

Últimos tiempos y últimos instantes
La salud de Chopín, con diversas alternativas, fue declinando constantemente desde 1840. Las semanas que pasaba los veranos en el campo de Nohant, en el palacete de Jorge Sand durante algunos años, eran sus mejores temporadas. Parecía encontrar allí más reposo. Como trabajaba con gusto acopiaba cada año varias composiciones; pero los inviernos le traían gradualmente un aumento de su enfermedad. El andar se le hizo primero difícil y pronto casi imposible. Desde 1846 a 1847 no anduvo casi nada, no pudiendo subir una escalera sin soportar dolorosos ahogos; desde este tiempo sólo vivió en fuerza de precauciones y cuidadoso.
Hacia la primavera de 1847 su estado empeoraba de día en día y llegó a un extremo del que se creía que no podría vencer. Fue salvado una vez más, pero esta época se señaló por una herida tan penosa para su corazón, que la juzgó mortal. En efecto, no sobrevivió largo tiempo a la ruptura de su amistad con la señora Sand, que tuvo lugar en esos momentos. Madame Staël, de corazón tan generoso y apasionado, esta inteligencia fina y viva, que tuvo el defecto de sobrecargar a menudo su frase con un pedantismo que le quitaba la gracia de la naturalidad, decía en uno de sus días en que la vivacidad de sus emociones le hacía escaparse de las solemnidades de su rigidez ginebrina: «En afectos, no hay más que comienzos.» Exclamación de amarga experiencia sobre la insuficiencia del corazón humano para cumplir todo lo que la imaginación sueña de lo bello. ¡Ah! si ejemplos de bendita grandeza no vinieran a desmentir a veces tantos ilustres y oscuros hechos que parecen dar razón a las palabras de madame Staël, de qué manera, mientras que somos, experimentaríamos desconfianzas y desconocimientos ante todos los afectos en que creíamos encontrar la figura alegórica en el antiguo cortejo de esas bellas canéphoras que no llevaban flores sino para hacer más bella a una víctima.
Chopín habló a menudo entonces y casi con lección de la señora Sand, sin acritud y sin recriminaciones. Las lágrimas brotaban en sus ojos al nombrarla, pero se entregaba con una especie de ardorosa dulzura al recuerdo enamorado de los tiempos pasados, deshojados ya de sus prismáticas significaciones. A pesar de los subterfugios que empleaban sus amigos para apartar este tema de su memoria, a fin de evitar la emoción contenida que tenía, le gustaba volver sobre ello como si hubiera querido destruir su vida por los mismos sentimientos que le habían reanimado en el pasado y asfixiarse en esta mortal resolución. Sentirse agitar -frenolir- (sic), contemplando la última desfiguración de sus últimas esperanzas, le era un último encanto. En vano se intentaba distraer su pensamiento; volvía siempre a hablar de ello, y cuando no hablaba, ¿no seguía pensándolo? Se diría que aspiraba ávidamente este veneno para tener menos tiempo que respirarlo.
Por limitados que fueran los días que le reservaba la debilidad de su constitución física, los tristes sufrimientos que le acabaron hubieran podido no serle reservados. Alma tierna y ardiente a la vez, pero exigente por sus delicadezas y sus repugnancias, se hubiera contentado con no vivir más que entre los radiantes fantasmas que acertaba a evocar y los nobles dolores a los que daba un asilo en su pecho. Fue una víctima más, una noble e ilustre víctima, de esos atractivos momentáneos de dos naturalezas opuestas en sus tendencias, que encontrándose de repente experimentan una sorpresa encantada, que toman por sentimiento duradero y elevan a sus proporciones ilusiones y promesas que no sabrían realizar. Al despertar de este sueño, es ella la más profundamente impresionada, la más absoluta en sus esperanzas y en sus adhesiones, aquella para quien sería imposible trasplantarlas, que se encuentra o rota o marchita. ¡Terrible poder ejercido por los más bellos dones que posee el hombre! Pueden llevar tras ellos el incendio y la devastación, tales como los corceles del sol, cuando la mano distraída de Phaeton, en lugar de guiar su bienhechora carrera, los dejase errar al azar y desordenar la estructura celeste.
Chopín sintió y repitió a menudo que este lazo, esta larga amistad, al romperse, rompía su vida.
Durante esta agravación se desesperó de su vida. M. Gutmann, su discípulo más distinguido y el amigo que admitió en su intimidad preferentemente durante sus últimos años, le prodigó las muestras de su adhesión. Sus cuidados y su presencia le eran muy agradables, y cuando la princesa Czartoyska llegaba, visitándole todos los días y temiendo más de una vez el no volverle a ver al día siguiente, le preguntaba, con esa temerosa timidez de los enfermos y la tierna delicadeza que le era privativa: «Si Gutmann no estaba muy cansada... si podría velarle todavía, porque su presencia le era más dulce que todas las demás.» Su convalecencia fue muy larga y penosa y sólo le devolvió un soplo de vida. En esta época cambió hasta el punto de ponerse casi desfigurado.
El verano siguiente le llevó esa precaria mejoría que la bella estación concede a las personas que se extinguen. No quiso abandonar París, privándose así del aire puro del campo y de lo saludable de este elemento vivificante.
El invierno de 1847 a 1848 no fue sino una penosa y continua sucesión de mejorías y recaídas; sin embargo, resolvió cumplir en la primavera su antiguo proyecto de ir a Londres. Cuando estalló la revolución de febrero estaba todavía en cama; por un melancólico esfuerzo parecía interesarse en los sucesos del día y hablaba de ellos más que de costumbre. M. Gutmann continuaba siendo su más íntimo y más constante visitante. Sus cuidados eran los que aceptaba con preferencia hasta el fin.
Encontrándose mejor en el mes de abril, pensó en realizar su viaje y en visitar ese país donde soñó ir cuando la juventud y la vida le ofrecían todavía sus más sonrientes perspectivas. Salió para Inglaterra, donde sus obras habían encontrado ya un público inteligente, siendo generalmente conocidas y admiradas. Dejó Francia en esa disposición de espíritu que los ingleses llaman low spirits. El interés momentáneo que se había tomado con esfuerzo en los cambios políticos desapareció en seguida. Había llegado a ser más silencioso que nunca. Si por distracción se le escapaban algunas palabras, no eran más que una exclamación de pesar. Su afecto por el pequeño número de personas que seguía viendo, tomaba los colores lastimosos de las emociones que preceden a los últimos adioses. La expresión de su indiferencia se extendía cada vez más ostensiblemente a todo el resto de las cosas. Sólo el arte guardó siempre para él su poder absoluto. Los instantes, cada vez más cortos, en que pudo ocuparse, la música le absorbía tan vivamente como los días en que estaba lleno de vida y esperanza. Antes de dejar París, dio un concierto en los salones de Pleyel, uno de los amigos cuya relación fue siempre muy constante, frecuente y afectuosa, éste que ahora rinde un digno homenaje a su memoria y amistad ocupándose con celo y actividad en la ejecución de un monumento para su tumba. Su público, tan escogido como fiel, le oyó entonces por última vez.
Llegado a Londres fue acogido con una solicitud que contribuyó a aliviar su tristeza y a disipar su abatimiento. Quizá creyó poder llegar a vencerlo echando todo al olvido hasta sus hábitos pasados. Descuidó las prescripciones de los médicos, las precauciones debidas a su estado. Tocó dos veces en público y varias veces en soírées particulares. Frecuentó mucho el mundo, prolongó sus veladas, se expuso a todas las fatigas sin contenerse por ninguna consideración de su salud.
En el palacio de la duquesa de Sutherland, fue presentado a la Reina y los salones más distinguidos se disputaban el placer de tenerle. Partió para Edimburgo, cuyo clima le fue particularmente nocivo. A su regreso de Escocia, se encontró muy debilitado; los médicos le aconsejaban que abandonase lo más pronto posible Inglaterra, pero retrasó mucho tiempo su partida. ¿Quién podría decir el sentimiento que causaba este retraso? ¡Tocó aún en un concierto dado a beneficio de los polacos. Último signo de amor enviado a su patria, última mirada, último suspiro y último pesar? Fue festejado, aplaudido y rodeado de todos los suyos. A todos les dijo un adiós que aún no creía que habría de ser el último. ¿Qué pensamientos ocupaba en su espíritu al atravesar el mar en dirección a París? Este París tan diferente para él del que había encontrado, sin buscarlo, en 1831.
A su llegada, esta vez fue sorprendido por una pena tan viva como inesperada. El doctor Molín, cuyos consejos e inteligente dirección le habían ya salvado la vida en el invierno de 1847, y al que creía deber desde muchos años la prolongación de su existencia, se moría. Esta pérdida le fue más que sensible; le trajo un decaimiento tan fatal en los momentos en que el estado de espíritu influía de tal manera en el progreso de la enfermedad, que se persuadió de que nadie podría reemplazarle, ya no tuvo confianza en ningún otro médico. Cambió desde entonces constantemente, insatisfecho de todo y no confiando en la ciencia de ninguno. Una especie de supersticioso abatimiento se apoderó de él; ningún lazo más fuerte que la vida, ningún amor tan fuerte como la muerte, vinieron a luchar contra esta amarga apatía.
Desde el invierno de 1848, Chopín no había llegado a trabajar con constancia. Retocaba de vez en cuando algunas hojas de apuntes, sin conseguir coordinar los pensamientos. Un respetuoso celo de su gloria le dictó el deseo de verlas quemadas, para impedir que fuesen truncadas, mutiladas, transformadas en obras póstumas poco dignas de él.
No dejó más manuscritos acabados que un último nocturno y un vals muy corto, como un fragmento de recuerdo. En último lugar, había proyectado un método de piano, en el cual contaba resumir sus ideas sobre la teoría y la técnica de su arte, consignando en él los frutos de sus largos trabajos, de sus felices innovaciones y de su inteligente experiencia. La tarea era seria y exigía una intensiva aplicación, incluso para un trabajador tan asiduo como lo era Chopín. Refugiándose en estas áridas regiones, buscaba tal vez huir hasta de las emociones del arte, al que prestan aspectos tan diferentes la serenidad o la soledad del corazón. No buscaba más que una ocupación uniforme y absorbente, únicamente procuraba lo que Manfredo pedía vanamente a las fuerzas de la magia: «¡el olvido!». El olvido que no conceden ni las distracciones ni los aturdimientos, los cuales, por el contrario, parecer, con una astucia llena de veneno, compensar en intensidad el tiempo que sustraen a los dolores. En esta labor diaria que «conjura las tempestades del alma», «der Seele Sturm beschwört», quiso buscar sin duda el olvido que sólo se consigue algunas, veces entorpeciendo la memoria cuando no la aniquila. Un poeta que también fue víctima de una inconsolable melancolía, buscó igualmente, aguardando una muerte precoz, el apaciguamiento de sus pesares desalentados, en el trabajo, que invoca como un último recuerda contra la amargura de la vida, al fin de esta viril elegía que llamó el ideal.
Beschäftigung, die nie ermattet, | |
Die langsam schafft, doch nie zerstört, | |
Die zu dem Bau der Ewigkeiten | |
Zwar Sandkorn nur für Sandkorn reicht, | |
Doch von der grossen Schuld der Zeiten | |
Minuten, Tage, Jahre streicht.(25) |
Pero las fuerzas de Chopín no bastaron a sus proyectos, esta ocupación fue demasiado abstracta, demasiado fatigosa. Persiguió en idea el contorno de su proyecto, de él habló en diversas ocasiones, pero le fue imposible llevarlo a cabo; sólo trazó algunas páginas que fueron destruidas con el resto.
A fin, el mal alimentó tan visiblemente, que los temores de sus amigos comenzaron a tomar un carácter desesperado. Ya no podía abandonar el lecho y apenas hablaba. Su hermana, recién llegada de Varsovia, con tal motivo, se puso a su cabecera y no se apartó un momento. Él veía estas angustias, estos presagios, este aspecto de tristeza a su alrededor, sin manifestar la impresión que recibía. Se ocupó de su fin con una calma y una resignación perfectamente cristianas; no cesó, sin embargo, de prever un mañana. El gusto que tuvo siempre en cambiar de casa se manifestó una vez más; tomó otro alojamiento, dispuso que se amueblara de nuevo, y se preocupó de arreglos minuciosos; no teniendo que suspender las medidas que había ordenado para instalarse, comenzaron en seguida la mudanza y sucedió que el mismo día de su muerte transportaban sus muebles a ese departamento que no había de habitar.
¿Temería que la muerte no cumpliese sus promesas que después de haberle tocada con su dedo no le dejase todavía en la tierra, y que la vida no le fuese más cruel Si la tuviese que empezar después de haber roto todos sus hilos? ¿Experimentaba esta doble influencia que sienten algunos seres superiores la víspera de acontecimientos que deciden de su suerte, esta contradicción flagrante entre el corazón que devora el secreto del porvenir y la inteligencia que no osa prevenirlo? De semejanza entre previsiones simultáneas, que en ciertos momentos dictó a los espíritus más firmes discursos que sus acciones parecían desmentir y que, sin embargo, provenían de una persuasión idéntica.
De semana en semana, pronto de día en día, la sombra de la muerte se dibujaba con mayor intensidad. La enfermedad tocaba su término; los sufrimientos se hacían más vivos; las crisis se multiplicaban, y cada vez parecía que llegaba la agonía. Cuando hacían treguas, Chopín recobraba hasta el fin su presencia de espíritu y su voluntad vivaz no perdía ni la lucidez de sus ideas ni la clara visión de sus intenciones. Los deseos que experimentaba en sus momentos de descanso, testimoniaban la solemnidad con que veía aproximarse su fin. Quería ser enterrado junto a Bellini, con el que tuvo relaciones frecuentes e íntimas durante las estancias que éste hizo en París. La tumba de Bellini está emplazada en el cementerio del Père-Lachaise, al lado de la de Cherubini, y el deseo de conocer a este gran maestro, en cuya admiración se educó, fue uno de los motivos que, cuando en 1831 Chopín abandonó Viena para ir a Londres, le decidió a pasar por París, donde no preveía que había de fijarle la suerte. Ahora yace entre Bellini y Cherubini, genios tan diferentes y a los cuales, sin embargo, se aproximaba Chopín en un grado igual, estimando en tanto la ciencia del uno cuanto le inclinaba su preferencia hacia el otro; respirando el sentimiento melódico como el autor de «Norma», aspirando al valor, a la profundidad armónica del docto anciano; deseoso de resumir en una manera grande y elevada la vaporosa indecisión de la emoción espontánea los méritos de los consumados maestros.
Continuando hasta el fin la reserva de sus relaciones, no pidió ver a nadie por última vez, pero expresó, con un reconocimiento enternecido, las pruebas de agradecimiento que dirigía a sus amigos que venían a visitarle. Los primeros días de octubre quitaron toda duda y esperanza. El instante fatal se aproximaba; no se confiaba de que saliera del día, a la hora siguiente; su hermana y M. Gutmann le asistieron constantemente sin separarse un momento de él. La condesa Delfina Potocka, ausente de París, llegó al informarse de que el peligro era inminente. Todos los que se acercaban al moribundo no podían sustraerse del espectáculo de esta alma tan bella y tan grande en este momento supremo.
Por violentas y frívolas que sean las pasiones que agitan a los hombres, aunque desplieguen fuerza o alguna indiferencia frente a los accidentes imprevistos y repentinos, que deberían parecer los más sobrecogidos a la vista de una muerte lenta y bella por su imponente majestad que conmueve, fascina, ablanda y lleva las almas menos preparadas a estas santas meditaciones. El desprendimiento lento y gradual de uno de nosotros a esas regiones de lo desconocido, la misteriosa gravedad de sus secretos sueños, de sus conmemoraciones de ideas y hechos en el umbral estrecho que separa el pasado y el porvenir, nos conmociona más profundamente que todo lo de este mundo. Las catástrofes, los abismos que abre la tierra bajo nuestros pies, las conflagraciones que enlazan ciudades enteras con sus masas inflamadas, las horribles alternativas sufridas por el frágil navío al que la tempestad convierte en un juguete, la sangre que hacen verter las armas mezclándolas al siniestro humo de las batallas, la horrible carnicería que como un castigo contagioso establece en las habitaciones, nos alejan menos sensiblemente de todas las indignas ataduras que pasan, que causan y que rompen, que la vida prolongada de un alma consciente de sí misma, que contempla silenciosamente los aspectos multiformes del tiempo y la puerta menuda de la eternidad: el valor, la resignación, la elevación y el enternecimiento que la familiarizan con la inevitable disolución tan repugnante a nuestros instintos, impresionan más profundamente a los asistentes, que las peripecias más espantosas, cuando hurtan el cuadro de este destrozo y de esta meditación.
En el salón próximo a la alcoba de Chopín estaban constantemente reunidas algunas personas que venían y se turnaban para estar cerca de él, recoger su gesto y su mirada a defecto, de su palabra desfalleciente. El domingo quince de octubre, varias crisis, cada vez más dolorosas que las precedentes, duraban horas enteras. Las soportaba con paciencia y gran fuerza de alma. La condesa Delfina Potocka, presente en estos instantes, estaba vivamente conmovida, corrían sus lágrimas, él la vio de pie junto a su cama, alta, esbelta, vestida de blanco, semejando las más bellas figuras de ángeles que pudo imaginar jamás el más religioso de los pintores; la tomó sin duda por alguna celeste aparición, y corto la crisis le dejase unos instantes de reposo, le pidió que cantase; al principio se creyó que deliraba, pero repitió su ruego con insistencia. ¿Quién se hubiera ido a oponerse? El piano del salón lo rodaron hasta la puerta de la alcoba. La condesa cantó con verdaderos sollozos en su voz; el llanto corría a lo largo de sus mejillas y ciertamente que esta voz admirable y su talento no hubieron llegado nunca a tan patética expresión. Chopín parecía sufrir menos mientras la escuchaba; ella cantó el famoso canto a la Virgen que había salvado la vida, según se dice, a Stradella. «¡Qué bello es, Dios mío!». «¡Qué bello es!», dijo otra vez; «¡Todavía... todavía!». Aunque agotada por la emoción, la condesa tuvo el noble valor de responder a esta última solicitud de un amigo y de un compatriota; se puso otra vez al piano y cantó un salmo de Marcello. Chopín se encontró peor. Todo el mundo se sobrecogió de emoción; por un movimiento espontáneo se pusieron todos de rodillas, nadie se atrevió a hablar y sólo se oía la voz de la condesa planeando como una celeste melodía por cima de suspiros y sollozos que formaba el sordo y lúgubre acompañamiento. Era la caída de la tarde; una semioscuridad penetraba sus sombras misteriosas a esta triste escena; la hermana de Chopín, prosternada junto al lecho, lloraba y rezaba, sin dejar esta actitud mientras que vivió este hermano tan querido de ella.
Durante la noche empeoró el estado del enfermo que mejoró en la mañana del lunes, y como si por anticipado hubiera conocido el instante designado y propicio, solicitó en seguida recibir los últimos sacramentos. Por ausencia del sacerdote ***, con el cual había intimado mucho desde su común expatriación, fue el Padre Alejandro Jelowicki, uno de los hombres más distinguidos de la emigración polaca, al que hizo llamar. Lo vio en dos ocasiones; cuando le fue administrado el santo Viático lo recibió con gran devoción, en presencia de sus amigos. Poco después hizo que se aproximase uno a uno a su lecho para darles a cada uno la última bendición; pidió para ellos la gracia de Dios, sus afectos y sus esperanzas, todos se arrodillaron, inclinaron la frente, con los párpados humedecidos, los corazones oprimidos y elevados.
Crisis cada vez más penosas volvieron y continuaron en el resto del día; la noche del lunes al martes pasó sin que pronunciase una sola palabra y parecía que no distinguía a quienes le rodeaban; hacia las once de la noche se sintió un poco aliviado. El padre Jelowicki no le había dejado: apenas hubo recobrado la palabra, quiso rezar con él las oraciones y letanías de los agonizantes. Lo hizo en latín, con voz clara e inteligible.
A partir de este momento apoyó su cabeza sobre los hombros de su amigo Gutmann, que durante todo el curso de su enfermedad le había consagrado sus días y sus noches.
Una somnolencia convulsiva duró hasta el 17 de octubre de 1849. Hacia las dos de la madrugada comenzó la agonía, un sudor frío corría por su frente; tras un corto desvanecimiento preguntó con voz apenas perceptible: «¿Quién está junto a mí?» Inclinó su cabeza para besar la mano de M. Gutmann, que le sostenía, y rindió el alma en este último testimonio de amistad y reconocimiento. Expiró como había vivido, en amante.
Cuando las puertas del salón se abrieron, todos se precipitaron en torno a su cuerpo inanimado, y en mucho tiempo no pudieron cesar las lágrimas derramadas a su alrededor.
Siendo bien conocida su predilección por las flores, al día siguiente fueron enviadas en tal cantidad, que el lecho sobre el cual estaba y la habitación entera desaparecían bajo sus variados colores; parecía reposar en un jardín; su figura recobró una juventud, una pureza, una serenidad excepcionales. Su juvenil belleza, eclipsada tanto tiempo por el sufrimiento, reapareció. Clesinger reprodujo sus facciones encantadoras, a las cuales había devuelto la muerte su gracia primitiva, en un bosquejo que modeló en seguida y que ejecutó después en mármol para su tumba.
La piadosa admiración de Chopín por el genio P Mozart le hizo pedir que su Réquiem fuese ejecutado en sus funerales; este deseo fue cumplido. Sus exequias tuvieron lugar en la iglesia de la Magdalena, el 30 de Octubre de 1849, retrasadas hasta ese día con el fin de que la ejecución de tan magna obra fuese digna del maestro y del discípulo. Los principales artistas de París solicitaron tomar parte en ellas; en el Introito se escuchó la Marcha Fúnebre de Chopín, instrumentada para esta ocasión por M. Rebert, y en el Ofertorio, M. Lefébure Vély ejecutó en el órgano sus admirables preludios en si y mi menores; las partes de los solos del Réquiem fueron reclamadas para las célebres cantantes Viardot y Castellán, y M. Lablache, que había cantado el «Tuba mirum» de este mismo «Réquiem» en 1827, en el entierro de Beethoven, lo cantó también en esta ocasión. Meyerbeer, que había tocado la parte de los timbales, presidió el duelo con el príncipe Adam Czartorisky. Las cintas eran llevadas por el príncipe Alejandro Czartorisky, el pintor Delacroix, Franchomme y Gutmann.
Por insuficientes que sean estas paginas para hablar de Chopín, según nuestros deseos, esperamos que el atractivo tan justificado que ofrece su nombre, llenará todo lo que aquí falta. Si necesitáramos ahora para estas líneas, llenas del recuerdo de sus obras y de todo cuanto le fue querido y a las cuales la verdad de una pena, de un respeto y de un entusiasmo vivamente sentido, podrían únicamente prestar un don persuasivo y simpático añadir aún las palabras que nos dictase la inevitable vuelta sobre sí mismo, que hace hacer al hombre cada muerte que se lleva consigo un contemporáneo de juventud y que rompe los primeros lazos formados por su corazón ilusionado y confiado, tanto más dolorosamente, por haber sido lo bastante sólido para sobrevivir a esta juventud, diríamos que en el curso de un mismo año hemos perdido los dos amigos más queridos que hemos encontrado en nuestra carrera. El uno, de los dos, ha caído bajo la brecha de una guerra civil. ¡Héroe valeroso y desgraciado, ha sucumbido con una muerte horrorosa, cuyas horribles torturas no pudieron abatir un solo instante a su ardiente audacia, su intrépida sangre fría, su caballerosa temeridad! Príncipe joven de una rara inteligencia, de una actividad prodigiosa, en que la vida circulaba con la crepitación y el ardor de un gas sutil, dotado de facultades eminentes, no había llegado todavía más que a devorar dificultades para su infatigable energía y a crearse una arena donde sus posibilidades hubieran podido desarrollarse con el éxito correspondiente, en las justas de la palabra y los manejos de los asuntos que habían tenido en sus brillantes hechos de armas. El otro ha expirado extinguiéndose lentamente en su propia llama; su vida, fuera de los acontecimientos públicos, fue como una cosa incorpórea de la que no encontramos la revelación más que en los trazos que han dejado sus cantos; ha terminado sus días en una tierra extranjera, de la que jamás hizo una patria adoptiva, fiel a la eterna viudez de la suya: poeta de alma dolorida, llena de repliegues, de reticencias, de melancolía.
La muerte del príncipe Félix Lichnowsky rompió el interés directo que podía tener para nosotros el movimiento de partidos a los cuales estaba ligada su existencia. Ésta de Chopín nos sustrae las compensaciones que encierra una comprensiva amistad. La afectuosa simpatía de la que tantas incesantes pruebas han sido dadas por este artista exclusivo, por nuestros habituales sentimientos y nuestra manera de ver el arte, hubiera endulzado nuestros sinsabores y los cansancios que nos esperan todavía, como han alentado y fortificado nuestras primeras tendencias y nuestros primeros ensayos.
Puesto que nos ha tocado en suerte el sobrevivirle, hemos querido al menos dar testimonio del deber que experimentamos y nos hemos sentido en la obligación de rendir el homenaje de nuestro pesar respetuoso, sobre la tumba del notable músico que ha pasado entre nosotros. Hoy que la música persigue un desarrollo tan general y grandioso, se nos representa en ciertos aspectos como esos pintores del siglo XIV y del XV, que encerraban las producciones de su genio en la impresión de un pergamino, pero que pintaban las miniaturas con trazos de una inspiración tan feliz, que habiendo quebrado los primeros las rigideces bizantinas, han legado los tipos más encantadores que debían transportar más tarde sobre sus telas y en sus frescos los Perugino, los Rafael del porvenir.
Ha habido pueblos en los cuales, para conservar la memoria de grandes hombres o de grandes hechos, formaban pirámides compuestas de piedras, que cada cual llevaba al montón, y de esta manera crecía insensiblemente hasta una altura insospechada la obra anónima de todos.
En nuestros días se erigen todavía monumentos por un procedimiento análogo; pero gracias a una feliz combinación, en lugar de edificar sólo un cerro informe y tosco, la participación de todo concurso en una obra de arte destinada, no sólo a perpetuar el mudo recuerdo del que se trata de honrar, sino a despertar también en las edades futuras por la ayuda de la poesía de cincel, los sentimientos experimentados por los contemporáneos. Las suscripciones abiertas para levantar estatuas y tumbas magníficas a los hombres, que han honrado a su País y su época producen este resultado.
Inmediatamente después del fallecimiento de Chopín, M. Camilo Pleyel concibió un proyecto de este género, estableciendo una suscripción (que, conforme a toda previsión, alcanzó rápidamente una cifra considerable), con el objeto de hacer construir en el Père Lachaise el monumento en mármol modelado por M. Clesinger. Por nuestra parte, pensando en nuestra larga amistad hacia Chopín, en la admiración excepcional que le habíamos dedicado desde su aparición en el mundo musical, en que, artistas como él, habíamos sido frecuentemente intérpretes de sus inspiraciones, y nos atreveríamos a decirlo, un intérprete amado y escogido por él; porque hemos recogido de sus labios con más frecuencia que otros los procedimientos de su método; porque nos hemos identificado en cierto modo con sus pensamientos sobre el arte y en los sentimientos que él le confiaba por esta larga asimilación que se establece entre un escritor y su traductor; hemos creído que estas circunstancias nos imponían el deber de no limitarnos solamente a llevar una piedra bruta y anónima al homenaje que se le rinde. Hemos considerado que las circunstancias de la amistad y de la camaradería exigían de nosotros un testimonio más particular de nuestros vivos pesares y de nuestra firme admiración. Nos ha parecido que sería faltarnos a nosotros mismos no desafiando el honor de inscribir nuestro nombre y de hacer hablar a nuestra aflicción sobre su piedra sepulcral, como según es permitido a aquellos que no esperan jamás sustituir en su corazón el vacío que les deja una pérdida irreparable.
