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ArribaAbajoCapítulo XXXI.

En que se trata cómo llegó nueva a la ciudad de Guadalajara de que el adelantado D. Pedro de Alvarado había llegado al puerto de la Navidad con su armada, para ir a la China; y el gobernador y regimiento de Guadalajara le escribieron pidiéndole socorro.


En este tiempo el adelantado D. Pedro de Alvarado, conforme lo que había capitulado con S. M. en España, hizo una armada de navíos en el Realejo, puerto en tierra de Guatemala y Mar del Sur, en la cual llevaba como trescientos españoles, valientes soldados, e iba a descubrir tierras nuevas, como la China y Californias, que había dejado el marqués; y viniendo caminando por la mar quiso tomar agua y refresco en el puerto de la Navidad, y llegado a él tuvo nuevas por el capitán Juan Fernández de Hijar a cuyo cargo estaba la villa de la Purificación, cómo todo el reino estaba alzado y en puntos de perderse, y de la pérdida de gente de la ciudad de Guadalajara en el Mixton, por cartas que le habían venido por unos mensajeros que había enviado al gobernador Cristóbal de Oñate, y que era imposible socorrerse unos a otros en todo el reino, por ser pocos, y no tenían otro remedio que el de Dios y el de Su Señoría, que en tal tiempo le había enviado a aquella tierra; y que le pedía y suplicaba en nombre de Nuestro Señor y del Emperador D. Carlos acudiese al socorro. Esta nueva siendo oída por el adelantado D. Pedro de Alvarado, lastimóle mucho ver el trabajo en que estaban, y tuvo a buena suerte el llegar en tal ocasión para remediar tanto mal, porque se entendió se alzaría toda la Nueva España; y luego mandó desembarcar toda la gente, y habiéndola desembarcado, dijo a los capitanes y soldados del campo: «Señores, negocio es grave el que se nos ofrece; aquí se nos pide socorro porque toda la Galicia está alzada y se teme el alzamiento de toda la Nueva España»: y que si él con sus soldados no los socorría, no tenían de donde les pudiese ir socorro; que dónde se podían emplear mejor que en aquella ocasión, y que en estando asentada la tierra volverían a su jornada. A todos les pareció bien, y dijeron se hiciese lo que mandaba.

En esta ocasión ubicado el virey D. Antonio de Mendoza que el capitán y adelantado D. Pedro de Alvarado estaba con su armada en el puerto de la Navidad para ir a descubrir la isla de la Especería por la punta de Ballenas, que hoy llaman Californias, como había concertado con S. M. cuando estuvo en España, le envió a llamar para concertarse con él; el cual dejando su armada en el dicho puerto fue, y habiéndose concertado con el virey para ir a Cíbola por la parte del Mar del Sur, sin el respeto debido a Cortés a quien tanto debía, de que dio mucho que decir, cuando volvió de México para ir a ver su armada, yendo por la provincia de Michoacan, como tuvo relación del mucho aprieto en que los indios tenían el reino de la Galicia, y en particular a la ciudad de Guadalajara, porque había ido y vuelto con ese cuidado por la relación que le hizo el capitán Juan Fernández de Hijar, que lo era de la villa de la Purificación; y aunque entonces determinó salir luego con sus soldados para el socorro se lo impidió la carta que recibió del virey, se arrimó a la provincia de Ávalos con este cuidado, y habiendo llegado al pueblo de Zapotlan hizo alto con intento de pasar en él las aguas, que era por el mes de Agosto;118 y estando en este puesto tuvo aviso del capitán Cristóbal de Oñate, gobernador de la Galicia, y de los alcaldes, justicia y regimiento de la ciudad de Guadalajara en que le daban cuenta del aprieto en que estaban, por haber tenido nueva que estaba en Zapotlan, y para esto y para darle el parabién de su buena llegada, mandó llamar a Juan de Villareal, vecino de la ciudad y hombre plático, y le mandó se aprestase con sus armas y caballo y fuese al pueblo de Zapotlan adonde estaba D. Pedro de Alvarado, le diese unas cartas y besase las manos de su parte, disculpándole de no ir él en persona a hacerlo por estar tan ocupado en la guerra. Llegó a Zapotlan Villareal, donde halló al adelantado D. Pedro de Alvarado muy bien armado con su lanza en la mano y en un caballo muy hermoso: alzó la visera, y estribando en la lanza en el suelo, parado en los estribos, dijo: «Señor adelantado, V. S. tome estas cartas que son del capitán y gobernador Cristóbal de Oñate, y vienen escritas con sangre y lágrimas de afligidos y muertos: de parte suya y de la de S. M., y de Dios primeramente, requiero a V. S. dé socorro a aqueste reino y aquella ciudad, porque si V. S. no lo socorre con brevedad se perderá todo». A que respondió el adelantado, tomando las cartas: «Harélo yo, hidalgo, de mil amores, que a eso vengo; idos a descansar». Mandó luego le diesen recado para su persona y caballo, y tomó las cartas y leyéselas a todos, las cuales decían el aprieto en que estaban los vecinos de la ciudad de Guadalajara, y que pues era tan gran servidor de S. M., que en esta ocasión lo había de mostrar más, y que le suplicaban por amor de Dios con toda brevedad los fuese a socorrer con su persona y soldados, caballos y arcabuces, porque estaban cercados en partes que si no fuesen socorridos no se podrían defender de infinidad de indios guerreros que estaban en unas fuerzas y peñoles que se dice en el Mixton, los cuales habían muerto muchos españoles de los que tenían en su compañía, y temían no les acabasen de desbaratar, significando en la carta muchos trabajos y lástimas, y decían más, que de salir los indios victoriosos quedaría en gran riesgo la Nueva España.

Habiendo leído la carta el adelantado, dijo: «Negocio es grave; conviene se acuda a él con las veras que tal caso requiere»; y llamando a Villareal, «Tened estas cartas, caballero, y dádselas al señor gobernador, y decidle a Su Señoría que le beso las manos, que no tenga temor de cosa alguna, que yo voy a servirle y ayudarle con mi persona y armada, y que primero me faltará la vida que yo falte, y en especial en tal ocasión, y que esta causa es mía, y a eso he venido yo y todos estos señores soldados (a los cuales tenía allí con prevención, dejando cincuenta en guarda de la armada), y andad con Dios, que así se lo escribo ya, y yo seré allá tan presto como vos». Luego al punto nombró un capitán con cincuenta soldados para el puebla de Autlan, para que desde allí acudiesen al socorro, de la villa de la Purificación y diesen favor al capitán Juan Fernández de Hijar; en Zapotlan puso otro con otros cincuenta hombres para que acudiesen al socorro, si fuese menester, de los vecinos de Colima y provincia de Ávalos, que era vecina a la Galicia; fue luego a Etzatlan y puso otro capitán con otros veinticinco españoles, y en la laguna de Chapala, siete leguas del valle de Tonalá, puso otro capitán con otros veinticinco y habiendo puesto todas las fronteras, se quedó con solos cien soldados escogidos y los más de a caballo, ballesteros y arcabuceros, y al capitán Diego López de Zúñiga, que es a quien envió a Etzatlan, encomendó acudiese a la defensa de Tequila, por estar aquella gente de mala data; y dejando dispuesto lo necesario para cualquier acaecimiento, partió para la ciudad de Guadalajara que estaba a la otra banda del Río Grande en el puesto de Tlacotlan, y habiendo llegado al río le acudieron caciques de Tonalá y Tlajomulco.




ArribaAbajoCapítulo XXXII.

En el que se trata de lo que hizo el gobernador Oñate después que despachó a México a pedir socorro al virey D. Antonio de Mendoza, y a Zapotlan al adelantado D. Pedro de Alvarado.


Luego que el gobernador Cristóbal de Oñate despachó a pedir los socorros que quedan referidos, mandé llamar al capitán Miguel de Ibarra para que con ciertos soldados fuese a ver y a visitar el valle de Teocaltiche y Nochistlan y a todos aquellos pueblos, como encomendero que era de ellos, y hallólos todos alzados y despoblados, y tan soberbios que se admiró, y envió a decir a los caciques, que le diesen de comer; a que le respondieron que lo trajesen de Castillo de sus tierras, porque ellos no sembraban para unos perros barbudos, y que se volviesen a España porque aquella tierra era suya y de sus antepasados, y que si no quería irse sino comer, fuesen a Nochistlan, que allí se lo darían. El capitán Miguel de Ibarra les volvió a enviar a decir, que más quería que fuesen amigos, que comer; que se dejasen de guerra, porque él no les quería matar ni guerrear, sino tenerlos por hijos y hermanos, porque si quisiera acabarlos en su mano estaba, que aunque eran pocos bastaban para ellos; además

que en México tenían muchos españoles sus parientes, que si quisieran los enviarían a llamar y los acabarían; pero que tenía atención a que no eran cristianos, y su venida no era sino para que conociesen a Dios, y que fuesen sus amigos, y así se lo tenía mandado el emperador y rey de España, y que el no consumirlos era temiendo a Dios que los castigaría por ello; que les rogaba dejasen las armas.. A esta razón respondieron con grande risa: «Si tan valientes sois, cómo os fue en el Mixton con los de Xuchipila, que hicisteis como mujeres; dónde están esos vuestros parientes mexicanos, cómo no vienen a vengaros; dejaos de eso, idos, que presto iremos a vuestro pueblo y os acabaremos, y traeremos a vuestros hijos y mujeres, y nos amancebaremos con ellas; andad, gallinas, cobardes».

Vista esta respuesta por el capitán Ibarra, determinó dejarles, y al tiempo de partirse les dijo: «Quedaos, hijos, que algún día lo lloraréis»; y a la despedida dieron a los españoles una rociada de flechería, diciendo: «Tomad comida». Esto pasó en Teocaltiche, y habiendo salido de allí, fue el capitán Miguel de Ibarra al pueblo de Nochistlan, cuatro leguas de distancia, que era mejor gente, y en todos aquellos pueblos de alrededor no hallaron persona alguna, sino todo despoblado. Llegado al pueblo de Nochistlan, que entonces estaba poblado en el peñol, al tiempo que subió a lo alto para entrar en él, halló siete albarradas reforzadas de más de dos varas de ancho y un estado de alto, no teniendo antes sino una albarrada por cerco, que todo lo demás eran rocas tajadas e inexpugnables, y más de diez mil hombres de guerra muy emplumados a su usanza; entonces llamó a grandes voces a los caciques, que el uno se llamaba D. Francisco y era cascán de nación, y el otro se llamaba D. Diego y era zacateco; el D. Francisco llegó a hablar a Ibarra y le dijo: «Señor, ¿a qué vienes? ¿quieres que te maten estos a ti y a esos soldados, como hicieron los de Xuchipila? Yo muy llano estoy a servirte, y porque soy amigo de los españoles me ha querido matar mi gente y vasallos, y me tienen por sospechoso: quien anda en esto es D. Diego el cacique zacateco; creédmelo, y que si me muestro contrario a vosotros, es por cumplir con ellos, y que no me maten». Entonces dicho Ibarra les dijo: «Pues llamad a D. Diego, que quiero verle y hablarle»; y habiéndole llamado D. Francisco, le dijo Miguel de Ibarra: «D. Diego, ¿para qué andáis con estas revueltas? dejaos de ellas y vivid en paz, pues no os han hecho agravio los españoles para que tan enemigos os mostréis de ellos». El indio respondió: «Sois unos perros bellacos, y más lo es D. Francisco que me llamó; andad, idos, porque aquí os haremos pedazos»; y entonces dio voces a todo el pueblo, y salió con mucha gritería toda la gente disparando infinitas flechas. Visto por Miguel de Ibarra, se fue retirando a media rienda con los pocos soldados que llevaba, hasta que se vio libre de ellos, y se volvió a la villa y contó al gobernador lo que pasaba; y habiéndolo oído, le dijo el gobernador lo bien que había hecho en retirarse, que era menester más gente para castigarlos, y que presto habría remedio, porque Juan de Villareal había vuelto con nuevas que D. Pedro de Alvarado venía y que traía cien soldados, y que estaba entendido estaba ya en el valle de Tonalá, y le esperaba por horas; que Dios había de ser servido de remediarlos; que estuviesen apercibidos, así para los enemigos como para recibir al adelantado.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII.

En que se trata cómo el adelantado D. Pedro de Alvarado llegó a la ciudad de Guadalajara con sus soldados, y de algunas cosas que fueron sucediendo.


Ya queda visto el valeroso ánimo y buena voluntad con que el adelantado D. Pedro de Alvarado procuró acudir al socorro de los españoles del Nuevo Reino de la Galicia contra la conspiración general de los indios, por cuya prevención dejó presidiados los dichos, y cómo llegó al Río Grande, y allí le acudieron los indios caciques de Tonalá y Tlajomulco con gente de guerra para asistirle y pasar los soldados de su campo, por haberles conservado el padre Fr. Antonio de Segovia con sus pláticas en la amistad de los españoles y doctrina cristiana que les había enseñado, que fue harto bien del reino tenerlos siempre por amigos. Allí, pues, los caciques y señores de Tonalá le recibieron muy bien y dieron lo necesario: preguntóles el adelantado D. Pedro de Alvarado, si eran también ellos de los alzados, porque él venía a socorrer a los españoles y a vengarlos de las matanzas que habían hecho en ellos; a que respondieron que nunca ellos tal intento tuvieron, que los cascanes eran los alzados, que ellos siempre habían defendido a los españoles, y que por haberlo hecho así en lo del Mixton les habían muerto cantidad de gente con los españoles que allí murieron: a que les respondió el adelantado aconsejándoles estuviesen firmes en tener lealtad con los españoles, porque si no lo hacían así, él los castigaría muy bien; y ellos le prometieron guardar lealtad y socorrerles en todo en sus tierras siempre; y habiendo oído estas razones el adelantado se alegró mucho y les mandó dar algunos géneros de ropa de las de los españoles, con que quedaron muy amigos; y luego los pidió le diesen indios y gente para pasar el Río Grande y barranca para ir a la ciudad de Guadalajara que estaba de la otra parte, y ya había dado aviso al gobernador Cristóbal de Oñate de su llegada, desde el Río Grande donde se junta otro río que llaman Temacapulli, que viene desde Zacatecas; y habiendo sabido el gobernador Oñate de su venida, envió gente y españoles y al capitán Juan del Camino para que le fuesen a dar el parabién de su llegada y le viniesen sirviendo; y habiendo llegado Juan del Camino al río con todo el regalo posible, halló al adelantado pasándolo, que iba grande por ser tiempo de aguas, y así que paso, Juan del Camino le besó las manos de su parte y del gobernador, y le recibió el adelantado muy gustoso, y más cuando supo estaban vivos los de la ciudad, porque según se había dicho, entendió eran muertos todos, y así venía a la ligera con sus españoles socorrerlos y acudir A la necesidad presente, y que más gente dejaba en las fronteras de doscientos soldados, para si fuesen necesarios en algún tiempo, y que él daba palabra de no desamparar el reino hasta dejarle pacífico o perder la vida, pues le había guardado para aquella ocasión, y llevando otra derrota por la mar, sin pensarlo aportar donde se hallaban, y que él daba gracias a Dios por aquella aventura, pues le traía para remediar tanta necesidad, lo cual era mucha ganancia para él, así por el mérito que tendría ante Dios, como para S. M. el Emperador Carlos V, cuyo capitán era.

Luego que el adelantado pasó fue marchando a la ciudad, que estaba tres leguas de allí, y a media legua antes de llegar a ella encontró al capitán y gobernador Cristóbal de Oñate que le salia a recibir con los pocos españoles que en la ciudad había; y habiendo llegado el adelantado y gobernador se abrazaron y se saludaron como personas tales, y quedándose un poco atrás ambos, cada uno fue tratando de sus cosas, muy contentos de verse juntos en tal ocasión dos capitanes los más famosos que había habido en la Nueva España desde que la entró a ganar el marqués del Valle y habiendo llegado a la ciudad llevaron al adelantado D Pedro de Alvarado a las casas del capitán Juan del Camino que estaba casado con una señora deuda del adelantado, llamada Magdalena de Alvarado; allí fue hospedado y regalado de toda la villa, que con su entrada y gente se le había aliviado la pena de la ruina que esperaban, teniendo por cierto que con aquel socorro se allanaría todo; y habiendo descansado allí algún tiempo, el gobernador Cristóbal de Oñate se juntó con el adelantado y se trató de la guerra y de los sucesos pasados, y cuán encendidas iban las cosas del reino en guerras y rebeliones; y habiendo oído el adelantado las cosas pasadas y visto las presentes, y en cuán mala parte estaba fundada la ciudad, dijo; «Señor gobernador, a mí me parece no se dilate el castigo de estos traidores enemigos, que es vergüenza que cuatro indios gatillos hayan dado tanto tremido que alboroten dos reinos: con menos gente que con la que traigo hasta a sujetarlos, porque he arruinado muchas más máquinas de enemigos, y es mengua que para estos sea menester más socorro; no hay que esperar mas».

Había llegado a la ciudad a doce de Junio del año de mil quinientos cuarenta y uno, y como tenía probadas sus fuerzas con indios mexicanos, de Guatemala y otras provincias, parecióle mengua del valor español aguardarla fuerza del ejército del virey que se juntaba, a quien Cristóbal de Oñate había dado aviso, y así le pareció ganar para sí la gloria y triunfo sin aguardar socorro, sin podérselo estorbar los capitanes y vecinos de la ciudad de Guadalajara, ni personas graves que en su compañía traía, como eran D. Luis de Castilla y Juan Méndez de Sotomayor, antes les dijo: «Yo me determino salir de esta ciudad para el día de Sr. Santiago solo con mi gente, sin que vaya ningún vecino de la ciudad a la guerra, ni soldado de ella; quédense con el señor gobernador, que yo basto con ella para allanarlo todo, porque qué gente es esta para temerla; porque la causa de estar los indios tan victoriosos y atrevidos ha sido la causa el poco ánimo que han tenido los españoles en los encuentros». Dio pena al gobernador Cristóbal de Oñate el oír semejantes baldones al adelantado, y de ver cuán engañado estaba él y su gente en lo que decían, porque el más mínimo de los soldados y vecinos que la ciudad tenía era más valeroso que los que el adelantado traía, porque eran bisoños; y así el gobernador Oñate le dijo: «Señor adelantado, no hay que tratarse de eso; todos hacen el deber en su casa; V. S. no conoce la tierra, que es áspera, y vale más un indio de los de por acá, que mil de los que por allá se han conquistado; y en lo que toca a los soldados, los de acá son bonísimos; no quiero tratar de los que V. S. trae. Dice que con brevedad quiere allanar la tierra; pero para allanarla dese orden de lo que se ha de hacer, y vamos, que yo deseo harto la brevedad; pero repare V. S. en que son las aguas y la mayor fuerza de ellas, hay pantanos, y no sé lo que será; espere V. S. a S. Miguel, que entonces cesarán las aguas»; a que respondió el adelantado: que él había de ir, que así convenía para concluir aquella empresa, y luego embarcarse para su viaje, y que cuatro días bastaban para allanar la tierra; que todo era burlería. Hubo demandas y respuestas sobre el caso, y al fin salió determinado que el adelantado fuese con su gente, y no otro ninguno de la ciudad; y ya determinado a salir para ir al peñol de Nochistlan, le dijo el gobernador: «Señor adelantado, mucho me pesa dejar ir a V. S. solo: yo prometo a V. S. que se ha de ver en trabajos, porque es el tiempo lodoso, y los indios malos y soberbios; no suceda algún caso extraño. Espere socorro de México, y todos juntos en buen tiempo haremos la pacificación llana y sin riesgo».

Recogió tanta pena y enojo el adelantado, que no curó de razones, y respondió con decir: «Ya está la suerte echada, yo me encomiendo a Dios». Despidióse de todos y tomó su camino para el peñol y pueblo de Nochistlan, animando su gente y diciéndoles hiciesen su deber, que no les estaba bien llevar a los de la ciudad; y todos blasonaron que haría cada uno más que el Cid y Roldan; y después que se fueron, temeroso el gobernador Cristóbal de Oñate de la ruina en que habían de parar por el mal gobierno que vio, y conocerlo todo, mandó luego aderezar veinticinco hombres de a caballo y él con ellos, y dejando el recado que le pareció necesario en la ciudad, comenzó a caminar por lo alto de Xuchipila y las montañas de Nochistlan, y se fue a poner enfrente del peñol en lo alto, para desde allí avistar y ver lo que pasaba; y así llegado al puesto, que era en una mesa alta redonda donde la ciudad solía estar cuando se fundó la primera vez, porque desde allí se veía muy bien el combate del peñol, sin que fuesen sentidos de los del adelantado, llegó D. Pedro de Alvarado a reconocer la entrada en el pueblo y peñol de Nochistlan, y hallo la cerrada con siete albarradas muy fuertes, y queriéndola entrar salieron a defenderla más de diez mil indios y sus mujeres, y con flechas, dardos y piedras resistieron y pelearon con tanta fuerza y ferocidad, que al primer encuentro que tiraron quitaron la vida a veinte españoles, y al instante los hicieron pedazos y los echaron por el aire sus cuerpos, retirando algo a D. Pedro de Alvarado y a su gente, el cual volvió a acometer a las albarradas, y le mataron otros diez, sin que lo pudiese remediar; y viendo que porfiaba a entrarlos, fue tanta la gente que salió de tropel de los enemigos a campo abierto, que le fue fuerza retirarse porque el tiempo era lluvioso, la tierra empantanada y cenagosa y llena de cardones y magueyales, y no eran señores de los caballos porque se atascaban, ni aun los soldados de a pie podían andar por el gran lodo, y así le fue forzoso el irse retirando antes que le acabasen la gente, viendo los tiempos contrarios, y con mucho esfuerzo y valor fue sacando su campo; y viendo los enemigos que se salía para retirarse, salió casi la más gente de las albarradas a dar sobre él, y haciéndoles rostro se fue retirando de ellos, y le siguieron más de tres leguas, teniéndoles bien afligidos. Apeóse del caballo, y como valeroso capitán, a pie con los peones peleaba con su espada y rodela, haciéndoles rostro. Los de a caballo harto hacían en buscar tierra enjuta por no se atollar, y por no poder caminar por lo pedregoso y cenagoso, y aquí le mataron un español llamado Juan de Cárdenas y al caballo en que iba, y en pudiendo hacían sus arremetidas; y yendo peleando los enemigos con el adelantado y su gente, los embarrancaron y dieron con ellos en una quebrada entre el pueblo de Yabualica y Acatic; y ya que el combate iba cesando y los enemigos se volvían, el adelantado mandó a sus soldados de a pie y a caballo marcharan sin fatiga, porque ya los enemigos se sonaban y retiraban para sua peñoles.

Iba el adelantado a pie con ellos en retaguardia, y uno de los de a caballo que se llamaba Baltasar de Montoya, natural de Sevilla, y era escribano de D. Pedro de Alvarado, que después murió de ciento y cinco años, llevaba el caballo cansado, y subiendo una cuesta le dio con las espuelas, haciendo fuerza para adelantarse, en tanta manera que le hacía perder pie; el adelantado le dijo: «Sosegaos, Montoya, que los indios nos han dejado»; pero como el miedo es gigante y le había ocupado, no atendió a las razones que le dijo, sino a huir; y como iba hablando con él el capitán, diciéndole que se reportase, que por qué se daba prisa a picar y huir, se le fueron al caballo los pies, y fue rodando el caballo, y de un encuentro se llevó por delante al adelantado, siendo tal el golpe que le dio en los pechos, que se los hizo pedazos, y le llevó rodando por le cuesta abajo hasta un arroyuelo, adonde estando caído acudió toda la gente al reparo y le hallaron sin sentido; y procurando alzarlo, diéronle agua con que volvió en sí, y echaba sangre por la boca a borbosadas, y dijo: «Esto merece quien trae consigo tales hombres como Montoya». Era tan grande el dolor que le afligía, que apenas podía hablar; y preguntándole D. Luis de Castilla qué le dolía, respondió: «El alma: llévenme a do confiese y la cure con la resina de la penitencia, y la lave con la Sangre preciosa de nuestro Redentor». Causaba mucha lástima a todos, y luego aderezaron un pavés y le llevaron al pueblo de Atenguillo, que era cuatro leguas de adonde le sucedió el caso, que fue a veinticuatro de Junio del año de mil quinientos cuarenta y uno, día del glorioso precursor S. Juan Bautista, donde llegaron a dormir, para ir otro día a Guadalajara; y en el tiempo que esto pasaba, viendo el gobernador Cristóbal de Oñate que a tales lances había llegado el adelantado y su gente, y que lo llevaban de corrida, salió tomando lo alto para salir al encuentro a su defensa; y cuando salió al pueblo de Yahualica alcanzó algunos soldados a pie, y les preguntó ¿adónde quedaba el adelantado? los cuales le dijeron lo que había pasado en el combate, y que le habían muerto treinta soldados, y la desgracia sucedida, y como había pasado adelante e iba mortal; y entonces el gobernador sintió mucho el suceso, se dio prisa a caminar con los suyos, y a la oración llegó al pueblo de Atenguillo; halló los soldados que le habían quedado, y al adelantado muy fatigado, y todos bien afligidos del caso; y habiéndose visto entrambos se enternecieron, y el gobernador Oñate le dijo: «Señor adelantado, al alma me llega que V. S. se haya puesto en tanto riesgo y en tal extremo de perder la vida, pues como hombre tan experimentado en la guerra dije a V. S. no fuese a este castigo, por ser el tiempo contrario y favorable a los enemigos, y es muy diferente gente esta de la que V. S. ha conquistado»; a que respondió el adelantado: «Ya es hecho: ¿qué remedio hay? curar el alma es lo que conviene»; y muy enternecido dijo: «Quien no cree a buena madre crea a mala madrastra. Yo tuve la culpa en no tomar consejo de quien conocía la gente y tierra, y mi desventura fue traer un soldado tan cobarde y vil como Montoya, con quien me he visto en muchos peligros por salvarle, hasta que con su caballo y poco ánimo me ha muerto. Sea Dios loado; yo me siento muy fatigado y mortal; conviene que con la brevedad posible me lleven a la ciudad para ordenar mi alma». Preguntábale el gobernador que qué sentía, dónde fue el golpe, y que qué le dolía; y echando sangre por la boca decía: «Aquí y el alma»; con tantas ansias que quebraba el corazón a todos de ver un caso tan sin pensar. Luego el gobernador Oñate mandó meterlo en su pavés y llevarlo a la ciudad, que distaba de allí cuatro leguas llanas: y él se adelantó por la posta, y dijo al Br. D. Bartolomé de Estrada, que era cura y vicario de la ciudad, saliese a encontrar al adelantado y lo confesase, porque venía muy al cabo; y luego el Br. Estrada salió con seis de a caballo, y a una legua que anduvo encontró con el adelantado que venía con grandes ansias de muerte, y habiendo llegado le dijo: «V. S. sea muy bien venido, que me pesa de verle en tal extremo»; y entonces el adelantado le dijo: «Señor, sea bien llegado para remedio de una alma tan pecadora; ya no se perderá con el favor de la divina misericordia»; y sin más razones mandó parar el pavés, y debajo de unos pinos se confesó muy devotamente, con muchos gemidos y sollozos y con muestras de un verdadero arrepentimiento; y acabada la confesión mandó marchar a la ciudad, y rogó al Br. Estrada no se quitase de su lado, y de cuando en cuando volvía al examen de su conciencia y se reconciliaba con grandísimo sentimiento y lágrimas.

A la entrada de la ciudad salió toda la gente de a caballo y las mujeres a pie a recibirle con harto llanto y sentimiento; y llegado el adelantado les abrazó y a su sobrina Magdalena de Alvarado, diciéndole se reportase, que todavía era vivo, que sería Dios servido no fuese nada, y que estando entre señores de tanta suerte quizá fuese curado, y que aquello que llevaba eran trances de guerra en servicio de Dios y su rey, que se consolasen mucho pues habían de tener las cosas fin, que Dios remediaría su mal, y que él estaba muy conforme con la voluntad de Dios en quien esperaba su remedio en el discurso de su vida; y así le llevaron a aposentar y curar en casa de Juan del Camino, como a casa de sus deudos; y habiendo descansado un poco, dijo que quería ordenar su alma, y así la ordenó haciendo su testamento cerrado ante Diego Hurtado de Mendoza, escribano público; y habiendo recibido los santos sacramentos con gran ternura y devoción, ordeno a sus capitanes y soldados que si Dios le llevase volviesen su armada a Guatemala y la entregasen a su mujer Doña Beatriz de la Cueva, y despachó mandamiento a los capitanes de las fronteras de Zapotlan, Autlan, Etzatlan y Chapala para que asistiesen en ellas, y no las desamparasen, hasta que el señor virey D. Antonio de Mendoza otra cosa mandase, el cual estaba haciendo levas para la pacificación de los indios alzados, y que acabada de pacificar la tierra se fuesen, y que así se lo rogaba y suplicaba; y todos dijeron que harían lo que se les mandaba.

Ordenó que su cuerpo se depositase en la iglesia de la ciudad de Guadalajara, y de allí se trasladase al convento de Tiripitío, en Michoacan, del orden de S. Agustín. El testamento lo otorgó a cuatro de Julio, y ordenó que de Tiripitío lo llevasen al convento de Sto. Domingo de México; y para los gastos de llevarle y decir las misas y novenarios y hacer las honras y exequias, se vendiese en almoneda o fuera de ella la parte que fuere necesaria de los bienes que tenía en Guadalajara o en México; hizo otras cláusulas y añadió que por cuanto estaba fatigado se remitía a D. Francisco Marroquin, obispo de Guatemala, con quien tenía comunicadas muchas cosas, para que acudiese al descargo de su conciencia, dejándolo por albacea y a Juan de Alvarado, vecino de la ciudad de México, que después fue fraile agustino y vivió santamente, y ha obrado Dios por él milagros en el convento de México. Fueron testigos de hacer el testamento D. Luis de Castilla, Hernán Florez, Francisco de Cuellar, Alonso Lujan, Juan Méndez y Sotomayor; y demás del escribano principal, que fue Diego Hurtado de Mendoza, lo autorizó el escribano Baltasar de Montoya. Todo esto se hizo dentro de tres días que llegó a la ciudad, y siempre fue empeorando: el gobernador le visitaba todos los días, y estándolo visitando un día le dijo el adelantado: «Señor gobernador, yo me voy acabando: sea Dios bendito: ya V. S. ve como he cumplido mi promesa y palabra de que primero me faltaría la vida, que yo desamparase este reino; ahora es tiempo, no me dejen un punto, que ya se abrevia mi partida». Comenzaron todos a consolarle, y el sacerdote a su lado, tomó un Santo Cristo en la mano, diciendo: «Señor, la palabra os cumplí de defender vuestra causa y morir en ella: pídoos, Padre. de misericordia, que cumpliendo la vuestra de perdonar al pecador al punto que se convirtiere a vos de todo corazón, me perdonéis; yo, mediante vuestra piedad, he hecho lo posible que a mi parte toca»; y habiendo dicho el Credo, diciendo, «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu», él mismo teniendo el Santo Cristo en la mano, llevó su boca a los santos pies, y espiró a cuatro de Julio del dicho año: y a tres de Julio, que fue un día antes de morir, llovió sangre en Toluca. En vida y en muerte fue valeroso este insigne capitán, y su muerte fue tan llorada de toda la ciudad, que entre todos los españoles, niños, mujeres e indios naboríes no había sino lágrimas, y con mucha razón, pues por venir a socorrerlos murió. Fue enterrado honrosamente en una capilla de Nuestra Señora, en la ciudad, a mano izquierda, como entraban en ella, debajo del púlpito; después llevaron sus huesos a Tiripitío, y de allí lo trasladaron a Sto. Domingo de México, y después a Guatemala, adonde se le hicieron solemnes exequias. Esta es la verdad de todo lo sucedido en la muerte de este heroico capitán. Erró la Pontifical, el P. Torquemada y Fr. Antonio de Remesal en escribir el suceso, diciendo haber acaecido en Etzatlan o en el cerro de Mochitiltic, entre la ciudad de Guadalajara y ciudad de Compostela, y que está enterrado en el pueblo de Etzatlan; y mucho más erró Bernal Díaz del Castillo, diciendo que el caso sucedió en unos peñoles que se dicen Cochitlan, cerca de la villa de la Purificación, de que no hay memoria en toda la tierra, y que allí le enterraron.

Después el virey D. Antonio de Mendoza despacho por capitán de la armada a Rui LÓPEZ DE VILLALOBOS, caballero que vino en su compañía; y en esta jornada fueron trescientos cincuenta españoles y cuatro religiosos de S. Agustín; y con la muerte del adelantado quedó la ciudad de Guadalajara con treinta soldados no más, porque los de D. Pedro de Alvarado se fueron a Zapotlan; y estando bien afligidos los vecinos por ver la fuerza del enemigo, llegó a fin de Julio el capitán Diego Vázquez de Buendía que había ido a México por socorro, y el virey envió cincuenta hombres de a caballo, y por su capitán a Juan de Muncibay; y así que murió D. Pedro de Alvarado, viendo el gobernador Cristóbal de Oñate el mal estado en que estaban las cosas de la guerra, porque de la gente que trajo el adelantado habían muerto los treinta, y él con ellos, y que los setenta que quedaban querían irse, y no quedaban en la ciudad sino veinticinco de a caballo y de a pie, mandó a los setenta que si se habían de ir se declarasen, y si no que se quedasen debajo de su mando y gobierno, porque él con los vecinos que tenía en la ciudad le bastaban: hasta que el virey mandase socorro con Diego Vázquez, que no se le daba nada por ser muy bisoños en la guerra; y así que el gobernador mandó esto, se fueron casi todos los más a las fronteras, que no quedaron sino muy pocos, pero esos buenos soldados, los cuales fueron Antonio de Aguiar, Diego Delgadillo, Juan de Bellosillo, Juan Cantoral, Francisco de Batidor y Cristóbal de Estrada, Alonso de la Vera, Juan de Virrierza y su hijo Tomás de Virrierza, Pedro Rodríguez, Pedro de Céspedes; y estos quedaron por tener hermanos y deudos en la ciudad, y ser de una tierra; con los cuales y con los vecinos de la villa había treinta y cinco soldados; y viendo el gobernador las cosas como habían sucedido, envió un correo al virey a darle aviso de la muerte del adelantado Alvarado, y de la rota de su campo, y como en la mayor necesidad lo habían dejado los soldados del adelantado e ídose a las fronteras, y que tenía entendido que los capitanes de ellas las habían de desamparar e irse, y que suplicaba a Su Señoría les detuviese, porque si se fuesen sería la total destrucción de la Nueva España, porque los enemigos estaban muy triunfantes, y que si entendiesen que los capitanes se iban de las fronteras, cobrarían más ánimo y se alzarían los que no lo habían hecho, y que de continuo esperaban los indios en la ciudad, y se velaba.

Y habiendo dado aviso al virey, tres días después entró Diego Vázquez con el socorro que fue a pedir, por fin de Julio del año de mil quinientos cuarenta y uno, con cincuenta hombres de a caballo, y por capitán de ellos Juan de Muncibay y un hidalgo, y con su llegada se alivió la pena que causó la ida de los de Alvarado: recibiólos el gobernador muy bien, hízolos hospedar con los vecinos de la villa, y el virey le escribió el socorro que le enviaba, y que si fuese menester más y su persona, lo enviaría y vendría, y que viviese con mucha vigilancia y buen orden en todo y no se descuidase un punto, y otros avisos que en semejantes casos se requieren. Llegó la triste nueva de la muerte de Pedro de Alvarado al virey, y sintiéndola grandemente, avisó a Guatemala; y como los enemigos estaban tan prósperos y soberbios con las victorias que habían tenido, y se iba lodo lo que estaba de paz cada día levantando, temiéndose que con la muerte de Alvarado, y viendo que faltaba un capitán a quien tanto temían los indios, que temblaban de oír su nombre en toda la Nueva España, porque le tenían por hombre inmortal, y que los indios de México con la nueva que tenían de que había muerto el Sol, que así llamaban a D. Pedro de Alvarado, por las grandes victorias que de ellos alcanzó, tuvieron algunas alteraciones e hicieron algunas demostraciones de guerra, alegando que pues el capitán más valeroso que tenían los castillas era muerto por los toches y cascanes, villanaje de los mexicanos, a quienes su dios cuando los guiaba para darles las tierras que les tenía prometidas en el puesto donde poblaron la ciudad de Tenochtitlan, que ahora es México, segregó de los pulidos mexicanos, y los pobló en los valles de Tlaltenango, Xuchipila y Nochistlan, Teocaltiche y Teul con todas sus jurisdicciones y comarcas, que ellos que eran más valientes guerreros y más diestros, debían consumir los españoles y echarlos a España; y vistas por el virey tantas alteraciones, procuró con diligencia y maña sosegar estos rumores, y habiéndolos quietado determiné salir en persona de la ciudad de México a cortar la raíz del mal que padecían los cercados y del daño y ruina que amenazaban, para lo cual tocó cajas y alistó quinientos españoles de a pié y de a caballo, en que iban la flor y nobleza de la Nueva España, queriendo ir con él casi toda la ciudad a esta jornada. Asimismo sacó diez mil indios amigos mexicanos, y estando en esto envió correos a todas las fronteras adonde D. Pedro de Alvarado había puesto presidios y capitanes, mondándoles no hiciesen mudanza hasta que él otra cosa ordenase, y que la armada en el puerto se estuviese y no saliese de allí, y así lo hicieron.

Viendo el capitán Oñate que tenía ochenta y cinco hombres con los que trajo el capitán Muncibay, y que tenía número bastante para defenderse de los enemigos, si viniesen, que ya tenía noticia seria para todo Setiembre, y que toda la tierra se concertaba para ir sobre la ciudad, y que los que trataban más de esto eran los del río y valle de Xuchipila hasta Xalpa, y los del valle de Tlaltenango de cabo a cabo, y el valle de Nochistlan, y la nación tequex de Mitie, Acatic, valle de Tlacotlan y barrancas, y que todos confederados trataron, para que no se les fuesen los españoles, con los caciques de Matatlan tomasen la mano y procurasen que se alzase el pueblo de Atemaxac y el de Tonalá y el de Ixcatlan, que está en el paso del río, para que los españoles no se les pasasen hacia Compostela, y que el cacique de Matatlan, guardando el orden que le dieron, fue al pueblo de Tonalá y les dijo que se alzasen, porque de esa suerte acometerían los cascanes a la ciudad, y yéndose a favorecer de ellos los españoles, allí los acabarían y quedarían libres y señores; y que los de Tonalá habiendo oído estas razones, dijeron no querían ser en ello, porque los españoles eran sus amigos; y que no les cuadrando cosa de la respuesta fueron los embajadores al pueblo de Atemaxac y trataron el caso con un cacique que se llamaba D. Juan de Saavedra, el cual lo recibió bien, y dijo se haría como lo ordenaban; de allí fueron al pueblo de Tequisitlan y Copala, y habiendo tratado el caso con ellos, vinieron en lo que decían; pero viendo que estos no eran bastantes para coger a los españoles en el río, y que esto consistía más en los indios de Ixcatlan, fueron y trataron el negocio con el cacique, y luego vino en ello; y sabido lo que pasaba por otro indio que se llamaba D. Francisco Ganguillas, por ser muy tartamudo y ganguear un poco cuando hablaba, se fue al cacique y le dijo, que qué era lo que había hecho en dar su palabra de alzarse contra los españoles, que él y los demás del pueblo no querían ser en tal conspiración, que mejor era prendiesen a los de Matatlan y los llevasen al gobernador Oñate que estaba en la ciudad, tres leguas del pueblo; y el cacique se enojó de ello y dijo que no se tratase cosa alguna; y después D. Francisco Ganguillas emborrachó a los mensajeros de Matatlan, y los prendió y maniató, que eran treinta, y con cien indios de guarda los llevaron presos a la ciudad; y a la entrada viendo los españoles escuadrón de indios y armados, entendiendo que los enemigos venían, algunos de a caballo salieron a ellos llevando por caudillo a Francisco Delgadillo, y conocieron ser los indios de Ixcatlan, y Francisco Delgadillo preguntó al indio: «¿Qué es esto, D. Francisco?» «Señor, aquí traemos presos a estos indios de Matatlan porque nos venían a insistir nos alzásemos y tomásemos el paso del río para mataros allí, y porque nosotros no lo hemos de hacer los traemos aquí: treinta son, sabed la verdad y haced justicia». Llevaron los treinta indios al gobernador, el cual hizo todas las diligencias posibles por averiguar la causa, y ellos confesaron ser así, y dijeron en sus confesiones el día que habían de ir a la ciudad los enemigos, y como el cacique de Atemaxac, Saavedra, y de Copala y Ixcatlan y Tequisitlan eran en ello; y mandó ahorcar y hacer cuartos a los treinta, y esta justicia se hizo a los seis de Setiembre del año de mil quinientos cuarenta y uno; y luego envió a Atemaxac y a los demás pueblos por los culpados, y habiéndoselos traído, luego confesaron su delito y traición, y mandó hacer justicia de los caciques, con que se supo el cuándo los enemigos habían de dar en la ciudad, y como venía toda la tierra a quemar a los españoles; lo cual entendido por el gobernador, a todos los vecinos, alcaldes y regidores citó a cabildo abierto, y estando juntos les dijo: «Señores: para lo que he llamado a Vds. es para que tratemos de nuestra defensa y remedio; ya Vds. han visto los rebatos, batallas y victorias que han tenido los indios nuestros enemigos con nosotros, y que están muy alzados y soberbios, por estar acostumbrados a conseguillas; tengo para mí que vendrán a esta ciudad contra nosotros en todo el mes de Setiembre, porque así me lo han dicho, o para el principio de Octubre, y que el no haber venido antes ha sido por las aguas; paréceme que estamos ya en el mes, y que será bien que todos se aperciban para que esta villa no se destruya y perezcan mujeres y niños sin poderlo remediar, y todos nosotros; que aunque algunos escapemos, sería gran mal para toda la Nueva España; no sé que otro medio se haga, pues somos tan pocos para tanta multitud de gentes enemigas, si no nos fortalecemos muy bien hasta que venga el señor virey, de manera que nos sustentemos si nos cercaren, pues su venida sé cierto será breve, y cuando nos cerquen no será el cerco tan largo que nos ha de faltar socorro, porque lo tendremos con más brevedad de lo que pensamos, ayudándonos los que estamos, y hagamos de nuestra parte lo que conviene, hasta que Dios provea de su misericordia; y irnos a Tonalá no lo tengo por acertado, porque tan grandes perros son unos como los otros, y estando entre nuestros enemigos no tenemos de quien fiarnos sino de nuestro Padre Dios; y pues en esta ciudad hay muy buenas casas, escójase la mejor o la que fuere menester, y hágase una casa fuerte con sus troneras, y con la artillería que hay se defiendan las cuatro calles, que con que se pongan los cuatro tiros de artillería en las troneras cada dos, se defenderá la casa fuerte hasta que el virey venga»; y luego mandó que se hiciese, y luego cogieron las casas del capitán Juan del Camino, con otras que eran de Juan de Castañeda, y otras del capitán Diego Vázquez, y las incorporaron y hicieron una cuadra a un lado de la plaza, y hicieron un gran patio adentro y alzaron las paredes de adobe fuerte tres tapias en alto, y por de dentro pusieron sus barbacanas de madera para desde allí pelear los soldados 6 indios amigos naboríes que tenían, con sus palizadas de vigas fuertes; y a las dos esquinas de la casa fuerte hicieron dos torres con sus troneras, que cada una guardaba dos calles y cogían toda la casa, con que se vino a hacer un fuerte al parecer bastante prevenido: hecho esto se recogió la pólvora que había, que sería hasta dos barriles no más, y mandó Oñate se pusiese en las troneras, y mandó aderezar la artillería y ponerla do había de estar, y que el Br. Bartolomé de Estrada, que estaba allí por vicario, y Alonso Martín, cura, tomasen a su cargo el encomendarlos a Dios con muchas veras, y hacer procesiones y plegarias en la iglesia para que Nuestro Señor los librase de tan gran furia de enemigos como venían a consumirlos y acabarlos, para lo cual se confesaron y comulgaron todos con muchas lágrimas y devoción, y cada día hacían procesiones en la iglesia, pidiendo y suplicando a Nuestro Señor y a su Madre bendita les librase de la ruina que esperaban, porque cada día tenían nuevas que venían los enemigos.

Es muy de ponderar cuáles estarían los pobres españoles y mujeres, sin socorro sino el de Dios y aquellos pocos que allí estaban para tantos enemigos como esperaban y que venían a destruirlos; pero como tan prevenido el gobernador Cristóbal de Oñate, mandó que de noche y de día hubiese guarda de soldados y gente de a caballo, así en la villa como por los caminos, para ver si los enemigos venían. Hechas estas prevenciones de buen capitán y valeroso, que cierto lo era y muy cabal en todo, y esto le valió como adelante se dirá, los indios que tenían de servicio para ir por leña para guisar de comer y yerba para los caballos, dijeron que los indios del pueblo de Tlacotlan, que era de tres mil, se lo impedían, y los amenazaban que si llevaban leña y yerba a los españoles los habían de matar. Estaba este pueblo una legua de la ciudad, y confiaban en él los españoles en la rota que esperaban, en el cual se hacia un gran mercado, y de ordinario los soldados iban a él a pie y a caballo para comprar en él lo que habían menester; pero sabido por el gobernador mandó que de ahí adelante fuesen armados y con recato, y viesen lo que pasaba; y habiendo ido los soldados al pueblo y mercado, no hallaron persona en él, antes lo vieron despoblado, y andando por el pueblo encontraron con un indio de los naboríes que les dijo: «Señores soldados, ¿qué buscáis? mirad que no hallaréis a nadie porque todo este pueblo se ha alzado y se ha huido la gente, y a mí me prendieron porque cogía yerba para llevar a la ciudad, y queriéndome matar mandó un cacique no me mataran y me dejasen ir, pues presto yo y mis compañeros y los españoles a quien servíamos lo pagarían todo por junto». Los soldados llevaron al indio a la ciudad porque no lo matasen, y dieron noticia al gobernador de lo que en Tlacotlan pasaba; y habiéndolo sabido y la mala señal que era haberse alzado el pueblo de Tlacotlan, dijo a los vecinos de la ciudad: «Señores, muy mala señal es esta; Tlacotlan alzado siendo nuestros amigos y en quien confiábamos, presto tendremos las manos en la masa; no haya descuido y estemos con más recato, que estas son vísperas de nuestro bien o mal».

De esta plática resultó doblada pena y tan grande llanto en las mujeres y niños, que era lástima, y el gobernador no sosegando, mandó poner mucha guarda, y llegó a tanto el temor, que las mujeres sin ser menester velaban rezando y suplicando a Dios les sacase del lance en que estaban, que visto era quebrar el corazón. Habiendo puesto el gobernador todas las cosas en orden con grande apercibimiento, hizo alarde de su gente y armas, y allí les hizo una plática a todos para que estuviesen advertidos en lo que convenía hacer en tal ocasión, y mandó que los indios que iban por leña fuese gente de a pie y de a caballo haciéndoles escolta, y por caudillo de ellos señaló a Pedro de Placencia; y víspera de Señor S. Miguel del año de cuarenta y uno, habiendo salido Pedro de Placencia con la gente a coger leña y yerba, para hacer su guarda se puso en lo alto con los españoles, y vieron y divisaron que los montes, valles y campos venían cubiertos de indios enemigos a cogerles la entrada y salida de la ciudad, y a meterse y ganarla, porque no tenía más que una entrada, que todo lo demás es pena tajado sobre el Río Grande; y visto por Pedro de Placencia y su gente, se retiraron afuera llevando a los indios amigos que habían ido por leña y yerba. Venían por detrás los enemigos sin hacer ruido por no ser sentidos, cuando bajó Placencia por otro lado hacia la ciudad y vio más multitud de gente y más sinnúmero de la que había visto, que venía de hacia Xuchipila llamándose para meterse en la ciudad, que estaban de ella media legua, y a cuarto de legua Pedro de Placencia, que llegó con toda la gente a la ciudad a todo correr a las nueve de la mañana, para decir al gobernador cómo venían tantos indios sobre la ciudad, que era grima.

Cuando Placencia llegó diciendo «arma, arma, señor capitán», halló que toda la gente estaba en misa; entró a caballo a dar la nueva, y como oyeron apellidar «arma, arma» las mujeres y niños comenzaron a llorar y a desmayarse algunas; mandóles el gobernador callar, y no queriéndolo hacer, se levantó la mujer de Juan Sánchez de Olea, que fue de grande ánimo y esfuerzo y se llamaba Beatriz Hernández, y dijo al gobernador: «Señor, haga V. S. su oficio de gran capitán: acábese la misa, que yo quiero capitanear a estas señoras mujeres». El capitán acudió a que acabasen la misa, y luego sacaron al Santísimo Sacramento y le consumió el Br. D. Bartolomé de Estrada, y sacaron algunas imágenes y dejaron otras en los altares, y luego el gobernador mandó tocar a recoger, y se juntó toda la gente, y la Beatriz Hernández sacó a todas las mujeres de la iglesia, que estaban desmayadas, diciendo: «Ahora no es tiempo de desmayos», y las llevó a la casa fuerte y las encerró. Traía esta señora un gorguz o lanza en la mano, y andaba vestida con unas coracinas ayudando a recoger toda la gente, y animándoles y diciéndoles que fuesen hombres, que entonces verían quien era cada uno, y luego se encerró con todas las mujeres y las capitaneó, y tomó a su cargo la guarda de la puerta, puestas sus coracinas con su gorguz y un terciado colgado en la cinta.

El gobernador subió en su caballo para recoger toda la gente que estaba fuera de la casa fuerte, así soldados como indios e indias de servicio y niños, y los encerró y él con ellos con todas sus armas y caballos. Hecho esto, habiendo quedado todas las demás casas de la ciudad cerradas, el gobernador puso en dos puertas que había principales en el fuerte, en cada una diez hombres con su capitán y caudillo, y les mandó que so pena de la vida y traidor al rey, no dejasen entrar ni salir a nadie sin su licencia y mandato, y señaló la gente de a pie por las estancias del fuerte para su guarda; asimismo señaló artillero para el reparo de las troneras, y treinta hombres de a caballo, todos a punto y armados, y por capitán de ellos a Juan de Muncibay. Hizo lista de la gente que había, y hallaron cien españoles de a pie y de a caballo, y algunos tan bisoños y afligidos, que de oír el murmullo de la gente no sabían qué hacerse, por no haberse hallado en otra; y tan apercibidos estuvieron todos, que dentro de una hora se pusieron en orden y punto de guerra para defenderse, esperando el suceso con mucho concierto; y como a las diez u once del día se mostraron los enemigos alrededor de la ciudad, muy galanes con plumería y arcos, macanas, rodelas y lanzas arrojadizas, armados de todas armas; y era tanta la multitud de ellos, que media legua alrededor de la ciudad por cada parte la tenían rodeada y cercada, que no se veían sino indios enemigos, embijados y desnudos, que parecíanse al diablo, de quien traían la guisa y forma, tanto que ponían espanto; y llegados entró un escuadrón de doscientos indios de guerra en la ciudad, todos mancebos dispuestos ,a reconocer, que no osaban a entrar de golpe, temiendo no les viniese algún daño de las casas; reconocieron, pues, toda la casería de la ciudad con tanta brevedad, por ser las casas de cuenta tan pocas, que se volvieron a juntar con la otra gente que estaba alrededor, y habiéndose juntado, comenzó un gran rumor y murmullo, andando la palabra de unos en otros que causaba temor oírlos, y luego por escuadrones entraron bailando y cantando mil canciones al demonio, pidiéndole favor, y hicieron su paseo por la ciudad, y lo primero que hicieron fue entrar en la iglesia y arrancar las imágenes, y sacaron algunas de ellas puestas en la trasera, arrastrándolas y profanándolas, y luego quemaron la iglesia y toda la ciudad, y concluso con lo que hallaron, parecióles sería cosa fácil de hacer lo mismo en la casa fuerte, y así arremetieron a ella con tanto ímpetu y tan recio, que se entendió la postrasen a empellones.

Recibieron los nuestros muy bien este combate, defendiendo cada uno su estancia, saeteras y barbacanas, y los hicieron retirar, y mandó el capitán y gobernador Oñate que no hiciesen mudanza, sino que se estuviesen quedos y los dejasen desflemar en su furia primera, y que hubiese silencio hasta que él otra cosa mandase; y estando, en estos combates, en uno de las puertas que se guardaban, un indio que en el cuerpo parecía gigante arremetió a la puerta valerosísimamente y se entró en la casa fuerte, poniéndose a fuerzas con todos, y las guardas cerraron las puertas, no le queriendo matar de lástima; al ruido que había salió Beatriz Hernández a ver a su marido que era capitán de la guardia de la puerta por donde el indio había entrado, y comenzó a reñirlos a todos, estando el indio peleando con ellos, diciendo que la dejasen a ella con el indio; riéronse de ella, y estando en esto, el indio arremetió a ella y ella a él echando la mano a su terciado, y le dio una cuchillada en la cabeza, que cual otro Goliath dio con él en el suelo, y poniéndole el pie en el cuello, le dio dos estocadas con que lo mató; y luego dijo a su marido que con él se había de haber hecho aquello por haber dado entrada a los enemigos, y que mirase lo que hacía, porque no era tiempo de descuidarse un punto y así acudía ella a todos los combates como si fuera varón, y siempre se hallaba al lado del gobernador en cualquiera ocasión, porque de verdad fue muy valerosa en todas ocasiones, y muy estimada, hasta que murió.

Andando, pues, las cosas muy sangrientas en el combate, fueron a disparar una escopeta, y no dio fuego la pólvora, que estaba húmeda; y viendo el gobernador que la pólvora no daba fuego ni estaba buena, llamó a un Pedro Sánchez, herrero, que vino con el capitán Muncibay, gran fanfarrón y que presumía de gran polvorista y artillero, y mandóle refinase aquella pólvora; y luego el Pedro Sánchez la comenzó a refinar en un comal al fuego, debajo de una cubierta de paja, y quemó la pólvora la cubierta que estaba en la casa fuerte, que fue mayor tribulación para los cercados, con el fuego y con la prisa que había para apagarle. Los enemigos se alentaron más viéndolos atribulados, y comenzaron con más furia a batir y querer ganar la casa fuerte. Fue un caso temerario en tal tiempo con que se dobló la pena en todos; pero al fin se remedió y apagó el fuego: y estando en esto, los enemigos acometieron por la espalda de la casa y empezaron a descimentar la pared con tantas veras, por bajo de las, barbacanas, que derribaron el un lienzo sin que se lo pudiesen impedir, por no jugar la artillería a causa de estar el artillero ocupado en refinar la pólvora; y entonces el gobernador Oñate, acometiendo a los enemigos, y viendo la falta, pareciéndole que otro barril de pólvora que estaba allí al sol estaría mejor, mandó a Pedro Sánchez que luego entrase y armase los tiros de la artillería de las troneras y los disparase hacia aquel lienzo que iban ganando; y al cabo de rato, viendo que no acababa de disparar, y que ya los enemigos publicaban victoria, fue el gobernador a la tronera y dijo al artillero Pedro Sánchez, que cómo no disparaba: «Señor, heme cortado, no acierto»; entonces arremetió a él y dijo: «Vuestro rajar y cortar nos tiene puestos en este aprieto: mirad que los indios minan la casa y se muestran ya; acabad, dad fuego»; a que respondió: «Señor, no acierto»; entonces Oñate arremetió y pegó fuego a la artillería, y del primer tiro no quedó indio en la calle que no lo llevó, hasta que la pelota se envaró en los muertos, con que desaparecieron los indios de la calle, y quedó la casa libre, sin que osasen llegar más a ella.

Fue la batería tan grande, que causaba horror y gran espanto, y viendo que los llevaban ganados, todos estaban temblando, hasta que el buen Oñate los desvió con el estrago que hizo con el tiro que disparó, siendo parte su buen ánimo para sacarlos de aquel aprieto; y luego armado con su espada y rodela acudió a ver los alojamientos y estancias y las partes do hallaba flaqueza, a proveer de todo, peleando en la defensa que parecía un león, animando a sus capitanes y soldados para que peleasen como buenos españoles, pues ya los enemigos se habían apartado de la casa fuerte. Así que los enemigos se desviaron sosegó la batería, y el llanto de mujeres y niños era tan grande que espantaba, y mandó el capitán y gobernador que callasen, porque era animar más a los enemigos, y que esperaban en Dios y en su Madre bendita que presto se daría fin a aquel negocio, pues era causa suya; y así que cesó el llanto de las mujeres, dieron tan grande rociada de flechería, que no se podía andar por el patio y plaza; y llegándose algunas mujeres a las ventanas llorando a ver la gente, fue tanta la desvergüenza de los indios ladinos, que les decían: «Callad, mujeres; ¿porque lloráis? que siendo mujeres no os hemos de matar, sino solamente acabaremos a esos barbudos de vuestros maridos y nos casaremos con vosotras»; y hubo mujer que de sólo oír estas palabras se quiso echar de una ventana a pelear con ellos, y lo hiciera si no se lo estorbaran; y visto que no la dejaban, de pura rabia volvió la trasera y alzó las faldas, diciendo: «Perros, besadme aquí, que no os veréis en ese espejo, sino en este»; y cuando lo estaba diciendo le arrojaron una flecha que le clavó las faldas con el tejado, en las vigas del lecho por estar bajo. Sería casi medio día cuando sucedió esto, y cansados los enemigos de batir la plaza, muchos de ellos se pusieron por las calles a la sombra, y un capitanejo subido en una pared dijo en lengua mexicana: «Llorad bien, barbudos cristianos, hasta que comamos y descansemos, que luego os sacaremos de ahí, y nos pagaréis los que nos matasteis en la pared», a que no les respondieron cosa los nuestros, sino que estuvieron muy callados. Sacaron mucha comida los indios de las despensas de las casas que robaron; y traída, dijo el capitanejo que se había subido en la pared: «Comamos y descansemos, pues estos españoles barbudos ya son nuestros; ¿no los veis llorar que son unas gallinas?» y comenzaron a comer muy sosegados, y en medio de la comida volvieron a hablar y echar suertes sobre en las mujeres que a cada cacique había de caber, repartiendo todas las mozas, y dijo un cacique de Xuchipila llamado D. Juan: «¿Pues qué hemos de hacer de las viejas?» y respondió otro diciendo: «Hacerlas que tejan y hilen y nos hagan bragas; y si no quieren, matarlas y echarlas en esas barrancas para que las coman auras, y matar a los niños porque después no nos den guerra como sus padres, y después que estemos hartos de las mozas las daremos a los mozuelos para que se aprovechen de ellas». Muy de reposo estaban en estas cuentas, y los nuestros con gran sentimiento de oírlos, y las mujeres como flacas lloraban, entendiendo se habían de ver en lo que los enemigos decían, según las victorias que habían tenido. Pero antes que se acabase la comida y plática, el gobernador Oñate, viendo el reposo con que los enemigos estaban, llamó toda la gente de a caballo, y les mandó que se armasen, porque era ya tiempo y llegada la hora de Dios para pelear y vencer o ser vencidos, que de su parte tenían a Dios, pues peleaban por su fe. Dícese que tuvo revelación de este hecho, por la victoria que se siguió, donde peleó Santiago, S. Miguel y los ángeles, como en el capítulo siguiente se verá.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV.

Toma resolución el gobernador contra los españoles por cobardes.


Habiendo visto la determinación del gobernador, les pareció a algunos de los capitanes y soldados que no convenía que se hiciese porque no sucediese al revés de lo que pensaban: oyéndolo el dicho gobernador les dijo qué cobardía era aquella, y que cuando no quisiesen salir abriría el fuerte para que entrasen los enemigos y los acabasen como a cobardes y traidores a su Dios y rey; y con esta sofrenada se pusieron todos en arma para salir a la batalla, y él se armó y subió en su caballo, y mandó que se hiciesen tres cuadrillas, y que en cada una fuesen diez soldados, llevando por capitán a Juan de Muncibay, que era buen hombre de a caballo, y que saliesen por una puerta y volviesen a entrar por otra, y que luego los otros saliesen más adelante ganando tierra y matando cuantos hallasen; y luego mandó que los soldados de a pie guardasen las estancias que tenían y la casa fuerte, y a los de las puertas y sus capitanes guardasen las puertas para que con el tropel de los caballos no entrasen los enemigos, y que no dejasen salir soldados de los de a pie, y mandó al capitán Diego Vázquez guardase a las mujeres con diez soldados. Después de esto el Br. Estrada las predicó un sermón en que les trató de la victoria que los ángeles tuvieron en el cielo contra Lucifer, cuyos ministros eran aquellos indios: que se esforzasen, porque S. Miguel les ayudaría y el Sr. Santiago, patrón de España y de los españoles, y que de parte de Dios les aseguraba la victoria y sabía habían de vencer, pues estaban confesados y dispuestos, y que hiciesen como caballeros esforzados, y tendrían ante Dios gran premio por pelear en su causa, por haber quemado su iglesia, profanando sus imágenes, y haber cometido tantos sacrilegios y muertes de cristianos; que ya era llegada la hora, que estuviesen ciertos de la victoria, porque aquel día era de mercedes por ser día del arcángel S. Miguel, que sería con ellos; y tan gran sermón les hizo como él los sabía hacer, con que todos derramaron muy copiosas lágrimas, y habiendo acabado les echó la bendición, diciendo: «Dios Todopoderoso y los ángeles sean con todos; ea, caballeros, ánimo»; y se entro do las mujeres y niños estaban, y el P. Alonso Martín se puso delante de un Cristo de rodillas cantando las letanías y salmos, pidiendo a Nuestro Señor la victoria, haciendo esta petición con muchas lágrimas, y luego entraron algunos a despedirse de sus mujeres e hijos; y habiendo salido, subieron en sus caballos, y puestos en orden como estaba mandado, dijo el gobernador: «Ea, señores, ya es tiempo; salgan los diez de a caballo»; y se disparó un tiro que llevó toda la gente de la calle, y salieron los diez de a caballo y fueron rompiendo por enfrente de la iglesia hasta la esquina de Miguel de Ibarra, y de allí volvieron y se entraron por la otra puerta de la esquina, y luego salió otra cuadrilla y fueron abriendo hasta la casa de Juan Sánchez de Olea y plaza grande, y al volver cayó del caballo Francisco de Orozco por haber tropezado en unas vigas que estaban en un caño de agua, y viéndolo caído le echaron mano los indios y le hicieron tajadas, y el caballo disparó entre los enemigos. Dio harta pena su muerte porque era un hombre honradísimo, de muchas gracias y de mucha estima; y vista la desgracia por el gobernador, dijo desde una ventana: « He, caballeros, vamos todos los de a caballo»; y él cogió su caballo, y al salir dijo a todos: «Santiago sea con nosotros»; y en un instante dieron en los enemigos con tan gran tropel y tan recio, que matando e hiriendo no quedó enemigo en la ciudad que no alcanzasen, y que se dijo peleó Santiago, S. Miguel y los ángeles; y luego salieron todos los soldados de a pie y no dejaron indio en pie que encontraron; y Romero, que era uno de los de a caballo, pareciéndole que quedaba la ciudad sola, como tenía hijos y mujer, volvió a la ciudad, y pasando por su casa hallo la quemada, y fuese por la calle abajo, y dio vuelta hacia la casa de Hernán Florez, y mirando la calle arriba vio en una loma que estaba sobre la casa fuerte más de dos mil indios cascanes que se venían a meter en ella y querían coger el caballo de Orozco, que solo andaba entre ellos escaramuceando; y visto por Cristóbal, fue corriendo a la casa fuerte a avisar disparasen la artillería hacia donde estaba aquella gente, y él pasó adelante y se metió entre los enemigos, y comenzó a pelear y lanzar indios, y dio una lanzada a un capitán de ellos, y al sacar la lanza se le tronchó en la espaldilla, quedando la mitad con una punta como astilla, y con ella mató a más de ciento de ellos y les quitó el caballo de Orozco; y viendo los enemigos el destrozo que hacía, se fueron huyendo y los venció; y al estruendo de la artillería, que la oyó el gobernador, vino Diego Vázquez mientras Romero peleaba con los indios, y le llamaba a grandes voces: «Vuelta, señor capitán, que los enemigos se nos entran en la ciudad por la parte de las barrancas»; y fueron Romero y el gobernador al socorro, y no encontraron los enemigos en la ciudad, ni otra persona que Romero que venía con ellos con el caballo de Orozco ensillado y enfrenado, que había vencido a los dos milindios y echádolos fuera; y era tanto la multitud de gente que murió de los enemigos, que las calles y plazas estaban llenas de cuerpos, y corrían arroyos de sangre; con que mandó el gobernador tocar a recoger, y a las dos de la tarde se juntó el campo, y halló que fueron más de cincuenta mil indios los que vinieron sobre la ciudad, que fue cosa de admiración.

Duró la batalla tres horas, y murieron más de quince mil indios, y de los nuestros no faltó más de uno, que fue Orozco; y así que llegó y se recogió el campo, todos se fueron por la ciudad a ver sus casas, y hallan en ellas muy gran suma de indios escondidos en los hornos y aposentos; y preguntándoles que a qué se habían quedado, dijeron que de miedo, porque cuando quemaron la iglesia salió de en medio de ella un hombre en un caballo blanco con una capa colorada y cruz en la mano izquierda, y en los pechos otra cruz, y con una espada desenvainada en la mano derecha echando fuego, y que llevaba consigo mucha gente de pelea, y que cuando salieron los españoles del fuerte a pelear a caballo, vieron que aquel hombre con su gente andaba entre ellos peleando y los quemaban y cegaban, y que con este temor se escondieron en aquellas casas, y no pudiendo salir ni ir atrás ni adelante por el temor que le tenían, y que muchos quedaron como perláticos, y otros mudos. Este milagro representan cada año los indios en los pueblos de la Galicia. Siempre se entendió ser obra del cielo, según la gente que allí se venció y mató, porque fuera imposible el vencer tantos enemigos, si no fuera con el ayuda de Dios, de Santiago y de los ángeles, que en tales ocasiones se acuerda de los suyos, lo cual se confirmó con lo que dijeron los indios enemigos que hallaron en las casas. Mandó el gobernador juntar a todos aquellos indios, que era mucha cantidad, junto a un árbol grande que llamaban zapote que estaba en medio de la plaza, y allí mandó hacer justicia de ellos. Cortaron a unos las narices, a otros las orejas, y manos, y un pie, y luego les curaban con aceite hirviendo las heridas; ahorcaron e hicieron esclavos a otros, y a los que salieron ciegos y mancos de haber visto la santa visión de Santiago, muy bien hostigados los enviaron a sus tierras; y fue tal castigo, que hasta el día de hoy jamás volvieron a la ciudad.

Fue esta una de las maravillosas batallas que hubo en la Nueva España y Galicia, y más milagrosa haber vencido tantos enemigos con tan poca gente; pero si no fueron ayudados del favor divino fuera imposible vencer, y si los enemigos salieran con la victoria no quedara cosa en la Nueva España, según iban de pujantes: sea Dios bendito en todo. Así que se venció la batalla y fueron echados los enemigos de la ciudad, el gobernador Cristóbal de Oñate y los soldados y vecinos cogiendo una cruz y el estandarte fueron con los sacerdotes que allí había a la iglesia cantando el Te Deum laudamus y letanía en procesión de la casa fuerte a un altar que fuera de la iglesia se había aderezado para este efecto, por estar la iglesia quemada, dando mil alabanzas al Señor por la merced tan singular que su Divina Majestad les había hecho en librarlos de tanta multitud de enemigos, siendo ellos tan pocos. Iban todos armados, que no se descuidaban un punto, y llegados al altar se dijeron las vísperas muy solemnes, las cuales acabadas, se volvieron a la casa fuerte y pusieron su pendón en una esquina, y todos se fueron a comer, porque aquel día no habían comido ni tenido siquiera una hora de reposo, por acudir al reparo y defensa de tanta fuerza de enemigos; y después de haber descansado y comido toda la gente, como a las cinco de la tarde, víspera de Sr. S. Miguel, mandó el gobernador que todos se armasen y subiesen en sus caballos, y dentro de la plaza de la casa fuerte y estando juntos mandó hacer alarde y halló toda su gente, si no es Francisco de Orozco, que le mataron, como queda dicho, y trajeron allí su caballo ensillado y enfrenado. Hubo muchos que deseaban tener el caballo por ser bueno, y quien más lo deseaba era Cristóbal Romero, el cual le quitó y ganó a los enemigos; pero el gobernador mandó llamar a Diego de Orozco su hermano, que era un hombre muy femenino, aunque de buen rostro, y le dio el caballo y armas y encomienda de los pueblos de su hermano, que eran los de Mesquituta y Moyagua, diciéndole quería ver si imitaba a su hermano en el esfuerzo y valentía, y el Diego de Orozco se lo prometió, diciendo que aunque el cuerpo era pequeño, el corazón era muy grande para servir a Dios y al rey, y así lo mostró en todas las ocasiones que se ofrecieron, con mucho esfuerzo y valor.

Hecho esto y hecha la lista y alarde, dijo el gobernador: «Señores capitanes, caballeros, hijosdalgo: ya Vds. han visto en el aprieto que hoy nos vimos; gracias sean dadas a Dios y a su bendita Madre, Reina de los Ángeles, pues con su ayuda conseguimos la victoria; conviene que de aquí adelante haya más recato y guarda en esta ciudad y casa fuerte, porque estos traidores no revuelvan esta noche y entiendan que con la victoria hemos dejado las armas y acostádonos a descansar, y nos cojan descuidados; ahora es menester más recato y vigilancia, no hay que fiar de ellos, pues de tan lejos nos vinieron a acometer y cercar, porque ahora estamos más cercados y en mayor peligro de perdernos, y así conviene más guarda y recato». Pareció bien a todos lo que el gobernador decía, y dijeron que Su Señoría proveyese lo que más conviniese en ello; y así mandó que cada capitán de los de a pie acudiesen a sus estancias a hacer su guarda, y que los de a caballo saliesen fuera y velasen la ciudad por sus cuartos, y a los capitanes y soldados que guardaban las puertas asistiesen a ellas con más veras, porque era la llave de todo. Hecho esto se fueron todos a sus alojamientos, como se ordenó, y el gobernador mandó llamar a Pedro Sánchez el artillero, y le dijo tuviese cuenta con la artillería y no se durmiese ni sucediese lo que la vez pasada, que se turbó en el combate. Blasonó Pedro Sánchez que haría maravillas, y el gobernador le dijo: «Plegue a Dios que sea así, y no sea necesario que yo acuda a ello». Cuando salieron los de a caballo de la casa fuerte, iban en orden de dos en dos dando vuelta por la plaza, y dispararon una escopeta, que no se supo quien fue, que dio a un Vendesur un pelotazo en la frente, y dio con él muerto en el suelo, que era de los que iban a caballo, lo cual dio mucha pena a todos, y sabido por el gobernador, porque la mujer del muerto le fue a pedir justicia por la muerte de su marido, y eran tantas sus exclamaciones, que el gobernador la metió con las otras mujeres consolándola y diciendo que él vería quién le había muerto; y lo que se averiguó fue que como habían llegado a hacer la vela a cada cuartel, sin ánimo de dañar dispararon la escopeta y acertaron a dar las balas en los de a caballo, sin saber los del cuartel do estaban, y que no hubo malicia en ello sino desgracia, sin pensarlo ni quererlo hacer; con que el gobernador trató que no se tratara de ello.

Aquella noche velaron muy bien, y el gobernador Oñate casi no reposó acudiendo a todas partes y guardas como valeroso capitán, y una hora antes que amaneciese mandó al P. Alonso Martín que enterrase a Vendesur, el difunto del pelotazo, porque se apaciguase la mujer; y después de esto entraron los de a caballo en la casa fuerte, y dieron razón de como no había bullicio de gente de guerra, ni otra cosa que los muertos del día antes. Esto era el día de Sr. S. Miguel por la mañana, y estando ya congregados todos en la casa fuerte, y habiendo descansado, fueron todos con el pendón que tenían y su cruz, llevando la imagen de Sr. S. Miguel en procesión a su honra a oír la misa mayor; y llegados pusieron la imagen en el altar, que era de guadamacil dorado, y dijo la misa muy solemne y predicó el Br. Bartolomé de Estrada; y acabada la misa, allí juntos todos, sobre el misal y ara consagrada hicieron voto de tener por patrón de aquella ciudad al Sr. S. Miguel y hacerle altar particular, y en memoria de esta tan gran victoria sacar cada año su pendón. Para hacer esto se habían juntado a cabildo el día antes, como corista del archivo de la ciudad de Guadalajara, y después de esto se volvieron con el pendón a la casa fuerte, donde subieron todos a caballo, llevando el gobernador Oñate el pendón, y lo trajeron por la ciudad y lo volvieron a su puesto, y luego se fueron a descansar, porque tenían mucha necesidad de ello. Y habiendo descansado mandó el gobernador a los capitanes recogieran la gente de los indios naboríes de servicio, que había cantidad, y luego arrastrasen los cuerpos muertos que en la ciudad había y los quemasen y tirasen en la barranca, porque ya comenzaba muy mal olor y que no causase alguna peste que fuese peor que el cerco de los enemigos, lo cual se puso por obra y echaron a la barranca más de mil, y otros amontonados quemaron, y para otros hacían grandes cavas como pozos, y allí los arrojaban, y con esto limpiaron la ciudad, sin tocar a los que estaban muertos a media legua de allí, que los comieron aves y animales, y hartos permanecieron sus huesos en el campo hasta que el tiempo los consumió; y no fue pequeño castigo este, ni de poco espanto para los enemigos ver en qué habían parado las reliquias y soberbias de sus antepasados, con que hasta el día de hoy no se han atrevido a alzar.

Otro día mandó el gobernador que se juntase el regimiento en cabildo con los capitanes que había y la gente más principal de la ciudad y vecinos para tratar de cosas que convenían al servicio de Dios y S. M., y habiéndose juntado todos en cabildo, dijo el gobernador: «Señores alcaldes y cabildo, capitanes y vecinos de esta ciudad: aquí nos hemos juntado a cabildo en nombre de Dios; conviene tratar en él cosas que sean del servicio suyo, y de que no haya parcialidades ni aficiones, porque de haberlas habido hemos estado en este aprieto, porque si desde el principio que entró Guzmán se poblara en otra parte como yo intenté, que fue en el valle de Tzapotepec, donde ahora se llama Toluquilla, o en los llanos de Atemaxac, no anduviéramos en estos trabajos. Bien veo que ninguno de los que estamos aquí tiene la culpa, sino Nuño de Guzmán, pues estando en Tonalá poblados para quedarnos allí, nos echó diciendo que no quería que en sus pueblos ni en contorno de ellos hubiese villa ni población de españoles, haciéndonos ir al valle de Nochistlan, donde poblamos la villa en una mesa redonda que parecía la de los doce pares de Francia, donde no se tuvo reposo por estar allí muy estrechos padeciendo muy grandes trabajos; y por no poder sufrir las amenazas de los cascanes lo despoblamos y nos venimos a Tonalá otra vez: y estando allí con propósito de poblar, sabido por Guzmán, que estaba en la ciudad de Compostela, envió a mi hermano Juan de Oñate para que como capitán los echase fuera; y no sabiendo qué hacerse vinieron a poblar en este pueblo tan triste y desventurado, a trasmano, cercado de barrancas, con pocas aguas y sin refugio, y que no tiene sino una entrada, y en especial el inconveniente de tener el Río Grande a un lado, para no poder salir sino con mucho trabajo de cualquier peligro. Ahora tenemos la experiencia en la mano, pues conociendo los enemigos el ruin estalaje de esta ciudad, y que estamos cercados de barrancas por una parte y de rocas tajadas por otra, han venido a cogernos a mano por la entrada llana, donde nos hemos visto en tanto aprieto, y más con la avilantez de las victorias pasadas, por vernos sin asiento fundado ni defensa, que si Dios no acudiera amparándonos, hoy estuviéramos acabados, y las mujeres y niños; y pues Dios nos ha librado de esta, conviene poner remedio, no sea peor la revuelta, y que esto sea con brevedad; salgamos de aquí, busquemos donde se funde esta ciudad y nos aseguremos, que estando segura, lo demás se hará con gusto; véase dónde será bueno que se pase, que conviene hacerlo así para que se haga el servicio de Dios y de S. M., y a todos nos importa, pues va nada menos que la vida en ello; y de mi parte aseguro a Vras. Mds. no desampararles hasta morir, y favorecerles y ayudarles hasta que tengan sosiego verdadero». Acabadas estas razones y plática no supieron qué responder; sólo se movieron algunas dudas acerca de la mudanza al valle de Atemaxac, temiendo que Nuño de Guzmán había de volver a sus pueblos por señor de título y los había de echar de allí. Otros eran de parecer que se fueran a México y dejasen la tierra, y no concordaban en cosa; y el contador Juan de Ojeda dijo: que se acabasen de determinar y decir adónde habían de hacer asiento, y que entender que Guzmán había de volver era cosa muy dudosa, porque sus causas en España iban muy largas y despacio, y que cuando bien librara de ellas le habían de quitar los indios y ponerlos en la corona real, lo cual era cierto por haberlo visto y oído en el Consejo, que había pocos días que había venido de España con su oficio: con esto algunos dijeron que convenía que se pasasen entre Ocotlan y Tonalá en el llano de Atemaxac, otros que en Toluquilla, y siempre hubo diversidad de pareceres sobre dónde se pasarían, y los aficionados a Guzmán lo contradecían. Y estando en esto entró donde estaban en cabildo Beatriz Hernández, mujer de Juan Sánchez de Olea, y dijo: «¿No acaban los señores de determinar a do se ha de hacer esta mudanza? porque si no, yo vengo a determinarlo, y que sea con más brevedad de lo que han estado pensando; miren cuáles están con demandas y respuestas sin concluir cosa alguna». Pidió licencia y dijo que quería dar su voto, y que aunque mujer, podría ser acertase; entonces el gobernador le hizo lugar y dio asiento, y estando oyendo a todos y que no se conformaban ni determinaban, pidió licencia para hablar, y habiéndosela dado, dijo: «Señores, el rey es mi gallo, y yo de parecer que nos pasemos al valle de Atemaxac, y si otra cosa se hace será deservicio de Dios y del rey, y lo demás es mostrar cobardía: qué nos ha de hacer Guzmán, pues ha sido causa de los atrasos en que ha andado esta villa, que si Dios no nos favoreciera y el amparo y industria de nuestro buen capitán, y si no hubiéramos tenido su vigilancia y cuidado, aquí hubiéramos perecido», y volviéndose al gobernador le dijo: «¿Cómo no habla V. S? ¿ahora calla que es menester no hacer caso de votos tan bandoleros? el rey es mi gallo»; y viendo que callaban todos, les dio voces que hablasen; entonces dijo el gobernador: «Hágase así, señora Beatriz Hernández, y puéblese do está señalado»; y todos contentos de que una mujer los sacase de confusiones, vinieron en su parecer, que casi todos lo querían así, y no osaban a hablar por ser en tierras de Guzmán, que los tenía tan sujetos cuando los gobernaba, que con estar en España aun tenían miedo de él. El gobernador dijo: que no tenían para qué rehusar poblar la ciudad adonde se trataba, pues todas eran tierras del rey, y que ya no había, que hacer caso de las cosas de Guzmán; que temiesen a los enemigos a quienes cada día tenían encima y los querían acabar, y era lo más forzoso y dificultoso de reparar, y que cuando fuera contra la voluntad de Guzmán, dado caso que volviese vería la razón y la causa que les movió a hacerlo, y lo tendría por bien; además que la necesidad carece de ley, y que pues estaban ya de mudarse, que luego proveyesen de personas tales para que fuesen y viesen dónde se había de fundar la ciudad; y así nombraron a Juan del Camino y a Miguel de Ibarra, los cuales fueron al valle de Tonalá y pueblo de Atemaxac, y de allí pasaron al pueblo que es ahora de Toluquilla, y hallaron aquella hermosa fuente, y habiéndoles parecido bien, luego discordaron ambos capitanes, porque Miguel de Ibarra decía que allí era mejor que donde se pobló después, que fue en el puesto donde ahora está, y Juan del Camino dijo que no era bien se poblase en el ojo de agua de Toluquilla, que era cenagoso, además que era hacerle doblado agravio a Guzmán, que tenía allí su estancia. Así se conformaron, y fueron al puesto en donde hoy está la ciudad de Guadalajara, y echaron de ver ser mejor aquel sitio, por tener unos llanos y ser más acomodado para correr, si viniesen los enemigos; buen arroyo de agua y muchos manantiales, con buenas entradas y salidas, para todas partes, y les pareció podrían meter el arroyo en la ciudad, y se engañaron, porque después fue dificultoso el hacerlo; pero hiciéronse muy buenos pozos, y los hay. Y habiéndolo visto todo y ser el sitio, y valle tan desembarazado para poder pelear y correr, se trazó la ciudad. y se repartieron solares para todos los vecinos, con que se volvieron y dieron cuenta al gobernador de lo que habían hecho, y a cada vecino dieron su solar y traza para que acudiese a hacer su casa; y luego se salieron muchos vecinos de la ciudad combatida, y se pasaron al valle de Tonalá y sus pueblos, para desde allí acudir a hacer sus casas, que no veían la hora de irse, de tan espantados como quedaron de la rota, y por salir de un sitio tan triste y desventurado, que no era otra cosa que un cautiverio y destierro terrible, y sólo esto bastaba para despoblarlo.




ArribaAbajoCapítulo XXXV.

En que se trata cómo estando Cristóbal de Oñate dando orden de mudar la ciudad de Guadalajara adonde se había determinado, llegó nueva que el virey D. Antonio de Mendoza venía al socorro y estaba en el valle de Cuiná, combatiendo la fuerza y el peñol, y de lo que sucedió.


Salió de México el virey D. Antonio de Mendoza a los principios de Enero del año de mil quinientos cuarenta y dos, habiéndose apercibido para la jornada en el de mil quinientos cuarenta y uno, y esto a los fines, y llevó mucho ganado menor y mayor, porque con la guerra había gran fallo de todos bastimentos; y en este tiempo, mientras él y su ejército llegaron al valle de Cuiná, mandó el gobernador Cristóbal de Oñate que veinte de a caballo fuesen el valle de Tlacotlan y Contla hasta Mesticacan, y viesen aquellos pueblos, si con la matanza había quedado alguna gente, y qué traza tenían, porque según los que habían muerto en la batalla, se entendía no había quedado ninguno, y que habiéndolo visto diesen luego la vuelta sin detenerse; y los más que fueron a este viaje eran encomenderos: de aquellos pueblos, de quienes fue por capitán Juan del Camino. Habiendo llegado el capitán Juan del Camino al pueblo bio de Tlacotlan, hallaron en él tanta gente que parecía no faltaba en él ninguno, y muy espantados los indios; y llamándolos salieron de paz, y los españoles los acogieron con mucha llaneza y mansedumbre, mandándoles fuesen a lo ciudad a dar al gobernador la obediencia; y de esta suerte fueron por todos aquellos pueblos visitándolos, y ellos vinieron a dar la obediencia al gobernador, llevando muchos bastimentos; y habiendo llegado al pueblo de Mesticacan, dijeron los indios a su encomendero Juan de Zubia no pasasen adelante, porque los cascanes estaban muy rabiosos y bravos, y los matarían, los cuales andaban apercibiéndose para volver sobre la ciudad; con que el capitán Juan del Camino dio la vuelta a la ciudad con su gente, y razón de lo que había en aquel valle, que era de la nación de Tequex, y de la noticia que tuvieron de los intentos de los cascanes, lo cual puso en algún cuidado a todos y en particular al gobernador. Oídas estas nuevas, en que todo era contar trabajos y sangre, mandó a los mensajeros descansar allí algunos días, que lo habían menester; y otro día siguiente llegó un correo del valle de Cuiná y Cuitzeo a dar aviso al gobernador Cristóbal de Oñate cómo el virey D. Antonio de Mendoza había llegado al peñol de Cuiná con quinientos españoles de a pié y a caballo y con diez mil indios mexicanos y tlaxcaltecas, y que los españoles era la caballería más lucida de México, y se deja entender sería así, por salir con tal persona. Despachó el virey este correo por saber en qué había parado el cerco de la ciudad de Guadalajara y el suceso que había tenido, porque venía a quitar el cerco de los enemigos.

Recibióse con grande alegría y contento esta nueva, porque ya parecía que todo se allanaba, y más con la milagrosa victoria que habían tenido en la ciudad; y otro día el gobernador despachó el correo con otro de los vecinos de la villa, dando el parabién al virey de su llegada, y cuenta de las cosas que habían pasado y pasaban en el reino, y de lo sucedido hasta entonces, con que partieron los correos para Cuiná, y el gobernador Oñate mandó reparar algunas casas de la ciudad, por si acaso viniese allí el virey D. Antonio de Mendoza, porque como estaba arruinada y atrasada no estaba para vivir, y así se aderezó lo mejor que se pudo. Y estando en estos apercibimientos, y el virey en el valle de Cuiná y río de Cuitzeo, donde los indios de este río le salieron de paz, porque nunca se alzaron, y los de Cuiná habían salido muy bravos y de guerra y habiéndoles llamado de paz, con palabras fingidas detuvieron la respuesta dos días, y al cabo de ellos se empeñolaron en unas rocas, siendo la entrada, que era de abajo para arriba, de una punta a otra de un antepecho con doce albarradas anchas de un estado en alto, y allí se empeñoló toda la gente de aquel valle, que serían más de doce mil indios de guerra; y esperando el virey la respuesta y resolución de lo que se le había enviado a decir, le dijeron cómo una legua de allí estaba empeñolada aquella multitud, que no había quedado persona en lo llano. Visto el caso por el virey, mandó marchar el campo para la fuerza y peñol, y asentó su campo enfrente de él, de tal suerte que si no era despeñados de ninguna suerte se podían escapar; y habiendo sus reales, estancias y artillería y todo puesto a punto para el combate, les envió a requerir con la paz, y ellos respondieron con mucha flechería, hondas y piedras.

Túvoles cercados diez días, batiéndoles cada día sin cesar, al cabo de los cuales les faltó el agua, porque en lo alto del peñol no la había, y los nuestros les habían cogido el paraje adonde cogían el agua: envióles otra vez el virey a decir se diesen de paz, y dijeron que no querían, y que antes se matarían que entregarse a los españoles; con esto se avivó el combate con tanta fuerza, que se entendió que de esta vez los ganarían; y viendo esto los indios mexicanos amigos usaron un ardid, que se vistieron todos en su traje, y más de doscientos cogieron cántaros de agua y fueron hacia la entrada del peñol como que les llevaban socorro, y los indios mexicanos que quedaban comenzaron a hacer que resistían al meterles el agua, y con este engaño los enemigos que estaban en el peñol, entendiendo que los que llevaban el agua eran de los suyos, abrieron la entrada y entraron dentro, y tras ellos acudieron los demás indios mexicanos a ayudar a los suyos, y los españoles entraron a defender a los amigos. Visto el caso por los enemigos, y que estaban perdidos, se comenzaron a matar unos con otros y a despeñarse, y arrojaban sus hijos achocándolos, que causaba lástima, y de esta suerte murieron y se mataron más de cuatro mil indios, sin niños y mujeres, que no fue posible remediarlo; y habiendo entrado los nuestros en la fuerza, sobre defender no se despeñasen mataron otros dos mil, y de los que quedaban se hicieron más de dos mil esclavos; y queriendo hacer justicia de algunos, dijo el virey: «Harta ha venido sobre ellos y la han tomado por sus manos; no les hagan mal, que algunos hemos de dejar que habiten estas tierras»; (que cuando esto se escribe, que es en el año de mil seiscientos cincuenta y dos, no hay ocho indios en Cuiná).

Así que se acabó de vencer el peñol y fuerza, llegaron al virey los correos de la ciudad de Guadalajara, con que tuvo nuevas de lo que pasaba en ella y la victoria que habían tenido, que no la pudo saber hasta entonces, porque como sucedió día de S. Miguel, y había ciénagas y ríos y estar toda la tierra encendida en guerras, no se pudo dar aviso hasta entonces. Holgóse el virey de saberlo, porque con esto y la victoria del peñol iban las cosas de los españoles en gran pujanza: descansó algunos días, aunque pocos.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI.

En que se trata cómo el virey D. Antonio de Mendoza determinó ir al peñol de Nochistlan, y de lo que sucedió en el camino.


El virey determinó ir al peñol de Nochistlan sin llegar a la ciudad de Guadalajara, por lo cual envió un correo al gobernador Cristóbal de Oñate para darle razón del buen suceso que había tenido en el peñol de Cuiná, y que por conducir con brevedad la pacificación de la tierra no podía llegar a la ciudad, que le saliese al camino luego, porque iba derecho al peñol de Nochistlan a desbaratar aquella fuerza tan soberbia de enemigos; y así que despachó el correo comenzó el virey a caminar por su campo llevando su viaje; y salió por los altos del valle de Cuiná por el Cerro-gordo y valle de Zapotlan y Acatic a salir al vallecillo de Mescala, y todas aquellas poblaciones, que eran de gente tequexa, salieron de paz, por ser más pacífica que la cascana: llegó al río de Temacapulli y descansó dos días. El gobernador Cristóbal de Oñate, luego que supo la victoria del peñol de Cuiná y la derrota que llevaba el virey, apercibió su gente y sacó de la ciudad cincuenta soldados de a pié y a caballo, y dejó en ella otros cincuenta para que la guardasen, y señaló por su capitán a Juan del Camino, y por capitán de los cincuenta que iban con él a Miguel de Ibarra, que era encomendero de los del peñol de Nochistlan, y fue de mucho provecho y importancia su ida, como adelante se dirá, y comenzó a marchar cogiendo el camino por el de Contla arriba a encontrar con el virey. Todos los pueblos le salieron de paz, y habiendo bajado el río de Temacapulli, allí le halló, y luego fue a besarle la mano y a darle el parabién de su venida, y el virey le dijo: «Señor capitán, fuerte y valeroso muro de la Galicia, sea muy bien llegado», a esto respondió Oñate: «Merced es esa muy grande que V. S. me hace, no cabiendo en mi cortedad tal nombre y título. Eso y mucho más se puede decir por V. S., y decir otra cosa sería querer yo robar y alzarme con al nombre y renombre de un príncipe tan grande como V. S. es, viniendo a socorrer a un soldado como yo, de los más mínimos que V. S. tiene en su campo; y así como uno de ellos me pongo debajo de la bandera y amparo de V. S. a quien suplico me mande como uno de ellos». A esto le respondió el virey que él y los suyos venían a su casa, y que como señor gobernador y capitán del reino le podía mandar en todas ocasiones, y elles obedecerle. Entonces Oñate le besó las manos, y tuvieron muchas razones y buenos comedimientos, que en aquellos tiempos se usaban diferentes cortesías con los hombres principales que en estos.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII.

En que se trata de cómo llegó el virey D. Antonio de Mendoza al peñol y fuerza de Nochistlan.


Partió el ejército de Teocaltiche, y mandó el virey marchar con mucho concierto y recato por una llanada grande, por cuanto estaban cuatro leguas del peñol, y encontraron con un indio ladino en mexicano; le preguntaron de dónde era, el cual dijo que era criado de Miguel de Ibarra, que estaba con los empeñolados en Nochistlan, los cuales habiendo sabido que habían venido sobre ellos tantos españoles, le enviaron los caciques a que supiera si entre aquellos españoles venían otros de la ciudad de Guadalajara; y si venía allí su señor Miguel de Ibarra, que le venía a avisar se volviese, porque decían que a él y a los demás habían de matar y que como ellos habían sido vencidos en la ciudad, yendo a matar los que en ella había, que así les sucedería a ellos ahora, y que pues iban a su casa y pueblo los habían de acabar. Oído por Miguel de Ibarra se rió, y el indio le dijo: «No te rías, que será así como dicen, porque allí tienen unos indios viejos y una vieja que cuanto les sucedió cuando fueron a quemar la ciudad les dijo, y que no fuesen porque serían vencidos, como lo fueron, y ahora han dicho que has de morir tú y todos cuantos vienen contigo. Amo mío, yo te quiero mucho, no vayas allá, mira que te aviso» (condición es del demonio que para hacer de las suyas, a sombra de una verdad dice mil mentiras). Miguel de Ibarra lo acarició y miró siempre por él, no le quitando de su lado, y con él sabía todo lo que pasaba entre los enemigos, siendo buen amigo y fiel criado en todas ocasiones.

Yendo caminando D. Antonio de Mendoza con su campo, llegó a vista del peñol de Nochistlan por la parte más fuerte de peña tajada altísima, y se asomaron en lo alto los empeñolados, los cuales parecían adornados con tantas plumas de diferentes colores, que parecía un florido campo de flores, y comenzaron los enemigos a hacer grande algazara dando grandes voces y gritería, y a arrojar muchas flechas, tocando muchas bocinas y atabales que retumbaba por aquellos collados y valles que causaba espanto y grima, y que se juntaba el cielo con la tierra; y esto sería como a las tres de la tarde, y nuestros amigos los mexicanos hicieron lo propio. Y habiendo llegado mandó el virey cercar todo el peñol, que estaba en medio de un llano, y que se reconociese por todas partes. Repartió en seis escuadrones todo el campo, y detrás del peñol se puso el real del virey, camino de Teocaltiche, y camino de Xalpa a Cristóbal de Oñate el gobernador con la gente de la ciudad y su capitán Miguel de Ibarra; al otro lado, camino de Guadalajara, se puso otro real de los soldados que el virey trajo, y a la entrada del peñol y albarradas se puso la artillería y todos los más soldados de a pie y a caballo, y de la misma suerte se repartieron los indios amigos mexicanos, y se mandó a Miguel de Ibarra que como encomendero de aquellos pueblos les fuese a hablar y les dijese se hajasen de paz y que les perdonaría el delito que habían cometido en alzarse y las muertes e incendio de que habían sido causa; y habiendo ido Miguel de Ibarra y dádoles el recado, un indio cacique que se llamaba Tenamachtli, zacateco, que era ya bautizado y se llamaba D. Diego, le dijo que no querían darse de paz, que ellos estaban en su tierra, que se fuesen los españoles a la suya y allá la tuviesen, y que a qué venían a buscarlos. Tornóles Miguel de Ibarra a hablar, y tapáronse los oídos, y luego el indio dijo: «Debéis de estar locos tú y esos españoles, pues así venís a que os matemos como siempre hemos hecho a los que aquí han venido de vosotros; no queremos oír vuestras razones, que es cansarnos»; y acabado esto le dieron una rociada de flechería y piedra, que le obligó a retirarse con harta prisa; y visto por el virey que no querían bajarse, mandó fuesen requeridos por otras dos veces, que se diesen: ellos respondieron como la primera vez, que no querían, con más osadía y desvergüenza; y habiéndolo sabido el virey, un día después de misa, habiéndola oído todo el real, mandó combatir la entrada, y fueron los soldados y amigos al combate, y llegados a la entrada se les requirió que se diesen, y que si lo hacían, el señor virey les perdonaría todos sus yerros hasta allí cometidos, donde no, que los acabaría y mataría a fuego y sangre; y de oír esto se rieron ellos y respondieron que si querían hacer lo que hicieron en la ciudad, que no saldrían con ello, y que cómo habían de matarlos ni quemarlos, que estaban bien cercados; y muy ufanos dijeron que probasen a entrar. A esto dijo el gobernador Oñate: «Mucho regala el señor virey a estos con la paz»; y mandó luego combatir el peñol; y los nuestros acometieron a ganarles la entrada de las albarradas, que casi se las tuvieron ganadas, matando los nuestros tanta cantidad de ellos, que era cosa de admiración; pero ellos, aunque a costa suya, fueron presto en defenderlas y tornarlas a levantar, y el artillería no hacía daño en ellos, sino que se pasaban las balas por alto y iban a dar en la tienda y real del virey, y en muchos combates que dieron aquel día no les pudieron entrar; gastaron en esto quince días, combatiendo la fuerza cada día.

Tenían una fontezuela de agua adonde bebían en los altos del peñol, y como la multitud de indios que se había recogido en él era tanta que pasaban de sesenta mil, sin los niños y mujeres, la agotaron con el prolijo cerco de quince días, y la que habían metido antes del cerco pareciéndoles que el agua de la fuente no era bastante para tanta gente, y así perecían de sed, porque los del cerco no los dejaban ir por agua, y también de hambre, que habían entendido que este cerco había de ser como el pasado; y sabido por los nuestros la necesidad que pasaban, acabados los quince días fueron todos los reales y acometieron a las albarradas, donde había muchos heridos, aunque fue sin provecho, con que se retiraron a sus estancias los españoles e hicieron su guarda. Retirados los españoles, quedóse Miguel de Ibarra paseando en su caballo, armado, por la entrada de las albarradas, mirando por do se entraría, y estando en esto le salió al camino un indio, y llegándose a él le dijo: «Señor, te vengo a avisar de lo que hay en el peñol: has de saber que se hallan en mucho aprieto los indios enemigos, y que D. Francisco, el señor y cacique de los cascanes, me envía para que te diga que te quiere hablar en un callejón que está por donde tú guardas; ve allá que conviene».Sería esto a prima noche, y Miguel de Ibarra dijo: «¿Eso es cierto?» a que respondió el indio que sí, y que no temiese y fuese, y el indio se fue luego y entró al peñol, y le dijo al cacique cómo había hablado a su señor Miguel de Ibarra, y que ya estaba en el puesto, que fuese; con que el cacique D. Francisco fue al puesto señalado a ver a su encomendero Miguel de Ibarra, y estando juntos, el indio comenzó a llorar y clamar con él; era este cacique de muy buena persona, y Miguel de Ibarra le aplacó y dijo: «¿Cómo, D. Francisco, andáis en esto? ¿porqué no os habéis bajado, pues el virey os ha perdonado? ya yo no hallo remedio y sé que os han de acabar a todos y destruir». A esto respondió D. Francisco: «Señor amo, yo no tengo la culpa sino D. Diego el cacique zacateco que lo ha contradicho, y porque soy del bando español me han querido matar; con que aquí estos me tienen muy oprimido, y los españoles allá, y sobre todo hay mucha hambre y sed, porque se ha agotado la fuente y se ha secado, permitiéndolo Dios por nuestras maldades; no sé qué hacerme, y sé que si mañana acometen los españoles al peñol lo han de ganar, porque no hay agua, ni que comer, ni fuerzas, ni quien pueda defender la entrada: amo y señor mío, a ti me encomiendo». Habiendo oído esto Miguel de Ibarra, le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti? dímelo, que yo pot ti pondré la vida». Entonces el indio le dijo: «Señor, por este callejón hay salida: yo me he de huir, y es fuerza pasar por tu puesto con toda mi gente, mujer y hijos; por amor de Dios no me descubras». Miguel de Ibarra le prometió hacerlo, y así se trató y concertó que a media noche estaría en el puesto y le sacaría, y que sacase su gente y parcialidad, y en señal de paz y que sería así e dio un bonete de grana.

Hecho este concierto se despidieron, y luego Miguel de Ibarra se fue a su cuartel y puso su gente en vela retirándose con ella un poco más desviado del camino de Xalpa; y teniendo su gente asegurada, cuando le pareció que era hora dijo a los soldados que él quería ir en persona a velar aquel cuarto de la media noche, porque convenía hacerlo él; y así se armó y fue con los soldados de su vela, y habiendo llegado les mandó que se desviasen, y que por más cosas que viesen callasen, que seguros estaban; y al cabo de un rato encontró con su criado, el cual le dijo: «Señor amo, D. Francisco está en el puesto y callejón secreto, llámate para que le saques, que no quiere salir sino por tu mano»; con esto se fue Miguel de Ibarra, hacia el callejón y llamó a D. Francisco y le preguntó si estaba apercibido, y el D. Francisco le respondió que sí: volvió a preguntarle que adónde determinaba ir con su gente, a lo cual el indio le dijo: «Señor, vamos a Xalpa a escondernos»; y luego Miguel de Ibarra le volvió a decir: «Pues no hagáis mudanza de ahí hasta que yo os avise; id con Dios y salid sin ruido, hasta que pase esta furia». Luego comenzaron a salir con el D. Francisco más de dos mil indios con sus hijos y mujeres: preguntóle Miguel de Ibarra: «¿Hay más?» a lo que respondió: «Señor, los que son de mi bando y parcialidad están ya afuera; allá quedan otros tantos; paguen, pues se han hecho del bando del cacique D. Diego»; y luego cerraron el callejón como si no hubiesen salido, y Miguel de Ibarra los sacó con los soldados, hasta media legua y les dijo que se fuesen. Otra vez volvió a la vela y rindió su cuarto, habiendo mandado a los soldados guardasen, el secreto, como lo hicieron; y otro día al amanecer hubo un gran murmullo en el peñol de los enemigos, y Miguel de Ibarra se llegó al gobernador Oñate y le contó lo que había pasado, al cual pareció bien, y le dijo que al medio día se ganaría el peñol, por las necesidades que padecían los cercados, según que había dicho D. Francisco, y que así fuese Su Señoría al combate; y luego que amaneció se armó el gobernador Oñate y se fue a decir al virey se desviase de donde estaba porque no usaban de la artillería ni se atrevían, porque pasaban las pelotas por encima del peñol y iban a dar en su tienda, y el día antes había llevado una pelota un pedazo, y así se desvió el virey a otro lado más seguro. Hecho esto apercibió toda la gente del ejército, así a los de a pie como a los de a caballo y indios amigos mexicanos, para acometer, dándoles el orden que habían de guardar, y que la artillería se jugase más aprisa porque ya estaba desviado el virey y en seguro puesto; y estando todo a punto, temiendo los enemigos acudieron a fortalecerse; pero la artillería los ojeó y echó de allí, y luego Cristóbal de Oñate animó a los soldados, diciendo: «Ea, leones de la Galicia, a ellos, Santiago»; con que arremetieron a ganarles la entrada, y les ganaron las cuatro albarradas con muerte de muchos enemigos, y como las iban ganando las iban acabando de derribar y allanando los indios mexicanos amigos, andando entre ellos los de a caballo alanceando y matando enemigos, con que los retiraron; y estando los enemigos en guarda de sus últimas albarradas, se disparó la artillería y mató a los que las guardaban; y viéndolo los soldados arremetieron y se las ganaron, y los primeros que entraron en el peñol fueron Juan Delgado, soldado que fue de Nuño de Guzmán, de quien no quedaron herederos, y Alonso de la Vera, soldado del adelantado D. Pedro de Alvarado, y lo hicieron tan valerosamente estos dos, que resistieron toda la batería de los enemigos, llevando siempre la delantera hasta que entró el tropel de a pie y a caballo; y viendo los enemigos su daño, por no darse a prisión se despeñaban por la parte por do el virey estaba, que daba lástima verlos, porque de esta suerte murieron más de dos mil, y fueron cautivos más de mil, y todos los demás huyeron, y los que se rindieron fueron más de diez mil combatientes, con que no quedó ninguno, porque a todos los sacaron del peñol y pueblo de Nochistlan.




ArribaAbajoCapítulo XXXVIII.

En que se trata cómo el virey D. Antonio de Mendoza y el gobernador Cristóbal de Oñate fueron con el ejército al Mixton, y lo que sucedió en él luego que se desembarazó el ejército del peñol de Nochistlan.


Tuvo noticia el virey que los indios huidos, que se escaparon en gran número, se fueron a empeñolar al Mixton, por ser la fuerza más inexpugnable que tenía toda la Nueva España, y allí se juntó toda la masa de la rebelión; y así salió con la mayor presteza que pudo de Nochistlan y fue a dormir a la villa vieja de Guadalajara, y otro día caminó marchando con mucha orden por el puerto y montes de Nochistlan a Xuchipila; le halló despoblado porque todos los indios se habían huido y retirado al Mixton, que está enfrente del pueblo de Apozol; y habiendo corrido los soldados todas aquellas poblaciones, las hallaron yermas y supieron todos estaban encastillados con los otros, porque como supieron todos los indios la gran pujanza que el virey traía de soldados y indios amigos mexicanos, y los grandes castigos que hacían, y las fuerzas tan grandes que se habían ganado y arrasado, y lo sucedido en los peñoles de Nochistlan y Cuiná, porque todos estaban confederados para la guerra, se fueron al Mixton y se fortalecieron con doblados reparos: no era necesario hacerlo, porque según el nombre de Mixton, que en la lengua española quiere decir gato, era tal la fortaleza y peñol, que si no eran gatos nadie podía entrar ni subir a él, por las muchas rocas, peñas tajadas y peñascos terribles que tiene para su defensa, como lo fue al principio de su alzamiento cuando fue desbaratado el capitán Miguel de Ibarra y muerta la mitad de sus soldados, y Mota y Sorribas, oficial de hacer ballestas y a cuyo cargo estaba aderezar la alcabucería, pareciéndoles a los enemigos que allí sería lo propio con el virey y su gente, aunque temerosos se fortalecieron con nuevos reparos de albarradas de piedras rodadizas, y llamaron mucha gente para su defensa, barruntando el daño que les podía venir. Y habiendo llegado el virey a Xuchipila y visto la braveza de la gente y lo que pasaba, y que toda la tierra y alrededores estaban alzados con tanta multitud de enemigos empeñolados en el Mixton, y ser el negocio de mucha consideración, y que si se detenía había de crecer el número de los enemigos, mandó el virey hacer junta de guerra y que llamasen al gobernador Oñate y al capitán y sus soldados para que se hallasen presentes a tratar en lo que se debía hacer en el caso; y habiéndose juntado, habló el virey diciendo al gobernador y demás capitanes: «Señores, aquí hemos venido para que se concluya la pacificación de este alzamiento y revolución, para que se pongan los medios eficaces para su fin, antes que a los enemigos se les aumenten las fuerzas y socorro, porque tengo noticia de que cada día se los aumenta la gente belicosa y restada; y pues el señor gobernador Cristóbal de Oñate y sus capitanes y soldados conocen la tierra, vean de adónde les vino el daño la primera vez, y allí pongan todo cuidado y recato, y sus reales y estancias, y al cargo del señor gobernador estará el disponer lo que convenga y ordenar el campo, que yo y mi gente acudiremos a lo que su merced ordenare».

Acabada la junta marcharon desde el pueblo de Apozol para el Mixton, y llegados repartieron los reales por sus estancias, plantando la artillería enfrente de la mayor fuerza de los enemigos, y detrás de ella en lo mejor del sitio las tiendas del virey; y estando puestos todos en muy buena orden, el gobernador Oñate dijo al virey: «V. S. ordene y mande»; a que respondió el virey: «Eso haré yo de muy buena voluntad, siendo de los primeros soldados en obedecer»; y entonces le dijo Oñate: «No queremos poner a V. S. en tanto peligro; V. S. se esté en su tienda sin hacer mudanza, alentando con su vista y presencia los ánimos de los soldados de su ejército para los combates, que esto conviene»; y luego fue a ver y poner su campo, y el virey se armó muy bien, y todos aquellos caballeros que con él estaban, a los cuales les dijo: «Aquí no hay más que obedecer lo que se nos mande». Ya que el gobernador Oñate tuvo puesto en orden todo el campo, como es costumbre en tales casos y buena milicia de guerra, y antes que llegase a rompimiento fue con toda la gente de a pie y a caballo a la tienda y real del virey, haciendo oficio de capitán general, y allí hizo reseña de ella, y todos iban muy lucidos y bien armados, y por lista los fueron repartiendo por capitanes: serían hasta seiscientos españoles, y luego pasaron los soldados y indios amigos mexicanos con sus capitanes muy aderezados de plumería; y habiendo hecho esto y señalado la parte adonde habían de estar, mandó que cada capitán se fuese a su puesto. Estaban los enemigos viendo la reseña desde lo alto, y comenzaron a dar voces y grita, diciendo: «Ya se van los gallinas»; pero como vieron volver a los españoles a las estancias y reales, y ponerse en orden a pelear, hicieron ellos lo mismo. Luego salió el virey a caballo, y fue a los reales y alojamientos de los capitanes, y les dijo que se holgaba mucho de verlos tan aderezados y dispuestos para combatir aquella fuerza, y que en la ocasión peleasen con ánimo varonil, porque en esta victoria consistía la pérdida o ganancia de toda la Nueva España, y que confiaba en Dios y en el esfuerzo y valentía de tan grandes hombres y valerosos capitanes y soldados, no la tendrían los enemigos, sino ellos, pues era en servicio de S. M., y que advirtiesen que allí iba la honra y convenía no hubiese descuido en cosa alguna, pues por fiarse los españoles del enemigo la primera vez fueron vencidos y muertos; y pues que tenían ya experiencia se guardasen y peleasen valerosamente como se esperaba de tales personas se vería, y que les apercibía estuviesen a punto para que otro día de mañana se diese el combate.

Descansaron aquel día y le gastaron en aderezarse, y luego al otro día por la mañana se juntó todo el campo en el real del virey y oyeron misa, la cual dijo D. Pedro Maraver, dean de Oajaca, que después fue obispo del mismo Nuevo Reino de Galicia. Traía el virey en el ejército religiosos de las tres órdenes de Sto. Domingo, S. Agustín y S. Francisco, con los cuales tenía consejo de conciencia para hacer la guerra justificadamente. De la orden de S. Agustín iban Fr. Francisco de Villafuerte y Fr. Francisco de Salamanca, y de la de S. Francisco el P. Fr. Marcos de Niza, que es el que anduvo en lo del descubrimiento del valle de Cíbola y Nuevo México. Después de haber oído misa, los soldados se fueron a almorzar y el gobernador y virey subieron en sus caballos, y con los demás capitanes y soldados fueron a combatir a los enemigos, a los cuales el virey envió a requerir con la paz, diciendo que se bajasen, que él los perdonaba; a que respondieron no querían paz, que él y los españoles eran unos bellacos, que se fuesen, y dijeron otros desacatos: con todo eso les mandó requerir con la paz hasta tres veces, y viendo no querían, mandó a los soldados que les acometiesen, y dejándolo todo a cargo del gobernador Oñate, se fue a su tienda. Comenzaron a batir la fuerza tan recio y con tan gran tropel, que se entendió ganarla, y los enemigos la defendieron arrojando piedras, galgas y mucha flechería; y aunque la artillería bramaba, era imposible ganarles una punta de roca, ni dañarles como ellos hicieron a nuestros españoles y indios amigos mexicanos con la galgas y piedras que arrojaban, y hirieron a muchos, con que por aquel día se dejó el combate, y no les pudieron ganar cosa. Curáronse los heridos, y otro día después volvió el virey para enviar a requerirlos con la paz, a que le volvieron a responder que qué paz quería, que pues ellos estaban quietos en su tierra que a qué venían a ella, que ya sabían venían por quitársela, que se fuesen, que eran unos gallinas come gallinas, y que todas las que tenían se las habían acabado; y otras razones semejantes a estas.

Vista la respuesta, se mandó juntar más la artillería para ver si con ella se podía hacer algún daño, y volvieron a acometerles y a quererlos desalojar, peleando valerosamente; y como la artillería se les acercó más, hacía tan grande estrago en ellos que caían abajo hechos pedazos, con que murieron muchos; y visto el daño, los enemigos se retiraron a otro punto donde no pudieron entrarles, y viendo que era imposible ganarles aquella fuerza, procuróse tenerlos cercados y cogerlos por hambre, que por ser tanta cantidad era forzoso el tenerla, con que se irían los que habían venido de lejos; y así fue, que habiendo visto los dichos enemigos de lejos la tardanza que había en el vencer a los españoles, se comenzaron a ir y los dejaron, porque los más no venían a pelear sino a robar el campo si fuese vencido de ellos; y viendo los que quedaban en el Mixton que se les iban los que habían venido a ayudarles, despacharon mensajeros a los del Teul o Tuich para que les dijesen que cómo no venían a probar su fuerza con los españoles como ellos hacían; y así que oyeron los del Tuich el recado salieron dos mil de ellos de guerra, gente valiente, y habiendo llegado al Mixton dijeron: «Aquí hemos venido a ver cómo peleáis»; a que respondieron: «No nos atrevemos a bajar a pelear, sino que desde aquí lo haremos» Entonces los del Teul dijeron: «Eso no es pelear sino estar encaramados encima de vuestras peñas como gatos; agora veréis vosotros nuestro valor y quién somos, y cómo bajamos y lo que hacemos con estos que aquí os tienen encaramados». Luego los dos mil indios del Teul muy galanes comenzaron a bajar por una ladera abajo todos en ala, y fueron dando vuelta y rodeando el real del virey, donde se entendió luego que era nueva gente aquella, y que según venían podrían pelear, y por lo que sucediese se puso el campo en orden, y ya cerca de la tienda del virey salieron a ellos y se comenzó una escaramuza tan grande que puso al virey en harto aprieto, y viendo que no herían con la flechería y que las flechas iban por alto, prendieron al cacique y a otros muchos indios, y los que quedaron se subieron al Mixton y dijeron a los empeñolados: «¿Qué hacéis aquí encaramados? mirad si somos valientes»; y los que estaban en el peñol les preguntaron que adónde quedaba el cacique y demás de ellos, y ellos respondieron: «Allá se quedaron con el virey y con nuestro amo Juan Delgado». Llevaron al cacique y a los demás al virey, los cuales dieron razón de la causa de su venida, y cómo había sido a instancia y ruegos y importunaciones de los alzados, pidiéndoles favor, y que porque no lo querían hacer los llamaban cobardes, gallinas y mancebas de los españoles, y para que entendiesen que eran más hombres que ellos que estaban allí guardando las peñas, habían bajado para hacer demostración de quién eran y tentarse con los españoles, a los cuales tenían siempre por amigos, y que esto se echaría de ver pues no habían herido alguno, y que pues lo dicho era así, dijo el cacique que pedía al señor virey que no lo ahorcase sino que lo enviase a sacar oro. Esto dijo con tantas lágrimas, que el virey se compadeció de él, y por sus buenas razones le perdonó y envió a su pueblo con su gente, y mandó vestirle; y el cacique le dijo cómo se iba despoblando el Mixton, en el cual había una entrada y callejón por donde se podía ganar, y luego se fue con su gente a su pueblo a poner en orden lo que allí había quedado, porque con su tardanza no se alzasen.

Había quince días que tenían cercados los del peñol, y habiendo sabido por lo que dijo el cacique de la entrada que dio noticia el cacique del Teul, mandó el virey que se batiese con la artillería y se subiese a ver aquella entrada, y entonces así se comenzó a batir por todas partes el Mixton, hiriendo y matando a los empeñolados. Sería esto a medio día cuando estaban todos cansados de pelear y bien calurosos del sol, pues fue forzoso dejar el combate con pocas esperanzas de ganar el peñol, y todos confusos se fueron a comer; y estando el virey en su tienda mandó llamar al gobernador Oñate y le dijo: «Maravillado estoy de ver cosa tan fuerte; no sé qué remedio demos para ganarlos y acabar esta empresa, porque se nos va el tiempo»; y Cristóbal de Oñate le respondió: «Señor, la porfía mata la caza, y la hambre los ha de hacer darse; no dejarlos, que de esta victoria depende la paz que se ha de conseguir, o la guerra que se ha de continuar, y así V. S. no muestre flaqueza ni quiera aflojar, porque yo de mi parte no lo dejaré hasta morir o vencer»; y estando hablando esto los dos, un mancebo llamado Juan del Camino, sobrino del capitán Juan del Camino, fue a dar agua a su caballo por aquella parte adonde los indios del Teul habían dicho había la entrada, y así que hubo bebido el caballo, estuvo mirando por dónde era, y vio en lo alto del Mixton un hombre en un caballo blanco con una banderilla en la mano y cruz roja, el cual le dijo: «Por ahí es la entrada, soldado»; y el Juan del Camino subió por un callejón, que habiendo llegado junto al del caballo blanco, le dijo: «Llano está esto, arremetamos a los enemigos de Dios: Santiago y los ángeles sean con nosotros»; y arremetieron a ellos. Habíase ido Romero a caballo tras de Juan del Camino a ver dónde iba, y como no le halló fuese por el rastro, y entrando por el callejón subió a lo alto del Mixton y vio a los dos matando y hiriendo a los enemigos como leones, lo cual visto por Romero, y la matanza que hacían el del caballo blanco y Juan del Camino, se metió entre ellos peleando y haciendo lo propio.

En esta ocasión estaba el virey comiendo y todo el ejército, y oyeron el tropel y gran ruido que había en lo alto, y viendo que los enemigos se despeñaban, se armaron todos y fueron a ver lo que era; y habiendo subido arremetieron los de a pie y a caballo y fueron a buscar, la entrada, y el del caballo blanco les dijo: «Por ahí, soldados»; y entraron todos y vencieron a los que estaban en el Mixton, y el caballero del caballo blanco se metió en la tropa de los que andaban a caballo y no le vieron más. Murieron en lo alto más de dos mil indios, y se despeñaron casi otros tantos entre chicos y grandes y mujeres, y cautivaron más de tres mil, y se pusieron en huida más de diez mil, y estos fueron los que habitaban por aquellas barrancas, que habían ido más a robar que a pelear, si acaso alcanzaban victoria contra los españoles. Conseguida ya esta tan milagrosa victoria, el virey mandó recoger el campo, y no faltó de él ningún indio ni español, y luego preguntó el virey cómo había sucedido, y habiéndole contado el caso Juan del Camino, mandó luego se supiese qué caballero de los que venían allí en caballos blancos hubiese sido el que tan valiente peleó, y habiéndolos llamado a todos, dijeron que no estaba con ellos, y que ninguno subió allá hasta que fueron todos; y entonces Juan del Camino dijo que era tan esforzado y valiente aquel caballero en cuya compañía peleó, que de un golpe que daba entre los enemigos caían tantos que era admiración, y lo mismo dijo Cristóbal Romero, y que después que subió toda la gente nunca más le vio ni reparó en ello porque entendió era uno de los del campo; que sólo imaginó si era el Sr. Santiago por haberle señalado la entrada con la bandera y cruz, y que en el acometer ambos a tanto enemigo y derribar y matar tanta infinidad de ellos conoció ser obra de Dios. Oído el caso por el virey, y habiéndose averiguado ser el Sr. Santiago, mandó juntar todo el campo, y con todos los sacerdotes que allí había se hizo una procesión muy solemne cantando alabanzas a Dios y el Te Deum laudamus, la cual acabada, pusieron a buen recaudo los esclavos y cautivos, así grandes como niños y mujeres, y aquella noche hubo velas y gran guarda, y fueron tantos los gemidos de los despeñados que no acababan de morir, que otro día de mañana fueron los indios mexicanos y tlaxcaltecas y los acabaron. Quedaron aquellas peñas y riscos corriendo sangre, y los españoles pusieron por nombre al Mixton, Santiago, y el venerable Fr. Antonio de Segovia, apóstol de estos indios, hizo en él una capilla de la advocación del glorioso apóstol, y con el tiempo se cayó, y el Mixton se quedó con el nombre antiguo que tenía, sin que se continuase a llamarle Santiago. Estando en esto tuvo nueva el virey que mucha gente de la que escapó y otros que se juntaron, que serían más de treinta mil enemigos, se habían empeñolado en la barranca de Cristóbal Romero en Tepeaca y que estaban de guerra, y así determinó irlos a desbaratar.




ArribaAbajoCapítulo XXXIX.

En que se trata cómo el virey fue al peñol de la barranca del pueblo de Tepeaca, y lo que sucedió.


Así que el virey supo que los indios estaban empeñolados en el peñol de la barranca del Río Grande, que está junto al pueblo de Tepeaca, que era de Cristóbal Romero, de ahí a dos días que se acabó y allanó lo del Mixton, partió del pueblo de Xuchipila y fue por el río abajo hasta llegar do se junta con el Río Grande que es cerca del río de S. Cristóbal en la barranca, que es un trabajosísimo camino, y habiendo llegado allí asentó su campo en el pueblo que hoy se llama de S. Cristóbal, entre aquellos dos ríos; y habiendo descansado, envió a saber y ver lo que había, y lo que se supo fue que no había quedado indio en todos aquellos ríos, porque todos se habían subido en aquel peñol, y que eran más de treinta mil, y entre ellos muchos cascanes de los que se escaparon en el Mixton, y mandó al gobernador Cristóbal de Oñate enviase sus capitanes a castigarlos y desbaratarlos, y luego el gobernador envió al capitán Miguel de Ibarra con doscientos españoles y mil mexicanos, y entre ellos a Cristóbal Romero que era encomendero de aquellos pueblos, ordenando que lo más del campo se quedase con el virey para que le guardasen y para lo más que se pudiese ofrecer, por ser la tierra más áspera de la Nueva España. Y habiendo el capitán Miguel de Ibarra ido al pueblo de Tepeaca y su peñol, que estaba tres leguas distante del campo del virey por malísimo camino, luego cercó el peñol para acometer otro día los enemigos y desbaratarlos; pero a media noche Cristóbal Romero les envió a decir se fuesen, lo cual ellos hicieron así que tuvieron el aviso; y otro día de mañana Miguel de Ibarra acometió al peñol y fuerza, y lo entró y ganó, y no halló en él enemigo alguno, sino dos o tres viejas de cien años calentándose al fuego, a las cuales la mucha edad que tenían les fue impedimento para que no se fuesen. Fue esta burla muy reída y celebrada de los capitanes que habían ido con Miguel de Ibarra, viendo lo que lo habían de sentir los que habían venido de México, que todas sus pláticas eran hacer esclavos con grandes ansias. Y habiendo vuelto donde el virey estaba les preguntó por la presa, y el capitán respondió: «Allá quedan todos»; y preguntó en qué forma, y el capitán respondió contando el caso. Pero no faltó un soldado de los que venían con el virey que dijese que Romero había avisado a los empeñolados, y oyendo el virey esto, con mucha cólera mandó prender a Romero, y le hizo la causa y sentencióle a muerte, y que luego se ejecutase; y estando ya confesado y ordenado que lo colgasen de un mezquite y ya para sacarle, acudió Cristóbal de Oñate con muchos caballeros, y hincados de rodillas le dijeron con muchas súplicas que Su Señoría no hiciese tal, porque se había Dios y S. M. de servir de ello, y que reparase que aquel hombre tenía hijos y mujer y le había servido muy bien en México y en este reino, y que si se había de ejecutar la sentencia lo degollase a él primero, y luego a Miguel de Ibarra; y que antes había de agradecer Su Señoría y tenerle en más, porque según iba la guerra no quedaría indio en el reino, y que mirase bien en ello; y así el virey, viendo la resolución y lo que aquellos señores le habían dicho, le perdonó y mandó fuese con él a la jornada de Compostela. Luego que Romero fue suelto y perdonado, salió el virey del río y pueblo de S. Cristóbal, y cogió su camino para ir al peñol y valle de Ahuacatlan, por haberse dicho que estaba allí empeñolada casi toda la provincia de Compostela, y aun se decía había de pasar a Culiacan y que había de volver a la provincia de la Purificación y lo había de allanar todo de una vez, si bien los soldados de México lo sentían porque tenían más de cinco mil esclavos y les parecía que ya les bastaba; y habiendo pasado el río enderezó su viaje para el pueblo de Etzatlan, y así aquel día fue a dormir el campo al pueblo de Tequisitlan, que sería casi de mil indios, los cuales salieron de paz y hospedaron el campo, y Cristóbal Romero regaló muy bien al virey y le sirvió, que era encomendero de este pueblo, y estando allí dos días fueron a verlo todos los pueblos del valle de Tonalá, y a dar disculpa de cómo ellos no habían sido en el alzamiento, como es verdad que nunca lo fueron.

Díjoles el virey que los españoles se habían de pasar de la banda del río a vivir entre ellos, que los tratasen bien y que les hiciesen sus casas, y que de no lo hacer así, volvería de México a castigarlos, y todos prometieron de ayudar a los españoles y ser leales vasallos de S. M.; y habiendo regalado y acariciado a todos aquellos caciques los despidió, y mandó marchar su campo para el pueblo de Tequila, que está en el camino que va a Etzatlan y Ahuacatlan; y así como salió de Tequisitlan mandó que una compañía de a caballo fuese hacia el camino de Apanique a salir a Amatitlan a ver si había gente enemiga empeñolada, y fue por caudillo de ellos el capitán Miguel de Ibarra, y entre los que fueron fue Salamanca, Diego de Colio, Romero, Ángel de Villafañe y otros, los cuales corrieron muchas barrancas y no hallaron cosa ni rastro de indios de guerra, sino que bien cansados y asoleados salieron al pueblo de Amatitlan, donde hallaron al virey y le dieron cuenta de todo, y se fueron a descansar y cenaron de unas patas de vaca que fueron bien solemnizadas por la mucha hambre que llevaban. Otro día fueron al pueblo de Tequila y hallaron los indios medio alborotados, porque temían habían de ser castigados por haber sido en las muertes del P. Fr. Antonio de Cuellar, guardián de Etzatlan, al cual mataron entre el pueblo de Ayahualulco y Ameca en el portezuelo, y al P. Fr. Juan Calero en la serranía de Tequila. Pero con todo eso el virey los envió a llamar, y le salieron a recibir mucha cantidad de ellos, y los caciques, que el uno se llamaba D. Fernando y el otro D. Diego, comenzaron a disculparse que ellos no habían sido en la muerte de los frailes de Etzatlan, sitio los de Ameca; pero con todo eso el virey mandó asegurarlos y que fuesen con él a Etzatlan, diciendo que allí se averiguaría con los de Ameca, y con esta fe fueron los caciques con el virey; y habiendo asentado y visto el pueblo de Tequila, que era de más de mil indios, partió con su campo para el pueblo del cacique Guaxicar, que era de más de tres mil, en el valle que ahora llaman de la Magdalena, y por otro nombre la Higuera.

Mandó el gobernador Cristóbal de Oñate que fuese un capitán al pueblo de Guaxicar, una legua de allí sobre Guaxacatlan, a ver si había quedado alguna gente de alzamiento, y habiendo ido el capitán con algunos soldados, no hallaron persona alguna, porque todos se habían metido en las barrancas del río, y pasó de la otra banda; de allí pasaron a la provincia de Xocotlan, y hallaron los indios tan alborotados y empeñolados, que era imposible entrarles, con que se volvió el capitán con sus soldados al cabo de tres días, y dio razón de todo; y habiéndolo oído el virey mandó llamar al gobernador Cristóbal de Oñate, y le dijo que le parecía cosa muy trabajosa querer de presente allanar aquella gente en tan empinadas y desesperadas sierras y barrancas, y que había de costar mucho, y que un español en aquella ocasión era de mucha importancia y valor, y que eran pocos para domeñar tales asperezas, y que lo mejor era que se juntase la gente de los llanos y valles, para que sujetada esta y ganada la tierra y pacífica, con facilidad se allanaría todo lo demás.

Dicho esto por el virey, pareció bien a todos, y así mandó marchar el campo para el pueblo de Etzatlan, que estaba de allí tres leguas, y habiendo llegado fue muy bien recibido del capitán Diego López de Zúñiga y soldados que allí dejó puestos el adelantado D. Pedro de Alvarado, y todos aquellos señores y caciques de este pueblo y provincia, que era de más de veinte mil indios, salieron a recibirle y le aposentaron y a todo el campo, y sirvieron muy bien de paz, porque los de esta provincia siempre la tuvieron y nunca se alzaron. Y estando todos en Etzatlan aderezándose para pasar el puerto y ir a desbaratar el peñol de Ahuacatlan, al cabo de cuatro días le llegaron nuevas de cómo el capitán Juan de Villalva había ganado y desbaratado todas las fuerzas, y que lo de Culiacan y Purificación estaba llano, y asimismo le llegaron nuevas de Cíbola de cómo se salía el general Francisco Vázquez Coronado, por no haber en aquella tierra cosa de valor ni de importancia; y habiéndolo sabido el virey, con todo eso quiso pasar adelante por verlo y dejarlo hollado y quieto, para que no le obligasen a volver a salir de México a semejantes pacificaciones; y estando con esta determinación, el gobernador Cristóbal de Oñate y los demás capitanes y gente principal del campo le fueron a suplicar que Su Señoría se volviese de allí a México, porque allá era de mucha importancia su presencia, pues que ya lo de acá quedaba llano, y las fuerzas más principales de los indios estaban rendidas, y que hacer otra cosa sería yerro, pues todo el peso de la Nueva España pendía de Su Señoría, y que él con los capitanes que tenía tomaba a su cargo lo de la Galicia con las veras que siempre en servir a S. M.: y habiéndolo oído el virey agradeció mucho el consejo, diciendo que con mucha confianza se iba, y que del valor de tales capitanes esperaba harían todo lo que prometían, como siempre lo habían hecho, y que cada y cuando se ofreciese una necesidad acudiría con su persona con las veras que verían, y que les pedía que con la brevedad posible poblasen la ciudad donde tenían tratado y sacasen toda la gente de ella antes que sucediese algún fracaso o otra mayor aflicción que en la que se vieron, y que no tenían para qué rehusarlo ni qué temer de Guzmán, pues todas eran tierras del rey; y habiendo concluido y tratado muchas cosas, se despidió del gobernador Oñate y de los demás capitanes, y mandó que los soldados y capitán que allí estaban por D. Pedro de Alvarado se quedasen allí con algunos españoles parte de ellos, y los demás se fuesen, y así quedó el dicho capitán D. Diego López de Ayala y Zúñiga, y luego envió a todas las fronteras de Autlan y Zapotlan y las demás que Alvarado puso, para que fuesen donde quisiesen, con que algunos se quedaron y otros se fueron a México y otros al Perú; y habiendo partido de Etzatlan para México, así que llegó con todo su campo se le hacían grandes fiestas y solemnísimo recibimiento, llevando el triunfo y trofeo de los enemigos que llevó presos y cautivos, que era cantidad de cinco mil indios, chicos y grandes. Quedó la tierra con este castigo tan pacífica, que hasta estos tiempos no se volvió a alzar.

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