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Año de 1727

Mudados de semblante los intereses de las principales potencias de Europa en el curso del año 1726 por los tratados de Viena y Hannover, cada uno esperaba ver en el principio de éste hacia dónde reventaba la tempestad que ambas alianzas trabajaban a formar. Inclinada la nación inglesa regularmente a la desconfianza por los que gobiernan, no podía tolerar la estrecha unión que reinaba con Francia, separándose de la que se había conservado hasta entonces con el Emperador. Vituperábase altamente este proceder, y esto dio lugar a muchos escritos contra el Ministerio. Siendo del interés de Su Majestad Británica el justificar en su Parlamento los motivos de esta mutación, y hacer evidente la justicia de ella, convocó a esta Junta para el 28 de enero.

Expúsose en ella el estado de la nación, del comercio y de los perniciosos designios de las cortes de Viena y Madrid, y la urgente necesidad de concurrir unánimes para la defensa del gobierno anglicano de la religión, y de la libertad de sus vasallos; mas esto no sosegó los ánimos, antes exasperó a muchos, tratando de quimeras la supuesta consternación de la corte, cuando el conde de Strafford, par de la Gran Bretaña, dijo que le parecía de la última importancia se examinasen el gran número de cartas, memoriales y papeles que se habían recibido del marqués de la Paz, del conde de Morville, milord Stanhope y del marqués de Pozo Bueno -éste acababa de retirarse de Londres por orden del Rey Católico, dejando una memoria en que insistía sobre la restitución de Gibraltar-. Leídas estas cartas, el lord Bathurst declaró primeramente que la alianza de Prusia era vacilante; que no se podía contar mucho sobre la de Francia; que los holandeses, siendo tan interesados, y en algún modo más que los ingleses, en el comercio de las Indias, y, por consiguiente, en la abolición de la compañía de Ostende, era preciso concurriesen a la garantía de Gibraltar, y obligarles a repartir el peso de la guerra.

Después, pasando a lo que concernía a España, expuso no se debía aventurar un rompimiento abierto con esta Corona sin fuertes razones; que si al duque de Ripperdá se le habían soltado muchas expresiones indecentes, nadie ignoraba el ímpetu e indiscreción de este ministro; que los soberanos tenían derecho de negar o reprobar las imprudencias, como lo había ejecutado el Rey Católico, y que de lo contrario sería menester tener siempre las armas en la mano, por los temerarios discursos que a veces aventuran sus ministros; que podían hacer reflexión se había tratado al Emperador con poco decoro, y que el embajador de España acumulaba en su memoria al Ministerio inglés las turbaciones de que estaba amenazada la Europa; que se hablaba también en ella de una promesa positiva, hecha por el Rey, de volver Gibraltar a España; que no siendo verisímil se atreviese un ministro público a anticipar cosa semejante sin fundamento, era necesario saber si se había hecho tal promesa, o algo que la indicase, en el tratado de Madrid; y finalmente, que más valía una composición que precipitarse en una guerra cuyas consecuencias son siempre inciertas y podían ser fatales; y terminando su discurso, dijo que no era español ni francés, pero que mientras tuviese la honra de concurrir en la Cámara, siempre había de hablar con libertad por el bien de la patria, concluyendo con esta reflexión: Si en la guerra que queremos emprender somos superiores, ¿qué ganaremos? Nada. Y si somos balidos, ¿qué aventuramos? Todo.

Este discurso no quedó sin respuesta; milord Townshend, secretario de Estado, lo refutó; pero milord Bingley tomó la defensa de aquél, haciendo una dilatada enumeración de los daños que podían resultar. Mas otros pares, agregándose al partido de la corte, hicieron plausibles las razones de Townshend, y, por último, quedó superior; bien que no impidió a diez y ocho señores firmar y hacer protocolizar una protesta contra la aprobación de aquellos que iban a favor de la corte.

Las noticias que cada día se recibían de los grandes preparativos de guerra que en España se hacían, y de las tropas que se juntaban en Andalucía, había obligado al Gobierno anglicano a enviar una escuadra, bajo el mando del almirante Wager, a fin de transportar tres regimientos de infantería para reforzar la guarnición de Gibraltar; pero habiéndose sabido posteriormente, por algunos navíos venidos del puerto de esta ciudad, que se juntaban tropas en las cercanías de ella, dispuso se embarcasen otros tres regimientos y diez compañías de guardias inglesas, con gran número de embarcaciones cargadas de municiones y de todo lo necesario para la defensa de un dilatado sitio. En fin, por los repetidos avisos, la nación entera se interesó en la conservación de una plaza tan importante para su comercio. El clero y la mayor parte de las comunidades, con emulación presentaban memoriales, ofreciendo cuanto dependía de ellos. La ciudad de Londres se distinguió particularmente en esta ocasión; y el Rey, por un efecto de su benignidad, mandó se dispusiese una comida para regalar al corregidor, regidores y todos los individuos del Común Consejo, haciendo los honores de ella los ministros de Su Majestad y grandes oficiales de la Corona. Los gastos del banquete importaron mil y quinientas libras esterlinas, y la alegría de los convidados, celebrando esta fiesta, fue tan completa que se agotaron mil doscientas botellas de vino y se tiraron al aire hasta cincuenta docenas de vasos.

Mientras resonaba en Londres la alegría de los brindis, la corte pensaba seriamente, después de haber provisto a la seguridad de Gibraltar, a ponerse en estado de defensa, e impedía cualesquier desembarco en Escocia y demás parajes, donde se podía intentar alguna invasión en aquel reino; igualmente en repeler los satíricos escritos que se esparcían contra el Gobierno. El Graftsman, que cada semana sale en Londres, apareció con una advertencia que anunciaba se vendían en el pósito de Westmunster, y en el oficio de las representaciones, las libertades del pueblo anglicano establecidas por el Gran Decreto. A éste se siguieron otros libelos contra la conducta y proyectos de la corte, en que se expresaban sus autores en los términos más agrios, y entre otros el Escribano Ocasional, que la voz pública atribuía al vizconde de Bollingbrok, en el que se atacaba especialmente al caballero Roberto Walpole. El diario del Mist se aplicó en criticar la averiguación de los motivos, etc., publicado por orden del Gobierno; y otro en que el autor, con el nombre de Caleb de Amberes, explicaba bajo una alegoría maligna todas las mutaciones y revoluciones que había experimentado el Gran Decreto concedido por el rey Juan, y se miraba como la base de los derechos y privilegios de la nación inglesa.

Estos escritos no quedaron sin respuestas. El caballero Walpole respondió al Escritor Ocasional en un estilo no menos satírico, justificándose de las variaciones en materias políticas que su adversario le imputaba, y se explica del tenor siguiente, en un paraje: «No es al Emperador ni a los reyes de Francia y España ni a cualesquier otro potentado por quienes debemos empeñarnos, ni a ninguno de ellos que debemos constantemente apoyar y socorrer. El poder está entre los príncipes de la Europa como el flujo y reflujo continuo; cuando lo vemos subir con demasiada rapidez hacia un paraje y que amenaza nuestros justos derechos y privilegios, es allí nuestro enemigo, y el verdadero objeto de nuestros pavores. No se debe inferir que, porque hemos socorrido y ayudado a levantar al emperador Carlos VI, estemos obligados a permitirle de elevarse tanto como quisiera, a costa y sobre las ruinas de nuestra nación. La misma política que nos sugirió hacer lo uno, nos enseña debernos impedir lo otro, y se puede creer que, como este monarca experimentó en un tiempo que nuestro socorro le fue útil, probará en una coyuntura contraria cuán temible es nuestra oposición a sus designios.»

En vista de estos libelos es fácil discurrir la agitación que reinaba en la nación -cuyas deudas subían a más de cincuenta millones de libras esterlinas-, atribuyendo al Rey que, con el pretexto aparente de una invasión quimérica, quería abrogarse un poder despótico y hacer servir a este designio la confianza y deferencia del Parlamento. Este monarca y sus ministros no ignoraban cosa alguna de cuanto se decía sobre este artículo; por lo mismo, sus operaciones eran mas circunspectas, y a fin de no fortificar semejantes sospechas, se buscaban los medios de minorar en el interior del reino las cargas del Estado, sostener el comercio y conservar a Gibraltar y Puerto Mahón, cuya importancia conocía la nación, y a que concurría gustosa; pero en cuanto al Emperador, cuya discordia con el rey de Inglaterra se aumentaba cada día por el supuesto proyecto formado de excitar de acuerdo con la Czarina una revolución en la Gran Bretaña, no tenía el mismo asenso, y se temía justamente las consecuencias de los discursos nada decentes de Su Majestad Británica para darla crédito.

Estos discursos no tardaron en penetrar a Viena, y el señor Palm, ministro de esta corte, los acompañó con la arenga que el rey Jorge hizo en la abertura de su Parlamento. Advirtiendo en ella al César la falta de verdad, juzgó de su interés desimpresionar a la nación inglesa de esto y del pretendido artículo secreto de su alianza con España. Para hacer evidente, pues, la ilusión, mandó se imprimiese el tratado de Viena, ordenando al mismo tiempo al conde de Sintzendorf expusiese los justos agravios de Su Majestad Imperial en una memoria que fue presentada al Rey británico por el señor Palm, en la cual se negaba cuanto este príncipe había expuesto a su Parlamento. La sinceridad alemana fue mal recibida, y atrajo al ministro imperial la orden de retirarse de la corte. Despachóse incontinente al señor de San Saphorin un correo, haciéndole saber lo que acababa de ocurrir en Londres, con orden de declarar públicamente era inútil pretendiesen los ministros del Emperador ocultar hechos evidentes, y de que se tenían pruebas convincentes; pero sus razones no fueron mejor recibidas que las del señor Palm, y el secretario del gran mariscal de la corte le significó la de retirarse, igualmente que al barón de Huldenberg, enviado de Hannover, y al señor Harrison, residente de Inglaterra, en el término de dos días, y de los Estados hereditarios cuanto antes.

Las recíprocas y públicas denegaciones de ambas cortes de Viena y de Londres, anunciaban un próximo rompimiento, y es así que mutuamente se prepararon a la guerra. Ya había dado el César disposiciones en Flandes para la seguridad de estos países, con especialidad para la de Ostende; providenció del mismo modo a la defensa de los demás Estados, destinando varios cuerpos de tropas para el Rhin e Italia, debiendo mandar aquéllas el príncipe Eugenio, y éstas el conde Guido de Staremberg; y según la lista que entonces se publicó de las tropas de Su Majestad Imperial, constaban, así de caballería como de infantería, cerca de doscientos mil hombres.

La atención de este príncipe en lo concerniente a la guerra, no disminuía en nada el ardor de sus ministros en las negociaciones de que estaban encargados en el Imperio y en el Norte, procurando persuadir que los empeños del rey de Prusia tomados con su amo, estaban por efectuarse, y esto no inquietaba poco a los demás aliados de la liga de Hannover. Por otra parte, se resistían los electores eclesiásticos y algunos príncipes católicos a concurrir con la corte de Viena, por no concordar los intereses de la religión y quietud de Alemania con el aumento de poder que se meditaba conceder al rey de Prusia; bien que la situación vacilante de este príncipe daba a entender quería abrazar el partido más ventajoso. No obstante, ofrecieron los electores al César su contingente, el cual, unido con las tropas imperiales, podía formar un ejército formidable; pero estos príncipes necesitaban dinero, y las liberalidades de la corte de Madrid sobre que se contaba en Viena para pagar los subsidios, tardaban, cuando el duque de Bornonville llegó el día 22 de enero con mucho esplendor, muchos proyectos y promesas, entretanto que sucedía el arribo incierto de los galeones.

Los más bellos proyectos se eclipsan si no hay dinero con que poder ponerlos en ejecución. Esta situación crítica en que se hallaba la corte de Viena, no presentándola sino obstáculos al éxito de sus designios, parece debía manifestar alguna inclinación a las proposiciones de paz que, por medio del nuncio, ambos reyes de Francia e Inglaterra le hacían; pero no acostumbrada a minorar de su altivez, o acaso esperanzada en los fondos que prometía el duque de Bornonville, aumentaba sus instancias acerca de los Estados del Imperio, para determinarlos a declararse contra los aliados de Hannover, buscando al mismo tiempo los medios posibles de estorbar las negociaciones de éstos en el Norte; y para salir con el intento, no se descuidó en publicar que la Francia, después de haber sabido meter en sus intereses a los reyes de Inglaterra y Prusia, quería valerse de esta ocasión para encender una guerra en el interior de Alemania, dividiendo así los miembros de con el jefe, para debilitarlos y servir después a sus fines particulares.

Públicas estas voces en Ratisbona, el ministro de Francia, el señor de Chavigny, presentó, por orden de su corte, una declaración al directorio de Maguncia, según costumbre, a fin de que se comunicase a los tres colegios de la Dieta; pero el príncipe de Furstemberg, principal emisario del Emperador, se opuso a ella, pretendiendo ser instruido antes de las intenciones de Su Majestad Imperial. Esto no impidió al ministro francés insinuar en las conversaciones particulares que tenía con los de la Dieta la irregularidad de este proceder, y sugerir discursos que pasaban prontamente de Ratisbona a las diferentes cortes del Imperio, a donde se recibían sin disgusto y perjudicaban en extremo a los intereses del César, con especialidad en los círculos de Suabia, Alto y Bajo Rhin.

Entretanto recibió el príncipe de Furstemberg un decreto de Su Majestad Imperial, el cual, confirmando cuanto sus ministros habían declarado acerca de los perniciosos designios de los alíados de Hannover, sirvió al mismo tiempo para dar a conocer al Imperio los paternales cuidados de este monarca en prevenir sus consecuencias funestas. Después permitió el principal comisario se llevase a la dictadura pública la declaración de la Francia; y para sostener a la vista de todo el Imperio cuanto se había anticipado por esta Corona, hizo el expresado comisario público el referido decreto, la memoria que el rey Jorge presentó al señor Palm y la carta que sobre este asunto escribió el conde de Sintzendorf.

El señor Le-Heup, ministro británico en Ratisbona, y, por consiguiente, testigo de la animosidad que semejantes procederes ocasionaban, no se asustó mucho; como obraba de acuerdo con el de Francia, presentó al otro día que apareció el decreto imperial una declaración en todo conforme a la del señor de Chavigny, en que se expresaba en los términos más agrios. Ofendidos los ministros cesáreos de esta pieza, y mirándola como injuriosa al Emperador, obtuvieron de la Dieta no sólo que no se protocolizase, sino que el secretario de la legación de Maguncia se la volviese a dicho ministro. Esto se hubiera ejecutado luego a no haberse éste ausentado de Ratisbona; pero de regreso a esta ciudad, el secretario de la legación pasó a su casa para ejecutar la orden. Prevenido el señor Le-Heup en lo que debía suceder, para evitar el desaire envió a su secretario, a fin de que esperase en la escalera de su casa la legación de Maguncia. Apenas apareció ésta, cuando aquél le leyó en alta voz una esquela cuyo contenido era que, informado su amo de la comisión, le quería excusar el trabajo de cumplir con ella y la mortificación de recibir del señor Le-Heup una respuesta que no sería agradable al Directorio de Maguncia.

El secretario de la legación quiso pasar adelante, diciendo al de este ministro que venía a ejecutar las órdenes del Imperio, y no en particular las del Directorio de Maguncia. «No importa -respondió el otro-, es inútil paséis adelante; no hay otra cosa que comunicaros», volviéndole la espalda. Expuesto lo ocurrido en la Dieta, y hecho público por la Dictadura, se significó al ministro británico una orden del Emperador para que saliese de Ratisbona en dos días, y en quince de las tierras del Imperio. Esta determinación confirmó al público de que la guerra no podía estar lejos.

* * *

Mientras pasaban en Alemania todas estas disensiones, la reina de España, que tanto había trabajado para asegurar la sucesión de los Estados de Parma y Plasencia, igualmente que el gran ducado de Toscana, al serenísimo infante don Carlos su hijo, y no sin encontrar grandes obstáculos, ya por parte del César, que temía, con razón, las consecuencias a de es establecimiento, ya por la del Pontífice, el cual se creía en derecho de disponer de aquéllos como feudos de la Iglesia; en fin, ya por la del Gran Duque, que, no veía gustoso le designasen un sucesor durante su vida y quitarle la libertad de elegir aquel que le fuese más agradable; parecía, digo, a esta princesa deberse esperar tranquilamente la muerte de los dos soberanos que colocaban al infante en sus respectivos Estados por dueño de ellos; pero los arcanos de la divina Providencia no siempre se concilian con las medidas que la prudencia humana suele tomar. Habiendo muerto casi de repente, la noche del 25 al 26 de febrero, Francisco Farnesio, duque de Parma, tío y padrastro de la Reina Católica, Antonio Farnesio, hermano de este príncipe, que podía casarse y tener hijos, le heredó. Esta mutación de soberano en el pequeño Estado de Parma, la causaba grande en los proyectos de España para el establecimiento de don Carlos.

La corte de Viena, que miraba su unión con ésta como insubsistente, recibió secretamente gran gozo, porque el César había consentido con indecible repugnancia en tener vecino tan peligroso para sus Estados de Italia como a un infante de España, y le era grato que, sin dar a Su Majestad Católica ningún motivo de quejas, quedasen estos Estados en la Casa de Farnesio, de la cual no tenía que temer. No sucedía lo propio en los demás príncipes de Italia, los cuales se alegraban tener en medio de ellos una potencia capaz de contrapesar la de tan gran monarca como es el Emperador. No obstante, esperábase en España con algún fundamento, que si el príncipe Antonio se determinaba a casar, moriría, como su hermano, sin posteridad, y aunque ambas cortes de Viena y Madrid observasen las diferentes medidas que la muerte del duque de Parma les obligaba a tomar, con todo, reunían sus esfuerzos para empeñar a la Suecia de acuerdo con la Czarina; y a esto trabajaba el César con grande ardor.

España no estaba más sosegada: dos meses hacía que se trabajaba sin interrupción en los preparativos del sitio de Gibraltar, cuya trinchera se abrió finalmente la noche del 22 al 23 de febrero, y no sin haber precedido varias conferencias acerca de él. Muchos eran de opinión se dirigiesen los ataques contra esta ciudad por la punta de Europa, cuyas endebles fortificaciones prometían favorable suceso; lo cierto es que fue la primaria intención de la corte; pero el conde de las Torres, hombre cerrado en su dictamen, y a quien todo allanaba su valor y experiencia, jamas quiso diferir a tan prudente parecer, lisonjeándose que, dando principio al sitio de esta fortaleza por donde lo concluyó el mariscal de Tessé en 1704, le sería fácil conseguir la rendición de esta importante plaza. Si el efecto hubiese correspondido a la idea, no se puede dudar venciera prontamente todas las dificultades que se fueron multiplicando, lo que no tuvo arbitrio después de reconocido el engaño.

Reunido todo el ejército en las cercanías de San Roque, en número de quince a dieciséis mil hombres, mandó el conde de las Torres al teniente general conde de Montemar, juntamente con el mariscal de campo marqués de Castropiñano y el brigadier conde de Mariani, pasasen a reconocer la plaza y sus inmediaciones, hasta llegar a la torre llamada de los genoveses, lo que ejecutaron en el día 30 de enero, sin el menor embarazo de los ingleses. El 13 de febrero se presentaron los españoles a tiro de cañón de la plaza, empezando este día a tirar una paralela hacia el mar y hacer otros preparativos para el sitio de Gibraltar, entretanto llegaba la artillería, municiones y todo género de instrumentos para mover tierra, en cuya expectativa el conde de las Torres dio las más acertadas disposiciones para abrir la trinchera sin ser inquietado por los ingleses.

El día antes, habiendo este general hecho comenzar después de otros muchos trabajos una batería a medio tiro de cañón de la ciudad, el coronel Clayton, teniente gobernador de esta fortaleza, le escribió que, siendo este trabajo contrario a los tratados que subsistían entre las dos naciones, creía deberle avisar que, si no lo suspendía, tomaría las convenientes medidas para impedir sus atentados. La respuesta del conde de las Torres no fue menos arrogante pues respondió que habiendo trabajado hasta entonces sobre el territorio perteneciente a España, porque el de la ciudad no tenía otro distrito que el de sus fortificaciones, y apoderada ésta de las torres del Molino y del Diablo, que no eran de su jurisdicción, podía contar que si no las abandonaba inmediatamente tomaría otras providencias, supuesto que, para hacer el sitio de Gibraltar, no era necesario formar los ataques de tan lejos, como reconocería en la ocasión.

Ambos comandantes sabían a qué atenerse, y cada uno pensó por su lado a la defensa y ataque. El coronel Clayton retiró luego las tropas empleadas en las referidas torres, mandando disparar un cañonazo con bala sobre nuestros trabajadores, y poco después una descarga de cañones, con lo que se empezaron las hostilidades de una y otra parte. Pronto todo para abrir la trinchera, se ejecutó, como ya se ha dicho, la noche del 22 al 23. Cinco batallones de infantería con sus banderas, una brigada de ingenieros con mil y quinientos trabajadores y lo demás concerniente, al mando del teniente general más antiguo, don Lucas Spínola, el mariscal de campo don Rodrigo Peralta y el brigadier marqués de Torre-Mayor, conducidos todos por el capitán general conde de las Torres, desde el campo hasta el pie del corte del peñasco del monte de Gibraltar, dieron principio a ella, según el plan proyectado, y no sin pérdida de gente. Al amanecer, empezando los enemigos a hacer fuego de su fusilería desde la cumbre del peñasco, arrojaron al mismo tiempo cantidad de piedras, bombas y granadas, y poco después, acercándose dos navíos de guerra con una balandra a la playa de Levante, y otros dos a la de Poniente, cañonearon y bombardearon nuestras tropas, de tal modo, que cruzaban sus fuegos con los del muelle viejo, sin contar los morteros, que duraron todo el día. La pérdida, aunque fuese grande, no correspondió, sin embargo, a tanto fuego; el marqués de Torre-Mayor salió herido.

Como no había precedido declaración de guerra contra la Inglaterra, cuyo embajador residía en Madrid con afectada aceptación de la corte, la tropa española acantonada de San Roque y lugares de sus cercanías, con la seguridad que inspira una profunda paz, no fue difícil a los oficiales distinguidos de ambas naciones española y anglicana obtener las respectivas licencias de sus generales para pasear el campo y la ciudad, con tal que su número no excediese de dos personas al salir o entrar en una y otro. Habiéndose presentado los marqueses de Castelar (don Lucas Patiño) y de Bay a la puerta de Gibraltar, advirtieron al entrar, no sin grande admiración, que la custodia de ella estaba confiada a una tropa cuyos soldados, los más, eran desertores de sus regimientos. Informáronse de los motivos de su deserción, y cómo siendo desleales podían estar en un puesto de tanta importancia. Ahí verán ustedes, respondió uno de ellos, después de haberse sincerado -porque en semejante coyuntura todos tienen sobrada razón- cómo los ingleses saben atender al mérito de la tropa: no obstante, conservamos un afecto grande para nuestros coroneles, y si a ustedes acompañase número suficiente, o volviesen mientras estemos aquí, con la necesaria gente, pudiéramos poneros en posesión de este puesto. Fuese jactancia o jocosidad, no hay duda que a haberse puesto en estado de practicar el aviso, se hubieran superado las invencibles dificultades que ocurrieron en esta desgraciada empresa.

Serias reflexiones hicieron ambos marqueses sobre este inesperado encuentro: ambos valerosos, y con los impulsos que estimula el honor heredado, ninguno podía conducir la estratagema como ellos. Conferenciaron sobre el caso; pero ¿cómo poder hacerlo aprobar del conde de las Torres, hombre inflexible y entero en su resolución, de que nunca se apartaba? Sabíase que su idea era formar el sitio según las reglas del arte, y hubiera creído disminuir su gloria valiéndose del ardid y de la astucia; esta propicia ocasión se sepultó en el silencio, por saber con harto fundamento no la admitiría. Si se me objeta que dichos desertores no podían cumplir con lo ofrecido, o temerosos se retractasen, respondo que el único medio de apoderarse de esta fortaleza, no teniendo armada naval, era, despreciando el peligro, arrimar el petardo y a costa de tres o cuatro mil hombres entrar en la plaza, obligando a la guarnición a poner las armas en tierra, supuesto que la principal fuerza de ella consistía en la montaña y en el muelle; aquélla, para batir la campaña, y éste, el mar.

Esta anécdota me ha parecido de bastante consecuencia para no omitirla; porque siendo el general uno, y los pareceres muchos, aquel que se cree menos adaptable suele ser el más fácil de conseguir. ¿A cuántos la aspereza de genio fue funesta al Estado y a la tropa? Muchos ejemplos pudiera producir aquí, y entre otros el de la sorpresa de Veletri, que por desatender avisos importantes, puso en eminente peligro a la sacra persona del rey de las dos Sicilias y a todo el ejército; pero aún no ha llegado el caso de tratar esta materia, y no debemos anticipar hechos: volvamos a nuestra narración.

Poco después de haberse sabido en Madrid la abertura de la trinchera, milord Stanhope partió de la corte para volver a Inglaterra; pero, precaviendo antes de su partida las consecuencias de la resolución, que sin duda se tomaría en Madrid, de arrestar a todas las naves inglesas que se hallaban en los puertos de la Monarquía, dio este ministro aviso a sus comandantes para que sin dilación se pusiesen a la vela; orden que se ejecutó con tanta felicidad, que apenas se encontró una cuando llegó la de la corte; mas se procedió contra los efectos, mandando se embargasen en todos los dominios del Rey Católico.

* * *

La noticia del sitio de Gibraltar no tardó a divulgarse por toda la Europa. Las dificultades casi insuperables en la conquista de esta plaza, junto a los demás inconvenientes que resultaban de esta empresa, habían dejado al público en la opinión de que la corte de Madrid no pensaba en tal designio; pero, ya evidenciado, se hizo la conversación de todos los políticos. El capitán Hanock fue quien llevó esta nueva a Inglaterra, en donde llegó el 12 de marzo; súpose por él cómo habían arribado desde el día 3 de febrero a Gibraltar, igualmente que el coronel Clayton, las tropas que estaban a bordo de los navíos del contralmirante Hopson, y que la guarnición se asustaba poco de los esfuerzos del general de las Torres. No obstante, la conservación de esta fortaleza interesaba tanto a la nación inglesa, que el Gobierno se preparó a enviar nuevos socorros, que marcharon, sucesivamente, bajo la escolta de un navío de guerra que restituía a Marruecos un embajador de África, y en el cual se embarcó el conde de Portmore, su gobernador propietario, aunque de edad de setenta años, con gran número de voluntarios.

Las medidas que la corte de Londres tomaba para impedir a los españoles el éxito propuesto en esta empresa eran en algún modo superfluas, porque el conde de las Torres encontraba a cada instante nuevas dificultades por la situación del terreno, que no le dejaban sino un pequeñísimo espacio para conducir los jiquezaques de la trinchera, mientras los ingleses, que habían practicado varias cortaduras, o pequeñas plazas de armas en forma de anfiteatro sobre la montaña que dominaba los trabajos de los españoles, incomodaban a éstos tanto más, cuanto no podían evitar la carnicería que causaba en ellos el incesante fuego de la plaza. Sacrificadas las tropas sin humana esperanza de suceso, empezaron a murmurar contra su general, y de las seguridades que daba a Sus Majestades de poner dentro de poco tiempo esta plaza a su obediencia.

En esta inteligencia, y sobre la facilidad con que el conde de las Torres había demostrado infalible la conquista de Gibraltar, los Reyes se determinaron a esta expedición, no obstante de estar el Real Erario exhausto; pero habiendo llegado la flota -a pesar de los ingleses, que corseaban los mares para apresarla- al puerto de Cádiz el 5 de marzo, cuya circunstancia causó júbilo universal, se pensó en los medios de continuar el sitio con vigor. Este socorro no podía llegar más a proposito: despacháronse incontinente correos a varias cortes, y no avivó poco la buena voluntad de los príncipes del Norte, que no entraban en la Liga de Viena sino para aprovecharse del tesoro que traía la flota, valuada en dieciocho millones de pesos.

La Inglaterra, en extremo sentida de verse frustrada de sus efectos, y del secuestro que sus individuos tenían en España, usó de represalias, publicándote el 8 de abril una declaración acerca de esto. Después de esta resolución, la guerra pareció enteramente declarada entre las dos Monarquías, y como la acritud entre el Emperador y rey Jorge, desde la memoria presentada por el señor Palm, crecía cada día, se miraban ya las hostilidades comenzadas delante de Gibraltar como el preludio de una guerra general; no obstante de dar a entender la corte de Viena que desaprobaba la determinación de España en esta empresa. Lo cierto es que el misterio que sobre esto había entre ambas cortes, nunca se penetró hasta que lo refirió el duque de Ormond.

Este señor, tan ilustre por su nacimiento y empleos considerables, que obtuvo bajo el reinado de la reina Ana, como por sus desgracias desde la muerte de esta princesa, conservando muchos amigos en Inglaterra, había informado secretamente a la corte de España -donde residía desde algunos años- que el disgusto contra el Gobierno británico era general; que cada día el partido del pretendiente se fortificaba, no buscando más que la ocasión propicia de causar una revolución que pudiese colocar a este príncipe en el trono de sus padres; en fin, que a poco que se produjesen a los jacobitas los medios necesarios para el éxito de semejante proyecto, era verisímil tendría el suceso deseado. De los expedientes más aptos que proponían los amigos del duque de Ormond para desacreditar al rey Jorge y a sus ministros y enajenarlos del público, ninguno había como apoderarse de Gibraltar, supuesto que toda la nación inglesa, mirando la conservación de esta fortaleza como de la última importancia, no dejaría de señalar su resentimiento contra todos aquellos a quienes se atribuiría su pérdida.

Para preparar, pues, los ánimos contra las máximas de política que observaban los ministros de Inglaterra, era conveniente hacerles perder la confianza que tenían puesta en la Francia, disponiendo ésta de manera que no tomase resolución alguna en hacer causa común por la empresa de este sitio, hasta estar rendida dicha plaza, para cuyo tiempo se prometían los parciales del pretendiente que todo sucedería a medida de su deseo; y es así que la nueva de este sitio había causado una fermentación tan grande en Londres, que llegó la osadía de este gran populacho hasta derribar la noche del 22 al 23 de marzo la estatua ecuestre del Rey, colocada en la plazuela de Grosvenor, cerca de Hyde-Park. Hallóse la pierna izquierda arrancada y puesta sobre el pedestal; la espada y bastón de comandante llevada, y el pescuezo tajado, como si se le hubiese querido cortar la cabeza; habíase fijado también un injurioso pasquín sobre el pedestal.

Todo esto acreditaba los secretos proyectos del duque de Ormond. Prometiósele asistir al pretendiente, y luego se informó a la corte imperial de cuanto pasaba, y de las medidas que la España se proponía tomar. Hallando aquélla alguna posibilidad, o a lo menos de ocupar bastante al Rey británico para no pensar a turbar la Alemania, adoptó no sólo el proyecto, sino que también apresuró la ejecución. El caballero de Sintzendorf fue encargado de este cuidado, y con el pretexto de ir a servir en calidad de voluntario en el ejército español delante de Gibraltar, pasó a España, pero para ocultar enteramente el paso que daba el Emperador y no desmentir la memoria que el señor Palm había expuesto, afectó no tener parte alguna en la resolución que tomaba España de atacar a Gibraltar, antes sí reprobarla públicamente.

No se puede dudar que el abad de Montgon, que había pasado a París a principio de este año, dirigiese su comisión con especialidad a retardar lo más que le fuese posible las reiteradas instancias de la Inglaterra, y en esta idea entretenía con incesante aplicación al cardenal de Fleury, en la seguridad que daba el conde de las Torres a los Reyes de que la plaza de Gibraltar se rendiría en breve, haciendo cargo a Su Eminencia que esta fortaleza importaba tanto a la España como Calés en otro tiempo a la Francia; que el rey católico Felipe II le había procurado en la paz de Chateau-Cambresi; que era del honor de la Majestad de Felipe V el ser dueño en sus Estados; que los ingleses jamás habían querido condescender a los equivalentes propuestos para la restitución de esta plaza, y que Sus Majestades Católicas esperaban esta señal de su afecto, que sería el principal móvil para la reunión de ambas Coronas.

La carta que en asunto a esto recibió el arzobispo de Amida, don Domingo Guerra, confesor de la Reina, confirmaba cuanto el abad de Montgon había anticipado al cardenal de que no estorbase el sitio de Gibraltar; y como no podía menos de serle grata, se la comunicó. El prelado prometió no precipitar nada, aunque no podía dispensarse -dijo- a lo menos de dar a entender se disponía a cumplir fielmente los empeños tomados con la Inglaterra; mas no obstante, los Reyes Católicos podían contar en que llevaría las cosas con toda la lentitud posible; pero que el conde de las Torres hiciese igualmente sus esfuerzos para cumplir sus promesas, que dudaba tuviesen efecto.

De gran gozo fueron para la corte de España estas promesas del cardenal de Fleury, y lisonjeándose del suceso, en su consecuencia el marqués de la Paz, sirviéndose del ministerio del nuncio Aldobrandini, hizo saber en Francia que aunque el Rey Católico estaba en derecho de secuestrar los efectos de la flota pertenecientes a los franceses, sin embargo no lo ejecutaría, por mantenerse el real ánimo de Su Majestad siempre inclinado a la paz, y que esto no embarazaría las negociaciones de que el nuncio estaba encargado, con tal que quisiese el Cristianísimo entrar en ellas de buena fe, y que estos intereses nunca serían confundidos con los de los ingleses.

Con este motivo se repitieron nuevas órdenes al conde de las Torres para avivar el sitio de Gibraltar; pero a las seis semanas de principiado, estaba poco más adelantado que en los primeros días. El ejército padecía miserablemente, y se debilitaba en punto de hacer temer, con especialidad después del arribo del conde de Portmore con las tropas inglesas, que la guarnición fuese bastante numerosa para hacer levantar el sitio. Testigos los generales españoles de la inutilidad de los esfuerzos del conde de las Torres, creyeron deber dar cuenta al marqués de Castelar, entonces ministro de la Guerra, de la infeliz situación a que se hallaba reducida la tropa, y el marqués don Próspero Verboom, ingeniero general y oficial experimentado a quien la dirección del sitio había sido confiada, se vio precisado a dejar el ejército por haber reñido abiertamente con el conde de las Torres, representándole con viveza sacrificaba, sin remedio ni esperanza de conseguir su intento, las tropas que estaban a sus órdenes.

Con todo, la corte persistía en querer sostener una empresa tan difícil; y como el hombre se lisonjea salir con lo que desea, se daba más crédito a las quiméricas ideas y seguridades del suceso, con que el conde de las Torres llenaba sus relaciones, que a todo lo que los oficiales, generales y particulares escribían de lo contrario. Una prevención tan difícil de vencer obligó al marqués de Castelar a responder a estos últimos que no podía hacer conocer al Rey su dictamen, pero que si persistían en la misma idea, el único partido que les aconsejaba tomar era poner su sentir por escrito, firmarlo en común y después dirigírselo, que con esta condición consentiría en presentarlo a Sus Majestades.

Por más ocupada que fuese la corte en la conquista de Gibraltar, no dejaba de pensar a aprovecharse de su nueva alianza con la emperatriz de Rusia. Esperábase sacar grandes ventajas de ella, no solamente en las fuerzas considerables que esta princesa podía suministrar al Emperador de Romanos en caso de guerra, sino también por lo tocante al comercio, y la facilidad de extraer de la Moscovia los maderos propios para la construcción de los navíos, de que había suma falta en España. Queriéndose, pues, cultivar la amistad y unión que acababa de formarse entre esta Emperatriz y Sus Majestades, se nombró por embajador extraordinario y plenipotenciario en la corte de Petersbourg al duque de Liria, quien partió a principios de marzo para ir a residir en ella. Debiendo este ministro tomar su camino por Génova, los Reyes le encargaron observase lo que pasaba en la corte de Viena y en la de los diversos príncipes de Italia desde la muerte del duque de Parma, haciendo por descubrir la intención de éstos sobre las consecuencias que podía acarrear y sobre el establecimiento que se proyectaba hacer al infante don Carlos.

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Aunque la duplicada alianza que ambas Casas reales de España y Portugal habían resuelto hacer se hubiese concluido casi en el mismo tiempo que se efectuó el regreso de la infanta, no había habido, sin embargo, embajada solemne de una ni otra parte, observada en igual caso para hacer la demanda de las respectivas princesas. Sin duda había causado la tardanza de esta formalidad la poca edad de los futuros esposos, especialmente la de la infanta de España. Esta razón debía subsistir para esta princesa aun cerca de tres años; pero Sus Majestades Católica y Fidelísima no dejaron de nombrar a los marqueses de los Balbases y de Abrantes, el primero para pasar a Lisboa y hacer la demanda de la infanta de Portugal doña María Bárbara para el príncipe de Asturias, y el otro para venir a Madrid a ejecutar lo mismo con la infanta de Castilla doña María Ana Victoria para el príncipe del Brasil. Estos dos ministros pasaron luego a las expresadas cortes, en donde hicieron su entrada con tanta magnificencia como esplendor.

El júbilo que produjo el motivo de la embajada y arribo del marqués de Abrantes en la corte, se aumentó con la noticia que recibieron Sus Majestades, de que los moros habían enteramente levantado el sitio de Ceuta el 17 de abril, después de treinta y cuatro años de hostilidad contra esta plaza. El brigadier don Gaspar de Antona, teniente de Rey de esta ciudad, despachado por el conde de Charny, gobernador de ella, fue quien trajo esta nueva, y por la relación que presentó al Rey de lo que ocurrió en esta ocasión, se supo que la retirada de los infieles, aunque bastantemente precipitada, se había hecho, sin embargo, con tanta precaución de su parte, cuanto no se había encontrado en su campo sino cinco piezas de cañón y tres morteros.

Atribuyóse esta resolución de los bárbaros a la muerte de Muley Ismael, rey de Mequínez, y a las disensiones suscitadas entre los muchos hijos que dejó este príncipe. El día siguiente mandó el gobernador saliesen mil hombres a la orden del referido teniente de Rey para apoderarse de los reductos, destruir las trincheras, quemar las casas del alcaide y el serrallo: lo que se ejecutó en breve, con más de diez mil barracas.

La satisfacción que este suceso causó se acrecentó algunos días después por la que se recibió de haber llegado felizmente los tres restantes navíos de la Flota, que un recio temporal había separado, y se creía fuesen apresados por alguna escuadra inglesa; pero sabido que, a pesar de la actividad de esta nación, estaban asegurados en los puertos de Galicia, no quisieron los Reyes dejar sin recompensa la prudente conducta de los jefes, aumentando al teniente general don Antonio Castañeta mil ducados de sueldo, y una pensión de mil y quinientos a su hijo; el jefe de escuadra don Antonio Serrano fue promovido al grado de teniente general de sus armadas navales.

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Los preparativos que a todas partes se hacían para entrar en campaña, no impedían las negociaciones de paz entre las cortes de Viena y Versailles, porque una y otra la deseaban en realidad. En cuanto a las potencias marítimas, aunque parecían resueltas a la guerra, no tenían interiormente designio que su alianza con la Francia favoreciese las ideas de esta Corona contra la Casa de Austria. Esto hubiera sido destruir en la Europa el equilibrio tan deseado, y, sin embargo, tan vacilante, que quieren conservar en ella. El único fin de estas potencias era hacer abolir una compañía perjudicial a sus vasallos, y asegurar al comercio de éstos las ventajas que se les habían concedido. Esto esperaban de su unión con Francia, y no aminorar la potencia austríaca.

La corte de Viena, a quien la conservación de esta compañía era preciosa, exasperada en ver que con toda su solicitud no podía vencer la inflexibilidad de la Inglaterra y Holanda sobre este artículo, buscó los medios de superarla por la intervención del cardenal de Fleury, dando a entender a este primer ministro se proporcionarían sus buenos oficios para procurar la reconciliación de Sus Majestades Católicas con el Rey su sobrino. En este concepto, los ministros imperiales habían empeñado al nuncio Grimaldi de hacer a los embajadores de Francia y Holanda en Viena ciertas aberturas para una buena composición entre el César y los aliados de Hannover, y aunque no se habían admitido, ambos partidos, que dividían la Europa, no dejaban de buscar nuevos medios convenientes a las presentes coyunturas para conservar la paz.

El cardenal, más diligente en esta parte que ninguno, mirándola como el apoyo principal para mantenerse en el puesto que ocupaba, se daba indecibles movimientos. Con este motivo tuvo varias conferencias con los ministros de las potencias marítimas, proponiendo diversos temperamentos; pero las que tuvo con el barón de Fonseca, embajador del César, fueron más frecuentes; unas veces para trocar los Estados que se destinaban al infante don Carlos en Italia, con otros equivalentes en Flandes; otras, para una tregua de algunos años, o a lo menos para una convención que suspendiese todo acto de hostilidad, durante cierto tiempo limitado, a fin de dar a los coligados de Viena y Hannover el de examinar sus diferentes pretensiones y arreglarlas amigablemente en un congreso. Hasta aquí no encontraba el cardenal grandes dificultades; pero la abolición de la compañía de Ostende, principal obstáculo que se debía vencer, parecía tan duro en Viena como incompatible con el decoro de la Majestad Imperial. Los nuncios, que con ardor trabajaban en este negocio, se lo participaron; y viendo esta Eminencia su solicitud infructuosa, se dirigió al duque de Lorena, Leopoldo I, cuyos buenos oficios le fueron de tanta utilidad que este príncipe pudo obtener del César, cuando no la abolición total de dicha Compañía, a lo menos una suspensión, dejando al cardenal el cuidado de atender en algún modo a sus intereses sobre este artículo.

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El sitio de Gibraltar, que por su duración comenzaba a imitar al de Troya, continuaba siempre, no obstante la imposibilidad de apoderarse de esta plaza. Esparcíanse en toda la Europa cartas, que daban del conde de las Torres, y del ejército, donde la división y enfermedades reinaban, una idea nada ventajosa; y aunque este general se quejaba amargamente de la inejecución de las promesas que se le habían hecho así sobre el número de tropas como sobre los navíos de guerra que se le debían enviar, no dejaba de lisonjear a Sus Majestades la conquista de esta fortaleza. Habíase puesto en la cabeza el quimérico proyecto de alcanzar, por medio de una mina, a hacer saltar la montaña que sirve de defensa a Gibraltar, a fin de sepultar la ciudad bajo las ruinas de tantas peñas, o a lo menos facilitarse una entrada en esta plaza; lo que en ningún modo podía ser, porque de haber jugado la mina, resultaba en daño de los españoles y dejaba la montaña más escarpada. Por lo mismo, los ingleses, que conocían la imposibilidad de semejante designio, se lo dejaban seguir con tranquilidad, aplicándose únicamente a destruir el ejército español en la trinchera, cuya deserción no contribuía menos que su fuego a minorarle cada día; y la famosa mina, último recurso de la imaginación guerrera del conde de las Torres, no sirvió sino para renovarnos la memoria de la caverna de Montesinos.

Es extraño a esta obra una relación circunstanciada de este sitio; espero no la exigirá el lector, benigno e instruido; porque las acciones de valor no tuvieron lugar en esta empresa, pues todo se redujo a plantar baterías, repararlas, levantar trincheras para ponerse a cubierto del fuego de los enemigos, desaguar las líneas, perfeccionar la comunicación de unas a otras conforme se advertía el defecto; disparar muchos cañonazos, haciéndose con este motivo la más de la artillería inútil; en una palabra, todo se redujo, vuelvo a repetir, a componer el daño que el fuego de la plaza causaba en nuestros trabajos, sin experimentar la menor ventaja; y lo peor fue que una tropa tan valerosa como la que se empleó en esta infeliz expedición, se sacrificase inútilmente por satisfacer una vana e inepta presunción en detrimento de las armas del Rey.

Mientras subsistía el empeño delante de esta plaza, los ingleses hacían las más vivas instancias al cardenal de Fleury a fin de no malograr la propicia estación que ofrecía el tiempo para entrar en campaña. No pudiendo este purpurado resistir a tanta solicitación, para ostentar la fidelidad de sus promesas tuvo varias conferencias con los mariscales de Berwick y Villars sobre las operaciones de la guerra; pero todo esto era ficción en él: o ya fuese por atención a España o ya por no turbar el pacífico y respetable principio de su Ministerio, cuya dulzura alteraba con el ruido de las armas, no se puede dudar que en esta ocasión hizo un gran servicio a la Europa, porque a haber empezado las hostilidades contra España o contra los Estados del César, la guerra se hacía universal, y por su prudente conducta, dirigida en esta ocasión por los desvelos del abad de Montgon, logró disipar la tempestad. No obstante, para mejor entretener la ilusión, mandó juntar un ejército en la frontera de España; otro, en el Delfinado, para unirse con el del rey de Cerdeña, y un tercero, en Alsacia. La Inglaterra y Holanda obraban de buena fe, y su diligencia era extrema; decíase que el rey Jorge mandaría en persona el ejército que se juntaba en su electorado de Hannover, y se compondría de ochenta mil hombres.

Los armamentos por el lado de Rusia no eran menos considerables. El cuerpo de tropas que esta potencia debía dar al Emperador, compuesto de diez y seis regimientos de infantería y diez de dragones, bajo las órdenes del general Lascy, debía juntarse todo en Breslau, en Silesia, y empezaba a ponerse en movimiento. La flota rusiana consistía en cincuenta y seis navíos de línea, veinte y tres fragatas y gran número de galeras. El Emperador, jefe de la Liga de Viena, no se olvidaba de poner sus vastos Estados al abrigo de cualesquiera invasiones. Sus tropas, buenas y numerosísimas (cerca de doscientos mil hombres), eran mandadas por hábiles generales, sea en Italia, en el Rhin o en Flandes. Diéronse órdenes de reparar y poner en estado de defensa las plazas de Ostende y Luxembourg, como las más expuestas, y las que con fundamento se discurría podrían ser el objeto de las primeras tentativas de los aliados.

No obstante la apariencia de una próxima guerra, las negociaciones no se interrumpían, así por parte del Emperador como por la de Francia; y entonces se verificó la máxima de si vis pacem, para bellum. El rey de Portugal ofreció su mediación para conciliar la España con la Inglaterra, pero esta última le agradeció los buenos oficios, sobre que se había entablado una negociación general en esta materia.. Habíase convenido en Francia entre el cardenal de Fleury, los embajadores de Inglaterra y Holanda, con el barón de Fonseca, ministro del César, y el nuncio de Su Santidad, en doce artículos que se remitirían a Viena para ser aprobados de este Monarca.

Túvose sobre este asunto una conferencia en su corte en casa del conde de Sintzendorf, a la cual asistieron el duque de Richelieu y el embajador de los Estados Generales, y por la tarde se juntaron otra vez en casa del príncipe Eugenio con el duque de Bornonville. Éste, por sus contradicciones sobre cada artículo, no decidía cosa alguna. Los ministros imperiales, por su parte, formaban en el examen de las proposiciones muchas dificultades sobre su contenido, representando era necesario dar ciertas explicaciones acerca de esto a la España y Rusia, y esperar la respuesta de estas potencias antes de poder determinarse. No obstante, después de muchas conferencias, y haberse moderado lo que parecía menos soportable, Su Majestad Imperial aceptó el 21 de mayo las proposiciones de los aliados de Hannover, y se firmaron el 31 del mismo en París, asignándose la ciudad de Cambray para el congreso, que después se mudó en la de Soissons.

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La calma que subsiguió en todas partes a las turbulencias de que la Europa estaba amenazada, no reinaba en el Imperio de Rusia. El crédito a que había llegado el príncipe Menzikoff bajo el reinado de Pedro 1, y crecido desde que la emperatriz Catalina había subido al Trono, en punto que la hija de este ministro estaba destinada para casar con el joven príncipe Pedro, heredero de la Corona, había excitado contra él tantos enemigos como envidiosos.

El odio contra los validos procede tanto de la indignación de aquellos que de. sean el favor sin poderlo conseguir, cuan. to del abuso que suponen en los ministros. El príncipe Menzikoff, de oficial pastelero, había llegado a las mayores dignidades. Disponía a su arbitrio, bajo el reinado de la emperatriz Catalina, de todos los empleos y de la Real Hacienda; el favor que poseía y sus riquezas le hicieron odioso. Murmurábase abiertamente contra esta princesa de haber puesto toda su confianza en un hombre que, a su parecer, la merecía tan poco. El desenfreno de los grandes del Imperio, movido del deseo de derribar una potencia para ellos odiosa, hizo llevar la audacia hasta intentar contra la vida de la misma Emperatriz, mudar el Gobierno y orden de la sucesión y dar al Imperio rusiano una nueva forma.

Advertida Su Majestad Imperial por Menzikoff de la conspiración, hizo arrestar a varios señores, y estableció una comisión para juzgar delito tan atroz. Los reos fueron sentenciados a diversos géneros de suplicio, el que se conmutó a los unos en la pena de destierro y privación de bienes y honores, ejecutándose la sentencia de muerte solamente en los jefes; pero no fue hasta el siguiente reinado, porque este descubrimiento precedió pocos días al fin de la vida de esta princesa. La quebrantada salud que experimentaba un año había, juntamente con el sentimiento que le causó la noticia de la conjura formada para destronarla y encerrarla en un convento, la condujo finalmente el sepulcro, habiendo muerto el 17 de mayo, de edad de treinta y ocho años, después de poco más de dos de reinado, desde el fallecimiento de Pedro el Grande, su esposo, acaecido el 29 de enero de 1725. De varios hijos que tuvo de este príncipe no quedaron sino dos princesas, de las cuales, la mayor, casada con el duque de Holstein, murió poco después de sobreparto; la segunda, llamada Elisabeta, es la que hoy reina en el Imperio Rusiano con tanta prudencia como gloria.

La hermosura, cuyo imperio es tan poderoso, había puesto en el Trono a Catalina Alexiwna: habiéndola visto casualmente el czar Pedro I en casa del príncipe Menzikoff, se enamoró y casó después con ella de secreto en 1707, pero su matrimonio no se declaró hasta el de 1711. La elevación de los pensamientos y cualidades del corazón igualaban con el esplendor de los encantos de esta princesa, y supo atraerse la estimación con el cariño de su augusto esposo. Manifestó bien cuán acreedora era a uno y otro, con la prudencia en los consejos que dio a este Monarca, en la funesta situación a que los turcos le habían reducido cerca del río Pruth el año de 1711; y los rusianos no tuvieron dificultad en publicar que su Soberano le era deudor de su libertad y de la del Imperio. También, para reconocer la constancia de su afecto, la hizo coronar en Moscow el primero de mayo de 1724 con toda la pompa y magnificencia posible; instituyó la Orden de Santa Catalina; y, en fin, para asegurar la posesión de sus Estados, después de su muerte a una esposa tan amada, hizo una ordenanza por la cual, reservándose el derecho de elegir su sucesor, preparaba de antemano los espíritus de sus vasallos a recibir y seguir el reglamento que meditaba hacer a su favor.

Cuando de un origen común se llega al cúmulo de las grandezas, se suele olvidar fácilmente aquellos que han contribuido a nuestra elevación: su presencia nos renueva la memoria del estado diferente en que nos han visto, porque hiere el amor propio y nos exaspera. La emperatriz de Rusia no tuvo esta flaqueza, y por una magnanimidad muy superior al nacimiento y dignidad, esta princesa llamó cerca de su persona a la familia del luterano Gluck, que había cuidado de su educación y subsistencia. Atendió igualmente a la fortuna de todos aquellos que la componían, y no cesó, durante la vida del emperador Pedro y la suya, de proteger al príncipe Menzikoff, a quien debía principalmente su exaltación. Aplicóse, después de fallecido su esposo, a formar del todo la Academia Real de las Ciencias, que este príncipe había establecido sobre el modelo de la de París, a aumentar la marina y descubrir un camino por el norte de la Tartaria para ir a la China y facilitar a sus vasallos el comercio de las Indias Orientales y Occidentales. El capitán Beering fue a quien se empleó para este descubrimiento.

Al otro día de la muerte de esta princesa, habiéndose abierto su testamento y leídole el secretario de Estado Basili Stepanoff, el gran duque Pedro Alexiowitz, de edad, de once años y medio, hijo del desgraciado czarowitz y nieto de Pedro el Grande, fue declarado heredero y Emperador. Los prelados, el clero, el Senado, los príncipes de Menzikoff y Galitzin, los miembros del Consejo Privado y principales rusianos prestaron sus homenajes al joven monarca, jurándole y reconociéndole por su legítimo Soberano. Este príncipe comenzó su reinado en conceder muchas mercedes a varios particulares y declarar a Menzikoff generalísimo de las fuerzas de tierra y mar.

Esta mutuación de Gobierno, que se creyó minoraría el poder y autoridad de este príncipe, no sirvió sino para aumentarlo. El matrimonio proyectado del Czar con su hija, debía celebrarse luego que el joven Monarca tuviera la edad competente, y para asegurarlo se hizo la ceremonia de los desposorios el 6 de junio. Una alianza tan brillante; los servicios hechos a la corte de Viena en tiempo de la Emperatriz, de los que el conde de Rabutín había informado al Emperador de Romanos, su amo; en fin, el puesto distinguido que ocupaba en el Imperio de Rusia, determinaron a Carlos VI, para empeñarle más en sus intereses, a darle la ciudad y ducado de Cossel, en Silesia.

Esta nueva distinción y todas las que su Soberano le concedía, elevándole al cúmulo de los honores y dignidades, precedieron muy poco a su caída. Así la infinita sabiduría de Dios suele permitir en las cortes, para castigar la ambición de los unos y para servir de ejemplo a los otros, que no haya casi distancia alguna entre lo sumo de los honores a la de la humillación y penas.

No me parece disgustará al lector exponer aquí la relación que a esta corte envió el duque de Liria, embajador extraordinario a la de Rusia, donde llegó poco después de esta desgracia; pero primero haré preceder una breve narración histórica de la vida de este primer ministro, pues aunque sea trasponer hechos ajenos de esta obra, este género de relaciones entretiene al lector, y no siempre la ocupación de éste se fija en los negocios serios y reflexionados. Los episodios divertidos, cuando suceden a negociaciones arduas, estimulan más la aplicación; por otra parte, no es indiferente dar a conocer lo que ha sucedido en las cortes extranjeras, porque todas tienen tal conexión entre sí, que es difícil el mostrar cuál es la que no ha experimentado ciertas revoluciones inseparables de la emulación, de la envidia, de la razón de Estado, y, a veces, por el abuso que hacen ciertos ministros de su autoridad.

Compendio histórico de la vida del príncipe Menzikoff

La historia del príncipe Menzikoff no es más que la de su fortuna, y un ejemplo ilustre de la mayor elevación y de la caída más profunda; también será una pintura de moralidad para muchos, especialmente para los que reflexionan.

Puédese juzgar del nacimiento del príncipe de Menzikoff por su primer oficio: empezó pregonando pasteles por las calles de Moscow. Acompañábale voz y alegría, y cantando su mercadería, paseando la ciudad, sus canciones contribuían a hacérsela despachar. La casualidad quiso que al pasar un día cantando, según su costumbre, por debajo de las ventanas del palacio de Pedro el Grande, atendió éste a lo sonoro de su voz y agudeza de sus pregones; uno y otro hicieron en este príncipe un efecto cual no esperaba el pobre pastelero. Ya fuese impulso de comer pasteles o tener media hora de diversión con el muchacho pastelero, cuyos modales le habían hecho viva impresión, mandó el Czar le hiciesen subir. Menzikoff entró en Palacio como si toda su vida hubiera pisado alfombras, y presentándose sin el más mínimo embarazo con su tienda portátil, el príncipe le preguntó cuánto quería por todos sus pasteles, con el cajón en que estaban. «Yo puedo disponer de mis pasteles -dijo Menzikoff-, pero en cuanto al cajón, necesito permiso de mi amo. No obstante -prosiguió-, siendo todo de Vuestra Majestad, espero no tomará a mal le franquee lo que no le puede negar.» Satisfecho el Emperador de esta respuesta y del desenfado prudente a las demás preguntas que le hizo, mandó al conde de Golofkin, su primer ministro, le tuviese en su casa ínterin conocía sus talentos, para emplearle según lo juzgase más conveniente.

Despidiéndose Alejandro (éste era su nombre) de su padre el mismo día, mudó de traje y condición, haciendo de paje al conde de Golofkin. Mediante esta especie de empleo, hallábase a menudo delante del Czar, cuyo genio popular y prevenido de cierta benevolencia por este joven, en el que cada día descubría más espíritu, le tomó a su servicio, honrándole con su confianza. Menzikoff iba insensiblemente respirando el aire de la corte con el de la ambición, aunque ésta sólo se dirigía a servir a todos. Con este motivo se vio colmado de todo género de favores, tanto mejor merecidos cuanto no los solicitaba, y el título de valido del Monarca, tapando la oscuridad de su nacimiento y borrando la mancha de su condición, le atrajo las atenciones de toda la corte.

Aunque mi plan no sea sino dibujar al príncipe en su desgracia y no el escribir todas sus grandes acciones, sea en el mando de los ejércitos o en el puesto de primer ministro, no dejaré de interpolar algunas anécdotas que servirán para hacer conocer quién era, y de qué grado de grandeza fue precipitado.

Lo que contribuyó a la rapidez de su fortuna fue el descubrimiento que casualmente hizo de la conspiración del príncipe de Amilka. Estando en una hostería dos de los conjurados en un cuarto inmediato al suyo, inflamados con el vapor del vino, creyéndose bien seguros, se entretenían en su proyecto y ejecución, nombrando por descuido al príncipe Amilka como jefe de la conjuración, y algunos de los principales motores de esta empresa. Oído con atención por Menzikoff este horrible atentado, corrió a Palacio a dar cuenta al Emperador. Diéronse órdenes para arrestar incontinente a los dos borrachos, del mismo modo que al príncipe Amilka y demás cómplices nombrados, cuyo delito averiguado, recibieron inmediatamente el suplicio merecido, en número de setenta personas que habían tramado dicha conspiración.

Este privado jamás supo leer ni escribir; sólo sabía firmar su nombre; pero después de haber llegado al cúmulo de los honores, buscó modo de encubrir su ignorancia -porque hubiera manifestado la falta de educación, y, por consiguiente, la bajeza de su nacimiento-, sugiriéndole su vanidad la afectación de leer papeles en público, especialmente en presencia de quien juzgaba no ser conocido. No obstante, vino tiempo, en que esta ignorancia le fue propicia. En una especie de Cámara de justicia, establecida por Pedro I, este valido, principal objeto de ella, fue convencido por órdenes firmadas de su mano, que se produjeron, de haberse apropiado sumas inmensas y cometido un sinnúmero de vejaciones. Sobre esto clamó contra la falsedad de los testimonios, diciendo que no sabiendo leer ni escribir, no era culpado ni responsable de lo que se le había hecho firmar.

Sincerado Menzikoff de lo que se le imputaba, volvió a la estimación de su amo, quien lo elevó a la dignidad de Kneez o príncipe de Rusia, primer senador, veld-mariscal y caballero de sus Ordenes; pero es tan difícil moderar los deseos en una prosperidad grande, que los de Menzikoff no tuvieron ya límites luego que se vio constituido regente de Rusia por el Czar, el cual, con pasión de instruirse, estaba de partida para pasear todos los Estados de la Europa. Preténdese que Menzikoff se valió de esta coyuntura para acumular riquezas, no obstante poseer tantos Estados en la Moscovia, pues comúnmente se decía que podía ir desde Riga, en la Livonia, hasta Derbent, en Persia, sin transitar por otros dominios que los suyos. En Rusia como en Polonia, los paisanos son como esclavos dependientes del territorio que cultivan. El Derecho romano los llama servos addictos glebae. No se juzga del poder de un señor sino por el número de los vasallos que tiene. Cualquiera se admirará de las prodigiosas riquezas del príncipe Menzikoff, cuando se diga tenia en su dominio ciento y cincuenta mil familias que le pertenecían. Con todo, su codicia y vanidad no parecían satisfechos de tantos bienes y honores de que estaba colmado en Rusia.

Todos los príncipes extranjeros, especialmente los de Alemania y del Norte, solicitaron su amistad. El Emperador Romano no fue de los últimos: hízole príncipe del Imperio, y le dio el ducado de Cossel, en Silesia, como queda dicho. Los reyes de Dinamarca, de Polonia y Prusia lo hicieron caballero de sus Órdenes y con el recelo de que recibiese este honor con indiferencia, por no producir nada, no se descuidaron en acompañarle con pensiones considerables, que fueron pagadas con exactitud. Aquí no hablaremos de los soberbios regalos que recibió, así en vajilla de oro y plata como en alhajas y pedrerías, de los diferentes soberanos, en circunstancias en que necesitaban de su favor cerca de su amo.

La insaciable sed de riquezas que le devoraba iba creciendo cada día, no haciendose escrúpulo para adquirirlas, de permitir las mayores vejaciones; pero su fortuna estuvo para abandonarle -en el año de 1720- al regreso del Czar a sus Estados. Los enemigos que Menzikoff se atrajo tuvieron modo de hacer conocer al Monarca la tiranía de su ministro, y entre otras, la de haber hecho perecer a un mercader de pedrerías, quien, volviendo del Mogol, le había presentado un rubí de un tamaño extraordinario, para comprar, y del que se apropió. Pedro I se contentó entonces con quitarle el rubí, y hoy es una de las alhajas de la Corona: la Czarina le lleva los días de gala. Esto no impidió a sus enemigos de indisponer al príncipe contra él en punto de inspirarle horror. Es verdad que Menzikoff había servido útilmente a su amo en el descubrimiento de varias conspiraciones y en disiparlas, con especialidad la del czarowitz, su hijo; pero insinuábase al Emperador que este celo no era sino un artificio para ocultar sus designios. Pedro I, atendiendo a estas acusaciones, tenía resuelta la perdición de este valido, y hubiera seguido con efecto a no haber mediado el favor de la emperatriz Catalina para suspenderla; o, por mejor decir, el cielo no había aún dispuesto su caída: la muerte del Monarca debía precederla.

No obstante, la declaración del Czar para que le sucediese la Czarina su esposa, no hubiera tenido efecto a no haber trabajado con indecible ardor Menzikoff para asegurar la Corona a esta princesa, facilitándole el éxito, su calidad de veld-mariscal general de los ejércitos rusianos. Bajo de este reinado volvió, pues, a tomar toda la autoridad que antes gozaba, disponiendo un tratado con la corte de Viena, a fin de que sucediese al Trono de Moscovia el gran duque hijo del infeliz czarowitz y nieto por su madre de la Emperatriz de Romanos, mujer de Carlos VI. Las condiciones del Tratado fueron que inmediatamente después de la muerte de la czarina Catalina, el gran duque Pedro Alexiowitz le sucedería, y que casaría con la hija primogénita del príncipe Menzikoff. Esto destruye lo que se lee en la historia de Pedro el Grande, pues se dice en ella que por el testamento de la emperatriz Catalina, Pedro II debía casa con la hija de Menzikoff, y que esta disposición fue confirmada al otro día del fallecimiento de esta princesa en la proclamación del Czar, no sólo por él mismo, sino también por el Consejo de Regencia.

Colocado Pedro II en el Trono, no fue difícil a Menzikoff de apartar y desterrar a Siberia a todos los que podían declararse a favor de la duquesa de Holstein (madre del actual gran duque de Rusia, y hermana mayor de la Emperatriz reinante). Agradecido el joven Monarca a los servicios señalados de Menzikoff, le confirmó en el puesto de generalísimo de todos los ejércitos del Imperio Rusiano, y aún le nombró vicario general, lo que hizo murmurar a todos los grandes, y mucho más cuando supieron el proyecto de casar a su hija con su Soberano; pero este primer ministro supo quitarles todo medio de oponerse a sus designios, y los desposorios se celebraron con el mayor esplendor hasta que tuviese el Czar la edad competente para consumar el matrimonio.

Confiado el vicario general de Rusia en que nadie se atrevería a contrapesar su autoridad ni robarle ya su ascenso, y con el con el seguro de no encontrar quien le resistiese u opusiese, miraba con grande indiferencia a los príncipes Dolgorukis y al barón de Osterman, sus rivales, no obstante deberle este último casi toda su fortuna, y no poca aquéllos. Siendo, pues la ocasión crítica para manifestar su envidia, y acomodándose al tiempo, parecían aprobarle en un todo, mientras estaban ocupados en los medios de derribarle. Ve aquí lo que sucedió, según la relación del duque de Liria.

Estando el Emperador en Petershoff, el gremio de los albañiles hicieron a este príncipe (el 17 de septiembre) un regalo de algunos mil ducados, que envió con un gentilhombre a la princesa Natalia, su hermana. Pasando este caballero a ejecutar la orden de su Soberano, encontró al príncipe Menzikoff, quien, informándose de la comisión, le pidió el dinero que llevaba -un ministro absoluto es obedecido en todas partes, aunque sea contra el servicio del Monarca-. La princesa, que no sabía cosa alguna de lo ocurrido, habiéndose presentado al día siguiente delante del Czar, su hermano, que la recibió, según acostumbraba, con agrado, y poco después mudado el semblante en seriedad, procuró investigar la causa; pero su sorpresa fue grande cuando el Czar la dijo que sin duda el regalo no había sido de su gusto, puesto que no hablaba de él. Habiendo respondido esta princesa que ignoraba cuál fuese el regalo, el gentilhombre fue llamado, y preguntándole el joven Monarca -con enojo qué uso había hecho del dinero destinado para su hermana, refirió el encuentro de Menzikoff y cómo se lo había entregado. Irritado el Emperador, mandó llamar al príncipe, a quien preguntó con emoción el motivo de este desacato. El ministro le expuso la urgencia del Estado y lo que pretendía hacer con esta suma; mas su representación fue mal recibida, diciendo el Czar con voz áspera y animada, que sin duda ignoraba fuese su amo, cuyas órdenes debía respetar. Para aquietarle respondió Menzikoff que estaba pronto a entregar a la Princesa el dinero y aún un millón, si Su Majestad lo ordenaba. El ofrecimiento no calmó al Monarca, antes bien le mandó saliese luego de su presencia.

Los príncipes Dolgorukis y el barón de Osterman -éste ayo del joven Monarca- esperaban esta circunstancia para dar fin con el poder del valido, y aprovechándose del enojo de este príncipe, solicitaron volviese a Petersbourg, donde la ejecución de sus designios era más fácil y más segura que en una casa de campo. El Czar siguió su dictamen, y Menzikoff, mirando lo ocurrido como efecto de la viveza de un joven, que no tendría consecuencia, le fue siguiendo. Avisado el Monarca, en lugar de ir al palacio del príncipe Menzikoff, adonde habitaba desde la muerte de la Emperatriz, pasó a otro, mandando el Consejo que se juntase incontinente. La resulta de éste fue determinar al Emperador se deshiciese de un ministro que abusaba de su confianza con tanta temeridad, dibujándole como un hombre entregado a una ambición y avaricia sin límites, el cual empleaba, para satisfacer estas dos pasiones, medios tan injustos como criminales. Las demás quejas contra él no parecían menos considerables, juzgándose eran de naturaleza de merecer un severo castigo. El Czar, a quien persuadieron los Dolgorukis y Osterman, importaba para su seguridad y el decoro de su autoridad que alejase de la corte a su valido, ordenó al salir del Consejo al teniente general Soltikoff anunciase al príncipe Menzikoff que lo privaba de todos sus bienes y honores y dignidades, asimismo mandando entregase el collar de sus Órdenes y quedase preso en su casa; todos sus bienes fueron inmediatamente confiscados.

Apenas le fue intimada la orden, cuando le dio un accidente, que luego se discurrió había muerto; pero ya restablecido, su mujer e hijos fueron a echarse a los pies del Emperador, pidiendo la gracia del infortunado ministro, cuya súplica no fue atendida, ni menos la protección que solicitaron de las princesas, hermana y tía del Czar. En fin, la princesa Menzikoff estuvo más de media hora a los pies del barón de Osterman, sin obtener por sumisión tan grande (y debía parecerla bien dura) la gracia que pedía.

Habiendo después trabajado el Senado en el proceso del valido, corrieron voces de que se habían hecho descubrimientos importantes, pero no parece fueron probados, y el público no pudo juzgar de los delitos que se imputaban a este príncipe sino por el rigor del trato, y sospechas a que las desgracias suelen dar lugar. Halláronse, por el inventario de los efectos que le pertenecían, en sus dos palacios y sus casas de campo, ochocientos mil rublos (o pesos gordos) en pedrerías y otras alhajas; noventa marcos de vajilla de oro; ciento y veinte de vajilla sobredorada; tres servicios de a veinte y cuatro docenas de platillos de plata cada uno; pinturas y muebles preciosos y dinero por más de tres millones de rublos, sin contar las considerables sumas que tenía en varios bancos extranjeros. Hasta aquí, la relación del duque de Liria.

No quedó al príncipe Menzikoff, de opulencia tan prodigiosa, sino la fama de haberla adquirido injustamente. Primero fue desterrado a su tierra de Oranjeboom, cien leguas más allá de Moscow, con toda su familia; pero después se le transfirió a la Siberia, en cuyo camino murió la princesa su mujer, y él allá acabó sus días, como se dirá luego. A su hija se la obligó a volver un diamante del valor de veinte y ocho mil rublos, que el joven Monarca la había regalado el día de sus desposorios, y murió pocos días después de haber llegado al paraje de su destierro. A su hermana segunda, la fortuna le fue más favorable, pues en lo sucesivo casó con el hermano del duque de Biron, pero recayó también en la desgracia. La emperatriz Ana la concedió en dote los caudales que tenía su padre en los bancos extranjeros, los cuales no pudo Pedro II conseguir se le entregasen. El hijo del príncipe Menzikoff, obteniendo su libertad por la exaltación de la princesa Ana Ivanowna, fue restablecido en la vigésima parte de los bienes de su difunto padre, y se le confirió el empleo de capitán de Guardias; hoy se mantiene en la corte de Rusia con grande aceptación.

Concluyendo la historia del príncipe Menzikoff y duque de Inghermania, debemos decir que aún fue más grande en su destierro que no lo había sido a la frente de los ejércitos y negocios políticos del Imperio. Luego que llegó a Tobolskoi, capital de la Siberia, el gobernador le envió quinientos rublos, de orden de la corte, que fueron empleados en proveerse de lo que juzgó necesario para combatir contra la horrorosa miseria que le amenazaba el destierro adonde se le conducía, más bien para cuidar de su triste familia que de su propia persona. Con este dinero compró, pues, sierras y todo género de instrumentos para arar semilla de toda especie, redes para pescar y carnes saladas para subsistir entre tanto que fundase la habitación que meditaba para reparar sus incomodidades. Lo restante del dinero que le sobró, lo repartió entre pobres.

Después de cinco meses se marcha desde Tobolskoi hasta el paraje de su destino, pensó en los medios de practicarse una vivienda tolerable, a cuyo fin trabajó, asistido de los ocho criados que se lo habían concedido; y la que se desposó con Pedro II tuvo a su cuidado la cocina, y su hermana lavar la ropa y coserla. No se debe pasar en silencio que casi a su arribo a este desierto, le llegaron por caminos extraviados un toro y cuatro vacas preñadas; un macho, cuatro ovejas y varios géneros de aves, sin que Menzikoff pudiese adivinar, ni sus hijos hasta ahora lo han sabido, quién era el autor de esta caridad, nombre que se debe dar a esta buena obra; pero gozó poco tiempo de ella.

El cansancio de viaje tan dilatado, y la enfermedad que acometió a sus hijos (fueron viruelas), de que la una murió, como queda dicho, minaron tanto la salud de este desgraciado ministro, que en fin, postrado de sus aflicciones, rindió la vida en los brazos de su triste familia, haciéndola la deprecación siguiente, según refirió la condesa de Biron, su hija, en Petersbourg: «Hijos míos, ya llegó el último instante. La muerte no me asusta; ojalá no hubiera que dar cuenta al Soberano Juez sino del tiempo que he pasado en este destierro. La razón y la religión a que he atendido tan poco en mi prosperidad, y me han consolado en mi desgracia, me enseñaron que la misericordia de Dios no es menos infinita que su justicia. Yo saliera, pues, de este mundo con este consuelo, si no hubiese dado sino ejemplos de virtud. Hasta ahora vuestros corazones se han preservado de la corruptela, y vuestra inocencia se conservará mejor en estos desiertos que en la corte, pero si volvéis a ella no os acordéis más que de los ejemplos que os he dado aquí.»

Así murió, magnánimo, quien lo fue en todas sus empresas. Lució en el Gabinete a la frente de los ejércitos, y la Rusia le es en parte deudora de su grandeza. No siempre los talentos acompañan al nacimiento, y el príncipe Menzikoff, sensible ejemplo de esta verdad, hizo ver que la plebe más ínfima suele producir sujetos de la mayor capacidad. Yo no pretendo disculpar a este primer ministro de todo lo que se le ha acumulado, pero se hará evidente en adelante, según lo requiera la serie de los hechos y conforme los participó el duque de Liria a esta corte, que entró por más la envidia y emulación que el delito en la causa sustanciada contra él.

* * *

Sería prolijidad y fastidiar al lector extenderse más sobre esta materia, la cual dará, sin embargo, ocasión de reflexionar sobre la inconstancia de la fortuna y cuán traidora es a los que sacrifican sus desvelos. Ahora continuaremos las negociaciones de la corte de Francia con la de Viena -que hemos venido interrumpiendo con motivo de este compendio histórico-, cuyos preliminares para la pacificación general, aceptados por ésta, se remitieron a París, como ya se ha dicho. Firmados en esta ciudad por todos los respectivos ministros, a excepción del de España, por no haberle entonces de parte de esta Corona, se despachó un correo con esta plausible noticia a Viena, donde llegó el 9 de junio, y entregó al duque de Richelieu, embajador de Francia, la carta siguiente del señor de Walpole, que lo era de Inglaterra, enteramente conforme a la del cardenal de Fleury, y otra del de Holanda:

París, 1.º de junio de 1727

Muy señor mío: para acelerar cuanto sea posible la entera conclusión del negocio que debe restablecer y afirmar la paz en la Cristiandad, haciendo cesar las divisiones entre las potencias y restaurando entre ellas una buena y perfecta armonía tan deseada, aquí se ha convenido el enviar a V. E. la copia de los actos firmados, a fin de que V. E. y el señor Bruyninx firmen iguales actos con el duque de Bornonville, respecto de que no hay por ahora en la corte del Rey Cristianísimo persona alguna autorizada por el Rey Católico, ni en Viena ministro alguno del Rey mi amo. Para suplir a esta falta de ministros, se ha dispuesto un instrumento que yo sólo he firmado, añadiendo a él una declaración por la cual prometo, en virtud de mi plenipotencia, que este instrumento así firmado por mí será obligatorio por Su Majestad Británica acerca del Rey Católico, del mismo modo que si se hubiese firmado juntamente con un ministro de Su Majestad Católica, y que conforme a esto, el Rey mi amo producirá la ratificación en tiempo señalado por los artículos preliminares: bien entendido que el duque de Bornonville, por su parte, firme y entregue a V. Exc.ª igual acto de parte del Rey Católico, y de la misma manera obligatorio por Su Majestad acerca del Rey mi amo, etcétera.

La que se dirigía para el señor Bruyninx, embajador de Holanda, contenía sustancialmente lo mismo.

Para poner, pues, la última mano a la grande obra de la paz, no era menester ya sino seguir en Viena el plan que se había enviado de París. El 13 de junio hubo una conferencia en casa del príncipe Eugenio, adonde los ministros de España y Holanda concurrieron. Éste se pasó al principio con bastante viveza: pretendía absolutamente el duque de Bornonville que el acto obligatorio, y semejante al que el señor Walpole remitió para el expresado ministro de España, y contra el cual el suyo debía ser permutado, fuese formado en lengua española. Esta repugnancia costó vencer, del mismo modo que la del duque de Richelieu, tocante al dilatado preámbulo que se hallaba en el frontis de la plenipotencia del embajador de España, acerca de los diversos hechos que contenía, y de que los aliados de Hannover no podían convenir, pretendiéndose se suprimiese a lo menos la mitad de dicho preámbulo; pero esto dilataba la conclusión del importante negocio que se trataba, porque era preciso órdenes de España.

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El rey de Inglaterra, a quien la Europa debía en parte la conservación de su quietud, no gozó mucho tiempo la satisfacción de oír las alabanzas que se le daban, habiendo muerto en Osnabrug el día 22 de junio, caminando a sus Estados de Alemania, en el mismo cuarto donde se pretende había nacido en el año de 1660, siendo entonces su padre obispo de esta ciudad. El 25 del mismo mes su hijo Jorge II, hoy reinante, fue proclamado en Londres rey de la Gran Bretaña.

Vencidos los obstáculos que retardaban la firma de los preliminares, el duque de Bornonville los remitió a su corte, lisonjeándose se ratificarían sin dificultad, pero lo contrario sucedió. Sus Majestades Católicas se manifestaron sorprendidas de este suceso, que les pareció incompatible con sus intereses y gloria. Tuviéronse sobre el asunto muchas conferencias en Palacio entre los ministros del Emperador de Holanda y el marqués de la Paz, en las cuales no se decidía cosa alguna, porque la enfermedad del Rey lo estorbaba, pero mejorado este príncipe y cediendo su interés a la paz, aceptó los preliminares, que se firmaron el 19 de junio, dando órdenes a fin de que se suspendiesen las hostilidades delante de Gibraltar. El mismo día se despachó un correo al conde de las Torres para hacerle saber esta resolución, y por él a milord Portmore, gobernador de la plaza.

Habiendo llegado el referido correo al campo el 23, y entregado al general el pliego, que le libertaba del embarazo en que se hallaba de cumplir con sus promesas, y dado cuenta al gobernador, convinieron recíprocamente en los artículos siguientes:

«I.- Se conviene en una recíproca suspensión de armas entre el ejército y la plaza de Gibraltar, ínterin vengan ratificados los tratados.

II.- Se mantendrá la guarnición dentro de la plaza, sin comunicar con las tropas del ejército, que se mantendrán igualmente en sus trincheras para su resguardo.

III.- El coronel de trinchera podrá entrar en la plaza para observar no se haga trabajo alguno en el circuito de ella; y lo mismo podrá practicar otro oficial de la guarnición de igual grado, saliendo de la plaza a reconocer los ataques.

IV.- Ninguna persona del ejército y de la guarnición podrá acercarse al Peujel, pues quedará expuesto a que se le haga fuego de la montaña y de la trinchera.

V.- Tampoco podrá acercarse persona alguna a la lengua de tierra, sin pasaporte del capitán general del ejército o del gobernador de la plaza, para entrar o salir, negándose enteramente al comercio por mar y tierra.

VI.- En consecuencia de esta convención, han cesado las hostilidades de una y otra parte.»

Así se terminó el famoso sitio de Gibraltar, que tanto ruido hizo en el mundo. La tropa padeció en extremo; la artillería, inútil para otra empresa, y los trabajos, después de cinco meses, poco más avanzados que en los primeros días; fruto de las inconsideradas reflexiones con que se procedió en el ataque.

No será fuera de propósito el exponer los motivos que dieron lugar a esta expedición, que aunque no tuvo éxito propuesto, no menos era justa; pero ante todas cosas, ascendamos a su conquista por los ingleses. Entrados éstos en la alianza del emperador Leopoldo I, se empeñaron en la defensa y garantía de los derechos de la Casa de Austria a la Corona de España. Habiendo enviado en el año de 1704 una flota para sostenerlos, se apoderaron de Gibraltar del mismo modo que de la isla de Menorca, que no conservaron en nombre del Rey británico o de la nación, supuesto que todos los progresos que hacían en España las potencias aliadas eran a favor de la Casa de Austria, conforme al Derecho de las gentes, y naturaleza de este género de alianzas: de donde se infiere que los ingleses, hasta el 1713, no pudieron poseer a Gibraltar ni a Puerto Mahón como pertenecientes a su propiedad; mas sí sólo mantener guarniciones en las mencionadas plazas para la seguridad de su comercio hasta fin de la guerra, o que se hubiese reglado éste con el sucesor de Carlos II.

Dejando los ingleses la alianza del Emperador en el año de 1712, concluyeron el siguiente una con España y Francia, reservándose la reina Ana de Inglaterra, por los artículos X y XI del tratado firmado en Utrecht el 13 de julio de 1714, la posesión de Gibraltar y Puerto Mahón. Las condiciones de esta cesión fueron que los naturales de dicha ciudad, como asimismo de la isla de Menorca, gozarían plena y entera libertad, así en las cosas eclesiásticas como en las civiles; que no se daría asilo ni a los moros ni a los judíos, bajo de ningún pretexto; que no sería lícito introducir en ellas el gobierno inglés; que no podrían apoderarse de las cercana tierras pertenecientes a España, a título de jurisdicción; en fin, que el comercio no se dirigiría en perjuicio de España contra las convenciones estipuladas sobre este asunto.

Con estas condiciones se quedaron los ingleses pacíficos poseedores de Gibraltar y Puerto Mahón, pero en lo sucesivo formaron el proyecto de anularlas e incorporar estas plazas a lo restante de sus Estados, inquietando a los católicos sobre el ejercicio de su religión, permitiendo a los moros su entrada en el puerto, contra una de las condiciones expresas de la cesión y aún contra las constituciones y leyes fundamentales del reino; permitiendo el transporte y comercio de las mercaderías prohibidas, recibiendo a los navíos de guerra enemigos y piratas, como asimismo a los ladrones y malhechores, y con esto expuesta España a sus incursiones. Siendo todo lo referido notorio, la corte, no obstante el haber accedido a la Cuádruple Alianza en 1720, pidió la restitución de Gibraltar y Puerto Mahón, persuadida que los peligros a que se hallaba expuesta desde que estas dos plazas estaban en poder de los ingleses, se aumentarían cada día. Esta demanda no pareció desde luego tan injusta, puesto que el Rey británico, en las cartas que escribió a Su Majestad Católica en 1721, prometió la restitución de ellas.

Los ministros de España, entre otras pruebas, se apoyaron sobre esta carta: y el marqués de Pozo-Bueno, embajador en la corte de Inglaterra, la renovó en la declaración que dejó en Londres a su partida, poco antes de comenzar el sitio de Gibraltar. Hasta entonces había insistido el Rey Católico, y antes de emplear medios violentos y evitar toda queja, ofreció de nuevo un equivalente o una suma considerable en dinero, que fue despreciada altamente de los ingleses, respondiendo éstos que no lo necesitaban, mas sí seguridades para su comercio y navegación.

* * *

La enfermedad del Rey, como dijimos más arriba, había comenzado por una indigestión, y habiéndole sobrevenido calentura con inquietudes que le impedían dormir, este príncipe se dejaba arrebatar de la melancolía a que estaba sujeto; este estado le daba una gran repugnancia para el trabajo y cuidado del gobierno. Bien que la enfermedad no parecía peligrosa, juzgó sin embargo conveniente hacer su testamento. Don José Patiño, secretario de Estado, fue encargado de disponerlo; pero nada se supo de su contenido. Su Majestad firmó al mismo tiempo un decreto, por el cual declaró a la Reina por gobernadora del Reino durante su enfermedad, y con esta disposición, retirándose a su cuarto, no quiso ver a nadie, exceptuando al príncipe e infantes, que entraban para besarle la mano. El capitán de Guardias no le hablaba. La Reina trabajaba sola con los ministros, y después daba cuenta al Rey de los principales negocios.

El caballero del Blayron, que el duque de Bornonville había despachado de Viena para informar a Sus Majestades de todo lo ocurrido con los ministros imperiales, había vuelto a marchar con la aprobación de la conducta de este señor, pero sin la ratificación de los preliminares, porque se pretendían algunas explicaciones sobre el artículo II y V de los mismos. Sabido por el señor Van der Meer, embajador de Holanda, renovó sus instancias con el marqués de la Paz para obtenerla, porque a la verdad se esperaba con impaciencia en las cortes de los aliados, al paso que la de España multiplicaba las dificultades. Además de aquellas que ya había hecho sobre levantar enteramente el sitio de Gibraltar, y sobre la restitución a los ingleses del navío El Príncipe Federico, arrestado en la Veracruz, como justa represalia del bloqueo de los galeones en Portobelo, formábase también otras sobre la distribución de los efectos que estaban a bordo de la flota.

No obstante, para hacer ver que Su Majestad deseaba la paz, envió orden a los puertos de la Monarquía a fin de que se admitiesen amigablemente a los navíos ingleses, después de haberse sabido que el almirante Wager entraba en las mismas ideas pacíficas; pero esto no era suficiente para el embajador de Holanda, a quien solicitaban vivamente los aliados de Hannover a una respuesta final por parte de la Corona de España; y esto expuso en una dilatada carta al marqués de la Paz. Como el ánimo no era de condescender ni desechar las proposiciones, pero sí sacar alguna ventaja, se despachó un correo a París, con las explicaciones que pedía la corte sobre los artículos referidos y las razones que ésta tenía para suspender la ratificación hasta después de haberlas obtenido; entre tanto se nombraron por plenipotenciarios al próximo Congreso al duque de Bornonville, al marqués de Santa Cruz de Marcenado y a don Joaquín de Barnachca, vizconde del Puerto y mayordomo de semana de la Reina.

Esta princesa, que continuaba felizmente en su preñado, dio a luz con toda felicidad un infante (don Luís), el día 25 de julio. Participóse esta novedad a varias partes, y el Rey Cristianísimo escribió una carta de enhorabuena al Rey Católico, su tío; la cual apenas leída por Su Majestad, declaró públicamente estar terminada la reconciliación con este Monarca, dando a besar su real mano a todos los señores y damas de la corte que se hallaban presentes.

Lo cierto es que nada deseaba tanto Su Majestad como el ver restablecida la buena correspondencia con el Rey su sobrino; pero al mismo tiempo le era muy sensible el ver su unión tan constante con la Inglaterra, de que ésta se prevalía para la restitución del navío El Príncipe Federico, y los efectos de la flota pertenecientes a los ingleses, cuando éstos le habían usurpado la isla de la Providencia, construido un fuerte sobre las costas de la Florida, e invadido una bahía en Campeche, cuya satisfacción se dilataba para el Congreso.

Terminada, pues, la reconciliación y el haber dado a luz la reina de Francia dos princesas de su primer parto y con ello manifestar su fecundidad, a que se seguía fortalecerse el Rey Cristianísimo en su salud, no siendo va necesaria la presencia del abad de Montgon en el Reino, recibió orden para restituirse a España; lo que ejecutó el año siguiente. Los grandes talentos que manifestó durante su residencia en París, los servicios hechos al Rey Católico, y en algún modo a toda la Cristiandad, impidiendo al cardenal de Fleury, con sus instancias y representaciones, a una resolución violenta de su parte, le merecieron los mayores elogios, haciéndose acreedor a cualquiera empleo, que hubiera conseguido de la gran justificación de los Reyes.

Estos Príncipes, que conocían la habilidad con que supo este abad manejar en Francia la comisión ardua de que se le encargó, pensaban a colocarle en el Ministerio, si los poderosos émulos que tenía en la corte no se le opusiesen, a que no cooperó poco el cardenal de Fleury. Éste tenía sobrados motivos para impedir su elevación, porque en las varias conferencias que tuvo con él en París penetró su sagacidad, y no se prometía sorprenderla si llegase al mando en España. Por tanto, de acuerdo con la duquesa de San Pedro, camarera mayor de la Reina, le dibujaron con los colores más negros de una ambición desmedida de gobernar. Ésta lo influyó con arte en los nuevos ministros, los cuales, bien actuados en la política de su país, aumentaron su partido con el confesor de la Reina.

Todos hicieron sus esfuerzos para alejar de la corte a un hombre cuyas ideas parecían las mismas que ellos temían; y como el cardenal de Fleury producía cebo para la llama, supieron con destreza apagar en los Reyes la estimación que justamente merecía. No se consiguió esto tan pronto; fue menester tiempo, porque cuantos más tropiezos encontraba el expresado abad, tanto más se resistía: unas veces justificando la sinrazón de lo que esparcían sus adversarios; otras, sincerándose contra lo que se le acumulaba: y como gozaba de la protección del Rey, se persuadió que ella bastaba para imponer silencio a sus enemigos, en que no se engañaba si este Monarca hubiese permanecido con robusta salud. Esta confianza fue la perdición del abad de Montgon, el cual, después de haberse mantenido dos o tres años más en la corte a expensas de la generosidad del rey de Portugal, se vio obligado a dejarla con no poco triunfo de sus rivales.

Con motivo de haberle encargado el infante de Portugal don Manuel -que de regreso de la corte de Viena se mantenía en Madrid, porque aún subsistía la diferencia que tenía con el Rey su hermano- algunos negocios, contrajo amistad con el marqués de Abrantes, quien le facilitó varios socorros de dinero de Portugal, y aún se le solicitó entrase en servicio de esta Corona, a que se negó, por no atraerse más enemigos. Sucediendo al marqués de Abrantes el señor de Cabral, las cosas se mudaron, por haberse dejado preocupar éste contra el abad de Montgon, el cual, perdido todo recurso, se determinó a hacer una retirada honrosa y dejar el campo libre a sus émulos. La fortuna no le fue más propicia en Francia su patria, porque perseguido del cardenal de Fleury, el motor de todas sus desgracias, después de haber padecido mucho tiempo por los tiros de su venganza, se refugió a Roma, donde se mantiene al presente.

Ya habían llegado a Madrid los embajadores de Francia e Inglaterra (aquél el conde de Rottembourg, y éste el señor Keene); y juntos con el de Holanda tenían frecuentes conferencias con el marqués de la Paz, insistiendo siempre sobre la ratificación de los preliminares. El conde de Konigseg parecía mirar las cosas con indiferencia, y todo su conato era atender a las negociaciones que iban a entablarse: entre tanto observaba al conde de Rottembourg, el cual, encargado de vencer los obstáculos que retardaban la conclusión de la paz, firmó una convención que no tuvo efecto.

A este tiempo sucedió en Gibraltar una de aquellas chispas que suelen causar grandes incendios, y se temía justamente en la Europa sus consecuencias. El conde de Montemar, que mandaba las tropas delante de esta plaza, después de haber sido llamado a la corte el conde de las Torres, acababa de hacer reparar la batería llamada de Tessé, con pretexto de proveer a la seguridad de los navíos españoles, que se arrimaban a las Algeciras. Trabajó igualmente en una línea desde esta batería hasta el mar, hacia el Este, en todo lo ancho de la lengua de tierra, a fin -decía- de quitar toda la comunicación con la ciudad, e impedir el contrabando. Quejóse el gobernador, tratándole de infracción a los preliminares, y como el conde de Montemar no dejó de continuar el trabajo y seguir su proyecto, el conde de Portmore mandó disparar algunos cañonazos sobre las nuevas obras y sobre los que estaban empleados para perfeccionarlas Poco después, el almirante Wager se puso a la vela de la bahía de Gibraltar con una fuerte escuadra para cruzar en la altura de Cádiz, a fin de apoderarse, si fuese posible, según las voces corrieron entonces, de los galeones.

Semejantes procederes de parte de España e Inglaterra daban motivo para creer se pensaba en renovar las hostilidades; pero es verisímil se obraba de esta suerte sin noticia de una ni otra corte, porque eran directamente contrarios a los preliminares de paz, y seguro contra la mente del Rey Católico, quien no quería quebrantarlos. Por lo mismo, se proseguían en Madrid las conferencias entre el marqués de la Paz y el conde de Rottembourg, a la verdad con poca satisfacción de las potencias marítimas, que se quejaban agriamente al cardenal de Fleury que las complacencias del embajador de Francia impedían la ratificación de los preliminares. Es cierto que se sospechaba de éste contemplar a la corte de España para dilatar su embajada y conseguir la grandeza; porque en este tiempo, ningún francés pasaba los Pirineos sin aspirar a tan alta dignidad, que no obtuvo, antes el cardenal le escribió resueltamente pusiese fin a su comisión, solicitando una respuesta decisiva. Resentida la corte de Madrid contra la de Inglaterra, no podía resolverse a lo que el cardenal exigía; sin embargo, se respondió al conde de Rottembourg se afanarían prontamente las dificultades que de tanto tiempo suspendían el entero cumplimiento de los preliminares. Lisonjeándose este ministro con tan buena esperanza, la participó luego a su corte. La noticia fue recibida con la alegría proporcionada a la impaciencia que se tenía de ver el instante de la abertura de un Congreso.

Diéronse grandes elogios a la diligencia con que el conde de Rottembourg había concluido su comisión. El Ministerio de Inglaterra aplaudió igualmente su habilidad, y mientras no se percibía mutación alguna en España, se esperaba en Versailles y Londres el arribo del correo con el tan deseado consentimiento de Sus Majestades Católicas; pero pasados dos meses, y viendo la poca apariencia de concluirse este negocio, los ministros de Inglaterra y de Holanda solicitaron vivamente al de Francia se uniese a ellos para obtenerle. Las cartas que éste recibió de su corte se dirigían a lo mismo, y aún se le motejó su demasiada credulidad, y andar omiso en su solicitud. La Inglaterra, que se mantenía armada, no podía sufrir por más tiempo esta dilación; todo era rumor en la Gran Bretaña; y sobre esto dio a entender sus últimas intenciones al conde de Broglio, embajador de Francia en Londres. La república de Holanda no mostraba menos inquietud; aunque la situación en que se hallaba no perjudicaba en cosa alguna al comercio de sus súbditos, pero solicitaba el fin de este negocio, porque debía asegurar la tranquilidad pública y sosegar sus temores acerca de la Compañía de Ostende.

Con este motivo repetía sus instancias al señor Van der Meer, su embajador en Madrid; y éste, de acuerdo con el de Inglaterra, al conde de Rottembourg, el cual, queriendo contentar a todos los partidos, adhirió a las proposiciones que le hizo la corte de España, de restituir el navío llamado El Príncipe Federico, mediante ciertas condiciones que explicó. El proyecto fue admitido, y enviándole a Francia, hizo entender a don José Patiño sería bien recibido; pero la esperanza fue vana, el Plan despreciado y las condiciones juzgadas tan poco admisibles, que volviéndolas al conde de Rottembourg, se le escribió que jamás las admitiría la Inglaterra. Diéronse al mismo tiempo las órdenes más precisas para que se uniese de nuevo con los ministros de las potencias marítimas, y declarase a la corte de España que, no pudiendo ya los aliados de Hannover quedarse en la certidumbre, querían absolutamente saber si se determinaba a la guerra o a la paz.

Instruidos los señores Van der Meer y Keene de lo que el cardenal había escrito últimamente al conde de Rottembourg, tomaron las medidas para disponer las cosas a una pronta conclusión. Así lo participaron a este ministro, después de lo cual convinieron en una conferencia, para el primero de diciembre, con el marqués de la Paz y el conde de Konigseg. Admitida la proposición por estos dos, convinieron todos en que se terminaría la discusión por escrito; que sobre este plan, el conde de Rottembourg escribiría una carta al marqués de la Paz, conteniendo las condiciones ofrecidas por el Rey británico al conde de Broglio, y que la respuesta del marqués de la Paz encerraría una promesa de Su Majestad Católica para la aceptación de los preliminares y condiciones propuestas.

Siguióse exactamente este proyecto: el conde de Rottembourg escribió al marqués de la Paz que, según el extracto de la carta del de Broglio del 6 de noviembre, cuyo contenido le había comunicado, se podían allanar las dificultades sin esperar la vuelta del correo, puesto que el rey Jorge prometía:

I.- Dar incontinente orden a los almirantes Hozier y Wager para retirarse de los mares de Indias y de España.

II.- Dejar para el Congreso el examen de si el navío «El Príncipe Federico» había cometido algún fraude en el comercio, en cuyo caso se daría satisfacción, según lo que fuese reglado en dicho Congreso, como también de todas las indemnizaciones y daños respectivamente causados, y asimismo las contravenciones a los tratados y empeños, así públicos como secretos, desde el año de 1725.

El conde de Rottembourg ofreció en nombre del Rey Cristianísimo que la discusión de estos diferentes artículos se haría fielmente; que se procedería luego al canje de las ratificaciones, y que sin tardanza se abriría el Congreso, no obstante, con la condición de que el Rey Católico daría su real palabra:

I.- De levantar sin dilación el bloqueo de Gibraltar, restableciendo las cosas en todo conforme se había reglado en el tratado de Utrecht.

II.- De enviar órdenes precisas para que se entregue el navío «El Príncipe Federico» a los agentes de la compañía del Sur, residentes en la Veracruz, a fin de que pudiese restituirse a Europa después de hecho el inventario de su carga, dejando también el comercio libre a los ingleses en las Indias, conforme a lo estipulado por el tratado del Asiento.

III.- Hacer entregar inmediatamente a los interesados los efectos de la flota.

El marqués de la Paz aceptó el día 3 de diciembre, en nombre de Su Majestad, todas las condiciones especificadas, pero alteró en un todo el artículo II de las proposiciones del Rey británico, sustituyendo en su lugar otras cláusulas con consentimiento del conde de Rottembourg: lo que fue reprobado por los coligados, como en adelante se dirá.

* * *

Mientras se trabajaba en España para vencer tantas dificultades, que retardaban la ejecución de los preliminares, se abría nueva escena en Italia, que no causaba menos atención que inquietud. El duque de Parma había concluido su matrimonio con la princesa Enriqueta de Módena, y debía celebrarse en breve. Este establecimiento le hacía incierto para el serenísimo infante don Carlos en Italia, y en algún modo las negociaciones, proyectos y tratados a que había dado lugar, se inutilizaban con gran satisfacción del Emperador; pues no obstante la buena inteligencia que parecía entre las cortes de Viena y Madrid, ella no impedía a ésta advertir que los ministros del César coadyuvaban mucho al deseo que era natural tuviese el duque de Parma de tener herederos. Tampoco era difícil el penetrar de dónde procedía el interés que tomaba la corte imperial en perpetuar la Casa Farnesio, y esto hacía vacilantes ya los cimientos de la confianza que reinaba entre ambas cortes, aunque la sutileza del conde de Konigseg, procurando disipar las dudas, no estaba ociosa sobre un punto de esta consecuencia, pero adelantaba poco en sus persuasiones, porque los influjos contrarios prevalecían. La superioridad de sus talentos le fueron más favorables para estorbar la comisión del conde de Rottembourg, la cual manejaba con gran destreza y sagacidad, al paso que parecía concurrir a lo que solicitaban los coligados. Es verdad que el marqués de la Paz difería algo demasiado a su dictamen, por serle deudor de una parte de su elevación, y también por conocer no se oponían sus ideas al real servicio de su amo, el cual defendía con viveza; y salvando la seguridad de Italia -de que el César preveía la ruina total con la de su dominio en aquel país- la buena inteligencia y armonía se hubiera mantenido largo tiempo.

Los potentados italianos, que no podían prever las consecuencias que tendría este matrimonio, procuraban no mostrar entre el Emperador y el Rey Católico parcialidad alguna; y el duque de Parma, a quien el Pontífice había prohibido el recibir del Emperador las investiduras de sus Estados, mientras este Monarca le defendió igualmente pedirlas a Su Santidad, no estaba poco embarazado para contentar a ambos partidos. El cardenal de Fleury tenía también sus inquietudes. La Inglaterra, que se hallaba, después de firmados los preliminares de la paz, obligada por las irresoluciones de España a mantenerse armada, y continuar los gastos como en una guerra declarada, lo atribuía a las atenciones de esta Eminencia por el rey de España, y murmuraba altamente; pero este negocio no estaba aún en los términos de poderse concluir: estaba reservado para el año siguiente.

Terminaremos el de 1727 con la celebración de los respectivos desposorios de los serenísimos príncipes de Asturias y del Brasil.

Parecía, después del inconveniente que en Francia había multado de la poca edad de la infanta de España doña María Ana Victoria, que la prudencia exigía o dictaba esperar hubiese la de casarse antes de unirla con el joven príncipe a quien estaba destinada. Sin embargo, Sus Majestades Católicas no juzgaron necesario atender a esta fundada precaución, y en virtud de la dispensa de edad concedida, se señaló el día 27 de diciembre para la ceremonia del desposorio de esta princesa con el príncipe del Brasil. Aunque se hubiese convenido con la corte de Portugal se efectuaría el mismo día en Lisboa el de la princesa doña María Bárbara con el príncipe de Asturias, no pudo ejecutarse hasta el 11 de enero siguiente.

Esta duplicada alianza causó indecible júbilo en los dos Reinos; y con este motivo, ambas Majestades, Católica y Fidelísima, hicieron varias mercedes, con especialidad el rey de Portugal, cuya magnanimidad se extendió hasta con los españoles presos en toda la extensión de sus dominios, mandando se les diese libertad, a excepción de los delitos cuya atrocidad fuese incompatible con esta gracia.




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Año de 1728

No habían podido ver con indiferencia los embajadores de Inglaterra y Holanda la complacencia del de Francia; antes desaprobó abiertamente el primero la cláusula insertada por el marqués de la Paz, en lugar del artículo II de las Proposiciones de Su Majestad Británica, a quien despachó incontinente un correo, y el señor Van der Meer dio a entender pensaba lo mismo, diciendo que jamás se ratificaría. Al conde de Rottembourg daban poco cuidado sus discursos; pero reflexionando podía ser la víctima de ellos, comunicó sus pavores al marqués de la Paz. Éste, igualmente, para hacerse grato a la Francia y que no se le atribuyese la resistencia de España en concluir obra tan saludable como era la de la paz, dio a entender a la Reina -porque el Rey permanecía indispuesto y esta princesa era quien despachaba los negocios- era de temer que abandonase enteramente el cardenal de Fleury los intereses de Sus Majestades Católicas; que el inglés aumentaba sus armamentos navales; que había despachado al contraalmirante Hopson a Indias, para sustituir al difunto almirante Hozier, con intención sin duda de no dejar escapar a los galeones como lo hicieron con la flota; que sabios a costa de su descuido, era probable no incurriesen en el mismo yerro, mayormente sabiéndose de positivo que cruzaba el almirante Wager sobre la costa de España con la misma idea.

Penetradas Sus Majestades Católicas de estas razones, y para que no se dijese se oponían al restablecimiento de la quietud pública, consintieron se mudase el proyecto del 3 de diciembre, de que se dio cuenta al conde de Rottembourg, que lo participó al cardenal de Fleury, y éste a la corte británica. No habiendo ya cosa alguna que retardase la ejecución de los Preliminares, y vencidos los obstáculos, el rey de la Gran Bretaña, que había diferido la abertura del Parlamento hasta entonces, le convocó para el 25 de enero, dándole parte de esta negociación tan deseada.

Los ministros del Emperador, de Francia, de Inglaterra y de Holanda, tuvieron sobre este asunto varias conferencias en Madrid y en El Pardo, con el marqués de la Paz, en las cuales fue arreglado que se dispondría una nueva convención y que se procedería después al canje de las ratificaciones, luego que los señores Keene y Van der Meer hubiesen recibido las plenipotencias necesarias. Habiendo llegado éstas por un expreso el 28 de febrero, el día 6 de marzo se firmó en El Pardo el Acto siguiente:

I.- Que se levantaría sin tardanza el bloqueo de Gibraltar, enviando de allí las tropas a sus cuarteles, haciendo retirar el cañón, arrasar las trincheras y demoler las demás obras hechas con ocasión de este sitio, volviéndolo a poner todo de una y otra parte conforme al tratado de Utrecht.

II.- Que se enviarían sin dilación órdenes claras y precisas para que se entregase luego el navío «El Príncipe Federico» y su carga a los agentes de la compañía del Sur, residentes en Veracruz, para hacerlo pasar a Europa como les pareciese, dejando también libre el comercio en las Indias a la nación inglesa, según lo estipulado por el tratado del Asiento, y convenido por los artículos II y III de los Preliminares.

III.- Que se entregaran inmediatamente los efectos de la flota a los interesados, y asimismo los de los galeones, cuando estén de regreso a Europa, como en tiempo libre y de paz, conforme al artículo V de los Preliminares.

IV- Que Su Majestad Católica se obliga, del mismo modo que se ha obligado Su Majestad Británica, a observar todo lo que será reglado y decidido (por lo concerniente a las presas hechas de la una a la otra Corona, igualmente que por el referido navío «El Príncipe Federico») en el futuro Congreso. Hecho en El Pardo, a 4 de marzo de 1728. -Firmado.- ROTTEMBOURG.

Yo abajo firmado marqués de la Paz, declaro por orden expresa, en nombre del Rey Católico mi amo y en virtud de mi plenipotencia, cómo Su Majestad, por el deseo constante que siempre ha manifestado de facilitar las negociaciones para una pacificación general y permanente, ha resuelto aceptar, como efectivamente admite y acepta la proposición hecha en el último lugar por el conde de Rottembourg, ministro plenipotenciario del Rey Cristianísimo, según está inserta más arriba. En fe de lo cual he firmado la presente declaración y puesto en ella el sello de mis armas. En El Pardo, a 5 de marzo de 1728. Firmado.- EL MARQUÉS DE LA PAZ.

Los demás ministros extranjeros, en virtud de sus plenipotencias, y para dar fuerza y valor a la nominada declaración y aceptación, firmaron el día siguiente este Acto especial de consentimiento y confirmación en nombre y por orden de sus amos. Aunque el conde de Konigseg no tuviese particular plenipotencia para firmar, ofreció con Acto obligatorio separado, presentar su plenipotencia a los ministros contratantes en el término de tres meses.

Desde la firma de los Preliminares y reconciliación de las dos Coronas, el Emperador tiraba poco a poco a volver al antiguo sistema de su unión con las potencias marítimas, como el que convenía mejor a sus intereses. La situación de la corte imperial, desde este suceso, se hacía delicada, y no perdía de vista el proyecto de cerrar por siempre, si fuese posible, la entrada de Italia al serenísimo infante don Carlos; y como ninguna cosa era más conveniente para frustrar a este príncipe la sucesión a los ducados de Parma y Plasencia, como el efectuarse el matrimonio del nuevo duque Antonio Farnesio con la princesa de Módena, se instó a este soberano no dilatase la conclusión. Su interés y la conservación de su Casa conciliándose perfectamente con los consejos del Emperador, partió aquel príncipe el día 7 de febrero para ir a recibir a su futura esposa, que encontró en la orilla del río Ensa, frontera de ambos Estados, hasta donde había acompañado la corte de Módena a esta princesa. Después pasaron a Parma, donde la celebración de su matrimonio se hizo con ostentación y grandes fiestas.

La corte de España no miraba con indiferencia cuanto ocurría en Parma por los secretos influjos del César. No se había podido hacer aceptar el tratado de la Cuádruple Alianza a Su Majestad Católica, si no es con la promesa de asegurar al primogénito de la Reina la posesión de los Estados que se le destinaban en Italia, y el matrimonio del duque Antonio Farnesio aniquilaba en parte este proyecto. Lo concerniente a la Toscana no parecía mucho más asegurado. El Gran Duque veía con indecible disgusto se dispusiese de sus Estados durante su vida y se le privase el derecho de elegir su sucesor. Una ley tan áspera le movió a entablar varias negociaciones tan contrarias a España como favorables al Emperador. La estrecha amistad que el tratado de Viena había formado entre este Monarca y el Rey Católico, se debilitaba conforme desaparecían las vanas esperanzas que le hicieron nacer. Cada día se percibía más cuán frívolas eran. Prometíase Felipe V, aunque algo tarde, no ser ya tan crédulo y aprovecharse de las mutaciones de sistema que produciría el próximo Congreso, para procurar a los proyectos en que se ocupaba la corte, un suceso que no dependía ya del puro agrado del Emperador.

Previendo este príncipe que su unión con España iba a expirar, se proponía sacar de la misma asamblea la ventaja de reunirse con sus antiguos aliados y hacerlos garantes de la orden que había establecido en la sucesión de su Casa. También contaba este Monarca en renovar su inquietud y pavor sobre el excesivo aumento de poder de la Casa de Borbón e inclinarlos a concertar con él los medios de estorbarlo. Las precauciones que se querían tomar en Viena y Madrid para preparar de antemano las mutaciones que cada uno deseaba, quedaban ocultas bajo de una profunda disimulación. La prudencia la dictaba, hasta que la coyuntura permitiese manifestar la desconfianza que había de una y otra parte. Ambas cortes se creían fundadas sobre justos motivos, que se multiplicaban a proporción de sus cuidados.

Para mejor descubrir las intenciones del Emperador sobre lo que entonces interesaba a España, Sus Majestades enviaron al marqués de Monteleón a Italia con el duplicado carácter de su embajador en Venecia y de su plenipotenciario cerca de los príncipes italianos. Este ministro, a quien se había ya empleado en varias cortes, era muy adecuado para cumplir con todo género de comisiones. Su carácter abierto y alegre hacía su sociedad apetecible. Este señor amaba todo lo que sirve para conocer bien a los hombres, así como son la mesa, conversación, libertad y despejo; en esto, bien diferente de otros ministros, que afectan siempre grande ocupación, y de la pedantesca representación de creerse obligados a mantenerse perpetuamente ocultos, haciéndose inaccesibles a todos.

El marqués de Monteleón, según sus instrucciones, debía indagar lo que pasaba entre el César y el gran duque de Toscana, tocante a la sucesión de los Estados de este Soberano y las secretas medidas que tomarían o habían ya tomado para frustrarla al infante don Carlos; también debía observar los pasos de la corte imperial, procurar ganar al rey de Cerdeña, hacerse propicio al duque de Parma, por lo que pudiese acontecer; igualmente a los potentados de Italia; pero como el Rey Católico no tenía más aliado que el Emperador, su interés le obligaba a valerse de la mayor circunspección hasta que el Congreso hubiese dado nuevo semblante a los negocios. Todo esto se ejecutó perfectamente por parte del marqués de Monteleón, quien, después de haber practicado las diligencias posibles para este fin, pasó a esperar el éxito en su embajada de Venecia, donde llegó el 28 de abril.

Aunque por el último acto que se había firmado, la corte de España hubiese finalmente consentido en la ejecución de los Preliminares y en la abertura del Congreso, quedaron todavía algunos obstáculos para allanar acerca de las órdenes que se debían enviar a la América, así por parte del Rey Católico como por la del de Inglaterra. No habiendo podido el marqués de la Paz y el señor Keene ajustarse sobre este artículo ni sobre algunos otros agravios concernientes al levantamiento del sitio de Gibraltar y al tiempo en que comenzaría la obligación de restituir las presas, convinieron recíprocamente en remitir la decisión de estas diferentes dificultades a los ministro de las potencias contratantes, que se hallaban en París, la cual quedó efectuada en algunas conferencias que se tuvieron en casa del guardasellos, el señor Chauvelin. Dispúsose en ellas un proyecto para las órdenes que se debían expedir a los gobernadores españoles en Indias y al almirante Hopson, determinando que la España y la Inglaterra restituirían las presas hechas de la una a la otra desde el día señalado en los Preliminares, y que se arrasarían enteramente todos los trabajos y líneas delante de Gibraltar.

Habiendo aprobado Sus Majestades Católica y Británica este reglamento, se despacharon navíos de aviso a la América, a fin de que se ejecutase fielmente. Cegáronse luego incontinente las obras levantadas, y las tropas se retiraron a sus cuarteles, a excepción de tres o cuatro batallones mandados por el brigadier don Andrés Bonito, el cual debía quedarse delante de esta plaza para impedir el contrabando. El conde de Portmore volvió a Inglaterra.

A este tiempo recibió el arzobispo de Toledo, don Diego de Astorga y Céspedes, la birreta de cardenal, que la trajo el abad Bentivoglio, habiendo sido comprendido en la promoción que Su Santidad hizo el 26 de noviembre del año antecedente para las Coronas. No hallándose Su Majestad en disposición de ponérsela, el cardenal de Borja hizo esta ceremonia. El referido abad recibió del nuevo purpurado, además de la provisión de un canonicato en la santa iglesia de Toledo, un regalo cual no se había visto, así para él como para el cardenal Bentivoglio, su tío.

Poco antes de restituirse los Reyes de El Pardo a Madrid, el duque de Liria, a quien se había enviado a Rusia, como queda dicho, despachó un correo a esta corte. Su arribo, y algunas conferencias que tuvo después el príncipe Scherbutoff, ministro del joven Emperador rusiano Pedro II, con los de España, dio ocasión a discurrir que las dos Coronas pensaban en hacer un tratado de comercio. Acaso se pensó en este designio cuando el duque de Liria partió de Madrid, por la facilidad que hay de sacar de Rusia maderos propios para la construcción de navíos. La accesión de la emperatriz Catalina a la alianza de Viena, lo favorecía; pero como aquella liga era una continuación de ésta, mudándose las circunstancias, arrastraba la misma variación en el modo de pensar, y aunque la ocasión no se proporcionó en Moscovia para que el duque de Liria hiciese brillar sus talentos, esto no impidió se atrajese grande consideración en aquella corte. El joven Czar le confirió el Orden de San Andrés el 28 de marzo, cuando dio cuenta a Su Majestad Imperial de Rusia del duplicado matrimonio de los serenísimos príncipes y princesas de Castilla y Portugal. Su residencia en Moscow fue poco más de dos años, y en consecuencia de las órdenes de España pasó a Viena para sustituir al duque de Bornonville, a quien Su Majestad había nombrado su primer plenipotenciario en el Congreso de Soissons.

Todas las potencias de Europa parecían desear este Congreso, porque a su entender debía fijar su destino y restablecer en todas partes la justicia y la paz. Sin embargo, por más sincera que fuese su intención para concurrir al cumplimiento de obra tan saludable, la esperanza era más lisonjera que fácil, pues aunque se formase únicamente para arreglar las pretensiones de la España con las potencias marítimas y las de éstas con aquélla, la resolución del César en no condescender con las instancias de la Reina Católica hacía que no era posible concordar la variedad de intereses a que dicho Congreso daba lugar, porque el punto principal era derogar el artículo V de la Cuádruple Alianza, y esto derribaba los cimientos de la tranquilidad pública sobre que se fundó.

La corte de Viena, a quien la de España, aún en tiempo de su mayor unión, había siempre ocultado su designio de introducir seis mil españoles -conforme a un artículo secreto del tratado concluido en Madrid el año de 1721, el cual mudaba enteramente dicho artículo V- en los ducados de Toscana y Parma, en lugar del mismo número de suizos, veía esta mutación con harto sentimiento, y se proponía hacer lo posible para apartar a las potencias marítimas de aprobarla, y, volviendo al sistema precedente, inclinarlas a oponerse más que nunca al engrandecimiento de la Casa de Borbón. Esperaba también el César se declarasen garantes de la Pragmática-Sanción que había establecido, y con esto conservar indemne, a su primogénita, la poderosa sucesión de la Casa de Austria.

Conforme se disipaban las vanas esperanzas con que la corte imperial había adormecido a la de España, la indiferencia y aun la desconfianza se introducían insensiblemente entre ellas. Tirábase en Madrid a indemnizarse en Italia de lo que con tanta inutilidad se había pensado obtener del Emperador; y en Viena estaban ocupados en inutilizar este proyecto. De esta disposición de ambas cortes nacían, aunque con fines particulares, atenciones para la Inglaterra y Holanda, pues mientras la una se hacía mérito con estas dos potencias, en sacrificar la compañía de Ostende, la otra suavizaba las quejas tantas veces renovadas contra el pretendido comercio ilícito y fraudulento de los ingleses en Indias. Ofrecíase a esto examinar sus agravios y hacerles justicia. Los ministros españoles tenían el mismo lenguaje con el señor Van der Meer, tocante a diferentes memoriales que había presentado en nombre de los Estados Generales, quejándose de ciertas infracciones hechas, según ellos, a varios artículos de los precedentes tratados de comercio.

Antes de la abertura del Congreso no parece será fuera de propósito el referir ciertas particularidades que le precedieron en España y contribuyeron a hacer las operaciones de esta Junta sumamente desmayadas, y, por último, infructuosas. Después de haber permanecido Sus Majestades cerca de tres semanas en Madrid, pasaron a Aranjuez para residir en aquel Real Sitio otro tanto tiempo. De regreso a esta capital, el príncipe de Asturias fue acometido de viruelas, y con este motivo pasaron los Reyes e infantes desde el Buen Retiro a Palacio. La enfermedad, que durante tres o cuatro días fue bastantemente peligrosa, causó general consternación en Madrid; pero habiendo arrojado felizmente, y en breve restablecido de su dolencia, se vistió este príncipe por la primera vez el día de San Fernando, recibiendo con esta ocasión los cumplimientos por su convalecencia y tan plausible día.

Algunos antes de pasar a Palacio, donde residían Sus Majestades desde esta enfermedad, tomó el Rey una resolución que verisímilmente hubiera acarreado grandes mutaciones en el reino, y fuera de él, si la hubiese ejecutado.

Aunque celoso este Monarca de su autoridad, no dejaba de conocer cuán molesto era usar de ella, y ya fuese por principio de devoción o escrúpulo de no poder cumplir todas las obligaciones que impone la dignidad real, el gusto que ya había manifestado a la vida particular y privada excitaba en este príncipe impulsos que podían fácilmente empeñarle a volver a ella, si la Reina, con razones igualmente prudentes e importantes, no se opusiese a este designio. La deferencia del Rey para esta princesa no podía ser más justa ni más completa; sin embargo, no fue capaz de apartar, en la ocasión que voy a exponer, la resolución que Su Majestad formó, sin comunicarla a su augusta esposa, de abdicar segunda vez la Corona y retirarse otra a San Ildefonso, cuya residencia estimaba sobre cuanto hay en el mundo, y no había cesado de hermosear este delicioso Sitio, mirándole como paraje destinado a consagrar lo restante de sus días en el servicio de Dios.

Estando casi siempre juntas Sus Majestades Católicas, era difícil al Rey ocultar lo que meditaba tanto tiempo había; y para que ninguna de las representaciones de la Reina le estorbase la intención de su designio, se valió de un instante en que esta princesa se había retirado a su estancia para descansar, a fin de escribir de su puño un decreto por el cual notificaba al Tribunal del Consejo Supremo de Castilla que renunciaba nuevamente la Corona, mandando a este primer Tribunal de la Monarquía reconociese y jurase al príncipe don Fernando, su hijo, por Rey, y proclamarle en tal calidad en Madrid luego incontinente.

Este decreto fue confiado al señor Martinet, ayuda de cámara del Rey, encargándole Su Majestad le entregase, sin perder tiempo, de su parte al arzobispo de Valencia, gobernador del Consejo, a fin de que lo pusiese en ejecución. Poco después, habiendo vuelto la Reina al cuarto del Rey, y no dudando este príncipe, cuando la vio, fuesen ya ejecutadas sus órdenes, la descubrió la resolución que había tomado y lo hecho acerca de ella, añadiendo que esperaba lo tomaría a bien, respecto de que la divina Providencia lo había dispuesto así para su mayor gloria. Noticia tan inesperada sorprendió en gran manera a la Reina, reflexionando se aniquilaban con esta determinación enteramente los vastos proyectos que maquinaba y que en lo sucesivo se ejecutaron con tanta felicidad.

Siendo el tiempo de deliberar sobre un negocio tan delicado y de tan grande importancia, igualmente breve como precioso, mandó esta princesa al marqués de La Roche fuese incontinente adonde estaba el Consejo junto, y si no se hubiese aún divulgado, recogiese del arzobispo de Valencia el decreto del Rey, lo trajese y ordenase a este prelado, de parte de Su Majestad, de guardar e imponer a los demás individuos del Consejo el más profundo silencio sobre todo lo que acababa de ocurrir. El marqués de La Roche pasó con la mayor diligencia al referido tribunal, y felizmente para el éxito de las sabias precauciones de la Reina, el arzobispo, que dudaba tuviese esta princesa el menor conocimiento de la determinación del Rey -y como discurriese no sería aprobado, reflexionando lo intempestivo de esta resolución y cuán contraria era a los intereses de España en situación tan crítica-, como prudente y sabio había dilatado las deliberaciones sobre las formalidades que se debían observar, yendo al Buen Retiro a prestar el homenaje al príncipe de Asturias en calidad de Rey; pero, en fin, concluidas, y arreglado lo que concernía a la proclamación del nuevo Monarca, el Consejo estaba ya en términos de pasar en cuerpo y de ceremonia para reconocerle, cuando el marqués de La Roche llegó. Su arribo mudó en un instante el semblante de los negocios: el arzobispo entregó el decreto; el marqués lo llevó a la Reina y no se habló más de él. Sin duda, hizo en esta ocasión el expresado arzobispo un gran servicio a España.

La condescendencia del Rey en esta coyuntura se manifestó con otras varias circunstancias, inútiles de referir aquí, y en que no pudo menos de hacerse grande violencia a vista del anhelo que mostraba a vivir con quietud y sosiego; pero pudo más la razón, y sacrificó este Monarca uno y otro al bien del Estado, para lo cual nacieron los reyes. Disipado el proyecto, Su Majestad se retiró a su cuarto, y el sentimiento de no haberse efectuado su abdicación le detuvo en él hasta el tiempo en que las viruelas que tuvo el Rey Cristianísimo le obligó a salir de esta soledad que se había formado en medio de su corte, la cual era inaccesible a todos menos a la Reina, a los ministros y médicos, en ciertas horas del día. En cuanto al señor Martinet, recibió orden de no parecer más en la corte, y ésta fue la recompensa que con razón mereció de los servicios que pretendió hacer a la Corona, ejecutando órdenes tan contrarias al bien público como al Rey, que se las había dado.

* * *

Llegados ya a Soissons los diversos plenipotenciarios de la Europa que concurrieron a esta Asamblea, y reglado todo lo concerniente a la abertura del Congreso, el cardenal de Fleury, que lo esperaba con viva impaciencia, llegó el día 13 de junio por la mañana a esta ciudad, y tomó su alojamiento en casa del obispo. Después de haber descansado un instante, participó su arribo a los ministros plenipotenciarios, que luego le visitaron, y por la tarde del mismo día les pagó la visita. El siguiente, a las once de la mañana, este primer ministro y los de las principales potencias de las alianzas de Viena y Hannover, pasaron con gran cortejo al palacio, que el Rey Cristianísimo había mandado preparar para las juntas. El conde de Sintzendorff y el barón de Pettenrieder, habiendo llegado los últimos, fueron recibidos al pie de la escalera por el intendente de Soissons, y arriba, por los plenipotenciarios de Francia.

Después de entrados en la pieza donde debían tener la primera conferencia, y sentados indiferentemente alrededor de una mesa -según se había convenido, para evitar cualquiera disputa sobre la precedencia-, el conde de Sintzendorff entabló la sesión con un discurso dirigido a la asamblea sobre las favorables intenciones de Su Majestad Imperial para el restablecimiento de la quietud pública, esperando coadyuvarían las demás potencias a un fin tan saludable. Tomando el cardenal de Fleury la palabra, comenzó por manifestar su gratitud a los señores embajadores plenipotenciarios de su condescendencia en pasar a Soissons para tener en dicha ciudad el Congreso, y sobre esto se extendió mucho, igualmente que sobre los intereses disputados, encargando se evitase todo lo que podía dirigirse a un rompimiento o división, ya que estaban congregados para atender a la universal tranquilidad, de que sacaba favorables presagios por las disposiciones que mostraban todos.

Esta primera junta se pasó en cumplimientos y discursos generales sobre los negocios de la presente coyuntura, sin entrar en ningún particular. Al salir de ella, el cardenal de Fleury dio un espléndido banquete a todos los plenipotenciarios. El día siguiente, el conde de Sintzendorff ejecutó lo mismo, y después de éste, el duque de Bornonville. En los primeros días no se habló de cosas políticas, más sí solamente de regalarse, y el conde de Sintzendorff trataba esta materia a fondo.

No obstante, para evitar que un Congreso anunciado de tanto tiempo no pareciese ocupado sólo en discurrir de manjares, se dispuso en el intervalo de la primera a la segunda conferencia un bello reglamento de policía, y es el único monumento que subsiste de una asamblea tan famosa. Después de cuatro sesiones tenidas en los días 17, 28, 29 y 30 de junio, se hizo tan insulsa que no se decidió cosa alguna en ella; y el oráculo -el cardenal de Fleury-, a quien esta junta consultaba, se veía tan embarazado para responder a las cuestiones y dificultades que se le proponían, que se resolvió finalmente a tratar las cosas más arduas en su gabinete, paseando siempre con este motivo a algunos de los plenipotenciarios desde el lugar del Congreso a la corte de Francia.

Este manejo, al cual una vana apariencia de misterio daba cierto realce, se sostuvo, sin embargo, durante algunos meses; pero, al fin, cada uno se preguntó al oído, y después más abiertamente, lo que resultaba de sus paseos y conferencias, particulares con el cardenal. Como entonces se advirtió que no habían servido sino de sembrar más oscuridad, embarazo e incertidumbre, los plenipotenciarios se fueron restituyendo poco a poco a sus respectivas cortes, sin haber tenido casi otra ocupación más que la de disponer banquetes y alquilar casas de campo para sus festejos. No obstante, para ostentar en algún modo el personaje de mediador, que deseaba el cardenal representar con tanto ardor, imaginó proponer una tregua que mantuviese a las potencias de la Europa, durante catorce años, en la situación pacífica en que las había puesto los Preliminares, y así remediar la imposibilidad que Su Eminencia encontraba para la conclusión de un tratado de Paz general; cuyo proyecto contenía diez artículos, pero encontró pocos aprobantes. La España pretendía era demasiado vasto o indeterminado, y se debían mudar varias cosas en los artículos II, VII y VIII, queriendo también hubiese uno particular, por el cual se concediese la introducción inmediata de las tropas españolas en las plazas de los Estados de Toscana y Parma.

Esta demanda no la admitían los plenipotenciarios imperiales alegando era directamente contraria al artículo V de la Cuádruple Alianza, la cual se debía mirar como un empeño sagrado por parte de las potencias contratantes, y que de contravenir a lo especificado en ella era derribar un tratado tan solemne y que no estaba en mano del Emperador el violarle. Los plenipotenciarios de España se apoyaban sobre el tratado firmado en Madrid en el año de 1721, mostrando por él cómo la Francia y la Inglaterra habían convenido por un artículo secreto de su alianza particular con esta Corona, en consentir a la sobredicha introducción de españoles, en lugar de suizos; pero no se había consultado al César sobre este asunto, y aún ignoraba el expresado artículo secreto, no pudiendo imaginarse este príncipe que las dos potencias arriba nombradas pretendiesen inutilizar el famoso tratado de la Cuádruple Alianza.

A vista de esto, el conde de Sintzendorff y el barón de Fonseca, solicitados vivamente por los ministros de Francia y de la Gran Bretaña de no obstinarse a negarlo, no se apartaban del todo de proponerlo a Su Majestad Imperial; pero al mismo tiempo daban poca esperanza de que su representación produjese efecto alguno, y este artículo era a veces el origen de muchas altercaciones, adiciones al proyecto y explicaciones que se debían pedir a Madrid y después hacer aprobar en Viena. La empresa encontraba dificultades casi insuperables, porque se percibía en la corte imperial toda la extensión de las ideas de la Corona de España, y las consecuencias que podían tener en Italia. El César representaba debían estar contentos de la facilidad con que se inducía a todo lo que podía contribuir al bien de la paz, sin querer aún exigir consintiese a innovaciones que pretendía introducir la corte de España contra lo que había sido la basa del tratado de Londres; que esta conducta le admiraba tanto más cuanto el Rey Católico le había dado las gracias, por medio del duque de Bornonville, de las precauciones que Su Majestad Imperial tomó de acuerdo con este príncipe, para asegurar al infante don Carlos los Estados que se le destinaban en Italia; que esto remediaba todos los inconvenientes que se podían temer en España, y debía convencer a Su Majestad Católica de las sinceras intenciones de su parte.

Por más aparentes que fuesen las del César y las del cardenal de Richelieu para conciliar los espíritus, la corte de España no sobreseía en la máxima de introducir las tropas españolas en Toscana. Esta mutación -decía ésta-, a lo que el artículo V de la Cuádruple Alianza ha determinado, ¿hace más fácil o más difícil el empeño que ha tomado el Emperador? En el primer caso, este príncipe, si obra de buena fe, debe alegrarse de encontrar ocasión para dar nueva prueba de ella. Si, al contrario, ve con sentimiento establecerse en Italia una rama de la Casa de Borbón, ¿por qué reprueba una proposición que concuerda con sus secretas ideas?

Este artículo no era el único que tenía embarazado al cardenal. Las solicitaciones del conde de Sintzendorff para obtener del Rey Cristianísimo la garantía de la Pragmática-Sanción y las insinuaciones opuestas de las Casas de Sajonia y Baviera, no le causaban menos inquietud. Esta Eminencia procuraba eludir aquéllas, preparar de antemano el uso que se podría hacer de éstas y ocultar su designio al conde de Sintzendorff, a fin de no hacerse sospechoso al Emperador.

La corte de España, a quien se había solicitado con tan repetidas instancias para facilitar la abertura del Congreso, veía con gran displicencia la inutilidad de sus operaciones. Escribióse al cardenal, quejándose de semejante dilación, y para obtener alguna decisión conforme a los intereses de la Reina y a las promesas de este ministro, el cual no enviaba sino proyectos que se sucedían continuamente unos a otros; dióse el encargo al duque de Bornonville, para reducirlos a algo de efectivo; pero la comisión no podía ejecutarse por las encontradas oposiciones, mediante ser la empresa imposible. No obstante, a imitación del cardenal de Fleury, prometía el ministro español amplios medios de satisfacer a Sus Majestades Católicas y explicar en qué consistían. La impaciencia de apurarlos determinaron a los Reyes a mandarle viniese a desenredar él mismo estos misterios; y para facilitarle más pronto arribo, se vieron los caminos de Madrid a Pamplona con infinitas paradas de mulas; pero su diligencia y todo lo que debía producir sirvió solamente de volver a ejercer cerca del Rey su empleo de capitán de Guardias de Corps, después de haber dejado en todas partes grandes opiniones de su magnificencia.

Aunque todos los establecimientos que tocaban en el comercio consternasen entonces a las potencias marítimas, exigiendo con tesón la abolición de la Compañía de Ostende, y se opusiesen al mismo tiempo a la de Altena, el Rey Católico no dejó de conceder un privilegio para erigir una en Vizcaya, que debía enviar todos los años de los puertos de San Sebastián y los Pasajes cierto número de navíos a la ciudad de Caracas, de la cual tomó después la denominación. Apenas comenzada esta compañía a formarse cuando los ministros de Inglaterra y Holanda presentaron memoriales para destruirla, pidiendo a la corte de España revocase el privilegio. El cardenal, solicitado por estas potencias, hizo varias instancias, pero inútiles; el Ministerio español respondió que el Rey Católico no se creía obligado a dar cuenta a nadie de los medios que tomaba para aumentar y proteger el comercio de sus vasallos.

* * *

Casi al mismo tiempo que esta Compañía había tomado principio, el duque de Ripperdá, que desde el día 26 de mayo se hallaba encerrado en el alcázar de Segovia, se escapó la noche del 30 de agosto. La criada del alcaide fue quien le facilitó su libertad. Esta mujer, que cuidaba de llevarle la comida por mañana y tarde, viendo que no se vigilaba con tanta atención sobre las acciones de este primer ministro, y testigo de la tristeza a que le veía entregado, compadeciéndose de su situación le ofreció contribuir a sacarle de este deplorable estado si quisiese confiarse de ella y recompensarla después de haberlo logrado.

La proposición no podía menos de ser bien recibida. Asegurado el duque de la buena fe de esta mujer, la prometió hacer su fortuna luego que estuviese en paraje seguro. Concertados los medios de escaparse con ella y un cabo de escuadra de la guardia del alcázar -ganado también al mismo fin, para pasar a Portugal, donde debía esperarlos-, los pusieron en ejecución, pues querían ser los compañeros de su fuga y fortuna. La resolución que estas dos personas tomaron de quedarse en el alcázar dos o tres días después de la huida del duque no dejaba de ser peligrosa; pero juzgaron esto necesario, no sólo para que nada se sospechase, sino que siendo viejo y gotoso tuviese la facilidad de salir de los Estados de la dominación española.

Todo fue ejecutado según sus deseos. La criada -llamada Josefa Ramos-, en quien el alcaide y su mujer tenían una entera confianza, condujo al duque de Ripperdá durante la noche fuera del alcázar, y llegado al sitio propuesto encontró una mula con un hombre para servirle de conductor. Entre tanto, el cabo de escuadra, mientras se ejecutaba la salida, no se descuidaba en apartar o dejar dormir con sosiego a aquellos que lo podían percibir. En fin, el ayuda de cámara, por una fidelidad no muy común a su amo, habiendo consentido en quedarse en la prisión, continuó regularmente a recibir la comida diaria que llevaba la criada, afectando decir a la puerta del cuarto del duque, delante de los que le podían oír, que su amo estaba en cama malo.

Con esta precaución se alejaba el fugitivo de su prisión; pero no pudiendo sufrir la fatiga de la caballería ni el conductor marchar a pie, tomó una calesa al pasar por una pequeña ciudad, dejando a éste montar en su mula. No obstante esta disposición, su diligencia fue tan corta que tardaron cinco días en llegar a la frontera de Portugal, donde en un lugar esperaron tres a la criada y al cabo. Juntos ya, pasaron a Miranda de Duero, primera ciudad de Portugal. El duque, que se decía mercader, y había tomado el nombre de don Manuel de Mendoza, riñó allí con el calesero, que no quiso absolutamente pasar adelante. El duque quería le condujese hasta el primer puerto de mar, donde se proponía embarcar; con este motivo se trabaron de palabras, a que se siguieron las obras; lo que puso en tanta cólera al calesero, que se fue a quejar al alcalde, quien obligó al pretendido mercader le satisfaciese y dejase volver a Castilla.

Disipado el susto que causó a Ripperdá esta contienda, nuestros viandantes tomaron luego el camino de Porto, y siendo de su interés dejar cuanto antes el continente, apenas llegaron ofreció el duque ciento y cincuenta doblones a un capitán irlandés, nombrado Curling, para que inmediatamente se pusiese a la vela. Concluido en breve el ajuste, y embarcado Ripperdá con sus compañeros, llegó en pocos días a Cork, en Irlanda, de donde pasó a Londres, habiendo llegado a esta ciudad el 19 de octubre.

Reconocida por el alcaide del alcázar de Segovia la evasión de su prisionero, la ocultó durante dos o tres días, con la esperanza de cogerle; pero siendo inútiles todos sus cuidados, fue preciso informar al marqués de la Paz de este suceso. La corte recibió esta noticia con dolor, y comunicándola a los ministros extranjeros, les encargó escribiesen a sus soberanos, a fin de no dar asilo al ministro fugitivo, antes bien arrestarle y remitirle a España. No dudándose hubiese tomado el camino de Portugal, se solicitó al marqués de Abrantes para que despachase un correo al Rey su amo, a fin de que Su Majestad diese orden a los gobernadores de los puertos de su reino para impedir no se embarcase el duque de Ripperdá. El aviso vino tarde: el capitán Curling estaba ya lejos cuando llegó.

El alcaide fue la víctima de sus descuidos; perdió su empleo, condenándole a una prisión perpetua; se arrestó también a la duquesa de Ripperdá, y el infeliz ayuda de cámara de su marido, a quien la criada y el cabo de escuadra habían abandonado, fue puesto en un calabozo, amenazándole experimentaría mayor castigo a no descubrir todas las circunstancias de la huida de su amo. Habiendo obedecido, se supieron por él, como por el calesero que condujo al duque hasta Miranda de Duero, estas particularidades. Este calesero fue también preso, pero salió luego de su prisión, igualmente que el ayuda de cámara. La acción generosa de éste le valió, con justa razón, la libertad.

La corte de Londres miró con mucha indiferencia al fugitivo duque, limitándose solamente a concederle el refugio que pedía, y las voces que se esparcieron luego a su arribo se disiparon prontamente. Las pretendidas conferencias con el conde de Kinski, embajador del Emperador, fueron desmentidas públicamente por este ministro, quien obtuvo se pusiese preso al autor del Port-Boy, que lo había insertado en su Gaceta. En fin, este antiguo primer ministro de España volvió al olvido, de donde la única singularidad de la salida de su prisión le había sacado. Dichoso él, si hubiese empleado el regreso de su libertad en vivir de un modo sosegado y conforme a su edad y situación; pero este partido no fue el que tomó. Cansado, sin duda, del poco aprecio que hacían de él en Londres, no permaneció en esta ciudad sino hasta diciembre, después de cuyo tiempo pasó con el mismo cortejo a Holanda, en donde volvió a abrazar la religión que había abandonado en España. La ambición, junto a una vana esperanza de venganza, lo arrastró después a dejarla segunda vez, para hacerse mahometano -como se dirá en adelante- y entrar en el servicio del rey de Marruecos. Así puso el duque de Ripperdá el cúmulo a sus desgracias y al desprecio que tan extraña ceguedad le atrajo. Por último, murió católico romano -religión de sus padres-, en la ciudad de Tetuán, en África, el año de 1737.

* * *

No obstante lo infructuoso del Congreso de Soissons, casi desde su principio, algunos plenipotenciarios no dejaban de juntarse dos o tres veces cada semana, más bien por la formalidad o entretenerse en la caza y paseos, que servían a su diversión, que por los negocios generales. La España no quería ceder nada en sus pretensiones, y no se la podía determinar a aprobar el proyecto de tregua que se la había remitido. El plan de una pacificación general en que después se había transformado, y encerraba algunas nuevas ideas, no estaba más a su gusto. Hallábanse en Madrid ciertos artículos de uno y otro, capciosos u oscuros; y lo que aumentaba el embarazo era que Sus Majestades Católicas no se explicaban con total claridad sobre lo que deseaban se añadiese o quitase a las diversas proposiciones que se les hacían. Notábase solamente que exigían la absoluta introducción de las tropas españolas en los Estados destinados al serenísimo infante don Carlos, y siendo esta condición reprobada en Viena con igual tesón, parecía casi imposible conciliar dictámenes tan opuestos.

Estas dos cortes obraban cada una según sus fines particulares. La España no ignoraba que la situación incierta en que tenía a Inglaterra desde tanto tiempo la causaba tan grandes gastos como en una guerra declarada. Contaba que la lentitud de sus respuestas y explicaciones sin fin que pedía, aumentarían el ardor en Londres para obtener una decisión y determinar al Ministerio inglés a comprarla con el sacrificio de la secreta inclinación que se sospechaba tenía a la Casa de Austria, y que no pondría dificultad, en este caso, en solicitar del Emperador consintiese a la introducción de las tropas. españolas y toscanas; pero este Monarca, que la miraba, con razón, como la época de la destrucción de su poder en Italia, había resuelto impedirla en cuanto le fuese posible; y para ocultar su repugnancia en una coyuntura en que España podía llevar las cosas a extremos peligrosos, se comportaba con esta Corona y los aliados de Hannover con prudencia y sagacidad.

Con todo, parecía a los plenipotenciarios del Rey Católico obrar de acuerdo en Soissons con los del César; y aunque este príncipe no fingía los disgustos que le causaban las nuevas pretensiones de la reina de España, se explicaba, sin embargo, sobre este asunto, de un modo que no permitía vituperar en él mismo el querer eludir el cumplimiento de lo que el tratado de la Cuádruple Alianza había reglado a favor de don Carlos. Al contrario, citaba Su Majestad Imperial a los aliados de Hannover, por prueba de su fidelidad en observar lo prometido, su facilidad en conceder a España lo que nuevamente había deseado acerca de esto y las gracias que el duque de Bornonville le había dado en nombre del Rey Católico; y que la reina de España se persuadía sin razón dependiese únicamente del Emperador el sustituir a los seis mil suizos que debían tomar posesión de los Estados de Toscana y Parma, igual número de españoles, supuesto que, habiendo aprobado el Imperio se sirviesen de los primeros, era necesario obtener su consentimiento para que fuesen reemplazados por los otros.

Bien instruido el conde Sintzendorff de las intenciones del Emperador, no allanaba, como se puede creer, las dificultades que se encontraban en hacer aprobar al Cuerpo germánico semejante innovación. Lo prolijo de las formalidades que sería preciso observar, a fin de que la Dieta del Imperio la admitiese, multiplicaba aún, según él, sin necesidad alguna, los embarazos, que suspendían ya demasiado la actividad del Congreso; concluyendo que todas las potencias estaban igualmente interesadas a exigir que la España se desistiese de una pretensión que no añadía cosa alguna a las seguridades que ya se la habían dado de poner a don Carlos en posesión de los Estados de Toscana y Parma.

Esta era la piedra de toque y el objeto de la dificultad en que se fundaban las demás. A la Reina Católica no se ocultaban las máximas del Emperador, ni menos la resolución formada por este príncipe de cerrar la entrada en Italia a las tropas españolas, a cuyo, fin se mantenía armado y bien presidiados los parajes en donde se podía intentar algún desembarco. Tampoco lo ignoraba esta princesa, y esto era su sentimiento, al ver que sus desvelos, buena fe y liberalidades producían tan malos efectos. Prometíase no ser ya tan fácil, ni dar asenso a la retórica alemana del conde de Konigseg. Este ministro, tan sutil político como astuto militar, hacía mil representaciones a la Reina, para desterrar la preocupación en que los influjos de don José Patiño -cuya advertencia penetraba las recónditas máximas de la corte de Viena- tenían a esta princesa, de que nada menos pensaba el César que a satisfacerla sobre este punto; pero este proceder no adelantaba las negociaciones, y el cardenal de Fleury, queriendo contentar a todos los partidos, no concluía nada; su irresolución, con yo no sé qué apariencia de política, formaba, o más bien fomentaba, la discordia, queriendo apagarla.

Hasta entonces se había esperado en el Congreso que tendría feliz éxito la comisión del duque de Bornonville; pero, perdidas todas las esperanzas, el conde de Sintzendorff dispuso su regreso para Viena, pues ya no era posible lisonjearse de poder conciliar las ideas e intereses de su corte con los designios de la de España, y los diversos expedientes de que se había servido durante todo el verano para empeñar al cardenal a que fuese la Francia garante de la Pragmática-Sanción no habiendo conducido sino a continuas ilusiones por parte de esta Eminencia, quien, no obstante, solicitaba conservarse la benevolencia del Emperador, juzgó el ministro imperial que una residencia más dilatada en aquel reino era superflua. No anunciando esta resolución cosa alguna favorable para la continuación del Congreso, el cardenal le hizo grandes instancias a que se quedase en París, a lo menos hasta saber lo que habían producido algunas representaciones hechas a la corte de España. La complacencia del conde de Sintzendorff no fue absolutamente infructuosa, porque logró de secreto empeñar al cardenal a favor del César. Este sentir ha subsistido algún tiempo, como se ha reconocido en varias ocasiones, y Su Majestad Imperial dio a entender a su muerte que creía su afecto sincero, porque, a la verdad, hasta entonces no hubo motivo para sospechar lo contrario; pero la hija de este Monarca hizo triste experiencia del carácter doble de este primer ministro. A la sazón quería acaso éste hacer, con la unión de las dos Casas, de Austria y de Borbón, el fundamento de la tranquilidad de la Europa, mediante la tregua de catorce años propuesta a todas las Coronas. Sin duda, el proyecto era bueno; pero la experiencia de dos siglos a esta parte prueba su ejecución muy difícil, por no decir imposible.

Sabido en Versailles y Soissons que las adiciones y enmiendas hechas al expresado proyecto de tregua, tratado provisional o pacificación general -porque se calificaba con todos estos nombres- no habían producido más que retener al duque de Bornonville en España, los plenipotenciarios todos pensaron seriamente en retirarse a sus cortes. El conde de Sintzendorff dio el ejemplo, y partió de París el 29 de noviembre, con el barón de Fonseca, para Soissons, donde, despidiéndose de los demás ministros, dirigió su camino por la Lorena a Viena. Los de Inglaterra no tardaron en pasar a Londres, donde el Parlamento debía juntarse en breve; y así, todas las negociaciones quedaron suspensas o más bien fenecidas, supuesto que no tuvieron lugar en lo sucesivo, por no poder vencer la inflexibilidad del César, que se mantenía acérrimo observador del tratado de la Cuádruple Alianza.

Habíase recibido en Madrid a principios de noviembre, por un correo despachado por los plenipotenciarios de España, la noticia de que, habiendo sobrevenido un accidente al Rey Cristianísimo oyendo misa, se le llevó a su cuarto, y que al otro día habían amanecido sobre el cuerpo de Su Majestad señales que indicaban fuesen viruelas o sarampión; pero, como se tardaron ocho días sin recibir más noticias de la salud de aquel príncipe, los especulativos las esparcieron siniestras; lo que puso en no poco movimiento a la corte de España, que ya tomaba ciertas medidas que hubieran acarreado grandes consecuencias, si a este tiempo no hubiese llegado un correo con la nueva de estar enteramente restablecido. La enfermedad de aquel Monarca hizo tan viva impresión en el Rey Católico, su tío, que finalmente se determinó a salir de la soledad inaccesible en que se había mantenido cerca de seis meses en medio de su corte. El mismo día que este Monarca se dejó ver, fue de ceremonia, con la Reina y toda la Casa Real, a la iglesia de Nuestra Señora de Atocha a dar gracias a Dios de su salud y del restablecimiento de la del Rey Cristianísimo.

* * *

Desde la celebración de los respectivos matrimonios de los serenísimos príncipes de Asturias y del Brasil había pasado cerca de un año, sin que se percibiese en la corte de España la menor disposición para conducir a la infanta a la raya de Portugal. La tibieza que notaba el público en el ardor que habían manifestado Sus Majestades Católicas para la conclusión de esta duplicada alianza, dio motivo a las voces, que aunque bien inciertas no dejaron de esparcirse en Alemania y en el Norte, de que se pensaba en España casar la infanta doña María Ana Victoria con el joven emperador de Rusia Pedro II, cuya edad era casi la misma que la de esta princesa. La aceptación con que se mantenía en la corte de Moscow el duque de Liria, embajador de España; el collar del Orden de San Andrés, que había recibido de este Monarca, y la honra de haber dado de comer varias veces a este príncipe en su casa, como el haber tenido en la pila del bautismo a un niño con la princesa Natalia, hermana del Czar, hizo, sin duda, discurrir al público, en vista de tanto distintivo que cada día recibía, que se trataba esta alianza.

No se sabe si la corte de Portugal dio algún crédito a estas voces; pero lo cierto es que dio a entender su desplacencia en la dilación de terminar el canje de ha dos princesas, y aún se cree que, independientemente de sus solicitaciones, hizo intervenir las del Emperador. Las diversas enfermedades del Rey eran pretextos plausibles; pero desde que este Monarca parecía estar restablecido y gozar de perfecta salud, ya no era posible eludirlo. Sus Majestades Católicas, a quienes el marqués de Abrantes suplicó tomasen una resolución final, fijaron para el día 7 de enero de 1729 la partida de la infanta, declarando al mismo tiempo que acompañarían a esta princesa hasta el paraje a donde la entregarían en persona al rey y reina de Portugal, quienes, por su parte, habían convenido en venir a recibirla, y conducir hasta el propio sitio a la futura princesa de Asturias.

Para que la ceremonia y entrevista de ambos Reyes se hiciese con más pompa, los ministros extranjeros fueron convidados para asistir a ellas. También fue arreglado que los infantes don Carlos y don Felipe, todos los jefes de las Casas de Rey y Reina, las damas y otras personas de la corte tendrían el permiso de hacer este viaje, no debiendo quedar en Madrid sino aquellas que servían a la infanta doña María Teresa y al infante don Luis, no permitiendo su edad a Sus Majestades llevarlos consigo, mayormente habiendo determinado estos príncipes pasar después a Andalucía para visitar las principales ciudades de aquel reino, cuyo viaje debía ser de seis meses; pero lo delicioso del país, junto a otras circunstancias, los detuvo cerca de cuatro años y medio.

Pocos días después de haber salido el Rey en público, elevó a la dignidad de Grande de España de primera clase al conde de Salazar, bajo el título de duque de Granada y Ega; concedió también Su Majestad la misma gracia a los condes de las Torres y Fernán-Núñez. El crédito y protección del conde de Konigseg no fue inútil a estos dos últimos. Sus raros talentos le merecieron, mientras se mantuvo en la corte, el favor de los Reyes, no obstante notarse ya alguna alteración entre ésta y la Imperial. A este tiempo, el sobrino de este ministro, que estaba de enviado extraordinario del Emperador en La Haya, llegó a la corte de España para sustituirle; pero el conde de Konigseg no dejó de prolongar su residencia y acompañar a Sus Majestades a la raya de Portugal.

Así feneció el año, con las regias disposiciones de las próximas entregas de las dos respectivas princesas de Asturias y del Brasil, y sin haber conseguido el fin de tantas negociaciones, al cual concurrían, sin embargo, todos los potentados de la Europa, por medio de sus ministros; pues ninguno hubo que no los enviase al Congreso de Soissons. El motivo de haberse separado infructuosamente de esta Junta fue el no poder conciliar, como ya queda dicho, las cortes de Viena y Madrid. Ésta pedía, por basa de la paz, la inmediata introducción de los seis mil españoles, en lugar de igual número de suizos, en los Estados de Toscana y Parma, conforme al artículo secreto del tratado de alianza defensiva contraído con Francia e Inglaterra, y concluido en Madrid a 13 de junio de 1721. Aquélla insistía sobre el de la Cuádruple Alianza, conforme al artículo V, el cual prevenía fuesen suizos y no españoles. En esta contienda hizo gran papel el cardenal de Fleury: consultábasele como a un oráculo, y sus respuestas, obscuras y ambiguas, le sugirieron mil medios para evitar la guerra, dejando con sus ideas pacíficas a la Europa sepultada en un caos de enredos, tanto más peligroso cuanto reinaba una suma desconfianza entre todos los príncipes de ella.




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Año de 1729

Cruel fue este invierno: el frío excesivo y la copiosa nieve que cayó en los primeros días de este año, hizo discurrir retardarían Sus Majestades Católicas la marcha; pero nada suspendió la ejecución de su proyecto; y a fin de que los innumerables bagajes que seguían a la comitiva no embarazasen el tránsito, se dio orden para que los ministros y demás personas, con sus equipajes, se anticipasen; y así se pudo efectuar el itinerario en diez jornadas, habiendo llegado la corte el 16 de enero a Badajoz. El mismo día llegaron Sus Majestades Fidelísimas y toda la familia real a Yelves.

Habíase fabricado para esta augusta ceremonia un puente sobre el río Caya -que divide los dos reinos de Castilla y Portugal-, y en medio una casa para las entregas. Todo ya prevenido para esta regia función, y declarada para el día siguiente por los Reyes Católicos, se enviaron esquelas a todos los ministros extranjeros, convidándolos para asistir a ella; pero habiendo venido la mañana de aquel día los marqueses de Alegrete y Cascaes a cumplimentar a Sus Majestades y presentar la joya a la serenísima princesa del Brasil, así como lo habían practicado ya el duque de Solferino y el conde de Montijo con la princesa de Asturias, y viendo aquéllos que todo estaba pronto por parte de España para las entregas, participaron al marqués de Abrantes que, no creyendo la corte de Portugal se acelerase tanto el canje de las princesas, no había aún concluido los preparativos para tan augusto acto: con cuyo motivo hiciese este ministro las debidas representaciones a Sus Majestades para dilatarlo hasta el subsiguiente día.

Luego incontinente pasó éste a Palacio, pidiendo con vivas instancias al Rey Católico se dignase deferir la función hasta el 19, respecto de no haberse dado las providencias necesarias para efectuarla antes; que si Su Majestad Fidelísima hubiese sido informada de esta resolución, se hubieran tomado las convenientes medidas a este fin; pero ya que el aparato del día no correspondía para la ostentación que exigía, suplicaba a Su Majestad Católica hiciese reflexión a ello. Entretanto que pasaba esto en Badajoz, el marqués de Capicelatro, embajador de España, insistía en Yelves a que fuese aquel mismo día 17. En fin, después de muchas idas y venidas, atendiendo el Rey Católico a las razones que le fueron representadas, consintió en lo que se pretendía, y no salió de Badajoz. El rey y reina de Portugal, que no esperaban vencer la inflexibilidad de este príncipe, pasaban ya al paraje destinado para las entregas; pero informados en el camino de esta novedad, se volvieron a Yelves.

Este incidente, por las circunstancias que le acompañaban, pensó introducir tanta tibieza y división, cuanto la entrevista debía causar amistad y unión. El singular empeño de la corte de España en querer absolutamente fuesen el 17 las recíprocas entregas de las dos princesas, ofendió en extremo al Rey Fidelísimo. Parecíale a este príncipe cosa extraña se le negase la dilación de dos días, y que mientras se hacía con semejante bagatela el objeto de una larga deliberación, se le obligase a poner en camino para pasar el puente, y después volverse sin que la otra corte hubiese tenido la menor atención para una condescendencia de esta naturaleza. El Rey Católico, por su parte, hablaba de marchar al otro día para volverse a Madrid; y aunque no se percibiese el motivo que podía tener para semejante resolución, todos estaban esperando en qué se terminaría. Pero, llegado el día 19, manifestaron ambos Reyes igual aceleración de verse, y apenas se acordaban de lo acaecido la víspera. Los Soberanos gozaban la ventaja preciosa de pasar a veces de la indiferencia a la amistad, con una facilidad que no se puede bastantemente admirar.

Finalmente, llegada la hora de las entregas, pasaron los Reyes Católicos y Fidelísimos con sus cortes al puente, donde, entrando todos a un tiempo en el salón dispuesto para este efecto, ambas Casas Reales se cumplimentaron recíprocamente. La conversación duró cerca de tres cuartos de hora, después de la cual se sentaron y firmaron los contratos matrimoniales.

Concluida la ceremonia, ambos Reyes y príncipes se levantaron y volvieron a la conversación. El Rey Católico la tuvo dilatada con el infante de Portugal don Francisco, hermano del Rey. Las Reinas se manifestaron grande amistad, y los jóvenes esposos se miraban con suma atención sin decirse palabra alguna. Como la conversación no parecía molesta ni cansada, de una y otra parte, y el todo con bastante libertad, no muy común entre personas tan augustas, ya se encendían luces sin pensar a retirarse. Esta circunstancia dando lugar de advertir que era tiempo, las dos princesas se echaron a los pies de los Reyes y Reinas para despedirse de Sus Majestades, cuyo lance fue tan tierno que conmovió a todos. La princesa del Brasil volvía a cada instante el rostro bañado en lágrimas a besar las manos de Sus Majestades Católicas. La princesa de Asturias parecía no poder dejar las rodillas del Rey su padre y de la Reina su madre, y este Monarca, como asimismo el rey y reinas de España y Portugal, no pudiendo, no obstante la violencia que se hacían, detener sus lágrimas, y haciéndose la escena difícil de sostener, tomaron el partido de retirarse luego, después de terminadas las entregas; y saliendo ambos Reyes a un tiempo de la casa, entraron en sus coches, para volverse a Badajoz y Yelves.

El 23 y 26 volvieron Sus Majestades Católicas y Fidelísimas, con los príncipes y princesas, a la casa construida para las entregas, y se mantuvieron en ella hasta la noche, durante cuyo tiempo los músicos de ambos Monarcas formaron alternativamente varios conciertos de música. Últimamente, habiéndose separado esta augusta asamblea, al parecer con vivo dolor, se asegura intencionaron a la despedida de volverse a ver en el mismo paraje al regreso del viaje que los Reyes Católicos habían determinado hacer a la Andalucía. Estos dos Monarcas, con ambas Casas Reales, se dieron recíprocas señales de la más perfecta amistad, y sus cortes imitaron el ejemplo.

De Badajoz despidieron Sus Majestades gran parte de su comitiva, debiendo la una volverse a Madrid y la otra seguirlas a Sevilla, donde llegaron en pocos días; y después de algún descanso pasaron a la isla de León y Cádiz, determinándose a este viaje con la noticia del arribo de los galeones, para procurarse el deleite de verlos entrar en este puerto. La flota consistía en dieciséis navíos, comprendidos los de guerra, cuyo tesoro excedía de treinta millones de pesos; y hubiera sido más considerable si el que se esperaba de Lima se le hubiese unido; pero la incertidumbre en que se estaba del regreso de los galeones a Europa, hizo suspender su partida. Vieron también Sus Majestades echar al agua un navío de setenta cañones, llamado el Hércules, el primero que se había construido en el nuevo astillero de Puntales, cuya fábrica será perpetuamente gloriosa a la memoria de don José Patiño, quien echó los cimientos de ella. La ciudad de Cádiz se esmeró igualmente que la de Sevilla en la recepción de los Reyes; pero con la especial circunstancia de cincuenta mil pesos que regaló a Su Majestad, veinte mil a la Reina, diez mil al príncipe de Asturias, e igual suma a la princesa.

Queriendo Sus Majestades hallarse en Sevilla para las fiestas de Pascua de Resurrección, salieron el día 31 de marzo de la isla de León, embarcándose en la puente de Suazo, que separa esta isla del continente, sobre las galeras que mandaba don José de los Ríos, quien las condujo hasta el Puerto de Santa María, de donde pasaron por tierra a San Lúcar de Barrameda, y de allí al Coto de Oñana, para tomar la diversión de la caza, no habiendo llegado a Sevilla hasta el 10 de abril.

Suspendidas las negociaciones con motivo del viaje de la corte, se renovaron durante su residencia en la isla de León y Sevilla. El cardenal de Fleury veía con gran sentimiento la inactividad del Congreso; no excusaba cosa alguna para darle vigor, y la Inglaterra lo apoyaba. La incertidumbre de la situación de ésta con la España se hacía pesada, y era preciso terminarla cuanto antes. Las instancias de esta Corona, en las cuales intervenían también los Estados Generales, se dirigían todas a este fin. En París, como en Sevilla, eran vivas. España, dilatando la decisión, concedía solamente esperanzas, y temerosa de no encontrar más solidez en las promesas de los aliados de Hannover que en las del César, conservaba aún, a lo menos en apariencia, su afecto con este príncipe, al cual las potencias marítimas atribuían, sin embargo, la resistencia de España. No ignoraba el Emperador esta sospecha y para disiparla ofreció sus buenos oficios, que no eran muy eficaces, y menos sinceros. No le pesaba a este Monarca el suspender la conclusión de un tratado definitivo, porque quería primero determinar las mismas potencias marítimas a ser garantes de la Pragmática-Sanción, y obligarlas a que no mirasen con tanta indiferencia los proyectos de España. Quería igualmente Su Majestad Imperial sacar los subsidios que esta corte se había obligado a pagarla, antes que algún pretexto no produjese bastante razón para negárselos.

* * *

Una multitud de intereses diferentes, que forzaban a ocultarlos, tenía, pues, a toda la Europa armada; y la imposibilidad de poder discernir entonces los verdaderos amigos de los falsos, impedía a las principales potencias recurrir a las armas. De esta manera no había entre ellas guerra, tregua ni paz.

La Inglaterra padecía con menos paciencia que las otras en su estado vacilante, porque la empeñaba en gastos tan considerables como hubiera podido hacer en un rompimiento abierto con la Corona de España. Las quejas de los negociantes, y por consiguiente de toda la nación británica, sobre las pretendidas violencias de los españoles en Indias, aún después de firmados los preliminares, se multiplicaban cada día. El partido opuesto a la corte se aprovechaba de esta ocasión, para vituperar al Ministerio; y éste no estaba poco embarazado en calmar la inquietud que estas voces ocasionaban, de que le resultaba el sentimiento de no poder desimpresionarlas. La España sola podía aquietarle, pero el César se lo estorbaba, por no consentir a lo que ésta pedía; y esperaba con esta denegación hacerse favorables las potencias marítimas y lo consiguió.

Entre tanto se mantenían los Reyes Católicos en Sevilla, y por más agradable que fuese la residencia en esta ciudad, parece que ciertas razones inclinaban al Rey a volver a San Ildefonso; y esta secreta propensión se manifestó tan claramente, que se temió se efectuase. La consecuencia que de esto se seguía en la crítica circunstancia en que se hallaban los negocios generales, determinó a la Reina a buscar los medios para borrar del ánimo del Rey esta idea. Con pretexto de evitar los grandes calores que se experimentan en Sevilla, y para estar más a mano de ver el armamento de diez o doce navíos de guerra que se aprestaban en Cádiz, esta princesa empeñó al Rey a pasar el verano en el Puerto de Santa María. Antes de emprender éste viaje, hizo este Monarca la ceremonia en la iglesia catedral de recibir al príncipe de Asturias, al infante don Carlos, a los duques del Arco, de Osuna, de Jovenazo, y al de Sancti-Esteban, caballeros del Orden de Sancti-Spiritus. Poco después asistió también a la traslación y procesión del cuerpo del glorioso santo rey don Fernando, que se colocó en una magnífica urna de cristal, la cual costó seis mil pesos, que el Rey concedió al cabildo de esta catedral.

Algunos días antes de partir los Reyes de esta ciudad, se supo la muerte del duque de Lorena, Leopoldo I, acaecida en Luneville el día 17 de marzo, después de tres días de enfermedad. Este príncipe había sabido, en coyunturas muy delicadas, conservar su antiguo empeño por la Casa de Austria, sin exponerse, como sus predecesores, a dar motivo de quejas a la Francia; y esta prudente conducta le aseguró la pacífica posesión de sus Estados, durante la dilatada y sangrienta guerra que sobrevino, con ocasión de la sucesión de España, entre el emperador Leopoldo y el rey Luis XIV. Este soberano era sobrino de uno y otro, y antes de morir tuvo la bien fundada satisfacción de creer que el príncipe su hijo primogénito, que estaba en Viena, sería colocado, como hoy lo vemos, en el trono del primero.

Las negociaciones para mantener la paz se continuaron en Sevilla, y en el Puerto de Santa María, donde Sus Majestades llegaron el día 6 de junio, con los infantes don Luis y doña María Teresa, que desde el mes antecedente habían llegado de Madrid a Sevilla, con el mimo ardor que se había notado, renovándolas en la isla de León. No obstante, la corte de España, dilataba siempre el dar una respuesta final. La restitución de Gibraltar; el ofrecimiento de un equivalente; la supresión del asiento; la necesidad de remediar al comercio ilícito y fraudulento de los ingleses en Indias; el reglamento del indulto sobre los efectos de la gota y los galeones, eran pretextos aparentes para dilatar la decisión; pero el verdadero era que no se quería admitir cosa alguna antes de estar ciertos de la pronta introducción de las tropas españolas en Italia. Esto era menester obtenerlo del Emperador por vía de buena composición o por la de las armas.

La firmeza inalterable de la Reina en exigir esta condición, hacía abrir los ojos, en Londres como en Viena, sobre sus consecuencias. Temíanse éstas: se querían prevenir, y, no obstante, por la destrucción total del sistema que los dos tratados, de Viena y Hannover, habían ocasionado en la Europa, sucedía que, como se había visto al Rey Católico dar, contra su inclinación, para hacer la guerra a la Francia, subsidios al Emperador, que le había querido destronar, del mismo modo la Inglaterra favorecía con igual firmeza la ejecución de un designio visiblemente contrario a los intereses del César, para los cuales esta Corona había vertido tanta sangre y agotado tantos tesoros. Tal es la instabilidad de los sucesos de este mundo, y la revolución que causa en los Estados y en la voluntad de los Soberanos.

Juntábase a la imposibilidad de no poder obtener cosa alguna de la Reina, a menos de condescender con lo que deseaba felizmente para los proyectos de esta princesa aquella en que estaba el rey de Inglaterra, de prolongar por más tiempo una negociación, la cual, por su duración e incertidumbre, causaba un daño irreparable al comercio de sus vasallos, excitando un disgusto general, era de necesidad absoluta, pues, concluir o comenzar la guerra; pero sabiendo Su Majestad Británica que la Francia y la Holanda mostraban gran repugnancia a este último partido, se determinó en fin, no obstante las ventajas que le proponía la corte de Viena, a consentir en lo que España pedía, y así sacrificar el interés de la Europa a sus súbditos. Se puede presumir que la precisión o urgencia sola de remediar al estado actual de las cosas, coadyuvó a la preferencia, haciendo mirar con menos atención al rey Jorge las consecuencias que en lo sucesivo se originaron de esta resolución.

Al paso que este Monarca se prestaba a los designios de la reina de España, se allanaban las dificultades. El marqués de la Paz tuvo muchas conferencias con los ministros extranjeros, especialmente con el señor Benjamín Keene, que lo era de Inglaterra, el cual, bien actuado en los intereses de su nación, supo, con gran satisfacción del comercio de ella, conducir el negocio con tanto sigilo como actividad a una pronta conclusión, ofreciendo concurrir en las ideas de la Reina. Luego que esta princesa se vio perfectamente asegurada de que el rey Jorge ejecutaría sus promesas, el marqués de la Paz recibió la orden de declarar al conde de Konigseg que, supuesto que el Emperador no quería consentir a la introducción de las tropas españolas en Italia, Sus Majestades Católicas se creían dispensadas de mantener los empeños que habían tomado con este príncipe. Ve ahí en qué paró el famoso tratado de Viena: la ambición y venganza lo habían firmado; las mismas pasiones le destruyeron.

Aunque el conde de Konigseg esperaba esta mutación, la prontitud con la cual sucedió no dejó, sin embargo, de sorprenderle, y, le determinó a enviar al caballero de Bevier, su secretario, a la corte de Viena, llevando al Emperador las últimas proposiciones hechas por los aliados de Hannover a la de España, la respuesta del Rey Católico y la declaración del marqués de la Paz.

La situación del César se hacía delicada, y parecía peligroso recurrir a las armas primero que de conceder lo que España pedía de acuerdo con la Francia, la Inglaterra y la Holanda. Tampoco fue este el partido que tomó; pero para desviar el nublado que se iba formando contra él, dispuso con tanta utilidad los celos que estas potencias tenían unas contra otras, que, a pesar de su alianza por el tratado de Sevilla, del que luego hablaremos, la España se quedó en la misma incertidumbre durante cerca de dos años, y se vio obligada, para terminarla, de acceder aun nuevo tratado, que reunía en fin más que nunca las potencias marítimas al Emperador.

Para conducir una negociación de esta naturaleza, se necesitaba de prudencia y sagacidad, pues aunque este príncipe pudo fomentar la discordia que había entre el rey Jorge y el de Prusia, sobre haberse aprisionado algunos oficiales y soldados en los respectivos Estados de estos dos soberanos, con motivo de ciertas reclutas hechas por fuerza, no quiso el César valerse de la propicia ocasión que le ofrecía coyuntura tan favorable para desunir a los aliados de Sevilla -porque todo estaba ya en movimiento en los electorados de Brandembourg y Hannover, y las tropas prontas a dar principio a las hostilidades-; antes, buscando este príncipe la quietud de la Europa, no omitió diligencia alguna para desbaratar esta intempestiva querella, y logró con sus buenos oficios disiparla. Así se proponía el César vencer con su política lo que presumía se tramaba contra sus intereses en Sevilla.

Aunque el Rey británico no ignoraba los pacíficos influjos de Su Majestad Imperial en la corte de Berlín, no dejaba por esto de seguir con tesón las negociaciones con España, y para darlas más peso resolvió enviar a esta corte a milord Stanhope -primer plenipotenciario de Inglaterra en el Congreso de Soissons-, ministro en quien concurrían todas las circunstancias adecuadas para terminar con felicidad la suerte indecisa de los armamentos de la Gran Bretaña, onerosos en extremo a los súbditos de esta Corona. No obstante, habiendo don José Patiño asegurado a los comerciantes de esta nación, en Cádiz, que el Rey había firmado un decreto por el cual mandaba Su Majestad se les entregase los efectos que les pertenecían, así de los galeones como azogues últimamente llegados de Indias (noticia que puso el cúmulo a la esperanza de los ingleses), se aceleraron éstos a cargar mercaderías en las naves de la flota que estaban en el puerto de Cádiz, haciéndose con este motivo una de las más ricas que se hubiese visto de mucho tiempo a esta parte. Sus Majestades y toda la real familia la vieron puesta a la vela desde su balcón: componíase de diecisiete navíos mercantiles y tres de guerra, mandados por el marqués don Esteban Mari, teniente general de las armadas navales del Rey.

La residencia de la corte en el Puerto de Santa María fue de más de tres meses; y allí se recibió la noticia de haber dado a luz la Reina Cristianísima un príncipe, cuyo nacimiento causó universal júbilo en España, porque cimentaba la unión de ambas Monarquías, conservando su tranquilidad. Entonces reunieron Sus Majestades a la Corona la isla de León, y las ciudades del Puerto de Santa María y de San Lúcar de Barrameda; la primera, perteneciente al duque de Arcos; la segunda, al duque de Medinaceli, y la tercera, al de Medina-Sidonia. Sensible fue para estos señores la pérdida de estos ricos Estados; pero también es verisímil fuesen indemnizados de ella.

Pasados los calores del verano, pensaron Sus Majestades en restituirse a Sevilla, y embarcándose en San Lúcar de Barrameda sobre las galeras que allí las esperaban y subiendo por el río Guadalquivir, llegaron a esta ciudad el 27 de septiembre. Poco después, los ministros, con los de la Liga de Hannover, volvieron a las conferencias que habían empezado a tener entre ellos en el Puerto de Santa María, a fin de reducir a un tratado las disposiciones tomadas para prevenir la guerra, a que sin dificultad se dirigían sus pacíficas máximas. Habiéndose convenido en varios artículos para la conclusión del referido tratado, se esperó el arribo de milord Stanhope para consumar negociación tan importante. La elección que el rey Jorge había hecho de este señor, fue generalmente aplaudida; la estimación que se había adquirido en España siendo embajador de Inglaterra, no podía sino contribuir infinitamente al feliz suceso de este viaje.

Apenas llegó este ministro a Sevilla, que fue el día 25 de octubre, se trabajó con tanta aplicación y ardor en allanar todos los obstáculos que aún retardaban la ejecución de los proyectos de la Reina, que ya estaban convenidos desde los primeros días de noviembre, así por parte de España como por la de los embajadores de la Liga de Hannover, en los principales artículos del tratado. Puestos en limpio, se juntaron los ministros de las potencias contratantes, que fueron el de Francia, el de Inglaterra y de Holanda, con los de España, en la Secretaría del marqués de la Paz, para examinarlos de nuevo. En fin, después de una dilatada conferencia que duró casi toda la noche del 8 al 9 de noviembre, quedó firmado este día. La íntima unión que había aparecido entre las cortes de Viena y Madrid, se apagó casi tan de repente como se había formado. No habiendo recibido el embajador de Holanda su plenipotencia, no pudo firmar cuando los demás ministros; pero la dilación no fue larga, y el acto de accesión de los Estados Generales al tratado que acababa de concluirse, fue firmado el 21 del mismo mes.

Aunque se procuraron ocultar con gran cuidado al Emperador las negociaciones que se tramaban, no por eso había dejado de penetrarlas y prever a qué se dirigían. Quejóse de ellas, así en Francia como en Inglaterra, según se adelantaban, del misterio que de ellas se le hacía, y de la irregularidad que usaban, tratando clandestinamente con España a inutilizar de este modo el Congreso. El cargo estaba fundado: procuraron estas potencias justificarse, diciendo desde luego que su intención no era otra que el empeñar al Rey Católico a explicarse y dar al susodicho Congreso la actividad que había perdido, y sin la cual no podía producir fruto alguno; pero maduro el negocio, e imposible negarlo por más tiempo, confesaron ser cierto se trabajaba en un tratado particular con España; mas con las seguridades de que no se estipularía en él cosa alguna que fuese contraria a los precedentes tratados, con especialidad al de la Cuádruple Alianza.

El conde de Konigseg, que atendía a todo con su acostumbrada perspicacia, informaba exactamente al Emperador su amo del progreso de los nuevos empeños de los aliados de Hannover, y este Monarca, a quien el año antecedente se había finalmente declarado el artículo secreto de la alianza del Rey Católico con Francia e Inglaterra en el de 1721, advirtiendo de más en más que todo concurría para ejecutarlo, ordenó a sus ministros en París de manifestar de su parte al cardenal de Fleury que le parecía tan imposible unir los proyectos que estaban sobre el tablero, con el deseo que Su Eminencia daba a conocer en todas ocasiones de procurar una pacificación general, y con las expresiones de que se había servido muchas veces tocante a las pretensiones de la Reina Católica, cuanto no había más que la sola confianza que Su Majestad Imperial tenía en la buena fe del cardenal, que pudiese sosegarla sobre la infracción de los tratados de que estaba amenazada.

Mientras se explicaban así los ministros imperiales en París, el conde de Konigseg no cesaba de representar a Sus Majestades Católicas las razones que impedían al César el consentir se introdujesen tropas españolas en Italia; y para deslumbrar las sospechas que esta dificultad podía dar de las secretas ideas que tenía el Emperador en estorbar, en cuanto le fuese posible, el establecimiento del serenísimo infante don Carlos, este ministro prometía de positivo que su amo estaba pronto de asegurar aún más a este príncipe la sucesión eventual que le era destinada, con tal que Sus Majestades Católicas quisiesen contentarse con los medios que serían conformes al artículo V de la Cuádruple Alianza, el cual, desde la resulta de la Dieta, debía ser mirado como una Ley Pragmática, de la cual ya no dependía del César su invalidación.

No obstante todo lo que proponía el conde de Konigseg verbalmente o por escrito, la corte de España no podía persuadirse que el único motivo de la resistencia del Emperador en cuanto a la mutación que proponía procediese de la sola delicadeza de este Monarca en no perjudicar los derechos del Imperio. Los escrúpulos que acerca de esto afectaba este príncipe, parecían nuevos y, por consiguiente, sospechosos; pero disimularon los Reyes Católicos, hasta que la Francia, la Inglaterra y Holanda hubieron tomado finalmente la resolución de concurrir unánimes al cumplimiento de los deseos de la Reina, después de la cual se habló diferentemente al ministro imperial. La última Memoria que éste presentó algunos días antes de la conclusión del tratado, fue recibida con grande indiferencia, y la respuesta que hizo a ella el marqués de la Paz denotaba bastantemente la opinión que tenían Sus Majestades Católicas de las atenciones afectadas del César por el Imperio.

Si se hubiese juzgado de los efectos que produciría el tratado de Sevilla por la extensión del poder de los soberanos que unía, se podía esperar de ver grandes mutaciones en la Europa; pero este mismo poderío fue precisamente el que le inutilizó. Los príncipes que le habían firmado, le temían mutuamente; su inteligencia no existía sino por escrito; su celo y confianza eran siempre las mismas. Esto se hizo evidente cuando se trató de cumplir con los empeños contraídos; entonces les fue imposible obrar de acuerdo, y la España no obtuvo por este famoso tratado sino esperanzas que se fueron eclipsando poco a poco.

Lo mismo sucedió en Inglaterra. Lisonjeóse en vano de haber procurado al comercio ventajas capaces de aquietar a los comerciantes, y remediado a los agravios, que de tanto tiempo hacían el objeto de sus quejas; apenas fueron suspendidas, y el tratado de Sevilla, desde su origen, se hizo la materia de la censura pública y principio de los disgustos del Gobierno que después se manifestaron, y en lo sucesivo arrastraron la caída de un ministro poderoso y aún la guerra entre las dos Coronas, como se verá en la continuación de esta obra.

Después de la firma de los preliminares, se estaba con tanta incertidumbre del término a que conducirían, que se recibió con indecible gozo en París, Londres y La Haya un tratado que parecía asegurar la ejecución de ellos; y bien que se percibiesen aún muchos obstáculos que superar por parte del Emperador, se contaba, sin embargo, vencerlos tanto más fácilmente cuanto no era muy verisímil emprendiese este Monarca oponerse a las fuerzas de una Liga contra la cual parecía imprudente luchar. Esta idea prevaleció especialmente en Sevilla, lisonjeándose en esta corte con tanta satisfacción, cuanto se miraba ya la introducción de las tropas españolas en Toscana como un negocio concluido; y aún se deseaba se opusiese a ella el Emperador, a fin de tener pretexto para apoderarse de sus Estados en Italia, mediante los numerosos ejércitos que la Francia y España sostenidas de las fuerzas navales de las potencias marítimas, podían transportar a aquel país.

Para manifestar cuán satisfechas estaban Sus Majestades Católicas de la conducta de sus ministros durante el curso de esta negociación, concedieron el marqués de la Paz una encomienda de tres mil pesos y una pensión de doce mil al año; y don José Patiño fue nombrado consejero de Estado. El rey de Inglaterra no juzgó a milord Stanhope menos digno de recompensa que los ministros españoles, y así por esta razón como para dar quizá a la nación inglesa una idea ventajosa de la obra que acababa este ministro de consumar, Su Majestad Británica le nombró Par de la Gran Bretaña, bajo el título de barón de Harrington. En cuanto al marqués de Brancas, embajador de Francia, el cardenal de Fleury le dejó el cuidado de procurarse una recompensa más ventajosa que la que podía facilitarle, siendo ésta la que todos los franceses, en pasando los Pirineos, se persuadían de haber adquirido; esto es, el derecho de la grandeza de España, como queda dicho, y la obtuvo.

Parecía impropio que el Emperador ignorase por más tiempo, o más bien que fuese informado por las gacetas, del contenido del tratado de Sevilla. Tampoco se le hizo misterio de esta alianza, y los ministros de los nuevos coligados en París, pasando a casa del barón de Fonseca y del conde de Kinski, embajadores del César, les comunicaron a ambos los artículos de este tratado, que eran públicos. No tardaron éstos a recibir órdenes precisas de su amo, para quejarse de la injusticia y de la irregularidad con la cual se les había entregado copia del referido tratado. El cardenal de Fleury fue el objeto sobre quien recayeron los cargos del César; pero esta Eminencia, que no quería perder la confianza que Su Majestad Imperial tenía en él, aseguró no sólo verbalmente, sino también por escrito, a sus ministros, que en cuanto lo que acababa de ocurrir en España, podía contar este príncipe que no se pensaba en manera alguna a la guerra, y que persistía constante en la resolución de evitarla.

Tampoco tenía motivo el conde de Konigseg para estar satisfecho, pues conforme se adelantaban las negociaciones se le agravaba el disgusto, no por la resolución de España a tratar con otras potencias, mas sí por los indiscretos discursos que abiertamente se tenían en Sevilla de lo poco que se debía temer el resentimiento del Emperador. No obstante, por no manifestar sentimiento, afectó mirar con grande indiferencia la alianza que acababa de formarse, y con desprecio los desmedidos propósitos de algunos, juzgando tendrían la misma suerte que los del duque de Ripperdá y de sus parciales, a tiempo de la conclusión del tratado de Viena.

Este modo de comportarse el ministro imperial mortificaba a la corte de España, y aunque ésta discurriese fuese único efecto del arte que tenía el conde de Konigseg para disimular, sin embargo estaba en algún modo sentida de que viese con tanta insensibilidad el embarazo en que se lisonjeaba haber puesto al Emperador. El deseo de confirmar esta idea, impuso la obligación a varios cortesanos para penetrar el verdadero sentir de este ministro, con discursos que se dirigían al asunto; mas todas sus tentativas eran inútiles. Sea que el conde previese la poca inteligencia que reinaría entre los nuevos aliados, o juzgase de los efectos que producirían las representaciones y quejas del conde de Kinski sobre el tímido e irresoluto cardenal de Fleury, no resultaba de sus respuestas más que un gran sosiego sobre los futuros sucesos, y tanto más sensibles para los curiosos, cuanto no podían creer le faltasen luces para juzgar de los acontecimientos.

El conde de Kinski no dejó mucho tiempo al de Konigseg ignorar cuanto había tratado con el cardenal de Fleury, remitiéndole copia de la carta que esta Eminencia le había escrito. Muy contento el ministro imperial de tener con qué imponer silencio a los políticos españoles, y muy quieto sobre sus raciocinios, sin censurar ni ofenderse, parecía los miraba como puerilidades que no merecían la menor atención. Es así, pues, que en una de las muchas conversaciones que se tenían en su casa, donde, entreteniéndose sobre los negocios del tiempo, uno de los concurrentes dijo su sentir acerca de las consecuencias que produciría el tratado de Sevilla, y como no se había podido penetrar lo que pensaba de él, todos sometieron a su trascendencia la decisión de su dictamen. Este ministro no mostró la más mínima repugnancia en satisfacerlos, y sacando la carta, que tenía en la faltriquera, les dejó libertad entera para leerla. Después elogió la gran moderación del cardenal y las medidas que siempre se proponía tomar para conservar la paz, la cual no podía verisímilmente menos de ser aprobada, decía, por las potencias marítimas.

Todo esto pasó sin afectación y sin que el conde de Konigseg mostrase otro designio que el de ratificar las ideas políticas de los asistentes. El uso que algunos hicieron del permiso de leer dicha carta, no sirvió sino para aumentar su sorpresa; pero las atenciones debidas al autor, el paraje en que se hallaban y la circunstancia del tiempo, no permitiéndoles explicarse libremente, se contentaron con alabar las disposiciones pacíficas del cardenal, y saliendo de casa del embajador alemán, no se descuidaron, como lo esperaba éste, de publicarla por todas partes. Esta noticia no tardó en llegar hasta Palacio, y no pudiéndose dudar de la certeza, la corte se ofendió en extremo, al ver que precisamente cuando se esperaba que los empeños tomados de acuerdo con tres de las mayores potencias de la Europa determinarían al Emperador en consentir a las proposiciones que se le hacían el cardenal de Fleury aquietase a este Monarca sobre las consecuencias que podía acarrear su resistencia, y explicase así las intenciones de los nuevos aliados de un modo tan opuesto a los intereses de la corte Católica.

Ocho días después de firmado el tratado de Sevilla, la Reina dio felizmente a luz una princesa, que fue bautizada el mismo día por el cardenal de Borja, y se la puso por nombre María Antonia Fernanda. El público la destinó luego para casar con el Delfín, cuyo príncipe había nacido dos meses antes; pero la divina Providencia lo dispuso de otro modo, uniéndola con Víctor Amadeo María, duque de Saboya. La ciudad de Sevilla, lisonjeada de poder contar en adelante, en el número de sus compatriotas a una infanta, quiso celebrar el nacimiento de esta princesa con fiestas, que fuesen señales públicas de su regocijo, y en ellas manifestó su esmero.

Las fiestas a que habían dado lugar el nacimiento del Delfín y de la infanta, no hacían perder de vista las ventajas que la corte de España esperaba sacar de su tratado con tan ínclitos potentados. Dióse orden para levantar marineros y reclutas, a fin de completar todos los regimientos para la próxima primavera, sobre el pie de setecientos hombres en cada batallón, y ciento y cincuenta por escuadrón, y poner los navíos en estado de transportar estas tropas a donde se juzgase conveniente. Aquellas que estaban acuarteladas en Aragón y en el interior del Reino, tuvieron igualmente orden de estar prontas para pasar a Cataluña.

Testigo de todos estos preparativos el conde de Konigseg, informó al Emperador, y aunque este príncipe hubiese recibido casi al mismo tiempo una carta del rey de Inglaterra llena de expresiones amigables y pacíficas y estuviese ya instruido de las buenas intenciones del cardenal de Fleury, que no lo eran menos, no dejó de nombrar un número considerable de regimientos de infantería, coraceros, dragones y húsares para pasar a Italia; y de dar orden al conde de Bratislaw, su embajador en Moscow, de solicitar al joven Czar, para que aprontase en caso de necesidad, el socorro de tropas estipulado por el tratado de alianza que subsistía entre los dos Imperios.

No sólo se seguía en Viena la conducta que se tenía en Sevilla sobre lo concerniente a los preparativos de guerra, sino que también se la imitó en lo que tenía conexión con el gran duque de Toscana; y mientras el padre Ascanio, religioso dominico y ministro de España, trabajaba con ardor en hacer consentir a este príncipe a la introducción de las tropas españolas en las principales plazas de sus Estados, el conde Caymo, ministro del César, se servía por su lado de todos los medios. posibles para apartarle de esta resolución, y aún dio a entender a Su Alteza Real que el Emperador estorbaría que el infante don Carlos fuese su sucesor, resucitando las esperanzas de la Serenísima Electriz Palatina, su hermana. Lisonjeó a este príncipe de que si persistía en declararla por su heredera, Su Majestad Imperial la concedería la investidura de los feudos masculinos, que acostumbraba dar a sus predecesores; y puesto que la España se dispensaba de ejecutar el artículo V de la Cuádruple Alianza, el César dejaría también de pretender que tuviese efecto al rescripto dirigido a Su Alteza Electoral.

Aparente era la proposición y no podía menos de ser agradable a una princesa que no se vería sin impaciencia expuesta a obedecer en los Estados de sus ascendientes a un príncipe de nación extranjera. No hallaba el Gran Duque menos satisfacción a columbrar alguna verisimilitud en lo que le anunciaba el conde Caymo. Érale grato a este príncipe verse libre de la dura necesidad que se le imponía, no sólo de recibir a un sucesor. sino también ver las tropas que le debían seguir, apoderarse de todas las plazas de su Estado y no dejarlo más que una vana y humilde apariencia de soberanía. Parece que es fácil practicar lo que se desea con ardor, y para fortificar esta apariencia seductora, el Gran Duque no se apartaba de favorecer las ideas del Emperador, pero temeroso al mismo tiempo de dar algún paso que expusiese sus Estados a ser el teatro de la guerra, afecta, como príncipe prudente, grande imparcialidad entre España y el César, procurando con uno y otro por sus representaciones desvanecer cualesquiera violentas resoluciones.

Deseaba también el príncipe toscano, antes de tomar empeño alguno, trascender lo que resultaría de la nueva alianza de Sevilla, y si tendría más solidez que la que el público la atribuía. Sus respuestas al padre Ascanio se dirigían sobre este plan. El abad Franchini, su ministro en París, le siguió con gran cautela, por lo que miraba a los aliados de Sevilla, y esta prudente conducta se sostuvo mientras el Gran Duque permaneció secretamente apoyado por el Emperador; pero luego que este Monarca consintió, como se dirá en adelante, a la admisión de las tropas españolas en Toscana, y que, según anhelaba, las potencias marítimas se empeñaron (a favor de esta condescendencia) a ser garantes de la Pragmática-Sanción, el Gran Duque se vio prontamente obligado a ceder sus intereses a los de Su Majestad Imperial.

Así se terminaron los negocios políticos, con aprestos militares en España, al fenecer el año de 1729. Esperábase en esta corte produciría el tratado que se acababa de concluir grandes mutaciones a su favor, y que los aliados concurrirían a su ejecución con tanto más gusto cuanto no se les había dejado que desear cosa alguna acerca de las ventajas de sus súbditos. En esta idea estaba el Ministerio de España, pero bien diferentemente se pensaba en Inglaterra, adonde el referido tratado encontró gran número de censores, y aun protestaron en contra veinte y cuatro pares, diciendo que la incapacidad de los ministros y sus Consejos sembraban en la Corona un laberinto de tratados y empeños en nada necesarios. La infalibilidad de los ministros no está aún recibida en Inglaterra, y no obstante el hacer todos los esfuerzos posibles para establecerla, como en las demás cortes de la Europa, hasta ahora sus tentativas han sido inútiles. El lord Bathurst representó con viveza que el objeto de introducir tropas españolas en los ducados de Toscana y Parma era una manifiesta violación del tratado de la Cuádruple Alianza, dirigiéndose ésta a encender una guerra cruel y onerosa a la nación anglicana, y capaz de derribar el equilibrio del poder en Europa. No quedó este parecer sin réplica, y la pluralidad de votos fue despreciada, y el tratado de Sevilla, plenamente elogiado.

* * *

Concluiremos el presente año con lo que sucedió en el Imperio de Rusia, pues aunque sea extraño, como ya se ha dicho, de esta obra, siendo una continuación de lo que el duque de Liria, embajador del Rey Católico, expuso en una relación particular, así por lo que mira al príncipe Menzikoff como al de Dolgorucki, principal motor de la desgracia de aquél, por atribuirle de lo que él mismo fue convencido, me parece deber individualizar dicha relación; ella servirá para dar a conocer cierta práctica no difícil de penetrar. La ambición es la que regularmente rige a los hombres, y el bien público, un pretexto para saciar su codicia. Esto experimentamos en todos los estados, y es condición de la sociedad humana; la política, con que se suelen paliar las acciones aún más criminales, encuentra en el mundo un asenso, que quien no la observa está seguro de vivir abandonado y desconocido a los hombres; pero también sus parciales son a veces la víctima de esta deidad, que no perdona ni aún a sus más rígidos observadores.

Habíase inspirado el joven czar Pedro II el designio de casarse. Pasó este príncipe a casa del de Dolgorucki, mayordomo mayor de su Casa, declarándole que lo quería efectuar con su hija primogénita. Afectando una sorpresa grande, abrazó las rodillas del Emperador, dándole las gracias por la honra con que colmaba a su familia; y habiéndole dicho el Czar que quería participar esta noticia a su hija, el príncipe Dolgorucki le condujo al cuarto de la princesa, a quien el Emperador anunció el designio que acababa de confiar al padre. La admiración que le causó esta nueva, más real que la que había manifestado el padre, la quitó el habla en punto de no poderse explicar de otro modo que el de echarse a sus pies. El Monarca la levantó incontinente, diciéndola que no era tanto su hermosura, cuanto su dulzura y modestia, lo que le había movido a hacerla su esposa.

Al otro día, el barón de Osterman comunicó, por orden del Monarca, a todos los miembros del Consejo la resolución de Su Majestad, y el barón de Habichtstal a todos los ministros extranjeros, que tuvieron la honra de cumplimentar a esta princesa sobre su futuro casamiento. El 12 de diciembre (estilo antiguo) se celebraron los desposorios con gran magnificencia. El esplendor que cercaba la Casa Dolgorucki, ya ilustre por sí misma, fue de poca duración, y lo que debía servir a llevarla al cúmulo de la elevación y favor, se hizo bajo del siguiente reinado el principio de las desgracias que experimentó.

La extrema juventud de este Monarca, que había entrado en los quince años de su edad desde el mes de octubre, obligó a suspender la consumación del matrimonio hasta febrero siguiente. Esta dilación parecía necesaria para concluir los preparativos que función tan regía exigía, aunque a la princesa (de edad de veinte años) era duro término tan largo; pero, para reducírsele a más breve, se le hicieron todos los honores que acompañan al augusto puesto que la era destinado. Ya no le quedaba más que un paso para ascender al Trono de tan vasto Imperio, y repartirle con un joven esposo, cuyos agrados (según dice el duque de Liria en su relación) daban nuevo brillante al soberano poder.

En una esperanza tan lisonjera y cuando todo parecía concurrir para hacer la princesa Dolgorucki feliz, vio desaparecer en un instante el esplendor de que estaba rodeada, y no sirvió sino para hacer su situación más cruel. El 29 de enero de 1730 murió de viruelas el Emperador, y en él acaba la línea masculina de la Casa Imperial de Rusia.

Para no volver a tratar del mismo asunto, por no venir al caso, y pertenecer al año siguiente, continuaré en desmenuzar las consecuencias que arrastró la desgracia del príncipe Menzikoff, pues todos los que cooperaron a ella, ninguno hubo que no experimentase la suerte de este infeliz primer ministro del Imperio Rusiano, al símil de Julio César, cuyos asesinos todos perecieron en menos de tres años, y algunos con la propia arma de que se sirvieron para privar a la República romana de este gran capitán y célebre primer ministro.

No habiendo designado sucesor alguno Pedro II, el Consejo se juntó inmediatamente. Viendo la rama masculina extinguida, y que la Corona debía, por consiguiente, pasar a las hembras, juzgó a propósito preferir las del czar Alexiowitz a las de Pedro I, su hermano menor (aquél se había excluido del Trono por sus enfermedades, así de espíritu como de cuerpo). Según esta resolución, parece tocaba la sucesión a la princesa Catalina, hija mayor de Juana, casada en 1716 con Leopoldo, duque de Mekelbourg, pero la conducta de este príncipe con su nobleza, dando tan mala opinión de su carácter como de su gobierno, de que reinaba alguna discordia entre este príncipe y el Emperador de Romanos, temieron los grandes de Rusia que si la princesa, su mujer, llegase a ser su soberana, los podía empeñar en una guerra con Carlos VI. Esta consideración valió mucho para determinarlos a favor de su hermana menor, llamada Ana, viuda de Federico Guillermo, duque de Curlandia; y porque no teniendo marido ni hijos, no tendría otros intereses que los del Imperio Rusiano. Reunidos, pues, todos los votos, el Senado y demás Órdenes del Estado concurrieron unánimes a hacerla proclamar Emperatriz. Mas pareciendo a algunos de los magnates se proporcionaba ocasión favorable para disminuir la autoridad despótica, con la cual hasta ahora habían sido gobernados, dispusieron una capitulación que la contenía en límites bastantemente estrechos. Los diputados tuvieron orden, al participar a esta princesa su elevación al Trono, de presentarla la dicha capitulación, a fin de que conociese con qué condiciones se sometían los rusianos a ella. La diputación se componía de los príncipes Dolgorucki, Gaffickzin y Trubetzkoy, los señores Leontio y Jerekin.

No sin gran sentimiento, el príncipe Basilio (hermano del padre de la que se había desposado con Pedro II) vino a presentar a la duquesa de Curlandia la Corona imperial, y no se resolvió a ello hasta después de haber intentado inútilmente el hacerla pasar a su sobrina. La aceleración que afectaba no se dirigía sino a ocultar mejor los proyectos bien contrarios que había concebido con su familia, y conciliarse a lo menos con su nueva Soberana una parte del poder, que no podía procurar por entero a su sobrina. El Trono a que ésta debía ascender, y la alta consideración de que semejante esperanza aseguraba la posesión a la Casa Dolgorucki hacia el fin del reinado de Pedro II, tenía en esta confianza al príncipe Basilio; confianza a veces temeraria que produce una grande altanería y como ésta persuade fácilmente que se pueden aventurar sin riesgo ciertos pasos, dio a entender con demasiada ligereza a la princesa Ana, al tiempo de presentarla la capitulación, que era en algún modo por vía de elección por la que llegaba a ser Emperatriz, y que el uso que en adelante haría del soberano poder, debía reglarse sobre el tenor de esta pieza. El plan de gobierno que la misma formaba, dejando enteramente la dirección de los principales negocios al Consejo Supremo, el príncipe Basilio Dolgorucki y buen número de sus parciales, contaba en que la duquesa de Curlandia, contenta con llevar la Corona, le abandonaría sin trabajo, y a los suyos, la administración de su autoridad.

Esta opinión no estaba bien fundada, y la envidia, que influye a los cortesanos una admirable actividad, había hallado medio, a pesar de las precauciones del príncipe Basilio, de hacer sus designios, igualmente como los de toda su familia, muy sospechosos a la princesa Ana, la cual disimuló con gran prudencia los avisos que recibía. Los consejos que el Dolgorucki se apresuraba a darla, fueron en apariencia atendidos; sus proposiciones, admitidas, y la capitulación que presentó, firmada sin la menor dificultad. Algunos de los colegas de este jefe de la diputación dieron a entender a la duquesa de Curlandia, por medio del conde de Biron, su confidente, que debía mirar estas condiciones como único efecto de la ambición de los Dolgoruckis y de sus hechuras; pero que procurarían modo a Su Majestad para anularlas.

Seducido el príncipe Basilio con la apariencia del suceso de su viaje, se despachó para volver a Moscow, a fin, decía de acelerar los preparativos para la recepción de la nueva Soberana; pero verisímilmente para concertar con su hermano, parientes y amigos, los medios de afirmar el crédito que se lisonjeaba haber adquirido con Su Majestad, e impedir no extendiese su autoridad fuera de los límites en los cuales creía haberla estrechado. Esta princesa, a quien no cesaban de prevenir contra los proyectos de la Casa Dolgorucki, juzgó que el mejor medio para disiparlos y hacer inútiles las facciones, era pasar cuanto antes a Moscow. Según este plan, partió el 9 de febrero de la ciudad de Mittau, capital de Curlandia, tres días después de haber recibido la nueva de su exaltación al Trono, y deteniéndose algunos en el convento de Tzellewitza, para dejar concluir los preparativos de su entrada, la hizo en la capital de este Imperio el 30 de febrero de 1730.

Ana Ivanowna tenía treinta y seis años cuando subió al trono de Rusia, y aunque no poseyese ya todo aquel esplendor de la hermosura de la primera juventud, no dejaba de conservar todavía algo con un aspecto majestuoso, que sería de desear pudiese siempre acompañar la dignidad real. Si se hubiese de referir aquí cuanto el duque de Liria expresa de las prácticas de aquellos que querían se aprovechase de la coyuntura en que la Emperatriz estaba interesada a contemplar los diferentes órdenes del Estado, para destruir enteramente el despotismo, y, por otra parte, de ciertos cortesanos, quienes por sus fines particulares solicitaban afirmarle, esta relación nos condujera muy lejos. Baste decir que este ministro plenipotenciario de España presenta en ella un retrato singular de los movimientos que producía la mutación de gobierno; y el arribo de la Emperatriz en Moscow hacía ver que la envidia, la ambición y venganza, ocultas por la mayor parte de los grandes de Rusia bajo un aparente celo por la patria o por los intereses personales de la Emperatriz, no se resentían de la torpeza que causa el frío en este clima rígido.

Aunque la Czarina estuviese resuelta, como lo dio a conocer poco después de su arribo, a gobernar con la misma autoridad que sus predecesores, no mostró señal alguna de esta intención; al contrario, la ocultó con gran cautela; y mientras el barón de Osterman y el príncipe Trubetzkoy trabajaban a que su proyecto tuviese feliz éxito, la Emperatriz parecía no pensar en él. El primero había contribuido mucho, en tiempo de la muerte de Pedro II, a impedir no se atendiese el artículo del testamento de la emperatriz Catalina, que llamaba al Trono a la princesa Elisabetha, su hija, en caso de morir este príncipe sin dejar sucesores. Este servicio, sostenido de los avisos que había dado a la duquesa de Curlandia, le mereció su confianza. El príncipe Trubetzkoy se había procurado la misma ventaja; por consiguiente, ambos miraban el restablecimiento del despotismo como la época de su elevación. Cuando se consideran bajo de este aspecto, los inconvenientes que acarrea son contados por nada, y las cortes están llenas de gentes que se hacen, con este motivo y no con otro, los parciales de él. Por lo mismo su número creció de tal suerte en Moscow, que durante el corto espacio de once días, el barón de Osterman, el príncipe Trubetzkoy, con el Knées Czerraski, llegaron a persuadir a más de cuatrocientos caballeros -de que la mayor parte poseían empleos militares o civiles- de solicitar se anulase la capitulación firmada por Su Majestad Czarina.

Esto se ejecutó con felicidad. Pasando este numeroso concurso a Palacio, pidió a esta princesa, en nombre de todos sus vasallos, se dignase aceptar la soberanía con la misma autoridad que la habían poseído sus gloriosos antecesores. Un ruego de esta naturaleza está siempre recibido de los príncipes con agrado, y aunque afectó grande moderación, según la etiqueta observada por otros en semejante coyuntura, habiendo hecho juntar su Consejo, respondió al veld-mariscal Trubetzkoy, que no dirigiéndose sus intenciones sino a hacer reinar con ella la paz y la justicia, no omitiría cosa alguna para merecer el venerado título de Madre de la Patria, y procurar la felicidad de sus vasallos; pero -añadió esta princesa- sabéis que he firmado ciertos artículos que no pueden conciliarse con vuestra proposición, y, por consiguiente, quiero saber si el Supremo Consejo, que aquí he llamado, consiente en que yo admita las ofertas de mi pueblo. Entonces, mirando a todos los individuos que le componían, dio a entender esta princesa que el mejor partido que podían tomar era conformarse con el sentir de los diputados.

Así se restableció el gobierno monárquico en la Rusia, que la ambición de algunos de sus magnates estuvo para aniquilarla. El veld-mariscal Trubetzkoy, principal instrumento de esta revolución con el príncipe su hermano, el conde Osterman y el príncipe Czerraski, que tanto trabajaron a darla buen éxito, fueron colocados en el Consejo de Regencia, establecido por la Emperatriz para el gobierno del Imperio.

Aunque había resuelto esta princesa la perdición de los Dolgoruckis, no dejó de conceder la misma gracia al veld-mariscal de este nombre y al príncipe Basilio. Se discurrió, sin duda, era necesario disimular con esta apariencia de favor la determinación que poco después se tomó contra toda esta familia.

El príncipe Alejo Dolgorucki, mayordomo mayor del difunto Czar, previó la tempestad que le amenazaba y se retiró con su hija a sus Estados, luego después del arribo de la Emperatriz a Moscow. Esta precaución para evitar los funestos tiros de la envidia fue inútil, y hacia el fin de abril las desgracias que esta Casa experimentó comenzaron por una declaración en la que, después de una dilatada exposición de los delitos que se imputaban a todos los que la componían, desterraba a los unos, privaba a los otros de las dignidades de que estaban condecorados, quitándoles los collares de las Órdenes que llevaban y reduciéndolos a la simple calidad de vaivodas o caballeros.

Los celos que concibieron los príncipes Dolgoruckis de la rápida elevación y vastos proyectos del príncipe Menzikoff, causaron la caída de éste. La suya fue el efecto del mismo designio que habían reprobado en este valido, atrayéndoles la indignación de la Emperatriz y casi su total destrucción. En fin, poco después, el conde de Osterman, principal autor de sus desgracias, cayó a su turno, bajo el peso de la que su ambición le atrajo, y fue como los Dolgoruckis sentenciado a perder la vida. Ejemplos tan manifiestos, que cada día se experimentan, de las crueles adversidades que suele arrastrar la pasión de dominar: prueba mejor que toda la elocuencia de los predicadores, la exactitud de lo que dice San Pedro Crisólogo, hablando del mundo: Sic suis providet semper, sic suos elevat, ut de alto proecipitet validius in terram. Serm. VIII.




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Año de 1730

La muerte de Pedro II y exaltación de la princesa Ana Ivanowna al trono imperial de Rusia causaron alguna inquietud en Viena. Temíase que siendo esta princesa cuñada del duque de Mekelbourg emprendiese sostenerle y se apartase insensiblemente de la alianza que los dos Imperios habían hecho en 1727. Este recelo duró poco, y la nueva Czarina hizo declarar al conde de Bratislaw, embajador de Su Majestad Cesárea, que este Monarca podía contar con seguridad, en caso de guerra, sobre el socorro de su parte, estipulado en el tratado concluido entre la emperatriz Catalina y su amo. Diéronse incontinente las órdenes para que las tropas estuviesen prontas, y a fin de convencer mejor al Emperador de Romanos del aprecio particular que la Czarina hacía de su amistad, nombró al conde de Bratislaw caballero del Orden de San Andrés, dándole el collar que llevaba el difunto emperador Pedro II, estimado en veinte y cinco mil rublos. Sabidas por Carlos VI las favorables atenciones de esta princesa, y su unión con ella siendo entonces en extremo importante, mandó a su ministro no se descuidase en cosa alguna para conservarla.

Habiendo igualmente informado este embajador a Su Majestad Cesárea de que el conde de Biron y el príncipe Czerraski defendían en toda ocasión sus intereses, este Monarca, para recompensar su buena voluntad, elevó al primero a la dignidad de conde del Imperio y le envió su retrato guarnecido de diamantes; al segundo hizo el propio regalo, y a fin de que no faltase nada a este distintivo, el conde de Bratislaw presentó uno y otro a Su Majestad Czarina, suplicándola, en nombre del Emperador de Romanos, los remitiese a quienes eran destinados, y con esto darles nuevo valor.

La seguridad de ser poderosamente socorrido por la emperatriz de Rusia, no sirvió poco a fortificar la corte de Viena en la resolución de oponerse a la introducción de los españoles en Italia; y como se persuadía al mismo tiempo, que la España no desistiría del designio de ponerlo en ejecución, y que esta potencia podría empeñar sus nuevos aliados a sostenerla, se continuaron los preparativos para prevenirla. Hacia fin de mayo, los ducados de Milán y Mantua, y los reinos de Nápoles y Sicilia se llenaron de tropas; según la lista que entonces apareció subían éstas a ochenta mil hombres en estos diferentes Estados. Al conde de Mercy se nombró general del ejército de Lombardía, para cuyo efecto pasó a Milán. El conde de Walis, que debía mandar en Sicilia, había llegado ya. En fin, el de Harrach, virrey de Nápoles, atendía con gran cuidado a poner todas las plazas de este reino en buen estado de defensa, y apostar diversos cuerpos de tropas en los parajes donde se podía temer algún desembarco.

La extrema atención del Emperador para impedir la introducción de las tropas españolas en Italia, le determinó a sondear las intenciones del rey de Cerdeña, proponiéndole entrar en las medidas que tomaba para detener los peligrosos proyectos de la Corona de España. El conde de Dalin, gobernador de Milán, fue encargado de esta comisión. Los pasos y solicitud de este señor para ejecutar las órdenes de su amo tuvieron feliz éxito, pues convino con el mayor sigilo en un tratado secreto que fue firmado, al parecer, en Milán por el mes de junio entre los dos Monarcas. El rey de Cerdeña consintió en dar doce mil hombres al Emperador; los ocho mil de infantería y los cuatro mil restantes de caballería, con la condición de que sería gobernador perpetuo del Milanesado y que se le entregarían, desde luego, trescientos mil felipes, o pesos fuertes, a fin de poner más prontamente en estado el cuerpo de tropas, que debía juntarse con el ejército del conde de Mercy; obligándose, sin embargo, este príncipe a volver la misma suma, en caso de no ser necesario el socorro que concedía. El Emperador se allanó a todo lo que el rey de Cerdeña deseaba, mirando como una verdadera ventaja el haberse procurado un aliado tan útil.

Antes de la conclusión de este tratado, queriendo Su Majestad Imperial interesar al Cuerpo germánico, hizo comunicar a la Dieta de Ratisbona y llevar a la Dictadura pública un decreto por el cual este Monarca exponía la facilidad con que había concurrido a la ejecución de lo que el tratado de Londres reglaba tocante a la sucesión eventual de los ducados de Toscana y Parma a favor del infante don Carlos; añadiendo que, aunque no debiese esperar novedad alguna contraria a lo que un tratado tan solemne había determinado, sin embargo, las Coronas de España, Francia e Inglaterra habían concluido su alianza particular en Sevilla, de que ciertos artículos no podían menos de excitar la mayor indignación, supuesto que se dirigían a romper lazos más esenciales de la sociedad humana. Concluía el decreto diciendo que el César se lisonjeaba de que si, contra toda esperanza, llegase a turbarse la tranquilidad de Italia, o que por sus cuidados para proteger los derechos del Imperio negasen sus Estados hereditarios a ser atacados, el Cuerpo germánico defendería entonces a Su Majestad del modo más eficaz.

Luego que apareció este decreto, las potencias unidas por el tratado de Sevilla le miraron como una especie de manifiesto que la corte imperial hacía publicar para constituir odiosa su conducta; pero aunque fuesen todas igualmente interesadas a justificarse, el señor de Chavigny, ministro de Francia, fue el único que lo emprendió, distribuyendo a todos los miembros de la Dieta un escrito en que refuta por menor todo el decreto, y esto originó una guerra de pluma, que por fin se sepultó en un profundo silencio. Esta indiferencia de una y otra parte, procedió, según toda apariencia, de la idea que, siendo tan opuestos los intereses de los potentados que la alianza de Sevilla unía, no les permitía obrar de acuerdo.

No se pensaba así en la corte de España; todo concurría al principio de este año, para creer, por las disposiciones que se daban en todo el reino, que no se pasaría sin guerra. A este fin se preparó un embarco considerable en Barcelona, con la seguridad de la resolución no equívoca del cardenal de Fleury, que el embajador de Francia, marqués de Brancas, dijo no depender ya sino de la estación favorable para marchar las tropas. En consecuencia, se nombró a don Lucas Spínola por generalísimo de las que debían embarcarse en Barcelona, cuyo intendente, el señor Sartine, tuvo orden de poner embargo a todas las naves que se hallasen en el puerto de esta ciudad, y don José Patiño recibió la de enviarle un millón de pesos para subvenir a los gastos diarios de este armamento, como asimismo atender a las municiones de boca, de que hacía abundante provisión.

Entretanto que llegaba este tan deseado tiempo, la corte, que había tomado gusto en viajar, se determinó al principio de marzo a pasar a Granada, para residir en ella durante la primavera. El día 6 partieron Sus Majestades. Hacíase cuenta, según las noticias que se recibirían de Francia e Inglaterra, de no permanecer en dicha ciudad sino el tiempo preciso, y que sería necesario para preparar el embarco de las tropas españolas, que debían transportarse a Toscana, y pasar después a Barcelona a tiempo de ponerse la armada a la vela. La Reina, a quien esta expedición ocupaba tanto, se lisonjeaba con razón que luego que se supiese en las cortes de los aliados que Su Majestad y el Rey se disponían a ser testigos de su ejecución, trabajarían con nuevo ardor en allanar los obstáculos que la podían retardar. Asimismo se persuadió esta princesa, que la diversión que por lo regular ofrecen los viajes juntamente con el placer de ver el premeditado embarco, apartaría al Rey de seguir la secreta inclinación que dejaba percibir de cuando en cuando, de querer volver a su retiro de San Ildefonso. Sin duda fue para distraer ideas tan opuestas al sistema presente, por lo que se pensó en proponer a la corte de Francia una entrevista con la de España en la frontera, después del arribo de Sus Majestades Católicas a Cataluña; pero no había apariencia de que la admitiese el cardenal de Fleury, por no exponerse a las instancias y cargos que le podía hacer la Reina Católica.

No obstante, para emplear una y otras, según lo exigiesen las circunstancias, pareció a Sus Majestades conveniente el enviar a Francia a don Lucas Spínola, a quien se había conferido, como queda dicho, el mando de las tropas que estaban para pasar a Italia; y habiendo este general partido a la ligera, llegó a París a principios de abril. Siendo hijastro de la duquesa de San Pedro, camarera mayor de la Reina, con quien se correspondía regularmente el cardenal de Fleury, se discurrió serían más eficaces sus representaciones que las de los plenipotenciarios de España, que aún se mantenían en aquella corte; pero no tuvieron mejor suceso.

Algunos días antes de la partida de los Reyes, ambos condes de Konigseg, tío y sobrino, con la condesa mujer del primero, partieron para volverse a Viena, dejando a su secretario de embajada para cuidar de los negocios del César en esta corte. Se ha visto en el curso de esta obra con qué destreza supo el conde, durante su ministerio atender a los intereses del Emperador su amo, y servirse de las circunstancias del tiempo para procurarse en España tanto crédito y autoridad que asegurasen el objeto de su comisión. Nada, efectivamente, fue capaz de suspenderlo, pero al fin las ilusiones sobre que estaba establecido, no pudiendo ya subsistir, no tardó a experimentar tanta indiferencia cuanto afecto y benevolencia se le había manifestado antes: desgracias que semejantes encargos suelen atraer; pero se le remuneró en Viena, habiéndole conferido Su Majestad Imperial la vicepresidencia del Consejo de Guerra.

No tardó don Lucas Spínola en llegar a la corte de Francia, y en ella fue recibido con toda distinción. Las conferencias que tuvo con el cardenal de Fleury y con el guarda-sellos, en que concurrieron muchas veces los ministros de Inglaterra y Holanda, y algunas particulares con estos últimos, caminaron sobre las mismas materias, dándose a entender en todas del propio intento y buena voluntad. Nombrábanse públicamente en Francia los regimientos que pasarían a Italia, con los generales destinados para mandarlos. Lo mismo sucedía en Londres, y don Lucas Spínola, a quien lisonjeaban con estas esperanzas, no examinando bastantemente su intrínseco valor, las atribuyó con alguna facilidad un carácter de certidumbre que no tenían, y pasó con demasiada precipitación a hacerse mérito en la corte de España del pronto éxito de su solicitud. Lo que acerca de esto escribió, no obstante contradecirlo el marqués de Santa Cruz y don Joaquín de Barrenechea, fue recibido en Granada con indecible alegría, tratándose de celos, lo que estos últimos prevenían. La seguridad de ver luego el Mediterráneo cubierto de navíos españoles, ingleses, holandeses y franceses, motivó a que se hablase más que nunca de ejecutar el viaje a Cataluña, a fin de procurarse la satisfacción de hallarse presentes a un embarco tan famoso, y aún estuvieron los reyes para pasar a Almuñécar y ver navegando la escuadra española que se armaba en Cádiz y debía hacerse en breve a la vela para Barcelona, bajo de las órdenes de don Francisco Cornejo, su comandante.

No hubo menester mucho tiempo don Lucas Spínola para desengañarse: conoció bien presto cuán frívolas eran las promesas del cardenal de Fleury, y hasta entonces no se receló de las buenas intenciones de Su Eminencia. Mas viendo la estación propicia para apoyar los inmensos preparativos que se hacían en Barcelona y otros puertos del Reino, y que bien lejos de cumplir dicho ministro con sus empeños, antes parecía procuraba de acuerdo con los de las potencias marítimas a parar el golpe, se quejó altamente. No podía ignorar que su exceso de credulidad sería vituperado en Granada, y al paso que se le representaba, duplicaba sus instancias con el cardenal. Éste, con los ministros de los aliados, le dieron para sosegarle las mayores seguridades de ejecutar el tratado de Sevilla, con el presupuesto de que esperaban algunas explicaciones de sus cortes, para que, vencidos los obstáculos, pudiesen, sin perder tiempo, concurrir todos a un mismo fin; pero esto era dilatarlo en cuanto fuese posible. Bien lo percibía el general español, sin ocultar a los aliados que no debían esperar fuese esto aprobado en Granada, aunque ellos, persuadidos de la verdad, procuraban solamente disimular sus verdaderas intenciones.

Las conferencias eran frecuentes y cada partido afectaba manifestar el celo más sincero de concurrir a la ejecución de los proyectos de Su Majestad Católica. Las tropas en Francia y en Inglaterra que debían unirse con las españolas, podían -decíase- de un instante a otro estar en estado de marchar. Los navíos destinados para transportarlas estaban armados y equipados. Finalmente, todo se hallaba pronto, cuando no era menester más que actividad. Si don Lucas pretendía usar de ella, oponíase luego incontinente a sus representaciones, que era preciso ante todas cosas entenderse sobre los más o menos navíos y tropas que cada aliado debía dar. Los correos iban y venían, y sus despachos dejaban siempre algo que desear. En una palabra, las temibles potencias que había unido el tratado de Sevilla, formaban un peso tan grande que no se le podía poner en movimiento.

Nada de esto se escapaba a la penetración de don Lucas, ni su interés le permitía tampoco ocultarlo a Sus Majestades Católicas, antes bien le importaba conociesen cuán poco debían contar sobre las promesas de sus aliados. Éstos, temerosos de los prontos efectos del resentimiento que semejante descubrimiento no podía dejar de producir, trabajaron cada uno según sus fines particulares, para persuadir a don Lucas que no era imposible vencer la repugnancia que la corte de Viena mostraba en consentir a la introducción de las tropas españolas en Toscana; al contrario, era verisímil-añadían- que el César, en vista de la resolución de los aliados, no perseveraría en una denegación que le podía ser tan perjudicial; que así, importaba primero explicar a este Monarca el verdadero sentir de los aliados de Sevilla y declararle al mismo tiempo que no debía esperar mudasen, en el supuesto de que se le daría a entender que la guerra o la paz dependía de una pronta decisión.

Aparente era este raciocinio, y por otra parte se apoyaba con las seguridades más positivas y más fuertes de no separarse de lo que anunciaba, y que de un modo u otro la deseada introducción de las tropas españolas se efectuaría. Esta simulada promesa determinó verisímilmente al general español a consentir a lo que anhelaban, y contentos los aliados de haber obtenido esta condescendencia, juzgaron a propósito, para mejor ocultar su ardid, concederle a su turno la de entablar desde luego con la corte imperial la negociación de que se trataba; y en esta idea dispusieron de acuerdo una declaración para ser presentada en su nombre al Emperador.

Ésta incluía ciertos temperamentos, que se suponían propios para satisfacer a este Monarca, como para determinarle a aprovecharse de ciertas aberturas que contenía; y puesto en limpio este escrito, se comunicó a don Lucas Spínola, bajo el título pomposo de Ultimatum de los aliados. Éste, pretendiendo que siete u ocho renglones eran suficientes para manifestar al César esta resolución, insistía a que no se dilatase más; pero este estilo lacónico no era el que convenía a las secretas ideas de los aliados, y se resistieron a admitirlo, diciendo: Que no había necesidad de exponer sus intenciones al Emperador con tanta sequedad, y que mediante algún colorido se conseguiría la ventaja no sólo de asegurar el suceso de los designios del Rey Católico, sino también la tranquilidad de las principales potencias de la Europa. Últimamente, que la corte de España debía estar satisfecha del paso que daban y de su celo por sus intereses. El general español, que no llevaba la misma opinión, disputó aún durante algunos días; pero, en fin, viendo que no ganaba cosa alguna en controvertir y que si el César persistía en la resistencia Sus Majestades Católicas podían esperar que encontrarían en todas partes obstáculos difíciles de superar, contentóse, cediendo a las solicitaciones de los aliados, con dar cuenta a los Reyes de sus observaciones sobre la complacencia forzada, que se había exigido de él.

Desde el 7 de abril que don Lucas Spínola había llegado a París, hasta fin del mismo mes, se le había festejado para entretenerle con banquetes y todo género de distinciones: el siguiente se pasó en concertar varios planes quiméricos, de que por último resultó este Ultimatum, que se envió el 30 de mayo al Soto de Roma, junto a Granada, donde se mantenían Sus Majestades Católicas. No es decible cuán mal se recibió en la corte lo que contenía. Esperábase en ella, según el anuncio de don Lucas, que las medidas que tomaban los aliados para unir sus tropas y navíos a los de España serían seguidas de una pronta ejecución, con cuyo motivo se aceleraban en todas partes los preparativos de guerra, especialmente en Barcelona, en cuyo puerto toda la armada debía reunirse. Las tropas acantonadas en las cercanías de esta plaza y en el campo de Tarragona estaban prontas para embarcarse, y los navíos fletados un mes hacía, y provistos de víveres para tres.

Pero viéndose que esta esperanza no sólo se alejaba, sino que también se debilitaba cada día más, respecto de que los designios de Sus Majestades Católicas dependían ya de las resoluciones de una corte tan determinada a embarazarlos, se prorrumpió en un gran disgusto contra los aliados. El cardenal de Fleury era contra quien particularmente se dirigía, diciéndose que no había cesado desde la signatura del tratado de Sevilla de convertir la confianza que tenían en él los Reyes Católicos en medios de conciliarse la del Emperador, y entretener a don Lucas Spínola con promesas frívolas. Éste verdaderamente estaba sin disculpa de haberlas admitido con tanta facilidad, y aún más en consentir que las proposiciones susceptibles de objeciones, que contenía la relación enviada a Viena, fuesen confundidas con el sí o el no que importaba solamente obtener del César. Los avisos que este general dio de la importancia en que era a la sazón contemplar al rey de Cerdeña, a fin de hacerle propicio para el establecimiento del infante don Carlos en Italia, se miraron casi con irrisión. Arrepentíanse los Reyes de haberle enviado a Francia y estuvieron para llamarle y romper enteramente una negociación, la cual, transferida a Viena, se hacía otra especie de Congreso, cuya lentitud sería tan favorable a los designios de su Monarca, como contraria a los de España. Sin duda se hubiera efectuado, a no haberse temido algunas consecuencias adversas y que después de haber perdido la alianza del Emperador, se viese esta corte también privada de la que el tratado de Sevilla acababa de formar.

El motivo de los aliados en eludir sus empeños, como las instancias de España, no era difícil de percibir, pues querían evitar una guerra que no podía menos de serles onerosa, espéranzados de conseguir del César por vía de buena composición lo que quizá sus armas no hubieran obtenido sin notable dispendio. Esto no penetraba la corte de Sevilla; por la misma razón, pareciendo bien distante el embarco que Sus Majestades, al salir de Sevilla para Granada, se habían propuesto ver, no se trató más del viaje de Cataluña. No permitiendo a la corte los calores mantenerse el verano en el Soto de Roma, así por la estrecha habitación como por la incomodidad de la comitiva, resolvió pasar a Cazalla, donde residió algún tiempo.

Recibióse en Viena el Ultimatum muy diferentemente que en la corte de España. Conoció el César que era una señal no equívoca de las potencias marítimas, para evadirse de la ejecución en las promesas hechas a esta Corona por el tratado de Sevilla, a que se seguía ver restablecerse poco a poco el antiguo sistema. La satisfacción que de esto recibió el Emperador fue grande, y a fin de afirmar tan buen designio y hacerle servir igualmente para obtener de Inglaterra y Holanda la garantía tan deseada de la Pragmática-Sanción, se propuso en la coyuntura presente tanta prudencia y sagacidad que sin manifestar ardor para reunirse con las potencias marítimas, por no causar sospecha al cardenal de Fleury, continuó en adormecer a esta Eminencia con elogios y confianzas, impidiéndole así de embarazar las medidas que se proponía tomar, para hacer al rey Jorge el único depositario de las negociaciones que ocurrirían con España.

Contaba, con razón, el César, que haciendo depender en algún modo su consentimiento para la introducción de las tropas españolas en Toscana de los buenos oficios del Rey británico, las ventajas que resultarían a su nación por un servicio de tal magnitud, hecho a Sus Majestades Católicas, avivarían su antiguo empeño por la Casa de Austria. Las ideas del Emperador querían ser conducidas con tanto sigilo como circunspección, y sus ministros se aplicaron en hacer de esto la regla de su conducta, y el suceso la justificó. Su firmeza en no apartarse de lo que se había establecido en el tratado de la Cuádruple Alianza, ni admitir mutación alguna acerca del artículo V, y comportarse sobre este asunto como si se esperase la guerra, condujo las potencias marítimas, que la querían huir, a prestarse insensiblemente a los deseos del César; y el cardenal, por su parte, cuyas intenciones no eran menos pacíficas, engañado con las apariencias y entretenido con la fingida confianza que afectaba en Viena por él, no conoció el progreso de la que se establecía entre Sus Majestades Imperial y Británica, sino por el tratado que fue el fruto de ella.

Este fue el suceso que preparó el famoso Ultimatum, el cual dio lugar a muchas conferencias, así en Viena como en París, que no se dirigían sino a ganar tiempo, de que cada uno quería a su modo sacar partido. El mes de junio se pasó en examinar y minutar en la corte imperial una respuesta que produjese este efecto, y cuando llegó a Francia la de los aliados que atrajo, dio también lugar, como se esperaba, a nuevos exámenes, que duraron hasta el mes de septiembre, para inutilizar la reiterada solicitud de España, porque entonces ya no era posible transportar las tropas a Italia, y con este pretexto fundar su razón, dilatando el negocio. El Emperador tenía en aquel país cerca de ochenta mil hombres, y los proyectos de España hubieran acarreado una guerra general en Europa, que los aliados de Sevilla querían evitar a toda costa, no obstante mostrarse apresurados en cumplir lo estipulado por el tratado.

Manifiesta estaba en España la conducta de los aliados; esperábase ya lo que sucedería, porque no se ocultó a la penetración de la corte; y vivamente sentida del modo con que sus aliados la habían entretenido, se determinó a llamar a don Lucas Spínola. El cardenal de Fleury, ostentando lealtad y su afecto por todo lo que concernía a los intereses del Rey Católico, se valió de toda su retórica para detener a don Lucas, dándole a entender que se preparaba de veras a concurrir a los empeños contraídos, disculpándose no pendía en él sólo el efectuarlos antes, y que estaba pronto para secundar el embarco de Barcelona, haciendo con este motivo las mayores instancias, a fin de que don Lucas suspendiese su regreso, pero inútilmente: las órdenes precisas de este general no le dejaban lugar de escucharle, y sabía muy bien que sus discursos eran más persuasivos que efectivos. En esta misma opinión estaba la corte católica, la cual jamás encontró mucha aprobación y menos complacencia por parte de esta Eminencia.

El Emperador deseaba tanto la garantía del Imperio por el Decreto que había establecido para reglar la sucesión de su Casa, cuanto la de las potencias marítimas. Según este proyecto, hizo comunicar a la Dieta de Ratisbona el Ultimatum de los aliados de Sevilla, su respuesta y la de los príncipes. Contaba en que estas diferentes piezas, manifestando su firmeza en sostener los derechos del Cuerpo germánico, aún en peligro de verse atacar por estas potencias, habían de preparar los ánimos a consentir en la proposición que meditaba hacerles. El designio fue traslucido, y no tuvo la aprobación general que se esperaba, porque se le oponían ciertas Casas soberanas, las cuales también, por su parte, tornaron diferentes medidas para impedir el suceso, que se hubiera conseguido sin este estorbo.

Diligentes andaban las Casas de Sajonia y de Baviera; sus influjos en la mayor parte de las cortes del Imperio perjudicaban en extremo a las pretensiones del César, mientras los ministros de estos príncipes trabajaban de secreto con el cardenal de Fleury, para que esta potencia no difiriese a las solicitudes del Emperador, cuya afectada confianza, que al parecer tenía puesta en Su Eminencia, no se dirigía a otro fin que a interesarle en la Pragmática-Sanción, pero oponiéndose a ella la negociación que los expresados ministros entablaron, por entonces no tuvo lugar; estaba reservado para el año de 1736, con la cesión de la Lorena.

Entre tanto se había retirado de la corte Cristianísima don Lucas Spínola, sin esperar la resulta del Ultimatum por cuanto todos discurrieron que la introducción de los seis mil españoles en Toscana estaba bien lejos de su ejecución. No obstante, continuábase con ardor en todo lo concerniente al embarco proyectado, y los oficiales generales y particulares que se hallaban en la corte, destinados a mandar las tropas, se despidieron de Sus Majestades y pasaron a Barcelona. Don Lucas Spínola, que iba continuando su viaje, dilatándolo sobradamente, llegó en fin a Sevilla, a donde se habían transferido los Reyes Católicos el 23 de agosto; y la relación que expuso a estos príncipes de todo lo ocurrido en la corte de Francia durante su residencia, no teniendo con qué satisfacer la curiosidad, se le agradeció su celo; pero no menos se le imputó el haber andado omiso. Por tanto, no lisonjeándose ya del mando de la premeditada expedición que se le había prometido, pasó a Zaragoza para ejercer las funciones de capitán general de Aragón que precedentemente se le confirió.

No sin disgusto veían los Reyes Católicos retardar la ejecución del embarco hasta el año siguiente. Don José Patiño, encargado de cuanto le concernía, había perfectamente cumplido con lo que se esperaba de su celo por el real servicio y acreditado en muchas ocasiones. Los preparativos de armamento tan considerable se hacían en Barcelona, Alicante y Málaga, y no faltaba cosa alguna. Las embarcaciones de transporte, las provisiones y municiones, tiendas de campaña e instrumentos para mover tierra, como los pontones; en fin, todo lo necesario para semejante empresa, estaba pronto. El marqués de Castelar, su hermano, no había tomado medidas menos justas y eficaces para poner en buen estado las tropas que debían transportarse; en una palabra, el embarco podía ejecutarse a la primera orden de la corte.

Reiteraba ésta sin intermisión sus instancias con repetidos correos a los aliados de Sevilla, quejándose de la inobservancia del Tratado, pero inútilmente; todas sus respuestas eran representaciones sobre la imposibilidad que encontraban para formar, en la estación ya avanzada, una empresa tan importante, y aun precisamente en tiempo que el César mantenía en Italia un ejército formidable, el cual, en algún modo era imposible superar. Estas objeciones, por bien fundadas que fuesen, ofendían a España, mayormente cuando se podía atribuir a su lentitud la facilidad con que el Emperador había podido prevenir el golpe, y esto daba ocasión a no poder perdonar a la Francia y a la Inglaterra el alegar, por disculpa, el yerro que ellas mismas habían cometido.

Es verdad que el César estaba prevenido para cualquier acontecimiento, y no obstante las pacíficas disposiciones de las potencias marítimas, de las que vivía asegurado, no dejó de poner los diversos Estados que poseía en Italia fuera de insulto, temeroso de que España emprendiese sola una invasión. Siendo verisímil que ésta intentaría penetrar en Lombardía, el conde de Mercy, que mandaba en ella en calidad de generalísimo, dio todas las disposiciones que le parecieron más propias para enderezar la tropa con prontitud hacia donde los españoles acometiesen el desembarco. Formóse con este motivo una línea que empezaba en Ostiglia; su centro estaba en Cremona, donde tenían los alemanes sus principales almacenes, y se extendía hasta Pavía. Mediante esta línea y la ciudad de Mantua, que tenía a espaldas, se había asegurado la comunicación con Alemania. Asimismo mandó construir varios puentes sobre el Po, a fin de que, según la urgencia, se pudiese entrar en el Parmesano, Toscana y Estado de Génova. Las fortificaciones de las plazas de Novara, Mortara y Tortona se pusieron en buen estado de defensa. Ya se ha dicho más arriba las medidas que el Emperador había tomado para impedir a los españoles el desembarco en los reinos de Nápoles y Sicilia. El veld-mariscal Carraffa debía mandar un cuerpo de doce mil hombres entre Capua y Gaeta, y a lo largo de las costas se habían apostado varios destacamentos de caballería para rondar.

Los condes de Sástago y Walis, aquél virrey y éste general de las tropas, no atendían con menos atención a la seguridad de la Sicilia. Las plazas de Mesina, Palermo, Catanea, Melazo, Siracusa, Trápani, etc., se hallaban provistas con buenas guarniciones y todo género de municiones para una larga defensa, y a fin de tener libre la comunicación con la Calabria, este general hizo también construir un fuerte enfrente de Reggio, y le quedaba un cuerpo bastante numeroso para oponerse al desembarco de los españoles en caso de intentarlo.

El gran duque de Toscana, por quien manifestaba entonces la corte imperial tener sus intereses muy a pecho, veía con secreta satisfacción alejarse, con las disposiciones referidas, un suceso que no le dejaba más que una vana sombra de soberanía, y aunque prudentemente evitase irritar a la corte de España con una parcialidad demasiado señalada por el César, no obstante, afectando ceder al tiempo, no habiendo arbitrio para otras cosas, consintió este príncipe en nombrar comisarios, para convenir con el barón de Molk, coronel en servicio del Emperador (que el conde de Mercy le había enviado) en el camino que las tropas imperiales deberían llevar y los cuarteles de invierno que tomarían en sus Estados, en caso de querer los españoles establecerse en ellos por la fuerza.

Informadas Sus Majestades Católicas de cuanto pasaba en Italia y de las medidas que cada día tomaba el Emperador para cerrar la entrada en ella a sus tropas, juzgaron a propósito enviar a Francia un ministro, de cuya vigilancia y firmeza pudiesen contar, para cuyo fin nombraron al marqués de Castelar su embajador extraordinario en aquel reino, quedándose por ausencia la real confianza depositada en don José Patiño, su hermano, el cual reunió en sí el Ministerio de la Guerra, y por este empleo, como por los demás que ya poseía, constituido primer ministro. En consecuencia de esta resolución, se dio orden al expresado marqués, que se mantenía en Madrid, para que pasase a Sevilla, donde llegó el día 23 de agosto con don Marcos Montoto, oficial mayor de la covachuela de Guerra. Esta elección parecía tanto más necesaria en la coyuntura presente, cuanto independientemente de sus raros talentos, el título de ministro de la Guerra que llevaría a Francia, con el embajador plenipotenciario, darían a sus palabras más peso para el éxito de los negocios y determinaría con más eficacia a los ministros de las potencias aliadas, reconviniéndoles con nuevas expresiones. No obstante, dícese que la ambición del hermano, cuya ansia era gobernarlo todo, no contribuyó poco en hacerle dar esta comisión, porque no reinaba el mejor acuerdo entre los dos. Por más que sea, reuniendo su empleo a los que ya tenía don José Patiño, se vencían los inconvenientes que podían retardar la ejecución de la empresa, y con este motivo providenciar a todo lo que concernía al embarco, sin que el celo de algún otro ministro lo estorbase. ¡Cuántas empresas, aún las más bien concertadas, suelen malograrse por la división de los ministros, o ya por odio, o por su interés particular! ¡Cuántos ejemplos tenemos de esta verdad, y algunos bien manifiestos, que se harán evidentes en la continuación de esta obra!

Cuando el marqués de Castelar apareció en Sevilla ya no se hablaba del embarco, por haberle hecho imposible la conducta de los aliados; pero tratando de hacerles tomar una enteramente opuesta, se dirigieron sobre este plan las instrucciones que debía seguir. Una de las principales fue trabajar para apartar al cardenal de Fleury del Ministerio, y en el ínterin precaverse de sus insinuaciones, como de sus promesas. Bien informado el de Castelar del modo que había de obrar, según sus órdenes, tomó el camino de París a principios de septiembre, habiéndose escrito, al mismo tiempo a los plenipotenciarios marqués de Santa Cruz y don Joaquín de Barrenechea, que aún permanecían en Francia, y no muy de acuerdo, que se viniesen cuando hubiese llegado.

Ya no disimularon más Sus Majestades Católicas su displicencia contra el cardenal de Fleury; y éste, instruido de lo que se pensaba de él en España, procuró justificarse a costa del marqués de Brancas, embajador de Francia en la corte del Rey Católico, diciendo que este ministro, para hacerse grato a Su Majestad, por sus particulares fines, había excedido de sus instrucciones tocante a la expedición de Italia, y en prueba se remitió a España parte de las cartas que Su Eminencia le había escrito. Lo cierto es que el maestro y el discípulo no tenían el mayor asenso en Sevilla. Éste buscaba la grandeza, y la consiguió; aquél, que nunca estuvo bien intencionado por España, como ya queda dicho, anhelaba por conservarse el afecto del Emperador. La última comisión del marqués de Brancas en la corte fue el dar parte a Sus Majestades del nacimiento de un segundo príncipe de Francia, llamado el duque de Anjou; inmediatamente después tuvo su audiencia de despedida, y volvió a su país. El mismo día partieron los Reyes con los príncipes e infantes para el Puerto de Santa María, adonde permanecieron hasta el 18 de octubre. El día primero de este mes, habiéndose dejado ver dos galeotas corsarias a la entrada de la bahía de Cádiz, se despacharon contra ellas un bergantín y dos barcos armados, que pudieron alcanzarlas en la costa de la Punta de Oñana y, apresadas, tuvieron los Reyes y toda la real familia la satisfacción de verlas pasar bajo de los balcones de Palacio la misma tarde, con los moros que componían el equipaje de estos dos bajeles.

Poco después del arribo de la corte al Puerto de Santa María, el marqués de Arvillars, embajador de Cerdeña, tuvo una audiencia particular del Rey y de la Reina, en la cual este ministro les dio parte de la abdicación o renuncia que el rey Víctor Amadeo había hecho de su corona al príncipe del Piamonte, Carlos Manuel, su hijo, presentando al mismo tiempo una carta de este Monarca y otra del nuevo Rey. El propio día de la renuncia salió este príncipe de su corte para Rívoli, y al siguiente tomó el camino de Chambery, cuya ciudad había elegido para su residencia, y adonde llegó el 7 de septiembre. Queriendo Su Majestad Sarda vivir en adelante como mero particular, no conservó sino un pequeño número de criados para servirle, reservándose solamente una pensión de cincuenta mil pesos al año. Luego, después de su arribo a Saboya, declaró este príncipe el matrimonio secreto que había contraído el día 12 de agosto precedente con la condesa de San Sebastián, a quien llamó a Chambery, sin permitirla, no obstante, tomase el título de Reina. Habíala regalado cien mil pesos, que fueron empleados para comprar el marquesado de Spigno.

Esta señora, de edad de cincuenta años, hija del difunto marqués de Santo Tomás, Primer ministro de Víctor Amadeo, había sido en su juventud dama de la madre de este príncipe, y el Monarca mantuvo siempre suma inclinación por ella, y tanto, que quiso casase con el conde de San Sebastián, su caballerizo mayor. Habiendo muerto éste, y siendo el Rey viudo, el cariño que continuó a tenerla, la dio lugar a formar varios proyectos. Buscó, pues, todos los medios posibles para empeñar al Rey a que se casase con ella a motivo de conciencia, y no habiéndolo podido conseguir, se valió del confesor de este príncipe y del doctor Boggio, a quien Víctor Amadeo tenía especial afecto y honraba con su confianza. El celo que uno y otro le mostraron no parece fue infructuoso, respecto de que el Rey casó con ella antes de la renuncia de la Corona, queriendo en fin fuese compañera en su retiro

Incluíase, según algunos políticos, en la abdicación del rey de Cerdeña tanta política como amor a la quietud y vida privada. Dícese, por cierto, que poco después de la conclusión del tratado, que había firmado el conde de Daun entre el Emperador y el rey Víctor, considerando la corte de España mejor sus intereses, conoció que le era casi imposible llegar al fin a que se dirigía, de formar un establecimiento al infante don Carlos, sin empeñar al rey de Cerdeña. Con este motivo envió de secreto a Turín al ministro que tenía en Génova -don Bernardo de Espeleta- para esta negociación. Éste, después de varias conferencias particulares con este Monarca, pudo determinarle a unirse con España, para asegurar la posesión de los Estados de Toscana, Parma y Plasencia a don Carlos y favorecer la introducción de las tropas españolas en Italia si el César proseguía en oponerse a ella. El Rey Católico ofreció de su parte al de Cerdeña hacer que le cediesen las ciudades de Pavía y Novara, con todo lo que está al otro lado del Tesino.

A pesar de las precauciones de Víctor Amadeo para tener secreta esta nueva alianza, se pretende que el Emperador tuvo alguna noticia de ella, y que el conde de Daun recibió orden para quejarse a este príncipe, sin disimularle las amenazas; y aunque siempre negase el hecho, el temor que tuvo de si el César consentía en la pretensión de los aliados de Sevilla se hiciesen entonces estos príncipes una confianza recíproca de lo tratado con él, y fuese la víctima del resentimiento de ambos partidos, le causó una inquietud tan viva, que no le pareció poder libertarse sino renunciando la Corona; a lo menos hasta que las cosas mudasen de semblante, y se viese, volviéndola a tomar, enteramente al abrigo de las desagradables consecuencias que podían atraer los empeños contraídos con ambas potencias a un tiempo.

Los pasos que dio el año siguiente Víctor Amadeo producen una especie de verisimilitud, como se expondrá al fin de este tomo; digo especie de verisimilitud porque aunque eran evidentes y que todo su anhelo se dirigía a volver al mando, sin embargo se cree que un género de misterios políticos tuvo más parte que la ambición de reinar.

El tratado de Sevilla, la separación del Congreso de Soissons, el grande armamento de España y su inutilidad por la mala inteligencia que había entre los aliados de esta Corona, fueron durante todo el verano el objeto de los discursos políticos; pero el arribo del marqués de Castelar a París los hizo mudar. Al otro día de su llegada a esta ciudad, que fue el 23 de octubre, pasó a verse con el cardenal de Fleury. Después de los primeros cumplimientos, sazonados con los exteriores de una confianza recíproca, disculpándose esta Eminencia, acumuló a Inglaterra y Holanda cuanto había ocurrido en el curso del año, impidiendo la ejecución del tratado de Sevilla, con decir que la imposibilidad de vencer los obstáculos que formaban estas potencias le había determinado a ver si podía hacerse propicia la corte imperial, mediante una negociación, que calmase sus recelos acerca de la introducción de las tropas españolas en Italia; pero ya que no había producido cosa alguna, convenía en que era tiempo de tomar medidas eficaces para superar la tenacidad del Emperador; ofreció concurrir a todas las que el Rey Católico juzgase a propósito tomar, sostener y apoyar con viveza los pasos que el marqués de Castelar daría acerca de esto con las potencias marítimas; y bien seguro de que en cinco o seis meses no se podía emprender la menor cosa, mostraba con este motivo una resolución capaz de engañar al embajador de España, si éste no fuese bien instruido del caso que debía hacer de sus discursos, y no juzgar de ellos sino por los efectos que produjesen.

Poco después de haber obtenido su primera audiencia del Rey Cristianísimo, el marqués de Castelar, queriendo poner a prueba la buena intención del cardenal, presentó una Memoria, en la cual expuso a los aliados de España los justos motivos que tenía el Rey su amo para quejarse de la poca actividad que mostraban cerca de un año había en cumplir con los empeños que habían tomado por el último tratado concluido en Sevilla. Después les hizo las mayores instancias en nombre de los Reyes Católicos para que pusiesen remedio, sin más dilación, a una lentitud tan perjudicial a sus intereses y tan manifiestamente contraria a sus promesas.

Por más ejecutiva que fuese esta Memoria, y determinado quien la presentó para obtener una decisión, el cardenal, que se lisonjeaba de que su sagacidad en persuadir a todos los partidos le haría siempre el árbitro de sus intereses, no se demostró sorprendido, ni tampoco manifestó displicencia alguna de las quejas e instancias del marqués de Castelar; al contrario, pareció aprobar las primeras como propias -decía a este ministro- para dar más peso a las otras; y a fin de desterrar o desvanecer cualquiera sospecha contra su sinceridad, dispuso algunos planes de operación que incontinente se comunicaron al embajador de España, quien los remitió luego a Sus Majestades Católicas.

Las intenciones del cardenal a nada menos se dirigían que a romper con el Emperador. Con estos quiméricos proyectos de guerra, proponíase solamente entretener a España y a su ministro, haciendo creer que las potencias marítimas producían los obstáculos. Éstas, a quienes el cardenal, para mejor alucinar al embajador del Rey Católico hizo solicitar públicamente con memoriales, para obligar en fin a la corte de Viena a consentir a lo que había sido reglado en Sevilla, conociendo no corrían peligro en contradecir los belicosos designios del cardenal, dieron a los memoriales que se presentaron -por el conde de Broglio y el marqués de Fenelon, aquél ministro de Francia en Inglaterra y éste en Holanda- una respuesta negativa. Formaban entonces estas dos potencias un plan bien diferente. Mientras dejaban al cardenal el cuidado de entretener a España, trabajaban con gran secreto para renovar su antigua buena correspondencia con el César. Este Monarca lo percibía con grande satisfacción, y teniendo de su parte la misma intención, las imitó con gran cautela, sin manifestar, no obstante, mucho ardor de que pudiesen prevalecerse, ni indiferencia que desmayase la buena voluntad que descubrían y era tan útil a sus intereses.

Puesto el cardenal en medio de estas negociaciones y creyendo dirigirlas todas, se lisonjeaba de sosegar al Emperador con el temor de las consecuencias que podía arrastrar en su perjuicio la colocación de un nuevo Soberano en Italia, estrechamente unido a la España y Francia, ofreciendo a este Monarca, de acuerdo con la Inglaterra y Holanda, la garantía de los Estados que poseía en ella; y no menos asegurado, se creía, mediante esto, eludir no sólo las vivas instancias del César acerca de la Pragmática-Sanción, sino que también la introducción de las tropas españolas en los ducados de Toscana y Parma se haría pacíficamente.

Ocultando Su Eminencia en cuanto le era posible a la corte de España y aun a las potencias marítimas lo que trataba sobre estos diversos artículos con los condes de Konigseg y Kinski, se daba la enhorabuena de entretener sin riesgo alguno las ideas de conquista, de que parecía tan ocupada la corte de Sevilla, y de atraerse de una vez la confianza del Emperador y la de los Reyes Católicos, y con esto tener a las potencias marítimas en una total dependencia. Lo restante de este año se pasó sin que nadie turbase la satisfacción que tenía el cardenal en considerarse el árbitro de todos; al contrario, cada partido, necesitando para llegar al fin propuesto que la ilusión se prolongase, la sostenía con los mayores elogios a la extensión de las luces de este primer ministro; pero mientras recibía este incienso, los otros se explicaban entre sí, dando a entenderse y preparándose, como luego se dirá, a dejarle burlado.

Por esta exposición se ve que la situación de los negocios de Europa al fin de este año continuaba a ser incierta, no sabiéndose aún cómo disipar la tempestad que amenazaba su quietud. Los cuidados hasta entonces para evitarla habían sido inútiles. Los preliminares de paz fírmados en París el año de 1727, por los cuales se pretendió satisfacer a todos, o a lo menos conciliar los ánimos, se hicieron casi el principio de una guerra general; y el supuesto Congreso de Soissons, para precaver suceso tan funesto, acababa de separarse mediante el accidental tratado de paz fabricado en Sevilla, el cual, lejos de asegurar fin tan saludable, no se dirigió, al contrario, sino a poner en arma las principales potencias unas contra otras. Esta complicación de yerros e intereses tan mal comprendidos como mal dispuestos, hizo nacer en todas las cortes una infinidad de secretas negociaciones, que servían más bien para perpetuar la desconfianza que para apagarla.

El Emperador, cuya resistencia miraba únicamente a obtener la garantía de su Pragmática-Sanción, se prestaba a las proposiciones de las potencias marítimas con este fin. En Berlín multiplicaban sus promesas, y avivaba al elector de Maguncia, que le era afecto, para sostener con eficacia en la Dieta de Ratisbona las medidas que los ministros imperiales debían tomar en ella para determinar al Imperio a la misma condescendencia; si las secretas uniones de las Casas de Sajonia y Baviera entre ellas y con la Francia, que se observaban en Viena con atención, causaban alguna inquietud al César, no dejaba este príncipe de lisonjearse a lo menos de hacer las de la última inútiles, continuando en tenerse propicio al cardenal de Fleury. El tratado de paz concluido en Viena el año de 1736 entre Francia y Su Majestad Imperial, prueba la exactitud de esta opinión, obligándose por él a la garantía de la Pragmática-Sanción, que se observó, como nadie ignora, según la buena fe de aquel primer ministro.

Los cuidados que se tomaban en Viena, para asegurar el orden de sucesión que el César había establecido en su Casa, no impedían que se trabajase también en conservar una estrecha unión con la Emperatriz de Rusia. El conde de Bratislaw, embajador del Emperador de Romanos en Moscovia, cumplía tan exactamente con las órdenes que acerca de esto recibía, que esta Soberana correspondió en todo a los designios y confianza que su amo la manifestaba, y para exhibir una nueva prueba de su buena voluntad mandó decir a este ministro que si los treinta mil hombres que debía dar, en caso de guerra, no fuesen suficientes, ofrecía añadir los que Su Majestad Cesárea juzgase por convenientes, no parándose en cosa alguna cuando se trataba de cumplir con un aliado tan fiel en sus promesas como era el Emperador. La singular revolución acaecida en el mes de septiembre en el Imperio Otomano, contribuyó aún a cimentar la unión que reinaba entre estas dos potencias, por la conexión de sus respectivos intereses.

La corte de España, que en tiempo de su alianza con la de Viena veía gustosa los empeños mutuos que habían tomado los dos Imperios de Alemania y Rusia, porque entonces no eran inútiles a sus designios, pero por el tratado de Sevilla siéndolo, no la pareció deber dejar más tiempo al duque de Liria en Moscow. Habiendo este ministro tenido orden de retirarse el día 11 de noviembre, se despidió de la Emperatriz, que le regaló una sortija de diamantes del valor de ocho mil rublos. Manifestándole esta princesa cuán satisfecha estaba de la conducta que había tenido en su corte, le rogó asegurase al Rey Católico de su atención en cultivar su amistad y favorecer el comercio de los súbditos de este Monarca con los suyos. El 30 del propio mes partió el duque de Liria para restituirse a España, pero en el camino recibió orden de pasar a Viena a residir en calidad de embajador, porque las potencias marítimas habían entablado ciertas negociaciones con el César que miraban a efectuar sus promesas para la introducción de las tropas españolas en Italia, y era preciso hubiese un ministro de esta nación para trabajar de acuerdo, aunque no tomó este carácter hasta después de firmado el tratado.

Concluiremos este año con un hecho notable, y es que los primeros frutos de la imprenta, que se había establecido en Constantinopla, salieron al público en un diccionario árabe, que cierto Ovanculi tradujo en lengua turca. Esta obra consistía en dos tomos, y en el prólogo se hacían grandes elogios a los cuidados del gran visir para el éxito de establecimiento tan útil. También se insertó en él el privilegio concedido a Zaid, hijo de Mehemet Effendi -antes embajador del Gran Señor cerca del Rey Cristianísimo-, a fin de poder imprimir todo género de libros, a excepción de los que tratan de la religión mahometana, sin expreso permiso del Muftí. Igualmente había un tratado de las ventajas que han de resultar a los turcos por el uso de la imprenta. Hay apariencia que se convencieron de su utilidad, supuesto que se han impreso varias obras en idioma turco.




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Año de 1731

Ya se ha dicho cómo la corte de Viena procuraba aprovecharse del secreto estímulo que dejaban percibir las potencias marítimas para reunirse con ella, y de qué modo los condes de Konigseg y Kinski contemplaban al mismo tiempo al cardenal de Fleury. Los progresos que insensiblemente iba haciéndose la inteligencia que se formaba entre el César y el rey Jorge II, no impidiendo, sin embargo, a aquél de conocer que sería, en fin, preciso conceder a la España lo que deseaba con tanto ardor, quiso que su complacencia acerca de esto la fuese útil. Por lo mismo la proporcionaba a la que encontraba por parte del rey de Inglaterra en concluir un tratado particular que destruyese la alianza de Sevilla y fuese garante de la Pragmática-Sanción. Esta negociación fue encargada al señor Robinson, ministro británico en Viena, la cual, después de muchas dificultades, pareciendo anunciar feliz suceso, se trató de empeñar la corte de España a tomar parte en ella, sin comunicar cosa alguna al cardenal de Fleury.

Delicada era esta tentativa, y por no aventurarla con ligereza, la corte de Londres puso especial cuidado en hacerla preceder con diversas reflexiones, propias para persuadir a la Reina Católica, la cual, negándose absolutamente a entablar cosa alguna con el Emperador, sino de acuerdo con la Francia, que se resistía constante a la garantía de la Pragmática-Sanción, la representó el señor Keene, ministro británico, que no debía esperar vencer la extrema repugnancia de este príncipe a la introducción de las tropas españolas en Italia; en lugar que dejando esto al cuidado del rey Jorge su amo, que no oponía a los proyectos del César los mismos obstáculos que el Cristianísimo, se podía prometer casi con seguridad de obtener que Su Majestad Imperial consentiría a su turno a los de la Reina. Esta esperanza no podía menos de agradar a esta princesa, y como estaba persuadida que el cardenal de Fleury no pensaba más que en dilatar el cumplimiento de sus empeños con infinidad de proposiciones inútiles, la que la Inglaterra la hacía fue favorablemente oída. Luego que en Sevilla se juzgó poder contar sobre la buena voluntad de esta Corona, se tomó incontinente la resolución de aprovecharse de ella.

Este designio y su ejecución no pidiendo menos secretos que el que se observaba en Viena y en Londres sobre lo que ocurría entre las dos cortes, se procuró con gran cautela ocultarlo al cardenal de Fleury y salvar las apariencias con él. El medio que los ministros españoles e ingleses juzgaron, sin duda, más propio para producir este efecto y librarse de las atenciones que se debían tener por la Francia, fue prescribir al marqués de Castelar el dar a los aliados de España una Declaración que dejase a Sus Majestades Católicas una entera libertad para tomar en adelante el partido que juzgasen más conveniente al estado presente de sus negocios, supuesto que el tratado de Sevilla había quedado infructuoso por su inejecución.

Dispuesta esta pieza en Sevilla revista y enmendada en San-James, habiendo sido aprobada en una y otra corte, no restó más que presentarla, y esto lo ejecutó el embajador de España en París el 28 de enero, entregándola de parte del Rey Católico al cardenal y a los embajadores de Inglaterra y de Holanda, diciendo que estando Su Majestad firme en su real y última resolución de no permitir mayores dilaciones, en su consecuencia tenía orden absoluta de mantenerse en aquella corte para esperar solamente la respuesta definitiva.

El cardenal de Fleury, que no tenía el menor indicio del concierto que reinaba entre las cortes de Sevilla y Londres, se quedó tan sorprendido como picado de esta declaración, y no dudando fuese a él principalmente a quien España atribuía el sin ningún efecto del tratado de Sevilla, se quejó al marqués de Castelar de la sinrazón o poca justicia que se hacía a su buena fe, y de que al tiempo en que Sus Majestades Católicas no podían ignorar las instancias hechas por el conde de Broglio y por el marqués de Fenelon a la Inglaterra y a los Estados Generales para obligar al Emperador, juntamente con la Francia, a consentir a la introducción de las tropas españolas en Italia, se confundiesen, sin embargo, las buenas intenciones de Su Majestad Cristianísima con la indiferencia, que habían manifestado las potencias marítimas. Éstas, por su parte, para mejor mantener la ilusión, afectando la misma admiración que el cardenal en la declaración del Rey Católico, y para mostrar que no había razón de imputarles el haber siempre eludido el cumplimiento de sus empeños con la España, hacían ver que sus escuadras combinadas esperaron inútilmente casi todo el verano a que la Francia se resolviese a algo y terminase la vacilante situación que manifestó en cuanto propuso.

Sabiendo ya el marqués de Castelar a lo que debía atenerse sobre las verdaderas intenciones de los Reyes, afectaba escuchar con indiferencia estas explicaciones de los aliados y encontrar solamente en los cargos que se hacían unos a otros la entera justificación del partido que su corte había tomado en dispensarse de observar sola un Tratado que las demás potencias que lo habían firmado interpretaban por más de un año a su fantasía. Por otra parte, este ministro, que invigilaba con el mayor cuidado en ocultar al cardenal de Fleury la negociación entablada, entre los reyes Católico y Británico, no dejaba asomo de parcialidad alguna a favor de las potencias marítimas, y no parecía darlas más esperanza que al cardenal, de que la reina de España mudase de dictamen, mientras se dilatase la ejecución de lo que habían prometido solemnemente. En una coyuntura diferente, negarse a admitir temperamento alguno y la especie de ley que la España pretendía imponer a sus aliados, le hubiera sido acaso más perjudicial que útil; pero como se esperaba en Londres esta declaración que acababa de hacer el marqués de Castelar, su modo de explicarse sobre este artículo no causó sorpresa alguna ni ocasionó la más mínima alteración en los fondos públicos.

Indiferencia tan grande de parte del Ministerio y de la nación británica acerca de la resolución de España, debía, al parecer, causar alguna sospecha al cardenal de Fleury, despertando su sobrada confianza sobre lo que se tramaba entre las cortes de Viena, Sevilla y Londres; pero no fue así. Prevenido este primer ministro de su habilidad, y de que no se podía llegar a concluir cosa alguna, a menos de interponer sus buenos oficios, y que la España no estaba con menos disgusto de la Inglaterra que de él, se persuadió que el paso del marqués de Castelar no conduciría, por su precipitación, al Rey Católico, sino a solicitar le sacase del embarazo en que su impaciencia le había metido. Esta opinión de Su Eminencia, conviniendo admirablemente con las ideas de los ministros del Emperador y de las potencias marítimas, ellos la fortificaron con sus discursos lisonjeros, manteniéndose la falsa apariencia hasta el instante en que el tratado entre el César y el rey Jorge la disipó, haciendo saber al cardenal que había sido engañado de sí mismo.

Mientras se tenían diarias consultas en la corte de Sevilla sobre el estado presente de los negocios, se recibió a principios de febrero la noticia de haber fallecido el duque de Parma -en 20 de enero-, Antonio Farnesio, tío de la reina de España: lo que puso a esta corte en bastante agitación, y mucho más con el aviso de algunos correos posteriores, de que la Duquesa viuda quedaba en cinta; como asimismo de haber tomado posesión de los ducados de Parma y Plasencia las tropas imperiales. Al propio tiempo se esparcieron voces, no sólo en España sino también en Italia, de haber muerto el gran duque de Toscana, las que salieron inciertas, y sólo las produjo una enfermedad bastantemente grave, de la que convaleció luego.

Habíase declarado por el famoso tratado de la Cuádruple Alianza los Estados de aquel príncipe feudos del Imperio, y en virtud de esta declaración, el conde Borromeo, plenipotenciario del César en Italia, envió al conde de Stampa para atender a la conservación de los derechos de Su Majestad Imperial. Habiendo notificado este general -al otro día de la muerte del duque de Parma- a la Duquesa viuda que tenía orden del Emperador de ofrecerla los socorros que juzgase necesarios para mantener la tranquilidad en sus Estados, hizo entrar -no obstante haberle respondido esta princesa que agradecía los cuidados de Su Majestad Imperial, pero que no tenía enemigo alguno-, el 25 de enero, en Parma, dos mil infantes alemanes, con quinientos caballos, que incontinente se apoderaron de las puertas de la ciudad, del castillo y demás puestos principales; pusiéronse también mil quinientos hombres de las mismas tropas de guarnición en Plasencia.

Dando aviso el general Stampa del arribo de estas tropas a la Regencia que el difunto Duque había establecido por su testamento, este general prometió no estarían a cargo del país, y que ni él ni otro ministro alguno del César se mezclaría en los negocios civiles o políticos, cuya dirección quedaría enteramente a la Regencia.

Conviene decir, antes de pasar adelante, cómo el Pontífice se había anticipado ya a las tropas imperiales, pretendiendo Su Santidad ser dependientes aquellos Estados inmediatamente de la Santa Sede, como feudos de la Iglesia; pero el general alemán hizo entender a monseñor Oddi, comisario apostólico y residente en Parma, que sus órdenes eran de tomar posesión de este ducado para el serenísimo infante don Carlos, a cuya declaración se retiró, y entrando el conde Stampa en ambos ducados, mandó enarbolar las armas del Emperador, bajo las cuales se leía en gruesos caracteres: Sub auspiciis nostris nomine principis Caroli Heredis, dummodo non armatus, sed pacificus veniant, salvo jure ventris proegnantis vixit masculus.

Informado el Papa de lo ocurrido en Parma, hizo llamar a pública audiencia al cardenal Cienfuegos, ministro del Emperador, declarándole que, como Padre común, había resuelto tomar provisionalmente la regencia y protección de los ducados de Parma y Plasencia, hasta tanto que se ajustasen amigablemente las diferencias entre Sus Majestades Imperial y Católica, para volverlos después al que le perteneciesen, añadiendo que le manifestaba esta su intención como a ministro del César. No obstante, por si fuese o no admitida su declaración, escribió Su Santidad al Rey Cristianísimo, rogándole que, como hijo primogénito de la Iglesia, sostuviese los derechos de la Santa Sede tocante a aquellos ducados; y entretanto que se determinase este príncipe, celebró el día 20 de marzo un consistorio secreto, en el cual protestó solemnemente contra todo lo que se había estipulado, ya fuese en Sevilla o en Viena, o en cualquiera otra parte, perteneciente a los Estados de Parma y Plasencia, que pretendía reversibles a la Santa Sede, en caso de que la Duquesa viuda no tuviese sucesión masculina. Esto no embarazó al cardenal Bentivoglio, en la misma ciudad de Roma, de poner en secuestro, en nombre del infante don Carlos, todos los efectos y bienes alodiales que la Casa de Farnesio -extinguida en el difunto Duque- tenía en aquella capital.

Sabido por el Emperador lo sucedido en Roma, se sospechó que las ideas del Santo Padre se enderezaban a hacer recaer en algún modo los ducados de Parma y Plasencia en la Casa Corsini, como por otro Pontífice los había logrado la Casa Farnesio. Irritado el ánimo del César con este motivo, despachó inmediatamente al cardenal Cienfuegos una orden para que declarase el Papa que Su Majestad Imperial le rogaba no se cansase en adelante en los negocios generales, una vez que sus paternales deseos no habían producido efecto alguno; antes bien, su mediación, en lugar de haber efectuado el ajuste entre las cortes de Viena y Madrid, le había más aprisa retardado. Sobre esto, habiendo pedido el nuncio Grimaldi audiencia al César para comunicarle un breve de Su Santidad, Su Majestad Imperial se negó a admitirlo, diciendo que no tenía qué añadir a la declaración hecha por el cardenal Cienfuegos a Su Beatitud, conque fue preciso al nuncio volver intacto a Roma el expresado breve.

La corte de España no pareció en modo alguno alterada de la oficiosa diligencia de la de Viena en sostener los derechos del infante don Carlos. Sospechóse del Emperador que se servía de este pretexto para apoderarse de los Estados de Parma, y que lo que se publicaba del preñado de la Duquesa viuda no se dirigía sino a favorecer este designio. Poco tiempo era menester para disipar las dudas sobre este artículo; pero, bien se percibía en Sevilla que para obligar al César a que retirase sus tropas de las plazas que ocupaban, en una coyuntura en que tenía un ejército tan considerable en Italia, ya no podía ser sino el fruto de una negociación, y los buenos oficios del Rey británico. Por la misma razón se procuró hacerlos eficaces, y este Monarca, que ya los había ofrecido, se determinó con tanto más gusto a abrazar los intereses de Sus Majestades Católicas, cuanto con la ejecución del proyecto que se había formado acerca de esto, llegaba de una vez a prevenir una estrecha unión entre la Francia y España; a obtener de ésta nuevas ventajas para el comercio de sus súbditos, y a renovar con el Emperador su antigua inteligencia, que les era igualmente necesaria; en una palabra, adquirir la gloria de fijar el estado incierto en que estaba la Europa desde la signatura de los preliminares.

No pudiendo semejante designio dejar de excitar celos luego que se advirtiese, para evitar se malograse, el rey Jorge tuvo la advertencia en la arenga que hizo en la apertura de su Parlamento el 7 de febrero de no decir cosa alguna que tuviese conexión con él; al contrario, no expuso a esta Junta sino la obligación en que verisímilmente se vería presto de concertar con sus aliados las medidas que sería preciso tomar para cumplir con los empeños estipulados por el tratado de Sevilla, fundado en la confianza que en este caso las dos Cámaras le darían nuevas señales de su celo y afecto.

Con lo que se tramaba en Viena y Sevilla, no pareciendo, mediante precaución tan prudente, sino la continuación de las tentativas que se hacían más de un año había, para conciliar los intereses de ambas cortes, se logró con menos trabajo superar las dificultades que estorbaban la nueva negociación, que debía producir este feliz efecto. En fin, después de varias conferencias entre el señor Robinson y los ministros del César, se terminó por un tratado que se firmó en Viena a 16 de marzo entre Sus Majestades Imperial y Británica, en el que se comprendieron también los Estados Generales como parte principal contratante. Para empeñarlos a tomar esta cualidad, los dos Monarcas tuvieron la atención de reglar lo que concernía a su disputa con el César, tocante al negocio de Oostfrisia, que el inútil Congreso de Soissons no había hecho más que enredar.

Fácil es discurrir el disgusto que interiormente sentiría el cardenal de Fleury en haberse ejecutado este Tratado sin ser partícipe, mientras pretendía no poderse terminar cosa alguna sin su concurrencia. Esta opinión de sí mismo, en el caso presente no era lisonjera; pero siendo ya esta mortificación inevitable, tomó el prudente partido de disimular y no mostrarse sensible sino en lo que interesaba al bien público. Cuando se le comunicó el expresado Tratado, respondió que no habiendo jamás tenido otra intención que la de conservar la paz de que gozaba Europa, y procurar una satisfacción conveniente a los aliados de la Francia, veía gustoso un suceso que se dirigía a este fin; y luego que los aliados fuesen contentos, lo estaría también por su parte; añadiendo que si antes hubiese sido informado de la negociación que se acababa de concluir, hubiera contribuido a ella con todo su poder.

No obstante la indiferencia con que afectaba el cardenal mirar al tratado de Viena, se le acumuló haber hecho componer y esparcir en el público varios papeles para desacreditarle, motejar a la Inglaterra de mala fe e inspirar a los Estados Generales desconfianza contra esta Corona, a fin de que no tomasen parte en dicho tratado. Este modo indirecto de exponer a la censura una obra de que no se atrevía a mostrarse ofendido, no sirvió sino para dar cebo a las conversaciones de los políticos, mirándose los referidos papeles como producciones de algunos franceses.

* * *

Mientras se servía el cardenal de todas las salidas que su genio fértil en expedientes le sugería, para estorbar las solicitaciones del conde de Sintzendorff, ministro del César en Holanda, donde mantenía gran número de parciales, se recibió en Sevilla a principios de abril, por un correo despachado por el marqués de Castelar, la noticia de haberse firmado el tratado de Viena. La conclusión de una negociación tan importante para Sus Majestades Católicas, les sirvió de gran gusto; y la introducción de las tropas españolas en Italia, que hasta entonces había encontrado por parte del César obstáculos que no se esperaban vencer, hallándose reglada con satisfacción del rey y reina de España, atrajo grandes elogios al de Inglaterra, sobre su fidelidad en ejecutar lo que había prometido acerca de este tan deseado suceso.

El cardenal, que preveía el crédito que semejante servicio daría en España a este Monarca, puso todo su cuidado para impedirlo; pero ya no era tiempo. Acabábase de experimentar la utilidad de los buenos oficios del rey Jorge, y no se tenía cosa igual del cardenal. El conde de Rottembourg, a quien Su Eminencia había encargado el modo de descubrir y estorbar las misteriosas relaciones de la corte de España con Inglaterra y había llegado de segunda embajada a Sevilla el 13 de enero con orden de emprender con proposiciones, representaciones e instancias el apartar a los Reyes Católicos de prestarse a las medidas tomadas por Su Majestad británica, hacía muy pocos progresos en su solicitud, pues se ocuparon únicamente en conducir y acelerar la ejecución de ellas. En consecuencia de esta resolución, el Rey y la Reina mandaron al duque de Liria, que -como ya se ha dicho- volviendo de la corte de Rusia se hallaba entonces en Viena, se quedase allí con el carácter de ministro plenipotenciario y trabajase de acuerdo con el señor Robinson, que lo era de Inglaterra, para poner la última mano a la obra, que ya estaba tan adelantada.

No pudiendo este designio tener lugar, sin revocar ante todas cosas la declaración dada el 28 de enero por el marqués de Castelar, se dispuso una nueva que restablecía lo que la primera había anulado; sin embargo, con la condición expresa que en el término de cinco meses, a más tardar, el rey de Inglaterra pondría al infante don Carlos en la posesión actual de los Estados que le eran destinados en Italia. Esta precaución pareció necesaria para remediar eficazmente a todas las variaciones y dilaciones que se habían experimentado hasta entonces sobre este artículo, y que se estaba en la firme resolución de no tolerar más. Habiéndose comunicado y entregado esta segunda declaración al señor Keene para que la enviase a su corte, fue aprobada, y en los primeros días de junio este ministro recibió orden de firmarla, juntamente con los ministros del Rey Católico. Esto ejecutaron el 6 del mismo mes.

Entre tanto que se trabajaba con el mayor sigilo para conducir las cosas a este fin, en Parma pasaba por cierto el preñado de la duquesa Enriqueta viuda; por la misma razón pretendía el Consejo de Regencia que nada se innovase hasta que el éxito demostrase si la sucesión era masculina o no; pero como no faltaban sujetos que lo dudaban, se hicieron venir cinco comadres de varios países para registrar a Su Alteza, lo que se ejecutó el día 29 de mayo con las acostumbradas formalidades, en presencia de los médicos de la corte, del doctor Forti, de Módena, y del cirujano Cusardi. Las mujeres, de común acuerdo, testificaron con juramento que Su Alteza Serenísima estaba en cinta y muy próxima al parto.

A la vista de esta declaración, se dio inmediatamente cuenta al general Stampa y a los ministros de España, que estaban en la antecámara del Palacio ducal; de todo esto se hizo instrumento por mano de escribano, para remitir a las cortes interesadas; pero la de Sevilla no creyó cosa alguna, diciendo que el dicho preñado era quimérico, inventado y sostenido únicamente de los enemigos de España, en perjuicio del infante don Carlos. Fundamento había para creerlo, supuesto que la opinión salió cierta; pero es de admirar que la duquesa Dorotea, primera viuda de Parma, madre de la Reina Católica, y en cuya presencia se hizo el examen, se dejase ella misma sorprender y diese más crédito a las comadres que a los médicos, llevada, sin duda, de la experiencia y práctica de aquéllas, cuya ignorancia no tardó en manifestarse. En fin, todo esto influía muy poco en los negocios de que se trataba en Viena, adonde encontraron una aceptación cual no se esperaba.

Con este motivo, aumentándose cada día la unión y confianza entre las dos Cortes de Sevilla y Londres, importaba también establecerlas entre aquella y la imperial. Es verdad que el consentimiento del César para la introducción de las tropas españolas en las plazas de Toscana y Parma superaba el principal obstáculo que se oponía a este designio; pero como quedaba, no obstante esto, alguna tibieza, pudiéndose decir no estaban aún Sus Majestades Imperial y Católica perfectamente reconciliadas, el rey de Inglaterra se interpuso para reunirlas y hacer que reinase una buena inteligencia entre los dos Monarcas. Las disposiciones en que se estaba de una y otra parte contribuyendo al suceso de este proyecto, el duque de Liria y el señor Robinson trabajaron de acuerdo con los ministros del Emperador en un nuevo tratado, que fue firmado en Viena a 22 de junio, y en el cual intervino también España. Esta obra selló la conclusión a las disposiciones u orden que se había inútilmente tomado antes por el tratado de la Cuádruple Alianza y después por el de Sevilla, para asegurar al serenísimo infante don Carlos la posesión de los Estados que se le destinaban, renovando con este motivo entre el César y el Rey Católico la inteligencia y buena armonía que el tratado de Sevilla había totalmente apagado; aunque estuvo para turbarse poco después, por haberse practicado una convención de familia, que la corte de España juzgó a propósito de acordar con el gran duque de Toscana, para mejor asegurar el cumplimiento de sus designios.

No ignoraban los Reyes Católicos la extrema repugnancia que el Gran Duque tenía en admitir un heredero, y despojarse del derecho propio a todos los hombres de disponer de todo lo que les pertenece. Sabían, igualmente, lo que había pasado acerca de esto, desde el tratado de Sevilla, entre el César y este príncipe, y las esperanzas dadas por aquél a éste para conservarle la libertad de elegirse un sucesor; pero no era tiempo de combatirlas, mientras los aliados de Sevilla no se ocupaban sino en los medios de eludir la ejecución de sus empeños, y que el César mantenía un poderoso ejército en Italia, porque entonces las amenazas hubieran producido tan pocos efectos como las promesas sobre el ánimo del Gran Duque. Habiendo el nuevo tratado de Viena mudado las cosas de semblante, privando a este príncipe de la protección que le había prometido el Emperador, y, por consiguiente, no teniendo Su Alteza Real ningún otro partido que el de someterse a la ley que se le quería imponer, los Reyes Católicos juzgaron deber aprovecharse de esta coyuntura y dar aún nuevo grado de fuerza y solidez a las medidas que habían tomado para asegurar mejor la posesión de los Estados de Toscana al infante don Carlos, determinando al Gran Duque y a la Electriz, su hermana, a consentir en un tratado que acabase también de separar los intereses de este príncipe de los del Emperador.

El padre Salvador Ascanio, ministro de España en Florencia, fue encargado de dirigir esta negociación; y, conforme a las órdenes que recibió, ofreció al Gran Duque y a la princesa su hermana, condiciones; las cuales, en atención a la triste situación a que estaban reducidos, parecían bastantemente ventajosas y debían estimularlos a su aceptación. El objeto de la corte de España en este tratado no podía verisímilmente ser agradable a Sus Altezas Real y Electoral, respecto de que no se dirigía sino a dejarles una simple apariencia de soberanía; pero concurriendo ya las principales potencias de la Europa al cumplimiento de los designios de Sus Majestades Católicas, hubiera sido tan imprudente como inútil el procurar estorbarlos. El Gran Duque consintió, pues, a todo lo que el padre Ascanio le propuso; y sus ministros dispusieron y firmaron con este religioso una convención entre Su Alteza Real y el rey de España, la cual acababa de poner a este príncipe en la dependencia del sucesor, que por dicho acto se le hacía decir había elegido.

Esta convención o tratado, que lo fue de familia, se componía de tres artículos, que insertaremos aquí compendiosamente, por no conducir su asunto a los demás generales que se colocarán al final de esta obra.

I. Que deseando la Real Casa de Médicis una perpetua amistad con la Real Familia de la Monarquía de España, el Gran Duque y su serenísima hermana, Electriz Palatina, convienen que, en falta de sucesión varonil, sea el real infante de España don Carlos sucesor suyo, y en falta de éste y sus sucesores, sean sus hermanos, hijos de la Reina Católica.

II. Sus Altezas Reales quieren que por el reglamento de la sucesión de la soberanía y Estados, se comunique esta convención al Senado.

III. Que Su Majestad Católica ofrece, en nombre del real infante, que se mantendrán todos los fondos y derechos públicos como al presente se hallan.

IV. Promete igualmente el Rey Católico que se mantendrá lo establecido por el gobierno económico de la ciudad de Florencia y demás villas y lugares, confiriendo solamente a los naturales los empleos civiles y políticos, los obispados y beneficios eclesiásticos.

V. Gozarán los súbditos de la Toscana del comercio con España en la misma conformidad que se practicará con la nación más amiga.

VI. Que mientras viviere el Gran Duque se mantendrá Su Alteza con el mismo poder y soberanía, y que el Rey Católico tratará en su corte a sus ministros del mismo modo que antes y como se practicaba con los del duque de Saboya antes que fuese reconocido por rey de Cerdeña.

VII. Que todos los bienes, muebles y raíces, y los patronatos de la Casa del Gran Duque, quedarán por el infante y sus sucesores.

VIII. Que todos los bienes, muebles y raíces, de cualquier precio y valor, que pertenecieren a Su Alteza Real, y asimismo por la herencia de las duquesas de Toscana, Victoria de Urbino y Margarita de Francia, su madre y abuela, sean para el infante después de la muerte del Gran Duque.

IX. Éste se obliga a ceder, como cede todo lo que posee y pueda poseer, expresado y no expresado, a favor del infante y sus sucesores.

X. Que el Rey Católico promete por el referido infante y sus sucesores, que la serenísima Electriz, todo el tiempo que sobreviviere al Gran Duque, goce el título de gran duquesa de Toscana.

XI. Que en faltando el Gran Duque, y estando ausente el infante, la serenísima Electriz deba y pueda tomar el título de Regente en nombre del infante, entonces Gran Duque, y que tendrá la administración y gobierno con el título de Regente, Tutora o Gobernadora, hasta que este príncipe cumpla la edad de dieciocho años.

XII. Que siendo el serenísimo infante Gran Duque en su mayor edad, deba admitir a la señora Electriz en los Consejos de Estado, Gracia y Justicia, conferencias de empleos y dignidades, quedándose con la superintendencia de las Leyes de la Academia de Pisa.

XIII. Que por parte de los serenísimos contratantes se convidará al César, a los reyes Cristianísimo y Británico, igualmente que a los Estados Generales, para que sean garantes de este Tratado, el cual se deberá ratificar en el término de tres meses.

Habiendo pasado todo esto a tiempo que se trabajaba en Viena para el segundo Tratado, en el cual debía entrar el Rey Católico, sucedió que la convención entre este Monarca y el Gran Duque fue firmada tres días después del Tratado y sin la menor noticia del Emperador; pero informado de este suceso por el conde Caymo, su ministro en Florencia, se dio por muy sentido; y no pareciéndole al César, en manera alguna, semejante tratado combinable con el que venía de concluirse, sus ministros se quejaron al duque de Liria y al señor Robinson, acompañando sus quejas con ciertas notas por escrito, que servían a probar la justicia de ellas. El Rey Católico, cuya mente no había sido perjudicar a los derechos del Emperador, ni menos alterar la buena armonía que se iba estableciendo entre las dos cortes, no tuvo pena de satisfacer al César, disponiendo una declaración conforme a lo que quería, y con ella se sosegó este príncipe.

En cuanto al Gran Duque, los ministros imperiales se explicaron sobre este asunto de un modo fuerte con el marqués Bartolomé, su enviado en Viena, remitiéndole copia de las notas que se habían entregado al duque de Liria, y manifestó cuán sentido y sorprendido estaba el Emperador que Su Alteza Real hubiese dispuesto de sus Estados, como de su patrimonio, sin hacer mención alguna de su feudo y dependencia del Imperio; añadiendo también que el César no podía mirar semejante acto sino como nulo, por cuanto se esperaba lo retractaría el Gran Duque. En la sensible circunstancia que este príncipe se hallaba de verse obligado a contemplar igualmente al Emperador como al rey de España, siguió el ejemplo de ésta, y accediendo al tratado de Viena, concluido con esta Corona, declaró, como ella, en su acto de accesión, que por la convención hecha en Florencia no había tenido designio de perjudicar a los derechos de ningún príncipe, y el Emperador se dio por satisfecho de esta explicación.

Restablecida ya la buena inteligencia entre estos dos príncipes, asegurada la introducción de las tropas españolas en Italia y consintiendo el Gran Duque a reconocer y declarar al serenísimo infante don Carlos su sucesor, como ya lo había ejecutado por la convención arriba expresada, no era menester más que nombrar tutores a este príncipe. Habiendo el tratado de la Cuádruple Alianza arreglado que el Rey su padre no podía serlo -porque no se derogó a este Tratado en cosa alguna, a excepción del artículo V-, en caso de que el infante tomase posesión -antes que fuese mayor- de los Estados que le eran destinados; como importaba, pues, elegirlos, y había de ser de común acuerdo, el Emperador, a quien este derecho pertenecía, para dar al rey y reina de España una nueva señal de la sincera intención en que estaba de cultivar su amistad y vivir en adelante con estos príncipes en la mejor correspondencia, quiso consultarlos sobre esta elección; y con aprobación suya se nombraron por tutores del infante su hijo al gran duque de Toscana y a la duquesa Dorotea, primera viuda de Parma, madre de la Reina Católica y abuela de don Carlos.

Después de todo lo referido, parecía que nada en lo sucesivo podía alterar la buena correspondencia que acababa de renovarse entre la corte imperial y la católica, según daban a entender una y otra; pero los límites que aquélla creía deber oponer a los vastos proyectos de ésta, conforme se fue reconociendo poco a poco, dejaron subsistir entre ellas demasiada desconfianza para que su unión fuese permanente. Por tanto, se percibió en el año siguiente que ésta se iba disminuyendo y debilitando cada día, y las quejas que se acumulaban de ambas partes formaban una tempestad que, por último, reventó como se esperaba en un rompimiento abierto, el cual colocó al serenísimo infante en los reinos de Nápoles y Sicilia, como se dirá en su lugar.

Cuando el conde Caymo participó al Gran Duque que el César le había nombrado por tutor del infante don Carlos, este ministro ponderó mucho la atención de Su Majestad Imperial en conservar los derechos de la soberanía del Gran Duque, pero este príncipe, a quien se acababa de vituperar el uso que había creído poder hacer de ella, y que se acordaba muy bien que el mismo conde Caymo le había dicho poco antes que en ningún tiempo sería el infante de España su sucesor, y que siempre se le dejaría la libertad de elegir aquél que fuese más de su agrado, respondió con tono algo irónico a este ministro: Benissimo, benissimo, signor conte, Sua Maestá Cesarea m'hà dato un pupilo, sotto il giogo del quale ella m'hà messo.

* * *

Terminadas ya con entera satisfacción de España las diferencias que retardaban la introducción del serenísimo infante en Italia, los ingleses aprontaron inmediatamente para el Mediterráneo una escuadra de dieciséis bajeles, bajo el mando del caballero Carlos Wager, el cual llegó a Cádiz el 23 de agosto, para unirse con la española, compuesta de veinticinco navíos de guerra, siete galeras y gran número de embarcaciones de transporte. Desde Cádiz pasó dicho almirante inglés a Sevilla, donde estableció con los ministros de la corte cuanto pertenecía a la futura expedición. Vuelto a su escuadra, se hizo a la vela, dirigiendo el rumbo a Barcelona, en cuya bahía -llegó el 14 de septiembre- esperó algún tiempo para que se le juntase la armada española, que ya había salido de los diversos puertos de la Monarquía, mandada por el marqués don Esteban Mari, y las galeras de don Miguel Regio.

Entonces ya se había desvanecido el quimérico preñado de la duquesa Enriqueta de Este, viuda del último duque de Parma. Habiéndose juntado todos los ministros extranjeros en el Palacio ducal el día 13 de septiembre, el gran chanciller les comunicó el proceso verbal de la nulidad del referido preñado, según lo atestado por los médicos y comadres, que los diputados de ambos ducados quisieron se examinase exactamente. El día siguiente, el conde Stampa, general de las tropas cesáreas, tomó posesión de ellos en nombre del serenísimo infante don Carlos, con las ceremonias y etiquetas que suelen acostumbrarse en semejantes ocasiones, confirmando en sus empleos a todos los ministros y haciendo jurasen fidelidad al mismo infante, debiendo recibirle como Soberano a su arribo. La duquesa Enriqueta, que hasta entonces había sido el objeto de los discursos políticos en toda la Europa, salió de Parma para retirarse a Módena, su Casa paternal.

Monseñor Oddi, que siempre se mantenía en Parma con secretas instrucciones de la corte romana, la cual no había desamparado sus pretensiones, mandó fijar en todos los parajes públicos una nueva protesta, declarando en nombre de Su Santidad: Que habiéndose extinguido la Casa Farnesio en la muerte del duque Antonio, aquel feudo era reversible a la Santa Sede, y, por consiguiente, debía hacerle el juramento de fidelidad y pagarla las públicas contribuciones.

El conde Stampa, que igualmente había recibido sus instrucciones del Ministerio de Viena y de Sevilla, porque estas dos cortes presumían lo que había de suceder y no ignoraban las diligencias hechas por el Papa para empeñar al Rey Cristianísimo a serle favorable en esta pretensión; el conde Stampa, pues, hizo insinuar al prelado desistiese luego de semejantes pasos, porque de otra suerte daría orden para que, en nombre del serenísimo infante, se tomase posesión de los Estados de Castro y Ronciglione.

Bien conocía el Pontífice que el Emperador no había de sobreseer en el empeño; por tanto, había solicitado nuevamente al Rey Cristianísimo, a fin de que, imitando el glorioso celo de sus ilustres predecesores, protegiese a la Santa Sede en este negocio que tanto le daba que sentir; pero se respondió resueltamente al nuncio de Su Santidad que, como el directo dominio de aquellos Estados pertenecía al César, no podía en ningún caso la corte romana darse por perjudicada de cuanto en este asunto había determinado la de Viena. No habiendo, pues, más recurso, ni a quién apelar, se aquietó por entonces el Santo Padre, juzgando prudentemente era preciso ceder al tiempo, y, por tanto, mandó suspender las protestas; porque supo que el Rey Católico había elegido por caballerizo mayor del real infante Duque al príncipe Corsini, uno de los sobrinos de Su Beatitud. Este tan acertado paso de Su Majestad dulcificó el ánimo del Papa, quien resolvió desde luego reconocer al infante por legítimo duque de Parma y Plasencia, y aún mandó se estableciese en una congregación de cardenales el ceremonial que se debía observar con Su Alteza Real. El de Bentivoglio tomó inmediatamente la actual posesión de todos los bienes alodiales de la Casa Farnesio, existentes en Roma, que algunos meses antes habían sido puestos en secuestro.

Sabido en España cuanto había ocurrido en Parma y Plasencia a favor del infante, se resolvieron Sus Majestades a nombrar los que debían formar la corte de este príncipe. El de Corsini, como queda dicho más arriba, fue declarado caballerizo mayor; al conde de Sancti-Esteban del Puerto, hoy duque, ayo de Su Alteza, como también plenipotenciario de los Reyes Católicos en Italia; al duque de Tursis, sumiller de corps; a don Lelio Carraffa, capitán de las guardias de corps; al duque de Arión, gentilhombre de cámara, y a don José Miranda (hermano del marqués de Valdecarzana), hoy duque de su apellido, sin contar otros muchos, que sería prolijo referir. Debiendo el infante hacer su viaje por tierra hasta Antibo, en donde había de embarcarse a bordo de las galeras que allí esperaban a Su Alteza, y pasar por mar a Liorna, el embajador de España en Francia (el marqués de Castelar) recibió la orden de pedir al Rey Cristianísimo el paso para el expresado infante por las provincias del Rosellón, Lenguadoc y Provenza. Este Monarca no sólo concedió cuanto se pedía en este asunto, sino que también dio órdenes expresas a todos los gobernadores y regidores de las ciudades por donde transitara este príncipe para que se le hiciesen los mismos honores que al Delfín, y entretanto se nombró al caballero de Orleáns, gran prior y general de las galeras de Francia, para que fuese a recibir a Su Alteza y cumplimentarle de su parte, luego que se entrase en el reino, entregándole una espada de oro guarnecida de diamantes.

Desde el día 16 de septiembre ya había escrito el Rey Católico al César una carta en que le decía, entre otras cosas, que Su Majestad enviaba a Italia al infante su hijo, abandonándole a su cuidado y poniéndole enteramente a la custodia imperial, contentándose con que Su Majestad Cesárea le diese la tutela que juzgase más a propósito. Esta carta fue de gran gusto para el Emperador, y se protocolizó inmediatamente en los Archivos del Imperio, cuyos miembros, con el jefe, dispusieron un reglamento por el cual se constituía, como ya se ha expresado, por tutora del infante Duque a la duquesa viuda Dorotea, y por tutor se le adjudicó al gran duque Juan Gastón, de Toscana

No salió el serenísimo infante de Sevilla hasta el día 20 de octubre. Todos los grandes y ministros extranjeros fueron la mañana de este día a desearle feliz viaje. Al tiempo de la despedida, la Reina, su madre, le regaló una sortija con un diamante de excesivo grandor. También le regalaron los príncipes de Asturias y el infante don Felipe, sus hermanos, quienes le acompañaron hasta tres leguas de Sevilla, y muchos señores quisieron tener la honra de acompañar a Su Alteza hasta Carmona. El Rey le dio una compañía de cien guardias de corps, mandada por su capitán don Lelio Carraffa.

El 17 del mismo ya había salido de Barcelona la flota combinada de España e Inglaterra para Liorna, llevando a su bordo siete mil cuatrocientos y ochenta y tres hombres de desembarco, así de infantería como de caballería, a las órdenes del conde de Charny, general de estas tropas; y en diez días de navegación se halló delante de este puerto. La escuadra inglesa venía mandada, como queda referido, por el caballero Carlos Wager, y la española por el marqués don Esteban Mari. A su arribo, en lugar de saludarlos la ciudad con once cañonazos a cada uno, según se practica con los almirantes de las Coronas, lo fueron con veintidós de una vez, por no ocasionar disensiones sobre la precedencia, según antes se había convenido. Los respectivos comandantes correspondieron al saludo, disparando once tiros cada uno, pero ambos a un tiempo; y en aquel mismo día pusieron el pie en tierra los tres generales: Mari, Wager y Charny. Ejecutada esta diligencia, luego al punto pasaron estos oficiales al castillo, donde juntamente con el padre Ascanio y el señor Colman, ministros plenipotenciarios, aquél de España y éste de Inglaterra, a quienes se juntó el marqués Rinuccini, ministro del Gran Duque, concertaron el modo de la repartición de los seis mil españoles en las plazas del Gran Ducado, conviniendo en el reglamento siguiente, el cual contenía seis artículos, que decían en sustancia:

I. Que las tropas españolas, que se introducirían en las plazas de Toscana, serían pagadas y mantenidas en un todo por Su Majestad Católica.

II. Que dos batallones y trescientos dragones entrarían en Pisa, dos en Puerto Ferrayo y los demás, con sesenta o setenta dragones, en Liorna, y en los lugares señalados por ahora, hasta nueva disposición.

III. Que el conde de Charny tendría el mando superior en lo militar; que las tropas españolas con las del Gran Duque, harían el servicio con los respectivos oficiales de una y otra parte, de igual grado, y que la guarnición sería las dos terceras partes de españoles y la otra de toscanos, cuidando el conde de Charny de distribuirlos en los puestos, sin que pueda meterse en el gobierno civil ni económico, reservándose éste al gobernador de Liorna, a quien se deberá dar la asistencia y tropa que necesitare, y los oficiales tomarán sus órdenes.

IV. Que las galeras del Gran Duque queden en todo y por todo bajo el mando inmediato de Su Alteza Real, del mismo modo que las tropas toscanas, a excepción de aquellas de la guarnición de Liorna, que nunca podrán exceder de una tercera parte.

V. Que las salvas serán según el estilo de la plaza, y que habiéndose de hacer alguna, sea de acuerdo con el conde de Charny y el gobernador, continuando éste en tener la guardia de tropas toscanas.

VI. Que sobre el mismo pie se regulen los oficiales y el gobernador de Puerto Ferrayo, en donde se hará puntualmente inventario de la artillería y demás pertrechos, pertenecientes tanto al Gran Duque como a los españoles, que habrán de tener doblados; que Su Alteza Real podrá sacar cualesquiera municiones suyas de dichas plazas, y que sus ministros tendrán las llaves, y que siempre que les faltaren a los españoles, puedan éstos tomarlos de los mismos almacenes a un precio razonable.

Aprobado este reglamento por el Gran Duque, el conde de Charny pasó inmediatamente a Florencia, para abocarse con Su Alteza Real; y en consecuencia de las órdenes del Rey despachadas por don José Patiño, el día primero de noviembre prestó juramento de fidelidad a este príncipe, como general de las tropas españolas, en los términos siguientes:

Yo, Manuel de Orleáns, conde de Charny, juro, prometo y me obligo por mí y por los oficiales y soldados de Su Majestad Católica, que observaré inviolablemente y con la más religiosa fidelidad y obediencia las órdenes del serenísimo señor Juan Gastón, gran duque de Toscana; que cada uno de nosotros, entrando en el servicio de Su Alteza Real, se empleará en defender su persona y soberanía, sus Estados, bienes, súbditos y todo lo que pueda pertenecerle, como no se origine cosa alguna en contrario a la inmediata sucesión del serenísimo príncipe infante don Carlos, a quienes debemos defender y sostener de común acuerdo con las fuerzas de Toscana. Prometemos no pueda hacerse cosa alguna que impida ni retarde la ejecución de los gobernadores y ministros de Su Alteza, conforme a lo reglado en este asunto; declarando a más de esto, que siempre estaremos prontos a darles la asistencia necesaria en cualesquiera ocasión que la pidan.

Establecido así todo, se empezó luego a desembarcar la tropa, que por entonces se colocó en estrechos cuarteles, y poco acomodados. Desembarcáronse asimismo sesenta y dos cajones llenos de moneda de plata y oro, para la paga de dicha tropa; y después de la revista general que se hizo el 13 de noviembre, los soldados fueron distribuidos en los lugares que se les habían señalado; con lo que la flota combinada, después de haber ejecutado con felicidad su comisión, hizo vela el día 15 del propio mes para restituirse a Barcelona, desde donde la escuadra inglesa prosiguió su rumbo para Inglaterra, habiendo llegado felizmente a este reino a últimos diciembre.

Noticioso el Rey de la pronta introducción de las tropas en Toscana, entregó su retrato, guarnecido de diamantes brillantes, de valor de veinticinco mil pesos, al señor Keene, ministro de Su Majestad Británica en la corte de España, para que lo regalase en su nombre al almirante Wager, en consideración a los servicios que había hecho en la expedición de Italia al serenísimo infante. Así se concluyó esta ruidosa empresa, fruto de tantos Consejos y motivo de tan repetidos tratados, a satisfacción del Emperador y ventaja de la España, aunque con notable dispendio de esta Monarquía. Las tropas imperiales se pusieron en movimiento en toda la extensión de Italia para restituirse a Germania, las unas por el Tirol y las otras por el mar Adriático, pasando éstas a desembarcar en Trieste y Fiume.

La duquesa viuda Dorotea, que ya había recibido el diploma con que el Emperador la habilitaba para tomar posesión de los ducados de Parma y Plasencia en nombre del infante don Carlos, como abuela y tutora del mismo, dio las disposiciones necesarias para que se efectuara cuanto antes esta augusta ceremonia, a cuyo fin el César envió al cardenal Stampa, que quedó por ministro plenipotenciario de Su Majestad Imperial, orden de que sin dilación alguna hiciese salir las tropas cesáreas que estaban acuarteladas en los Estados de Parma, donde se empezó incontinente a hacer moneda con el cuño del infante Duque, para lo cual se remitieron desde Sevilla varios cajones llenos de oro y plata.

Entretanto proseguía el príncipe don Carlos su viaje, recibiendo en todas partes grandes demostraciones de júbilo, así en España como en Francia. Valencia y Barcelona se esmeraron particularmente en las fiestas que se celebraron por su arribo, expresando a Su Alteza la felicidad que veneraban en sí y la que deseaban a su Real persona en el viaje. Luego que pisó las tierras de Francia, el marqués de Caylus, comandante del Rosellón, y el intendente fueron a recibirle, y le acompañaron con los debidos obsequios hasta los términos de la provincia de su jurisdicción, practicando lo mismo los demás gobernadores hasta que llegó a Antibo, que fue el 22 de diciembre. Componíase la comitiva de este príncipe de más de quinientas personas. Dispuesto todo para el embarco, lo ejecutó Su Alteza el día siguiente en la capitana de las galeras de España, que le estaban esperando, juntamente con las del gran duque de Toscana y de la república de Génova. Habiéndose movido una furiosa borrasca en el mar, dividió la escuadra y obligó a cada uno de los pilotos a que tomase tierra en donde la violencia del viento se la ofrecía y lo permitía, pero ninguna de las galeras pereció, y al fin pudo llegar felizmente el infante Duque a Liorna el día 27 del dicho mes.

Desembarcando al anochecer, fue recibido con los honores debidos por el marqués Rinuccini, el conde de Charny y el marqués Caponi, éste gobernador de Liorna, como de otros muchos caballeros distinguidos, que al esplendor de infinitas hachas, le condujeron a la catedral, en donde le recibió el arzobispo de Pisa, que entonó el Te Deum, en acción de gracias por la pasada tormenta y por su feliz deseado arribo. Después de lo cual, pasó a los cuartos que se le habían preparado en el Palacio ducal por diferentes arcos triunfales que los habitadores de esta ciudad habían formado, y entre otros, uno que los comerciantes ingleses habían dispuesto a sus expensas; detúvose Su Alteza allí hasta el fin de diciembre, con ánimo de pasar a Florencia a principios de enero, para verse con el Gran Duque; pero acometido de una fiebre ardiente, de que le resultaron viruelas, bien que benignas, no pudo efectuarlo hasta mucho después, como se dirá en su lugar.

Ya había llegado el infante a Liorna, cuando en su nombre se estaba haciendo en Parma la función de tomar posesión de aquellos ducados. Habiendo pasado la princesa Dorotea el día 29 de diciembre a la gran sala del Palacio ducal y, sentada bajo de un magnífico dosel, teniendo a su derecha al general Stampa, como plenipotenciario del Emperador, y a su izquierda al señor Zambeccari, asimismo plenipotenciario del Gran Duque, colgados bajo del dosel los retratos del César y del serenísimo infante Duque, un secretario imperial leyó inmediatamente el decreto del Emperador, y, concluida esta ceremonia, prestaron los diputados de ambos ducados el juramento de fidelidad sobre los Evangelios, teniendo entonces la princesa Dorotea un sable desnudo en la mano. Después, saliendo fuera de la ciudad, el general Stampa entregó a Su Alteza las llaves de ella, e hizo su entrada pública al estruendo del cañón y de la fusilería de la guarnición, que estaba sobre las armas. Las tropas imperiales cedieron sus puestos a las de la Casa Farnesio y se pusieron en marcha para Milán. Entonces regaló la princesa Dorotea al general Stampa el retrato del infante Duque guarnecido de diamantes.

La corte romana, que parecía haberse aquietado enteramente, renunciando sus derechos a estos Estados, los renovó en la declaración que monseñor Oddi publicó al otro día de haberse tomado posesión de ellos, y protestó en su Tribunal eclesiástico contra cuanto se había ejecutado en el antecedente en el Palacio ducal, declarándolo por no legítimo, abusivo y de ningún valor, en la forma siguiente:

PROTESTA DE MONSEÑOR ODDI,

COMISARIO APOSTÓLICO

Ha llegado a nuestros oídos que sobre una cierta investidura imperial moderna, tutores o procuradores del infante don Carlos -según ellos se llaman- han tomado posesión o más bien se han hecho dueños con usurpación el día 29 de este mes de los ducados de Parma y Plasencia, antiguos e incontrastables feudos de la Santa Sede; y aunque, como es notorio, nuestro Santo Padre Clemente XII haya declarado ya con sus letras en forma de Breve, como también por un Decreto del Consistorio secreto, que habiéndose extinguido la línea masculina de la Casa Farnesio, deben ser los referidos ducados por título de reversión plenamente devueltos a la Santa Sede, en virtud de la investidura dada a la misma Casa por sus predecesores, que quisieron fuese reservado a la Santa Sede el derecho de establecer, en semejante ocasión, lo que el consenso de los cardenales juzgase a propósito, por lo que mira a los intereses de la Iglesia y de los mismos ducados; de que habiendo yo sido plenamente informado, protesté en toda forma contra la proclamación del infante don Carlos como duque de Parma y de Plasencia, hecha por el ministro del Emperador, declarando miraba como nulo cuanto podía haberse efectuado en perjuicio de la Santa Sede. A este efecto, y temiendo que mi persona en el país, en cualidad de comisario apostólico, no haga persuadir al mundo por mi silencio, que Su Santidad y la Santa Sede consienten a cuanto se ha ejecutado, como asimismo para cumplir exactamente con el deber de mi empleo y obedecer las precisas órdenes de Su Santidad y a las de los cardenales Jerónimo Grimaldi y Jorge Spínola, legados de Bolonia, y atendiendo principalmente a la declaración hecha por el Papa de que los expresados Estados son reversibles a la Santa Sede, protesto en nombre de la misma y de Clemente XII en la mejor forma que se pueda, contra la posesión tomada de los ducados de Parma y Plasencia en favor del infante don Carlos, por los que se dicen sus tutores o procuradores, en virtud y bajo del pretexto de una investidura eventual, dimanada del Emperador; declarando en este propósito todos los actos anteriores y subsiguientes a esta posesión o usurpación nulos, inválidos e injustos, destituidos de fuerza, sin derecho y abusivos, impugnándolos en esta ocasión como los impugno con las presentes, declarando a más de esto que todos aquellos, de cualesquier grado y cualidad que sean, que en virtud del acto de la investidura del Emperador gozaren los susodichos ducados y que en ellos ejercitaren en nombre del infante don Carlos alguna jurisdicción, que en virtud de tal título, querrán poseer, detener o presentar alguna cosa, sean juzgados no tener fundamento alguno, siendo todo nulo y abusivo, como yo lo declaro al presente, a fin de que nadie pueda alegar ignorancia. Dado en Parma el día 30 de diciembre de 1731.- Firmado, Jacobus Oddi.

Esta protesta del comisario apostólico, monseñor Oddi, no dejó de hacer alguna impresión en el pueblo, que siempre se para en la superficie de las cosas; pero como ella no estaba sostenida de las armas, no atrajo más consecuencia que la satisfacción de haberla hecho, creyéndose que con eso se mantenía en pie la pretensión para hacerla valer siempre que el caso se ofreciese. No habiendo, pues, producido efecto alguno, así feneció el año, con admiración de todos los políticos y aún de los mismos potentados de la Europa. Sin duda, el Rey británico hizo un gran servicio a la Cristiandad en conciliar las cortes de Viena y Sevilla, pues por él se consiguió el fin de tantas negociaciones sin efusión de sangre.



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