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Universitat Rovia I Virgili
En la presente comunicación tendremos en cuenta nuestra anterior consideración acerca de los juegos lógicos que se presentan en el Quijote alrededor de las figuras que forman parte de la novela o de la composición de la misma, es decir, el autor, el narrador y el protagonista124. En concreto, puesto que lo que aquí nos reúne es el tema de la construcción del personaje en la obra cervantina, veremos que, aun cuando ésta es tarea del autor o, según se mire, del narrador, en el Quijote esa labor es, en parte considerable, realizada por el propio protagonista. Intentaremos mostrar, en consecuencia, que es el personaje quien construye al personaje.
1. Es al novelista a quien, en un principio, se le suponen la capacidad y dotes necesarias para la construcción de los personajes. Visto así, y salvando las cuestiones teóricas acerca de las diferencias entre autor y narrador, es a Cervantes a quien hacemos responsable de, por ejemplo, lo que sabemos a partir del primer párrafo sobre la dieta y vestido de don Quijote. Pero en el texto se sugiere, por lo menos tres veces, que también don Quijote reúne las condiciones necesarias para el ejercicio del oficio de novelista: en primer lugar, cuando piensa en la posibilidad de acabar Belianís de Grecia: «muchas
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veces le vino el deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra»
(I, 1); en segundo lugar, cuando se nos presenta especulando sobre la futura narración de sus primeros hechos de armas, él mismo cae en la cuenta, como si de un novelista se tratase, de la necesidad de un narrador -«el sabio que los escribiere»
- y, acto seguido, se encarga, también como un novelista, de la misma redacción: «Apenas había el rubicundo Apolo...»
(I, 2).
2. El novelista acude a la tradición y, a partir de ella, modifica su entorno convirtiéndolo en materia novelable; por eso podemos decir de Cervantes que acude a la narrativa anterior a él y sitúa acciones de sabor caballeresco o pastoril en la Mancha de su momento. Pero lo mismo hace don Quijote; conocedor también de la tradición narrativa, según lo que sabemos de su biblioteca, mira a su entorno y lo transforma según lo que ha leído, bien sea confundiéndolo, como ocurre, por ejemplo, en las aventuras de los gigantes (I, 8) o los ejércitos (I, 18), bien sea alterándolo según su propia habilidad manual: «de cartones hizo un modo de media celada»
(I, 1).
3. La labor del novelista a la hora de construir a sus personajes se puede sistematizar; queremos con ello decir que a él toca, por ejemplo, darles nombre, ponerles edad, dotarlos de rasgos físicos y psicológicos, vestirlos...
3.1. En lo que hace referencia a don Quijote, eso es exactamente lo que hace Cervantes en los primeros párrafos; toma como modelo un hidalgo rural, no ajeno a la tradición literaria, y nos lo presenta con un orden y modo casi pedagógico: al situarlo socioeconómicamente, nos explica su atuendo: «sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino»
; nos dice su edad: «frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años»
; su nombre: «quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana»
; sus rasgos físicos: «era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro»
; y sus aficiones: «gran madrugador y amigo de la caza..., los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a los libros de caballerías»
(I, 1). Y de ahí, su caída en la locura, la conversión del hidalgo en personaje digno de pasar a la novela, y la suplantación del novelista por parte de su personaje.
3.2. En efecto, a partir de ese momento, parece como si don Quijote, como le ocurre luego a Unamuno en Niebla con Augusto Pérez, se rebelara contra su creador y se convirtiera él mismo en novelista. —144→ Su modelo de inspiración, entonces, no puede ser otro que el que aparece en sus libros y, según éstos, se dedica a corregir punto por punto toda la labor de Cervantes.
Cambia en primer lugar su indumentaria por las «armas que habían sido de sus bisabuelos»
; renuncia luego a sus nombres y pasa a llamarse don Quijote de la Mancha; sustituye su afición a la caza por las ocupaciones propias del caballero andante y, en consecuencia, deja de conducirse como un hombre de su edad y se comporta según lo haría un joven. Vestido, nombre, afición y edad propuestos por el novelista han sido, así pues, corregidos por su personaje ya en el primer capítulo, y casi lo volverán a ser en el penúltimo, en el momento en que don Quijote decide seguir el segundo de sus modelos literarios, el de pastor, y amenaza con poner nombre no sólo a sí mismo, como ya había hecho, sino también al resto de personajes masculinos de su entorno: «él se había de llamar el pastor Quijotiz; y el Bachiller, el pastor Carrascón; y el Cura, el pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino»
(II, 73).
4. Detengámonos en esa labor de construcción de personajes y mundos a base de nombrarlos meramente, en esa facultad que, aparte de novelistas y artistas, es casi exclusiva de Dios, como se ve en el momento de la creación: «Dixitque Deus: Fiat lux. Et facta est lux... Appellavitque lucem Diem, et tenebras Noctem»
(Génesis I.3 y 5). Ya hemos visto que don Quijote se pone nombre a sí mismo y, a partir de ahí, pasa a actuar conforme a ese nombre; y pone también nombre a sus amigos, aunque luego la muerte le impide sacar adelante su proyecto. Pero también ha puesto nombre a su rocín y lo ha dotado de unas características que no eran aquéllas con las que Cervantes lo había construido; según éste, que no dice el nombre del rocín ni siquiera si lo merecía, se trata de un jamelgo: «tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit»
; don Quijote, en cambio, lo transforma pues, según él «ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban»
(I, 17), le pone nombre como esos caballos con los que compara el suyo y, a partir de ahí, Rocinante se convierte en personaje que unas veces provoca aventuras como la de los yangüeses (I, 15) y otras veces decide al azar el camino y, por lo tanto, el destino que ha de seguir su jinete: «soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza»
(I, 4). Lo mismo ocurre con Dulcinea; la que el novelista había ideado en un principio como Aldonza Lorenzo «moza labradora de muy buen parecer»
(I, 17), es transformada por don Quijote en Dulcinea del Toboso, «princesa
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y gran señora»
, y, mirando a ella, actúa don Quijote hasta el final de la novela.
5. Se puede leer así la novela como una competencia constante entre dos constructores de personajes, Cervantes y don Quijote: aquél crea primero un mundo y lo puebla de personajes, pero éste no tarda en variarlos. Claro que la voz cantante es la del primero, que castiga constantemente al segundo por esa suplantación y porque no cree en el mundo que le ha creado; del mismo modo que don Quijote sale mal parado cada vez que no cree en el mundo -molinos, rebaños,...- que le ha ofrecido Cervantes, así ocurre con las imágenes que se ha formado de su caballo y su dama: don Quijote considera a Bucéfalo y Babieca inferiores a Rocinante, pero cuando éste último pretende montar a las yeguas de los yangüeses, acaba «llevando al asno de cabestro»
; y lo mismo ocurre en su encuentro con Dulcinea, porque don Quijote la espera de una determinada manera y Cervantes le varía «las perlas de los ojos en agallas alcornoqueñas... y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo»
(II, 10).
6. Si cambiamos de óptica y, en lugar de hablar de Cervantes como novelista, consideramos a todos los que, desde dentro de la novela y ajenos a don Quijote, participan en mayor o menor grado de la narración de sus aventuras, podemos observar algo parecido. En efecto, esa primera persona que en los primeros capítulos dice estar siguiendo a otros autores y a los Anales de la Mancha para contar la historia de don Quijote, esa otra primera persona -quizá la
misma de antes según se entiendan las expresiones «el autor
desta historia»
y «el segundo autor desta obra»
del párrafo final de I, 8- que pasea por el Alcaná de Toledo (I, 9), los «autores» que no se ponen de acuerdo con el nombre de hidalgo (I, 1) o con la primera de sus aventuras (I, 2), los Anales de la Mancha (I, 2), los académicos de Argamasilla (I, 52), el pintor de la escena con el vizcaíno (I, 9), Cide Hamete Benengeli y su traductor del árabe (I, 9 en adelante), todos, en fin, incluso la tradición oral -que se sigue del «dicen» que encabeza II, 44-, aportan su parte en la construcción del personaje don Quijote; lógico será que éste, ante tanta intromisión, se rebele y ejerza el derecho de ser y actuar como él mismo desea.
7. Para terminar, no una conclusión, sino dos consideraciones generales que enlazan cuanto llevamos dicho con visiones más generales de nuestra novela. En primer lugar, al mostrar cómo don Quijote se construye a sí mismo, no estamos sino abundando en la visión de la novela como un juego en el que los diferentes actores intercambian sus papeles y que se hace patente al observar, por ejemplo,
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cómo el narrador último, sea éste quien sea, es también lector de cuanto escribe Cide Hamete Benengeli, o al descubrir que el autor, Cervantes, es un personaje lateral amigo del cura (I, 6), o, rizando el rizo, al conocer a un personaje, Ginés de Pasamonte, que es el protagonista de una novela que, contra lo que se esperaba, no se intercala. En segundo lugar, don Quijote, al decidir ser él mismo quien se dote de los rasgos que conforman un personaje literario, no hace sino seguir el ejemplo de libertad a que le convidan compañeros suyos como Rinconete y Cortadillo, que se hacen pícaros por propia voluntad, o como la misma Marcela, que decide también construir su propio personaje bajo el lema: «Tengo libre condición, y no gusto de sujetarme»
(I, 14).