información de   —25→   Argel de 1580, que Cervantes orquestó poco antes de salir de la metrópoli norafricana puede leerse como la construcción o el intento de un autor de construir un personaje, una especie de modelo para armar. Estoy consciente, al homologar la construcción de este hombre llamado Cervantes con la construcción de aquel otro hombre llamado don Quijote, de apartarme de la corriente del uso, que insiste en el carácter «rigurosamente histórico» de la Información. Pero ya hemos insistido en la no-diferencia entre persona y personaje, y repito que el proceso de textualización o conversión en lenguaje imposibilita el conocimiento directo de la realidad. Lo que se conoce es la representación, así que se borra la distinción entre realidad y ficción, o como ha hecho ver Robert Scholes, la textualización automáticamente convierte todo lo narrado en una ficción11.

El texto de la Información está organizado de una manera típicamente cervantina, con un juego de intermediarios entre el lector y lo que en el Quijote se llamará «la verdad de la historia». Hay un «autor», Cervantes, que formula una serie de preguntas que han de ser contestadas por una serie de testigos, también convocados por el mismo Cervantes. Pero el Cervantes-autor está reemplazado en el texto por una especie de narrador intradiegético llamado Pedro de Rivera, Notario Apostólico, quien asume el papel de voz principal y que convierte tanto lo escrito por Cervantes como lo dicho por los testigos en discurso indirecto. Es de notar también que hacia el final la voz de Pedro de Rivera cede a la del Padre Juan Gil, Redentor de Cautivos. Luego hace su aparición, y habla en voz propia, un testigo llamado el Dr. Antonio Sosa, que a su vez cede la palabra de nuevo al Padre Juan Gil12.

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Dicho de otra manera, el texto de la Información, como todo texto narrativo, posee una dimensión de lo que a partir del formalismo ruso ha venido llamándose «historia» por una parte, y otro aspecto constituido por el «relato» o «discurso» por otra, términos que hemos utilizado ya pero que conviene repetir aquí. Es más, este discurso alude también a su propia producción, como el texto del Quijote, simultáneamente discurso y metadiscurso. La historia son unos acontecimientos que se supone llevados a cabo por unas gentes en Argel. El discurso es la expresión o plasmación textual de los mismos.

La historia se cuenta, o está dividida entre dos subcategorías del discurso. Aparece primero en las preguntas originalmente formuladas por Cervantes, que contienen fragmentos narrativos o descriptivos. Luego, cada testigo contesta a toda la serie de preguntas, por su número, a veces simplemente afirmando la verdad de lo contenido en la pregunta, a veces repitiendo fragmentos del texto de la pregunta, y a veces añadiendo detalles o supliendo episodios enteros. Vamos a ver ahora a base de qué criterios el autor Cervantes construye al personaje textual «Serbantes», un carácter, en el sentido de un haz de cualidades morales para ser juzgadas favorable o desfavorablemente13. Éstas se insinúan por medio de descripciones más o menos estáticas y mediante varias instancias narrativas de donde se las puede inferir.

La tercera pregunta saca a relucir el linaje, en sus dos vertientes de clase y casta, base de todo concepto de identidad en aquella sociedad. Cervantes (perdón, Pedro de Rivera) afirma que: «el dicho Miguel de Serbantes es cristiano viejo, hijodalgo, y en tal tenido y comúnmente reputado y tratado de todos»14. Esta declaración está apoyada por la opinión del primer amo. En la cuarta pregunta «su   —27→   amo... le tuvo en lugar de caballero principal» (p. 50), y en la quinta «su patrón... le tenía por hombre de mucha calidad» (p. 50).

El carácter se construye también mediante el conocimiento y cotización de las amistades y asociaciones del sujeto. Varias preguntas se ocupan de esta versión del «dime con quién andas, y te diré quién eres». En la segunda, «Serbantes» «se perdió... con otras personas principales que allí se perdieron, caballeros, capitanes, soldados» (p. 49). En la quinta y sexta: «deseando hacer bien a muchos cristianos principales, caballeros, letrados, sacerdotes... Se favoreció del favor de don Antonio de Toledo y de Francisco de Valencia, caballeros del hábito de San Juan, que entonces estaban cautivos... Dio orden como catorce cautivos de los principales... se escondiesen en una cueva» (pp. 50-51). En la catorce: «dio parte de este negocio a muchos caballeros, letrados, sacerdotes y cristianos..., y otros de los más principales..., que sería hasta número de sesenta, y toda gente la más florida de Argel» (p. 56). En la diecinueve: «Siempre y de contino ha tratado, comunicado y conversado con los más principales:... sacerdotes, letrados, caballeros..., los cuales se holgaban de tenerle por amigo: particularmente los padres redentores (Fr. Jorge Olivar del reino de Aragón y Fr. Juan Gil de Castilla) le han tratado, comunicado y conversado con él, teniéndole a su mesa y conservándole en su estrecha amistad» (p. 60). Parece que este «Serbantes» no se movía sino, en las palabras del Buscón don Pablos, «entre caballeros y gente principal».

La pregunta dieciocho se dedica a la importancia de las costumbres en la construcción del carácter del personaje, sobre todo en lo que se refiere a la fe religiosa. Se afirma que «Serbantes» «vivió siempre como católico y fiel cristiano, confesándose y comulgándose en los tiempos que los cristianos usan y acostumbran, y que algunas veces se ofrecía tratar con algunos moros y renegados, siempre defendía la fe católica posponiendo todo peligro de la vida, y animaba a algunos que no renegasen, viéndoles tibios en la fe, repartiendo con los pobres lo poco que tenía, ayudándoles en sus necesidades, así con buenos consejos como con las buenas obras que podía» (p. 59). Poco le falta a este «Serbantes» para ser santo, según se cuenta que era de constante, piadoso y fervoroso.

El carácter también se construye, como sabía Henry James, a través de los incidentes, lo que el personaje hace, plasmado en una serie de instancias narrativas. La importancia de los hechos, en función de un proyecto a realizar, se anuncia ya en el preámbulo, obra no se sabe si de Cervantes, de Pedro de Rivera, o del Padre Juan Gil. «Por estos artículos sean preguntados los testigos que Miguel   —28→   de Serbantes presentare acerca de las cosas que ha hecho para conseguir su libertad y la de otros muchos caballeros, mientras estaba cautivo en Argel, por las cuales pretende que Su Magestad le haga merced» (p. 49).

La narración empieza en el lugar y tiempo de la enunciación para pasar en seguida al terminus a quo del tiempo de lo enunciado. «Como ha cinco años que el dicho... Serbantes está cautivo en este Argel y que se perdió en la galera del "Sol" el año de 1575, la cual galera iba de Nápoles a España» (p. 49).

En la cuarta pregunta se narra el primer intento de evasión: un moro que los iba a llevar a Orán, varias jornadas caminadas, fuga del moro, regreso forzado a Argel (p. 50).

Las preguntas cinco a diez narran el segundo intento de evasión: la fragata que había de venir desde Valencia o Mallorca, el encerramiento en la cueva, la traición del renegado el Dorado, el asumir «Serbantes» toda la culpa sobre sí mismo. «Dijo a sus compañeros que todos le echasen a él la culpa, prometiéndoles de condenarse él solo, con deseo que tenía de salvarlos a todos» (p. 52), lo que se repite en discurso directo ante el rey Hasán. Aquí este «Serbantes» construcción de Cervantes no sólo se echa toda la culpa; se echa el papel del cordero de Dios que quita los pecados del mundo, no muy distinto del mismo procedimiento llevado a cabo por Guzmán de Alfarache, que no cesa de proclamar que «yo sufro las afrentas de que nacen tus honras».

En las preguntas once y doce se narra el tercer intento de evasión: un moro que va a Orán con cartas para el marqués don Martín de Córdoba pidiendo que envíe unas espías; captura, vuelta a Argel, condenación y muerte del moro mensajero; dos mil palos para «Serbantes».

Las preguntas trece a diecisiete narran la cuarta tentativa de evasión y el rescate de «Serbantes». Un renegado, antes llamado el Licenciado Girón y después Abd-ahá-Ramen, arrepentido de haber renegado, compra una fragata con dinero del mercader valenciano Onofre Ejarque. «Serbantes» reúne a un grupo selectísimo de «evadiendos». El rey Hasán se entera, por un renegado florentín llamado Caybán, confirmado por el Dr. Juan Blanco de Paz, produciendo así «gran enemistad con el dicho Dr. Juan Blanco, por ser cosa cierta que él era descubridor» (p. 56). Onofre Ejarque, temoroso de perder su dinero y que «Serbantes» pierda la vida, le pide que se deje rescatar por él y que se ausente de Argel. «Serbantes» se niega, asegurando a todos que «él tomaría sobre sí todo el peso de aquel negocio, aunque tenía [sic] cierto de morir por ello» (p. 57). Otra vez el   —29→   cordero redentor. «Serbantes» mismo se entrega al rey, sufre interrogatorios y torturas sin delatar a sus compañeros. El rey se enoja, le mete en la cárcel para moros, dentro del palacio. «Serbantes» pasa cinco meses encerrado allí, con riesgo de ser trasladado a Constantinopla, lo que significaría no salir nunca del cautiverio. El Padre Juan Gil, movido de compasión, pone 500 escudos de oro en oro para su rescate, que Hasán acepta. «Serbantes» cobra su libertad en el mismo día en que el rey Hasán Bajá se embarca para Constantinopla (p. 59), coincidencia que no estaría fuera de lugar en el Persiles.

Hasta aquí las preguntas han ofrecido la narración de las proezas de «Serbantes», siempre fiel a su fe y su rey, y siempre al servicio de sus compañeros. A partir de la vigésimaprimera y continuando hasta la última se narra la historia del Dr. Juan Blanco de Paz. La aparición de este personaje como antagonista de «Serbantes» ha sido preparada ya en la pregunta quince, donde aparece como delator de la cuarta tentativa de evasión. El narrador se vuelve totalmente omnisciente aquí, capaz de conocer las motivaciones e intenciones secretas del Dr. Blanco, sobre las que insiste una y otra vez. Por ejemplo: «la cual enemistad se causó por el dicho... Blanco haber manifestado al dicho rey Hasán» (p. 60); «el dicho Dr. Juan Blanco, viéndose aborrecido de todos, corrido y afrentado y ciego de la pasión» (p. 61); «para efectuar su dañado deseo» (p. 61); «para efectuar su mala intención, pensando que con esto quitaría el crédito del dicho Miguel de Serbantes» (p. 61); «para que el dicho Miguel de Serbantes no publicara en España la traición que el dicho Dr. Juan Blanco de Paz le había fecho, procuró... y para esto andaba sobornando a algunos cristianos» (p. 62). Los actos realizados como resultado de estas motivaciones siniestras se narran más o menos escuetamente: Blanco delató a «Serbantes» y los dos quedaron enemigos (p. 56); Blanco amenazaba con tomar información contra «Serbantes» (p. 61); Blanco afirmó ser Comisario del Santo Oficio sin serlo, y se puso a tomar informaciones en calidad de funcionario de la Inquisición (pp. 61-62); Blanco procuró tomar información contra «Serbantes» y sobornó a algunos cristianos para que depusieran contra él (p. 62).

Se revela aquí, efectivamente, el juego de elementos narrativos que a partir de E. M. Forster se considera que constituyen una trama (plot) frente a una simple serie de acontecimientos. Aquí aparece una estructura de relaciones de causa y efecto montadas alrededor de un conflicto entre un protagonista y un antagonista. La lógica narrativa, lo que el historiador Hayden White llama emplotment (¿entramación?) no podría ser más completa ni más convincente. Blanco   —30→   de Paz amenaza con tomar información contra «Serbantes» «para hacerle perder el crédito y toda la pretensión que tenía de que Su Magestad le había de hacer merced» (p. 61). Estamos ahora en condiciones de ver que toda la Información de Argel es una réplica, una contra-información a las informaciones tomadas por el Dr. Blanco de Paz. Es de notar que Blanco surge como antagonista sólo hacia el final del discurso, después que Cervantes ha dejado los materiales para la construcción de «Serbantes»: su linaje limpio e hidalgo, sus buenas costumbres, sus amigos principales, sus hazañas heroicas y su increíble espíritu de sacrificio. Al final final de las preguntas se ofrece una especie de retrato moral del Dr. Blanco, que se opone punto por punto al ofrecido antes a propósito de «Serbantes». Blanco «ha sido un hombre revoltoso y enemistado con todos». Nunca decía misa; nunca rezaba las horas canónicas; nunca confesaba ni comulgaba a ningún cristiano; nunca visitaba ni consolaba a los enfermos. Dio un bofetón a un religioso y dio de coces a otro (p. 62).

El lector de la Información de Argel ya dispone de los materiales para la construcción del personaje «Serbantes», a través de lo contenido en las veinticinco preguntas. Tal como está organizado el texto del documento, estas preguntas se ofrecen al lector como una unidad, interrumpida sólo por las divisiones entre una y otra, el número de cada pregunta, y unas breves fórmulas del lenguaje oficial. El texto de las veinticinco preguntas, dicho de otra manera, ofrece la misma forma que cualquier texto narrativo de ficción: una continuidad que finge recrear el fluir de la vida, interrumpida por las divisiones entre capítulos, el número y título de cada nuevo capítulo, etc. Las respuestas de los testigos siguen una tras otra el texto de las veinticinco preguntas, así que resulta sumamente difícil relacionar las respuestas de los testigos con el contenido de la pregunta que se contesta. La disposición espacial de los elementos del texto así imposibilita el intento del lector de integrar los nuevos datos aportados por los testigos a la narración. Dicho de otra manera, la disposición formal del texto frustra la coherencia y continuidad narrativas en beneficio de la construcción de un retrato moral, o de una serie de retratos morales del personaje.

Concluimos que no hay ninguna diferencia fundamental entre la construcción del personaje textual llamado «Serbantes» y el llamado «don Quijote» por sus respectivos narradores y compañeros de texto. Las prácticas discursivas en uno y otro caso se parecen extrañamente: un «historiador» que se nombra en el texto (Cide Hamete Benengeli y Miguel de Cervantes) pero que nunca habla en él; un narrador-redactor que presenta el texto escrito por el «historiador»;   —31→   intervención de otros personajes todos preocupados por fijar la personalidad del protagonista; y presencia de un antagonista (me refiero a don Diego de Miranda y al Dr. Juan Blanco de Paz respectivamente) cuyo retrato moral se opone punto por punto al del protagonista. Tampoco parece haber ninguna diferencia fundamental entre la construcción del personaje extratextual llamado Cervantes y el llamado don Quijote, propiedades no ya del discurso, sino de la historia, eso es, de lo que se supone que hubo. El discurso presenta una serie de materiales a base de los cuales el lector irá construyendo a su personaje. En los dos casos se suscitan preguntas acerca de lo que no está narrado. Por ejemplo, en el caso de Cervantes, ¿cómo pudo evitar ser empalado y muerto después de cuatro tentativas de evasión? ¿Hubo alguna amistad secreta con algún personaje poderoso que pudo interceder a favor suyo? En cuyo caso, ¿qué podemos decir de su constancia de cristiano? ¿Qué de su orientación sexual?15 En el caso de don Quijote, ¿por qué tiene que huir de casa si la mujer cuya presencia no puede tolerar vive en otro pueblo? La única diferencia que encuentro entre una y otra construcción son los grados relativos de intimidad y complejidad. Tengo la impresión de conocer mejor a don Quijote que al Cervantes de la Información de Argel, en parte porque me lo construyo a base de un texto mucho más extenso, más rico, y obra de un autor más maduro y seguro de su maestría, y en parte porque me es más fácil, por el tipo que soy, efectuar una identificación inconsciente con el lector cincuentón con sus problemas erótico-amorosos don Quijote que con el superhéroe con ínfulas de santo que sale de las páginas de la Información. Otra manera de afirmar que éste es menos verosímil que aquél.

La Información de Argel y el Quijote son dos textos que, entre ellos, borran la frontera entre lo real y lo imaginado, entre «historia» y «poesía» tal como las entendía Aristóteles. La Información ofrece una persona histórica, cuya existencia real nos consta en un sinfín de documentos, pero que se nos presenta desde fuera mediante una serie de descripciones y fragmentos narrativos que el lector tiene que organizar en un retrato coherente y totalizador, exactamente como se construye (o se construía, antes de Cervantes), a un personaje de ficción. Por otra parte, el Quijote ofrece un personaje de ficción que se construye exactamente como hacemos las personas   —32→   reales, a base de un proyecto inicial, de contextos discursivos preexistentes y contemporáneos, de conflictos intrapsíquicos no resueltos en la adolescencia, y a base de una dialéctica ineludible con personas e instituciones.

En última instancia, Cervantes no ofrece personajes, sino la posibilidad de construir vidas. El concepto de personaje literario de moda hoy, que es básicamente un concepto estructuralista, permanece estático. El personaje se reduce a un puñado de características (traits) o a una función necesaria a la marcha de la acción (actant). «Vida», en cambio, supone un proceso histórico de existencia en el tiempo, en relación dialéctica con la situación y persona-persona.

El Cervantes que me construyo (y conviene recordar que Mauricio Molho le llama siempre «el supuesto») es el más genial de los ingenios porque ha sabido proporcionar materiales discursivos tales que piden que me pregunte por las motivaciones ocultas de los personajes, y que me permiten, o autorizan, o simplemente fuerzan a que les construya una vida que desborda los límites del texto verbal.