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Cincuenta y ocho artículos sobre narrativa contemporánea


Mar Langa Pizarro






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Alfredo Bryce Echenique, El huerto de mi amada, Planeta, 2002

Dice que la fama lo condujo a la depresión, y que, después de Un mundo para Julius (Premio Nacional de Literatura de Perú 1972), se propuso no escribir más. Cuenta su infancia en Lima con un dejo de nostalgia irónica. Reúne sus anécdotas parisinas en rasgos impresionistas, donde cada trazo tiene el nombre de un afamado escritor del boom. Explica el origen del famoso microcuento de Monterroso, e imita la voz de Rulfo, los ademanes de García Márquez, los despistes de Borges, las intrigas de Vargas Llosa. Tiene la mirada burlona de los que saben que para reírse del mundo hay que empezar por reírse de uno mismo; las manos expresivas de quienes confían en ellas para acompañar la voz; y los giros que le prestó su Perú natal, su París adoptivo, y ese Madrid, del que en tantas ocasiones se ha ido para siempre, y al que acaba volviendo cada vez.

No es ni de aquí ni de allá. Y ese estar a caballo entre dos continentes, entre dos maneras de entender el tiempo y la vida, ha dejado huella en su escritura, y en su forma de afrontar el mundo. Aunque, pensándolo bien, tal vez esto último sea una redundancia. Porque Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) narra su vida como si fuera una novela, y tiene una voz tan propia que su narrativa se hace inconfundible. A Bryce le debemos un castellano capaz de conjugar la oralidad con la poesía, las palabras sublimes con los rasgos vulgares; le debemos unos narradores multiformes, y unas obras que, invitando a la risa, nos sumergen en la sinrazón de la existencia, en la hipocresía social, y en los ecos de otras lecturas. Pero además, quienes coincidimos con él en Tabarca hace cuatro años, tenemos una deuda añadida: las veladas en la isla en un congreso sobre islas; y una conferencia pospuesta por la pérdida de papeles, que acabó siendo la improvisación más divertida y magistral que yo recuerde. No atravesaba su mejor momento vital y, sin embargo, el discurso de Bryce se llenó de lucidez, y la sala de carcajadas cómplices e imparables.

Desde la contraportada de su última novela, El huerto de mi amada (Premio Planeta 2002), Bryce reta a la cámara a través de sus gafas, con el rostro severo y una chispa de socarronería en los ojos. Y así justamente es la mirada que nos ofrece esta novela: la de un falso ingenuo que, en su seriedad apasionada, transparenta los contornos de una ciudad plagada de seres miserables que no producen ni rabia ni odio, sino hilaridad. Eliminando los factores locales, esa Lima de 1956, que palpita en la historia de un personaje que, como Bryce en aquel momento, tiene diecisiete cándidos años, podría ser cualquier otra ciudad de cualquier otro país. Y, sin embargo, sólo puede ser la Lima de Echenique, a la que va y vuelve, en su obra y en su vida. De igual modo, la historia de amor entre Carlos Alegre y Natalia de Larrea y Olavegoya, con los dieciséis años que los separan, y la consiguiente oposición de la «sociedad respetable» del lugar, podría estar en la base de cualquier obra insustancial. Porque la diferencia entre una novela folletinesca y El huerto de mi amada no se halla el tema: el valor de ésta última es su sensible humor omnipresente, su inteligente distanciamiento, y ese lenguaje suyo, bruñido con tanto esmero que alcanza el brillo de lo espontáneo.

En una sola frase, Bryce puede incluir varios narradores, saltar de un punto de vista a otro, jugar con las palabras con una alegría casi infantil, y trasformar el costumbrismo en amable pero contundente crítica social («en ese país nadie paga sus impuestos», p. 219; «tuvo que explicarle [...] que en el Perú no todo el mundo es siempre rubio», p. 245). En un solo párrafo, la sensualidad desbordada da paso a la risa, la comedia a la tragedia, la alusión a la elisión, el realismo al delirio. Vuelve el narrador (los narradores) a los mismos detalles para ampliarlos o corregirlos, para verlos desde otra perspectiva. Vuelve el autor a jugar con las citas, las canciones, los títulos de libros y películas, en un gesto en el que no siempre se distingue el homenaje de la burla. Y la novela conjuga expresiones inglesas, francesas e italianas, con vocablos malsonantes («en la puta vida se levanta antes del mediodía», p. 140), juegos verbales («academias de equitación, tan poco equitativo», p. 129; «clavar su pica definitiva en Lima», p. 242), dichos populares («ningún peruano mea solo», p. 186) y hasta greguerías («pony, ese caballito bonsái», p. 125).

Suena el título a amores medievales y estilizados, a cursilerías de un adolescente que, rumbo a la casa de campo de la mujer a la que ha conocido horas antes, es capaz de preguntar «¿Adónde queda el huerto de mi amada?» (p. 38). Y, sin embargo, hay más del enfoque socarrón con el que ella adopta la versión más castiza de esa expresión para inquirir: «¿Sabes que te estoy llevando al huerto?» (p. 40). Porque, como explica uno de los mellizos en ese «Acto seguido» disparatado que imita los vodeviles y no acaba en «Fin» sino en «Por fin», «la vida es una historia pésimamente mal contada por un imbécil de mierda» (p. 68). Lógico, por tanto, el acelerado epílogo (treinta páginas para relatar quince años), que arroja el amor al terreno de lo novelesco, y deja el final abierto, porque «va a ser el cuento de nunca acabar» (p. 286).

Carlitos se enamora, como el niño que es, de una mujer madura, independiente, rica y separada; consigue compaginar el erotismo y el escándalo con su rancio catolicismo; y trata de insertar citas de Petrarca (p. 76) y expresiones de El Cantar de los Cantares en la descripción del cuerpo de su amante, sin poder evitar la palabra «tetas». A través del amor, el muchacho adquiere clarividencia freudiana («un caso de predestinación fálico-clitórico-vaginal», p. 212) y filosófica («el infierno son los demás», p. 70; «se hace camino al andar», p. 71). Y, tal vez por eso, aunque «a Carlitos siempre se le bifurcaban los senderos» (p. 102), la pareja logra «hacer el amor y el humor» (p. 86) durante dieciocho años.

Así pues, El huerto de mi amada es, básicamente, una novela de amor y humor ya millonaria, con la que el Premio Planeta ha logrado uno de sus no numerosos aciertos. Una obra en la que los seguidores de Echenique volverán a encontrar muchos de los rasgos que el autor ha impreso en su narrativa desde Huerto cerrado (Premio Casa de las Américas 1968) hasta La amigdalitis de Tarzán (1999), pasando por La felicidad ja, ja (1974), Tantas veces Pedro (1977), La vida exagerada de Martín Romaña (1981), El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), Magdalena peruana y otros cuentos (1986), La última mudanza de Felipe Carrillo (1988), Dos señoras conversan (1990), No me esperen en abril (1995), Reo de nocturnidad (Premio Nacional de Narrativa 1998) y las «antimemorias» Permiso para vivir (1993). En todas ellas, el tono alegre y las anécdotas cómicas nos conducen a un trasfondo de seriedad y desencanto, como la foto de Bryce en la contraportada de El huerto de mi amada.




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Almudena Grandes, Los aires difíciles, Tusquets, 2002

Almudena Grandes (Madrid, 1960) se dio a conocer en nuestro panorama literario con la novela Las edades de Lulú (1989), que alcanzó el Premio Sonrisa Vertical, y saltó de las páginas impresas a la gran pantalla, de la mano de Bigas Luna. Desde entonces, cada dos o tres años, Grandes ha acudido a su cita con los lectores, cosechando el éxito dentro y fuera de nuestro país. En cada nueva obra, la prosa de esta autora se ha ido afirmando, mientras mantenía algunas de sus características: presencia dominante de los personajes femeninos, múltiples introspecciones, y sugerentes historias en primera persona. Tras seguir el aprendizaje erótico de Lulú, pasamos a conocer la soledad de Benito y Manuela (Te llamaré Viernes, 1991), a indagar en el pasado y el presente de dos hermanas mellizas (Malena es un nombre de tango, 1994, llevada al cine en 1996 por Gerardo Herrero), a observar la búsqueda de identidad de varias féminas en el Madrid actual (Modelos de mujer, cuentos, 1996), y a presenciar la vida de las cuatro mujeres que protagonizaron Atlas de geografía humana (1998).

Ahora, en Los aires difíciles, parece que Almudena Grandes ha querido rescatar lo mejor de sus obras anteriores, para construir una novela larga y atractiva, en la que el presente de los personajes tiende hilos hacia el pasado del que huyeron al instalarse en una urbanización de Rota. Una arquitectura narrativa perfectamente construida permite que las tramas se unan sin transición, que los retazos del ayer se inserten sin problemas en el hilo argumental, y que los saltos se produzcan sin estridencias.

La autora ha dejado atrás esa cómoda primera persona en la que se había instalado y, sin abandonar su apuesta por la psicología de los personajes, y por el reflejo de cómo influye en ellos la actualidad española, ha dado un paso más, al insertar detalles en los que puede leerse una preocupación más social, una mayor atención por lo externo, y una ambición narrativa más rica y más profunda.

La historia de Los aires difíciles comienza el 13 de agosto de 2000, un día ventoso en el que Juan se instala en su nueva casa, mientras Sara observa a los que se convertirán en sus vecinos. El nexo más visible entre ambos será Maribel, la asistenta que comparten. Alrededor de esos tres personajes, pululan dos niños (Tamara, la sobrina de Juan; y Andrés, el hijo de Maribel) y un disminuido psíquico (Alfonso, el hermano de Juan). Los seis acabarán constituyendo una nueva familia, que los resarcirá del pasado que vamos descubriendo a través de la verborrea incansable de Maribel, y de las incursiones narrativas de esta novela que, constantemente, nos traslada desde Rota hasta otros escenarios para abrir otros dos hilos narrativos: el que explica la vida de Juan, desde la pobreza de su infancia, la pasión de su adolescencia, y los motivos que le han hecho huir de Madrid, trocando su vida de médico soltero por la de responsable de Alfonso y Tamara; y el que nos conduce desde la opulencia de los primeros años de Sara, a la mediocridad de su vida adulta, que desemboca en la presente riqueza.

Esas historias secundarias sostienen e interrumpen la principal. Son tan largas y tan detalladas que podrían haber constituido otras novelas. Y, sin embargo, el acierto de su dosificación, la maestría de la construcción narrativa, el tino para volver al relato principal en el momento oportuno, y las estudiadas reiteraciones, las convierten en una parte integrante (incluso imprescindible) del devenir de la trama. A ello contribuye también el magnífico trazado que Grandes consigue con su otra protagonista: Maribel, esa mujer aparentemente simple y vulgar, acaba canalizando gran parte de la fuerza narrativa. Es ella la que más se transforma, la que más nos sorprende, la que más avala a Almudena Grandes como autora capaz de crear personajes en tres dimensiones.

El secreto de estos logros está en el lenguaje cuidado que, sin embargo, parece fluir con la naturalidad de la sencillez; en el regocijo por el detalle, claramente heredero del gusto decimonónico, con el que en tantos otros aspectos conecta esta novela; y en la destreza con la que Grandes ha sabido, una vez más, mostrarnos el mundo introspectivo de sus criaturas. Si a todo ello añadimos una previsible historia de amor y sexo, que se va matizando hasta sorprendernos; un intento de asesinato que conecta la ficción con las noticias de malos tratos a mujeres; el dibujo preciso de la maldad y la resignación, de la pasión destructiva y obsesiva; y la sombra siempre reinante de la duda en forma de homicidio, Los aires difíciles se perfila como una novela autoexigente y desbordada, que recoge y amplía las mejores virtudes de la prosa de su autora.

El poniente y el levante, omnipresentes en las explicaciones infantiles de Andrés y en la vida cotidiana de Rota, entran a formar parte de las reacciones de Alfonso, de los estados de ánimo de Sara, y de la conciencia científica de Juan. En ese momento, dejan de ser unos aires difíciles para convertirse en los aliados de esos náufragos que parecen haber llegado a una isla de confidencias, donde la soledad de la huida sucumbe ante la solidaridad del cariño. Sólo entonces, los personajes empiezan a crecer, cuando se sienten abocados a asumir el ayer como único sistema para distanciarse de él. Del mismo modo, la prosa de Almudena Grandes ha avanzado en Los aires difíciles, apoyándose en la experiencia, pero sin desdeñar la novedad. Y el resultado es una novela extensa, trabajada y hermosa, en la que la pasión de la autora por los procesos internos no ha nublado una creciente preocupación por mostrar lo externo con un detalle moroso, que se afina paulatinamente, como el sonido del viento junto al mar. O como las variaciones de una melodía que crece en el aire.




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Ana M. Briongos, La cueva de Alí Babá, Lumen, 2002

De nuevo, suenan vientos de guerra en ese Oriente de cuentos y reyes magos, que antes llamábamos Próximo y, últimamente, muchos quieren alejar hasta convertir en Oriente Medio. Fue primero Afganistán, el país que la prensa dibujó como sede de los retrógrados talibán. Ahora se trata de Iraq. Y, en medio de ambos, se halla ese Irán que pasó de la corrupción europeizante del Sha al poder de los basijí, los guardianes de la revolución islámica que, supuestamente, iba a devolver al país a sus esencias. La visita de Jatamí despertó la curiosidad española por un pueblo que lucha por abrirse al mundo, sin que ello implique dejar de censurar música, películas y periódicos, ni que su presidente acepte compartir una mesa donde haya vino...

Irán guarda tesoros como Persépolis; ciudades limpias, hermosas y ordenadas como Isfahán; la belleza paciente de sus miniaturas y sus míticas alfombras; y unas gentes deseosas de preguntar y de contar. Es un país en ebullición, que da paso a los cambios con cuentagotas, temeroso del Consejo de los Doce Guardianes, que supervisa los tres poderes en nombre del Islam. Su pueblo, convencido de que sólo el esfuerzo le hará salir del túnel, reza tres veces al día en lugar de cinco, porque «Alá prefiere que trabajemos a que oremos». Sus mujeres conducen, van a la universidad, y acceden (con dificultades) a los cargos públicos (salvo al de jueces, porque «la sensibilidad femenina no permite la ecuanimidad»), pero van tapadas con el uniforme islámico, heredan la mitad que sus hermanos y, hasta finales de 2002, podían ser lapidadas por adulterio. Las minorías (armenios y judíos, fundamentalmente) tienen sus representantes en el Congreso, sus barrios, sus templos y sus cultos, y hasta permiso para beber alcohol; pero apenas se relacionan con el resto de la población, y no pueden ejercer en empresas del estado. Y peor suerte corren los de la religión Bahaí, perseguidos por herejes.

En ese mundo contradictorio y atrayente transcurre La cueva de Alí Baba, el último libro de Ana M. Briongos (Barcelona, 1946). Es un nuevo acercamiento al tema que ya tratara en su cuaderno de viajes Negro sobre negro (1996), y no sale de la región a la que se acercara en Un invierno en Kandahar (2001; premio especial Grandes Viajeros de Aramaio, 1998). Autora de una novela de misterio para niños (L'enigma de la Pe Pi, 2001), y de diversos artículos en revistas de viajes y periódicos, Briongos estudió literatura en Teherán, y pasó casi diez años en Irán y Afganistán, trabajando como asesora e intérprete.

Su visión, por tanto, aporta algo más que un recuento de impresiones y exotismos. Es, como promete, un acercamiento a la vida diaria del país de las deslumbrantes mezquitas azules. Irónica a veces, pero siempre enamorada de Irán, Ana Briongos desgrana las dudas que se ciernen en torno a la vida cotidiana de los descendientes de los persas. Tal vez el lector eche en falta alguna descripción más precisa, y algo más de profundidad al narrar la historia que explica el presente. A cambio, la voz de la autora destila comprensión, afecto y cercanía por esa parte de un Oriente Próximo convulso, que lucha por distanciarse tanto de quienes se autoproclaman los jueces del universo como de los que justifican toda atrocidad en el nombre de Alá.




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Ángela Vallvey, Los estados carenciales, Destino, 2002

Desconcierta esta novela ganadora del Nadal, porque nunca sabemos si las palabras de los protagonistas son de ellos o de su autora; porque siempre nos planteamos hasta qué punto todo es una broma bien urdida o Ángela Vallvey ha caído en la trampa de su pretendida parodia; y porque los referentes cultos son tan obvios que no dejan de sonarnos postmodernos.

Por si a alguien se le escapaba, la propia contraportada nos explica que Los estados carenciales que le dan título no precisan receta médica cuando se convierten en un libro. Son los mismos «estados carenciales» que sirvieron para anunciar Aspirinas y Redoxones: un malestar general y un agotamiento propios de nuestro tiempo. Bien por la broma en una novela que trata sobre la felicidad, pero ¿era inevitable que Vallvey nos la dedicara («para ti, lector o lectora [...] que buscas la felicidad»)? ¿era necesario el consejo preliminar «evita el dolor en tu camino [...] y disfruta de la lectura»? Dado que, a pesar de todo, estamos ante una novela, decidimos hacer caso al segundo consejo. Disfrutar de la obra no es difícil: está bien escrita, sabe combinar registros, tiene dosis de ironía, y posee una estructura adecuada. Claro que, si los títulos de las tres partes son ya una evidente parodia de los libros de autoayuda, ¿para qué redundar encabezando cada capítulo con una frase célebre?

Ángela Vallvey (San Lorenzo, Ciudad Real, 1964), que recibió el premio Jaén de poesía 1998 por El tamaño del universo, es autora de otros dos poemarios, de varias novelas juveniles, y de las novelas A la caza del último hombre salvaje (1999) y Vías de extinción (2000). Últimamente, ha repetido que la obra ganadora del Nadal tiene como referente La Odisea. Pero la mediocridad antiheróica de los personajes de Estados carenciales recuerda más al Ulises de Joyce; y la trama de Homero ha pasado aquí por el filtro postfeminista, que hace que sea Penélope quien abandone a Ulises y a Telémaco.

Aunque, a sus dos años, no podemos imaginar a Telémaco con una «sonrisa semidesdentada», nos divierten sus anécdotas. Y, a pesar de que la Academia filosófica que dirige Vili parezca en exceso una ficcionalización de Más Platón y menos Prozac (de Lou Marinoff), sus integrantes constituyen una humanizada galería de los desubicados de nuestro tiempo: mujeres que viven con dos hombres; homosexuales que luchan por la aceptación; ancianos felices a los que sus consortes no soportan tener en casa; hombres separados que se han quedado con sus hijos o que castigan a la Barby de su ex mujer; artistas que no consiguen vivir de su arte; un profesor-filósofo que reparte doctrinas de felicidad que él mismo no sabe aplicar... En el fondo de esta atrayente galería de fracasos (que, no por rozar la inverosimilitud nos suena menos cotidiana), destaca la peripecia vital de la familia de Vili: su suegra octogenaria; su mujer, que por no dar lástima opta por ser insoportable; su hija Penélope, y la familia de ésta; y los amigos y conocidos de todos ellos.

Narrada con soltura, y salpimentada de expresiones coloquiales y citas clásicas, esta novela sobre la felicidad no ofrece sorpresas en su desenlace. Pero, cuando estamos por cerrar el libro, Vallvey no resiste la tentación de aleccionarnos de nuevo con una sarta de consejos: «lo único que verdaderamente posees es aquello que no pueden robarte». Menos mal que nadie podrá robarnos su buena prosa; y, que, después de todo, las citas que la lastran, si no robadas, son prestadas.




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Ángeles Caso, El resto de la vida, Planeta, 1998

Desde sus comienzos, la prensa convirtió en colaboradores a escritores de prestigio. Con la llegada de la democracia, y el consiguiente auge de los medios de comunicación, periodismo y literatura estrecharon su secular relación: no sólo muchos novelistas fueron contratados por los diarios, sino que afamados periodistas publicaron novelas. Uno de los casos más mencionados es el de Rosa Montero (1951), quien alcanzó gran éxito con unas primeras obras accesibles, éticamente convincentes, pero lastradas por su afán educativo y sus personajes arquetípicos.

Más tarde, tal vez guiados por las arrolladoras cifras de ventas del ex-corresponsal Arturo Pérez Reverte (1951), varios locutores de radio y presentadores de televisión siguieron el ejemplo de sus colegas de la prensa. Y Planeta los premió. Quizá todo empezara con la polémica concesión del Premio Planeta 1992 a Fernando Sánchez Dragó (quien ya había quedado finalista en 1990). Pero el nombre de Sánchez Dragó (1936) estaba avalado por sus conexiones con el ámbito cultural, y por la obtención del Premio Nacional de Literatura 1979. A la finalista del Planeta 1994, Ángeles Caso (1959), la identificábamos más con los medios audiovisuales que con el mundo de las letras. Y lo mismo sucedía con Fernando García Delgado (1947) y Fernando Schwartz (1937), quienes ganaron las convocatorias de ese premio en los dos años siguientes.

Ser finalista o ganador del Premio Planeta supone, además de una considerable dotación económica, la garantía de llegar a un gran número de lectores que, en compras posteriores, suelen optar por novelas de autores conocidos. Seguro que tal acicate contribuye a que los galardonados continúen publicando obras literarias. La última de estas publicaciones ha sido la quinta incursión en la narrativa de Ángeles Caso: El resto de la vida. Se trata de una obra lineal, cuya trama contemporánea adquiere lustre intelectual al recurrir al mito griego de Orfeo. El texto es sencillo y elegante, como reza la solapa. Además, si usted ha hecho un curso de lectura rápida y quiere probarse que el esfuerzo ha merecido la pena, está ante el libro ideal: podrá contarle a todo el mundo que ha leído una novela en menos de dos horas.

¿Una novela? ¿pero no dijo Poe que un cuento tarda en leerse entre media hora y dos horas y media? ¿Entonces, El resto de la vida es un cuento? No, no puede ser: la misma solapa habla de «una novela sobre las trampas de la identidad, la fuerza del deseo y el peso de la memoria» y, además, la obra supera las cien páginas que limitan la extensión del cuento. Así que, o Poe no conocía los cursos de lectura rápida, o es que los ordenadores hacen maravillas. Si usted se empeña en alimentar su ego, y no confía en la informática, sáltese lo que queda de este párrafo. Porque, si imprimimos El resto de la vida con la tipografía habitual, y sin dejar un tercio de las páginas en blanco o con sólo la mitad del espacio escrito, esta «novela» ocuparía setenta páginas. Es decir que, según la teoría literaria, y según Poe, estamos pagando casi dos mil pesetas por un cuento.

Me dirán que la calidad de una obra no puede medirse por la extensión sino por la capacidad de interesar o conmover al lector, por la calidad de la prosa, por la originalidad de la trama... Bien, en ese caso, he de señalar que El resto de la vida nunca conmueve, y que el artificio de hacernos dudar sobre la identidad de Starvos no es suficiente para interesar al lector. Además, el recurrir a un mito clásico parece más una necesidad de dar sentido y barniz al texto que una originalidad. Es cierto que consigue una prosa correcta, depurada y elegante, que logra bellas descripciones, y que acude a temas que están de moda en nuestras letras. Pero no sé si todo ello basta para que la consideremos «una buena novela». Eso sí, como tiene las tapas duras, la inversión acaba resultando barata: queda perfecta en el salón.




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Varios Autores, Cuentos eróticos de Navidad, Tusquets, 1999

Como si se tratara del más genuino regalo navideño, Tusquets ha ocultado el rosa que identifica los libros de «La Sonrisa Vertical» con una sobrecubierta verde que parece adornada por un lazo rojo. Este diseño es un guiño más en el juego de transgresión que supone unir dos temas tan aparentemente alejados como navidad y erotismo. Una transgresión atrayente por original, por lúdica... por festiva.

Cuentos eróticos de Navidad es el título ciento once de la primera colección de literatura erótica creada en nuestro país: «La Sonrisa Vertical» nacía a la par que el premio que lleva su nombre, a finales de 1978, bajo la dirección de José Luis García Berlanga y Beatriz de Moura. Puede extrañar que, en contra de lo que ha sucedido en otros países, la novela erótica no tuviera en España demasiada demanda al terminar la dictadura. La explicación se halla en la creciente tolerancia de la censura hacia este género; de hecho, la última etapa franquista, conocida como los años del «destape», estuvo marcada por una serie de películas (en general de muy baja calidad) y de publicaciones periódicas eróticas y pornográficas.

Desde 1978 hasta nuestros días, la vigencia de la narrativa erótica se ha mantenido sin estridencias ni sobresaltos. «La Sonrisa Vertical» ha cumplido veintiún años y, desde 1986, comparte espacio editorial con «La fuente de Jade» (de Alcor-Martínez Roca). Algo más tarde, Plaza & Janés ideó «X Libris», una colección erótica que recoge textos escritos por mujeres (y, según la editorial, para mujeres). Además, el género cuenta con algunos nombres indiscutibles, como L. Azancot, cuyas novelas sirvieron de empuje inicial a una renovación que se vería representada por E. Tusquets en la tendencia discursiva, y por M. Espinosa en la paródica. A ellos podemos añadir un buen número de narradores procedentes de la costa mediterránea, como los valencianos J. J. Seguí, V. García Cervera y V. Muñoz Puelles, y los catalanes J. Bras y M. Abad.

De los citados, sólo Mercedes Abad ha participado en Cuentos eróticos de Navidad, volumen que recoge trece relatos escritos específicamente para este libro: nueve de los autores son hombres (seis españoles y tres hispanoamericanos), tres mujeres (dos de ellas españolas); y Perro negro está firmado con el pseudónimo de Irene González Frei (quien ganara la XVII edición del premio «Sonrisa Vertical» con Tu nombre escrito en el agua). Si nos fijamos en el tema central de los relatos, podemos destacar que Dorso de diamante (M. Montero) y Perro negro se centran en las relaciones lésbicas; y Dulces sueños (E. Mendicutti), Otra Navidad en familia (L. A. de Villena) y Tres reyes (A. Estébez) en las homosexuales. En los demás, encontramos el peso de la impotencia (Un árbol en el jardín, A. Mª Moix); el cumplimiento de deseos reprimidos (Nochebuena con nieve, L. Padura Estévez); la rememoración de toda una vida (El hogar del fuego, A. Luna); la búsqueda fetichista de un sabor (El sabor, F. Benítez Reyes); la seducción por medio de un cuento erótico (Ideogramas húmedos, M. Abad); y la iniciación durante la infancia y la adolescencia, ya sea en brazos de una francesa (Sola esta noche, M. Talens), de una mujer madura (La amiga de mamá, J. Cercas) o de una primita avispada (El niño y la sirena, J. Mª Álvarez).

Algunos cuentos, como el de Luis Antonio de Villena, nos deparan sorpresa final. Mientras en unos el erotismo es apenas una excusa, en otros las descripciones se hacen obvias; en tanto unos nos transportan a paisajes y épocas lejanas, otros nos remiten a situaciones actuales, como el régimen cubano o el gobierno del PP. En todos ellos, «erotismo» y «navidad» consiguen fundirse para generar un volumen que, como habrán imaginado al ver el nombre de los autores, tiene una calidad media más que estimable. Por eso, el libro se convierte en un modo distinto de afrontar las fechas que se nos avecinan. O en un regalo original que no necesita envoltorio.




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Varias Autoras, Hijas y padres, Martínez Roca, 1999

Hace ya tres años, Laura Freixas prologó y editó una colección de relatos titulada Madres e hijas. Ahora, la editorial Martínez Roca ha sacado al mercado un libro que podría ser visto como un complemento de aquel. Según la contraportada, Hijas y padres reúne once relatos inéditos de otras tantas escritoras contemporáneas, con el fin de esclarecer un tipo de relación emocional que «posee una naturaleza secreta que se oculta en lo más hondo del espíritu humano».

En principio, el tema podría interesar a cualquiera: a casi todos nos gusta que nos ayuden a profundizar en algo tan etéreo como «el espíritu humano». Además, alrededor de la mitad de la población somos «hijas», y buena parte de la otra mitad es o será padre. Sin embargo, un tema interesante no hace un buen libro. Una buena antología de relatos ha de estar avalada por la calidad literaria, y por una cierta uniformidad. Hijas y padres es tan heterogénea que ni siquiera todo en ella son «relatos»: hay cuatro cartas, cuatro cuentos y tres textos a caballo entre la reflexión y la literatura.

Quizá el lector se enfrentaría al libro desde otra perspectiva si se le explicara cuál ha sido el criterio que ha llevado a la selección de las autoras. Pero no sólo se obvia dicha explicación sino que, repasando una y otra vez la lista de las mismas, no he conseguido deducir si tal criterio ha existido. Dos de ellas, que sepamos, nunca se han dedicado a la literatura propiamente dicha. Son la periodista y Premio Espasa de Ensayo 1992 Margarita Rivière; y la psicóloga y articulista Alejandra Vallejo-Nájera. Las nueve restantes habían publicado obras literarias de muy distinta resonancia editorial: Hijas y padres recoge textos de escritoras casi desconocidas para el gran público (Flavia Company y Almudena de Arteaga) y de otras que están alcanzando su favor (María Jaén y Laura Freixas); y los entremezcla con escritos de narradoras de éxito como Lucía Etxebarría (ganadora del Premio Nadal 1998, por Beatriz y los cuerpos celestes), las Premios Planeta Zoé Valdés (1996, por Te di la vida entera) y Carmen Posadas (1998, por Pequeñas infamias), y las finalistas de ese mismo galardón Ángeles Caso (1994, por El peso de las sombras) y Carmen Rigalt (1997, por Mi corazón que baila con espinas).

Resulta difícil entender que a alguien que no sea su propio padre puedan interesar las «Confesiones secretas» de Almudena de Arteaga. La «Carta a Juan-Antonio Vallejo-Nájera» sólo tiene el mérito de hacernos más cercano a un famoso psiquiatra. Y Carmen Posadas no desaprovecha la oportunidad para convertir «Tú y yo tan raros como siempre» en un ajuste de cuentas con los que no son capaces de apreciar la calidad (para ella, indiscutible) de sus obras.

Al menos, las cuatro autoras que han recurrido al campo de la ficción (Flavia Company con «Carta al padre»; Lucía Etxebarría con «Tortitas con nata»; María Jaén con «Si yo fuera Lo»; y Margarita Rivière con «El imprevisto») nos han eximido de confesiones personales que, si no están perfectamente articuladas, sólo satisfacen al lector menos ambicioso. Pero esto no significa que los cuentos sean lo mejor del libro. Los recuerdos poetizados de Ángeles Caso («La alegría de vivir») tienen una fuerza y una belleza literarias mayores que las de sus creaciones novelescas. Laura Freixas es capaz de conjugar sencillez e ironía en «Don Mariano y la tribu de los Freixolini». Carmen Rigalt acierta a desmitificar la figura paterna en «La sonrisa que te debo». Y Zoé Valdés consigue transportarnos hasta su Cuba natal en «Carta a él, mi padre».

No se puede hacer una buena antología sin partir de unos criterios claros, que el lector ha de conocer. Sin embargo, Hijas y padres reúne algunos textos que nos harán disfrutar... y que no podemos encontrar publicados en otro lugar...




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Lo del amor es un cuento, Ópera Prima, 1999

En el mundo editorial actual, dominado por la publicidad, las expectativas de venta, y los más variados artificios de seducción al lector, todavía hay proyectos que apuestan por la creación y por la calidad. Una prueba de ello es la existencia de «Ópera Prima», que no sólo edita libros de autores muchas veces desconocidos, organiza un premio de nuevos narradores, y prepara antologías de poemas y relatos, sino que, además, invita a los lectores a participar en tertulias, exposiciones y actos culturales, y los alienta a opinar sobre las obras de los creadores noveles.

Un buen día, Ópera Prima decidió proponer un título curioso para una antología: Lo del amor es un cuento. Y, según nos dicen en el prólogo, les llovieron relatos de los más diversos autores. De ese material, seleccionaron veintiocho cuentos escritos por «jóvenes» de entre 25 y 44 años: veinte hombres y ocho mujeres. Organizaron la selección en dos volúmenes de unas doscientas páginas cada uno, lo vistieron con una portada roja (como corresponde al tema) que ilustraron con doce fotografías, y lo lanzaron al mercado.

El resultado «no pretende ser generación adjetivada» porque «las generaciones [...] han tenido siempre una finalidad conjunta», y en esta antología «no hay más intención compartida que la de la sospecha por la literatura ni más unión [...] que la de convivir en estas páginas». Y es que, en dichas páginas, encontramos nombres de narradores que publican por primera vez, como Belén Reyes, Enrique Redel y Claudia Larraguibel, junto a los de jóvenes consagrados por los premios o el éxito editorial, como Espido Freire (Premio Planeta 1999), Marcos Giralt Torrente (Premio Herralde 1999), Pilar Adón (Premio Nuevos Narradores 1999), Nicolás Casariego, Berta Vías y Juan Bonilla.

Para muchos de sus personajes, está claro que «lo del amor no es un cuento», aunque ellos mismos no sean sino parte de un cuento de amor. Porque, en estos relatos, el amor da vaivenes desde y hacia la concepción romántica que hemos heredado, se funde con el erotismo, y nos transporta a los más diversos escenarios. En sus más variadas expresiones, es el amor lo que recorre y unifica la antología, que nos da una visión heterogénea de un sentimiento tan antiguo como el ser humano... y como su necesidad de narrar.

Conviven en estos cuentos las parejas que se separan, incapaces de superar los obstáculos del paso del tiempo, y las parejas que creen volver a encontrarse fortuitamente al cabo de los años; las relaciones homosexuales, los hombres que contemplan las infidelidades de sus mujeres, el sexo sin implicaciones, y la respuesta a los anuncios de las revistas infantiles; las esperas infructuosas y las añoranzas del pasado. Conviven los relatos escritos en forma de diario y en forma de diálogo, las evocaciones de un «tú», y las narraciones en primera persona. Y las expresiones van desde la calidez poética hasta la jerga juvenil, desde la puntuación más académica hasta la ruptura con las normas ortográficas.

Así, el amor, dispar como sus historias, se convierte en el motor de los cuentos, transformando a los personajes. Estos jóvenes autores unen el amor y la literatura en sus relatos, como si ambos fueran la expresión de una vida... o de una imaginación que cada ser humano se forja para sobrevivir: «el primer libro es como el primer amor, uno cree que será eterno, único y definitivo» (Blanca Riestra, Vol. I, p. 179). Y, sin duda lo es. Tan eterno, único y definitivo como el segundo y los siguientes. Porque, en el fondo, «lo del amor es un cuento», el cuento que cada uno de nosotros inventa, y que forma parte de un cuento mayor, que es la vida; o el cuento que estos autores han escrito, y que forma parte de un cuento mayor, que es esta interesante antología.




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Arturo Pérez-Reverte, La carta esférica, Alfaguara, 2000

Cuando Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) publica un libro, su portada ampliada se adueña de las librerías; los telediarios se hacen eco de la noticia; y, durante meses, vamos leyendo sobre los galardones recibidos, las traducciones en diversos países, y las incesantes reediciones. Por eso nos sorprendió acabar el año sin Misión en París, la nueva aventura de ese espadachín con quien los lectores de El capitán Alatriste, Limpieza de sangre y El sol de Breda se han acostumbrado a pasar las últimas navidades. Para compensarlos, la primavera se inauguró con La carta esférica. Pérez-Reverte apostó fuerte cuando dejó el periodismo para dedicarse a la literatura. Y está claro que, al contrario que sus personajes, él ha ganado: los 230.000 ejemplares de esa primera edición se han agotado en una semana, sin que otros tres títulos suyos hayan desaparecido de la lista de los diez libros de bolsillo más vendidos.

En La carta esférica, Pérez-Reverte ha conseguido explotar sus mejores recursos: los que llevaron a la revista Lire a compararlo con Dumas en 1993, los que nos hicieron disfrutar con El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990, Grand Prix de la Literatura Policiaca) y El club Dumas (1993, Premio Rosekrantz de Dinamarca a la mejor novela extranjera). El propio autor ha querido conectar La carta esférica con sus novelas anteriores. Por eso, el narrador se permite el guiño de citar La tabla de Flandes sin advertirlo («alguien apuntó una vez que [...] los enigmas [...] son sobres cerrados que contienen otro enigma en su interior», p. 463); la obra encierra una trama de eclesiásticos que buscan el poder, como La piel del tambor (1996); y su protagonista, (que sabe que «en el mar como en la esgrima [...] todo consistía en tener al adversario a distancia», p. 375) podría haber sido un mercenario como Alatriste: «en otro tiempo, [...] tal vez él mismo hubiera terminado como corsario» (p. 348).

El escritor español que más vende ha logrado volver a reproducir esta difícil receta del best-seller de calidad: adquiera una documentación rigurosa (puede costarle, como al autor, un año y medio de bucear por mapas antiguos e historias jesuíticas). Mézclela hábilmente con un puñado de fantasía, al que puede añadir, si lo desea, un personaje real (por ejemplo, Piloto). Agregue dos dosis de aventura, tres de suspense, y una de técnicas de folletín. Bátalas con dos protagonistas creíbles y una trama elaborada. Mientras lo cuece todo durante más de un año, ligue un lenguaje cuidado y un ritmo adecuado con escenarios que conozca perfectamente. Por último, adorne el plato con la publicidad adecuada. Si sigue todos los pasos, los comensales quedarán encantados.

El autor los ha seguido: nada en La carta esférica se ha dejado al azar. Desde la subasta con la que se inicia el libro, hasta el final, que los asiduos de Reverte probablemente intuirán antes de que llegue, todo forma parte de una trama perfectamente elaborada. El lector «devorará» con tanto placer las casi seiscientas páginas en las que se desarrolla el argumento, que resistirá la tentación de saltarse unos párrafos para saber qué pasa después. Y ello a pesar de que, hasta la página 96, no sabemos cuál va a ser el motor del libro; hasta la 287 no se nos confirma una sospecha básica; y hasta la 450 no llega la consolidación de una historia latente desde el comienzo.

La carta esférica es una novela de barcos, tesoros y amores. De aventura y suspense. De malos y de buenos que no lo son tanto, pero que saben que «cuando los malos rondan, lo normal es que tarde o temprano alguno asome la oreja» (p. 533). Una historia en la que nuestro tiempo se entrecruza con la época de los corsarios, guiada por un personaje apasionado de los libros y los océanos (como el propio autor, que en cuanto pudo se compró un velero), para quien el mar es «el sustitutivo de la espada de Catón, del veneno de Sócrates» (p. 386), y lo conoce tan bien que se permite opinar que «Julio Verne [...] no tenía ni la más remota idea de la práctica de la navegación» (p. 283).

Usando la técnica cervantina, Pérez-Reverte hace que su novela encierre otros relatos. Relatos que narran los personajes tras la fórmula de «voy a contarte una historia» (p. 88), generando así un juego de espejos en el que producen otros personajes; y relatos que introduce ese narrador que parece decimonónico hasta que nos revela que «cada cual tiene su personaje, y lo interpreta lo mejor que puede» (p. 482). Todo tan borgiano y posmoderno como el recurso de citar libros, películas, cómics, canciones... haciéndolos coincidir en la misma de escala de una tabla de valores en la que todos están interconectados como si formaran parte de «la biblioteca de Borges» (p. 129). Y es que, «después de tantas novelas, tantas películas y tantas canciones, ya ni siquiera había borrachos inocentes» (p. 468).

Al perderse las fronteras entre el relato y las otras expresiones culturales o paraculturales, el protagonista de La carta esférica puede sentir «un calorcillo tibio [...] donde las telenovelas dicen que se tiene el corazón» (p. 324), y vagar como «vagó como Orson Welles en La dama de Shanghai, como Gary Cooper en El misterio del barco perdido, como Jim perseguido en el puerto por el fantasma del Patma» (p. 141). Puede estructurar su vida en tres etapas, marcadas por tres autores, y observar con curiosidad el álbum de Tintín con el que Tánger le explica su plan. Por eso, Piloto lo ve como a un Don Quijote moderno, y le advierte: «siempre leíste demasiados libros... Eso no podía traer nada bueno» (p. 336).

La jerga marinera se mezcla con las onomatopeyas. Las alusiones literarias y paraliterarias («el resto [...] te lo contaré camino de Gibraltar. O como decían los viejos folletines, en el próximo capítulo»), con la paráfrasis de chistes (Horacio es descrito como «un ex militar argentino de padre griego y madre italiana, que habla español y que se cree inglés», p. 275) y de letras de canciones («rubias que no eran jóvenes pero sí audaces», p. 281). El resultado es un lenguaje vivo, actual y convincente. El imprescindible para esta novela que, como El maestro de esgrima, La tabla de Flandes, El club Dumas, Cachito y Territorio Comanche, probablemente acabará adaptada al cine. Pero no esperen al futurible: la lectura de La carta esférica les seducirá.




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La muerte de Cela

Para usted, hace una semana que Cela ha muerto. Las televisiones, las radios y los periódicos, probablemente, han empezado a silenciar su nombre, porque todo el mundo (o, al menos, todo el mundo que lo deseaba, y encontró un medio donde publicarlo) ha desgranado ya sus recuerdos, y emitido su pésame. Tal vez, este comentario ha quedado un poco viejo; pero no por ello me resisto a hacerlo. Porque eso que para usted forma parte de la semana pasada, para mí, que escribo, ocurrió hace apenas veinticuatro horas.

Era una mañana normal: me enfrentaba al tráfico enrevesado, plantándome cómo explicar las familias lingüísticas, mientras mi hija me tendía su biberón vacío desde el asiento trasero. Entonces, la noticia, todavía sin confirmar, rompió la normalidad. Pensé muchas cosas. La más dura, pero la más persistente, fue que el Cela ser humano acababa de hacerle un favor al Cela escritor. Me explico: dentro de unos años, casi se recordará con media sonrisa (la misma con la que hoy comentamos que Juan Ramón Jiménez era un hipocondríaco que siempre usaba como criterio para elegir su vivienda el que estuviera cerca de la consulta de un médico; o un tímido que atravesaba el salón de su casa, oculto tras un biombo, para eludir las visitas de su mujer) la ambigüedad política de un hombre que fue censor y trató de ser delator; y resultó censurado, y contribuyó a la redacción de la Carta Magna de nuestra democracia. Apenas se hablará de su manifiesta antipatía y rebuscada sordidez, que algunos dicen que ocultaba una exquisita educación y un enorme cariño por los amigos. En el futuro, quedará sólo la nómina de los premios recibidos, y no los desvelos del escritor por conseguirlos ni sus opiniones maldicientes sobre ellos; ni los desvelos de otros para impedir esos galardones ni las duras críticas que recibió cuando los alcanzó.

Para entonces, Cela habrá dejado de ser ese clásico vivo de obligatoria lectura en los institutos, al que todos los alumnos se enfrentan con la mezcla de desgana y de desazón que produce el leer algo para un examen. Y será, por fin, un clásico más, al que quizá la gente se acerque con curiosidad y una cierta reverencia. Entonces, cuando se haya difuminado la imagen que el ser humano se forjó con la misma tenacidad con la que forjaba sus personajes, será más sencillo mirar esa obra en la que nunca faltó el desvelo por lenguaje, la pasión por la literatura, la complacencia en la observación del detalle, la impronta de los grandes creadores españoles, la huella de los renovadores extranjeros... Será estéril, por fin, seguir discutiendo sobre su persona, porque quedará su creación desnuda. Para leerla. Para disfrutarla. Para representar a ese hombre que, cuando alguien le preguntó quién era, respondió: «lo que soy, está ahí». Y señalaba los estantes en los que almacenaba las obras que había escrito.

Ahora que el Cela deliberadamente polémico nos ha dejado, es tiempo de redescubrirlo a través de lo que fue. Por mi parte, voy a guardar en el fondo de la biblioteca aquellas obras en las que no alcanzó la grandeza. Y ya estoy desempolvando La colmena, La familia de Pascual Duarte, Oficio de Tinieblas 5 y San Camilo 1936. Ojalá este comentario sea una invitación para que usted, que ahora está recordando que ya ha pasado una semana desde la muerte de Cela, olvide sus exámenes escolares, y vuelva a leer alguna de sus obras. Porque ahora que don Camilo no nos va a sorprender en las revistas del corazón ni presidiendo una organización antisocialista, podemos, por fin, leerlo como a un clásico.




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Care Santos, Trigal con cuervos, Algaida, 1999

En este falso cambio de siglo perturbado por conflictos y reconstrucciones, tender la mirada hacia el pasado se está convirtiendo en un modo de analizar el presente; y de advertir sobre un futuro en el que ni la ciencia ni la técnica parecen garantizar la felicidad de los seres humanos, empeñados en enarbolar fronteras, razas y religiones como excusa para la destrucción de los demás. Desde esa perspectiva, la historia de Janjian, una mujer que ha de enfrentar un pasado del que no tiene memoria, se convierte en una forma de interrogarnos a todos sobre nuestras vivencias. Las que nosotros mismos hemos forjado, y las que nos han sido impuestas por la geografía y la historia.

Para que esa trama simbólica cobre eficiencia, Care Santos (Mataró, Barcelona, 1970) ha tenido el acierto de ubicar Trigal con cuervos (Premio Ateneo Joven de Sevilla 1999) en seis tiempos y dieciséis lugares (ocho europeos y ocho orientales), que se estructuran como una pieza musical cuyo «preludio» es, en realidad, parte del «Finale». Entre uno y otro, el lector ha de recomponer la importancia de los personajes secundarios; y, si no quiere perderse el significado global de la novela, tiene que prestar atención a sus historias aparentemente inconexas, para hilvanarlas en el conjunto monolítico de la trama.

Trigal con cuervos es la sexta publicación de esta Licenciada en Derecho, que colabora en el suplemento cultural de La Razón. El estilo de su obra inaugural, Cuentos cítricos, se repitió en Intemperie, con la que consiguió el Premio Alcalá de Henares 1996. Un año más tarde, aparecieron La muerte de Kurt Cobain, Okupada y El tango del perdedor. En todas ellas, podemos rastrear algunos de los ejes de la novela ganadora del Premio Ateneo Joven de Sevilla: la mezcla dulzura y fracaso estaba ya presente en Cuentos cítricos; el peso de las pasiones era fundamental en Intemperie; La muerte de Kurt Cobain (1997) se centraba en el valor de la amistad; y unos seres derrotados que vivían en la etapa de entreguerras protagonizaron su primera apuesta por la narración larga, El tango del perdedor. Care Santos ha hecho de la literatura un medio de expresión de unas inquietudes que se materializan de modo certero. La prueba está tanto en las publicaciones citadas como en las de 1999: la novela que lleva por título el de un cuadro de Van Gogh, y el volumen de cuentos Ciertos testimonios de Venezuela.

Además, hay que destacar que la variedad de escenarios, la extensión temporal del relato (desde 1915 a 1981), y la multitud de temas que se tratan facilita que Trigal con cuervos pueda ser leída de modos muy diversos. Para unos, será una historia de amor en la que el único recuerdo de Janjian sobre su infancia mueve el resto de su vida. Para otros, Trigal con cuervos explicará, sobre todo, la importancia de la amistad. Algunos la interpretarán como una novela testimonial que analiza la brutalidad del siglo XX, desde el holocausto armenio de 1915 a los campos de concentración nazis. No faltarán los que prefieran ver en Janjian una metáfora de la soledad y el desamparo del hombre contemporáneo. Habrá quienes consideren que la trama se basa en las predicciones de un adivino, rompiendo así con el realismo histórico para alzarse hacia el exotismo; y quienes decidan leerla como una hermosa obra de ficción, en la que se pone de relieve el valor de la palabra, y se brinda al lector la posibilidad de participar en el desarrollo de la acción. Todo ello, y quizá mucho más, está en Trigal con cuervos. Sólo falta que nos despojemos de prejuicios, y nos aventuremos a descubrirlo por nosotros mismos.




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Leopoldo Alas

Los aniversarios nos ofrecen la excusa perfecta para saldar viejas deudas o para volver sobre aquellas obras que, en su día, nos impresionaron. Por eso, el primer año de este nuevo siglo nos acerca a un zamorano que ejerció de cuentista y de crítico, y que nos dejó una de las más hermosas novelas del siglo XIX. Evidentemente, estamos hablando de Leopoldo Alas (1852-1901), «Clarín», y de La Regenta. Aunque, si queremos hacerle justicia, no deberíamos olvidar sus artículos, sus volúmenes de relatos (especialmente Doña Berta y Adiós, cordera) y su otra novela (Su único hijo).

Explicaba Juan Oleza (en su introducción de Cátedra) que La Regenta se redactó entre el otoño de 1883 y abril de 1885 (es decir, que cuando se publicó el primer volumen, en diciembre de 1884, estaba todavía inconclusa); que tuvo éxito, pero que no se agotó hasta 1893, y que no se reeditó hasta 1901. Buena parte de la crítica del momento simplemente la ignoró, quizá como represalia a los juicios que su autor vertía en sus artículos de prensa. Y Clarín, a pesar de haber escrito a un amigo confesándose orgulloso de haber creado “una obra de arte” a los treinta y tres años, llegó a albergar dudas sobre su capacidad como novelista.

Ha pasado más de un siglo desde entonces: La Regenta ha entrado a formar parte de los currículos de literatura, y ha merecido gran cantidad de estudios. Pero ¿puede todavía entretenernos y conmovernos? ¿o es una novela para esos seres que el lector común ha de juzgar como unos ociosos, que no tienen nada mejor que hacer que discutir si existe un naturismo español o lo nuestro fue simplemente realismo? Si usted ya leyó La Regenta, la respuesta es obvia. En caso contrario, quizá se haya privado de este placer por su volumen: el lector actual, tan acostumbrado a las ficciones en doscientas páginas, puede rehuir enfrentarse a una obra de casi mil. Sin embargo, para disfrutar de La Regenta sólo habrá de vencer esa reticencia inaugural. Dado el primer paso, el libro le obligará a dar el resto, porque su lectura le cautivará.

Ubicada en Vetusta, esa ciudad inmovilista que duerme una eterna siesta, La Regenta es el drama de unos personajes inconformistas, y se puede leer como un exponente del conflicto entre la libertad individual y las imposiciones sociales. Claro que también encierra un análisis de la soledad, la insatisfacción y el deseo: los aficionados al psicoanálisis pueden probar sus conocimientos diseccionando el alma de Ana Ozores (huérfana, casada sin amor, anhelante de un hijo que no llega) y de Fermín (que mantuvo latentes sus conflictos hasta que conoció a Ana). Los adictos a las teorías sobre la búsqueda de la excelencia tendrán buenos argumentos para explicar cómo la lucha por Ana es, en realidad, una parte más de la lucha por el poder que sostienen Álvaro y Fermín (tal vez por eso la criticó con tanta dureza el obispo de Oviedo). Los lectores impenitentes captarán las referencias literarias y los guiños que explican los comportamientos de los personajes. Los interesados por nuestra historia encontrarán en la novela un certero retrato de los comienzos del Nuevo Régimen; y los que conocen las tendencias literarias podrán buscar los rasgos naturalistas que seducían al autor. Las feministas entenderán que Ana podría ser el ejemplo de mujer alienada que se rebela; y los que disfrutan más con el erotismo sugerido con el explícito se deleitarán con el arsenal de alusiones y elusiones.

Porque La Regenta contiene todo eso, y mucho más. Podríamos decir que es una novela sobre la insatisfacción femenina, sobre los cambios desconcertantes de una sociedad (la nuestra) que pasaba del Antiguo Régimen a la Restauración. Pero la sencillez de su lectura es como la engañosa claridad de las aguas tropicales: aunque creemos verlo todo desde la superficie, el coral está al fondo. Por eso, afirmar que La Regenta es una novela sobre el adulterio resulta una afirmación sólo parcialmente verdadera. Ana Ozores, como Emma Bovary, es una mujer adúltera (algunos dicen que sólo de pensamiento, pero véase el final del capítulo XXVIII) en un mundo que no tolera el adulterio femenino. Sin embargo, a diferencia de ella, Ana no teje su deseo con los hilos de la literatura, ni es capaz de pasar de un amante a otro. Como Ana Karenina, la protagonista de La Regenta busca la felicidad, pero carece de la energía de Karenina. Las tres son castigadas, las tres comparten (aunque en distinta medida) el mismo «pecado imperdonable», las tres son hijas de su tiempo. Es más, Ana Ozores mantiene una deuda con las otras dos: su creador admiraba a Flaubert, y conocía la producción de Tolstoi. Pero nuestra Ana es la única a la que la sociedad repudia. Tal vez porque Clarín, como un nuevo Cervantes, se plantea su novela como una ironía que muestra los entresijos del mito de don Juan y del drama calderoniano.

El bizcocho remojado en chocolate que comparten Fermín y Teresina, ese símbolo de una relación sexual que no se explicita, ha quedado en mi memoria como la catleya de Proust. Y si usted todavía no se ha imaginado a Ana Ozores, piense en ella encontrándose con Fermín a la salida de misa, azorados ambos; piense que va a la habitación de su marido a conversar, arrastrando el vacío de no tener hijos, y lo encuentra ridículo; y se encierra en su cuarto a llorar, ansiando sentir amor por Víctor; y «pensando ella misma que estaba borracha [...] Ana, desnuda, viendo a trechos su propia carne de raso [...] sin piedad azotó su hermosura inútil» (p. 355). Es la imagen de una mujer desesperada, que sublima las relaciones, y quiere imitar a los místicos. La sociedad en la que vive no se lo perdonará; como no le perdonó a su padre que traicionara a su clase social para casarse con una «modistilla».

Conflictos de clases, conflictos de sexos, conflictos interiores provocados por la soledad y las imposiciones sociales. Ciertamente, al sumergirnos en el ambiente de La Regenta, sentimos que hemos cambiado bastante en un siglo... ¿O han cambiado sólo las formas? Tal vez, este comienzo de milenio sea un buen momento para preguntárnoslo. Y leer La Regenta una de las formas más gratas de buscar la respuesta.




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Coloma Fernández Armero, Querida yo, Plaza & Janés, 2000

En 1996 en el mundo anglosajón, y un par de años después en España, los lectores (sobre todo, las lectoras) se vieron sorprendidos por un personaje cómico: Bridget Jones. Tal fue el éxito de la novela de Helen Fielding que, si usted buscó una agenda para el 2000, es fácil que ojeara La agenda de Bridget Jones, en la que el antiguo santoral se había sustituido por frases del tipo de «¡horror, queda un mes para empezar el verano! ¡ponte a dieta!», y las habituales tablas de conversión de medidas habían sido reemplazadas por otras en las que se podía consultar el tiempo que cada uno de los sexos tarda en hacer determinadas cosas, como llamar a los amigos para contarles la última conquista.

Igual que sucediera con los protagonistas de Historias del Kronen, la de El diario de Bridges Jones se convirtió en el paradigma de un determinado grupo social. Bridges trabajaba en una editorial, vivía sola, y durante todo el diario iba proponiéndose una y otra vez lo que parecían ser los cuatro objetivos de su vida: conseguir un novio, adelgazar, dejar de fumar, y controlar el consumo de alcohol. En diversos medios, muchas mujeres se rebelaron contra esa imagen de fémina superficial e incapaz de ser feliz sin un hombre. Pero lo cierto es que la novela alcanzó considerables cifras de ventas en todos los países en los que fue publicada.

Como no podía ser de otra manera, a Bridges le salieron varias imitadoras: mujeres que superan los treinta años, tienen una profesión atractiva, escriben un diario, dan cuenta de sus problemas para encontrar un compañero que cumpla con sus expectativas, viven deprisa, comen mal, quieren adelgazar, consumen drogas (legales o no), y no acaban de disfrutar de sus triunfos.

La última de la saga es la protagonista de Querida yo, una obra que no sabemos si calificar de novela, y que la propia contraportada define como «un diario. Y un plano de arquitectura. Y un laboratorio de mujeres [...] Y una novela. Y un ensayo [...] Es el diario de una confusión». Un diario sin fechas con «una estructura heredada de los once años que he pasado redactando textos de publicidad», nos dice su autora. En su huida de sí misma, el texto se convirtió en un paréntesis: «no conseguí resolver ni uno solo de mis conflictos pero me fabriqué otra personalidad» (p. 11).

La escritora juega con las semejanzas entre ella y su personaje («Ella soy yo auque no se parece nada a mí», p. 15), para retratarnos a una mujer que siempre llega tarde a las cosas importantes, adora los aeropuertos, utiliza con soltura el correo electrónico, habla de sus novios usando un número en vez de un nombre, desea tener un hijo pero se ve en la obligación de buscar antes al padre («sueño con un hombre normal», p. 72) y, como «los michelines y la verdad» se le escapan «por las costuras del vestido» (p. 30), acude a terapia, hace yoga, y escribe un diario. Aunque sabe que «unos soportan bombardeos mientras otros nos miramos el ombligo» (p. 60), ella sigue con sus dietas de adelgazamiento, sus lecturas, sus salidas nocturnas y su masoquismo sentimental. Consciente de sus limitaciones, se lame las heridas tratando de convencerse de que «las mujeres son las jefas de la vida» (p. 171), y cierra el libro con una frase lapidaria: «la soledad es lo que viene después de este capítulo».

Escrito con corrección pero sin brillantez, Querida yo es un texto entretenido en el que muchas mujeres se verán reflejadas, con un personaje menos frívolo que Bridges Jones (y, también, menos divertido) que, aunque sea el alterego de la autora, acaba resultando una recreación literaria. Sus referencias a nuestra realidad cotidiana nos acercan a esa «Ella que soy yo» haciéndola creíble (y «querible»). En resumen, un buen libro si no pretendemos más que entretenernos con la fotografía desteñida de un fragmento de nuestra realidad.




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Edmundo Paz Soldán, La materia del deseo, Alfaguara, 2002

Las obras de Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) están marcadas por la experiencia vital de su autor: un licenciado en Ciencias Políticas y doctor en Literatura Hispánica, que imparte clases en una universidad neoyorquina, y se ha convertido en el escritor boliviano contemporáneo con más eco internacional. Su producción comprende los volúmenes de cuentos Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1999); así como las novelas Río Fugitivo (1998), Días de papel (Premio Erich Guttentag 1992), Alrededor de la torre (1997) y Sueños digitales (2000). Tres de estas obras han sido editadas en España; y no faltan las traducciones al inglés y al alemán, ni las contribuciones a antologías publicadas en Europa y las dos Américas.

Su última novela, La materia del deseo (Alfaguara, 2002), presenta a Pedro Zabalaga, un profesor de «Política y Dictadura» que regresa a su Bolivia natal huyendo de la pasión que siente por una de sus alumnas de Madison. La profesión del protagonista permite al autor hacer un retrato de las universidades estadounidenses, con sus miserias, sus envidias y sus luchas por el poder; e insertar reflexiones sobre la realidad de latinoamericana, con sus crisis y sus problemas político-sociales.

La excusa para el regreso de Pedro Zabalaga a «Río Fugitivo» es descubrir las claves de la novela que escribiera su padre, un héroe de la lucha contra la dictadura. En esa búsqueda, Pedro está acompañado por una antigua novia, Carolina, que se dedica a recuperar los correos electrónicos borrados en los ordenadores; por René Mérida, hijo del supuesto traidor del grupo liderado por el padre de Pedro; y por su tío David, el único superviviente de ese grupo subversivo, que ahora se gana la vida inventando crucigramas. Y, como si de un crucigrama más se tratara, la novela se llena de acertijos, hasta convertirse casi en un thriller que conduce a una verdad muy distinta de la que Pedro perseguía.

Lejos de los escenarios rurales característicos de la novela hispanoamericana de hace unas décadas, Edmundo Paz crea un escenario urbano comparable al que utilizan otros escritores latinoamericanos jóvenes. Que nadie espere encontrar indígenas en sus páginas; ni descripciones de esos barrios de La Paz, imposiblemente colgados a cuatro mil metros de altitud; ni retratos de esa naturaleza sobrecogedora de los Yungas, con sus plantaciones de coca. Porque los personajes de Paz Soldán viven en ciudades; se mueven en moto; leen a Borges, Pynchon y Kerouac; y escuchan a Nirvana y a Marilyn Manson. Sin embargo, no estamos ante una novela aséptica: el hecho de que el protagonista (al igual que su autor) participe de dos civilizaciones le hace mostrarse crítico con el idealismo de la izquierda de la generación anterior, y consciente de la crisis vital de la nueva generación, falta de valores e incapacitada para el compromiso personal y social. Porque Pedro, al huir de su pasión por Ashley, no hace sino demostrar que no puede establecer vínculos duraderos; al escapar de Estados Unidos descubre su desarraigo en Bolivia; y, al perseguir la figura de un padre idealizado, no puede sino encontrar una realidad menos grata que la deseada.

La materia del deseo recupera elementos que ya aparecían en otras obras de Edmundo Paz: como en Río fugitivo, la realidad familiar del personaje se cubre de misterios; como en Sueños digitales, se plantea un enigma político-policial en el que se encubre el pasado; como el protagonista del cuento «Dochera» (de Amores imperfectos, ganador del premio Juan Rulfo 1997), el tío de Pedro inventa crucigramas; y, como en el conjunto de su producción, la prosa de esta novela resulta fácil de leer, y ofrece una visión del mundo pragmática, sin grandes reivindicaciones, pero con búsquedas personales que, casi siempre, terminan en fracasos.




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Eduardo Mendicutti, El ángel descuidado, Tusquets, 2002

La narrativa de Eduardo Mendicutti (1948) está marcada por su prosa actual y humorística; y por su atención a la realidad circundante, el amor y el sexo. Estos intereses se han materializado en un libro de relatos (Fuego de marzo, 1995) y nueve novelas, entre las que cabe mencionar la erótica Siete contra Georgina (1987); la testimonial Tiempos mejores (1989), donde critica el cambio en las personas; Una mala noche la tiene cualquiera (1982), en la que utiliza la historia reciente como marco; El palomo cojo (1991), donde analiza las relaciones humanas; Los novios búlgaros (1993), con su incursión en el tema de la prostitución masculina; y Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (1997), donde aborda el tema de la transexualidad.

En El ángel descuidado, Mendicutti nos traslada hasta 1965 para relatar el primer amor de dos adolescentes que conviven en un internado religioso. Como el escenario es un mundo cerrado, lo que acontece en la España de los años sesenta se perfila a través de escasas pinceladas. Frente a esa falta de referencias externas, dentro de los muros del internado, desfila toda una galería de personajes masculinos: estudiantes y profesores a los que la vocación no impide la ruptura con los votos más básicos.

El narrador, sin embargo, no es uno de los muchachos enamorados, capaz de renunciar a todo por perpetuar su pasión, sino ese mismo chico convertido ya en adulto. Su mirada, carente de inocencia, se tiñe de nostalgia y de ironía. Treinta y cinco años después de la despedida, el azar lleva a Rafael a conocer el paradero de Nicolás. Mientras el primero ha alimentado el recuerdo de los momentos que ahora narra, el segundo ha preferido alejarse del pasado: ha tratado de borrar de su memoria esa relación homosexual; y ha salido de la pobreza, montando una próspera empresa. Treinta y cinco años son demasiados para coincidir en algo. Por eso, las citas se van aplazando hasta que los dos deciden no materializarlas.

Aunque el tiempo parece asegurar el distanciamiento, la voz de Rafael es capaz de volver a palpitar con la evocación. Pero, poco a poco, la realidad achata las sombras del recuerdo: el ser amado sólo es un ángel porque quien ama le pinta alas. Concluido el amor, los ángeles se tornan humanos, imperfectos, decepcionantes. Y la memoria se desvela como una hermana de la literatura: un arma para recortar el pasado hasta que tenga los contornos deseables.

Sorprende que unos personajes tan sometidos a las normas morales del internado jamás se planteen su relación como un pecado. Pero claro, la explicación estaba en una de las citas que encabezan la novela: «Señor, concédeme la castidad, pero no ahora». Y es que, digan lo que digan los religiosos de la orden, hasta el hermano Estanislao sabe que «Dios también creó a los chicos guapos»; ésos por los que otros pueden postponer o anular todos sus principios, convirtiéndose así en ángeles descuidados.




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Enriqueta Antolín

A principios de los años ochenta, ya estaba claro que los escritores no guardaban en sus cajones maravillosas obras prohibidas por la censura, y que los lectores no se sentían atraídos ni por el experimentalismo a ultranza de los últimos años del franquismo, ni por la literatura convertida en un instrumento de denuncia de la injusticia. La sociedad se hallaba en un proceso de transformación que demandaba una nueva forma de narrar. Ante el éxito de Bélver Yin (Jesús Ferrero, 1981), y la proliferación de autores noveles, los críticos empezaron a hablar de «novela de la democracia» o «novela de la posmodernidad». Concluida esa década de continuos debates, parecía evidente que la única característica de la «nueva novela» era su fascinación por el arte de contar historias. Con ese fin, muchos de los escritores volvían al pasado a través de la memoria, investigaban en sí mismos, se enfrentan a amores imposibles, se rebelaban ante lo establecido, y buscaban refugio en mundos exóticos o provincianos.

Ya había pasado el entusiasmo inicial de la crítica y del público cuando apareció la primera obra de Enriqueta Antolín (Palencia, 1941). Ya no se recurría continuamente al tópico de la proliferación de novelas escritas por mujeres. Enriqueta Antolín llegó a la literatura casi sin aviso: sólo la conocíamos por sus colaboraciones en la prensa, y por un cuento aparecido en El País. Por eso nos sorprendió que, al publicar su primera novela (La gata con alas, Alfaguara, 1992) anunciara que era el primer volumen de una trilogía. Una trilogía que se completaría con Regiones devastadas (Alfaguara, 1995) y Mujer de aire (Alfaguara, 1997) que, más que continuaciones de La gata con alas, suponen un atrayente ejercicio de variaciones, permutaciones y repeticiones en las que la historia de esa niña que va creciendo se llena de prolepsis y analepsis, y acaba constituyendo una cuarta obra que no es del todo la suma de los tres volúmenes.

La protagonista de esta trilogía está saliendo de una anestesia y, desde ese mundo de realidades narcóticas, recuerda su infancia. En la situación generadora de recuerdos, en los recursos expresivos, en el intimismo subyacente, en la exactitud de la palabra, la obra de Enriqueta Antolín coincide con La lluvia amarilla (Seix Barral, 1988) de Julio Llamazares, y se relaciona con el llamado «nuevo realismo» del «grupo leonés» que, para Mateo Díez (Ínsula, n.º 572), aúna tres elementos básicos: «imaginación, palabra y memoria».

A través de su narradora, Enrique Antolín recrea la memoria individual y colectiva, y analiza a la niña que lleva dentro. Por eso, la crítica se cuestionó si estaba ante una novela, una autobiografía novelada o un libro de memorias. Para la autora, sin embargo, no había dudas: por más que la protagonista hubiera vivido en Toledo, tuviera hermanos con los mismos nombres que los de la escritora, y compartiera muchas de sus experiencias vitales, la obra era una novela, y la protagonista un ser de ficción.

Y a mí me recordaba a otra magnífica novela de la infancia aparecida pocos años antes en otro rincón del planeta: La niña que perdí en el circo (RP editores, 1987) de la paraguaya Raquel Saguier (Asunción, 1940). Casi sin dudar, me atrevo a asegurar que ninguna de las dos autoras conoce la obra de la otra pero, por una de esas mágicas coincidencias que se dan a veces en literatura, ambas profundizan en un ayer individual determinado por las circunstancias históricas, caen en la cuenta de que siguen siendo la niña que creyeron perdida, consiguen un lenguaje intimista y hermoso, juegan con las palabras hasta convertirlas en los cimientos de algo que no es verdad ni es mentira sino simplemente ficción.

Enriqueta Antolín afirma: «nunca voy a escribir nada que no tenga que ver con la memoria»; y habla de su obra como de una «novela de amores» que «borra los límites de la realidad y la fantasía» al mezclar «mentira, verdad y evocación». Ese mismo procedimiento le ha servido para elaborar sus aportaciones a la literatura juvenil (Kris y el verano del piano, 1997; Kris y su panda en la selva, 1998), y su inclasificable Ayala sin olvidos (Alfaguara, 1992). Y le servirá, en el futuro, para seguir labrando una obra introspectiva y hermosa que va ganando calidad y seguridad según pasan los años. Una obra en la que el lector se reconoce al tiempo que descubre a los personajes, se analiza a través de los recuerdos de aquéllos, y saborea un universo mágico en el que la ficción acaba siendo como un espejo distorsionado a través del cual se reencuentra consigo mismo.




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Eugenia Rico, La muerte blanca, Planeta, 2002

La muerte blanca es fría y dulce. Les llega a los cosacos que, ebrios de vodka, se tienden sobre la nieve hasta que los vence el sueño, y se les congela el miedo. Y les llega a los adolescentes que, como el hermano de la narradora de esta novela, fallecen dejando en blanco todas las páginas de su vida. Desde ese título simbólico, la existencia humana y la literatura se funden en la obra ganadora de la XVI edición del Premio Azorín: «porque una novela no puede detenerse en el primer capítulo [...]. Ni un hombre morir antes de ser hombre» (p. 68); y porque «todo lo que hacemos lo hacemos para no morir. Por eso escalamos montañas, por eso escribimos libros, por eso tenemos hijos» (p. 150).

A la prosa de Eugenia Rico (Oviedo, 1972) se le nota su vinculación con la poesía, género en el que esta autora hizo sus pinitos literarios. Como ella misma ha afirmado, en La muerte blanca hay «una historia de búsqueda y resurrección que demuestra que el amor es indestructible», «un canto al paraíso perdido de la infancia, la bajada a los infiernos para buscar al ser amado y el regreso», y una «evocación de la felicidad vivida». Pero que nadie espere un relato de arquitectura narrativa, porque esta novela es, ante todo, una sucesión de retazos del pasado, entreverados con pensamientos vitales. Una búsqueda alucinada, en la que la narradora repite el juego de dudar de los límites entre la vida y la muerte: «puede que yo también [...] confunda las cosas. Quizá estoy muriendo en mi cama y pienso que estoy contando una historia en la que mi hermano ha muerto [...]. Él está a mi lado [...] Está vivo. Soy yo quien muero» (p. 116).

Se trata de un recurso que utilizaron, entre otros, Juan Rulfo (en Pedro Páramo) y Julio Llamazares (en La lluvia amarilla). A éste último, Eugenia Rico le confiesa un agradecimiento explícito en la última página de La muerte blanca; y uno implícito, cuando su personaje afirma que, años después de su muerte, descubrió que las camisetas de su hermano «olían a amarillo» (p. 190). No resulta extraño, porque el autor leonés, con el que Rico coincide en muchos de sus rasgos narrativos, no dudó en manifestar que la primera novela de esta autora, Los amantes tristes (2000), era «la mejor prueba de que sí hay buenos escritores en España».

Los amantes tristes, que Bousoño calificó de «libro excelentísimo», indagaba en el amor, la soledad, la esperanza y la amargura, a través de sus tres protagonistas, símbolos de la ruptura entre lo real y lo soñado, cuyos únicos puentes se llaman locura y literatura. La muerte blanca vuelve, en cierto modo, a los mismos temas: el amor, la búsqueda del yo, y el constante caminar hacia el futuro con la vista fija en el pasado. Convencida de que «mi hermano quería dejar huella. Yo soy su huella» (p. 46), la narradora se sumerge en el dolor para recuperar la felicidad que reside en el recuerdo. En ese viaje, falta el soporte de una historia excepcional, de una trama que guíe al lector por sus páginas. Pero, a cambio, existe todo un universo de sugerencias que, no por repetidas, dejan de tener el encanto de lo que aparta de los usos literarios más comunes. Y es que, después de todo, en un mundo «lleno de supervivientes que no saben a qué han sobrevivido» (p. 176), «las palabras son la única medicina que tenemos para la enfermedad llamada Muerte» (p. 116).



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