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La destrucción del personaje en la obra cervantina: Andanzas y desventura del malogrado mozo de campo y plaza
Afortunadamente, Cervantes se equivoca... Afortunadamente, claro, para los cervantistas, quienes hallamos en los viejos deslices cervantinos un rico filón para nuestro trabajo, una bendita excusa para nuestras divagaciones y -sobre todo- un gran consuelo para nuestra mal disimulada mediocridad. Después de haber escrutado minuciosamente el texto del Quijote, nos parece obligado manifestar cierta extrañeza -cuando no una directa desaprobación- ante el errático trotecillo del rucio, los caprichosos bautismos de Teresa Panza, o -como en el caso que ahora me ocupa- la misteriosa y prematura desaparición de ese criado que sirve en casa de Alonso Quijano. Merced a esta extrañeza, hoy podemos explicar algunos errores achacables a un complicado proceso de edición y reimpresión; pero también sabemos -y esto es, sin duda, lo más reconfortante- que algunas veces el genio se equivoca, y que, como reconoce el propioCervantes por boca del bachiller Sansón Carrasco, aliquando bonus dormitat Homerus.
—95→Pero ocurre también que de dicha extrañeza (y, en ocasiones, de nuestra probada incapacidad para superarla) se derivan conclusiones que apuntan, con demasiada ligereza, a un nuevo descuido cervantino. Y así, v. gr., la mayor parte de los críticos que muestran su sorpresa ante la fugaz andadura narrativa del mozo, atribuye su desaparición a un disculpable olvido de Miguel de Cervantes105. Hoy quiero aprovechar la atención que me dispensa este discreto senado, para demostrar la imposibilidad de que el autor se olvidase del malogrado mozo de campo y plaza. Al margen de las razones que a continuación voy a exponer, me parece incuestionable que, desde la aparición de este personaje en el capítulo primero de la novela, el único hecho probado es su ausencia a lo largo de los capítulos restantes; y sé, gracias a los cancioneros del siglo XVI, que va muy errado «quien dice que la ausencia causa olvido»
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«Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera» |
(I, 1). |
De un plumazo, con un solo aliento narrativo, Cervantes presenta a los tres personajes que pueblan el entorno espacial más próximo al hidalgo. Ama, sobrina y mozo constituyen, lato sensu, la «familia» de don Quijote, puesto que los tres viven en su hacienda («tenía en su casa») y los tres dependen de su endeble economía doméstica. En un principio, pues, no parece extraño que Cervantes haya bosquejado sus desiguales contornos inmediatamente después de haber presentado a su protagonista; y tampoco se escapa a la lógica interna del discurso el hecho de que los haga aparecer, simultáneamente, en la primera -y, por ende, privilegiada- secuencia de la trama.
Lo sorprendente es que, frente al reiterado y cíclico retorno del ama y la sobrina (que reaparecen cada vez que don Quijote regresa a su aldea), el mozo de campo y plaza rompe, con su prematura extinción, el rígido y complejo sistema actancial que Cervantes ha esbozado en los primeros compases de su obra. Nótese que, en efecto,el lector se enfrenta a una estructura simétrica (por lo demás, típicamente —96→ dramática)106, con un espacio cerrado y bien delimitado -la casa del hidalgo-, ocupado por cuatro personajes que, como elementos de un sistema, se definen e individualizan por oposición y semejanza a los elementos restantes. Basta con enfocar la lente crítica sobre esta primera secuencia, para advertir con claridad que Cervantes busca un enfrentamiento por parejas: En virtud de la edad, la pareja de jóvenes (mozo y sobrina) se opone a la pareja de viejos (hidalgo y ama); por su status social, los amos (hidalgo y sobrina) se oponen a los criados (ama y mozo); y atendiendo, en fin, al sexo de estos personajes, resulta que bajo un mismo techo conviven, en sospechosa promiscuidad, dos hombres y dos mujeres. Esto quiere decir que cada uno de estos cuatro personajes presenta una característica que le vincula a uno de los otros tres, al tiempo que le enfrenta u opone a los dos restantes. Insisto en que la simetría de este esquema no puede ser más perfecta, lo cual es un buen exponente de su estudiada elaboración:
—97→Naturalmente, la inopinada desaparición del mozo rompe este juego de similitudes y contrastes, y obliga a reflexionar sobre las causas que justifican su presencia y, por supuesto, su ausencia.Como aún es pronto para llegar a una conclusión medianamente aceptable, voy a rogarles que, de momento, se queden con esta imagen del «baile de parejas»; estoy seguro de que habrá de serme muy útil a la hora de formular mi definitiva -y, tal vez, disparatada- conclusión postrera.
En otro orden de cosas, conviene subrayar un hecho que, pese a su importancia, tampoco ha merecido demasiada atención por parte de la crítica cervantista: después del hidalgo Quijada o Quesada, el mozo resulta ser el personaje mejor caracterizado en esta primera secuencia del Quijote. Ama y sobrina son, en un principio, únicamente eso (e implícitamente, si se quiere, «ama del hidalgo» y «sobrina del hidalgo»), mientras que el mozo que luego no volverá a aparecer es «mozo de campo» y, a la vez, «mozo de plaza». Ha emprendido, pues, Cervantes la construcción de estos tres personajes valiéndose de tres designadores perifrásticos107 («ama», «sobrina», y «mozo») que cumplen la función de incluirlos dentro del sistema actancial que acabo de proponer; y, simultáneamente, los definen por vía de su relación con don Quijote. Pero lo más curioso es que Cervantes añade dos complementos del nombre, coordinados entre sí, que modifican y perfilan concierta nitidez el designador referente al personaje más irrelevantede los tres.
Ciertamente, este proceder del narrador causa extrañeza; extrañeza que se acentúa mucho a la hora de analizar los predicados que dicho narrador atribuye a cada uno de esos tres designadores.El ama pasa de los cuarenta (más adelante sabrá el lector que le falta poco para ser cincuentona); la sobrina, por fortuna, aún no ha alcanzado la veintena; el mozo -de quien ya no es preciso hacer referencia a su edad, puesto que va incluida en uno de los significados que posee el propio designador de «mozo»- ensilla habitualmente el rocín, toma con frecuencia la podadera... y, en definitiva, sirve para desempeñar cualquier faena, doméstica o agrícola, que les ea encomendada (no otra cosa viene a decir el «así... como»...) El contraste entre la sobria caracterización del ama y la sobrina, y la detallada presentación del mozo, se me antoja bastante desproporcionado y, por consiguiente, muy significativo; si a ello se añade la —98→ cuidadosa redacción del párrafo -basada en paralelismos sintácticos y semánticos, y en la repetición de estructuras bimembres-, me parece obligado buscar alguna explicación que demuestre la imposibilidad de que Cervantes gastara tanta y tan buena pólvora sólo en salvas.
Pero antes de aventurar mi explicación -que, ya lo anticipo, no pasará de la mera conjetura-, conviene averiguar si el nulo rendimiento del mozo obedece a la propia tiranía de un argumento que no le brinda ocasiones para reaparecer. Tras el somero análisis de los procedimientos utilizados para su construcción, ha quedado suficientemente probado que Cervantes no puede haberse olvidado, por descuido, de un personaje al que ha focalizado en una de las secuencias más privilegiadas de la novela. De ahí que no falte quien propugne que la irrelevancia del mozo -y, hasta cierto punto, también su impertinencia- se deriva, por un lado, del propio devenir de la historia narrada, en cuyos sucesivos episodios podría no haber lugar para el retorno del criado108; y, por otra parte, de la aparición de un nuevo personaje que asume la función supuestamente destinada al servidor traspapelado109.
Sin embargo, resulta evidente que, sin necesidad de desplazar al mozo del espacio referencial imaginario que desde un principio le ha sido asignado, hay a lo largo de la historia un buen número de situaciones que hacen posible -e, incluso, casi necesaria- la presencia de este personaje. Posible es, desde luego, que reaparezca en el capítulo quinto de la Primera Parte, cuando don Quijote-Valdovinos-Abindarráez es conducido a su morada; y es necesaria su colaboración en el capítulo sexto, donde el acarreo de libros originado por el escrutinio y la quema pide unos brazos más robustos que los del ama y la sobrina; y parece imprescindible recurrir a su variada capacidad laboral a la hora de tapiar el aposento de los libros, en el séptimo capítulo. En el último, en fin, de esta Primera Parte, cuando don Quijote aparece en su aldea, Cervantes echa mano de un anónimo
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muchacho para que acuda «corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y señor venía flaco y amarillo...»
Sabemos que aquel día «acertó a ser domingo»
, y que «la gente estaba toda en la plaza»
; toda, por lo visto, menos el mozo de campo y plaza, que ni corre a avisar a las mujeres ni sale a recibir a su señor.
No son menos numerosas las situaciones propicias al retorno del mozo en la Segunda Parte del Quijote. Los capítulos primero, segundo, tercero, cuarto y sexto -el quinto tiene por escenario la casa de Sancho- transcurren en la hacienda de Alonso Quijano; sin embargo, no hay ni un solo eco de las sigilosas pisadas del mozo, ni siquiera cuando el bachiller Sansón Carrasco hace recuento de los reparos que han puesto algunos lectores ante los manifiestos deslices cervantinos. De aquí deduzco, una vez más, que Cervantes, lejos de haberse olvidado del mozo (lo cual constituiría un error por omisión, y exigiría una justificación dentro de este catálogo de errores), lo silencia intencionadamente tan pronto como considera que ya ha desempeñado, de soslayo, su jocosa pero delicada función.
Termino, a vuela pluma, este apresurado recorrido por los episodios en que hubiera sido posible la reaparición del criado. Poco antes de morir, Alonso Quijano hace testamento y distribuye sus bienes entre sus deudos y allegados. Al acordarse del servicio, regala al ama «veinte ducados para un vestido»
(II, 74), y ordena que lesean retribuidos los salarios que le adeuda. Al mozo, por lo visto, no le debe nada: ni siquiera tiene cabida en el testamento de su amo.
Sostienen algunos cervantistas que el mozo de campo y plaza constituye un primer boceto, enseguida desechado, de la figura del escudero. En tal caso, la mera aparición de Sancho Panza bastaría para justificar el misterioso desvanecimiento del criado, sin necesidad de que medie ninguna otra explicación por parte de la instancia narradora. No es éste el momento, ni tengo aquí ocasión de examinar los argumentos aducidos por quienes postulan esta hipótesis110; pero la traigo a colación porque, en el supuesto de que sea válida, —100→ plantea un enigma que acentúa aún más la perplejidad expuesta en estas líneas. Si Cervantes esboza al criado con el fin de que desempeñe la función de escudero, ¿por qué cambia de idea en el momento de dar compañero a don Quijote? Y afinando un poco más, cabe llegar a preguntarse si, a pesar de que apenas ocupan dos renglones, las andanzas y correrías del mozo de campo y plaza descubren un comportamiento que sería inaceptable en el escudero de un caballero andante.
Entro así, de la mano de este lance escuderil que hubiese querido estudiar con mayor detenimiento, en el terreno en que me muevo más a gusto: la selección del vocabulario, y el análisis de sus significados. En mi opinión, éste es el campo -el semántico- en donde germinan los remedios a tantos quebraderos de cabeza como me hadado el mozo. Y aunque soy consciente de que los frutos de mi trabajo no se ven a simple vista, voy a decir de una vez por todas -con perdón, eso sí, de las señoras- que lo que aquí está pasando es que el mozo se acuesta (alternativamente, en ménage à trois, o según les venga en gana) con el ama y con la sobrina. Cervantes se regodea en la construcción de este anónimo y efímero personaje; lo perfila con muy pocos trazos, pero todos firmes, seguros y, sobre todo, muy intencionados; no dice acerca de él ni una sola palabra que no le caracterice como un ser deshonesto y rijoso, harto feliz con el cometido que el narrador le asigna por debajo del significado principal de cada término empleado en su presentación. Tan lasciva conducta le incapacita como escudero del casto -y, sin duda, impotente- don Quijote; recuérdese, v. gr., que Sancho Panza, siendo gobernador, «puso gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de día ni de noche»
(II, 52).
Es innegable que Cervantes juega con el doble -o múltiple- significado de las palabras, y que conoce mejor que nadie la dimensión erótica que poseen muchos significantes en la lengua coloquial111. Estudiante, soldado, cautivo, tal vez alcahuete... ¿Ha de faltar la picardía erótica en la obra de este hombre socarrón y pendenciero? No, claro que no. La virtuosa ambivalencia del mozo de campo y plaza —101→ no se reduce al ámbito laboral: en el sexual, y ante la presumible incapacidad de Alonso Quijano, vale para satisfacer la concupiscencia de dos mujeres tan distintas como una señorita veinteañera y una criada cuarentona. O, dicho con la elegante malicia de Cervantes, sirve tanto para «ensillar el rocín» como para «tomar la podadera».
Soy consciente del riesgo que supone sostener estas afirmaciones en un foro de conspicuos cervantistas. A quienes les ofenda mi heterodoxia, he de recordarles que el rocín sólo se ensilla cuando va a ser cabalgado (y sobra, desde luego, cualquier explicación acerca del alcance erótico de verbos como «cabalgar», «montar», «galopar», «correr postas», etc.) Pero ocurre, además, que la propia acción de ensillar arrastraba, illo tempore, una notable carga erótica, a juzgar por lo que versifica don Sebastián de Horozco en su Teatro universal de proverbios:
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Es muy posible que Cervantes, por vía de estos juegos de palabras, se esté burlando desde un principio de la escasísima o nula capacidad sexual del viejo hidalgo. Si se recuerda ahora el «baile de parejas» con que he abierto esta orgía crítica, parece lógico pensar que, por afinidad en la edad, sería Alonso Quijano el encargado de «ensillar» el rocín del ama; pero resulta que es el mozo quien ejerce de gallo en corral ajeno, sin duda porque el gallo titular ha perdido el vigor de los años floridos. Y esto me parece singularmente atractivo: Si es válida mi interpretación, es evidente que un lector -u oyente- del siglo XVII sabía, desde el inicio de la novela, que la férrea castidad de don Quijote es más forzosa que voluntaria (recuérdense los escarceos baldíos de Maritornes y Altisidora).
En mi favor, debo alegar también que la literatura satírico-burlesca de los siglos XVI y XVII -y téngase bien presente el carácter paródico del Quijote-, cuando quiere dar a entender que un criado ocupa, en la cama, el lugar de su señor, recurre con frecuencia a la metáfora de la silla. Góngora me avala en este punto:
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Insisto en que el lector del Siglo de Oro entendía perfectamente que, cuando el mozo «ensillaba el rocín», se disponía a «montar» sobre esa «silla» en la que ya no «cabalgaba» su señor. Y estoy seguro de que aún entendía mejor el significado oculto de «tomar la podadera». En una sociedad eminentemente agraria, casi todos los verbos que aluden a las faenas agrícolas tienen un extraordinario rendimiento metafórico en el universo del discurso erótico («segar», «sembrar», «regar», «cavar», «moler», etc.) Y «podar», desde luego, no constituye una excepción:
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Me asombra la minuciosa y perfecta elaboración de este brevísimo pasaje, y aún más el hecho de que tamaño alarde de maestría técnica haya pasado inadvertido. Probablemente, Cervantes conocía docenas de expresiones que aludían, con sus dosis de guasa y de malicia, al acto sexual. Pero tras un riguroso proceso de selección, elige «ensillar el rocín» porque el rocín es el caballo de trabajo (el ama trabaja para Alonso Quijano); y también porque el rocín es el caballo de mala traza y poca alzada, équido viejo y estropeado como habría de estarlo el ama casi cincuentona de un pobre hidalgo manchego. Y todavía más premeditada, si cabe, se me antoja la elección de «tomar la podadera». El refranero, auténtico vademecum del
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hombre de campo -y «mozo de campo» es el culpable de estas líneas-, advierte que «si quieres tu viña moza, pódale todas las hojas»
; y, algo más libertino, añade que «a la moza y a la parra, alzallela falda».
Hay, por lo visto, una secreta relación -tal vez demasiado sutil para quienes somos urbanícolas- entre la acción de podar (entendida como «futuere») y la edad, siempre juvenil, de la mujer «podada». De ahí que el experto mozo de campo y plaza tomase la podadera cada vez que se disponía a faenar con una jovencita «que no llegaba a los veinte»
. ¡Con razón dice don Sebastián de Covarrubias que el hombre de plaza es «hombre regocijado»
!115
No creo que los primeros capítulos del Quijote respondan al planteamiento de una novela corta, del género de las Novelas ejemplares116. Sin embargo, es obvio que, como afirma Donatella PiniMoro, «el viraje que la novela experimenta a la altura del capítulo 7 del Primer Quijote..., marca una notable liberación del tono más exclusivamente paródico de los primeros capítulos»117
. Y así, sumando a mis torpes argumentos el abandono de esa línea paródica, se entiende con claridad el aparentemente extraño proceder de Miguel de Cervantes. Si el mozo de campo y plaza hubiese resultado ser un personaje innecesario («un ripio», según afirma, con no poca impertinencia, don Diego Clemencín118), Cervantes lo habría suprimido en la segunda edición de 1605, cuando intenta reparar el extravío asnal. Pero el mozo no puede ser eliminado, porque realiza con pasmosa brillantez su delicada misión. Más allá de la mera eutrapelia (aunque no hay que despreciar el efecto cómico que producirían, en su tiempo, las expresiones aquí comentadas), más allá del humor por el humor, el mozo brinda al lector
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atento unos datos muy precisos para caracterizar al ama, a la sobrina y, sobre todo, a Alonso Quijano. Y Cervantes quiere que este lector discreto conozca, desde el pórtico mismo de la obra, esos detalles tan relevantes.Claro está que se trata de una información que no puede ser pregonada a voces: resulta más elegante -y, por supuesto, mucho más ingenioso- sugerirla por medio de la insinuación metafórica, de la alusión perifrástica cargada de doble sentido. Aunque con ello se corra el peligro de que el lector pacato se quede in albis, o, por el contrario, de que el lector demasiado imaginativo se exceda en su libre lectura. Porque no quiero terminar sin advertir que, de los mismos significados latentes que acabo de analizar, pueden derivarse ciertas interpretaciones
más arriesgadas y escandalosas que la que aquí he propuesto. Tal vez en otro momento me anime a estudiarlas; ahora ando muy ocupado en perseguir, entre la espesa maleza del Quijote, el rastro evanescente del sigiloso «galgo corredor», compañero sintagmático de Rocinante en el proteico albor de la novela.