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ArribaAbajo «Porque lo pide así la pintura»: la escritura peregrina en el lienzo del Persiles

Carlos Brito Díaz



Universidad de La Laguna - Tenerife (I. Canarias)

The present article attempts to illustrate the metaphorical use of an old symbol, the «world as book», in Cervantes's final work, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. The novelist's playfulness is accompanied by profound meditations on the role of art and on the well established comparison, introduced by Renaissance treatises, of painting with poetry. Contemplating a contemporary polemic on behalf of the liberality of painting, Cervantes reflects on the novel, and on the exercise of novel-writing, with the metanarrative backing of history as rendered on canvas (painting), of pilgrimage become textual unwinding (embroidery), and of the narrative, «book of books», as a simultaneous becoming of narrations and narrators (writing). The art of memory, emblematics, and the philosophical concept of the chain of Being crown this artistic allegory of the novel, as work and as genre, and of the human condition.


Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a la luz la historia deste nuevo Don Quijote que ha salido; que pintó o escribió lo que saliere...



Quijote, II, lxxi.                


A propósito de un cuentecillo sobre la mala pintura, Cervantes ya utilizaba la hermandad de las artes para aludir despectivamente al autor del Quijote espurio158. Sin embargo, fue el último vástago de su ingenio, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (publicado póstumamente   —146→   en 1617), el ejercicio más consciente de teorización y aplicación del manido dictum clásico que establecía una simbiosis entre la poesía y la pintura. El desvirtuado destino de la máxima horaciana del Vt pictura poesis y del comentario que Plutarco atribuye a Simónides de Ceos (picturam poesim tacentem, poesim eloquentem picturam) inspira argumentos suficientes para una forzada equivalencia entre ambas artes, largamente auspiciada y mantenida, hasta la extenuación de tópico, por los ingenieros del pincel y de la palabra en los Siglos de Oro159. Al empeño de la llama humanista de los tratados de Dolce, Lomazzo, Alberti o Leonardo, entre otros, la confusión se transformó en axioma y las fronteras auténticas en artificiosos paralelismos. El entusiasmo renacentista de críticos, maestros de pintura y pintores avivó la búsqueda, para el arte pictórico, de las mismas distinciones y honores concedidos a la poesía desde la Antigüedad. La persistencia de esta empresa se traslada a los siglos XVI, XVII y XVIII en forma de una encendida polémica o pleito en favor de la liberalidad o dignidad de la pintura, hasta el momento apartada de las tablas canónicas   —147→   de Marciano Capela o del latino Varrón. Tampoco fue incluida (como le sucedió a la escultura y a la arquitectura) dentro de las disciplinas del trivium y cuadrivium medievales o en los studia humanitatis surgidos con el Renacimiento, que, en su ampliación, sí acogieron a la poesía, venerada entre los estudios clásicos desde entonces160. Las deposiciones, declaraciones, comentarios y defensas161, surgidos al calor de la reivindicación de una posición social para el pintor (de artesano a artista)162 y de los privilegios económicos que conllevaba (la exención del impuesto o alcabala que gravaba toda actividad mecánica), no constituyen más que la punta del iceberg en el océano de aplicaciones que el parangón entre las artes supone para estas centurias. Hasta el Laocoonte de Lessing que pone fin (en el siglo XVIII) a la vorágine comparativa, las aplicaciones derivadas de la   —148→   identificación sinestésica entre poesía y pintura alcanzan variada fortuna, según ha demostrado Aurora Egido163, en la preceptiva, en la poética, en la pedagogía tridentina (especialmente la Compañía de Jesús, que adoptó con tanta fruición el imperativo docente de la demostración ad oculos), en el arte de la memoria (por su estrategia retórica de loci e imagines), en la recuperación de la cultura jeroglífica (de obvias implicaciones para los emblemas y empresas), en la oratoria, en la formación intelectual de las Academias, en la «lectura» de obras artísticas o, ya desde la perspectiva literaria, en la escenografía del teatro y de la «fiesta» barroca (desde los certámenes literarios a los ingenios de arquitectura efímera), en los exhaustivos ejercicios de écfrasis acentuados al amparo de la literatura epigráfica, o en los géneros de nueva creación, como la emblemática, las relaciones y las galerías y, sobre todo, en las recíprocas interferencias de pintores y escritores (o el tipo mixto de poeta-pintor o pintor-poeta), que jalonan tantas páginas áureas. No existe casi en el Siglo de Oro autor alguno que no componga una letra para un epitafio, un sepulcro, una pira funeraria, un arco conmemorativo o para cualquier «fábrica» festiva, como complemento a los dibujos, que no incluya la descripción de cuadros en sus obras, que no cite a algún pintor, que no verbalice el retrato de alguna dama o que no se entregue a las descripciones plásticas de la naturaleza, en suma, que no contemple la calidad fanopeica de la lengua. Letra y dibujo se igualan en habilidad figurativa, en proyección simbólica, en proceso creador, hasta el punto de quedar fundidos ambos en la general gramaticalización con que se aluden, recíprocamente, pintar y narrar 'describir' o Retrato y Espejo al frente de tantos libros. No es casual que despierten las formas de la poesía visual y mural164. La hegemonía del ojo sobre los otros sentidos   —149→   privilegia toda manifestación ecfrástica para suplir con la palabra la ausencia de la imagen y viceversa, esto es, intensifica la elocuencia visual para que el dibujo atenúe la cifra de la letra. La escritura se llena de estampas y grabados y la pintura de motes, lemas y epigramas en un protocolo de ilusoria similitud. El libro mismo se anticipa en la iconografía simbólica de su frontispicio165. Cervantes expone en el Persiles, como nadie supo hacerlo, el debate sobre la reversibilidad de las naturalezas de ambas artes, bajo las variantes de una teoría pictórica de la palabra y de una reflexión escrituraria de la imagen. Grafía y trazo conviven en un único dominio: el de la metanarración. La alta valoración que el propio autor tuvo de su última obra, repetidamente anunciada, es cuando menos sospechosa de la madurez artística que había alcanzado y de la profunda capacidad reflexiva en el ejercicio de novelar: Avalle-Arce había señalado que «el Persiles empieza en el punto preciso en que acaba el Quijote166».

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Es la incontenida prodigalidad verbal de Clodio167 la que anticipa la conversión de la historia de los peregrinos en pintura, como recuerdo locuaz de un pasado proyectado hacia el futuro y que se hace lección histórica en la batuta mnemónica168 del bárbaro Antonio:

... yo pondré que si el cielo le lleva a su patria, que ha de hacer corrillos de gente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pellejos, pintando la isla bárbara en un lienzo y señalando con una vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridícula de los bárbaros, y el incendio no pensado de la isla...


(II, 183)                


El esquema reducido que, de la manida fórmula horaciana, representan los emblemas integra el protocolo lúdico de las dobles bodas de Selviana / Solercio y Leoncia / Carino en el Libro II. Las embarcaciones que corren el palio son descritas con el énfasis detallista propio de las relaciones de fiestas epocales, donde menudean el aparato simbólico e iconográfico al uso. Los atributos de las cuatro embarcaciones (Amor, Interés, Diligencia y Buena Fortuna169) corresponden paralelamente a cada etapa de la progresión amorosa de las parejas: el impulso de la pasión, las gestiones de Carino, la industria de Auristela y el provechoso desenlace general. De esta forma, el episodio de los pescadores cobra el valor pictórico de una narración ilustrada con grabados emblemáticos. En su largo relato Periandro da cuenta de una visión onírica en la que cuatro alegorías desfilan bajo las entidades de la Sensualidad170, la Continencia y la   —151→   Pudicia, como una nueva pintura aleccionadora del vicio (la primera) frente a la virtud (las otras), a las que acompaña la Castidad que se ha figurado en su «hermana» Auristela, cuya encarnación emblemática desvela el propósito de la peregrina, que debe reglar su conducta de acuerdo al programa iconográfico del sueño, «hasta que con dichoso fin le dé a sus trabajos y peregrinaciones en la alma ciudad de Roma» (II, 242). Del mismo modo, la copia del retrato de Auristela que los peregrinos encuentran en la ciudad eterna (IV, 437) se ha remozado de elementos emblemáticos acordes a la superación de las tribulaciones y al cumplimiento del voto: los símbolos de la esfera (totalidad) y de la corona (soberanía de la belleza) deben reinterpretarse a la luz de lo que tanto extrañaba a su modelo («¿Qué significa haberla pintado con corona en la cabeza..., y más estando la corona partida?»): la fractura tiene aquí el valor de liberación espiritual171, de victoria sobre la oscuridad y sobre las limitaciones de la vida material, una vez que ella se ha disgregado del mundo al consumar el desarrollo purificador del peregrinaje y ganar el jubileo.

Del lienzo en el que se representa el itinerario septentrional de los protagonistas, el retrato de Auristela viene a ser la memoria abreviada o microcósmica de la pintura narrativa: la imagen reducida de la dama por artificio del pintor es perfecta analogía de la obra de arte menor que constituye el hombre como «debuxo» de Dios, a la luz de la vieja idea estudiada por Francisco Rico172. Otras variaciones en   —152→   torno a la pintura de la gallarda peregrina vienen a ser figuraciones neoplatónicas de la mnemotecnia amorosa, que fija la imagen de la hermosura femenina en el alma del amador. Arnaldo exige la posesión del retrato porque «desde el punto que vi el original le trasladé en mi alma» (IV, 423) en la creencia de que el arte sobrevive a la misma naturaleza, invertida ficticiamente en el lienzo por el pincel imperecedero de la mente enajenada. La intensidad nacida de la condición amorosa invierte la génesis pictórica: el retrato que Auristela contempla «admirada y suspensa» es ahora efecto de la materialización del que se halla grabado en el corazón amante del duque de Nemours, «más vivo y verdadero que el que me hiciste quitar del pecho y colgar en el árbol» (pág. 420). Al disolver las fronteras realidad / ficción, Cervantes discute le demiúrgica capacidad del arte como recreación de las raras (peregrinas) perfecciones del mundo físico, como el caso excepcional de Auristela, que se ve sublimada con los colores y trazos de la Idea humana, cuya palestra se ha equiparado a la del Artífice Supremo en una de las frecuentes analogías donde «el orden retórico se hace eco paso a paso del orden cósmico, reflejando dependencias, paralelismos, efectos y correlaciones173». El dictado platónico de la pintura mental viene a confirmar el deseo petrarquista de irreductibilidad de la belleza femenina al mundo sensible, puesto que tan sólo la plenitud figurativa de la donna se da en el dominio de lo inmaterial, de donde emana secundariamente la traducción tangible del pintor cuya incapacidad sólo   —153→   acierta a denotar y no a significar el absoluto plástico de la hermosura de Auristela («si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase» [III, 282]). De ahí que el artista necesite recurrir a dos de las potencias interiores del hombre -la memoria y la imaginativa- para que el recuerdo indeleble de una única visión del modelo sea aval suficiente para su reproducción174. La imagen inicial, además, es inamovible, prevalece sobre toda perturbación pasajera, de suerte tal que la percepción de la fealdad se oculta a los ojos del amor verdadero (Periandro), «porque no la miraba en el lecho en que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada» (IV, 454) y se obra como acreditación de la inautenticidad del amante que renuncia (el duque de Nemours). Del mismo modo, sobre el esbozo primitivo, Amor va trazando sus pinceladas sobre el lienzo del pensamiento en un fluir paulatino parejo a la transformación del sentimiento. El dibujo admirable que se hace de Periandro es el culpable de la rendición inconsciente de Auristela porque

el amor se le fue pintando, no como hombre particular, sino como a un príncipe; que si no lo era merecía serlo. «Esta pintura me la grabó en el alma, y yo inadvertida dejé que me la grabase, sin hacerle resistencia alguna, y así poco a poco vine a quererle y aun a adorarle, como he dicho».


(II, 171)                


El itinerario del retrato de la dama, emergido y sumergido de la narración en la plástica interior de los rivales o en la práctica exterior de pintores y copistas, es un nuevo episodio de las inversiones curiosas de la novela: el debate subyacente sobre la posesión de la obra de arte se zanja con la salomónica decisión de Periandro, que devuelve la pintura a su modelo en un regreso simbólico que, al desplazar el peregrinaje estructural al marco episódico, transforma la pintura de una historia en la historia de una pintura. La pirueta cervantina se remata con la técnica metafórica del cuadro que se halla en el interior de otro cuadro y que le sirve de glosa o clave explicativa175: la intencionada iconología de la que se reviste el retrato   —154→   (según vimos) sentencia la proyección contrarreformista de la trashumancia de los personajes; de un lado, los avatares del daguerrotipo pictórico de Auristela son el «espejo [mismo] de la vida humana regida por los azares de la fortuna»; de otro, su alegórica metamorfosis demuestra el crecimiento espiritual y la condición trascendente del peregrino andante, «cuya fuerza inmanente, indomable ante la adversidad, tenaz en la ruta que le trazó su destino, tiene su raíz más honda en la fortaleza interior que origina la más pura virtud estoica176». Del retrato, por tanto, se infiere la evolución vital del propio modelo (de hermosa dama a peregrina purificada) y las reacciones de su percepción en un guiño barroco de objetivación narrativa: las «lecturas» de la obra incluyen a la misma Auristela que se contempla con la misma fascinación que la de sus rendidos admiradores. La imagen fantástica que Auristela ve de sí misma en el retrato último es la revelación, a juicio de Cesáreo Bandera, de que «el itinerario de Persiles y Sigismunda es un itinerario a través del   —155→   mundo de la ficción177». Del motivo del retrato surge la reflexión cervantina sobre la correspondencia entre las artes. El alcance de la teoría realista que admitía la alternancia de sujetos admirables con las vilezas del humilde en contra de la exigencia de un principio de uniformidad estilística en pro del decoro, sazona la equiparación de historia, poesía y pintura que «simbolizan entre sí y se parecen tanto, que cuando escribes historia, pintas, y cuando pintas, compones» (III, 371).

Según anotaron Margarita Levisi y Karl Ludwig Selig o, recientemente, Aurora Egido178, el lienzo que Periandro encarga a un pintor al comienzo del libro III, para ilustrar «los más principales casos de su historia», organiza la disposición estructural de la narración y es cifra de riquísimos usos y funciones novelescas que perfilan, en palabras de Jorge Luis Borges, «ese juego de extrañas ambigüedades» que en la segunda parte del Quijote convierte a los personajes en lectores de sí mismos179. La conversión del relato en un lienzo que sirve de memoria sucinta de las peripecias de los peregrinos es, al mismo tiempo, enseñanza visual, lección del arte de novelar, ejercicio de écfrasis, verdad portátil, alegoría de la existencia, simbiosis pictográfica y, en primera instancia, práctica recapituladora del género bizantino180. La materia pictórica del cuadro son los episodios acaecidos en tierras septentrionales, cuyo traslado a la tabla se produce en el mismo momento en que se inicia el periplo por tierras europeas: la escisión del nórdico mundo mítico y del mundo histórico meridional se suspende con la invasión de la ficción figurativa de la pintura, que a modo de compendio plástico recuerda al lector y enseña a las gentes de los pueblos y ciudades, durante el   —156→   viaje, el relato épico de una historia amorosa. Esta microcósmica «pintura septentrional» desarrolla las cualidades del mundo «a fantasía» (ambientación exótica, técnica itinerante, hegemonía de la peripecia, barbarie versus civilización), que parece haber sido el proyecto inicial de la novela181, al que se incorpora, años después, el mundo «a noticia» del periplo por tierras portuguesas, españolas e italianas, avanzado ya en las tres historias de Manuel Sosa, el bárbaro Antonio y el lascivo Rutilio de la primera mitad, en un gesto novelesco más para difuminar las fronteras de lo maravilloso y lo real. Cervantes era sabedor del efecto compositivo que para la historia novelesca suponía el poder transmigrador de la pintura en su doble capacidad: una, la figuración de episodios ficticios en un tiempo y lugares «míticos»; dos, el carácter legendario e «histórico» que adoptan los propios personajes representados en el lienzo, cuya exhibición a lo largo de sus peripecias les otorga la perecedera inmortalidad del arte (el «lino breve» gongorino) y la abstracción ejemplarizante en la mostración docente de sus trayectorias. El lienzo, representación pictórica del mundo «a fantasía» pero asociado al mundo «a noticia», fusiona y diluye, por el efecto traslaticio del arte de la pintura, el tiempo mítico de la historia septentrional y el tiempo histórico de la narración meridional182. La tabla hace   —157→   memoria la aventura y los casos pintados se hacen historia que es, al mismo tiempo, leyenda. La nueva identidad que los personajes cobran, al reconocerse sujetos de ficción en la literatura visual del cuadro, los devuelve al debate entre la ilusoria realidad de sus vidas o la fantasía verosímil de las pinturas que los representan. Aurora Egido advirtió el proceso de écfrasis invertida, «por cuanto es la historia narrada la que se hace cuadro, y cuadro que es síntesis de ella183», desplegado a la vista de los curiosos por efecto de la palabra amplificadora. Letra a pie de imagen en solidaria convivencia pictográfica. El lienzo adopta así la naturaleza de un conjunto de grabados complementarios de la escritura de la historia de los peregrinos, que se convierte en libro ilustrado in nuce dentro de la novela. En ocasiones, pintura y escritura combinadas carecen de la elocuencia necesaria para solventar el enigma que entrañan: el gallardo caballero Diego de Parraces resucita en su escritura para revelar la identidad de su asesino, irónicamente apuntada en unos versos que acompañan emblemáticamente el retrato de una mujer y que celebran la facundia de la pintura:


Yela, enciende, mira y habla:
¡milagros de hermosura,
que tenga vuestra figura
tanta fuerza en una tabla!


(III, 301)                


Frente al lienzo catequético que Antonio adereza con tanta prodigalidad oral (III, 302 y 304), Cervantes opone el de los falsos cautivos para legitimar la autenticidad de las andanzas de Periandro y Auristela. La declaración de las figuras del «pintado lienzo» convierte el ejercicio ecfrástico en la justificación del embuste y la falsedad de los estudiantes salmantinos, a quienes salva la retórica persuasiva de su locuacidad (III, 348-9). Del mismo modo que el cuadro es mundo abreviado de la novela, en la narración se descubre una comedia en proyecto que el ingenio de un poeta se dispone a escribir sobre las vidas de Periandro y Auristela (III, 285) y un libro de aforismos intitulado Historia peregrina sacada de diversos autores (IV, 419), en el que participan como co-autores algunos de los personajes de la novela. Cervantes hace gala con ellos de otro juego compositivo, el de la obra haciéndose, bajo el pretexto de las reducciones literarias (obra dramática, florilegio aforístico) a que somete a la novela misma. En el primer caso es la visión de la pintura lo que motiva la idea de componer la comedia y la que proporciona los únicos   —158→   materiales para su argumento, toda vez que se «ignoraba el medio y el fin, pues aun todavía iban corriendo» las biografías de los peregrinos; en el segundo caso, Cervantes representa el proceso de la escritura misma, el acceso creativo del arte de novelar, mediante la producción instantánea de una suerte de máximas filosóficas que van arguyendo los personajes a solicitud del peregrino español. La Flor de aforismos peregrinos es una summa de sentencias emanadas de los «casos» particulares desarrollados en el discurso novelesco. La concreción moralizadora del aforismo «constituye, desde luego, la reducción de los trabajos de los protagonistas a esquemas mnemotécnicos que resumen éticamente y con valor de sentenciosidad el valor de su peregrinar y sus hazañas184». La escritura de la novela tiene lugar en el mismo palpitar sincrónico que la comedia o la selva de aforismos, en un efecto calidoscópico que multiplica el número de escritores de la escritura: el narrador en primera persona, que se disocia del «traductor» o autor de la historia traducida185, convoca en su narración al poeta escritor de la comedia (relato en clave teatral del relato) y al peregrino inspirador del manual aforístico (cifra filosófico-moral de la novela), escritura en la que participan los mismos personajes-escritores del relato que los sostiene y que ellos reducen a un rosario de sentencias. La audacia del escritor (Cervantes) que escribe la escritura de autores secundarios (poeta, peregrino), a su vez inductores de la escritura de otros escritores (los personajes) que escriben y son escritos, nos devuelven a la infinita cadena de escribas que inspiró al Libro Enfenido o inacabado de Don Juan Manuel o al Livre mallarmeano como metáfora de la vida186, que tanto sedujo a Borges187. Libro que es el mismo   —159→   mundo escrito o pintado -como el Persiles- de innumerables páginas de las que tan sólo vemos las primeras. En el lienzo de la novela sólo aparecen figuradas las aventuras iniciales, las del periplo nórdico, en exacta sugestión de inconclusión que la comedia y el libro aforístico in nuce. Del mismo modo la pintura: un clérigo de la cámara en Roma posee una pinacoteca del futuro, cuyos lienzos se disponían sin figuras y cuyo espacio glorioso se reservaba para «los personajes ilustres que estaban por venir, especialmente los que habían de ser en los venideros siglos poetas famosos» (IV, 440). La pintura nos reserva además una nueva analogía entre los museos artísticos y los literarios: el palacio de Hipólita (IV, 445) acoge la serie tópica de pintores de la Antigüedad que llevan el sello de la antonomasia (Parrasio, Polignoto, Apeles, Zeuxis y Timantes) junto a personales admiraciones de Cervantes (Rafael, Miguel Ángel). Escritura y pintura de la fama clásica y futura, panteón del pasado y sede de lo venidero. Junto a ellos los propios peregrinos transformados, por el sortilegio del cuadro en que se pintan sus tribulaciones, en galería pictórica que tributa su gloria a la perennidad. El cuadro-comedia-libro aforístico de la novela justifica la reversibilidad del ejercicio escriturario y pictórico de un mundo «a fantasía» (pintura de la escritura) y de un mundo «a noticia» (escritura de la pintura) en el doble itinerario, nórdico y meridional, de reducciones y ampliaciones, de síntesis y análisis, de écfrasis y sinopsis. El objetivo pactado entre Periandro y Auristela es el de alcanzar, mediante el sacrificio y la templanza, la serenidad y plenitud espirituales. El viaje y su carrera de incidentes convierten el peregrinaje en la experiencia jubilosa de la búsqueda de Dios en la tierra. Por la geografía de la resignación y la penitencia aspiran a la nueva Jerusalén o paraíso en el mundo188, imagen pintada o escrita de su Creador. Cervantes accede por la pintura a una alegoría artística de la condición humana, producto del pincel, cálamo o aguja divinos en la nómina de oficios atribuidos a Dios en la génesis del Universo. Desde la Edad Media la escritura es figuración y se vincula al dibujo. Las artes de la memoria, las retóricas y preceptivas, la pedagogía escolar, la teoría aristotélica del conocimiento pretendieron homologar el valor iconológico de la pintura con el valor ideogramático de la escritura189.

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La pintura es «libro abierto» y «escritura silenciosa»; la escritura, «pintura verbal». Las equivalencias pasan, por tanto, por la adopción de una vieja metáfora y los empleos epistemológicos o estéticos de su presencia en el Persiles: el símbolo del mundo como un libro190. La memoria del amador portugués se fija tenazmente contra el olvido con las palabras de la esperanza «en el alma impresas» (I, 100); las cavilaciones que atormentan a Periandro, ante la colaboración de Auristela en la industria de Sinforosa, resucitan el recuerdo del amor embrionario cuyas partes -dice- «grabélas en mi alma» (II, 185); el enamoramiento a primera vista arrastra a la fascinada Isabel Castrucha a una ebriedad tal por Andrea Marulo «que en casa no podía estar sin mirarle, porque quedó su presencia tan impresa en mi alma, que no la podía apartar de mi memoria» (III, 405-6). Amor y escritura alimentan en la novela usos gráficos de una casuística diversa: se escriben la amistosa incondicionalidad de Arnaldo («Dispón de mí -le dice a Periandro- a toda tu voluntad y gusto, haciendo cuenta que yo soy de cera, y tú el sello que has de imprimir en mí lo que quisieres», [I, 125]) y la alienación del servicio amoroso de Periandro («... porque no hay cláusula que añadir a la obligación en que quedé de servirte, el punto que en mis potencias se imprimió el conocimiento de tus virtudes» [II, 192]). La belleza de los dos peregrinos produce su inmediato reconocimiento por cuanto «quedaban impresos en la imaginación del que una vez los miraba» (III, 374). Inversamente, el desdén deshace la escritura del amor en el duque de Nemours (IV, 425). Constanza lee los pensamientos a la peregrina de Talavera en una intuición más deductiva que adivinatoria (III, 382); también Auristela hace gala de un «entendimiento perspicaz y   —161→   agudo» al descifrar el libro del rostro (II, 213), hasta que la vida toda se interpreta a la luz de una continua lectura de la enseñanza de los propios trabajos, «que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres» (II, 187). Con la licencia de la libertad expositiva, Ortel Banedre escribe oralmente su relato con el cálamo de la exhaustividad, de modo que «no me quedará cosa en el tintero -anuncia- que no la ponga en la plana de vuestro juicio» (III, 323). La inmortalidad de la escritura en los anales de la fama sustituye a la perennidad de la pintura cuando se suscita la inclusión en el lienzo de algunas omisiones del pintor: la fragilidad de la materia lleva al parecer de «que, no solamente no se añadiese, sino que aun lo pintado se borrase, porque tan grandes y tan no vistas cosas no eran para andar en lienzos débiles, sino en láminas de bronce escritas y en las memorias de las gentes grabadas» (III, 342). Uno de los aforismos, el del bárbaro Antonio, hace suya la vieja consigna caballeresca de la perpetuidad por la escritura de sus heroicidades: «La honra que se alcanza por la guerra, como se graba en láminas de bronce y con puntas de acero, es más firme que las demás honras» (IV, 417). También la letra escrita es refugio para evitar la confrontación directa, como las cartas de Clodio y Rutilio (II, 189 ss.), que adulteran el sentido de los esfuerzos de Periandro, cuya ansiedad comunicativa lo hace rechazar en seis ocasiones la escritura de un billete para Auristela (II, 188)191. En otro orden escriturario, la maga Cenotia incorpora a la novela, en su cita de las prácticas hechiceriles, el rito conjurador de la escritura hermética (II, 201). La simbólica cruz de los dos peregrinos, «cuyos muchos y ricos diamantes sirven de claro sobrescrito de su riqueza» (IV, 449) marca la regia condición de ambos y su distanciamiento social y natural con el resto de los personajes. En un hermoso giro metafórico, la confianza del rey Policarpo convierte a Cenotia -según ésta le recuerda- en «archivo de tus secretos» (II, 219). Novela de variados noveladores que se acogen al triunfo de la oralidad, el discurso narrativo del Persiles discurre por los meandros de la analepsis y, en menor grado, de la prolepsis192, que articulan el relato en una red de tejidos autobiográficos193 que se hilan y deshilan   —162→   al arbitrio de las necesidades del viaje de los peregrinos. También aquí opera el principio de la paradoja: al tiempo que la recuperación del pasado se reconstruye, por boca de cada narrador-intermediario entre el autor y el lector, mediante el efecto de una devanadera textual194 constante, el conjunto de tales regresos al tiempo pretérito va tejiendo el itinerario de los peregrinos, que les sirve de referencia y de hilo conductor. La metáfora de la urdimbre goza de amplia tradición como emblemática del texto195 y ha sido justificada, además, etimológicamente196 como variedad de la escritura: dice Sánchez Robayna que «lo bordado o tejido pertenece a la misma órbita metafórica de lo escrito197» y el Persiles se despliega como un amplio tapiz (tejido y pintado) de la mano de los bordadores o contadores orales de las historias que se van cosiendo a la guirnalda narrativa general198. La condición reversible del tejido textuado o del texto tejido revela de este modo la alegorización artesanal del proceso en curso de la construcción novelesca, del trenzar de la estambre en que se escriben, pintan o tejen, «que todo es uno», las vidas de los personajes. La misma naturaleza se presenta como bordadora del tálamo y alfombra vegetales en que reposan Selviana, Leoncia, Carino y Solercio (II, 210). El uso tópico se halla asociado en la novela a la identificación vida / hilo, bien en la labor mitológica de las Parcas, cuya amenaza se olvida en el canto exultante del soneto de Rutilio (I, 132), bien como subterfugio novelesco para aludir a la progresión de los hechos cuando éstos han sido suspendidos y se retoman nuevamente, pudiendo de esta forma el personaje «anudar el hilo de su historia» ante el auditorio (II, 221), bien en la industria de Auristela   —163→   para superar los mayores obstáculos, cuya discreción «había de ser el hilo que la sacase de cualquier laberinto» (II, 268), bien como representación simbólica de la fragilidad del hombre y su exposición a los avatares de la fortuna, pues «las venturas humanas están por la mayor parte pendientes de hilos delgados, y los de la mudanza fácilmente se quiebran y desbaratan...». (II, 221).

Pasado, presente y futuro encajan en las tres estrategias de la retórica narrativa utilizada en el Persiles: la pintura recrea la memoria del pasado en el lienzo mnemónico que Periandro encarga, como aval de su estoica peregrinación y para ejemplo edificador de las gentes; el bordado es análogo de la génesis paulatina de la línea novelesca, del entramado sucesivo que es el peregrinar mismo, de la textura en que el presente forja su instantaneidad transitoria, del engarce de los episodios en los curricula de Persiles y Sigismunda; la escritura es la demiurgia que signa y da fijeza al propio mundo narrativo, que textualiza, vale decir, que otorga fe de existencia gráfica a las intervenciones orales de cada interlocutor, que se van transcribiendo en la tabula rasa que la novela deja de ser. El autor (y el traductor) emulan algunas competencias laborales del Hacedor macrocósmico, cuyo pincel, cálamo y telar estimulan el tránsito de la faena artesana al ejercicio artístico. Cervantes se acerca a la reflexión epistemólogica de la novela y del arte de novelar en la exigencia metanarrativa de una obra de arte, bajo el común lenguaje de la pintura, el tejido y la escritura. El peregrino o viajero de la novela, eterno trashumante, que descansa en el sistema metafísico de la Cadena del Ser199, se entiende como la verificación de una escala ontológica de gradación moral y física: del eslabón de la barbarie a la perfección pontificial; de la Isla Bárbara a Roma, «el cielo de la tierra»; de la imperfección a la pureza espiritual. El supuesto filosófico también se argumenta en términos de arte, al explicar la progresión de Auristela en la evolución de su retrato, desde el esbozo inicial (pintura de la mera hermosura) a la tabla emblemática posterior o mediante el tránsito de la realidad vivida de la peripecia a la realidad figurada en el lienzo que contiene la historia inmortalizada. El empeño ideológico de universalización y abstracción del significado de la andadura peregrina parecen empañar la justa valoración del Persiles. Cierto es que la novela fue el resultado de un proyecto de ambición y madurez, consagrado con el alcance existencial   —164→   del periplo y de sus protagonistas. Sin embargo, el sentido final de los trabajos congenia con una proyección artística de la condición humana (la microcosmía «debuxada», escrita o tejida por Dios) y con una alegorización del novelador y del novelar (artífice y artificio) que descubrimos cuando se discuten y comentan, por él mismo o por boca de sus personajes, aspectos de la narración y del arte narrativo. La peregrinación se traslada ahora al autor, en una itinerante dialéctica que establece consigo mismo acerca de la pintura de su pintura del tejido de su bordado textual, de la escritura de su escritura.