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Cine y publicidad

Antonio Checa Godoy



ANTONIO CHECA (Jaén, 1946) es doctor en Ciencias de la Información y profesor titular de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla. Ha dirigido diarios y revistas como Huelva Información, Diario de Granada y El Adelanto (Salamanca), Andalucía actualidad y, de 1996 a 2002, Andalucía Económica. Como ensayista se ha dedicado preferentemente a la historia de la comunicación -Historia de la Prensa andaluza (Sevilla, 1991), Prensa y partidos políticos durante la Segunda República (Salamanca, 1989), Historia de la Prensa Jiennense (Jaén, 1983), Historia de la Prensa en Iberoamérica (Sevilla, 1993), La Radio en Andalucía, 1917-1977 (Málaga, 2000), La Radio en Sevilla, 1924-2000 (Sevilla, 2000) o Historia de la Prensa pedagógica en España (Sevilla, 2002)- y aspectos relacionados con la cultura y la economía andaluzas -Las elecciones de 1977 en Andalucía (Granada, 1978), Andalucía después del 92 (Málaga, 1994)-. Tiene en su haber diversos premios periodísticos y los Ángel Ganivet (Universidad de Granada) y Blas Infante (Fundación Blas Infante), de ensayo. Es premio extraordinario del doctorado, fundador y directivo de la Asociación para el Progreso de la Comunicación y miembro, entre otras, de la Asociación de Historiadores de la Comunicación.


La imagen

«Esta es una profesión de la que todo hombre puede sentirse orgulloso [...] Debes vender cosas en las que creas y lo harás con dignidad y respeto», anima Deborah Kerr a un atribulado Clark Gable a punto de dejar su profesión al final de The Hucksters (Jack Conway, 1947), titulada en España Mercaderes de ilusiones -que es lo que vienen a ser los publicitarios, según señala en otro momento de la película su propio protagonista-, todo ello mientras junto a la pareja un vendedor ambulante vocea plumas estilográficas a un dólar. ¿Son los publicitarios tan ambiciosos y tan escasamente éticos y, a la postre; tan infelices como los ve el cine? Si la televisión o el propio cinematógrafo han sido con frecuencia objeto de durísimos análisis en la gran pantalla, puede decirse que la publicidad, aunque menos tratada, ha tenido incluso peor consideración145.

El panorama resultará desolador para cualquier publicista cinéfilo. No hay héroe publicitario y difícilmente algún antihéroe. Sólo -con bien contadas excepciones, como la aludida- personajes de escasos escrúpulos y sobradas ambiciones, aunque el obligado final feliz de cualquier comedia fuerce a menudo rectificaciones de última hora. Significativamente, en Crazy people (Gente loca, de Tony Bill, 1990), el protagonista, que quiere ser publicitario honesto y trabajar con la verdad por delante, seguro además de que es el mejor camino hacia el éxito, acaba en el manicomio, donde lo llevan sus propios compañeros de trabajo y donde encontrará por suerte unos inesperados colaboradores en un grupo de pupilos, que se revelarán como ocurrentes profesionales146.

Gente loca, sí, pero sobre todo ambiciosa. Rara resulta la película que tenga como protagonista a un publicitario que no lo presente con ese rasgo, incluso como neto arribista. En uno de los mayores éxitos comerciales de la temporada 2000-2001, pero discreto film, What women want (Lo que piensan las mujeres, de Nancy Meyers), el protagonista, Mel Gibson, alto ejecutivo de publicidad, que obtiene la inapreciable facultad de oír el pensamiento de las mujeres, sólo la utilizará, en definitiva, para ganar fraudulentamente la batalla profesional a su principal competidora, Helen Hunt, una mujer recién llegada a la empresa en que trabaja y que, en principio, le ha quitado el puesto al que aspira. Personajes con poca ética, pues ¿quién es esa chica que no duda en contratar un aparente novio para despertar celos en el chico que le gusta? Una prestigiosa profesional publicitaria enamorada de un compañero de trabajo, la Jennifer Aniston de Picture perfect (Un novio de alquiler, de Glenn Gordon Caron, 1997), o ¿quién ese vengativo Michael Caine frustrado porque no es él a quien ascienden sino a un subordinado suyo en A shock to the system (Jan Egleson, 1990)? Evidentemente un alto ejecutivo de empresa publicitaria. No habrá que multiplicar los ejemplos.

No es fácil que estos publicitarios, símbolos predilectos de la sociedad capitalista para el cine, reflexionen, salvo en algunas situaciones extremas. Cuando en The arrangement (El compromiso, 1969), Elia Kazan quiere describir el fracaso de la clase media-alta norteamericana, su protagonista, Kirk Douglas, será un publicitario, quien, tras un grave accidente, toma conciencia del vacío de su vida. En muy cercana línea, Un certo giorno (Un cierto día, 1968), del italiano Ermanno Olmi, muestra asimismo cómo un accidente de coche transformará la vida de un egoísta y exitoso profesional de la publicidad en el cénit de su carrera. Que lo abandone su mujer puede ser también el detonante que lleve a dejar el trabajo a un ejecutivo de publicidad de éxito, como el Tim Robbins de Nothing to lose (Nada que perder, Steve Oedekerk, 1997). Otros, sencillamente, deciden comenzar una nueva vida desde cero, como el Oliver Reed de I'll never forget what's 'is name, film británico de Michael Winner titulado en España con más brevedad Georgina (1967), donde otro publicitario de éxito -figura, bien se ve, harto repetida en el cine, allá y acá- que abandona mujer, amantes y trabajo, no tendrá fácil el cambio y habrá de volver a su denostada tarea publicitaria presionado por el poderoso personaje de editor que incorpora Orson Welles.

Profesión, nos insisten, poco apetecible, mejor es abandonarla: el ejecutivo brillante que nos presenta Jag är med barn, film sueco de 1979 dirigido por Lasse Hallström, titulado en inglés Father to be, es decir, «Ser padre», tiene en realidad otros objetivos más interesantes en la vida que triunfar en su agencia, como escribir una novela de éxito y, sobre todo, ser padre, lo que en efecto conseguirá. En el film británico Keep the aspidistra flying (Una guerra feliz, Robert Bierman, 1997), ambientado en el Londres de los años treinta, el redactor de una agencia publicitaria que odia al «Dios dinero» abandona su trabajo porque aspira a vivir de sus poemas iniciando una peculiar cuesta abajo, pese a los esfuerzos de la novia, dibujante de la misma agencia. En Nothing in common (Nada en común, 1986), comedia norteamericana de Garry Marshall, a ese insistente personaje del publicitario de éxito que lo tiene todo se le vendrá el mundo encima por culpa del divorcio de sus padres. En el film francés Le distrait (1970), dirigido y protagonizado por Pierre Richard, su protagonista es redactor de agencia publicitaria, trabajo que evidentemente no le llena y le lleva continuamente a evadirse de la realidad.

Y qué mejor que llevar la lucha de sexos a campo tan propicio como el de la publicidad; a los guionistas -norteamericanos sobre todo- les encanta, casi tanto como la lucha de sexos entre abogados. Así en Lover come back (Pijama para dos, Delbert Mann, 1961), una de las parejas clásicas de Hollywood, Doris Day y Rock Hudson, serán ejecutivos de agencias de publicidad rivales pugnando por un producto, el VIP, que no existe. Y que al final habrá que inventar. En la película francesa Une femme ou deux (Daniel Vigne, 1985), el protagonista, Gérard Depardieu, un paleontólogo que ha encontrado el supuesto esqueleto de la primera mujer francesa, se verá acosado por una agresiva ejecutiva publicitaria, Sigourney Weaver, que quiere explotar el filón para promocionar un perfume. Y competirán también a la hora de buscar subvenciones. Doble guerra, entre publicitarios de ambos sexos y entre empresas, supone la comedia alemana Manche mögens prall (Sigi Krämer y Chuck Vincent, 1981).

No guerra de sexos, pero sí entre dos agencias de publicidad en torno a la campaña de un desodorante, refleja Suits (Eric Weber, 1999). Y en el film alemán Looosers (Chris Roth, 1995) serán dos redactores publicitarios con apuros económicos quienes vendan a la agencia rival los secretos del trabajo interno para conseguir la publicidad del servicio de correos germano, cuenta a la que optan las dos. En Un étrange affaire (1981), film francés de Pierre Granier-Deferre, no hay tampoco guerra de sexos entre publicitarios, pero sí una esposa de publicista que arroja la toalla y acaba abandonado a un marido demasiado sometido al trabajo, a los jefes y al hedonismo.

¿Son tan sofisticados los publicitarios que han perdido el sentido de la realidad? En The out-of-towners (Forasteros en Nueva York, Sam Weisman, 1999), película basada en una comedia de Neil Simon, el protagonista, el publicitario que incorpora Steve Martin, deseoso de triunfar en la gran ciudad, conseguirá el ansiado trabajo para sí y para su esposa, Goldie Hawn, en una agencia de publicidad tras sufrir incontables peripecias y constatar, sencillamente, ante sus asombrados examinadores, que Nueva York es «la ciudad en donde todo es posible». En Christmas in July (Navidades en julio, 1940), una deliciosa y alocada comedia de Preston Sturges, el protagonista se cree antes de tiempo ganador del concurso publicitario de una marca de café con el slogan «si usted no puede dormir por la noche, no es por el café, es por la cama» y comienza a gastar desordenadamente hasta que la desagradable realidad se impone.

Peligroso poder y peligrosa atracción, desde luego, tiene la publicidad. En la película canadiense Agency (George Kazcender, 1979), un criminal director de agencia, Robert Michum, que no vacila en asesinar a quien descubre sus métodos, utiliza la publicidad subliminal para ganar elecciones y, tras ello, se plantea objetivos más ambiciosos. Sin llegar desde luego a esos extremos, en otra Picture perfect (Joseph L. Scanlan, 1995), los títulos se repiten, en este caso un telefilm titulado en España Retrato familiar, veremos los avatares que sufren dos familias vecinas -unidas en el objetivo de superar sus problemas económicos- el querer ganar un concurso publicitario para la campaña de una nueva bebida como la supuesta familia perfecta norteamericana, de lo que se encuentran lejos. Y profesión peligrosa para el corazón, viene proclamando el cine desde hace décadas, antes incluso de entrar en la sociedad del stress. Ya en 1957, en That night, film dirigido por John Newland, un publicista obsesionado por el trabajo sufre un primer infarto, pero no cambia su modo de vida, hasta que llega el segundo...

Todo vale para los publicitarios. En Pretty baby (Bretaigne Windust, 1950), veremos cómo la empleada de una agencia de publicidad finge llevar un niño en brazos, cuando en realidad es un muñeco, a fin de asegurarse cada mañana un asiento en el metro, pero tantas veces realiza la operación que acaba por creer que lleva realmente un bebé. Sus poco escrupulosos jefes, conocedores de la historia, ofrecen utilizarla publicitariamente a un empresario de comida para niños. En Having a wild weekend (1965), una de las primeras películas de John Boorman, la protagonista, una popular modelo que anuncia carnes por TV, se fuga con un compañero de trabajo, lo que lejos de suponer un drama será aprovechado por los directivos de la agencia que desarrolla la campaña para generar más publicidad en torno al producto cárnico.

Nada es igual antes y después de la publicidad y de sus instrumentos. En Magic town (Ciudad mágica, 1947), film de William Welmann que supone una temprana y hábil sátira del mundo de los sondeos, los ejecutivos de una empresa de en cuestas identifican una pequeña ciudad norteamericana, Grandview, cuya opinión pública coincide matemáticamente con la media norteamericana, lo que para la empresa supondrá ahorrarse tener que encuestar a todo el país. Pero una periodista local divulgará esa cualidad de su ciudad y ya nada será igual en ella. La pérdida de representatividad causará su hundimiento. Aquí, por excepción, James Stewart, pasará de publicitario frívolo a artífice de la recuperación final de Grandview.

Un buen publicitario nunca pasa inadvertido. Falso culpable y una de las personas más perseguidas de toda la historia del cine será el desafortunado publicista que encarna Cary Grant en North by northwest (1959), acertadamente titulada en España Con la muerte en los talones y dirigida por un Alfred Hitchcock en sus mejores momentos. Hasta el cine de acción más clásico utilizará la figura del publicista. En Crossplot (Alvin Rakoff, 1969), un film protagonizado por Roger Moore, a la sazón popular internacionalmente por la serie televisiva The Saint (El Santo), un alto directivo publicitario se ve envuelto en un complot para asesinar a un jefe de estado africano.

La publicidad no nos hace felices; es una actividad que, como vemos, propicia el abandono de la profesión, pero da popularidad. Las vallas atraen poderosamente. En It should happen to you (1954), titulada en España Una rubia fenómeno, una notable comedia de George Cukor, la protagonista, una deliciosa Judy Holliday, emplea sus últimos ahorros en un capricho, una valla publicitaria con su solo nombre, Gladis Glover; por una serie de divertidas circunstancias, alcanza la popularidad gracias a ella, pero conocerá también de inmediato la cara falsa de esa popularidad y acaba volviendo sus ojos a un sufrido y enamorado Jack Lemmon, en su primera película relevante. Deliciosas algunas secuencias como la protagonizada por Judy Holliday y un conquistador Peter Lawford, quien se ve presionado por ella a dar continuas vueltas en coche descapotable a una plaza neoyorquina para que la rubia pueda contemplar a sus anchas su valla. Pero a ese Jack Lemmon, convertido en ejecutivo publicitario, le tocará sufrir una década después la popularidad de las vallas en Good neighbor Sam (Préstame tu marido, David Swift, 1964), clásica comedia de enredo norteamericana, cuando por error es la hermosa vecina, Romy Schneider, y no su esposa, quien aparece en unos anuncios que quieren mostrar a la pareja media estadounidense, ciertamente toda una obsesión de la publicidad en aquel país, como su propio cine nos recuerda con insistencia. En Billboard Dad (Un papá de película, Alan Metter, 1998), cuando las traviesas gemelas Mari Kate y Ashley Olsen quieren buscarle novia a un papá viudo recurren lógicamente a las socorridas vallas. Con éxito, desde luego, porque el medio -no cabe duda- es eficaz. Pero quizá el mayor homenaje cinematográfico a este soporte sea el delicioso episodio de Federico Fellini en el film italiano Boccaccio '70, «Las tentaciones del doctor Antonio» (1962), donde un estricto profesor verá alterada su vida tras ser colocada en un solar junto a su casa una monumental valla publicitaria con una sugerente Anita Ekberg recostada ofreciendo su vaso de leche bajo un luminoso que reza «bebed más leche» en tanto alrededor un coro de niñas canturrea: «bebed mucha leche / la leche es muy buena / la leche conviene / a cualquier edad». El doctor Antonio acabará loco tras una noche con quien cree encarnación del demonio. En Sin sostén (1998), corto mexicano de René Castillo y Antonio Urrutia, el protagonista escoge para suicidarse la terraza de un rascacielos entre dos grandes vallas publicitarias con un vaquero y una modelo. Y hasta en Tarzan's New York adventure (Tarzán en Nueva York, 1942), de Richard Torpe, el protagonista no podrá evitar saltar, cual nueva selva, entre vallas comerciales.

Incluso algún musical se ha acercado con admiración al mundo de las vallas, como Billboard girl (Leslie Pearce, 1932), cortometraje protagonizado por Bing Crosby y Marjorie Kane. También, con menos frecuencia, otros tipos de publicidad similar: enamorado de una cantante sin éxito, Demi Moore, el joven protagonista de No small affair (Click, click, Jerry Schatzberg, 1984), fotógrafo aficionado, no dudará en invertir todos sus ahorros en contratar anuncios en los taxis de la ciudad para que su amor platónico gane popularidad, aunque a la postre suponga su definitivo alejamiento.




La evolución

Posiblemente haya que conceder a los ingleses una cierta primacía en acercarse desde el cine al mundo de la publicidad, con Sunlinght soap washing competition, corto de 1897, en donde aparece ya un producto tan publicitario como ha sido siempre el jabón. Y a los franceses el aportar, con los anuncios rodados por Georges Méliès, la primera publicidad imaginativa.

El interés por el mundo de la publicidad aparece en fechas francamente tempranas en el cine norteamericano, lo cual parece lógico habida cuenta la importancia que alcanza ya a finales del siglo XIX en EE.UU. Cortos de tema humorístico como Advertising for mamma, de 1911, Dies advertising pay?, de 1915, The man in the sombrero, 1916, Over the hill, de 1917, o It pays to advertise, de 1919, son muestra de ello, incluso un cineasta tan prolífico como Leo McCarey no deja de utilizar el mundo de la publicidad en algunas de sus comedias, como Publicity plays, de 1924, uno de los 17 cortos, nada menos, que rueda ese año.

No obstante, del mismo año data Admiral cigarette, corto norteamericano centrado en otro producto íntimamente vinculado al desarrollo de la publicidad como el tabaco, aunque hoy las leyes comiencen a imponer el divorcio. El propio cine satirizará pronto esa relación mujer-jabón-erotismo-publicidad, en tiempos de auge del -para los publicitarios- mítico jabón Woodbury con cortos como The soap girl (Martin Justice, 1918).

En el año de llegada del cine sonoro, pero también de auge de los vuelos aéreos transoceánicos, Albert Ray se acerca a ese mundo de los anuncios con Publicity madness, donde un avisado agente publicitario busca sacar provecho de la moda promoviendo un vuelo sin escalas California-Hawai.

Son visiones de la publicidad y sus efectos, películas que por lo general buscan más el resultar divertidas, jugando mucho con equívocos, que críticas de la publicidad, o que resultan a lo sumo descriptivas, como el documental portugués de 1932 Anúncios. En estos años el cine parece rendirse a la publicidad. Lo dejaba ya claro en 1936 la comedia inglesa Nothing like publicity (Nada como la publicidad, Maclean Rogers). En Seven chances (Siete ocasiones, 1925), Buster Keaton, actor y director, obligado a casarse a toda prisa para obtener una cuantiosa herencia, utilizará el recurso del anuncio en la prensa para buscar esposa y será perseguido por centenares de aspirantes. Se corrobora que nadie parece discutir le eficacia a las técnicas y recursos publicitarios.

Los años treinta, superada la negra etapa de la Depresión, marcan el definitivo ascenso de la publicidad a preocupación relevante para el cine norteamericano, y no tanto aún para el europeo. Surgen así múltiples temas, muchos de los cuales tendrán luego más intenso tratamiento. En Topaze (Harry d'Abbadie d'Arrast, 1933), un prestigioso profesor se ve involucrado contra su voluntad en la campaña publicitaria de un agua curativa, que realiza el padre de una alumna con la que ha hecho amistad. No marriage ties, de J. Walter Ruben, un drama asimismo de 1933, contiene ya una seria crítica de la falta de ética en el mundo de la publicidad, y concluye con la ruptura de un tándem profesional -Foster y Perkins- cuando éste constata la falta de escrúpulos, la ambición y la sumisión al dinero de aquel. Publicidad y alcoholismo se unen en Everybody's doing it (Christy Cabanne, 1938), donde un publicista alcohólico supera su adicción inventando acertijos y charadas para los periódicos. Dimensión crítica, pero con envoltorio de comedia, ofrece Page miss Glory (La divina Gloria, 1935), del excelente Mervyn LeRoy, donde se aborda ya el trucaje fotográfico, cuando su protagonista gana un concurso publicitario con la fotografía de una joven inexistente. Antes, en The easiest way (Jack Conway, 1931), la trabajadora de una relevante agencia de publicidad se casará con el jefe para sacar a su familia de la pobreza, pero se enamorará luego de otro. Aquí el mundo de la publicidad es sencillamente el paisaje del film, lo que se hará con especial insistencia en los años ochenta y noventa.

Los años cuarenta mantienen la tónica de la década precedente. Hasta entonces, el dueño y señor del mundo publicitario ha sido el hombre, pero en Take a letter, darling (Ella y su secretario, 1942), comedia del hábil Mitchell Leisen, el, consabido ejecutivo publicitario será mujer, en este caso una Rosalind Russell en su mejor etapa, que contrata a un secretario, el sobrio Fred MacMurray.

En Much too shy (Marcel Varnel, 1942), un afamado pintor verá utilizados sus cuadros para una campaña de jabón. En When a girl's beautiful (Frank McDonald, 1947), asistiremos a las desventuras de un publicitario a la búsqueda de la mujer perfecta para una campaña, mientras en Let's live a little (Richard Wallace, 1948), nos divertiremos con las desventuras de una directora de agencia -vuelve la mujer publicista al primer plano- desbordada por el trabajo y por sus peculiares clientes, un magnate de la perfumería que la persigue, un extraño psiquiatra...

A veces, pero pocas, la mirada es benevolente. Los trucos de la publicidad radiofónica -mostrar la calidad de un producto digestivo efervescente, por ejemplo- aparecen descritos con simpatía en Hot Rhythm, comedia norteamericana de William Beaudine, en plena época de apogeo de la radio (1944). Pero en la inicialmente aludida comedia de Jack Conway The Hucksters, sólo tres años posterior, la crítica de la publicidad radiofónica en concreto y la actividad publicitaria en general es muy dura. Aquí veremos descritos acremente, por cierto, los programas en serie patrocinados por jabones -«Beauty», en este caso- conocido origen de la denominación soap opera.

No faltan, en compensación, cortometrajes con la publicidad como eje que en alguna medida suponen un homenaje a ella. En No other one (Dave Fleischer, 1936) una orquesta parodia conocidos anuncios del momento; en Lights fantastic (Friz Freleng, 1942), asistiremos a un recorrido por los atrayentes anuncios luminosos de Nueva York147; Sing a jingle (Eduard C. Lilley, 1943) utiliza algunos temas musicales publicitarios.

La publicidad puede ser la tabla de salvación para muchas personas, incluso para un rey destronado, arruinado y en el exilio, como muestra Charles Chaplin en A king in New York (Un rey en Nueva York, 1957), donde ese rey acaba anunciando desodorantes por televisión. No un desodorante pero sí un detergente es lo que consigue promocionar en un show televisivo un avispado profesional publicitario en el film británico Make mine a million (Lance Comfort, 1959), quien convence al realizador del programa para insertar sus anuncios fraudulentamente en otros shows, con penosas consecuencias. En cualquier caso, la publicidad en televisión ha irrumpido ya en los cincuenta como argumento cinematográfico.

Más adelante, en 1962, Madison Avenue, la calle de las grandes agencias neoyorquinas, será el título de otro discreto film norteamericano dirigido por H. Bruce Humberstone y centrado en el mundo de las incipientes multinacionales del sector, dibujado como cruel y con escasa ética, lo que es ya dominante en el acercamiento a la publicidad en todas las cinematografías occidentales. Al menos, en C'est dur pour tout le monde (Christian Gion, 1975), película francesa ambientada en el mundo de los negocios publicitarios, veremos como el joven y prometedor empleado no comparte los criterios, algo más que pragmáticos, de su jefe. Un jinete harto de ser explotado para realizar anuncios de cereales -«con el desayuno ranchero comienza el día el vaquero»- será el protagonista de The electric horseman (El jinete eléctrico, 1979) de Sydney Pollack. «No busques nada lógico en la publicidad», responderá un ejecutivo a las quejas del protagonista.

Pero el mundo de la publicidad es de suyo heterogéneo, y el cine no ha dejado de reflejar obligadamente esas múltiples caras. La de los agentes de deportistas, artistas o políticos por ejemplo. Ya en una fecha temprana como 1933 el cine inglés, con Little Miss Nobony de John Daumery, nos dibuja las artimañas publicitarias de un agente artístico para promocionar a una hermosa joven noruega obsesionada con ser una estrella. Significativamente, en el mismo año Victor Fleming rueda en EE.UU. Bombshell, titulada en España Polvorilla, que representa una buena sátira sobre la fabricación de estrellas por Hollywood, en este caso la rubia Jean Harlow y sin que falte esa figura del agente de artistas manipulador. Reincide el cine norteamericano en estos aspectos con comedias como Love on toast (Ewald André Dupont, 1937), pero en este caso el agente publicitario es una mujer que organiza los concursos de Mr. Manhattan y Miss Brooklyn para la campaña de una firma de sopas.

En Life with Mickey (Dadme un respiro, James Lapine, 1993) será el mundo de la publicidad infantil, o más exactamente de los agentes de actores a la búsqueda de niños prodigio. En Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996) lo será el de los agentes de deportistas de élite, a través de un Tom Cruise que, despedido de su agencia, ha de solventar en solitario su futuro148. El popular cantante Armando Manzanero es el agente publicitario de otro no menos conocido entonces, Palito Ortega, a la búsqueda del éxito en Somos novios, película mexicana de 1968 dirigida por Enrique Carreras. Por supuesto, el asesor de imagen es otra figura que no ha estado al margen del cine, por ejemplo en Power (1986), excelente film de Sydney Lumet sobre campañas electorales.

Un anuncio es, en cualquier caso, una puerta abierta a lo desconocido. Lo sufre en sus carnes el Buster Keaton del film antes aludido, perseguido campo a través por una multitud de mujeres. En Apology (Robert Bierman, 1986) la protagonista, Lesley Ann Warren, invita mediante un anuncio en la prensa a que utilice su contestador quien desee confesarse anónimamente. En 84 Charing Cross Road (La carta final, David Hugh Jones, 1987), un anuncio posibilita el encuentro epistolar, luego real de dos personas amantes de los libros. En Dead of winter (Muerte en el invierno, 1987), discreto film de Arthur Penn, la protagonista, actriz en paro, encontrará trabajo gracias a un anuncio, pero comenzarán también para ella inesperadas desventuras. Los propios publicitarios recurren a ellos. En el telefilme dirigido por Don Taylor Classified love (1986), Corazones románticos en la versión española, los protagonistas, tres solitarios ejecutivos de publicidad, compañeros de trabajo, dos chicas y un chico, recurren a los anuncios en la prensa para conseguir pareja. En el mediometraje belga Un jour, mon prince viendra (1997), dirigido por Marta Bergman, veremos descritas las peripecias de tres jóvenes rumanas que buscan en los anuncios de prensa y en las agencias matrimoniales un marido occidental. También hay que tener cuidado con lo que se firma. La protagonista de Lady Bodyguard (William Clemens, 1942), que tiene salud frágil, quiere hacerse un seguro tal y como lo describe un anuncio, pero un error tipográfico la colocará en la tesitura de deber un millón de dólares. Y desde luego hay que cumplir lo que se promete en un anuncio. Barbara Stanwyck sufrirá lo suyo en Christmas in Connecticut (Peter Godfrey, 1945), pues debe cocinar en su casa de Connecticut para el ganador de un concurso, un héroe de guerra, pero ella ni sabe cocinar ni tiene casa en dicho Estado.

Las peripecias de los publicitarios en busca de ideas salvadoras o revolucionarias han dado mucho juego en el cine de ayer y de hoy. En How to get ahead in adversiting (Cómo triunfar en publicidad, 1989), de Bruce Robinson, el protagonista, ese inevitable brillante ejecutivo publicitario que tiene marginados en aras de la profesión a esposa e hijos, busca desesperadamente el eslogan para publicitar una crema contra los granos y ensayará en si mismo con sorprendentes resultados. Ensayos, por cierto, que hará también el ya aludido protagonista de What women want. Una película italiana Consigli per gli acquisti (Sandro Baldoni, 1997), supone de su parte una divertida sátira de las agencias de publicidad en este caso a través del grupo de integrantes de una de ellas que buscan desesperadamente la idea genial que anime una campaña sobre alimentos para perros. En Think Dirty (vídeo, Every home should have one), titulada en España El eroticón (Jim Clark, 1970), el protagonista, que no acaba de tener ideas cara a una campaña publicitaria para televisión de alimentos congelados, recurre inevitablemente a motivos eróticos, lo que entre otros problemas le llevará a un enfrentamiento con el movimiento «Por una televisión limpia»... encabezado por su esposa. Un buen publicitario que quiere promocionar una nueva lavadora sufrirá impensables dificultades para ello en Keep it clean (R. F. Delderfield, 1956)149, comedia británica. En The horse in the gray flannel suit (El caballo del traje gris, 1968), de Norman Tokar, clásica comedia familiar norteamericana, un ejecutivo publicitario que debe promocionar un producto estomacal llamado «Aspercel» verá el cielo abierto al localizar un hermoso caballo del mismo nombre, que adquiere con la idea de que gane premios y le ayude a publicitar el digestivo. En Holy Man (1998), titulada en España El gurú, un film de Stephen Herek, el gesticulante Eddie Murphy conocerá un éxito casi milagroso en la televenta.

La publicidad es, inevitablemente, el eje de muchos filmes orientados al análisis y crítica de la sociedad de consumo. En el episodio El pollo de corral, de Ugo Gregoretti, perteneciente al film italiano de episodios Rogopag (1963), el protagonista, Ugo Tonazzi, se rebela contra esa sociedad y contra los anuncios inmobiliarios que prometen paraísos, además de enseñar al hijo, el futuro director y actor Ricky Tonazzi, la diferencia entre un pollo de granja y uno de campo. Relativamente frecuente en el cine ha sido él utilizar el mundo de la publicidad para satirizar el éxito «no importa cómo». En Will success spoil rock hunter (Una mujer de cuidado, 1957), una divertida comedia de Frank Tashlin, el eficaz Tony Randall busca a toda costa que una despampanante mujer (Jayne Mansfield) protagonice una campaña publicitaria para la compañía en la que trabaja, lo que sirve de pretexto para excelentes golpes críticos y humorísticos. La película está basada en una obra teatral, de George Axelrod, guionista también, lo que no suele ser frecuente en el cine que tiene a la publicidad como eje argumental.

Algunos de los elementos más representativos de nuestra sociedad de consumo han tentado en más de una ocasión al cine. La Coca Cola por ejemplo, Billy Wilder nos la coloca en One, two, three (Uno, dos, tres, 1961), nada menos que en un Berlín en vísperas de la construcción del muro, y es el origen de continuas desventuras para los nativos del desierto del Kalahari en el conocido film surafricano The gods must be crazy (Los dioses deben estar locos, de Jamie Uys, 1980), que conoció una segunda parte, con el mismo director, en 1989. Pero sobre todo Coca Cola Kid (El rey de la Coca Cola, 1985), film australiano dirigido por el yugoslavo Dusan Makavejev. Un alto ejecutivo de la central de Coca Cola en Atlanta es enviado a Australia en misión inspectora. Descubre allí la existencia de una comarca donde el producto no entra -hay una fábrica local de refrescos naturales- y dedicará sus afanes a eliminar el «punto negro». Lo consigue, aunque el dueño de la fabrica (ya anciano, pero que años atrás contrajo matrimonio con la modelo de unos carteles de la multinacional) preferirá volarla antes que caer en las manos de tal apisonadora. Un personaje del film gritará a su esposa, trabajadora de la fuma: «se comienza por la Coca Cola y se acaba entre drogadictos». En el corto francés Bonheur maximun garanti (1996), de Jean Baptiste Mathieu, tenemos una inteligente recopilación de anuncios, noticiarios de actualidad y películas de empresa para reconstruir el ambiente de los años cincuenta y sesenta, cuando despierta el consumo masivo en su país.

La propaganda, sobre todo política y religiosa, ha sido, en especial en las últimas dos décadas, tema muy querido por el cine a uno y otro lado del Atlántico150. Con ribetes de ciencia ficción, en They live (Están vivos, 1989), del discutido John Carpenter, con un John Nada que nos recuerda a Capra, veremos como este hombre descubre que su ciudad es bombardeada con eslóganes subliminales del tipo de «sométase a la autoridad», «no piense» o «consuma» por seres procedentes de la estrella Andrómeda151. Muchos años antes, Richard Brooks acude a otro personaje norteamericano, el charlatán, tan relevante en el país donde vio la luz Phineas T. Barnum, y de camino describir el mundo de los predicadores-embaucadores en la Norteamérica profunda de los años treinta, en su más que notable Elmer Gantry (El fuego y la palabra, 1960). Muy diferente contexto -pero han pasado tres décadas- ofrece Religion, Inc. (Daniel Adams, 1989), donde veremos como un publicitario cree recibir un mensaje de Dios y decide fundar su propia religión, basada en el éxito a toda costa.

En Drop Squad (1994), film producido por Spike Lee y dirigido por David C. Johnson, tenemos una curiosa sátira política, en este caso un grupo clandestino que se enfrenta a un poderoso grupo publicitario que menosprecia en sus anuncios a negros y mujeres. En uno de sus filmes menos afortunados, Brewster's millions (El gran despilfarro, 1985), Walter Hill nos muestra cómo, en la tesitura de tener que gastar grandes sumas para obtener una millonaria herencia, el protagonista no tendrá mejor idea que presentarse a unas elecciones con campaña por todo lo alto. El mundo de los asesores de imagen y de las campañas electorales ha sido tratado con alguna frecuencia, sobre todo por el cine norteamericano, como The candidate (El candidato, 1972), el film que lanzara a Robert Reford. Mediometraje sumamente peculiar, por el tema y por el acercamiento, es Afropub (1993), de la francesa Patricia Saint Georges pues supone un agudo análisis, a través de la publicidad y de la propaganda, del colonialismo europeo desde forales del XIX a mediados del XX en el África negra.

En las últimas décadas del siglo XX, desde los renovadores sesenta, la mirada del cine hacia la publicidad se hace si cabe más dura. Y en la crítica participa ya activamente el cine europeo. Se multiplican los títulos en los que su protagonista, personaje especialmente carente de ética, es un profesional publicitario. El cine entra a saco en las «interioridades» de la publicidad. En The worlds is full of married men (El mundo está lleno de hombres casados, 1980), un film británico de Robert Young, el publicitario de éxito (Tony Franciosa) es asimismo un conquistador incorregible que finalmente acaba provocando la venganza de su esposa. Un ambicioso director publicitario que aspira a que su hija se case con un noble, acabará arruinado y sin amigos en la película austriaca Moos auf den Steinen (Georg Lhotzky, 1968).

El cine británico nos dará en The rise and rise of Michael Rimmer (Kevin Billington, 1970) una incisiva sátira de las encuestas, su protagonista es un trabajador de agencia publicitaria que idea un ingenioso sistema de predecir resultados electorales, lo que le llevará al mundo de la política. Tres lustros después llega Honest, decent and true (Les Blair, 1985), otra demoledora sátira británica de la actividad publicitaria. Ya el título es, obviamente, una pura ironía. Narra el cambio sufrido por una empresa cervecera británica con dificultades económicas cuando, para superar la crisis, entra un nuevo grupo de ejecutivos y publicitarios que, vía todo tipo de excesos, buscan sólo incrementar las ventas. Sin duda, tras el cine norteamericano es el inglés el que más abunda en tratamientos críticos de los procesos publicitarios. También el cine italiano. En Ladri di saponette (Ladrones de anuncios, Mauricio Nichetti, 1989), tenemos una divertida sátira de los abusos publicitarios en televisión. Un director de cine, el propio Nichetti, invitado por un canal de televisión a presentar una austera película neorrealista en blanco y negro -que evoca evidentemente a Ladri di biciclette de De Sica-, ve su película continuamente interrumpida por spots, y no será su única desventura. La estrecha vinculación, cuando no sencillamente la dependencia de la televisión hacia la publicidad no ha escapado a la mirada del cine y en The Truman show (El show de Truman, 1998), de Peter Weir, tendremos una serie televisiva donde todo lo que se ve, se vende.

Despiadada parodia de la agresividad, incluso el racismo, en los medios publicitarios es Putney Swope, largometraje norteamericano de 1969 que dirigió Robert Downey. Una película muy hija de su momento histórico, los contestarios sesenta. Aquí vemos como el protagonista, afro-americano, alcanza la jefatura de la importante agencia de publicidad en la que trabaja y organiza su peculiar revolución, cambiando el staff y rebautizándola «Truth and Soul» -Verdad y Alma-, además de decidir que no se admitirán encargos para campañas de anuncios de tabaco, alcohol o juguetes bélicos. Tiene éxito anunciando remedios contra el acné, cereales para el desayuno y otros productos, pero su propio éxito despertará las suspicacias del gobierno, que llega a considerar a la agencia toda una amenaza para la seguridad nacional. Dos años después, B. S. I love you, comedia que dirige Steven Stern, nos describe las aventuras de un publicitario con éxito profesional, pero no tanto como en el amor, pues aprovechando su trabajo a caballo de Nueva York, San Francisco y Los Ángeles, tiene líos de faldas con la jefa y la hija de la jefa, aparte de la propia novia. Comedia satírica del mundo de la publicidad, pero aquí mucho más del arribismo, es también, ya en los noventa, Mr. Write (Charlie Loventhal, 1994), donde un escritor suspira por triunfar en la publicidad, y habrá de superar para ello muchos obstáculos, incluidos una dominante directora de agencia y un suegro magnate y metomentodo. Más discreta, Swimsuit (Chris Thomson, 1989) narra las peripecias de una agencia de publicidad deseosa de complacer a su principal cliente, un fabricante de bañadores, pero un concurso de modelos no será la mejor idea. En Beer (Patrick Kelly, 1985) veremos satirizadas las desventuras de una agencia publicitaria que busca a la desesperada sacar a flote una empresa cervecera en declive.

También el telefilme se ha centrado con relativa frecuencia -y cada día más- en el mundo de la publicidad. Por su puesto con la misma mirada desabrida de todo el cine de Hollywood. En Jack's baby (Jan Josef Liefers, 1999), otra película con mujer al frente de una agencia publicitaria, esa directora ha superado los treinta años y siente deseos de tener un hijo, pero no desea a ningún hombre, y buscará un donante de esperma. En Indecency (Marisa Silver, 1992), tenemos un thriller protagonizado por tres amigas compañeras de trabajo en una agencia de publicidad. Y es que las grandes empresas publicitarias parecen un mundo especialmente subyugante para el cine negro a finales del siglo XX: en Improper conduct (Jag Mundhra, 1994), por ejemplo, asistiremos a una venganza femenina por una violación en el transcurso de la fiesta de una relevante firma publicitaria.

Anotemos el mantenimiento paralelo de una línea de cortometrajes y documentales fuertemente críticos respecto a la publicidad, lo mismo en Europa que en EE.UU. La realizadora y productora norteamericana Margaret Lazarus, con una amplia filmografía, ha realizado algunos de los más eficaces.

Así en Still killing us softly (1987), será el sexismo y el abuso de la imagen femenina en la publicidad el eje del corto, en Advertising alcohol (1991), serán obviamente las bebidas alcohólicas el objeto de su documental. En el corto del francés Bruno Zincone Qu'est devenue la septième côte? (1994), tenemos también un análisis hecho con sentido del humor y capacidad sátirica de la imagen de la mujer en la publicidad desde los años cincuenta a los noventa. Otro mediometraje francés, Plages de pub a Manille (1993), de Philip Brooks y David J. Bruton, es un duro acercamiento a las diferencias entre los «valores» de la publicidad y la vida real y escoge Filipinas precisamente por los agudos contrastes que presenta. Mediometraje francés es asimismo Una voiture es née (1997), de Gerald Caillat, donde se describen la agresiva publicidad y las no menos agresivas estrategias de marketing de las grandes empresas automovilísticas.

No falta en cualquier caso otra línea, más neutra o descriptiva. En The Signs & rhymes of burma-shave (1991), un mediometraje norteamericano, tendremos un acercamiento a una histórica campaña publicitaria, la del jabón de afeitar Burma-Shave. En Model (1980), largometraje dirigido por Frederick Wiseman, asistimos a una descripción del mundo de la publicidad y la moda a través de una agencia de modelos neoyorquina. Más recientemente, en otro mediometraje, The merchants of cool (2001), Barak Goodman se acerca con mirada severa al sofisticado y productivo mundo de la publicidad para jóvenes y adolescentes.




La aportación española

En el cine español la publicidad ha sido preocupación secundaria, en buena medida porque hasta los años sesenta no comienza a tener verdadera influencia en la sociedad española. El acercamiento al medio suele ser tangencial, y falta aún, por ello, el análisis riguroso. Asoma en películas como Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), por la vía de los concursos radiofónicos patrocinados. Ya en los desarrollistas años sesenta las referencias -vallas, anuncios por TV- comienza a menudear en el cine español. En La chica de los anuncios (1968), de Pedro Lazaga, se narra la tópica historia de la joven (Sonia Bruno) que llega a Madrid con ganas de triunfar y entrará, aunque por accidente, en el mundo de la publicidad, presentado por supuesto como un mundo lleno de oropel y falsedad, perspectiva igualmente presente, pero con envoltorio más sofisticado, en Cover girl (1968), de Germán Lorente. En cualquier caso, pese a su escasa entidad, ambas películas, del mismo año, muestran que la publicidad ha alcanzado relevancia suficiente en la sociedad española como para comenzar a interesar vivamente al cine. Curiosa muestra de una España en tiempos de cambio es Susana (Mariano Ozores, 1970), una empleada (Concha Velasco) del departamento de investigación de mercados de una gran empresa es enviada a una comarca del sur de España donde sus productos han dejado de venderse. Unos años después, Roberto Bodegas, en Vida conyugal sana (1974) nos presentará a un joven ejecutivo español, José Sacristán, peligrosamente influido por la publicidad, tema tentador, pero raramente tratado con profundidad. El protagonista acabará neurótico por culpa del bombardeo publicitario de la televisión. Al año siguiente el mismo Sacristán protagoniza una discreta película cuyo título evoca el de un popular anuncio de esos años, La mujer es cosa de hombres (Jesús Yagüe, 1975).

También Antonio Giménez Rico en Al fin solos (1977), se acerca con mejores intenciones que resultados a este mundo. El padre de la protagonista es director de publicidad de una industria láctea y, demasiado ocupado por su trabajo, apenas presta atención a la hija, una jovencísima Rosario Flores. Otro tipo de sátira más efectiva -aunque no esté entre sus mejores películas- ofrecerá años después Luis G. Berlanga con Moros y cristianos (1987), donde asistiremos a la búsqueda de una nueva imagen por parte de una familia alicantina propietaria de una fábrica de turrones.

El cine español, en cualquier caso, no escapa a corrientes o tópicos internacionales y cuando Fernando Colomo se plantea en Estoy en crisis (1982) reflejar la tan llevada y traída crisis de los cuarenta años, el elegido será un ejecutivo de publicidad, interpretado por José Sacristán. El mismo José Sacristán ha sido unos años antes protagonista de Reina zanahoria (1977), desmadrada y más bien penosa película de Gonzalo Suárez donde ese protagonista es elegido como el hombre que puede enamorar a la «reina» de la producción internacional de zanahoria y conseguir para una agencia de publicidad la exclusividad de la campaña del producto en España.

El cortometraje español sí se ha acercado en algunas ocasiones con mirada crítica al mundo de la publicidad. Específicamente centrados en ese mundo, merecen citarse algunos. En 1969, en plena etapa expansiva del primer consumismo español, Miguel Cañones rueda Deseoconsumo, un corto de diez minutos y una acre descripción del mundo de la publicidad vía la realización de varios spots y su uso posterior. Años después, durante la transición política, Jesús García de Dueñas dirige Del contorno y sus formas (1976), corto de 7 minutos sobre el cuerpo femenino como obsesión publicitaria. En 1980 Eduardo R. Campoy realiza -apenas dos minutos- Número 1 USA, parodia de la publicidad protagonizada por Máximo Valverde. Al año siguiente Campoy reincide con No ha nacido una estrella, corto de ocho minutos con carteles y vallas publicitarias de leit motiv. En Palomas en la carretera (1992), un corto de Manuel Polls Pelaz, la crisis sentimental de dos parejas tiene como escenario una carretera junto a uno de los anuncios más conocidos del país, el toro negro de Osborne. Incluso un corto de Pedro Almodóvar -un cineasta en cuya filmografía no faltan las alusiones a la cultura publicitaria- Tráiler para amantes de lo prohibido (1985), la desventurada protagonista encontrará cobijo en un pintor de carteles cinematográficos que precisamente realiza el de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?




La televisión

La televisión se ha preocupado de forma creciente del mundo de la publicidad. Ya hemos aludido, en el caso de los telefilmes, a esa perceptible tendencia. Las series norteamericanas son el más claro vehículo. Ya en 1964 con Bewitched, la popular Embrujada de los primeros años de la televisión en España -que dirigió William Asher-, tenemos un matrimonio donde él, ejecutivo publicitario, asciende gracias sobre todo a los inusuales poderes de su esposa, bruja. Pocos años después, en The Don Rickles show (Hy Averback, 1972) asistiremos a las desventuras de un publicitario de la gran agencia Kingston, Cohen. & Vanderpool, quien permanentemente frustrado por la sociedad de la prisa y la competitividad paga sus frustraciones con la familia y con ese elemento básico en tantas series televisivas norteamericanas como son los vecinos. En los setenta llegará asimismo On our own (1977-1978), protagonizada por dos secretarias de una poderosa agencia de publicidad de Nueva York.

Pero serán sobre todo los años ochenta y noventa los de verdadero auge del mundo de la Publicidad para ambientar las cada día más sofisticadas series televisivas. Thirty something (Treinta y tantos, 1987-1991), de la que se realizarán 87 episodios, será una serie de éxito a finales de los ochenta con una agencia de Publicidad, en este caso de Filadelfia, como escenario y sus trabajadores, que frisan todos en los treinta y tantos años de edad, como protagonistas, fueron sus creadores Marshall Herskovitz y Edward Zwick. Años después será otra serie de larga vida, pues fueron 227 episodios dirigidos entre otros por Barbara Amato y Daniel Attias, Melrose Place (1992-1999), la que se acerque al mundo de la publicidad a través de algunos de sus protagonistas.

Más específicamente orientada a la publicidad y su entorno deben citarse algunas miniseries, como la británica Campaign (Brian Farnham, 1988), seis capítulos ambientados -parece inevitable- en una agencia de publicidad, y que supone asimismo un excelente acercamiento a la Inglaterra de los ochenta, la del thatcherismo.

Esa reiterada utilización del ambiente publicitario -la agencia sobre todo- como fondo, como paisaje para apoyar sempiternos argumentos de ambiciones y maniobras, parece trasladarse muy recientemente al mundo también de la telenovela, como muestra el «culebrón» mejicano El amor no es como lo pintan (2000), ofrecido a lo largo del verano de 2001 por Canal Sur. En la medida en que el esa telenovela abandona ambientes rurales o de clases medias y bajas y se centra en entornos urbanos y sofisticados resulta inevitable que surja la publicidad como marco idóneo para sus historias.

En suma, la televisión apenas innova respecto al tratamiento que el cine da a la publicidad, incluso puede afirmarse que, sin excepciones, proyecta una mirada aún más tópica.




Fuentes

CAPILLA, Antoni, y SOLÉ, Jordi, (1999), Telemanía, las 500 mejores series de nuestra vida, Salvat, Barcelona.

HUCI, Adrián, (1999), Cine, literatura y propaganda. De «Los santos inocentes» a «El día de la bestia», Alfar, Sevilla.

MÉNDIZ, Alfonso, (2000), «Publicidad a través del cine», en http://www.filasiete.com

http://www.allmovie.com (All Movie Guide)

http://www.bifi.fr (Bibliothèque du film)

http://www.cinematografo.it (Rivista del Cinematografo on line)

http://www.maisondudoc.com (La Maison du Documentaire)

http://mcu.es/bases (Instituto de la Cinematografía y de las Artes Visuales)

http://www.movieline.de (Tiscali Kino)

http://us.imdb.com (Internet Movie Database)




Películas más representativas sobre publicidad152

Título original / Título español Director País / Año Aspectos publicitarios
Agency George Kazcender Canadá, 1979 Publicidad subliminal
Beauty for the asking Glenn Tryon EE.UU., 1939 Campañas publicitarias
Boccaccio '70 («Las tentaciones del Dr. Antonio», episodio de Boccaccio '70) Federico Fellini Italia, 1962 Vallas publicitarias, sociedad de consumo
Bombshell / Polvorilla Victor Fleming EE.UU., 1933 Agentes de artistas, lanzamiento de estrellas
Certo giorno / Un cierto día Ermanno Olmi Italia, 1968 Profesión
Chica de los anuncios, La Pedro Lazaga España, 1968 Modelos, campañas publicitarias
Christmas in July / Navidades en julio Preston Sturges EE.UU., 1940 Campaña publicitaria
Coca Cola Kid / El rey de la Coca Cola Dusan Makavejev Australia, 1985 Competencia, sociedad de consumo, campañas publicitarias
Consigli per gli acquisi Sandro Baldoni Italia, 1997 Agencias publicitarias, consumismo, competencia
Crazy people / Gente loca Tony Bill EE.UU., 1990 Honestidad publicitaria, creatividad
Drop Squad David C. Johnson EE.UU., 1994 Agencias de publicidad, ética
Femme ou deux, Une Daniel Vigne Francia, 1985 Competencia
Good neighbor Sam / Préstame tu marido David Swift EE.UU., 1964 Vallas, campañas publicitarias
Havind a wild weekend John Boorman EE.UU., 1965 Campañas publicitarias
Honest, decent and true Les Blair Reino Unido, 1985 Campañas publicitarias, honestidad profesional
How to get ahead in advertising / Cómo triunfar en publicidad Bruce Robinson EE.UU., 1989 Campañas publicitarias, creatividad
Hunckters, The / Mercaderes de ilusiones Jack Conway EE.UU., 1947 Publicidad radiofónica, agencias de publicidad
It should happen to you / Una rubia fenómeno George Cukor EE.UU., 1954 Vallas publicitarias, popularidad
Jerry Maguire Cameron Crowe EE.UU., 1996 Agentes de deportistas
Keep it clean ¿R. F. Delderfield? Reino Unido, 1956 Creatividad, consumismo
Ladri di saponette / Ladrones de anuncios Maurizio Nichetti Italia, 1989 Publicidad en TV, abusos publicitarios
Let' live a little Richard Wallace EE.UU., 1948 Agencias de publicidad
Little Miss Nobody John Daumery Reino Unido, 1933 Agentes de artistas
Looosers Chris Roth Alemania, 1995 Campañas publicitarias, competencia
Love on toast Ewald André Dupont EE.UU., 1937 Campañas publicitarias, concursos
Lover come back / Pijama para dos Delbert Mann EE.UU., 1961 Competencia, creatividad
Madison Avenue H. Bruce Humberstone EE.UU., 1962 Agencias de publicidad
Make mine a million Lance Comfort Reino Unido, 1959 Anuncios, publicidad por televisión
Manche mögens prall Sigi Krämer, Chuck Vincent Alemania, 1981 Ejecutivos publicitarios
Magic town / Ciudad Mágica William Wellman EE.UU., 1947 Encuestas
Mr. Write Charlie Loventhal, Rip Murray EE.UU., 1994 Agencias publicitarias, creatividad
Much too shy Marcel Varnel Reino Unido, 1942 Campañas publicitarias, agencias, ética
No marriage ties J. Walter Ruben 1933 Campañas publicitarias, ética publicitaria
Nothing like publicity Maclean Rogers Reino Unido, 1936 Consumo, anuncios
Page miss Gloria / La divina Gloria Mervyn LeRoy EE.UU., 1935 Fotografía publicitaria
Pretty baby Bretaigne Windust EE.UU., 1950 Campaña publicitaria
Putney Swope Robert Downey EE.UU., 1969 Agencias, campañas publicitarias, creatividad, ética
Rise and rise of Michael Rimmer, The Kevin Billington Reino Unido, 1970 Encuestas, publicidad política
Suits Eric Weber EE.UU., 1999 Agencias de publicidad, campañas, lanzamiento de productos
That night John Newland EE.UU., 1957 Obsesión por el trabajo, estrés
They live / Están vivos John Carpenter EE.UU., 1988 Publicidad subliminal, propaganda
Think dirty Jim Clark EE.UU., 1970 Ética, campañas publicitarias, publicidad en TV, erotismo y publicidad
Topaze Harry d'Abbadie d'Arrast EE.UU., 1933 Campañas publicitarias, ética
What women want / Lo que piensan las mujeres Nancy Meyers EE.UU., 2000 Competencia, agencias de publicidad, creatividad
When a girl's beautiful Frank McDonald EE.UU., 1947 Campañas publicitarias, creatividad
Will success spoil rock hunter / Una mujer de cuidado Frank Tashlin EE.UU., 1957 Campañas publicitarias





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Cine y cine

José L. Navarrete Cardero



JOSÉ LUIS NAVARRETE CARDERO es profesor de Nuevas Tecnologías en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla. Ha sido Becario de Investigación del Departamento de Comunicación Audiovisual, Publicidad y Literatura. Imparte la asignatura Cine Español Contemporáneo en la Facultad de Filología dentro del Programa de Cursos Concertados con universidades americanas. Es autor de diversas publicaciones y críticas periodísticas relacionadas con el cine. Destacan el estudio cinematográfico-literario titulado «Zalacaín el aventurero», dentro del volumen conjunto 8 calas cinematográficas en la literatura de la Generación del 98 y el capítulo «Pilar Távora: una visión atípica de Andalucía» del libro Alicia en Andalucía. Actualmente trabaja en su tesis titulada: Historia de un género cinematográfico: La españolada.


Consideraciones generales

El cine desde su nacimiento ha sido autorreferencial; ejemplos como How it feels to be Run Over (Cecil Hepworth, 1900), The big Swallow (Williamson, 1901), o la sugerente El moderno Sherlock Holmes (Buster Keaton, 1924), todas en el período mudo, así lo corroboran.

Al margen de la dificultad de cuantificar el fenómeno «metafílmico» (ciertamente, la cantidad de textos referentes a la cuestión en las diversas filmografías nacionales en diferentes períodos y autores, es innumerable), el verdadero mérito, por utópico, reside en saber qué ha movido al cine a volverse hacia sí mismo y en cuál etapa de su desarrollo aparece, no como hecho notable por extraordinario sino como recurso institucionalizado.

Cuando hablamos de cine autorreferencial no podemos olvidar tampoco la figura del destinatario. Sin un espectador conocedor de sus recursos, éste carece de sentido convirtiéndose en una pirueta. El espectador es el más intransigente manipulador discursivo existente.

El cine mayoritario utiliza las herramientas de su hermana mayor, la literatura, catalogadas como recursos discursivos y reflexivos (estos últimos en el sentido etimológico del término, es decir, «de vuelta hacia atrás»). Los primeros (versarían sobre la construcción y nacimiento del relato cinematográfico) son bien conocidos y gozan de una amplia bibliografía, sobre todo referente a la genealogía del séptimo arte, que los demuestran. Sobre los segundos, es decir, los concernientes a la génesis del metacine, existe un mayor desconocimiento. La deuda para con la literatura no termina aquí. Así, la causa de la aparición del fenómeno en el cine, tan tempranamente, sólo puede explicarse por contagio de ésta. Lógicamente, la capacitación narrativa del filme a través de la novela ha acortado un proceso de otro modo dilatado153.

Toda novela o película es una citación no de otra obra, literaria o cinematográfica, sino de un discurso social incidente en el proceso creativo del escritor o realizador. Hablar, por tanto, de textos artísticos comunicados entre sí no es algo extraño cuando la literatura y el cine tienen como referente eso llamado «realidad». Podemos decir que la comunicación es de construcción (novela o filme) a construcción (realidad). Además, ésta no es unidireccional, como podría parecer en un primer momento, pues se establece en los dos sentidos, ya sea en una citación de la realidad o de otro discurso literario. Por ejemplo, la comunicación bidireccional entre obra y realidad social explicaría, aplicado al cine, toda la parafernalia del star system norteamericano, la supuesta y fingida heterosexualidad de Rock Hudson o que Johnny Weismuller lanzara gritos tarzanescos poco antes de morir.

Es característica definitoria del arte que lo representado y el proceso de representación se nos ofrezcan, ambos y a la vez, como objetos de consumo estético y es, en este instante, donde nos atrevemos a acometer una clasificación de los discursos metafílmicos. Cuando hablamos de «cine dentro del cine», son varias las acepciones que debemos distinguir en una expresión excesivamente generalizadora convertida en etiqueta.

Efectivamente, como en literatura, el proceso de intertextualidad en cine (incorporación en el texto presente de otros) puede ser algo premeditado, respondiendo a las formas de plagio, homenaje, parodia, sátira, etc. Pero siempre existirá en todos una «transfusión perpetua»154, es decir, sistemas descriptivos, lugares comunes, etc., visitados infinidad de veces y formadores de nuestra competencia como lectores o espectadores. Estos son de obligado cumplimiento para cualquier director. Aquí reside la fuerza del espectador, aludida anteriormente, como «dictador narrativo».

Manteniendo como dualidad básica las premisas «filmes que hablan sobre otros filmes» o «filmes que hablan sobre su propia construcción o sobre la construcción del hecho cinematográfico en términos generales», presentamos la siguiente taxonomía aglutinadora de todos los metafilmes.

1) El cine como muestra de construcción espectacular y artificiosa. Su mostración, por tanto, en cuanto artificio y espectáculo, dejando ver al espectador la magia de la puesta en escena invisible siempre negada en aras de una hipertrofia del realismo.

2) El cine como relación intertextual de unos discursos con otros. Fenómeno que denominaremos «citación» de forma general (aunque la cita como herramienta intertextual sólo sea una más de las englobadas bajo dicho término). Siguiendo a Gérad Genette, quien a su vez parte de la noción de Julia Kristeva y de Riffaterre, varias son las formas de intertextualidad: architextualidad, intertextualidad propiamente dicha (aquí estaría la cita), hipertextualidad y metatextualidad.

3) El cine como discurso «reflexivo» sobre su propia construcción relatora, bien sea sintetizando el problema en la cámara (vista como «superojo» u «ojo mil veces ojo», capaz de captar acontecimientos excepcionales o detener el tiempo y la vida), o en los recursos discursivos mostradores de su naturaleza como aparato ideológico que juega con la ficción y/o la realidad.

4) El cine mostrándose como decorado o trasfondo argumental. Esta posibilidad, la llamaremos «atrezo», se centra en los discursos que sin reflexionar, enseñar, o interactuar, con otros textos o consigo mismos, presentan algún aspecto cinematográfico155 como simple escenario de una trama argumental.

Desde nuestro punto de vista es el apartado segundo el de mayor interés. De hecho, significativamente, a veces se habla de «cine dentro del cine» para referirse exclusivamente a él, olvidando el resto de las acepciones expuestas, formadoras también del universo del metacine.

Otro problema derivado de nuestro objeto de estudio es la propia terminología surgida a la luz del fenómeno. Así, los términos «metacine», «metatextual», «metadiscursividad», «transdiscursividad», «architextualidad», «transtextualidad», etc., se entremezclan en nuestro vocabulario, añadiendo sólo oscuridad al estudio de la esfera metadiscursiva. Algunos de estos términos necesitan aclaración, sobre todo aquellos acogidos a mayor confusión y uso.

Por «metacine» entendemos discursos habladores sobre sí mismos. Son desfamiliarizadores pues rompen la identificación (primaria y secundaria) con el espectador. Es la autorreferencialiadad por antonomasia. Lógicamente el término está plagiado, como no podía ser de otra manera, de la lingüística, del término metalenguaje.

El término «metalenguaje» fue introducido por los logicistas de la Escuela de Viena (Carnap) y por la Escuela polaca ante la necesidad de distinguir claramente la lengua de la que hablamos de la lengua que hablamos. Las lenguas tienen la posibilidad, y el cine también, de hablar no sólo de las «cosas» sino también de ellas mismas. El metalenguaje se presenta como un lenguaje de descripción; del mismo modo, el metacine, describe sus propios procesos constructivos. La utilización del prefijo «meta» (prefijo griego que significa «junto a», «después de», «entre» o «con») en diferentes términos, sólo nos habla del nivel de acercamiento a nuestro objeto. Así es, si por metadiscurso o metatexto aludimos a cualquier proceso de autorreferencia o descripción de un arte o una ciencia, con el de metacine nos encontramos exclusivamente en el campo cinematográfico. La perspectiva semiótica, dominadora de los estudios sobre cine en los últimos años, ha visto en el filme un acto discursivo o textual permitiendo la utilización, como sinónimos, de términos cercanos: metadiscursividad o metatextualidad (este último término también significa, según Genette, el proceso mediante el cual el crítico une dos o más discursos, a veces, caprichosamente)156.

Las tan llevadas y traídas transdiscursividad o transtextualidad aluden, como indica su partícula «trans» (del latín trans, que significa «al otro lado», «a través de»), a una relación entre discursos de naturaleza diferente. Así es, la relación establecida entre pintura y cine es transdiscursiva por estar hablando de dos códigos completamente distintos. Acontece que a veces ésta, cuando la transcodificación obedece a reglas de construcción determinadas según el modelo científico, se convierte en metalingüismo. Sería un ejemplo de transdiscursividad equivalente a una relación metalingüística, el conjunto significante del espacio en pintura y su homólogo en cine. La relación entre ambas codificaciones sería metadiscursiva a pesar de estar hablando de una traslación de códigos. La transdiscursividad pura se consigue cuando se ponen en contacto lenguajes irreconciliables.

El prefijo «inter» («entre»), del término intertextual, se utiliza para hablar de la relación entre textos de una misma naturaleza. Así se habla de la intertextualidad de la literatura, del cine o de la pintura. Cobra especial relevancia la competencia del espectador en este proceso. Aunque su concurso no sea causa del fenómeno sí es, muchas veces, causa de la utilización de éste. La afirmación de Malraux, según la cual la obra de arte no se crea a partir de la visión del artista sino de otras obras, permite aprehender mejor el fenómeno de la intertextualidad y la inexistencia de barreras que nos obliguen a quedarnos en un arte o en un lenguaje. En este sentido, la intertextualidad es transtextual si queremos decirlo así, aunque preferimos verla como fenómeno exclusivo dentro de un determinado código utilizado por un lenguaje concreto.

Como acontece en lingüística, el cine emplea el metacine o el metadiscurso a veces sin darse cuenta. Cualquier actividad codificada padece este hecho; no es raro contemplar cómo un filme emplea ciertos códigos usados por otro. Es normal ver en el director novel el uso de la función metadiscursiva, como lo es observar en el niño referencias constantes al código que utiliza cuando aprende a hablar.




Sobre la aparición del fenómeno metadiscursivo en el cine

No podemos obviar en un artículo sobre metacine las posibles causas de su engendro. Como ocurre en literatura, el fenómeno es intrínseco al medio cinematográfico. Por decirlo de otro modo, el lenguaje necesita hablar de sí, comprobarse, analizarse; el cine también. Todo proceso de recreación de una realidad a través de un código, ya sea el lenguaje o la imagen en movimiento, puede ser puesto en entredicho, ser objeto de reflexión, cuestionarse o volverse hacia sí mismo. La metadiscursividad es el cine mismo y, en este sentido, los discursos que hablan/remiten sobre/a otros no son diferentes a los que no lo hacen. ¿Existen en nuestra Historia General del Cine y en la Historia del Cine Español momentos idóneos para el nacimiento de este fenómeno?

Los llamados «momentos de ruptura» de ambas Historias han participado en la aparición de éste: período anterior y posterior a la Segunda Guerra Mundial (II G.M.), muerte del llamado período clásico y nacimiento del neorrealismo, antecedente de los nuevos cines europeos.

Carlos Losilla, en la revista Vértigo157 señala la década de los ochenta como prolífica a este respecto: «Todo esto viene a cuento, claro está, de que el posmodernismo cinematográfico de los 80 [...] puede hoy contemplarse en el fondo como una mera repetición de esquemas, un comentario irónico sobre el propio pasado del cine y los mecanismos que ha ido inventando a lo largo de los años». Según Losilla, en estos años el cine no necesita mostrar «cámaras» y «pantallas» para que una película hable de cine158. En los ochenta se llega a la situación de no ser necesarios ambos objetos para desviar el debate hacia la escisión entre realidad e irrealidad, sirviéndose para ello de dos situaciones concretas: discursos sobre el mundo físico del cine y sobre la realidad y la apariencia. Es la diferencia entre el llamado tautológico, aquel mostrador, físicamente, de sí mismo y nada más, algo parecido a nuestra tipología denominada «atrezo», y el metacine, aquel capaz de reflexionar sobre los procesos cinematográficos y su evolución enunciadora.

Hasta la II G.M. (hoy también, aunque ya no como única norma), el cine responde a las etiquetas de Modo de Representación Institucional (M.R.I.), narración clásica, o puesta en escena invisible. Éste cautiva al espectador a través de la experiencia de visión propuesta, idéntica a la nuestra. Como dice Giuliana Muscio159, en los años treinta, «los pequeños exhibidores estadounidenses habían intuido que el cine era la respuesta a la Gran Depresión de las amas de casa americanas, antes de que lo hiciera Woody Allen en The Purple Rose of Cairo (La rosa púrpura de El Cairo, 1985)». Estos planteamientos de un cine evasivo e invisible permanecerán inalterados hasta la II G. M. En 1945 el hecho cinematográfico es aceptado como acto cultural. La mayoría de intelectuales ve consumada la legitimidad del nuevo medio160. Pronto, tras este reconocimiento, comenzarán a surgir otros tipos de discursos marginales respecto a los institucionalizados. La caída de los estudios, la redefinición sufrida por el sistema y la llegada de la televisión, van a causar el metacine. Se trata de obras con poder reflexivo sobre la propia naturaleza del medio, libres de las sujeciones de la estricta política hollywoodiense. En Europa, sometida a la industria cinematográfica americana, la nueva situación tras la guerra generará también novedosos modos de enfrentarse a la realidad a través de éste. Luego vendrían los nuevos cines europeos en las décadas sesenta y setenta.

Por tanto, en determinados momentos del constructo llamado «historia del cine» (siempre, como dijimos, han existido discursos caracterizados por evidenciar al espectador su condición de artificio y tramoya), es fácil revelar puntos de inflexión en el desarrollo de los modos de representación cinematográficos institucionales, aceptando el nacimiento de otros capaces de incluir entre sus filas al metacine, en principio sólo mostradores de «cámaras» y «pantallas». El boom del fenómeno remarcado por Losilla en los directores de los años ochenta, utilizando el recurso metadiscursivo ávidamente, es el resultado de toda una vida como espectadores cinematográficos en salas o en televisión. Ya, dado el bagaje acumulado, no es necesario hablar de cine en el cine mostrando objetos como «cámaras» y «pantallas», simplemente basta utilizar la memoria cinematográfica. Estos discursos son deudores de la ruptura señalada en la posguerra pero su génesis se debe, no a ésta, sino a la aprehensión del fenómeno desde una perspectiva global, obteniéndose filmes perfectamente institucionalizados pues no necesitan romper con nada.




Metacine español

El cine español está plagado de textos remitentes a otros discursos cinematográficos, extranjeros, norteamericanos mayoritariamente, y españoles en menor número de ocasiones. Efectivamente, llama la atención en este sentido la filmografía de uno de los directores seleccionados para esta investigación. Pedro Almodóvar, considerado un autor cuyos trabajos están intrínsecamente ligados a lo español, a través de la llamada España «cañí», utiliza constantemente textos hollywoodienses en sus trabajos, filtrados por su particular idiosincrasia como autor.

Hemos escogido para desarrollar este epígrafe un corpus representativo de discursos reseñables como metatextos, o portadores de la etiqueta «cine sobre cine», surgidos desde los inicios de la carrera cinematográfica en nuestro país. Podrían haber sido otros los elegidos y, por supuesto, en mayor número.

Un listado para un primer acercamiento al metacine español, podría ser el presentado a continuación:

1. Al Hollywood madrileño (Nemesio M. Sobrevila, 1927).

2. El sexto sentido (Nemesio M. Sobrevila, 1929).

3. El misterio de la Puerta del Sol (Francisco Elías, 1929).

4. Yo quiero que me lleven a Hollywood (Edgar Neville, 1931).

5. Una de fieras (Eduardo García Maroto, 1934).

6. Una de miedo (Eduardo García Maroto, 1934).

7. Una de ladrones (Eduardo García Maroto, 1935).

8. Vida en sombras (Lorenzo Llobet Gracia, 1948).

9. Bienvenido Mr. Marshall (Luis García Berlanga, 1952).

10. Tres eran tres (Eduardo García Maroto, 1954).

11. El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973).

12. Arrebato (Iván Zulueta, 1979).

13. El sur (Víctor Erice, 1983).

14. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (Pedro Almodóvar, 1984).

15. Tráiler para amantes de lo prohibido (Pedro Almodóvar, 1984).

16. Matador (Pedro Almodóvar, 1985).

17. La ley del deseo (Pedro Almodóvar, 1987).

18. Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1988).

Curiosamente, los primeros filmes seleccionados remiten a un período histórico bastante peculiar en la cinematografía mundial: el de las versiones dobladas. Hollywood y Joinville fueron los lugares escogidos para la creación de las destinadas a diferentes países en sus lenguas vernáculas. Es este el primer momento de contacto, salvo raras excepciones, del cine español con el norteamericano. De las experiencias allí acumuladas por nuestros directores, actores y dialoguistas, nacen en el nuestro los primeros casos de intertextualidad fílmica. Surgen por un choque intercultural, en un sentido cinematográfico, claro está.

No sabemos si existen referencias anteriores al cine dentro del cine, en el caso español, a Al Hollywood madrileño (Nemesio M. Sobrevila, 1927). La escasez de los ejemplos de nuestro período mudo, así como el corto desarrollo de nuestra cinematografía, nos permiten rechazar esta posibilidad. Desgraciadamente desaparecida, es evidente, por el título del propio trabajo, que se trata de una película cuya finalidad era la sátira. Por tanto, estamos ante un caso de citación, de intertextualidad, concretamente ante una parodia. Pretendía ésta, comparando la producción genérica española con la estadounidense, mostrar lo más peculiar de la nuestra aunque a veces rozara el tópico, caso de la españolada, o la vanguardia, caso del cubismo. Efectivamente, como dice Luis Fernández Colorado, pretendía «una sátira en siete partes de diversos géneros que iba desde el histórico al de terror, con escarceos en el cubismo o la españolada». Esta particularidad española permitió el cambio del título a Lo más español»161.

Aunque la cinta haya desaparecido y sólo poseamos de ella escasas referencias en libros de cine y diccionarios, estamos en disposición de etiquetarla como una reflexión temprana sobre nuestra producción y sobre el camino a seguir por el cine español.

Algo más podemos comentar sobre El sexto sentido (Nemesio M. Sobrevila, 1929), filme incisivo en la propia naturaleza del cinematógrafo y su papel en nuestra sociedad. Reflexiona éste sobre la temática ideal del mismo, según deja patente Sobrevila, bastante lejana del tópico, convertido en enemigo del cine español y representado, metafóricamente, por el mundo de los toros. El sexto sentido se permite también sumirnos en esa discusión sostenida por el cine consigo mismo desde su nacimiento: ¿es real lo que vemos? Así es, al margen del debate suscitado en éste, iniciado por el propio autor al definir su película como de «retaguardia», opuesta a ejemplos vanguardistas afines a la abolición de las estructuras narrativas sustentadoras del cine162, para nosotros es una reflexión sobre el poder ideológico del cinematógrafo. El equívoco sentimental, catalizador del argumento, demuestra la frágil maleabilidad de las imágenes sujetas a interpretaciones varias y, por tanto, nunca o raramente, portadoras de la verdad ansiada por la vena realista surgida con el propio invento. Es la dualidad expresada posteriormente, no muy lejos, por los teóricos del paradigma realista enfrentando realidad e imaginario. ¿Es el cine realidad o imaginación? Esa es la controversia pretendida por Sobrevila. Desde el mismo título se alude al estudio de lo imaginario convertido en esencia de éste. No olvidemos cómo la fórmula hablada, «sexto sentido», no concierne precisamente a los sentidos, anclas de la realidad, sino más bien a uno «metarreal» que el cinematógrafo, como aparato imaginario, puede satisfacer plenamente. Frente a lo que Jean Luc Godard llamaba «el esplendor de lo auténtico»163, el cine entendido por el director bilbaíno remite al esplendor de lo imaginario (como decía el propio Morin «el punto de coincidencia entre la imagen y la imaginación»164). Esto no se opone a la idea de Perucha y Fernández Colorado de un trabajo «retaguardista» contrario a vanguardismos sembradores de la confusión en el espectador; simplemente es ensanchar el terreno del debate de una cuestión sincrónica a una diacrónica, en el sentido saussureano. No busca El sexto sentido una discusión sobre la naturaleza del cine en un momento determinado, oponiendo la suya a otras coetáneas, más bien estudiar ésta a lo largo del tiempo. Y en ese transcurrir, estamos en 1929, el cinematógrafo había sostenido en infinidad de ocasiones, a través de películas, no de teorías, esta dualidad consustancial al mecanismo cinematográfico. La plasmación en imágenes de tal debate es un avance de las posteriores teorías ontológicas surgidas para dirimir la esencia del cine. El trabajo de Sobrevila es una reflexión ontológica sobre el medio, convirtiéndose, a nuestro parecer, en el filme más novedoso de todos cuantos vamos a estudiar aquí.

Sólo dos años después de El sexto sentido, Edgar Neville realiza Yo quiero que me lleven a Hollywood (Edgar Neville, 1931). Nuevamente, es vital la relación de nuestros directores con el mundo cinematográfico americano. Al parecer, es un encargo de Rosario Pi para dirigir unas pruebas de un desfile de chicas bonitas españolas a fin de que las vieran en el extranjero. Este «ensayo cinematográfico, cantado y hablado en español», como lo definen sus creadores165, estaba plagado de referencias al star system norteamericano y a los géneros de moda como la españolada, expresadas a este último respecto «panderetesco» en palabras de Federico García Sanchiz o en canciones del conjunto de bellas muchachas seleccionadas. Humor, frivolidad y parodia, son los adjetivos definitorios de este título. Sin otra pretensión que la chanza, el ensayo de Neville, de menos de una hora de duración, se explica como una citación intertextual paródica. Nada añade a lo que en Al Hollywood madrileño presentara un lustro antes Nemesio M. Sobrevila. El punto de partida de ambos y la intención parecen muy semejantes.

En 1929, año de El sexto sentido, tiene lugar la realización de El misterio de la Puerta del Sol (Francisco Elías, 1929), primera muestra sonora de nuestro cine. Al margen de este dato anecdótico, éste se convierte en una reflexión magnífica sobre el poder narrativo, inventivo y evasivo del medio cinematográfico. Como sucediera en El sexto sentido, el primer filme sonoro español juega con la realidad y la ficción, añadiendo una tónica de la época: recreación y parodia del cine americano opuesto, dentro del propio discurso fílmico, a lo español. El hecho queda representado por los dos héroes españoles, desechados como actores por el director Edward S. Carawa y su estrella Lia de Golffi, y los retruécanos sobre los verdaderos nombres, Edwin S. Carawe y Lya de Putti, que visitaron en estos años nuestro país166.

Además de una mostración del quehacer cinematográfico, asistimos a un verdadero e interesante debate sobre la naturaleza misma de éste en el tratamiento de cuestiones como realidad, ficción y evasión. Y, cómo no, a una crítica de otros discursos muy extendidos en nuestra cinematografía a través de una interesante relación intertextual. ¿Qué papel, si no, juega el flamenquismo en éste? Al margen del debate mantenido por la generación del 27 y otros intelectuales, el flamenquismo es ingrediente primordial en nuestro cine. Además de una exacerbada crítica de los tópicos y del folklorismo, El misterio de la Puerta del Sol ataca el uso de estos por directores extranjeros, asentados o no en nuestro país.

Como sucede con todos los filmes relacionados con otros, en alianza intertextual, el concepto de unicidad pierde toda relevancia. Lógicamente, el juego propuesto por el metacine ignora inopinadamente el concepto romántico de originalidad. La reproductibilidad de los medios de comunicación, como el periódico donde trabajan nuestros héroes, se convierte en perfecta metáfora de este hecho. El metafilme requiere destruir el concepto de originalidad, no cree en él, necesita de otros textos para «ser», sin ellos no es nada y con ellos puede convertirse en poderosa reflexión sobre el propio medio afectando a los venideros o incidiendo en aspectos críticos de otro modo impensables.

El cine como medio de expresión puede perturbarnos, de hecho lo hace cuando nos sentamos en una butaca. Sobre esta cuestión nos alecciona el discurso de El misterio de la Puerta del Sol. La reflexión puede quedar oculta tras una máscara paródica, no sólo reflejada en las imágenes o en el argumento, también en sus intertítulos. La comicidad de su argumento lo ha convertido sólo en nuestra primera película sonora, obviando un segundo nivel narrativo, latente si se quiere, no desmerecedor frente a lo presentado por El sexto sentido. Conceptos como los ya citados de realidad, ficción o evasión se mezclan con la capacidad onírica de medio cinematográfico. En esa capacidad de ensoñación, más allá del debate sucintamente tecnológico entre cine sonoro o silente, reside la esencia de éste y Elías centra perfectamente la cuestión. Éste puede hacernos soñar, porque esa es su esencia, al margen de su capacidad parlante.

Es evidente cómo el gran público está al tanto de los filmes españolados citados y de la producción realizada por extranjeros en nuestro país. En este conocimiento radica la originalidad de los ejemplos vistos hasta este momento. Ciertamente, podemos adjetivarlos como relacionados con otros discursos, aunque siempre se trate de una unión bastante laxa. La citación suele remitir a casos concretos mientras los vistos hasta ahora mantienen relaciones architextuales, es decir, genéricas. Así, «el niño del mausoleo», en El misterio de la Puer ta del Sol, no remite a ninguno determinado y sí a todos aquellos que usan el flamenquismo como ingrediente fílmico. El sexto sentido es una película de retaguardia no frente a otra y sí frente a una concepción del cine como arte que afectaba a numerosos textos. Lo mismo podemos suponer de Al Hollywood madrileño o de Yo quiero que me lleven a Hollywood. Esta architextualidad del cine español y la contextualidad (por ejemplo, el conocimiento del star system o la llegada de cineastas a nuestro país) son las características principales de nuestro metacine en esta época. Esta visión generalista, no unívoca de filme a filme, plasmada en nuestra cinematografía, está estrechamente relacionada con el momento histórico de su producción. Efectivamente, la falta de perspectiva existente en un medio aún joven, trocará la relación intertextual en architextual. Será necesaria la aparición de otros medios (televisión, vídeo, etc.) o el paso del tiempo, para asistir a citas o alusiones concretas y no a una manera de entender el cine o a un género, cuestiones pertenecientes más al terreno del teórico que del cineasta. A este metacine lo denominamos «generalista». Las palabras de Eduardo García Maroto reflejan bastante bien esta idea sobre las relaciones architextuales presentes en los trabajos estudiados: «Al Hollywood madrileño, dividido en varias historias, que si se hubiera rodado años más tarde habría sido acogido con entusiasmo [...] Toda la película tenía un fondo de humor, quizá no muy adecuado para la gran masa de espectadores, pero muy a tono con el ambiente de cada episodio. En la sátira de la España de la pandereta que era esta película, Sobrevila quiso que yo interpretara el papel de un mozo de estoques en la secuencia de una corrida»167. Obsérvese cómo se habla de los elementos de la España de pandereta, presentes en multitud de cintas de la época, nunca aludiendo a una concreta. Esta generalidad reflexiva de nuestro metacine acabará pronto, aunque quedan por ver algunos ejemplos.

Sólo tres años después del trabajo de Neville, aparecen otros discursos cuyas referencias fílmicas son de índole genérica. Nos referimos a la serie de cortometrajes realizados por Eduardo García Maroto, entre 1934 y 1935, titulados Una de fieras (Eduardo García Maroto, 1934), Una de miedo (Eduardo García Maroto, 1934) y Una de ladrones (Eduardo García Maroto, 1935). Desde los títulos de la trilogía queda patente, a través del uso de la fórmula lingüística «una de...», su función paródica de los géneros al uso aplaudidos por el gran público y, lo hace de soslayo, la predilección de nuestro cine por los géneros cinematográficos americanos. Si las muestras anteriores mostraban indirectamente el contexto social e histórico (relación del cine español con Joinville y Hollywood para la creación de versiones dobladas al castellano), la trilogía de Maroto nos habla, un lustro después, de la colonización de los gustos populares españoles por el cine de género estadounidense.

A la reflexión sobre los géneros de Hollywood, parodiados con estos cortos, se suma la intromisión en ellos de elementos españoles. Este entrometimiento «nacional» nos muestra, aunque no hubiera intención en ello más allá de la ruptura de la plausibilidad de los mismos (de hecho los diálogos son de Mihura), la contaminación genérica padecida por todas las cinematografías. De hecho, como acabamos de decir, los trabajos «marotonianos» no dejan de ser casos de intertextualidad, aunque la citación se produce con todos los textos conformadores de un género.

Como sabemos, la saga «Una de...» intentó descendencia con Una de monstruos (García Maroto, 1942). La vuelta, una y otra vez, a estos cortos bufos y paródicos tendrían repercusión nuevamente en la película analizada posteriormente, de 1954, Tres eran tres (García Maroto, 1954). La intención es siempre la misma, pero es reseñable la capacidad de indagación de este director en un tema tan novedoso actualmente como es la contaminación de géneros o su mezcla, a pesar de pertenecer a diferentes nacionalidades. La perspectiva paródica de su trabajo le salva, en nuestra opinión, del simple travestimiento de un género español por otro extranjero y lo sume de lleno en el campo de la reflexión cinematográfica.

Si pensamos en el camino recorrido hasta ahora y en las principales características analizadas (reflexiones de alcance architextual, de parodias, sobre el estado de la cuestión cinematográfica o sobre el papel del cine y su verdadera esencia) no nos sorprenden los próximos ejemplos. Vida en sombras (Lorenzo Llobet Gracia, 1948) y Bienvenido Mr. Marshall (Luis García Berlanga, 1952), ilustran a la perfección la corriente fraguada con los títulos anteriores. Desde nuestro punto de vista, la muy afortunada Vida en sombras es el final del camino andado por los metafilmes anteriores del cine español. Lo mismo acontece con Bienvenido Mr. Marshall. Ambos insisten en las ideas vistas: reflexión sobre la esencia cinematográfica y el carácter genérico, architextual, del cine americano y español. Las dos películas son el lógico devenir de los primeros.

Todo el cine español está fuertemente marcado por el contexto político de su desarrollo, siendo posible ver en él su reflejo. Sin embargo, la historia del metacine español crea una nueva lógica interna, con sus propias reglas, donde los experimentos metafílmicos, regalados con cuentagotas por éste, no son caprichosos ni arbitrarios. Poseen una dinámica propia y, por tanto, reseñable. Varias son las razones para afirmar tal cosa. En primer lugar, los autores citados hasta ahora poseen un nivel cultural similar, así como parecido apego al cine, no como medio sino como modo de vida. En segundo lugar, exceptuando a Sobrevila, el resto de los vistos poseen una dilatada carrera donde lo metafílmico es excepcional. En tercer lugar, estos ensayos reflexivos inauguran un género aparte en nuestra cinematografía. Efectivamente, los metafilmes raramente intentan denuncias sociales (aunque a veces sí, por ejemplo, El crepúsculo de los dioses [Billy Wilder, 1954] o El viento nos llevará [Abbas Kiarostami, 1999]).

Vida en sombras es la muestra metafílmica por antonomasia. Lo es por su novedad de planteamientos y el cambio de perspectiva presentado, de paródico-reflexivo a citatorio-reflexivo, incluyendo otros filmes (intertextualidad) a modo de citas (Lumière, Hitchcock) afectando al desarrollo argumental de la trama y a las acciones de los personajes. Esta personificación, si puede llamársela así, esta afección del cine en los personajes, hasta el punto de jugar con sus vidas, no la habíamos visto nunca, al menos directamente (indirectamente, como elemento mágico, aparece en El sexto sentido). En Vida en sombras, el cine no es una magia metarrealista o imaginaria, sino algo físico, afecta al personaje y su modo de vida. Las citas, al estilo de Vida en sombras, serán explotadas intensamente en el futuro.

La llegada de un tren a la estación de La Ciotat (Lumière, 1898), Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940) o Romeo y Julieta (George Cukor, 1936) no son simples citas fílmicas sin más. Estas cobran un significado a veces metafórico o como especie de sinécdoque, donde el nacimiento del niño Carlos es el nacimiento del cine y viceversa, no importa pues ambos son la misma cosa; o donde la contemplación de un texto como Rebecca puede llegar a devolver la vida a nuestro personaje168. La idea del cine como homicida y resucitador al mismo tiempo, si es éste, indirectamente, el culpable de la muerte de Gloria, no es nueva. La vimos en la muy divertida El misterio de la Puerta del Sol, si aceptamos que el poder narrativo del medio mató y resucitó a Pimpollo.

Vida en sombras muestra determinados acontecimientos históricos, pero nunca por motivos ideológicos, más bien para ver cómo estos afectaron a la cinematografía española y su desarrollo169. Sea como fuere, es un texto único, lugar de encuentro de varias facetas de lo cinematográfico. Lo es de una pronta reflexión, al principio, del medio de representación decimonónico por excelencia, la fotografía, y su tránsito a imagen en movimiento. En la sala oscura de una barraca vemos la cara de la madre de nuestro futuro protagonista, Carlos Durán, iluminada por la luz emergente del proyector que parece fecundarla170. Momentos después, ella «dará a luz» un bebé: ha nacido el cine. Como dice el speaker de la barraca, «una maravilla de la ciencia»171.

El tema sobre la verdad de lo representado, confusión de realidades, también aparece en este emporio reflexivo, pululando sobre todo el texto. Al comenzar, durante la infancia de Carlos, vemos cómo éste pelea con su amigo a causa de la supuesta realidad de los golpes infligidos por un héroe cinematográfico a su antagonista. Llobet Gracia da un paso más convirtiendo esta dualidad en una cuestión tripartita cine-vida-muerte. Ciertamente, así parece cuando el propio autor nos muestra, en dos ocasiones a lo largo de la historia, la capacidad invocadora del medio para traer al reino de los vivos a los desaparecidos. Nos parece un adelantado, si no en suscitar este debate planteado por el cine desde sus inicios, sí en recogerlo y manifestarlo de este modo, en un filme, antes, mucho antes, que Bazin lo hiciera en ¿Qué es el cine?, mediante su teoría de la imagen como modo de embalsamamiento y superación de la muerte.

En el mismo año de la finalización del proyecto fílmico de Llobet Gracia, es decir, 1948, aparecen en Lumière l'inventeur172 opiniones como éstas vertidas en el periódico Radical durante el estreno histórico del cinematógrafo en el Salón Indio: «Sea cual sea la escena tomada de esta forma, y por grande que sea el número de personajes así sorprendidos en los actos de su vida, ustedes los vuelven a ver a tamaño natural, en colores [sic], la perspectiva, los cielos lejanos, las cosas con toda la ilusión de la vida real [...] Ya podía recogerse y reproducir la palabra, ahora puede recogerse y reproducir la vida. Podrá usted, por ejemplo, volver a ver las acciones de los suyos mucho tiempo después de haberlos perdido»; o estas otras aparecidas en diciembre de 1895 en La Poste: «Cuando estos aparatos sean entregados al público, cuando todos puedan fotografiar a los seres que les son queridos, no ya en su forma inmóvil, sino en su movimiento, en su acción, en sus gestos familiares, con la palabra a punto de salir de sus labios, la muerte dejará de ser absoluta». Si pudiéramos convertir este texto escrito en voz en off del momento de la contemplación de Ana después de muerta en un reportaje de carácter doméstico, a nadie extrañaría. La ideología frankensteiniana, la supresión de la muerte, como Burch la define, quintaesencia del cine para muchos, también lo es para Llobet Gracia.

Existen otras reflexiones consustanciales al cine retratadas por el director. Nos referimos al debate suscitado por la llegada del sonoro, al hecho anecdótico de la llegada del color, al coleccionismo (en forma de cromos en el filme, de este modo, el cine se convierte en algo parecido a una experiencia religiosa), al dualismo cine documental-cine de ficción (expresado a través de la figura de Carlos Durán-Llobet Gracia) y, por último, al supuesto carácter onírico del cine, mostrado por la elección del momento de Rebecca donde la voz en off del principio dice «anoche soñé...», igualando experiencia de visión cinematográfica a sueño mediante un sugerente plano fijo de la cara de Carlos a punto de entrar en trance.

La otra tendencia expuesta como característica del metacine español, es decir, la reflexión sobre cuestiones architextuales o de índole genérica, ya concerniese o no al cine español, tiene como arquetipo a Bienvenido Mr. Marshall (Berlanga, 1952). No significa este carácter ejemplar generación espontánea alguna. Posee antecedentes anteriores en nuestro cine, como hemos visto. Además, estamos seguros del conocimiento por parte del autor de la contaminación genérica, de la colonización del cine nacional por el extranjero, del problema de la esencia de éste y un sinfín de derivados (nacidos del ambiente político de la época) recogidos a diario por la crítica cinematográfica del momento. Sea como fuere, y sin intención férrea de conectar este texto con ninguna tradición, y menos a costa de lo que sea, Bienvenido Mr. Marshall es, en nuestra opinión, una bella muestra metafílmica del cine español173.

Luis García Berlanga, con algunos cortos a la espalda y la codirección de Esa pareja feliz (Berlanga-Bardem, 1951), nos regala una obra para la posteridad. No vamos a entrar en aspectos relacionados con la censura, producción, diálogos de Mihura sí o diálogos de Mihura no, de la respuesta de Cannes ante la proyección del filme, y un largo etcétera perfectamente conocido174.

Nosotros preferimos verla como ensayo metafílmico y no como retrato o radiografía de ninguna España, aunque esta última opción sea la oficial a la hora de enjuiciarlo (no sentimos ningún tipo de aversión por ella). Aun así, las claves son metafílmicas y siempre conllevan algún tipo de reflexión, de índole architextual, siendo su objeto el conjunto de la cinematografía nacional del momento. No prosigue Berlanga la innovadora idea de Llobet Gracia de citar otros textos, más bien prefiere reflexionar sobre aspectos de género. Es una película, un western, uno de los elementos esenciales del filme.

Con los sueños de los protagonistas nos encontramos ante la primera gran reflexión. El cine y el universo de lo onírico se igualan, convirtiendo la máquina narradora en un artefacto ensoñador. No es necesario aclarar cómo todos los sueños de los personajes se relacionan con algún género cinematográfico de moda, ya sea americano o español. Estamos de acuerdo con Luciano Berriatúa cuando dice: «Tampoco es muy defendible la idea de que el filme sea una reflexión contra los modelos del cine americano a favor de nuestras tradiciones culturales (filmes folklóricos, etc.) [...]»175. Ciertamente, nosotros preferimos ver una crítica a los Estados Unidos a través de los géneros invasores, es decir, pagarles con su propia medicina mostrando las miserias del país norteamericano, caso del sueño del cura con el «Klu Klux Klan», el «Comité de Actividades Antiamericanas» y la pena de muerte. En el resto de sueños vemos sólo una reflexión genérica, mezcla de códigos de ambas cinematografías, para conseguir romper la plausibilidad de lo narrado y causar la risa del público. No olvidemos que en un sueño todo es posible. Es el mismo caso de Una de fieras de Eduardo García Maroto, donde la Guardia Civil impedía que unos negros cometieran canibalismo en plena selva. ¿Contaminación genérica? En absoluto, ruptura de la realidad, aunque sea «cinematográfico-soñada», para hacer reír. Único objetivo, cumplido con creces, y utilizando el cine dentro del cine. El resto de sueños une el cine negro-religioso, el cine del oeste-españolada, el cine comedia-sumándole un elemento hispano como son los Reyes Magos frente a Santa Claus, el cine histórico español-cine de indios; como vemos no es posible la comparación entre géneros, más bien pensamos son una muestra de la oferta del espectador español en las salas de cine.

Sobre Tres eran tres (García Maroto, 1954) está todo prácticamente dicho, pues lo mostrado en este texto está presente en los hasta aquí vistos. Se trata de la intervención de un «Tribunal Internacional de Arbitraje para Asuntos Cinematográficos Anormales» (T.I.A.P.A.C.A.) en la demanda formulada por una empresa extranjera contra el equipo técnico y artístico de la película en episodios Tres eran tres. Como ocurría en anteriores ejemplos, estamos ante una reflexión de carácter architextual, pues es la relación intergenérica español-americana el objeto de estudio y la causa de la demanda. Como sucede con los trabajos vistos de García Maroto, o en el mismo Bienvenido Mr. Marshall, se busca la ruptura de plausibilidad de los géneros americanos al ser atravesados por codificaciones pertenecientes a géneros españoles y, con ello, la consecución del gag y la risa del espectador. En el episodio «Una de indios», plagado de tópicos del western, aparecen elementos pertenecientes a géneros españoles, como la música de chotis bailada por los indios o el pistolero, Manolo Morán, nacido en Cuatrocaminos.

Igualmente revelador, esta vez en «Una de pandereta», es el fandango cantado por la protagonista, convertido en un paroxismo de parodia, si eso es posible, al tiempo que alude a la construcción del propio episodio. La letra dice así:


¡Ay madre de mis tormentos!
Dos hombres se están matando
¡ay madre de mis tormentos!
Y a mí me da en el corazón que
va a palmar don Servando
por culpa del argumento.



Como en el episodio «Una de indios», la parodia de la españolada es bastante crítica con el género. Así, el episodio está plagado de toros, calles estrechas, celos, flores, rejas, farolas, cante y baile. Estampa y estereotipo. Todos los tópicos inimaginables mezclados con el absurdo de algunas acciones (como cuando el torero recibe una cornada y se quita el cuerno y alguien le pregunta si quiere enjuagarse a lo que responde: «no, mucha grazia») y con la crítica más perspicaz por parte del director. Por ejemplo, Maroto se burla con premeditación de la utilización de la música en las españoladas, introduciendo las piezas musicales en «Una de pandereta» en los momentos menos acertados e impropios para hacerlo: Carmen se pone a bailar tras la muerte de Sisebuto.

Con «Una de monstruos» damos un salto en la concepción de la reflexión llevada a cabo por los dos anteriores episodios y otros trabajos vistos hasta ahora. Pasamos de los aspectos architextuales de la relación metafílmica a los intertextuales cambiando la parodia genérica por la parodia de un único texto representativo del género, Frankenstein (James Whale, 1931). El episodio es una relectura de éste y de la novela gótica de terror, atravesado por referencias extrafílmicas «españolas» como piezas musicales o anuncios.

Este episodio y su paródica alusión a Frankenstein, conectan con nuestro próximo filme, El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Damos un salto en el tiempo de veinte años. Los motivos, la falta de interés de los metatextos durante este período. Haberlos los hay pero, o la presencia del cine en ellos es anecdótica, o los aspectos metafílmicos son intranscendentes si nos atenemos a una cuestión puramente reflexiva sobre su hacerse. Así, tenemos, como irrelevantes muestras, entre otras, del momento eludido, Las cuatro bodas de Marisol (Luis Lucia, 1967), Noches de Casablanca (Henri Decoin, 1963) o 353 Agente especial (Sergio Sollima, 1966). El primero de los ejemplos citados es una mostración del hecho cinematográfico. Los dos últimos son dos parodias, no exactamente burlescas, que remiten a Casablanca (Michael Curtiz, 1941) (éste casi roza el plagio respecto a su original), y a toda una saga del cine de espionaje como es la de James Bond, respectivamente.

El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) presenta una innovación al margen de su esencia intertextual. La novedad de El espíritu de la colmena radica en el punto de vista ofrecido para estudiar el cinematógrafo como objeto reflexivo. Nos encontramos ante una puesta en escena exquisita y un dominio de los recursos estilísticos, esgrimidos hasta ahora tras la parodia, la sátira o la crítica, no encontrado aún en un metafilme.

El espíritu de la colmena cita a Frankenstein, aunque la relación intertextual entre ambos va más allá de ésta. Lógicamente, toda cita debe aportar algo significativo al texto citador. Si nuestro objetivo no es la parodia (incluso en ésta buscamos algo, aunque sea el humor o la risa) o el mismísimo plagio, sería absurdo de otro modo. Por tanto, una relación intertextual debe ir más allá del simple proceso de citación. Pero, dejando la obviedad a un lado, nos referimos a la existencia de algo mágico entre ambos gracias a éste y al significado, sobrepasando el filme de Whale, aportado por la novela de Mary Shelley. La obra de la joven escritora, ausente físicamente del trabajo de Erice, presta a éste la ideología romántica que originó un producto contra el orden de la naturaleza o hizo dibujar, al mismo Goya, «El sueño de la razón produce monstruos»: la búsqueda de lo inaprensible. Se invoca, como un espíritu, y cambiando el contexto social y político del cambio de siglo, a la misma vorágine de la sinrazón, surgida ahora, del clima posbélico de la Guerra Civil, lugar apropiado para despertar de cualquier sueño. El monstruo de Erice es de naturaleza incorpórea, pero se basta para tener preso a Fernando, el padre, y a Teresa, la madre, y convertir a Ana en otra persona. Nos referimos a «la pérdida de la inocencia». Como el engendro de Shelley, cándido en un principio y convertido en asesino después a causa de su naturaleza humana, Ana ha despertado al mundo y a la realidad a través de la imaginación y del cinematógrafo. Paradójico después de lo visto.

Tras la experiencia metafísica, pero muy real al tiempo, propuesta por Erice, nos llega otro de esos textos escasamente cultivados por nuestra cinematografía. Arrebato (Iván Zulueta, 1979) es la tercera punta de un tridente metafílmico mágico junto a El sexto sentido y Vida en sombras. Las coincidencias entre ellos no sólo radican en el juicio reflexivo ideológico recaído sobre el supuesto papel del cine y su afección al mundo de los vivos, sino por ser también obras de directores malditos. Como en el caso de Sobrevila y Llobet Gracia, Iván Zulueta no volvió a rodar nunca para la gran pantalla después de su aventura metafílmica.

«Original historia de vampiros, una densa reflexión sobre la naturaleza del propio cine y un doloroso exorcismo de dimensión autobiográfica»176, así define Carlos Fernández Heredero la obra que ahora nos ocupa. Envuelta en una desconcertante atmósfera, queda alejada del underground según las propias palabras del director: «nada más lejos de mis intenciones que hacer un cine de vanguardia, porque mi deseo era comunicarme lo más intensamente posible con los espectadores del filme. Reconozco que éste pueda resultar desconcertante, pero es algo que ha salido así y de manera totalmente involuntaria por mi parte»177.

La naturaleza vampírica de la cámara y su equiparación a las drogas más adictivas son los hechos más notables de Arrebato. Según entendemos la trama, la naturaleza del cine mismo, temporal por su fluir, viene dada por su base fotográfica, lo que Pedro P. llama la «pausa». Sólo allí, en el otro lado del espejo es posible la vida (la coincidencia entre Pedro P. y Peter Pan no sólo es nominal, lo es también en su no querer crecer y su búsqueda «del lugar de nunca jamás», en este caso el fotograma). Pedro P. y José Sirgado son los dos puntos extremos del acto cinematográfico: hacer o hacerse cine. La huida de José Sirgado, inmerso en un proyecto de terror sobre la licantropía, no olvidemos la doble naturaleza del licántropo (también se arrebata), sintetiza su tránsito hacia el verdadero cine, a su esencia ontológica.

Los temas del paso del tiempo y del ritmo radican en la misma concepción esencialista del cine de Iván Zulueta. Éste es ritmo interno y externo, pero para conseguirlo debes entregarte, con pasión; con arrebato, a la cámara. Una pasión devoradora que te va consumiendo hasta atraparte, hasta quedar dentro. ¿Qué sería del cine sin la identificación del espectador? ¿No es ésta una especie de arrebato?

La reflexión de Arrebato como metafilme pasa por entenderla como propia y personal, sólo comparable, en este sentido, a las citadas El sexto sentido y Vida en sombras. Basta revisar la filmografía de Zulueta para darse cuenta que no estamos ante su primera incursión metadiscursiva. Así, el cortometraje Frank Stein (Iván Zulueta, 1973) presenta una visión similar al concepto cinematográfico de Pedro P. y al uso dado por éste al «interval timer».

El sur (Víctor Erice, 1983), otro de los «perros verdes» del cine español, viene pleno de novedades, pues la relación intertextual propuesta es la cita de una película inexistente fuera de él. Flor en la sombra (Víctor Erice, 1983), discurso citado, y visto por Agustín para admirar a Irene Ríos/Laura, su protagonista, se iguala de este modo a ese otro paraíso lejano nunca visto, el sur como lugar geográfico.

Lógicamente, el título del filme y la escena de la visión de la amada, remiten a la personal situación vivida por Agustín en el pasado. La ruptura sentimental del personaje interpretado por Irene Ríos con un tiránico amante y su violenta muerte, nos revelan la abrupción que Agustín y ella vivieron en un pasado ya lejano. La sugerencia de su nombre, Flor en la sombra, remite a la vida oscura, como si fuera un retiro conventual, llevada por Agustín en el norte, donde las sombras combaten con la luz para hacerse dueñas del espacio vital de los personajes. Esta oscuridad y desconocimiento viven también en Estrella.

Aunque Flor en la sombra no existe fuera de El sur, la relación intertextual entre ambos títulos existe, y la afección del primero por el segundo es importante para el desarrollo argumental de éste. La otra cita de El sur, alusión en este caso, es La sombra de una duda (Alfred Hitchcock, 1943). La relación tío/sobrina en Hitchcock y padre/hija en Erice, basada ahora en la desconfianza, en el desconocimiento, en la extrañeza producida por la compañía del otro, se igualan. Queda así patente en la dolorosa escena donde Estrella le deja solo sentado y bebido en aquel salón (el texto de Hitchcock aparece en el citador como imagen desprovista de su entorno, por lo cual su significado puede ser diferente e incluso opuesto al original, aunque reconciliable con el de Erice; si no, la alusión o citación, no tendría sentido).

Como ya ocurriera en la muestra anterior de Erice, la presencia del cine es vital para comprender la evolución de los personajes, su progresivo acceso al conocimiento y a la ma durez, sin duda, uno de sus leitmotiv. Su objetivo al utilizar la artimaña metadiscursiva es lograr, como ya dijimos cuando hablamos de Vida en sombras, una especie de representatividad (capacidad de un discurso para ser representativo en otro), convertida en esencial para la economía discursiva. La citación produce la imagen mental de otro filme, real o inventado, anterior o futuro, pero siempre añade algo al universo del texto citador, expresando de este modo ideas ya fraguadas anteriormente.

Citación de un discurso imaginario desencadenante de los mismos efectos que la citación de uno real o existente dentro de ese cajón llamado «cine». Flor en la sombra, muestra la capacidad imaginativa de un dispositivo onírico para regalarnos otros mundos. El significativo dilema suscitado por la utilización de una obra inexistente para hablar de otra nos recuerda, indefectiblemente, a la estrategia desplegada por Borges para hacernos reflexionar sobre la construcción de la Literatura. El programa borgiano se basa, a pesar de su originalidad, en la conciencia del uso y el agotamiento de la cita. Sabedor de que todo está dicho y escrito, sustenta de este modo un cuestionamiento corrosivo del proceso literario178. Algo parecido pretende Víctor Erice al crear un discurso imaginario. Para ello debe sostener -una doble convicción: la presunción de unicidad de todo el cine y la indiferencia consustancial entre citas reales e irreales, remitiendo al estado mágico del artilugio contador de historias.

Pasamos a examinar a otro realizador cultivador de la vertiente metafílmica. Nos referimos a Pedro Almodóvar. Como el uso de los ardides metadiscursivos en el director manchego parece similar en toda su obra, saltaremos de una muestra a otra para comentar aquellos aspectos más interesantes y afines a la discusión planteada.

Entre las posibles causas que le llevan a utilizar sistemáticamente la cita, resaltan dos sobremanera. Primera, nos encontramos con un hombre cuyo imaginario se ha creado viendo cine por televisión o asistiendo a reposiciones de películas en los locales habituales de Madrid. Lógicamente su deuda para con éstas y sus autores es indudable. Es un amante apasionado del cine americano. Ciertos temas recurrentes de éste son muy cercanos a su piel de director y cobran, transpirados y tamizados por ella, forma de filmes. Mankiewicz, Vidor, Ray, Allen, y otros, están presentes en lo almodovariano, pero no sólo pululando sobre sus argumentos de modo latente, sino explícitamente en forma de citas, alusiones directas, con auténtica veneración hacia estos y sus enfoques sobre la relación hombre-mujer. La segunda razón esgrimida es la inclusión en su obra fílmica de la filosofía subyacente en el Pop Art. Efectivamente, el movimiento artístico, iniciado en Gran Bretaña y desarrollado en Estados Unidos en la década de los 50, presta su efecto aglutinador a la obra de Pedro Almodóvar.

La adhesión del concepto básico del Pop Art en la estética almodovariana (véanse sus genéricos o la composición de muchos de sus planos, o la puesta en escena de sus películas) también se revela en la idea de «collage» expresada en sus trabajos en forma de cita o alusiones (la otra tendencia derivada del Pop Art serían sus personajes e historias, sacados de la cultura popular que como Oldenburg, Lichtenstein o Warhol, eleva a objeto de observación y, por tanto, de reflexión y culto). Un filme es mucho más que eso; también son otros, podríamos concluir.

Al margen de estas cuestiones, llama la atención, sin duda alguna, la relación intertextual planteada entre ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (Pedro Almodóvar, 1984) y Tráiler para amantes de lo prohibido (Pedro Almodóvar, 1984). La idea del tráiler surge de Paloma Chamorro y el programa de T.V.E. «La edad de oro» para publicitar al primero. Hasta aquí todo parece normal, pues tráileres anunciadores existen muchos. Pero mientras un tráiler es una muestra fragmentada de un filme con fines publicitarios que conforma un discurso basado en la incoherencia narrativa (frente a la coherencia de la denominada narración fílmica mayoritaria) para crear un todo insolidario (de otro modo desvelaría las claves ocultas para atrapar al espectador), el tráiler de Almodóvar es coherente en sí mismo, convirtiendo, además, la cinta a publicitar en cita de éste. La relación intertextual establecida entre uno y otro subvierte cualquier relación habitual, pues si el de Almodóvar cita el texto publicitado, el tráiler común es cita per se, sin posibilidad de citar pues esa es su naturaleza. Es la diferencia entre «ser cita» y «posibilidad de citar».

La relación intertextual filme-tráiler en Almodóvar se mueve entre la alusión y la parodia del texto madre y la alusión y la parodia del cine de género americano a través de la denominada, en este artículo, reflexión architextual. Efectivamente, Tráiler para amantes de lo prohibido no sólo remite a ¿Qué he hecho yo para merecer esto?; también plantea una relación architextual con el género musical americano y algunos tópicos manidos del cine hollywoodiense (vaqueros, chica busca chico, la calle como elemento peligroso, etc.). El tráiler cobra el aspecto de una comedia musical, quizás motivado por el deseo del director de acometer en un futuro un proyecto de estas características. Algo, por lo demás, nada extraño si tenemos en cuenta los inicios musicales de Almodóvar en paralelo a sus primeros pinitos cinematográficos en 8 ó 16 milímetros.

La particular historia que vive Gloria en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? encuentra multitud de paralelismos con la protagonista del tráiler. La película también está presente a través de elementos publicitarios como marquesinas o carteles, elaborados, poniendo en marcha una perversión narrativa, por uno de los personajes del tráiler: el contexto entra a formar parte del texto, algo «prohibido» en el modo de la narración clásica.

Tráiler para amantes de lo prohibido, ya sabemos qué es lo prohibido, es novedoso por la particular relación propuesta entre dos obras de un mismo autor, pero no es algo nuevo en Almodóvar. Así es, ¿qué diferencia existe entre esta relación y la establecida por Matador (Pedro Almodóvar, 1985) y Duelo al sol (King Vidor, 1946)? Además, como ocurre en Tráiler para amantes de lo prohibido, la película de 1985 cita textualmente la de Vidor. Lógicamente, como ya hemos expuesto en numerosas ocasiones, la cita es una suerte de economía discursiva (la citada siempre añade algún significado al universo narrativo de la citadora). Esta máxima siempre se cumple en Almodóvar. Piénsese en la relación entre Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1988) y Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) o Átame (Pedro Almodóvar, 1989), Bus stop (Joshua Logan, 1956), y El coleccionista (William Wyler, 1965), aunque en este último triángulo las reminiscencias del trabajo americano no aparezcan entre los caracteres de algunos personajes. Un último apunte: La ley del deseo (Pedro Almodóvar, 1987) puede remitir a Arrebato (Zulueta, 1979), aunque no en un nivel ideológico, donde el del vasco es mucho más profundo, sí en coincidencias temáticas179. La diferencia es una simple cuestión de miradas.




Filmografía

El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950).

Dos semanas en otra ciudad (Vincente Minelli, 1962).

Un espía en Hollywood (Jerry Lewis, 1961).

Cautivos del mal (Vincente Minelli, 1952).

Cantando bajo la lluvia (Gene Nelly y Stanley Donen, 1952).

La niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1998).

Splendor (Ettore Scola, 1988).

La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985).

Pepe (George Sydney, 1960).

Intriga (Antonio Román, 1943).

Angustia (Bigas Luna, 1986).

La noche americana (François Truffaut, 1973)

Cut (Kimble Rendall, 2000).

Ángel, la diva y yo (Pablo Nisensun, 1998).

Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1998).

Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958).

Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988).

Nosferatu (W. F. Murnau, 1921).

La sombra del vampiro (E. Elias Merhige, 2000).

Cómo conquistar Hollywood (Bary Sonnenfeld, 1995).

En el curso del tiempo (Wim Wenders, 1975).

Inserts (John Byrum, 1975).

Harlow, la rubia platino (Gordon Douglas, 1965).

Lo importante es amar (Andrzej Zulawski, 1974).

Hollywood al desnudo (George Cukor, 1932).

Sabotaje (Alfred Hitchcock, 1942).

Fedora (Billy Wilder, 1978).






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Cine y nuevas tecnologías

Enrique Sánchez Oliveira



ENRIQUE SÁNCHEZ OLIVEIRA, licenciado en Geografía e Historia y doctor en Ciencias de la Información, es profesor de Historia de la Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla. Ha publicado Aproximación al lenguaje del documental, «María de la O» de Francisco Elías Riquelme, Cine y propaganda: «La epopeya del camino» (1941) de Francisco Elías y La madre en el cine mexicano. A las tareas docentes e investigadoras une su actividad como productor y realizador audiovisual, preferentemente en el campo del documental.


Delimitación conceptual

En un corto lapso de tiempo las nuevas tecnologías (donde incluimos fundamentalmente la informática y las telecomunicaciones, además de otros campos científicos) han producido importantes innovaciones en los medios audiovisuales tradicionales, como el cine, la televisión o el vídeo, y han propiciado la aparición de nuevos medios.

Estas tecnologías se han adueñando de numerosos proyectos en todos los ámbitos cinematográficos, desde la promoción, producción, distribución y exhibición de films hasta la restauración. Algunos resultados de esta conjunción entre cine y nuevas tecnologías podrían ser calificados de desafortunados, como el coloreado de originales en blanco y negro; otros, en cambio, facilitan tareas complejas, permiten la existencia de mundos fantásticos, inviables sin las nuevas técnicas, o formulan interesantes propuestas estéticas y narrativas.

Lenta pero irreversiblemente, expresiones como imágenes generadas por ordenador o CGI (siglas de Computer Generated Imagery), 3D, e-cinema, cine digital, producción virtual, tecnología virtual, escenarios virtuales, actores virtuales... y un sinfín de nombres de programas y herramientas informáticas van incorporándose a la terminología cinematográfica. Y no es una moda o coincidencia temporal de varias películas con efectos especiales avanzadísimos. Son herramientas que probablemente nos empujen a matizar el concepto cine.

No es fácil encontrar un término para referirse a este cine que incorpora con desigual resultado las nuevas tecnologías. A lo mejor ni siquiera es necesario. Recientemente una expresión va perfilándose en este mundo donde los intereses comerciales desempeñan un interesado protagonismo: cine digital (los anglosajones utilizan también e-cinema). Este término es en sí una paradoja ya que hablamos de cine que puede prescindir de elementos tan consustanciales al cine como el celuloide y la cámara. Pero a pesar de las imprecisiones, este término va consolidándose al rebufo del nuevo paradigma digital que persigue asentarse en todos los ámbitos de nuestra vida y que nos lleva a hablar de radio digital, televisión digital o revolución digital.

Podríamos considerar que toda la producción cinematográfica actual es digital, puesto que la práctica totalidad de los filmes introducen alguna intervención digital. Una de las tendencias con más demanda dentro del llamado cine digital es la de los efectos invisibles, donde se intenta que parezca que las películas no tienen efectos. Su finalidad es crear o alterar detalles no necesariamente espectaculares de lo que se ve en la pantalla: poner un mueble donde no lo hay, retocar un peinado o una arruga, hacer que las hojas de un árbol cambien de color o crear una luna y su reflejo en el mar. La virtud de los efectos digitales no está sólo en su capacidad de impresionar, sino en la sutileza con la que imperceptiblemente se integran en el entorno. En mayor o menor medida, desde el simple retoque de un fotograma hasta la generación de escenarios y personajes virtuales en 3D, las herramientas infográficas dejan su huella en la imagen cinematográfica. Para el director de cine James Cameron: «La creación de imágenes digitales va a impregnar de tal manera el cine que la línea divisoria entre una película de efectos visuales y una de cualquier tipo se va a difuminar hasta perder el sentido»180.

En este breve estudio voy a centrarme en tres apartados del cine digital que me parecen especialmente relevantes: la producción digital de imágenes, la filmación en formato digital y la distribución-exhibición en digital. La elección de estos tres epígrafes implica soslayar otros aspectos relevantes del cine digital, pero es necesario acotar un tema tan extenso y complejo para introducir coherencia en este acercamiento. Me referiré también a la situación del cine español en cada uno de los apartados desarrollados.




Producción digital de imágenes

Las imágenes generadas por ordenador conocieron sus primeros éxitos cinematográficos en la década de los 80. En estos años y comienzo de los 90, los efectos digitales van muy ligados al género de ciencia ficción y algunas películas se hacen eco en su argumento de las innovaciones científicas y tecnológicas: el protagonista de Tron (1982) es transportado al mundo virtual de los videojuegos y en Terminator 2 (1991) asistimos a la lucha entre los ordenadores que dominan el mundo y la resistencia humana. Más recientemente, Matrix (1999) ha abundado con éxito en esta temática.

En 1993, Parque Jurásico de Steven Spielberg apostó por una exitosa integración de personajes y escenarios reales con criaturas virtuales. A los prehistóricos dinosaurios se les dotó de una perfeccionada movilidad, una piel de aspecto real y capacidad de transmitir expresiones y sentimientos como furia o enfado. En 1994, Forrest Gump de Robert Zemeckis, integró personajes históricos sacados de imágenes de archivo. En una secuencia de la película, nos muestra al presidente John F. Kennedy y a otros personajes charlando con el protagonista del film, encarnado por el actor Tom Hanks. Estas dos líneas, la creación de personajes virtuales cada vez más realistas y la manipulación de personajes reales, han tenido continuidad en la historia de las imágenes infográficas de animación. Y en ambos casos, las criaturas digitales o los personajes históricos interactúan de manera creíble con los actores reales del film.

En 1995 se crea Toy Story de John Lasseter, el primer largometraje de la historia generado íntegramente por ordenador. Todos los personajes y escenarios fueron creados con técnicas digitales. Marcó un hito en la producción al ser realizada sin una herramienta que se creía imprescindible: la cámara. Con este film comenzó un renacimiento del cine de animación que, además de suponer un enorme negocio, ha producido títulos reseñables como Bichos (1998) de John Lasseter y Andrew Stanton, Antz (Hormigaz) (1998) de Eric Darnell, Lawrence Guterman y Tim Johnson o Shrek (2001) de Andrew Adamson y Vicky Jenson.

Otro hito de la década de los 90 fue Titanic (1998), de James Cameron, donde el papel de la infografía fue muy notable. En este film se avanzó mucho en el movimiento de los personajes virtuales mediante el sistema de «control de puntos de movimiento» que consiste en monitorizar los movimientos de actores reales mediante cables unidos a su cuerpo y reproducirlo en un ordenador. Esta película marca la consolidación de la robótica en el catálogo de las nuevas tecnologías utilizadas en las superproducciones de Hollywood.

Si en las postrimerías del siglo XX las herramientas informáticas se utilizaron para crear mundos cinematográficos repletos de efectos especiales, crear criaturas inexistentes y realizar películas de dibujos animados íntegramente en 3D, los inicios del siglo XXI parecen apostar por la creación de actores digitales. Conocidos con el nombre de vactors, fusión de las palabras inglesas virtual y actors, han tenido en Final Fantasy su lanzamiento mediático.

La creación de personajes humanos virtuales presenta una gran dificultad. El movimiento, el gesto, la expresión humana nos son muy bien conocidos, más que los de cualquier otra criatura; recrearlos con realismo exige manejar mucha información. Mediante polígonos se esculpe la forma básica del personaje en tres dimensiones. Los polígonos tienen aristas y los humanos son redondeados, por lo cual, cuanto mayor sea el número de formas geométricas empleadas y más pequeñas sean, más se acercarán a una forma curvilínea. Con esto se consigue una malla con la forma básica del personaje.

Después hay que dotar de movimiento humano a esta malla tridimensional181. A la forma básica se le aplican un sinfín de programas informáticos con aplicaciones concretas, simuladores de piel, de movimiento muscular, de efectos de luz, de movimiento facial, de sincronización de los vestidos con el cuerpo, de creación de vello y barba, de efectos de viento en el pelo... Con todo este despliegue de medios se consigue una imagen cada vez más perfecta.

Tal como pregonan sus defensores, los actores virtuales presentan algunas ventajas indiscutibles respecto a los actores de carne y hueso: no envejecen, pueden dominar cualquier idioma o habilidad y aparecer en más de un lugar al mismo tiempo, carecen de las limitaciones del mundo real, no tienen que supeditarse a lo físicamente posible ni a lo que una cámara de cine puede capturar. Pero todavía se vislumbra lejano el día en que los actores sean reemplazados por criaturas digitales. Los rostros de estos vactors de Final Fantasy tienen una limitada expresividad y son incapaces de transmitir sentimientos o estados de ánimo, incluso en aquellos momentos del film presumiblemente dramáticos.

La película Final Fantasy está basada en un juego de ordenador caracterizado por el extremo realismo de sus personajes y decorados. Este juego fue un éxito de ventas y Columbia Pictures decidió llevarlo a la pantalla. Algo reseñable en Final Fantasy es que introduce un nuevo matiz en el trasvase cine-videojuegos. Primero fueron las estrellas de cine, actores de carne y hueso, los que se vieron clonados por programadores de videojuegos. La trilogía de Indiana Jones, Misión imposible y el agente 007 tuvieron sus réplicas para jugar y nacieron actores virtuales con la apariencia de Harrison Ford o Pierce Brosnan. En el otro sentido, también personajes de videojuego tuvieron su réplica humana en el cine: Super Mario Bros, o Lara Croft interpretada por Angelina Jolie. Pero ahora las cosas suceden sin que medie ningún actor de carne y hueso: los actores virtuales de un videojuego se convierten en actores virtuales de una película.

En una ponencia presentada en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, los actores Assumpta Serna y Scott Cleverdon opinaban que a sus colegas virtuales, elaborados por equipos de muchas personas, es muy difícil dotarlos de una personalidad:

El actor adapta y modifica el texto escogiendo una emoción, una voluntad, enteramente libre y personal; lo humaniza usando su cuerpo, siempre diferente a otro y lo define con su alma, con lo vivido y lo imaginado, dando le esencia. Cada actor comunica y se expresa de diferente manera. No existen dos actores que interpreten lo mismo sobre un tema.



Y concluían refiriéndose a los vactors:

¿Podrán actuar humanamente, con los errores necesarios para la profundidad de un film honesto?182



Las implicaciones comerciales y éticas entre virtualidad y realidad no acaban aquí en el caso de los actores. Nadie parece discutir la creación completa de un ser humano virtual por ordenador. Es una herramienta fabricada por un autor, no es una degradación de una obra, a menos que ese actor digital se inserte en un filme ya existente.

El problema al que se enfrentan actualmente los actores radica en la casi ilimitada posibilidad de manipulación de las técnicas digitales. Su actuación puede ser mejorada bajo la decisión y el control exclusivo de otros sin su permiso. Cambiar la cara de un actor, coger una muestra de su voz y hacerle que diga algo que nunca dijo son algunas de las manipulaciones fácilmente realizables con las técnicas digitales.

Con técnicas digitales se ha revivido a actores clásicos para fines publicitarios. John Wayne, Humphrey Bogart y Fred Astaire ya han protagonizado «resurrecciones» en anuncios. Esta manipulación de la imagen de las estrellas del pasado origina problemas legales entre herederos y productores. El sindicato de actores norteamericanos Screen Actors Guild incluye en sus reivindicaciones la lucha por el control sobre el uso de los clones digitales desde 1998. El actor teme por sus derechos; por la propiedad intelectual y artística de su trabajo.

La publicidad manipula también famosas secuencias cinematográficas a las que altera digitalmente para vender productos183. Existe un vacío legal que hace posible que, por ejemplo, un fabricante de automóviles pueda «comprar» el circo romano de Ben-Hur para poner a uno de sus coches compitiendo con las cuadrigas; o que una compañía telefónica utilice la escena de Los pájaros en que Tippi Hedren trata de llamar desde una cabina e introduzca a un actor que habla con ella. Se trata de dos impactantes anuncios de televisión que apuntan hacia donde puede dirigir su voracidad el mercado publicitario.

Las posibilidades de manipulación que se abren con las nuevas tecnologías son apabullantes. Una empresa de Los Ángeles, Visual Celebrities, se dedica a comprar a las familias de actores famosos fallecidos los derechos de imagen. Después de digitalizar la imagen y la voz de, por ejemplo, Bogart o Monroe, puede reutilizarlas.

Pero no todo es manipulación, ni mucho menos. Las posibilidades de creación y fascinación de estas tecnologías también impresionan. En el laboratorio de investigación informática Miralab de la Universidad de Ginebra, un buen número de investigadores se dedica a estudiar las relaciones entre hu manos y mundos virtuales. Están aplicando las últimas novedades en inteligencia artificial para dotar a sus criaturas virtuales de conceptos como percepción, aprendizaje, memoria, autonomía o emoción. Su objetivo es lograr que sus creaciones actúen con libertad, es decir, que puedan generar ellos solos reacciones impredecibles.

Un campo que permite resultados sorprendentes y que tiene un prometedor futuro a un costo cada vez más bajo es el de la escenografía virtual, que integra a actores reales con escenarios virtuales. Para ello, el actor deberá acostumbrarse a actuar frente a cosas, personas o animales que no existen, en unos decorados donde el color verde o azul es lo único que se ve. Y ser capaz de comunicar sentimientos con este entorno.

En España, dentro de la producción de largometrajes totalmente digitales, destacan Megasónicos y El bosque animado. Megasónicos (1997) de José Martínez Montero y Javier González de la Fuente, producido por la empresa vasca Baleuko, permaneció poco tiempo en cartelera y mereció un premio Goya.

El bosque animado (2001) es un largometraje de animación por ordenador basado en una novela de Wenceslao Fernández Flórez. La película, llevada a cabo por Dygra Films, una productora de A Coruña, ha costado unos 550.000.000 de pesetas, muy alejada de las enormes inversiones de Hollywood para este tipo de producciones (por ejemplo, Antz tuvo un coste de 8.700.000.000 de pesetas). Ha sido codirigida por Manolo Gómez, que es también el productor, y Ángel de la Cruz, autor del guión adaptado. Los protagonistas de la película son los animales que habitan en un bosque gallego y el film pretende transmitir un mensaje a favor de la conservación de la naturaleza.




Filmación en formato digital

Otro campo que destacamos en las relaciones entre cine y nuevas tecnologías es la filmación en formato digital. Distinguimos dos tendencias: una tecnológicamente más sofisticada, que persigue una calidad en la imagen similar a la obtenida en la proyección cinematográfica tradicional, y otra tendencia más experimental, situada en los márgenes del establishment cinematográfico, que parece apostar por realizar películas con poca inversión.

En el primer apartado es de destacar el nuevo formato 24P. Incluye una nueva generación de cámaras digitales que graban a 24 cuadros por segundo en barrido progresivo, la misma velocidad de la cámara de cine tradicional, pero en cinta digital de media pulgada.

Este nuevo formato 24P podría tener un interesante futuro en el complejo panorama multimedia. Actualmente han proliferado los canales de distribución y los soportes. El 24P está pensado para producir en este formato, obtener un máster digital y, a partir de ahí, ejecutar la distribución en el formato y el soporte que convenga. Está diseñado para que sea fácil pasar a NTSC o PAL, página web, DVD, distintas relaciones de aspecto como 4:3 o 16:9, HDTV ó 35 mm. Esto es muy interesante dado que el mercado multimedia demanda distintas versiones del mismo programa para diferentes canales de distribución: internet, TV analógica, digital o por cable, HDTV, cine, DVD, etc. Un máster en formato 24P facilitaría también los intercambios internacionales de programas, evitando las costosas conversiones de norma con la inevitable perdida de señal.

El director George Lucas ha declarado en varias entrevistas su apoyo a las nuevas tecnologías. La próxima entrega de La guerra de las galaxias será rodada íntegramente en digital; con tecnología desarrollada por Sony y que, según el propio Lucas, tiene una calidad de imagen similar a la de la película cinematográfica en pantalla grande. En España, Lucía y el sexo, de Julio Medem, fue también grabada con una cámara de 24P y luego kinescopada en 35 mm para su exhibición en salas cinematográficas convencionales.

En una línea más experimental de la filmación en digital, la otra tendencia que señalábamos al inicio de este epígrafe, se mueven otros directores como Mike Figgis, el realizador del film Time code (2000). La película fue rodada en una única jornada (el 19 de noviembre de 2000), sin guión previo y utilizando cuatro cámaras digitales. Cada cámara, que utilizaba una cinta de noventa minutos, siguió a distintos actores por toda la ciudad de Los Ángeles en cuatro planos secuencias, sin cortes ni edición de ningún tipo. Intervienen en la película un elenco de actores de distintas nacionalidades, como Salma Hayek, Saffron Burrows, Holly Hunter, Alessandro Nivola o la argentina Mía Maestro. Time code se exhibe con la pantalla dividida en cuatro, y vemos simultáneamente los cuatro encuadres de cada una de las cámaras utilizadas, las cuatro historias que se cruzan, se distancian, se entrecruzan; «demostrándonos que estamos visual y culturalmente preparados para comprender varias imágenes audiovisuales al mismo tiempo». Uno de los personajes de la película, el interpretado por Mía Maestro, es una directora de cine vanguardista empeñada en convencer a un grupo de ejecutivos cinematográficos de que «el montaje ha creado una realidad falsa y que hay que superar el paradigma del collage»184. O sea, lo que la película está mostrando.

Time code es un intento por romper con los altos costes, la artificialidad y las complicaciones del cine contemporáneo. En una entrevista concedida a la publicación electrónica Indiewire, Mike Figgis manifestaba que:

La revolución tecnológica es impresionante, porque derrumbará al establishment, les guste o no. Los grandes estudios están desactualizados, sus estructuras no tienen el más mínimo sentido. El costo de las películas, el salario de Tom Cruise, sólo sirven para esconder la verdad, para justificar los enormes salarios que ganan cientos de ejecutivos que no hacen absolutamente nada.185



Una iniciativa en la línea de la de Figgis fue realizada por el movimiento Dogma, que filmó, entre el 31 de diciembre de 1999 y el 1 de enero de 2000, cuatro historias sin cortes exhibidas en la televisión danesa. En el panorama europeo este movimiento ha sido un foco de renovación formal y el que más ha apostado por el empleo de las nuevas tecnologías, adoptando una postura ecléctica en la que vale cualquier soporte. Igual que hay un mestizaje cultural, ellos han adoptado un mestizaje tecnológico que permite una gran versatilidad en la producción186.

En el panorama hispanoamericano es de destacar La virgen de los sicarios (2002), de Barbet Schroeder, un film entre el documental y la ficción, que se pudo filmar en zonas peligrosas de la ciudad colombiana de Medellín por la rapidez que permitía un ligero equipo de vídeo digital, y Las aventuras de Dios (2000) del realizador argentino Eliseo Subiela, un largometraje realizado íntegramente en digital.

Esta manera de entender el cine digital, con la enorme reducción de costes que permite, posibilita a más cineastas el acceso a la filmación de sus proyectos. Otra cosa es la distribución y exhibición de esos films en las salas de cine tradicionales.




Distribución/exhibición digital

Los avances digitales van a transformar, y todo hace pensar que en breve, la distribución y exhibición cinematográficas. Además de ver cine en salas tradicionales adaptadas para proyectar en digital, podremos asistir a espacios de nueva creación dotados de grandes pantallas de alta definición (de las cuales ya existen unas pocas en Estados Unidos y en Europa) o ver cine a través de internet.

El celuloide, gran protagonista del cine desde su nacimiento, puede desaparecer. En lugar de enviar varias latas con bobinas de película, los centenares de gigabytes que ocupa un largometraje en alta resolución serán almacenados digitalmente en un disco. Esta información puede viajar mediante el transporte físico del soporte de almacenamiento, o ser enviada por internet o por satélite. Las salas estarán equipadas con nuevos proyectores capaces de interpretar la serie de ceros y unos del formato digital.

La proyección ha sido el gran escollo de la exhibición digital. Recientemente, importantes avances técnicos han mejorado ostensiblemente la calidad de la imagen proyectada que proporciona el cine digital. La compañía Texas Instrument ha diseñado el sistema DLP (Digital Light Processing) que ofrece una buena calidad. Las imágenes de alta definición son recibidas por satélite y proyectadas en pantalla grande con un proyector Chirstie's de 5.500 lumens.

La percepción de la imagen en la pantalla es bastante subjetiva, por lo que cuantificar la diferencia entre el sistema tradicional y el digital es difícil. En opinión de algunos, la nueva proyección tiene mejor contraste que las películas de celuloide. La colorimetría es muy parecida en ambos casos. Si se está muy cerca de la pantalla, se ve mejor con el sistema tradicional que con el digital. La resolución que se consigue con el celuloide es mayor, pero se degrada rápidamente y, al cabo de 200 pases se considera que una copia en celuloide sufre una merma apreciable en la calidad de la imagen.

Pero donde no hay dudas es en la viabilidad económica de la distribución digital. El nuevo sistema tiene la ventaja de que abarata los costes al hacer innecesarias miles de copias de celuloide y miles de kilómetros de transporte. Bastaría con poner las películas producidas en un servidor de internet y posteriormente el exhibidor las extraería por medio de una conexión de red. Además del ahorro económico, la disponibilidad sería inmediata en cualquier parte del mundo.

Pero será la industria la que decidirá las bases económicas y comerciales del nuevo modelo y el momento de la transición del celuloide a los archivos digitales. Cuando alguna de las majors que controlan la industria del cine apueste seriamente por el cine digital, es probable que las demás hagan lo mismo.

Se prevé en un principio utilizar discos ópticos para la distribución de películas en formato digital. Pero con el tiempo, el envío mediante líneas de cable de fibra óptica y/o satélite parece más eficiente. El modelo de distribución por el que parece decantarse Hollywood es transmitir películas codificadas a cada continente y de ahí reenviarlas a las sedes de los principales mercados. El cine que tuviera los derechos de proyección recibiría vía satélite la película y pagaría cada vez que la pasara, como en los sistemas de televisión de pago por visión.

Un asunto a resolver es la financiación necesaria para acometer la adaptación de las salas de cine. Mientras que el coste para la producción y distribución de cine digital desciende considerablemente, el precio para exhibirla se dispara, por lo menos en un primer momento, ya que hay que acondicionar las salas y reemplazar los proyectores. Los propietarios de cines quieren que las distribuidoras financien esta inversión, a cuenta del ahorro en copias de celuloide y gastos de transporte. Las grandes empresas no se han pronunciado, pero si pasa lo mismo que en la transición del cine mudo al sonoro, o en el más reciente acodicionamiento de las salas al sonido digital, quienes pagarán al final serán los exhibidores.

El otro gran problema de la distribución digital es la piratería, que hace perder mucho dinero a la industria cinematográfica. Este problema se agrava porque, en teoría, con el copiado digital no tiene por qué existir diferencia entre una película pirata y una distribuida legalmente. Compañías como Kodak o Qualcomm trabajan en sistemas de compresión y encriptación para garantizar que los archivos digitales no van a ser pirateados.

La tecnología digital puede ampliar el concepto de espectáculo que ahora ofrece el cine. En algunas proyecciones experimentales que se anuncian como cine digital se ofrecen en pantalla de alta definición, en directo y vía satélite, imágenes del campeonato del mundo de Fórmula 1, del mundial de motociclismo o la final de la Copa de Europa de Fútbol. Y la certeza de contemplar un espectáculo que están viendo en similares condiciones cientos de miles o millones de personas en todo el mundo. Un estreno de un filme puede tener también esa condición de global, acontecer en muchas salas de cine de diversos países al mismo tiempo y con un coste mínimo.

En España, en julio de 2000, en los cines Cinesa Diagonal, de Barcelona (días más tarde en los Kinépolis de Madrid), tuvo lugar la primera proyección de cine digital en nuestro país; existe un proyecto de circuito cuyo objetivo es crear una red de salas que proyecten de manera simultánea contenidos de todo tipo a través de proyectores digitales. De todas formas, la película seguirá siendo el segmento dominante en la proyección cinematográfica, aunque otros contenidos espectaculares pueden ser un buen reclamo para llevar espectadores a las salas de cine.




Internet y cine

Tres aspectos queremos destacar de las relaciones, entre el cine e internet: la previsible consolidación del sistema e vídeo bajo demanda (VOD), donde el usuario elige qué película quiere ver y cuándo, la creciente importancia de la red en la promoción de un film y el cine creado para internet.


Videos on Demand (VOD)

Las nuevas tecnologías han propiciado otra manera de ver cine a través de la pantalla del ordenador con el sistema de vídeo bajo demanda. Se trata de la posibilidad de descargar películas desde internet. Sony inició en la primavera de 2001 sus servicios de VOD; los principales estudios (Paramount, Sony, Warner, Universal y Metro Goldwyn Mayer) han suscrito un acuerdo para poner en funcionamiento un sistema único de pago por la descarga. Está dirigido a usuarios con conexión de alta velocidad (cable o ADSL). Un largometraje está previsto que ocupe 500 megas, algo menos que la capacidad de un CD-ROM y que el tiempo de descarga sea entre 20 y 40 minutos. La película quedará almacenada en el disco duro del ordenador y los usuarios podrán verla las veces que quieran durante las primeras 24 horas.




Promoción por la red

Pero las relaciones del cine e internet no se limitan a la posibilidad de descargar una película. La red se está convirtiendo en una herramienta imprescindible para la promoción de un film y el punto de partida de cualquier campaña publicitaria. La precampaña en internet se considera un test previo para calcular las posibilidades de éxito que puede tener un producto y para calibrar la estructura de las sucesivas campañas en prensa, radio y televisión. El tráiler de la superproducción El señor de los anillos (2001), de Peter Jackson, recibió un millón ochocientas mil peticiones de copia en las primeras 24 horas que estuvo colgado en el sitio oficial de la película187. Mediante la web, durante los doce meses que duró el rodaje de esta película, los internautas pudieron mantenerse informados del desarrollo del mismo, formular preguntas al director, etc.

La película musical española Shacky Carmine (1999), de Chema de la Peña, fue un éxito durante su estreno por partida doble: en una sala de cine de Madrid y en la web. Casi veinticinco mil internautas colapsaron la website de la película en el momento del estreno. El rodaje del film también se pudo seguir desde la red, ya que se colocaron tres webcam en el set de rodaje.




Cine creado para internet

Otro aspecto remarcable de estas relaciones es el cine creado para internet. La red, además de convertirse en una herramienta fundamental para la promoción, difusión y «pirateo» de largometrajes, ha propiciado nuevos formatos de expresión cinematográfica.

En este caso vamos a centrarnos en una interesante aportación impulsada desde España. En 2001 ha tenido lugar el Primer Festival Internacional de Cine Comprimido, creado por notodo.com y plus.es. El objetivo es lograr que los participantes produzcan cine de autor y cine de calidad en internet sin ninguna limitación de género ni de contenido; el único límite es la dimensión del archivo: 3,5 Mb. Los trabajos se estrenaron en la página web del festival y se distribuyen mediante descarga de archivos, de manera que se favorezca la máxima difusión de las películas.

Este festival de cine comprimido fue impulsado por Javier Fesser, realizador de El milagro de P. Tinto (1998), que presentó, fuera de concurso, La sorpresa, una pieza de cine comprimido rodada en blanco y negro; narra el momento que vive un hombre cuando va a entrar al portal de su domicilio, segundos antes de ser asesinado de un disparo en la cabeza.

Presentaron una pieza de cine comprimido Álex de la Iglesia, Julio Medem, Sergio Cabrera, Juanma Bajo Ulloa, Terry Gilliam, Santiago Segura, Fernando León, Guillermo del Toro y Eliseo Subiela, quienes fueron a su vez miembros del jurado. Se inscribieron 449 películas de 17 países. El corto ganador fue La leyenda de los siete negros de oro, de Raúl Mesa, en el que se denuncia por medio del humor la situación de los inmigrantes africanos que se ven obligados a cruzar el estrecho en busca de una vida mejor. Su apuesta formal recuerda a los dibujos de South Park. La decisión del jurado no coincidió con la del público, que también podía votar por su película favorita desde la web del festival. El ganador del Premio del Público fue el corto Mi novia, de Jorge Izquierdo.

Como conclusión de esta aproximación a las relaciones del cine y las nuevas tecnologías no parece aventurado afirmar que el hardware más potente, junto con los programas informáticos más sofisticados, serán un valor en alza. Aunque por ahora cuestan demasiado dinero en relación al que generan, su uso de extenderá para eliminar la construcción de decorados, realizar efectos especiales de toda índole y, quizá, prescindir en ocasiones de la contratación de personas de carne y hueso. La frontera entre lo real y lo virtual sobre la pantalla empieza a ser indiscernible, y esa línea proseguirá. Paralelamente se definirán nuevos puestos de trabajo a medio camino entre la informática y las artes visuales. Los estudios de Hollywood están contratando por cifras millonarias a profesionales que provienen del campo del diseño y son formados en informática; el camino inverso está dando peores resultados.

Un aspecto deseable del cine digital sería que más cineastas pudieran realizar sus proyectos con poca inversión, permitiendo así una democratización de la producción y, paralelamente, surgieran nuevos canales de distribución y exhibición para estos productos.






Filmografía

Distingo en este apartado, desde una óptica personal y por supuesto discutible, dos bloques:

a) películas con impresionantes efectos digitales, realizadas en su momento con tecnología de última generación:

Star Trek IV. Misión salvar la Tierra (1986), de Leonard Nimoy.

Terminator 2 (1991), de James Cameron.

La muerte os sienta tan bien (1992), de Robert Zemeckis.

Parque Jurásico (1993), de Steven Spielberg.

Forrest Gump (1994), de Robert Zemeckis.

La máscara (1994), de Chuck Russell.

Toy Story (Juguetes), (1995) de John Lasseter.

Casper (1995), de Brad Silberling.

Titanic (1998), de James Cameron.

Matrix (1999), de Andy y Larry Wachowski.

Star Wars: Episodio I. La amenaza fantasma (1999), de George Lucas.

b) películas de coste más reducido y que no persiguen un público masivo como prioridad:

Festen (Celebración) (1998), de Thomas Vinterberg.

The idiots (Los idiotas) (1998), de Lars Von Trier.

La perdición de los hombres (2000), de Arturo Ripstein.

Time code (2000), de Mike Figgis.

Dancer in the dark (Bailar en la oscuridad) (2000), de Lars Von Trier.

Las aventuras de Dios (2000), de Eliseo Subiela.

La espalda de Dios (2000), de Pablo Llorca.

Lucía y el sexo (2001), de Julio Medem.







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