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«Cola de lagartija»: La hibridez cultural como contradiscurso y resistencia

Juanamaría Cordones-Cook1


University of Missouri-Columbia



Hybridity is a problematic of colonial representation and individuation that reverses the effects of the colonialist disavowal, so that other «denied» knowledges enter upon the dominant discourse and estrange the basis of its authority -its rules of recognition.

The display of hybridity -its peculiar «replication»- terrorizes authority with the ruse of recognition, its mimicry, its mockery.


Horai K, Bhabha                


«Signs Taken for Wonders: Questions of Ambivalence and Authority under a Tree Outside Delhi, May 1817»


Uno de los hitos del debate intelectual contemporáneo es la hibridez cultural, fenómeno que importa política y teóricamente por apuntar hacia un proceso de articulación de diferencias que, en distinta medida, afecta a la mayoría de las sociedades. En el devenir histórico, el desplazamiento de diferentes poblaciones activa contactos de variada naturaleza que, propiciados por la coexistencia en un mismo tiempo y espacio y por la porosidad de fronteras culturales, producen intercambios inevitables. Generan un diálogo de matrices culturales-lenguajes, ideas, valores, religiones, leyendas, tradiciones-conducente a una impregnación recíproca, a una hibridez generadora de complejas transformaciones, densas en implicaciones y significaciones socio-culturales.

La noción de hibridez cultural es esencial para comprender la idiosincrasia de las sociedades latinoamericanas constituidas por aluviones de diversas etnias, con múltiples y móviles identidades individuales y colectivas. Precisamente, Luisa Valenzuela, en su obra, ha explorado la identidad argentina iluminando zonas de invisibilidad del inconsciente nacional, mientras ha ido articulando diferencias y alternativas de reelaboración cultural. A partir de un período histórico de extrema crisis, violencia y victimización, la guerra sucia y sus prolegómenos (1974-1983), Valenzuela ha proyectado y traducido sobre los códigos dominantes aspectos culturales eclipsados del discurso oficialista cuestionando ciertas premisas argentinas y la asumida identidad nacional europea, denotadora de un eurocentrismo marcado por un signo normativo de superioridad, autoridad y universalidad.

Desde el siglo XIX, a partir de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), quien planteara la dicotomía entre civilización y barbarie, y Juan Bautista Alberdi (1810-1884), quien afirmara que un latinoamericano era un europeo nacido en América, los argentinos -y, en esto, no son los únicos latinoamericanos- han buscado identificarse con la tradición de ilustración y refinamiento europeo tanto educacional como cultural. Han abrazado así una epistemología eurocéntrica y han cultivado el mito de una nación homogénea y europea desechando y eclipsando los supuestos obstáculos de desarrollo y progreso: la heterogeneidad y la barbarie. Sin percibirlo, han ido perpetuando una relación jerárquica entre Europa y sus Otros que -aquí concuerdo con Frantz Fanon y Homi K. Bhabha- nunca serán totalmente europeos sino meramente europeizados, ya que la copia nunca es el original, ni siquiera igual al mismo.

Tanto en su ficción como en algunos de sus ensayos, Luisa Valenzuela ha perfilado un mundo de diferencias, discontinuidades e identidades móviles y proteicas, en metáforas de civilización y barbarie, poesía y canibalismo, que, continuando un legado de orígenes líricos y violentos, coexisten y a veces se alternan en la Argentina contemporánea. En su artículo «A Legacy of Poets and Cannibals: Literature Revives in Argentina», la escritora afirma que todos los argentinos son descendientes de poetas y caníbales (3). Se remonta a hechos históricos del descubrimiento del Río de la Plata, a cuya costa occidental llegara Juan Díaz de Solís, en 1516. En esa expedición, Solís había sido acompañado a bordo de su carabela por un poeta, Martín del Barco Centenera, quien escribía una oda a «La Argentina» que más tarde diera el nombre a esta nación, mientras «los primeros colonizadores eran forzados a comer a sus muertos» (mi traducción, Valenzuela «A Legacy of Poets ...», 3).

Cultural y políticamente crítica, Valenzuela inscribe este legado en su narrativa. Invalida la acariciada leyenda de europeísmo y civilización, mientras muestra prácticas culturales silenciadas y, por demás, ocultas, que descubren la otra escena argentina. Así se observa en Como en la guerra (1977), novela que presenta una oprobiosa realidad plagada de violencia y barbarie institucionalizadas durante la guerra sucia. Su protagonista se desplaza por «diferentes espacios histórico-culturales, Europa, la América autóctona y el convulsionado Buenos Aires, «llegando a plantear una indagación sobre la identidad nacional, el inconsciente cultural, revelador de una nación plural y fragmentada2. En su cuarta novela, Cola de lagartija, que por motivos de censura fuera publicada primero en Estados Unidos en inglés (1982) y luego, siguiendo a la redemocratización, en la Argentina en español (1983), Valenzuela muestra un universo heterogéneo y conflictivo, donde convergen lo europeo y lo afro-latinoamericano. Todo sucede en un ámbito absurdo y violento, en un momento catastrófico, el preámbulo propiciatorio de la guerra sucia, la presidencia de María Estela (Isabel) Martínez de Perón (1974-1976) y el ascenso al poder de José López Rega, ministro de ese gobierno, quien imprimiera al momento político un signo macabro y mágico al abrazar las prácticas religiosas afro-brasileñas en sus manifestaciones más oscuras con el propósito de inspirar miedo para ascender y afirmarse en el poder.

Este estudio examinará Cola de lagartija principalmente desde la perspectiva cultural de la hibridez religiosa, aludiendo a la sexual, la lingüística y la literaria, a partir de una base teórica ecléctica, podríamos decir híbrida, con énfasis en el pensamiento de Homi K. Bhabha. Las conclusiones mostrarán las implicaciones y los efectos de este fenómeno cultural que, por un lado, sirve de instrumento potentizador del protagonista, un brujo, y, por otro, de contradiscurso y resistencia a la ideología y a las prácticas de horror de la represión impuestas por ese brujo, horror que se configura en símbolo de lo que después fuera el terror estatal de la guerra sucia.

La práctica e incremento de las religiones neo-mágicas de base africana, en la Argentina, constituye un fenómeno poco conocido y sorprendente que carece de precedentes en esa nación.3 Recordemos con Homi K. Bhabha que, desde el comienzo, en su misión civilizadora, la autoridad colonial en América había impuesto con la espada del orden civil y político, la cruz del cristianismo (103-108). Había establecido, junto con el lenguaje, universal y coercitivamente, una tradición monocultural con la Biblia como mito y significante de autoridad cultural, que no siempre se mantenía en su ortodoxia. La tradición cristiana, abrazada por la Argentina, cuya religión oficial proclamada desde la primera constitución fuera la católica apostólica romana, ha logrado mantener su poder y hegemonía religiosa hasta nuestros días.

Las religiones afro-brasileñas que entraron en la Argentina fueron: Candomblé4, Umbanda5, Batuque y Quimbanda6. Candomblé es la religión afro de mayor arraigo en Brasil. No así en la Argentina, donde Umbanda es la más difundida, en tanto que las otras lo son en menor medida.

Tales religiones se comenzaron a infiltrar clandestinamente en la Argentina por la frontera con el Brasil y el Uruguay, donde habían proliferado enormemente en la segunda mitad del siglo XX. Los argentinos descubrieron la magia de esas prácticas, con sus teologías y rituales, producto de una amalgama de diferentes aportes culturales predominantemente africanos. La inusitada difusión de estas religiones se comenzó a producir en Buenos Aires desde fines de los sesenta7 y principios de los setenta, hecho que gran parte de los argentinos rehúsa admitir. Tal introducción y expansión religiosa en la Argentina se produjo a partir de las clases más acomodadas (Frigerio 57-75), proceso diferente del brasileño y el uruguayo. Este fenómeno se hizo públicamente notorio en la figura del Ministro de Bienestar Social de Isabel Perón, José López Rega, quien fuera iniciado en Umbanda por Vilson Avila, pai de santo portoalegrense8. Más tarde, López Rega se fue apartando de los principios fundamentalmente benéficos de esa religión y se orientó hacia los rituales afro-brasileños más maléficos, amalgamados con las ciencias ocultas, la alquimia de Paracelso, el iluminismo Rosacruz y otras corrientes de parasicología (Tomás Eloy Martínez 137).

Paranoico y megalómano, López Rega se había adjudicado poderes mágicos e, incluso, había llegado a escribir varios libros interpretando el destino del hombre9. Poseía un sentido mesiánico de su misión en el mundo, pues se consideraba iluminado por Buda, Jesús y Mahoma. Aspiraba fundar una religión para el Tercer Mundo y ser su máximo pontífice y profeta. Ya en Madrid, se atribula poderes milagrosos, con capacidad para resucitar a los muertos y leer los pensamientos ajenos (T. E. Martínez 141). En una de las conversaciones grabadas por Tomás Eloy Martínez, López Rega llegó a afirmar:

Si uno recibe poder de Dios tiene que usarlo. No importa cómo lo use. Porque si no lo usa, lo pierde. El enemigo es el enemigo, y hay que tratarlo así, con rigor. Hay hombres que son elegidos por Dios y otros de los que Dios ni se entera que existen. ¿Usted con quién quiere estar? ¿Con la masa o con el que amasa?


(143-144)                


En la década de los cincuenta, este peculiar personaje había comenzado cantando boleros en bailes populares del barrio porteño Saavedra, mientras trabajaba como obrero textil. Luego pasó a ser cabo de la Policía Federal y, en 1966, durante la visita de Isabel Perón a Buenos Aires, fue su custodio. Con sus conocimientos astrológicos y esotéricos, fascinó a Isabel Perón quien se lo llevó a España. Una vez en Madrid, empezó desempeñándose como oscuro mayordomo del General Juan Domingo Perón, y, en una notable escalada de poder, llegó a convertirse en su secretario y asesor de gobierno, hombre de confianza que asistía a reuniones de estado e incluso, a las más privadas con mandatarios extranjeros. Logró granjearse la confianza de Perón y de su esposa al punto que le comentó directamente a Tomás Eloy Martínez: «Yo soy el pararrayos que detiene todos los males enviados contra esta casa. Cada vez soy menos López Rega y cada vez soy más la salud del general.» (140) Cultivó su influencia sobre el General y su esposa logrando establecer así una sólida base de poder. Por otra parte, se decía que Perón lo empleaba más como «consejero en ciencias ocultas y astrología que como ministro» (mi traducción, Garfield 25). Después de la muerte del General Perón, en ejercicio de la presidencia de la nación, Isabel Perón lo designó Ministro de Bienestar Social.

Desde sus orígenes como servicio doméstico (Guerrero 5), en siete años, López Rega llegó a ser la figura más gravitante del escenario político argentino del momento. Isabel Perón le cedió el total control de su poder presidencial, hecho de dominio público, al punto que se llegó a decir que «Lopecito», como le llamaba Perón, era el gobierno, y Luisa Valenzuela, en su novela, le apodó «Rasputín telúrico» (219). Político inescrupoloso e insaciable, López Rega se volvió anatema para la gran mayoría de los líderes militares, la iglesia, el mundo de los negocios y los sindicatos, logrando proyectar siniestramente su ambición y sensualidad de poder en el autoritarismo, la represión y la tortura. Valenzuela ficcionalizó ese tenebroso capítulo de la historia argentina en Cola de lagartija, metáfora mítico-realista de la biografía de López Rega y del periodo del horror anticipatorio del Proceso militar, así como también de la ideología y prácticas de terror contemporáneo al momento de la escritura de la novela.

En el espacio fronterizo de un infierno argentino clandestino de superstición, Valenzuela le dio voz a un mundo que habla abrazado la magia de las religiones afro-brasileñas. Allí ubicó a López Rega en papel protagónico. Sin dejar dudas en cuanto a su identidad, le llamó el brujo10, apodo que se le daba en la Argentina por sus conocidas prácticas mágicas. Refiriéndose a él, al principio, comentó Rulitos, alter ego de Valenzuela que más tarde se desdobla en otro personaje homónimo de la escritora: «-Qué va. Es un pobre loco, se cree el ministro aquel de bienestar social ¿te acordás? hace mil años. Ese que era brujo.» (18)

Desde un primer momento, el brujo es identificado con una divinidad afro-brasileña, Eshú. En su visita a un terreiro al otro lado de la frontera, adonde había llegado en avioneta, mientras se realizaba una ceremonia de Quimbanda, el brujo fue recibido al grito de «¡¡Eshú!!» por una hija de santo, quien, con contorsiones y convulsiones, dramatizaba un momento crucial del estado de posesión. Cuando el brujo puso su primer pie en el terreiro, con cierto espanto, el alarido se hizo general. Para él, «el ser reconocido en su aspecto más oscuro, diabólico, el ser aclamado así aunque fuera con miedo, nunca ser bienvenido» constituía un verdadero regocijo (21).

Esclavo de sus aberraciones y vicios, el brujo trabajaba con las fuerzas ocultas de un plano astral inferior mediante un poder místico superior que él mismo se adjudicaba para establecer universal y coercitivamente su propio mito personal como divinidad y significante de autoridad todopoderosa y universal. Por estar asociado al submundo maligno y demoníaco de los espíritus inferiores de la magia negra, Valenzuela lo presenta como adepto y medium de Quimbanda, la llamada contraparte maléfica de Umbanda. Además, al ser Eshú el orixá que, sin ser exclusivo de Quimbanda, la rige, la autora lo identificó con él11.

Eshú12, figura recurrente de la mitología yoruba, está presente en las

religiones afro-americanas con otras manifestaciones y nombres diversos, como Exú, Eleggua, en la santería, Legba, en gegé, Elegba, en el vudú y en otros cultos. Este orixá apunta hacia una multivalencia, hacia un principio de indeterminación y multiplicidad13 dialéctica que se múltiples metamorfosis y en la proliferación onomástica del brujo. El personaje recibe innumerables nombres, caracterizadores e indicadores de su identidad proteica, que desmantelan la fijeza identitaria y dominadora14.

Este orixá constituye una figura compleja, ambigua y anómala, en quien confluyen oposiciones binarias, pues en él, como en el brujo, coinciden los opuestos, vida/muerte, fertilidad/impotencia, mujer/hombre. Palimpsesto de identidades, sexualidades, religiones y culturas, el brujo aspira a encamar, en la unión de antinomias, la unidad universal.

En sus diferentes manifestaciones, se le atribuían a Eshú diversas funciones entre las que se destacan la de guardián de caminos, mensajero e intérprete de los dioses, así como la de divinidad fálica fecundadora y generativa, a quien por su enorme dimensión fálica se le considera un consumado copulador. Asociado con la parodia, la magia, la ambigüedad, la sexualidad y la traición, Eshú manifiesta una intensa sexualidad dual apareciendo en una figura semejante a la de Jano (Gates 29,34). En él se reconcilian opuestos, con un aspecto masculino y otro femenino, sin llegar a ser ni lo uno ni lo otro. El insaciable eros dual de Eshú se constituye en el brujo con todas estas características en un signo de umbrales entre dos ámbitos que apuntan hacia su androginia15.

Partiendo de la idea de que en el autoritarismo fascista la homosexualidad, acompañada frecuentemente por la androginia, constituía una práctica común en el dominio y sometimiento del Otro, Valenzuela presenta a López Rega como híbrido sexual que conjuga en su propia anatomía los dos sexos, un «perfecto» hermafrodita. El andrógino encarna un principio dialéctico binario que, en la cultura yoruba, evoluciona para configurar una síntesis de tres. Esta noción se aproxima a la idea de trinidad que tiene de sí el brujo, quien posee tres testículos, siendo el del medio su hermana Estrella con quien trata de engendrar «un hijo de dios que sea dios puro y radiante» (125). El brujo cree que su androginia es indicadora de unidad, de ahí que busque crear una totalidad sagrada. Al igual que Eshú, concilia opuestos que coexisten y se proyectan en una tercera dimensión para formar otro Yo. Cree que llegará a encamar «una trinidad en su entrepierna», grotesca e irreverente parodia de la Santa Trinidad cristiana, reproducida en un juego de dobles en la Sagrada Familia encamada en el brujo, quien aspira a ser «padremadrehijo» a la vez16 (277). Valenzuela degrada irónicamente lo sublime al transferir los dogmas religiosos cristianos al plano corporal de los órganos genitales, a partir de los cuales el brujo aspira a una unidad mística total17.

Con ese objetivo, después de un tratamiento hormonal, en una ceremonia macarrónica de transexualidad, el brujo se hace recubrir de barro para poder adoptar tanto las formas de mujer como su sexualidad. Pierde sus dos testículos masculinos y conserva solamente a Estrella. «Ya ni hombre ni mujer, 1a pura transición, no se lo puede calificar con género definido alguno y hay que crearle nuevos adjetivos no neutros porque de neutro nada» y pasa a ser «le Bruj» (265). En este ritual de transexualidad en que el brujo aparece en una hilarante y abyecta monstruosidad con la que él espera despertar adoración y terror, se manifiesta una re-escritura del mito yoruba de creación en el cual Eshú es la forma primigenia creada de agua y barro18. Además, como a Eshú, al brujo se le ha de asociar con la fecundidad, la placenta y el semen. En el colmo de la autosuficiencia, el brujo, busca concebir en sí mismo para dar nacimiento. El Garza, acólito castrado y esclavo sexual, completa el círculo sado-masoquista del brujo y actuará, en esta instancia, como vehículo mediador en la «Teocópula.» En una parodia de la Inmaculada Concepción19, impregnará a la hermana Estrella, tercer testículo del amo, inyectándole el propio semen del brujo con una jeringa de ganado.

Por otra parte, movido por un afán hiperbólico de engrandecimiento y endiosamiento, el brujo está haciendo construir una pirámide truncada, templo donde será sacerdote supremo. Para la inauguración y bautismo de esa pirámide proyecta una fastuosa y macabra fiesta, el Baile de la Luna Llena. Allí, cada invitado, hombre o mujer, en un juego de reflejos múltiples, se ha de poner una máscara de terracota que reproduce la efigie del brujo con sus ojos grises. La máscara ejerce poder espiritual y, en ciertas instancias, político también, sobre quienes la llevan. Es empleada para establecer vínculos y animar a cada individuo con el espíritu que representa (Gilbert y Tompkins, 63). Cada uno de los asistentes a la fiesta verá desde y por los ojos del brujo. Todos van a participar de una misma identidad. Sin embargo, el brujo usará una máscara de hormiga roja y se erigirá en «el Único y Verdadero» Sacerdote Supremo (153). Va a bailar y será una máscara en constante movimiento que, como Eshú, ha de impartir significados en un ritual de danza fálica de creación y destrucción20.

Allí, los invitados van a participar de un ritual que dramatizará otra parodia del cristianismo: la comunión, como recreación y metáfora de lo que originalmente fuera un ritual canibalista de festivales primitivos. El brujo hará preparar en un enorme caldero un caldo de la Machi, su enemiga, a quien él ha hecho engordar con carne roja. Con toda solemnidad, ofrecerá una escudilla de ese caldo canibalista a cada invitado cuando llegue a la cumbre de la empinada pirámide. Los concurrentes, embriagados con varios tipos de alcoholes servidos por las guainas y alucinógenos fumigados desde un avión, van a intoxicarse hasta llegar a una total exaltación. Estarán listos, entonces, para violar todas las fronteras entre identidades, entre lo profano y lo sagrado. Ya identificados con el brujo, en su violencia, irracionalidad y perversión, entrarán en trance y se entregarán a un frenesí desbordante de horror y promiscuidad. Cuando los músicos tamboreen con todo furor y la fiesta y la pirámide estén en todo su esplendor, al brujo le dará un soponcio. Quedará rígido y se le caerá la máscara. Los invitados se verán reflejados en esa cara. Se trata de un punto de transición en el que se desatará una furia violenta y contagiosa entre todos, quienes, blandiendo garrotes, se golpearán y destrozarán las máscaras sustituyendo las de terracota por otras de coágulos de sangre y desfiguraciones21. Es el momento culminante del gran desenmascaramiento en que «queda también, agazapado, el anhelo de venganza» (144).

Con el Baile de la Luna Llena, Valenzuela ha recreado el ambiente extraordinario de un deslumbrante ritual afro-brasileño de múltiples y exacerbadas experiencias sensoriales, donde, siguiendo un ritmo mántrico casi hipnótico de tambores, los invitados entraron en un trance y participaron directamente de una experiencia dionisíaca progresiva de acceso y absorción de esencias mágicas. El brujo, como Eshú, en su multiplicidad, hizo proliferar sus duplicaciones mediante máscaras en cientos y cientos de personas. Su espíritu bajó y se incorporó a los participantes: poseyó el cuerdo de ellos quienes se transformaron, transmitieron y actualizaron el mensaje de su espíritu maléfico.

Asimismo, esta fiesta dramatiza una ceremonia religiosa híbrida, pantomima de la comunión cristiana y de un ritual afro-brasileño. A la vez, metaforiza un rito de pasaje de experiencias del universo consciente hacia la otredad del inconsciente, donde se facilita la verosimilitud de lo mágico irracional. Mientras tanto, se desata y re-edita en los invitados un horror reprimido, la grotesca representación de una macabra y violenta realidad contemporánea que manifiesta la potencialidad de individuos civilizados para, una vez contaminados de violencia, asumir la crueldad y destruir al prójimo.

Para el lector ajeno al siniestro contexto argentino de los setenta y los ochenta y a la notoria personalidad de López Rega, el límite entre realidad y ficción parecería claro. Sin embargo, Valenzuela ha comentado que existe un «incontrovertible realismo» en sus fantasías, agregando que la separación entre la llamada realidad histórica y la ficción es más tenue de lo que generalmente se cree al punto que muchas de las escenas de la novela son reales (Picón Garfield 25-26). Así se observa en los intentos de resurrección de Perón una vez muerto; el culto a la Muerta, Evita, que Valenzuela combinara con el culto necrofílico de la difunta Correa; la práctica de las religiones afro-brasileñas en sus aspectos maléficos y benéficos; las menciones al Proceso militar y la creación de la triple A, la Alianza Argentina Anticomunista, organización paramilitar terrorista de ultra-derecha con escuadrones de tortura y desaparición, responsables de miles y miles de muertes de intelectuales, estudiantes, ciudadanos y militares de izquierda22. La escritora logra entretejer la historia y la ficción con tal destreza que la Valenzuela/personaje llega a preguntarse autoreflexivamente: «... por qué se me enredan tanto la realidad y la ficción, o al menos la escritura, por qué no puedo mantenerlas separadas. Todo se me mezcla... » (159-160).

Cabalmente consciente de los mecanismos de construcción de realidad, tanto de la historia como de la ficción, Valenzuela presenta lo que, al decir de Linda Hutcheon, constituye una metaficción historiográfica (3-6). Apuntando simultáneamente hacia el acto de creación y hacia el contexto político contemporáneo, la escritora inserta personalidades y hechos históricos, a la vez que inscribe una intensa autoconsciencia crítica desde la primera página de la novela. Cola de lagartija se abre con una «Advertencia» cuyas voces, representando las fuerzas opositoras a la represión, declaran los objetivos de la autora, «entender algo de todo ese horror» que vivía la Argentina (7), pues, como aclarará más tarde, «[u]n novelista no está en este mundo para hacer el bien sino para intentar saber y transmitir lo sabido ¿o para inventar y transmitir lo intuido?» (144) Además, allí se indican explícitamente las estrategias literarias que se han de emplear: el humor negro, el grotesco, el sarcasmo y la mitificación, entretejidos con la sangre.

Las secreciones junto con el lenguaje, que constituye otro tipo de emanación, han tenido siempre «un valor primordial» en la escritura de Valenzuela (mi traducción, Garfield 25-26), La sangre, en Cola de lagartija, constituye una secreción que el brujo necesita que fluya pujante y desbordante para mantenerse en el poder. Es «importante que el líquido vital no deje de correr, para siempre alimentándome, alimentándome siempre a mí que soy el sol y con sangre resplandezco» (215). El brujo se encargará de plasmar «La Profecía» de don Bosco interpolada al principio de la novela con sus propias palabras en bastardillas:

Correrá un

(quién pudiera alcanzarlo)

Correrá un río de sangre

(seré yo quien abra las compuertas)

río de sangre

(fluir constante de mi permanencia en ésta)

de sangre

(¡Eso sí que me gusta!)

(sangre, rojo color de lo suntuoso, acompañándome siempre, siempre para ador(n)arme)


(9)                


Instigado por el brujo (249), el río de sangre recorrerá metafóricamente la novela, caudaloso con la tortura y muerte de ciudadanos, para, en el transcurso, irse debilitando. Al fin de la novela, ese río se materializará de otra manera en un chorro granate al estallar el brujo en la cima de la pirámide para quedar reducido a un delgado hilo que permitirá hacer realidad los veinte años de paz prometidos por la profecía: «y Vendrán Veinte Años de Paz» (9).

Asimismo, la «Advertencia,» anticipa la reedición de un antiguo enfrentamiento, que ya Cervantes presentara, el conflicto entre las armas y las letras. Erigido en agente de destrucción y muerte, el brujo aparece armado con sangre mientras cuenta su historia. La Valenzuela/personaje ha de responder al ejercicio de ese dominio con otra arma: la letra (7), dándole énfasis al poder de la palabra como convocadora y creadora de vida. Por otra parte, la narradora/personaje intentará darle al brujo la palabra para lograr entender algo (7). Sin embargo, procurará controlar las voces, la historia que narra el brujo, que es una autobiografía, mientras ella contará su propia versión de esa biografía rescatando el poder contestarlo de la escritura, que se convierte en arma23. La escritora/ personaje la esgrime para adueñarse de la historia del brujo, proyectarla con una significación diferente, y, simultáneamente, en el proceso, disolver las fronteras entre ficción y realidad, autobiografía y biografía, subjetividad y objetividad.

Transgrediendo esos límites, la voz de Valenzuela aparece en la novela y, en cada instancia, lo hace para comentar, enfrentar, transgredir y subvertir. En la primera parte, «EL UNO,» y en la tercera, «¿TRES?», se presenta como Rulitos, oscura figura militante de una conspiración opositora. En la segunda parte, «D*OS», la escritora se ficcionaliza y entra directamente a la narración, como personaje con su propio nombre y apellido, para «asumir la responsabilidad de la Historia» (139), iniciativa que ha de encontrar el acaparamiento del poder del discurso por parte del brujo.

En la parte «D*OS,» llega un momento en el que la Valenzuela/ personaje en tenebroso agonismo se sentirá impotente frente al brujo, pues cree que la historia de él se le está yendo de las manos. Comienza a desfallecer: «No, me temo que no tengo fuerzas para matarlo al brujo» (216), para confesar más tarde que está «requeteharta de no pertenecer a la historia y más requeteharta de que se [l]e haya escabullido de entre las manos el único personaje de esta historia que [l]e importa» (239). Decide entonces cambiar de táctica. Opta por «[d]etener el horror evitando nombrarlo», pues callando ahora cree poder enmudecerlo ya que, sin su biografía, el brujo no tendría vida (245-246).

Estas estrategias no dan resultado inmediato, ya que, pleno de perversa energía, el brujo logra apropiarse escatológica y violentamente del cuerpo político de la nación y de los ciudadanos inscribiendo sobre esos cuerpos terror con persecución, suplicio, desmembramiento corporal, desaparición y muerte. El brujo encarna un ansia y una sensualidad de poder descabellados con una locura mesiánica que encuentra satisfacción en la apropiación y consumo canibalista de esos cuerpos colonizados por el pillaje, pues «[d]ominar el mundo es la única voluptuosidad posible, el gran orgasmo cósmico» (289). Se regodea en producir la abyección, la degradación y el envilecimiento del ser, ya que, como indica Michel de Gerteau, «[l]a clasificación del sujeto bajo el signo del excremento es el punto por donde se implanta la institución del discurso» autoritario que se considera y quiere ser reconocido como «verdadero», para imponer un poder absoluto (Historia y psicoanálisis, 127).

Como vehículo de potentización, el brujo se atribuye a sí mismo poderes mágicos superiores y logra imponer el miedo individual y colectivo. Instituye la violencia y la tortura como instrumentos de aceptación de sus «verdades», de sometimiento y consolidación de dominio. De esta manera busca objetivar a sus víctimas y reducirlas a una «podredumbre»24 para lograr la aquiescencia total y para mantener y consolidar una imagen de omnipotencia. Sádico empedernido, el brujo deriva placeres sensuales «voyeuristas» de la tortura. En un momento, cuando empieza a echar de menos el honor y el suplicio, le propone al Garza: «¿Por qué no te traes una de las guainitas más jóvenes, la montás a los pies de mi cama y la agarrás a latigazos con la cola de lagartija que tanto te gusta?» (285)

Plena de una profunda consciencia ética manifestada con humor negro y sarcasmo, Valenzuela apunta, en Cola de lagartija, hacia «una realidad muy poco asible, con aspectos que la razón no logra captar» (81), la irracionalidad de la represión y el horror que culminara con la guerra sucia, así como también, de las prácticas desembozadas de magia negra del brujo. Desde su propia ficcionalización, la escritora/personaje asume como deber decodificar los mensajes que el brujo transmite a pesar suyo, así como interpretar y desarticular los símbolos del discurso inconsciente del gobierno.

Con estos objetivos en mente, en una dinámica de desconstrucción y reconstrucción, la Valenzuela/personaje va seleccionando, expropiando y apropiando diferentes elementos culturales empleados malignamente por el brujo. Los metaforiza en un registro diferente, su propia escritura y la magia blanca, y los dirige a fines opuestos de los perseguidos por el brujo25. Los emplea como contra-discurso26 en tácticas características de la resistencia de aquellos a quienes se les niega un espacio propio pero necesario para sobrevivir dentro de la red de represión y muerte del poder dominante.

Manejándose al nivel del símbolo, la Valenzuela/personaje contra-atacará por «el mismo flanco» de su enemigo, «similia similibus curantur», pues cree que por afinidad homeopática «los semejantes se curan con los semejantes» (143). La escritura se va revelando como acto de exorcismo destinado a alejar las influencias maléficas, a despojar de sus facultades mágicas al tortuoso brujo a la vez que a obliterar su nefasto poder.

Valenzuela combina los signos de las religiones afro-brasileñas y el cristianismo. Los inscribe como arma de doble filo, en su aspecto negativo, como vehículo potentizador del brujo y, en su aspecto positivo, como resistencia y contra-poder. Vale mencionar que, de acuerdo a Luisa Valenzuela y a una informante argentina, la arquitecta Gladys Trujillo, en la época de López Rega, los umbandistas estaban al tanto de las prácticas de magia negra y de la tecnología de terror del Ministro de Bienestar Social27. Por este motivo, para contrarrestar las fuerzas del mal, Umbanda se había organizado sistemáticamente concentrándose en las energías positivas de la magia blanca. Con «incontrovertible realismo», Valenzuela ficcionaliza este enfrentamiento. La escritora/personaje recurre Umbanda con las ceremonias de purificación y demás rituales benéficos de la magia blanca, a sus orixás, al altar de San Jorge, a los pretos velhos28, al Caboclo29 del Mar y al padre de santo que aceptara contra-atacar al brujo (147-150).

La cura de lo semejante por lo semejante, similia similibus curantur, constituye el meollo de las tácticas contra-discursivas de Cola de lagartija. Con una definida consciencia política, Valenzuela plantea una oposición dialéctica casi hegeliana, mientras imparte significado e interpreta las operaciones y el discurso del brujo destacando la contingencia de su proclamado dominio. En el proceso, revela una ambivalencia30 ya que, con el rechazo y la repulsión, parece filtrarse subrepticiamente una afinidad, una fascinación liminal subyacente de la Valenzuela/personaje con el brujo y sus ejercicios mágicos, fascinación que aflora entre líneas y autorreflexivamente en su propio discurso:

Reconozco que hay mínimos elementos que nos ¿acercan? Hay una afinidad de voz cuando lo narro, a veces podrían confundirse nuestras páginas. Yo trato de verlo como él se ve pero no tanto, trato de captarle el tono pero a veces él me lo trastorna, lo exaspera y lo hace sonar a invento.


(140)                


Lo cierto es que este contra-discurso se presenta entretejido con el del brujo en una relación de dependencia casi parasitaria31. Tal relación funciona en oposición al discurso dominante y lo descentra de suposición de poder. Sin embargo, no alcanza a eclipsar al brujo quien inevitablemente habita el contra-discurso.

Con la apropiación y reinscripción de la palabra hegemónica, se proyecta una doble visión con una versión distorsionada del poder dominante. Se trata de una mímica32 que, con gesto irónico y burlón, registra la incoherencia y los delirios mesiánicos del brujo. Al mismo tiempo, con efecto de resistencia, desequilibra su autoritarismo narcisista e inscribe una fractura en su identidad insertando en su discurso colonizador una fisura amenazante. La amenaza surge de la doble visión ya que revela, en la ambivalencia, la cara oculta de la autoridad represiva. La ambivalencia entre el discurso y el contra-discurso desequilibra las premisas monolíticas del poder dominante con lo cual destaca la naturaleza interactiva del encuentro colonial. Por otra parte, por la re-escritura, la «re-citación»33, el discurso colonizador parece ubicuo, mientras, el contra-discurso le va dando expresión a la agencia del subalterno sometido, a la vez que inscribe un principio de alteridad, un circuito de diversidad en el ámbito discursivo que enfrenta y subvierte el horror y la banalidad descabellada del brujo.

Atendiendo a referentes históricos34 relativamente recientes, Valenzuela inscribe, en Cola de lagartija, memorias y signos culturales diversos y crea un nuevo espacio híbrido potentizador desde donde mirar y escribir la historia, la cultura y la identidad colectiva. Simultáneamente, nos entrega un texto de resistencia simbólica que propone alternativas de re-elaboración cultural.

Como una bricoleuse, la escritora se ha apropiado de diversos discursos culturales para entregamos un texto híbrido en múltiples dimensiones: lingüisticas35, literarias, religiosas y sexuales. En el aspecto lingüístico, en el mismo texto, ya sean páginas, oraciones o palabras, convergen múltiples voces y consciencias sociales, dispares y contradictorias, que, en su heterogeneidad, revelan una pluralidad de mundos. Así se observa, por ejemplo, en el entretejimiento del discurso autoritario colonizador del brujo con el contra-discurso liberador de la escritora/personaje. En lo referente a lo literario, Valenzuela transgrede y diluye los límites genéricos, entre ficción e historia, autobiografía y biografía36. Los amalgama perfilando un mundo «incontrovertiblemente realista» donde pululan fantasías macabras y violentas, inéditas e inauditas en una de las naciones intelectualmente más desarrolladas de América. En cuanto a lo religioso, Valenzuela une lo sagrado y lo profano, lo lógico y lo mágico, combinando los signos y prácticas del catolicismo con los de las religiones afro-brasileñas, ya sincretizadas, y los del ocultismo, con sus ejercicios de magia negra y magia blanca. En el aspecto sexual, saturado de deseo, de penetraciones e impregnaciones, de perversidad obsesiva y sádica, el texto integra diferentes formas de sexualidad. Por una parte, el brujo aparece como ser andrógino y constituye una sátira de la unión, en cuerpo y mente, de la naturaleza masculina y femenina. Por otra parte, el Garza encarna la castración y la homosexualidad con alguna aspiración frustrada de bisexualidad, en tanto que Rulitos y otros personajes representan la heterosexualidad,

Asimismo, la hibridez cultural, constitutiva de la condición poscolonial, se manifiesta en esta novela por una estrategia expresiva palinódica de denegación oscilante37, es decir de un discurso que afirma por un lado, mientras que, por otro, ya sea por palabras, gestos o acciones, es simultáneamente negado. Potencia la liberación del pensamiento de las restricciones de lo reprimido, permitiendo que los saberes obliterados o negados penetren el discurso dominante y desacomoden la base de su autoridad. De esta manera, el poder hegemónico pierde su univocidad significacional y se abre al lenguaje del Otro.

Profundizando en el inconsciente cultural, Valenzuela inscribe la huella del Otro, esencia desconocida que, quemando por dentro, puja por aflorar. Logra trazar un regreso de lo reprimido del discurso oficial y descubrir los paradigmas de dominio del autoritarismo fascista. Simultáneamente, como táctica de camuflaje, articula una mímica burlona y farsesca del discurso dominante represivo, destinada a eludir y resistir las circunstancias y posiciones de sometimiento a las que el orden hegemónico busca reducir a su Otro para consolidar su poder.

Al tiempo que articula voces dialógicas de diversas matrices culturales, Valenzuela crea, en Cola de lagartija, un momento híbrido38, momento generador de contra-energía y propiciador de cambio político, pues funciona como antídoto urticante contra los paradigmas dominantes, el control y la sangrienta represión. Este momento híbrido proyecta nuevas percepciones y concepciones del mundo y, en su asimilación, revela la heterogeneidad de la identidad cultural argentina en un espacio de prácticas ocultas, tanto políticas como religiosas, en un ámbito simbólico obliterado de una sociedad polifónica, de una Argentina contemporánea que, bajo una pátina de europeísmo civilizado y homogéneo, comparte una condición poscolonial latinoamericana: la hibridez cultural.






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