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Año de 1732

Pacificada ya la Europa con la colocación del serenísimo infante don Carlos, parece que nada era capaz de alterar su quietud, cuando se recibió al principio de este año la impensada y extraña novedad de haber llegado el duque de Ripperdá a la Mauritania. Desde su huida del alcázar de Segovia se mantenía viviendo retirado en sus Estados en Holanda; su corta mansión en Inglaterra acredita la poca aceptación que encontró en aquel reino, y por libertarse de los continuos desaires que recibía en él, resolvió pasar a su país, donde se proponía mejor acogimiento. Saliéndole siniestra la esperanza, solicitó pasar a Francia; pero la estrecha unión de esta Corona con la de España siendo un obstáculo invencible, pensó en la de Rusia, cuya pretensión no tuvo mejor éxito. En fin, abandonado y reducido únicamente puede decirse al trato familiar de los queridos y fieles compañeros de su fuga, no tardó en formar proyectos de venganza, que le sugirió la altivez de su genio.

Residía a la sazón en La Haya un embajador del rey de Mequínez, con quien tomó el duque de Ripperdá conocimiento, y dejándose seducir con los halagos de la fortuna que le propuso el moro, lisonjeado sin duda el espíritu ambulativo de este infeliz ministro de poder ejecutar ciertos designios que meditaba, se determinó a pasar a África, y allí, arrastrado de su desesperación, abrazar el mahometismo. Habiéndose presentado al rey de Marruecos, le expuso los motivos que le habían inducido para abandonar el servicio de España, declarándole la resolución en que estaba de vivir en adelante, bajo la protección de tan digno Monarca. Este príncipe, que por fama conocía a Ripperdá, le recibió con señales de la mayor estimación, y poco después le estableció por uno de sus primeros ministros. Llegando estas noticias a la corte de Sevilla al principiar el año, no dieron poco en que entender a los Reyes Católicos, mayormente con la esparcida voz de que el duque, después de haber abrazado el mahometismo, para más bien cautivarse la benevolencia del príncipe moro, le había aconsejado despachase de improviso un cuerpo considerable de tropas a Ceuta, haciendo ver con diversas razones la facilidad con que se haría dueño de esta plaza, en la cual pretendía Ripperdá tener muchos adherentes.

De estas voces, que se publicaron, no se aprovechó la corte de España para disimular ciertos designios recónditos que la obligaban a hacer fuertes preparativos, así de navíos como de tropas, con el pretexto de que el rey de Marruecos quería seguir los perniciosos consejos del renegado Ripperdá, meditando la sorpresa de Ceuta. La flota española, que de regreso de Italia se mantenía aún armada en los puertos de la Monarquía, tuvo orden de proveerse de todo lo necesario para un viaje de cuatro meses, sin poderse penetrar a qué parte se dirigía; y aunque los ministros de las potencias extranjeras residentes en Sevilla, se dieron indecibles movimientos para indagarlo, solicitando saber para qué empresa estaba destinado el expresado armamento, jamás lo pudieron conseguir.

Entretanto que llegaba la estación propicia, para manifestar al mundo la pureza de las intenciones del Rey Católico, y hacer evidente la justicia con que procedía en todas sus acciones, mandó que sin dilación se pusiese en práctica lo acordado con la Inglaterra en el tratado de Sevilla. Habiéndose convenido en que se ventilarían y decidirían los puntos que en el artículo IV del tratado de Sevilla quedaron reservados, nombrándose para este efecto comisarios autorizados de una y otra parte, Su Majestad Católica nombró a don Francisco Manuel de Herrera, del Consejo de Guerra e Indias, a don Mateo Pablo Díaz, después marqués de Torre-Nueva, y a don José de la Quintana, ambos de este Consejo. El Rey británico, que al parecer se resistía, por prever las consecuencias de esta junta, se resolvió finalmente a ejecutar lo mismo (pero no fue hasta que hubo de saber cómo España había enviado cantidad de armas a Indias, cuya novedad le causó algún recelo), nombrando al señor Benjamín Keene, su ministro en esta corte, y a los señores Juan Godar y Arthur Stor, ambos miembros del Parlamento. Determinado el lugar de la Lonja de Sevilla, se abrió el Congreso el día 30 de abril, y hecha la permuta de sus respectivos poderes, se dio principio a las conferencias, señalando dos días en cada semana, uno para tratar las pretensiones de España, y otro para las de Inglaterra.

El punto que desde luego se puso en el tablero fue el Asiento de Negros, o la compañía del Mar del Sur, cuyas cuentas no se habían aún reglado desde el año de 1713, en que comenzó. Después de bien examinadas y liquidadas todas sus circunstancias, tanto por el navío del Permiso cuanto sobre los sellos que deben llevar los fardos de mercaderías que pasan a Indias, se encontró que se propasaban mucho en ello los ingleses. En visa de esto, los comisarios españoles fundaron con la mayor solidez sus pretensiones sobre que una y otra parte observase a la letra el espíritu del Tratado, a lo que los ingleses habían faltado. Esto dio motivo a varias alteraciones y debates; pero a las eficaces razones de los españoles no pudieron oponerlas sino muy endebles, por lo que hubieron de ceder, como en efecto se acordaron varios puntos a favor de España, quedando firmados en el libro de acuerdos.

Pasando de este punto a otros, los comisarios ingleses hacían los mayores esfuerzos para conseguir sus pretensiones; mas éstas siempre rebatidas por los españoles, hicieron ver el abuso e irregularidad con que los súbditos de la Gran Bretaña proceden en su comercio en las Indias, de manera que los comisarios ingleses desesperaron de poder obtener cosa alguna favorable a su intento: y es así, que después de haberse continuado las conferencias por algún tiempo, quedaron suspensas, y aún el Rey británico, con el regreso del Católico a Madrid, no se atrevió a insinuar a este príncipe se prosiguiese lo empezado, por conocer patentemente que toda esta negociación redundaba en ventaja de los españoles, y no siendo de su interés renovarla, se estancó hasta el año de 1739, como se dirá en su lugar, de la cual resultó la guerra entre las dos naciones.

* * *

Dijimos más arriba que por más diligencias que hicieron los ministros extranjeros, residentes en Sevilla, para saber contra quien se enderezaba este formidable armamento, no lo pudieron alcanzar; sin embargo ninguna potencia se asustó más que la república de Génova, mayormente cuando vio comparecer delante de su puerto seis navíos de guerra españoles, cuyo comandante solicitó luego se le hiciese un saludo mayor que el acostumbrado, sin explicar el motivo; y no obstante el haberse pedido este honor con altanería, no se concedió hasta después de un gran consejo que a este fin se tuvo en la regencia. El comandante pidió después se le consignasen los dos millones de pesos que tenía la corte de España en el Banco de San Jorge, y que al presente debían servir para el serenísimo infante don Carlos: también condescendió el Gobierno de Génova en ello, mandando se llevasen a bordo de los navíos.

Las grandes sospechas que habían concebido la corte imperial de los armamentos españoles, se desvanecieron con los repetidos correos, que llegaron a Viena desde Sevilla y Londres con despachos que aseguraban no se dirigía esta flota contra ninguna de las potencias aliadas de Su Majestad Católica; y el duque de Liria tuvo especial orden del rey Felipe para certificar a los ministros del César que dicho armamento estaba destinado contra las costas de Berbería, a fin de sosegar a este príncipe sobre las consecuencias que podía acarrear; pues ya había dado disposiciones para el resguardo de los reinos de Nápoles y Sicilia, nombrando generales y tropas que estaban para pasar a aquellos reinos. No se tuvo a bien en la corte de Sevilla comunicar a nadie que estaba la expresada flota destinada contra Orán, dependiendo del secreto el feliz éxito de la empresa: no quiso el Rey Católico exponerla por no tener suerte de infinidad de otras que se malograron por la demasiada confianza; y es así que tuvo el fin propuesto con esta acertada conducta.

Del dinero que se extrajo del Banco de Génova, hizo enviar Felipe V al infante don Carlos medio millón, y lo restante se despachó a Alicante, donde debían reunirse las naves y tropas para esta misteriosa expedición. Por abril ya habían llegado a la playa de esta ciudad los navíos de guerra y la mayor parte del ejército de tierra con sus oficiales, y desde el antecedente mes se había puesto embargo a todas las embarcaciones extranjeras, que se encontraron en los puertos de la Monarquía; de manera que, reunidas con las de esta Corona, pasaban de seiscientas; y se puede decir, sin hipérbole, que nunca se vio el mar Mediterráneo cubierto de tanta variedad de banderas juntas, cuyo aspecto encantaba la vista a los expugnadores, cuando después a los moros infundió una general consternación, creyendo, al ver pasar esta flota por delante de Orán, que se había unido toda la Cristiandad contra ellos.

Fabricáronse en Barcelona dos puentes volantes, con los cuales se podía cómodamente transportar dentro y fuera de los navíos la artillería sin embarazo de otras embarcaciones. Nombróse por capitán general del ejército al conde de Montemar, a quien se le destinó un cuerpo de veintiséis mil cuatrocientos hombres, sin contar una compañía de escopeteros de Tarifa, otra compañía de guías, compuesta de treinta hombres, todos naturales de Orán, con su capitán, don Cristóbal Galiano, y su teniente don José del Pino con una más de voluntarios de reino de Murcia, compuesta de cincuenta hombres y gran número de aventureros, entre los cuales se contaron más de treinta titulados y oficiales de distinción. Todo el aparato de este armamento se ejecutó con tanta presteza, que en brevísimo tiempo se vio pronto para hacerse a la vela. La artillería destinada para esta expedición fueron ciento y diez cañones de varios calibres; sesenta morteros, con gran cantidad de pertrechos de guerra; víveres, municiones, y, en fin, todo lo necesario para esta empresa, no habiéndose escaseado cosa alguna.

Luego que llegó a África la fama del formidable armamento de España, se receló se dirigiesen contra su costa y no sin fundamento, porque no les dejaban duda sus continuadas piraterías. La regencia de Argel se preparó inmediatamente a la defensa, solicitando para su república socorros del Gran Señor, bajo cuya protección está; y del rey de Marruecos para Orán, cuya plaza, aunque entonces gobernada por un rey particular, sin embargo, la amparaba este príncipe, y también aquella regencia, por estar en los confines de uno y otro Estado. Ésta reforzó con un grueso destacamento su guarnición, y aquél ejecutó lo mismo en sus ciudades marítimas, con especialidad Tetuán y Salé, ordenando a la mayor parte de su caballería recorriese la costa para impedir cualesquier desembarco.

En España se divulgó por cosa cierta, que el mismo rey de Marruecos había resuelto de ir personalmente al sitio de Ceuta, para prevenir las ideas de los españoles, según el consejo que le sugirió Ripperdá. No podemos negar fuese importante en esta ocasión, y el único que podía seguir este príncipe; pues a haberle practicado, se les hubiera frustado a los españoles su designio sobre la plaza de Orán; pero sea que desconfiase el moro de las promesas del renegado, como sucede regularmente, o que conociese la imposibilidad de conseguir el intento de esta empresa, la dilató hasta ver hacia donde se dirigían las armas católicas. A este tiempo llegó a la corte de Sevilla la noticia de que una galera mandada por don Miguel Regio había apresado, después de un reñido combate, a un navío argelino, que corseaba entre las costas del Rosellón y Cataluña, llevando a su bordo dieciséis cañones y diez pedreros. Hiciéronse esclavos ciento diez y seis hombres de la tripulación; pero el capitán y ocho oficiales con tres renegados se salvaron en la lancha.

Esta pequeña ventaja no dejó de estimular y avivar el embarco, y estando ya las escuadras prontas para hacerse a la vela, declaró el Rey Católico sus intenciones en un edicto, que se remitió de Sevilla al Consejo Real de Castilla, a fin de que se publicase; lo que se ejecutó en Madrid a mediados de junio, precisamente cuando la armada se hizo a la vela.

De Alicante salió ésta el día 15 del propio mes, bajo las órdenes del teniente general don Francisco Cornejo, y la custodia de doce navíos de guerra, siete galeras, dos bombardas para echar bombas, y gran número de jabeques o galeotas armadas, observando la orden siguiente: la vanguardia se componía de cuatro navíos, el San Felipe, como capitana, a cuyo bordo estaba el referido don Francisco Cornejo, el San Diego, la Galicia y Santiago. En el centro iba el grueso de la armada, según el orden señalado a cada embarcación, y los navíos el Hércules y el Júpiter cerraban la retaguardia, marchando con estos las siete galeras a fin de recoger cualquiera nave que llegara a extraviarse; pero aunque el viento se mostrase favorable al salir del puerto, después se mudó contrario, por lo que fue preciso volverse a la costa de España, manteniéndose toda la armada por espacio de cinco días en el cabo de Palos. De allí despachó el conde do Montemar una galeota con un ingeniero y una compañía de granaderos para reconocer la posición de los moros, y el paraje donde se debía efectuar el desembarco; cuya averiguación hecha, y reconocido en sumo silencio, volvió a dar cuenta de todo al general, quien dispuso aprovecharse luego de la propicia ocasión que le ofrecía el descuido de los bárbaros.

Serenados ya los temporales, prosiguió la flota su rumbo para Orán, cuya plaza avistó en breve; y como importaba disfrazar la idea, el general comandante de la armada hizo señal a los navíos de guerra el Conquistador y la Andalucía para que con las naves de transporte que escoltaban diesen fondo en la cala de Arcés, distante de Orán siete leguas hacia Levante. Ejecutada así esta disposición y advertida por los moros, creyeron éstos se dirigía el desembarco por aquella parte, mientras el resto de la armada continuaba la derrota en el orden ya referido, costeando aquella ría a tiro de cañón pasando delante de Orán y sus castillos, teniendo cada nave desplegado el pabellón de su nación. Advirtiéronse hasta tres cuerpos de tropa, que podían constar de diez o doce mil hombres, y habiendo sobrevenido una nueva borrasca se hizo el desembarco imposible hasta el 29 de junio. Sosegada ya la mañana de este día, el general conde de Montemar dio orden para que se ejecutase en el paraje llamado de las Aguadas (favorecido del fuego de los navíos y galeras) distante legua y media hacia el Poniente del castillo de Mazarquivir. Dispusiéronse quinientas lanchas en línea defendidas por los navíos de guerra y galeras, que se pusieron a los costados, bajo el mando de los capitanes de alto bordo don Juan Navarro, el conde de Bena y don Francisco Liaño. El desembarco de las tropas fue encomendado a los tenientes generales marqueses de Villadarias y Santa Cruz, los condes de Marcillac y Suveguen, con los mariscales de campo condes de Maceda y Cecil, marqués de la Mina y don Alejandro de La Motte. Habiendo reconocido el general conde de Montemar que en la playa no había moros que pudiesen impedir el desembarco, aunque se dejaron ver algunos pelotones de ellos, pero de poca consideración para el caso, mandó que sin detención alguna se efectuase el total desembarco.

Tres mil hombres, la mayor parte granaderos, le dieron principio, formándose sobre una línea, y cubiertos por delante y los costados con los caballos de frisa. Consecutivamente fue desembarcando lo restante de la tropa, y conforme lo ejecutaba se iba extendiendo y avanzando la línea, con cuyo motivo dispuso el general un cuadrilongo, en que quedaban reparadas las alas como el frente con los caballos de frisa, y se adelantaron como unos ciento y cincuenta pasos. Entonces se presentaron algunas partidas de moros, y aunque de lejos, con el continuo fuego no dejaron de molestar a los cristianos; para contener, pues, a los infieles se destacaron del frente de los batallones algunos piquetes de a quince hombres con sargentos, que lograron ahuyentarlos, pero poco después, habiendo bajado a llanura como dos mil moros a caballo y algunos a pie, se pusieron a tiro de fusil de los piquetes avanzados sobre una pequeña elevación a la derecha del ejército; mas jugando oportunamente su artillería el navío La Castilla, como asimismo las galeras, se retiraron a mayor distancia, a que no contribuyó poco el haberse llevado una bala su estandarte principal, de cuyo movimiento se aprovechó el conde de Montemar para concluir el desembarco y marchar tierra adentro, no obstante el no haber descansado la tropa, guiada ésta por el teniente general marqués de Gracia-Real.

Viendo la morisma inútil su esfuerzo para impedir a los españoles el tomar tierra en África, solicitó con la mayor parte de su tropa hacerse fuerte junto a una fuente de agua dulce, la única que había en aquellos parajes; y de haber conseguido el intento, sin duda hubiera logrado la victoria más completa, y borrara la omisión en que anduvo de no embarazar el desembarco, que le era tan fácil con la gente que tenía; mas advirtiendo el capitán general la idea bien fundada de los bárbaros, destacó luego dieciséis compañías de granaderos y cuatrocientos caballos, aquéllas a la orden del mariscal de campo don Lucas Patiño, y éstos a la del marqués de la Mina, para cortarles la retirada, y ocupar al mismo tiempo un puesto elevado y ventajoso que cubría la derecha del ejército; y aunque la casualidad de hallarse cerca una tropa del regimiento del príncipe, que acababa de desembarcar, no permitió fuesen cortados los moros, porque los cargó, los dos referidos destacamentos avanzaron con tal intrepidez hacia la fuente, no obstante el peligro que había de acercarse a ella, por lo escabroso del terreno, que lograron hacer retirar con precipitación a los infieles.

Habiendo mandado el conde de Montemar se formase un reducto entre las márgenes del mar y la falda de la montaña llamada del Santo, a fin de asegurar la comunicación con la flota y cubrir el desembarco de los víveres y pertrechos, esperó a los enemigos, que se dejaron ver en gran número, coronando todas las montañas circunvecinas. Mientras esto se ejecutaba, los escopeteros trabaron una escaramuza con algunos moros, los cuales, reforzándose, cargaron a los cristianos y los obligaron a retirar por falta de munición. El conde de Marcillac, que cubría con tropa aquella obra, advirtiendo lo que sucedía destacó al capitán don Manuel Aparicio con cincuenta dragones para detener a los bárbaros, pero tuvo la desgracia de perder la vida. Esta impensada acción se encendió de tal suerte, que considerando el conde de Montemar que cuando se vuelve la espalda a los moros cobran mayor brío, se vio obligado a sostener la pelea, a cuyo fin dio orden para que todo el ejército se pusiera en movimiento. El terreno era impracticable para cualquiera acción; sin embargo, dispuso el general que se atacara a los infieles por la izquierda, y que al mismo tiempo el centro y la derecha subiesen por el frente, que era una cuesta suave, y por donde bajaban los moros. El ejército de éstos pasaba de veinte mil hombres, sin contar dos mil turcos de la guarnición de Mazarquivir, que no pudieron volver a entrar en esta fortaleza, por haber ocupado los cristianos la montaña del Santo, a pesar del continuo fuego e ímpetu de los enemigos, al subir la escabrosa cuesta, y en donde el conde de Marcillac hizo prodigios de valor. No pudiendo este general subir la montaña a caballo, ni permitirle tampoco lo recio de su cuerpo ni sus achaques subirla a pie, hizo que le llevasen cuatro granaderos walones en hombros, y distribuyendo dinero a los de este cuerpo, que estaban bajo de su mando, para animarlos, contribuyó infinitamente al éxito de aquel día, manteniendo la pelea con tesón por espacio de tres horas.

Siguiendo los granaderos el empeño mandados por el referido conde, y sostenidos de cuatro batallones de guardias walonas, a cargo del marqués de Villadarias, con otra tropa que iba de resguardo, fueron desalojando a los moros hasta echarlos de la alto del barranco, y de allí de montaña en montaña, mientras don Alejandro de La Motte, con otro cuerpo de granaderos ocupó la del Santo, que domina el castillo de Mazarquivir. Todo esto sucedió con la mayor felicidad, no obstante la gran resistencia de los bárbaros y la ventaja del puesto que ocupaban a modo de anfiteatro. El resto del ejército, sumamente fatigado por la falta de víveres y agua, no pudo seguir a los enemigos y se mantuvo en el paraje llamado de los Galápagos, que había ganado.

Esta gloriosa función costó poco a los españoles, pues se asegura no pasaron de treinta los muertos, y de ciento y cincuenta los heridos. La pérdida de los infieles no se pudo saber, por su regular costumbre de llevarse los muertos, cuya superstición suele ser funesta, porque a veces sucede que pierden la vida por salvar los cadáveres. Don Alejandro de La Motte se mantenía en la montaña del Santo, dominante a Mazarquivir, y viéndose noventa turcos que le presidiaban sin esperanza de socorro, le entregaron por capitulación y pasaron a Mostagán, cuyo feliz suceso hizo juzgar lograrían los cristianos la misma victoria con los demás castillos de Orán.

Esta opinión no estaba mal fundada, pues aunque había tropas suficientes para defenderlos, la consternación general que se apoderó de sus ánimos, al ver pasar tan grande armamento delante de los muros de Orán, como ya queda referido, con cada nave tremolando su pabellón, hizo creer que toda la Cristiandad se había congregado para su perdición; con cuyo motivo, sin aguardar a los españoles, cada uno de los habitadores pensó en libertar sus efectos. La noche que precedió a la rendición de Mazarquivir hubo un falso alarma, movido de algunos soldados que, disparando sus fusiles, mataron a un oficial, y quedaron algunos soldados heridos. A la mañana siguiente, habiéndose reconocido no haber vestigio de moros y sabido por un doméstico del cónsul de Francia en Orán, que todas las tropas infieles, con el Bey a su frente, se habían retirado la noche antecedente con lo más precioso de sus alhajas, abandonando la ciudad y sus fortines, destacó el general conde de Montemar una partida de soldados, para informarse de la veracidad del aviso, mientras se dispuso la tropa para seguirla.

Puesta en marcha, se encaminó hacia aquella plaza, que encontró desierta, como también el palacio del Bey, donde se halló gran parte de sus muebles que su precipitada fuga no le permitió llevarse. Los almacenes de la ciudad estaban llenos de víveres y municiones; encontráronse en ella y sus castillos ciento treinta y ocho piezas de artillería, las ochenta y siete de bronce y las demás de hierro; siete morteros; provisiones y municiones en abundancia; bajo el fuerte de San Felipe, seis piezas de campaña, y en el puerto una gruesa galeota, con cinco bergantines. Después de esta conquista, toda la armada española vino a dar fondo en el golfo de Orán y en el puerto de Mazarquivir.

Así volvió a recuperar la Corona de España esta importante plaza, circundada de buenos muros, y defendida de cinco fortines o castillos, situados sobre las inmediatas eminencias, entre los cuales se considera por inexpugnable el de Santa Cruz, por estar situado sobre peña viva, la cual no permite batirle ni minarle. Con la ventaja de esta conquista, se añadía la de poner un freno a la desvergüenza de los africanos, cuyas frecuentes correrías infestaban los mares y playas de las costa de España, en sumo perjuicio de su comercio y habitadores.

Muchas reflexiones nos produce la consternación en que estaba esta canalla, la cual, sin atender a la defensa de sus castillos, cuando retirándose parte a ellos, y haciendo transportar sus provisiones y pertrechos, podía haber dado lugar a que la regencia de Argel los hubiese socorrido poderosamente; pero sólo ocupada en el cuidado de ponerse en salvo con sus familias y efectos, dejaron a los españoles con la posesión de su dominio, no poco admirados de no haber encontrado más resistencia. Hubo quien dijo entonces, que si estos, embarcándose prontamente, después de bien presidiados los castillos, hubiesen intentado la conquista de Argel por tierra, que era indubitable, así por la falta de tropas como por el descuido; porque cuando se supo en dicha ciudad que la expedición de los cristianos se enderezaba contra Orán, por temor de que ésta no cayese en sus manos, estimuló a la regencia a poner la mayor atención en defenderla, enviando toda la gente que pudo juntar para su conservación, dejando la suya desamparada.

Confieso que la empresa era algo temeraria; pero también es verisímil se hubiera conseguido, a tener alguna tropa de repuesto en Alicante, para incontinente reemplazar la que hubiese pasado a esta expedición; y cuando no se lograra el intento, a lo menos sí el de cegar o inutilizar su puerto, e incendiar la ciudad. La ocasión no podía ser más propicia; todo concurría para el éxito de la empresa: los tiempos favorables; buen armamento, cual no se había visto otro sobre el mar; víveres y municiones en abundancia, y, sobre todo, el ánimo y valor de la tropa, que era toda veterana y escogida. Las armas católicas estaban respetadas treinta leguas al contorno de su conquista; porque temerosos sus habitadores de la esclavitud, llevaban a Orán todo género de comestibles, sometiéndose al Monarca español; otros se retiraban con sus ganados a los desiertos. Los más opulentos mercaderes de la ciudad de Argel pensaban seriamente a retirarse con sus caudales, y en esa capital reinaba una general confusión, según lo participaban los cónsules europeos a sus cortes; pero no debía convenir por entonces, pues así Dios lo dispuso. Si a Carlos V hubiera asistido coyuntura tan oportuna cuando emprendió reprimir su orgullo en el año de 1541, quizá no llegaría el caso de que sus piraterías se ejercitasen con tanto descoco, atreviéndose hasta los navíos de guerra, bien que siempre con escarmiento de su altivez; pero la estación que infelizmente eligió este gran Monarca, fue la más tempestuosa del año, y sus operaciones se redujeron a pelear contra los elementos. Si los príncipes cristianos, interesados todos en extinguir tan infame república, no concurren unánimes a su ejecución, es de temer se haga con el tiempo una segunda Cartago, cuyos robos exaltándola, puso a la potencia romana en el mayor conflicto.

En fin, dueños los españoles de la plaza y fortalezas, el primer cuidado del general Montemar fue hacer consagrar diferentes mezquitas, para que en ellas se celebrasen diariamente las misas y demás oficios divinos. Cumplida esta obligación cristiana, se despachó al mariscal de campo marqués de la Mina con la nueva de suceso tan próspero, el cual, habiendo llegado a Sevilla el día 8 de julio, la participó a Sus Majestades. Las públicas rogativas que en todas las iglesias de la Monarquía se hacían, se convirtieron luego en acciones de gracias por el feliz éxito de la mencionada expedición.

Arrepentidos ya los moros del vergonzoso abandono de la plaza de Orán, no omitieron tentativa para recuperarla; animáronse recíprocamente, y volviendo a las cercanías de la fortaleza, inquietaron los puestos avanzados de los españoles, arrojándose con ferocidad sobre los destacamentos que iban a cubrir el forraje. Entonces practicaron una estratagema que no dejó de salirles bien, acercándose una partida de quinientos hombres, que se echaron con un furor bárbaro sobre nuestros forrajeadores. Avisado el conde de Montemar de esta novedad, quiso remediarla enviando un fuerte destacamento, para que los sostuviese; pero el duque de San Blas, que se hallaba allí como mariscal de logia, a fin de hacer mudar las grandes guardias, con su pequeño destacamento se echó sobre los moros, que huyeron con precipitación; y pareciendo al referido duque fuese en ellos cobardía, los siguió con tesón, y por su desgracia fue a dar en una emboscada de dos mil bárbaros, que le hicieron retroceder hasta meterle en el campo; costóle la vida su sobrada osadía, y con él murieron también el brigadier Van der Cruysen, tres coroneles, quince oficiales subalternos, y algunos cien hombres, y muchos quedaron esclavos.

Sentido de este adverso suceso, resolvió el duque de Montemar hacer una generosa venganza, atacando a los moros en cualesquiera parte que los encontrase. El día 21 de julio mandó este general saliesen tres destacamentos a la orden del mariscal del campo conde de Cecile y del brigadier don Felipe Ramírez, compuestos de mil infantes e igual número de caballos. Habiendo reconocido ambos oficiales una tropa fuerte de infieles sobre una colina la acometieron, pero volviendo éstos las espaldas, no fue posible alcanzarlos, y se ocuparon las circunvecinas alturas, reduciéndose todo el hecho de aquel día a ligeras escaramuzas, sin que hubiese más heridos por parte de los cristianos que el barón de Santygnon, capitán de guardias walonas.

Dos días después destacó el capitán general cuatro mil infantes y mil caballos, a las órdenes del marqués de Villadarias, el paraje llamado los Pozos de Pedro Pérez; mandó igualmente que las galeras fuesen hacia Mostagán, con intención de echar de esta ciudad al bey de Orán, que con buen número de negros se mantenía en ella enviando continuadamente desde allí partidas, para inquietar al ejército español. Llamábase este bey Mustafá (algunos dicen Hacén), tenía ochenta años, y era el mismo que había tomado a los españoles la plaza de Orán en el año de 1708. Llamábanle los cristianos Bigotillos, porque tenía grandes bigotes.

El proyecto del duque de Montemar, bien concertado y era muy del caso, pero no pudo efectuarse por no haber llegado la escuadra que debía contribuir al logro de la empresa, a motivo de los vientos contrarios, que duraron por espacio de algunos días; y el marqués de Villadarias se vio obligado a volver al campo; a este mismo tiempo llegó a la corte la orden para que el ejército se restituyese a España. Obedeciendo el mandato, providenció inmediatamente el general a la custodia de Orán, sus fortalezas, y Mazarquivir, dejando en ellas de presidio dieciséis batallones, que formaban un cuerpo de ocho mil hombres, y un regimiento de caballería.

El día primero de agosto se hizo a la vela toda la flota con viento favorable, y en poco tiempo llegó a la costa de España, desembarcándose la tropa en los diferentes puertos de la Monarquía, según su destino. El conde de Montemar llegó el 13 del propio mes a Sevilla, donde la recepción fue correspondiente al tamaño del servicio que acababa de hacer a la Patria, y para manifestarle públicamente cuan satisfechas estaban Sus Majestades Católicas de su conducta, le honraron con el collar del Toisón, igualmente que a don José Patiño, como promotor de esta empresa. Nombróse por gobernador de Orán y sus dependencias al marqués de Santa Cruz, hombre de relevantes prendas y circunstancias, bien conocidas, así en lo militar y político como en las letras.

Poco antes que partiese la flota de Orán, llegó a Ceuta, huyendo de los moros, un cierto Jacobo Vandenbos familiar del duque de Ripperdá, y teniéndole el gobernador por espía, le mandó arrestar; después de haberle examinado, dio cuenta a la corte y en respuesta tuvo la orden para que lo remitiese con una buena escolta a Sevilla, donde llegó el 29 de julio. Allí declaró más de lo que se quería saber (pero esto no impidió se quedase mucho tiempo preso), diciendo que el duque de Ripperdá estaba para marchar con treinta y seis mil hombres y un tren considerable de artillería para formar el sitio de Ceuta, prometiendo al rey de Marruecos o Mequínez, ponerle en posesión de ella dentro de seis meses, y si no que perdería la cabeza. Luego, sin perder tiempo se dieron órdenes al gobernador de Ceuta, para que invigilase más que nunca a la defensa de la plaza, y se declaró a Ripperdá por traidor, despojándole de sus dignidades y título.

Animados los infieles con el regreso de la flota a España, resolvieron tentar alguna vigorosa empresa contra sus enemigos, y a fines de agosto el bey Mustafá (o Bigotillos), el cual, no obstante su edad avanzada, conservaba el mayor vigor, compareció a la frente de doce mil hombres, con intención de sorprender el castillo de San Andrés, persuadido que esta conquista podía facilitarle la recuperación de Orán. En efecto, embistió con gran furia al mencionado castillo, pero su gobernador hizo un fuego tan a tiempo y tan cruel con su artillería, y la guarnición con su fusilería, que obligó al Bey a tomar la fuga con sus bárbaros, dejándose más de dos mil muertos. No pudiendo los moros llevarse los cadáveres ni enterrarlos por el horror y confusión de la huida, hicieron alto a cierta distancia, y levantando bandera blanca, enviaron a un arráez, rogando a los españoles diesen sepultura a sus muertos: lo que ya estaba prevenido por el recelo de que se inficionase el aire.

Cuanto confesó el referido Jacobo Vandenbos en Sevilla, se halló verdadero; pues con efecto, ansioso el rey de Marruecos de la conquista de Ceuta, juntó un ejército de treinta mil hombres, la mayor parte negros, y dio el mando a cierto Alí Den, bajá, su confidente (renegado y apóstata de cierta religión que excusamos nombrar), recomendando la dirección del sitio a Ripperdá, el cual ardía en el deseo de señalar el principio de su valimiento con alguna acción ruidosa. Sabido por el gobernador de Ceuta don Antonio Manso que el ejército enemigo venía acercándose, pensó seriamente a su defensa, y teniendo noticias ciertas por los moros de paz, que la vanguardia de los infieles estaba muy distante del grueso de su tropa, y que no pasaba su número de cinco a seis mil hombres, inclusos setecientos caballos, juntó a la hora misma un Consejo de guerra, en el cual expuso cuanto había sabido de los bárbaros, y que el mejor expediente, a su parecer, era hacer una vigorosa salida para sorprender aquel destacamento, antes que se reforzase con el remanente de su ejército.

Aprobada la proposición del gobernador, se resolvió ejecutar el proyecto al alba del día siguiente, que fue el 17 de octubre, y arreglado el orden del ataque, se estableció en que había de hacerse con cuatro columnas, cada una por su lado, compuestas de doce compañías de granaderos, y de seis piquetes, el todo mandado respectivamente por los coroneles conde de Mahoni, don José Masones, don Juan Pingarrón y don Basilio de Gante, bajo la conducta del brigadier don José Aramburu. El cuerpo que debía formar y ejecutar esta expedición constaba de cinco mil hombres, sin contar quinientos presidiarios, a los cuales el gobernador concedió un perdón general, para animarlos a la empresa. Dispuesto así, salieron los referidos destacamentos al amanecer, y llegaron con tal celeridad al campo enemigo, que los infieles se vieron a un tiempo atacados y batidos, y en tanta confusión que no supieron lo que se hacían. Sin embargo, volviendo sobre sí, y cobrando ánimo en aquel extremo, intentaron defender sus trincheras con la mayor desesperación, perdiendo la vida todos los que no quisieron abandonarlas; porque conforme crecía la resistencia en los moros, se esforzaban los cristianos a conseguir una señalada victoria.

Animados, pues, éstos de tan noble ardor, juzgaron los jefes no se debía contener en los límites del terreno señalado; y mandando siguiesen la derrota, llegaron hasta el Serrallo, paraje distante una legua de Ceuta. El general Alí-Den, que allí se hallaba acampado, salió en camisa de su cama para entregarse a la fuga, y uniéndose con la confusión en que estaba ya su infantería, ésta quedó enteramente deshecha, tomando la una parte el camino de Tetuán, y la otra el de Tánger. Esta gente, toda bisoña y levantada de prisa, sólo pensó, viéndose acometida con tanto valor, en huir, y los menos ágiles, apoderados del terror, se dejaban sacrificar sin defenderse y aun sin moverse. A la verdad, la caballería hizo mayor defensa, pero la pagó con horrenda mortandad, que ejecutó en ella el incesante fuego de la fusilería de los cristianos; y por último siguió a los demás fugitivos, abandonando el campo de batalla. La artillería, que los infieles dejaron, consistía únicamente en dos piezas de bronce de grueso calibre, y de un mortero. Careciéndose de lo necesario para conducirlos a Ceuta, se clavaron, echándolos en un barranco; su campo fue saqueado, sus trincheras quemadas, y se restituyeron los españoles a la plaza, llevándose cuatro banderas, y entre ellas la del bajá. Condujéronse igualmente gran número de esclavos, ricos vestidos, muchas armas, caballos, hermosos arneses y dinero. Según el cálculo que después se hizo, quedaron más de tres mil moros muertos en esta acción, y de los cristianos sólo cuatro oficiales subalternos y catorce soldados, pero fue mayor el número de los heridos, que llegó hasta ciento cincuenta.

Algunos navíos armados protegieron oportunamente el ataque; pues por la parte de la marina, el fuego que hicieron contribuyó mucho a la confusión de los bárbaros. Un coronel dinamarqués, llamado el conde de Wedel, cuya curiosidad llevó a Ceuta, manifestó en aquel día con admiración de todos su espíritu, valor y conducta, y entre los aventureros, el conde de Aranda, a quien el Rey Católico remuneró su valor, confiriéndole el regimiento de Mallorca. Reparóse en una carta de un mercader inglés, establecido en Tetuán (la que se halló en los papeles del bajá Alí Den, que se tomaron), que éste pedía se pagasen las municiones de guerra, suministradas a los moros por sus correspondientes de Inglaterra. ¿Quién puede mirar sin horror una conducta tan reprensible? ¿Cómo, sin atender a que éstos son enemigos comunes de los cristianos, ni a la alianza, que por el tratado de Sevilla concedía tan grandes ventajas a los súbditos de la Gran Bretaña, prestasen éstos fuerzas contra un monarca que acababa de hacerles tantas mercedes? ¿Cuál es el gobierno en el mundo que no reprimiría semejante abuso? Fatalidad, que no sucede sino en los países democráticos, cuyos vasallos, en desprecio de la autoridad soberana, no buscan más que su interés personal.

Casi al mismo tiempo que las tropas del rey de Marruecos habían intentado la sorpresa de Ceuta, las de la regencia de Argel emprendieron la de Orán, pero con éxito igualmente infeliz. El día 11 del propio mes de octubre una partida de argelinos pretendió apoderarse por asalto del castillo de Santa Cruz, adonde había sólo cien hombres de guarnición; un sargento con algunos soldados en un puesto avanzado, quedaron sacrificados a sus manos; pero advertido en Orán el suceso, tendió con oportunidad un cuerpo de quinientos voluntarios, el cual, echándose sobre los infieles, favorecidos del fuego de la artillería de los circunvecinos castillos, logró derrotarlos, con pérdida considerable de su parte. Para precaverse en adelante de semejante sorpresa, mandó el marqués de Santa Cruz, su gobernador, se construyese un trincherón entre este castillo y el de San Gregorio, para conservarla comunicación y que las tropas hiciesen frecuentes salidas sobre los enemigos, con lo que no escarmentados éstos, se consiguió destruir gran número de ellos.

Pocos días antes de esta acción, acaeció otra con motivo de atacar los moros el referido castillo. El caso fue introducir un socorro dentro, bajo el comando del caballero Wogan, que lo logró con valor, pero al retirarse fue herido y le sucedió en el mando el teniente coronel marqués de Turbilli, que no se portó menos, pues aunque se vio acometido de los enemigos con un furor bárbaro y que por una orden mal entendida se puso la tropa en confusión, retirándose parte de ella bajo la artillería del castillo, y la otra al fortín llamado Alberton, sin embargo, el capitán Wiltz, del regimiento de dragones de Belgia, conteniendo a los moros con solos treinta hombres, aunque la mayor parte quedó sacrificada, pudo hacer su retirada en buena orden, finalizando gloriosa la desgracia.

No obstante la resistencia que en todas ocasiones encontraban, parece que su empeño para restaurar esta plaza crecía con la dificultad, y en el gobernador marqués de Santa Cruz motivos para solicitar de Su Majestad nuevos socorros, que se aprontaron con celeridad en Barcelona y otros puertos. Presentáronse el día 3 de noviembre delante de Orán nueve navíos argelinos, uno de setenta cañones, cuatro de cuarenta, hasta cincuenta, y los restantes de treinta hasta treinta y seis. Favorecidos del viento, después de haber bordeado algunos días, entraron todos en el puerto de Orán, no obstante el continuo fuego de las fortalezas; pero con el aviso de que un convoy preparado en Barcelona estaba poco distante, resolvieron hacerse al mar. Con efecto, bien instruidos los moros, o por los ingleses, o por sus piratas, el expresado convoy salió el día 10 de noviembre de las costas de España, y consistía en seis navíos de guerra a cargo del conde de Bene, con diferentes embarcaciones de transporte, al que se unieron dos naves maltesas. La tropa que llevaban era cuatro batallones y ochocientos granaderos, el regimiento de infantería de Aragón, y nueve compañas del de Ultonia. Con viento favorable, en dos días de navegación llegaron con felicidad a Orán, con cuyo arribo quedó reforzada la guarnición de otra tanta gente como la que tenía.

Entretanto que llegaba este tan deseado socorro, los moros estrechaban fuertemente los castillos de Santa Cruz y de San Felipe, a los cuales dieron varios asaltos, pero siempre fueron rechazados, y nunca escarmentados, conociendo que al fin sería preciso rendirlos. El gobernador, que comprendía muy bien el peligro y la bien fundada esperanza de los bárbaros que con un ejército formidable tenían casi cercada la plaza por todos lados, resolvió en fuerza de la urgencia y de las órdenes, que no concedían espera, hacer una salida para castigar su orgullo, a cuyo fin tuvo un gran Consejo de guerra, en el cual propuso ejecutarla inmediatamente, señalándose el día 21 de noviembre.

Después de bien presidiados los castillos y ordenando todo lo necesario para cualquier acontecimiento, dispuso el marqués de Santa Cruz fuese la salida de ocho mil hombres, y que se formase la tropa entre el castillo de San Felipe y el de San Andrés. Antes de ejecutar el ataque, se mandó al brigadier marqués de Valdecañas, que con un destacamento acometiese a los enemigos por la derecha, y al marqués de Tay con otro por la izquierda, con el fin de divertir sus fuerzas. Lo restante de la tropa formó un cuadro, compuesto de seis batallones, dejando otro en medio con cuatro cañones de campaña para acudir donde la necesidad lo pidiera. En esta disposición se marchó al enemigo, el cual empezó a hacer fuego por su derecha; pero viéndose también acometido por la izquierda, desamparó sus trincheras, retirándose hasta tiro de fusil, en cuyo sitio mantuvo algún tiempo el empeño. Los españoles combatieron allí con indecible valor, y también con suerte indecisa, por muchas horas; pero al fin, batidos los mahometanos, abandonaron su puesto, poniéndose en fuga; los cristianos fueron marchando en su alcance tres cuartos de legua, formados en cuadro, haciendo horrorosa carnicería en ellos, y allí se apoderaron de cuatro piezas de cañón.

Habiéndose retirado los moros a una pequeña elevación, teniendo por delante un barranco, destacaron de este sitio su caballería, para contener y cargar a los españoles, mientras su infantería rehecha se disponía a lo mismo, y ambas acometiendo a un tiempo con ímpetu a los cristianos que se hallaban desordenados, con motivo de la precipitada huida del enemigo, se introdujo confusión en ellos, volviendo la espalda sin formación alguna; de cuyo movimiento irregular se prevalieron los infieles, arrojándose con furor sobre los españoles, los cuales hubieran sin duda perecido todos a no haber acudido el gobernador marqués de Santa Cruz, con lo restante de la guarnición (que se mantenía en armas) para desembarazarlos del peligro, como en efecto lo logró; pero fue con el doloroso precio de perder su vida en lo fuerte de la acción, por el honor de las armas católicas y satisfacer la ambición de sus émulos; asimismo pereció en ella el coronel don José Pinel, perdiendo la libertad el marqués de Valdecañas, con otros muchos oficiales de distinción.

Al tiempo de esta batalla aún no estaba desembarcada toda la gente que de España iba de refuerzo, por la contrariedad de los vientos que habían sobrevenido, y haciéndolo en la misma mañana, don Guillermo de Lascy, con cuatrocientos hombres del regimiento de Ultonia, y el primer batallón del de Aragón, con su coronel don Manuel de Sada, teniendo noticia de lo que pasaba en el campo, determinaron pasar al socorro; y desde la orilla del mar, dejando los soldados sus mochilas, se encaminaron al campo de batalla.

Después de legua y media de marcha, y apenas formados, se encontraron con mil y quinientos caballos de los moros, los cuales, queriendo cortar la retirada al ejército cristiano, los cargaron antes que pudiesen juntarse con los suyos, cuya idea, si la hubiesen podido conseguir los infieles, se tenía por sin remedio la perdición de Orán; pero estas tropas nuevamente desembarcadas, inflamadas de un celo verdaderamente heroico, hicieron tres descargas tan a propósito y tan consecutivas, que lograron derrotar al frente de aquel escuadrón, y después, unidos con otros cuerpos, pudieron no sólo detener el ímpetu de los demás bárbaros, sino que los ahuyentaron; rehechos los españoles en este paraje y a poca distancia de donde sucedió el desorden, se volvieron a formar, e hicieron una retirada ordenada, para ocupar las trincheras que los moros habían construido y abandonado contra el castillo de San Felipe. No podemos dar una relación muy circunstanciada de esta batalla, porque nadie ignora el modo de pelear del moro, siempre en continuo movimiento; nunca combate a pie firme ni con orden; sábese que carga con extraordinaria aceleración a su enemigo, que huye de la propia manera y se rehace sin trabajo, con que no se puede juzgar de la ventaja que se tiene sobre ellos, si no por su inacción.

Dos días después del ataque se presentaron otra vez intrépidos delante de Orán, nada al parecer amedrentados de la pérdida que habían padecido en la precedente acción, pero una segunda salida los deshizo enteramente. Intentaron los infieles este nuevo ataque persuadidos a que la muerte del gobernador hubiese disminuido el ánimo de la guarnición de manera que no se atreviese a oponerse a su esfuerzo; mas quedaron aturdidos al verse atacados con tanto valor y no menos furia que antes por el destacamento que salió de la plaza, bajo el mando del coronel conde de Berheaven, el que los puso en la más consternada fuga, y persiguiéndolos hizo una horrenda matanza. A esto se siguió el entrar en su campo, destruyendo sus trabajos, quemando sus barracas y clavando su artillería, que se echó en un barranco delante del castillo de Santa Cruz.

Lograda así la destrucción de esta canalla, la tropa española se retiró triunfante a la plaza.

Es cierto que el Rey Católico consiguió en estas dos salidas infinita gloria, pero fue con la sensible pérdida de muchos valerosos oficiales, y en particular de su general, sin contar ochocientos hombres muertos en el campo de batalla y mayor número de heridos y prisioneros. Perdieron los bárbaros sin comparación mucha más gente, pues se asegura que el número de sus muertos pasase de diez mil, perdiendo a más de esto su artillería y gran parte de sus municiones. Túvose por cierta la voz que se esparció de que el bey Mustafá con dos parientes suyos habían quedado heridos mortalmente; pero la verdad es que desde aquel día abandonaron los moros el sitio de Orán, retirándose detrás de sus montañas, de forma que los españoles pudieron atender con seguridad a reparar las brechas hechas por los infieles en el fuerte de Santa Cruz. Apenas supieron las tropas del rey de Marruecos la victoria que habían conseguido los españoles en Orán, cuando abandonaron también sus tentativas sobre Ceuta, retirándose de las cercanías de ella.

En atención a tantas ventajas como las tropas católicas obtuvieron en África, ordenó el Rey se ejecutase en todas las iglesias de España acciones de gracia, y para significar lo mucho que estimaba al marqués de Santa Cruz, quiso piadosamente remunerar su mérito con beneficios a su Casa. Corrieron voces de que el expresado marqués había quedado esclavo, y Su Majestad mandó inmediatamente se rescatase a costa de su Real Erario; pero habiéndose sabido que su muerte era cierta, la marquesa su mujer, que estaba preñada, salió luego de Orán para Sevilla, en donde logró de la clemencia real una pensión de tres mil escudos, una encomienda para su primogénito, una compañía de caballos para el segundo y otra de infantería para el tercero, con seguridades de que se les tendría presentes en adelante, según fuesen creciendo en edad. Nombróse al teniente general marqués de Villadarias para sustituir al difunto en el gobierno de la plaza de Orán (cuyo empleo había ejercido hasta entonces don Bartolomé Ladrón, como mariscal de campo más antiguo), adonde se enviaron nuevos refuerzos para la conservación de esta conquista.

* * *

La común opinión de los políticos publica que la verdadera y primaria intención de la corte de España en juntar los referidos armamentos de tropas y navíos fuese dirigida contra los reinos de Nápoles y Sicilia, en caso de que no hubiese el Emperador querido condescender a la actual posesión de los ducados de Parma y Plasencia, y a la sucesión eventual del Gran Ducado de Toscana por el infante don Carlos, y que para no dejar inutilizados los gastos de flota tan grande, y en inacción tan competente tropa, se había resuelto enviarla a la conquista de Orán. En fin, sea lo que fuere, para no interrumpir la serie de los sucesos de esta expedición, hemos dejado al real infante, don Carlos en la ciudad de Liorna, de donde se preparaba a principios de este año para pasar a Florencia, pero habiéndole sobrevenido una fiebre ardiente (como ya se ha dicho) el 13 de enero, fue preciso suspender el viaje.

Creíase en Roma que el infante Duque hubiese de ir a esta capital para tomar de mano del Pontífice la investidura de los Estados de Parma y Plasencia; por tanto, queriendo sostener los supuestos derechos a estos Ducados, concertó en una congregación el ceremonial que debía observarse con este príncipe, en caso de que fuese a Roma en calidad de duque de Parma, o bien que le despachase a Su Santidad un embajador, porque siempre se presumía aquella corte de que la protesta de monseñor Oddi haría su efecto y que un príncipe tan católico como el serenísimo infante, había de preferir los intereses de la Santa Sede a los derechos del Imperio; y entre tanto se resolvió enviar a Su Alteza Real una patente en forma de pasaporte, para que libremente pudiese ir a recibir dicha investidura; pero bien instruido el infante de la corte, no usó en manera alguna de tal pasaporte, antes resolviendo pasar a Florencia para verse con el Gran Duque, dirigió su camino por Pisa a dicha ciudad, adonde llegó el día 5 de marzo. Allí fue recibido como el heredero presuntivo del Gran Duque y reconocido y jurado gran príncipe de Toscana por el Senado de Florencia, que manifestó imponderable gozo por el arribo de este príncipe.

Poco después se despachó a la corte imperial el conde de Salviati con título de enviado extraordinario y plenipotenciario del serenísimo infante, para pedir la dispensación de edad al Emperador (pues no tenía la prefijada por las Leyes del Imperio para los Ducados de Parma y Plasencia), revelándose de la tutela, y tomar por sí la administración de estos Estados, como asimismo la investidura en virtud de los empeños contraídos entre Sus Majestades Cesárea y Católica.

Extraordinaria pareció esta demanda, y dio lugar a varias consultas sobre lo que pretendía el conde Salviati. Después de una madura deliberación, el Consejo Imperial respondió al ministro del infante Duque en los términos siguientes: Que Su Alteza Real no podía obtener los diplomas de la dispensa e investiduras sin primero entregar las sumas establecidas por las Leyes del Imperio, debiendo entretanto abstenerse de tomar el título de gran príncipe de Toscana. Con esta resolución del Consejo Áulico, escribió el César una carta a la duquesa Dorotea, viuda de Parma y tutora del infante, prohibiéndola de reconocer a este príncipe en esta cualidad, y poco después otra al Senado de Florencia, mandándole destruir cuanto se había efectuado el 24 de junio, cuando los Estados de Toscana prestaron juramento de fidelidad al expresado infante, reconociéndole por futuro heredero del Gran Duque. La duquesa Dorotea respondió al César en términos generales, diciendo no se apartaría de su obligación siempre que se tratase de obedecer las órdenes de Su Majestad Imperial, pero el Senado de Florencia, para eximirse de cualquier mal suceso, encontró modo de excusarse.

A la vista de este proceder de la corte imperial, y creyendo la de España fuese pretexto para no expedir la dispensación de edad, el desembolso de las cantidades establecidas para semejantes casos, dio orden al referido infante de que sin dilación alguna pasase a Parma a tomar posesión de aquellos Ducados, sin más esperar el diploma imperial: lo que ejecutó Su Alteza Real, saliendo de Florencia para Parma, adonde llegó el 12 de octubre. Después de haber tomado posesión de este Ducado con las acostumbradas formalidades, pasó al de Plasencia, y ejecutó lo mismo en 22 del propio mes.

Resintióse en extremo la corte imperial con el aviso de cuanto había ejecutado el infante en calidad de duque de Parma y Plasencia, en desprecio de los estatutos y decretos imperiales, mirándose como una falta de respeto al Jefe supremo del Imperio, por no haber precedido la dispensación de edad, ni el diploma para la actual investidura. Despacháronse incontinente nuevas órdenes a los Estados de aquellos Ducados, como feudos imperiales, y al Senado de Florencia, prohibiendo absolutamente que al infante no se le diese el título de gran príncipe de Toscana. Este proceder de los imperiales daba a conocer bastantemente que el César no podía disimular los armamentos de España, y que su temor, fundado o no (es lo que no podemos asegurar), era que no se hicieron sólo contra la África, para la conquista de Orán y defensa de Ceuta, sino también contra los Estados de Su Majestad Cesárea en Italia, por lo mismo se había dilatado responder a la petición del conde de Salviati, hasta saber de positivo hacia dónde se dirigían los armamentos de España. A la verdad, este príncipe no estaba entonces desprevenido, y mano a mano con esta Corona, podía en la ocasión presente frustrarla su empeño, cuya resulta no hubiera sido favorable para el serenísimo infante don Carlos, mayormente no teniendo que temer del turco, con quien acababa de renovar el tratado de Passarowitz por otros veinte años.

Resuelto, pues, el César a vengarse del ultraje que pretendía se había hecho a su dignidad, mandó reclutar sus tropas, y que antes de febrero del año siguiente todos los regimientos de infantería fuesen compuestos de dos mil quinientos hombres, dio igualmente otras disposiciones que indicaban un próximo rompimiento, aunque no era verisímil llevase las cosas a extremo, por no atraerse contra sí a las principales potencias de la Europa, siendo agresor, mas sí sólo se revocase lo ejecutado en Toscana y Parma con el infante, y a esto se dirigía todo su enojo.

El duque de Liria, embajador de España, y el señor Robinson, ministro de Inglaterra, hicieron con este motivo fuertes representaciones al Emperador, a fin de que condescendiese con las instancias de aquella corte, y aprobase la posesión tomada de los Estados de Parma y Plasencia por el infante duque. En las conferencias que tuvo el ministro inglés con los de la corte imperial, propuso varios medios para componer estas diferencias y obviar los disturbios que podían seguirse de la resolución del César, pero no había apariencia de que mudase este príncipe de dictamen, si la muerte improvisa de Augusto Segundo, rey de Polonia, acaecida en los principios del año de 1733, como se dirá en su lugar, no le hubiera obligado a ello; por tanto, mandó se suspendiese la marcha de diez mil hombres, que debían pasar a Italia. El Rey británico interpuso sus buenos oficios, y por ellos se consiguió la dispensa y diploma de la investidura, porque los negocios de Polonia llamaban a mayor atención y se tuvo a bien de sacrificar lo menos para conservar lo más, aunque no se logró el fin; pues la sobrada tardanza en satisfacer al Rey Católico, dio motivo para que este príncipe uniese sus fuerzas con las de los enemigos del Emperador y vengase a su turno la mala fe que se atribuía al César, quitándole una preciosa parte de sus vastos dominios, como se dirá en adelante.

Antes de terminar este tomo, no debemos pasar en silencio la muerte del rey Víctor Amadeo, acaecida por noviembre de este año. Después de haber este príncipe contrarrestado el poder del Emperador y de la Francia, y engrandecido sus Estados a costa de uno y otro, y hecho reconocerse Rey en toda la Europa, acabó sus días en una prisión. Ya se expuso en la página 463 y siguientes el modo y el motivo por qué renunció la Corona de Cerdeña a favor de su hijo Carlos Manuel; pero apenas pasado un mes, después de su abdicación, cuando arrepentido -dícese- se manifestó inquieto, pensativo, y en una continua agitación, que nada era capaz de distraerle. Bien conocía la condesa de San Sebastián, su mujer, la causa de esta mutación; y la inquietud de su esposo, lisonjeando su ambición con la esperanza de subir al Trono, que había cedido al príncipe del Piamonte su hijo, se proponía inclinarle a volver a él, cuando Víctor Amadeo la previno sobre el asunto. Sabido por este príncipe que ya convenidos el Emperador y la España por los buenos oficios de la Gran Bretaña, tocante al litigio de las sucesiones y de la introducción del infante don Carlos en Italia, no tenía que temer del resentimiento de estas dos potencias, si hubiese permanecido en el Trono, tomó la firme resolución de volver a empuñar el cetro, y se lo participó a la condesa, tomando de acuerdo ciertas medidas para no malograr el intento, pero siendo éstas infructuosas, se valió de otro ardid.

Fiada esta ambiciosa mujer del crédito en que estaba su familia en la corte del rey Carlos Manuel, a quien Víctor Amadeo la había recomendado, participó a toda ella, con el mayor sigilo, los designios de su real esposo, sin disimular las ventajas que la resultarían si volviese a la Corona. Algunos prestaron gratos oídos, prometiendo servirla; pero otros, prefiriendo su obligación a sus promesas, entregaron las cartas al soberano. Víctor Amadeo, igualmente, hacía cuenta de tener muchos parciales, a cuyo fin escribió a diversos grandes de la corte para sondear sus intenciones, mas tuvo el sentimiento de no encontrar sino a fieles vasallos. No perdiendo ánimo, puso toda su confianza en la tropa; sabía que estaba estimado de ella y que los principales oficiales le debían su fortuna, y, por consiguiente, concurrirían tanto mejor a sus designios. Sus tentativas fueron también inútiles, y las cartas presentadas al rey Carlos Manuel.

Sentido este Monarca del estado en que veía a su padre y que el dolor de haber renunciado una Corona (a que nadie le había obligado) le inclinase así a perturbar todo el Estado, se resolvió, para calmar el espíritu de este príncipe, a tener una entrevista con él, para la cual partió con la Reina su esposa para Chambery; pero en lugar de sosegar el ánimo de este príncipe, no experimentó de su parte sino asperezas, y fue insensible a todas las respetuosas sumisiones de su hijo, a quien habló siempre como Rey. En fin, no pudiendo este Monarca conseguir cosa alguna con el Rey su padre, le dejó para pasar al cuarto de la condesa de San Sebastián, con la cual tuvo una dilatada conversación. Exhortó a esta señora a que disipase la inquietud de su padre, persuadiéndole no se metiese ya en los negocios de Estado, ofreciéndola por este servicio grandes ventajas, así para ella como para su hijo (habido en su primer matrimonio), y aun para sus hermanos; después, saliendo de su cuarto, la dijo: Mi padre me hizo Rey; por tanto, quiero reinar; todo lo podéis sobre su espíritu; haced que se sosiegue; si no está gustoso en esta ciudad, puede escoger el paraje que gustare en mis Estados.

Preténdese que esta señora prometió al rey Carlos Manuel cuanto la pidió, pero no mantuvo su palabra. Lisonjeada con el halago de una corona, puso todo su conato para conseguirla, aumentando el sentimiento e inquietud de Víctor Manuel. Apenas había salido el rey Carlos de Chambery, cuando dijo a los que se hallaban presentes: Quiero reinar, y en breve se me verá con la diadema en la cabeza. Para estar más a mano de efectuar su proyecto, le pareció deber acercarse a Turín, y con pretexto de que el aire de Chambery era nocivo a su salud, escribió a su hijo, suplicándole tuviese a bien fuese a vivir en Montcallier, palacio poco distante de la corte.

No bien había llegado el rey Carlos a Turín, cuando recibió la carta de su padre, y estando para responderle, supo que este príncipe, con la condesa de San Sebastián, habían arribado ya a Montcallier. Conocidas las disposiciones del padre por el hijo, éste juzgó era muy conveniente se mantuviese en las cercanías de su capital, porque con esto le era fácil hacerle observar; pero las ideas de Víctor Amadeo eran bien diferentes. Lisonjeábase que la proximidad de Turín le facilitaría los medios de hacerse propicia la guarnición de esta capital y conciliarse al gobernador mediante las prácticas que meditaba. Haciendo los mayores esfuerzos para salir con su intento, no disimulaba ya querer absolutamente quitar la Corona a su hijo, el cual, bien informado de esta verdad, mandó se juntasen todos los consejeros de Estado y los grandes del Reino, y consultados sobre la urgencia del peligro, concluyeron unánimes se debía arrestar, como también a la condesa su esposa.

Lo cierto es que ya era tiempo de tomar esta resolución. El rey Víctor Amadeo había mandado al marqués del Borgo viniese a Montcallier, donde le pidió su acto de abdicación, dándole doce horas de término para traérselo, y entre tanto se presentó delante de la ciudadela de Turín, para entrar en ella y animar a la guarnición, a fin de que le ayudase en su empresa. Por otra parte, temíase llamase en su socorro a los extranjeros, en cuyo caso se hubiera originado una guerra civil en el Reino.

No obstante todo lo expuesto, el rey Carlos no podía determinarse a seguir el dictamen de su Consejo, y no sin hacerse la mayor violencia, firmó trémulo el decreto para su arresto. En consecuencia, dióse orden al teniente general conde de la Perusa, que con un destacamento de tres mil hombres pasase a Montcallier y prendiese a este príncipe y lo condujese a Rívoli, y a la condesa su esposa a la fortaleza de Cevi, de donde después de la muerte de este príncipe fue transferida a un convento.

¿Quién reconocerá en este corto dibujo al rey Víctor, príncipe cuya política superó tantos trabajos a que la variedad de sus tratados le precipitaron, unas veces haciendo la guerra al Emperador y otras a sus propios hijos? A la verdad, su abdicación no estaba sin ejemplo. Muchos emperadores romanos han renunciado el Imperio, y sin retroceder tanto, se ha visto a Carlos V cederle a su hermano Fernando, y la Monarquía española a Felipe Segundo su hijo, aunque no tardó a arrepentirse. Uno de los cortesanos habiéndole dado la enhorabuena al año de haber abdicado sus Coronas y deseándole larga vida, le respondió que positivamente un año había que se arrepentía de ello, llevado sin duda del celo que le asistía, previendo la guerra de su hijo contra la Santa Sede, en el pontificado de Paulo IV, y es así que el mismo día que renunció la Corona, después de un bien estudiado discurso dirigido a la asamblea que concurrió para reconocer y besar la mano al nuevo rey Felipe, se retiró a su estancia, seguido de algunos de sus validos: pero éstos, deseando ver tan ostentosa función, le dejaron en su cuarto, volviéndose al de Felipe, y este gran Monarca, arrimándose a la chimenea y con el pie atizando la lumbre, rodó un leño que estaba en el fuego, y mandando ponerlo en su lugar, se admiró de no encontrar a nadie y verse tan de repente abandonado de todos; incidente que le dio motivo para muchas reflexiones.

En nuestros días hemos visto a Felipe V ceder la misma Monarquía a don Luis su hijo, pero no se ha visto que estos príncipes obrasen con iguales motivos que se atribuyen al rey Víctor Amadeo. De cualquier lado que se mire su conducta, parece no supo servirse de su política y haberse apartado de las reglas de la prudencia. ¿No podía casarse de secreto con la condesa de San Sebastián? Entonces evitaba el baldón de una alianza desproporcionada, de que podía, sin embargo, hallar bastantes ejemplos en la historia, y hubiera conciliado la virtud de la condesa, su propia conveniencia y la honra de la dignidad real.

En cuanto a sus lilas, primero con el César y después con España, ¿por qué no dejó obrar al tiempo? No era la primera vez que se vio en el embarazo de un duplicado empeño y salir con ventaja; el suceso hizo ver que aún podía lisonjearse de igual felicidad, por el modo con que se dirigieron los negocios. ¿Adónde estaba aquella firmeza que siempre manifestó en los mayores peligros? Viósele muy sosegado en las cercanías del Real Sitio de la Veneria, mientras los franceses, en el año de 1706, dueños de todos sus Estados, sitiaban a su capital. Entonces estaba expuesto al resentimiento de Luis XIV, que quería vengarse de su mala fe. ¿El Emperador y la España eran tanto de temer que no hubiese podido preservarse de su venganza? Por otra parte, conservándose en uno u otro partido, aquel a cuyo favor se hubiera declarado le habría sin duda sostenido. No obstante su precipitación, no hubo quien no se lastimase de este príncipe, y su sentimiento era muy natural.

Todos no piensan como Felipe V. Este príncipe, a motivo de piedad y devoción, había abandonado su Trono para vivir retirado del mundo, prefiriendo la tranquilidad al fausto y bullicio de la corte. Débese también añadir que no volvió a él sino por la muerte del rey don Luis, y lo dio a conocer bastantemente con el deseo que conservó algunos años de renunciar segunda vez.

No sería justo abusar por más tiempo de la paciencia del lector con tantas reflexiones sobre un hecho que no tiene conexión con lo que me he propuesto en esta obra, pero son materias que, aunque extrañas a ella, arrebatan tan naturalmente la pluma a un escritor que, cuando llega a engolfarse en ellas, no le queda acción para suspender la anatomía sin desmenuzarla, una vez principiada. Espero me perdone esta digresión.




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Año de 1733

Aunque gozaba la Europa de una paz general desde la de Utrecht, si se exceptúan algunas disensiones sobrevenidas con España, motivadas de su unión con el César y de la colocación del serenísimo infante don Carlos en Italia; sin embargo, la corte de Viena, por las disposiciones que daba en toda la extensión de los Estados hereditarios de la Casa de Austria, manifestó al principio de este año estar en vísperas de una guerra universal. Recelábase Su Majestad Imperial de la estrecha amistad de los electores de Sajonia, Baviera y Palatino, que se habían resistido, constantes, a concurrir en los designios de la archiducal Casa, haciéndose garantes de la Pragmática-Sanción, y no menos de los grandes preparativos de guerra del primero, cuyas ideas no era posible penetrar; pero nadie parece concibió más celos que la república de Polonia, la cual esperaba en Varsovia el arribo de su Rey para celebrar una Dieta extraordinaria, y temerosos muchos de sus magnates de ser vulnerados algunos de sus privilegios a instancia suya, y aun del mismo primado, mandó el Emperador formar un campo de observación en la Silesia, y aun se descubrió a formar otro en el Rhin, con ocasión de los aprestos militares de la Francia, bien que no había por donde juzgar intentase esta Corona cosa alguna contra el Imperio; a lomenos no se había penetrado la causa, y lo que se tuvo por accidental se halló cautela.

Vigilante y activo el Ministerio francés más que ninguno otro de la Europa en todo lo que a su patria puede resultar ventaja, y cavilando con incesante aplicación sobre las vicisitudes del mundo, había sabido por el célebre cirujano monsieur Petit, a quien el rey de Polonia había llamado el año antecedente para curarle de una enfermedad peligrosa (que cada día iba empeorando), de que este príncipe no podía vivir mucho tiempo, pues aunque quedó restablecido de su dolencia, le había propuesto el cirujano un régimen de vida harto penoso, por lo que sus preceptos fueron desatendidos, y el Monarca recayó en el accidente que le privó de la vida. Así acertó el famoso discípulo de Esculapio con el vaticinio. El aviso que dio éste al Ministerio acerca de la salud de Augusto XI no fue despreciado, y proporcionándole coyuntura favorable para hacer revivir las pretensiones del rey Estanislao, se dirigieron sobre este plan las medidas que se tomaron en Francia para no malograrlas. En consecuencia, el marqués de Monti, embajador de esta potencia, tuvo orden de cautivarse la benevolencia de los principales magnates del reino de Polonia (entre tanto que sucedía la feliz revolución que debía colocar sobre el Trono al suegro del Rey Cristianísimo) y cultivar la amistad del primado sin escasear las promesas, y otras cosas, para lograr el fin. Diéronse, asimismo, órdenes para formar varios acampamentos en Flandes, Mosela y Alsacia, con el presupuesto de ejercitar la tropa; pero, interiormente, para que estuviese pronta a cualquiera ocurrencia.

Tratóse igualmente de renovar las antiguas alianzas con las potencias extranjeras, y la buena armonía que reinaba con la España desde el tratado de Sevilla iba echando cada día más profundas raíces; pero ¿quién hubiera discurrido que todo esto se dirigía a la elección de Polonia, que toda la prudencia humana no podía prever? Sólo la Francia, atenta a los futuros acontecimientos, pudo prevenir a sus enemigos, así como Luis XIV, en la paz de Riswick (el año de 1697) los alucinó con el tratado de repartición de la monarquía española, a fin de conservarla indemne para su nieto Felipe V; nadie ignora que la expresada paz desarmó a todas las potencias de la Europa, cuando la Francia, al contrario, por sus ideas particulares, mantuvo íntegras las considerables fuerzas que tenía en pie. Lo propio sucedió por la paz de Viena, en el de 1731; ella no alteró en manera alguna las sabias medidas del duque de Borbón el año de 1726, para mantener siempre pronto un cuerpo formidable de milicias, antes bien se aumentó, con que de esta prudente circunspección se puede decir que el golpe fatal que nos hizo pasar tan de repente de la calma más tranquila que gozaba la Europa a una guerra que parecía desolarla, se debe únicamente a las recónditas máximas de la política francesa.

Estas daban bastante inquietud al César, y mucho más la toma de posesión del serenísimo infante don Carlos de los Estados de Parma y Plasencia, como también de que el Senado de Florencia le hubiese reconocido por gran príncipe de Toscana y jurado en esta cualidad, el día de San Juan Bautista del año antecedente, sin haber precedido el diploma imperial para este efecto. No podía aquel Monarca persuadirse sino que todo esto se dirigía a turbar la quietud de Italia, mas las formidables fuerzas de España, que acababan de sujetar a su dominio la importante plaza de Orán, le obligaron a disimular, hasta verse en estado de reprimir la injuria que pretendía haber recibido.

No ignoraba este príncipe las justas pretensiones del Rey Católico a los reinos de Nápoles y Sicilia, y que no se había podido conseguir renunciase sus derechos a ellos sin manifestar una indecible repugnancia; temía, pues, que las intenciones de la corte de España fuesen para quitárselos, buscando pretextos para hacerle la guerra. Es verdad que el Emperador contaba sobre la garantía de aquellos reinos por el Rey británico estipulada en el tratado de Viena del año de 1731, pero ella no impidió a que Su Majestad Cesárea diese órdenes positivas para aumentar sus tropas, completar las que estaban de guarnición en Italia y nombrar diez mil hombres a fin de que sin dilación pasasen a este país, amenazando al infante de echarle de sus Estados, y castigar al Senado de Florencia por su condescendencia a este príncipe, que se abrogaba un título que no podía tomar sin el consentimiento del Imperio.

Igualmente garante el rey de la Gran Bretaña de los Estados de Parma y Plasencia, por su alianza y unión con España en el tratado de Sevilla, y recelándose de que el Emperador pasase de las amenazas a la ejecución, y con este motivo lo empeñase en una nueva guerra, trabajó con calor para aplacar el enojo de la corte cesárea, ya que las instancias del señor Keene, ministro británico en la de Sevilla, no habían producido efecto sobre el ánimo de Sus Majestades Católicas acerca de los rescriptos imperiales al Senado de Florencia, que decía este príncipe ser injuriosos a la dignidad del serenísimo infante su hijo.

Dispuso, pues, el rey Jorge un nuevo proyecto de ajuste, que su ministro en Viena, el señor Robinson, presentó al César el 18 de enero en una Memoria, y decía que el expediente propuesto por Su Majestad Británica era que la España hubiese de consentir a que el infante duque de Parma pidiese al Emperador el título de gran príncipe de Toscana, pareciéndole que este paso sería suficiente para hacer cesar la división que con este motivo reinaba entre los dos monarcas. Que Su Majestad Británica no dudaba estuviese el César en la misma disposición que ella de conservar en cuanto fuese posible la pública tranquilidad y prevenir los funestos efectos de la guerra; que, en consecuencia, el Rey su amo había instruido ya a su ministro en la corte de Sevilla de representarla del modo más eficaz la necesidad que había en que Sus Majestades Católicas permitiesen al señor infante su hijo se dirigiese al Emperador para obtener este título.

El objeto de la dificultad estribaba en este punto, y no podía menos de serle grato al César el expediente que proponía el Rey británico con tal que la requisición se hiciese en la forma debida y no se perjudicasen los derechos supremos de Su Majestad Imperial y del Imperio; pero exigía este Monarca el que la corte de España hubiese de arreglarse a lo que se había estipulado solemnemente y tantas veces en los tratados y otros actos auténticos; es, a saber, que como en las notas hechas por lo tocante a la Convención de Florencia (año de 31, y comunicadas al duque de Liria), ya se había dado a conocer que el título de Grande Duquesa podía concederse a la Electriz viuda palatina, hermana de Gran Duque, mediante el diploma imperial, y se requiriese debidamente al César; pero que esta princesa no podía obtenerle por otra vía alguna, del propio modo no repugna Su Majestad imperial en admitir igual expediente acerca del infante don Carlos; antes bien, está pronto en concederle dicho título luego que se haga la debida requisición, y para facilitar o allanar cualesquier obstáculos que pudieran originarse, se juntó a la respuesta de la Memoria presentada por el ministro británico un formulario de la requisición que deberá presentarse, y en la cual se ha procurado, decía la corte imperial, atender en cuanto era posible a la delicadeza de la España, sin derogar a la autoridad cesárea, ni a la cualidad de vasallo de que el señor infante no puede despojarse sin perder todo derecho sobre los Estados que unánimemente se ha convenido de mirar en adelante pro indubitatis Sacri Romani Imperii foeudis masculinis.

Concluía el Emperador en esta misma respuesta al Rey británico, que reposaba sobre la fidelidad de este príncipe en cumplir con imparcialidad sus empeños acerca de cada uno de sus aliados; que esperaba tendrían las garantías, tantas veces reiteradas en su nombre, pleno y entero efecto, y que sobre todo se lisonjeaba emplearía, de acuerdo con Su Majestad Imperial, los medios más eficaces para que el negocio de la investidura no se dilatase más.

Mientras se trabajaba con tanta atención en terminar todas estas diferencias, sobrevinieron nuevos motivos de quejas, que el embajador de España, conde de Montijo, tuvo orden de participar al rey de la Gran Bretaña en una Memoria, cuyo contenido era la ofensa hecha a la soberanía del Gran Duque, por el modo con que se pretendía obligar al Senado de Florencia a recibir los rescriptos dimanados de poco tiempo a esta parte de la corte de Viena; el procedimiento de esta misma corte, en que apropiaba al Estado de Milán ciertos derechos y territorios en las orillas del Po, de que gozaba el difunto duque Francisco de Parma, al tiempo de la Cuádruple Alianza, como también el haberse prohibido por el gobierno de Milán el juramento de fidelidad al serenísimo infante, que le debían todos aquellos que poseían feudos en sus Estados; finalmente, la declaración hecha con instrumentos públicos, de que la isla de Ponza pertenece y es de la soberanía y dominio de Su Majestad Imperial, no obstante los derechos expuestos por los tutores del serenísimo infante don Carlos, y la posesión que había gozado el difunto duque Francisco de esta isla. Concluyó esta Memoria el conde de Montijo reclamando la garantía de Su Majestad Británica.

Admirado este príncipe de los nuevos estorbos que hacían infructuosas sus solicitudes desde tanto tiempo, mandó al duque de Newcastle, secretario de Estado, asegurase al ministro de España de su resolución invariable en satisfacer con la mayor fidelidad a sus empeños contraídos con Sus Majestades Católicas; pero que hubiera deseado que los diversos hechos, títulos y pretensiones de que hacía mención en su Memoria, fuesen más circunstanciados, para poder juzgar hasta qué grado estaban perjudicados los tratados en virtud de los cuales reclama la garantía del Rey británico, a fin de que Su Majestad pudiese obrar en consecuencia; que en cuanto al modo con que se pretendió recibiese el Senado de Florencia los rescriptos de la corte de Viena, el Rey no estaba en manera alguna informado de las circunstancias que ocurrieron entonces; pero Su Majestad se persuade que los derechos del señor infante, que con tanta claridad están expresados en los tratados, no padecerán el menor perjuicio por este incidente. «Advierte también Su Majestad, le dijo el duque de Newcastle al conde de Montijo, que aunque las quejas que Vuestra Excelencia da del proceder de la corte de Viena acerca del Gran Duque, se dirigen principalmente a este príncipe; sin embargo Su Alteza no ha recurrido aún en este negocio al Rey, y Su Majestad ignora que el Gran Duque haga instancia alguna en la corte imperial sobre este asunto, lo que al parecer sería preciso en un caso en que dicho príncipe podría alegar se han violado sus derechos y soberanía. No obstante, prosiguió el duque de Newcastle, deseando siempre el Rey manifestar su atención particular en todo lo que puede interesar a Sus Majestades Católicas y a su Real Familia, expedirá inmediatamente órdenes a su ministro en Viena, a fin de que sepa con individualidad cada una de las circunstancias que pueden tener conexión con ellas, y si se halla algo en contrario de los tratados de que Su Majestad es garante, hará sus instancias del modo más eficaz, para que todo quede reglado según los tratados, de tal suerte que Sus Majestades Católicas queden satisfechas.»

«Por lo que toca a los derechos y territorios en la orilla del Po, como a la soberanía de la isla de Ponza, Vuestra Excelencia convendrá sin dificultad que hasta que el Rey esté más ampliamente instruido no puede dar otra respuesta por ahora, sino que Su Majestad se hará informar también en la corte de Viena de lo que se ha hecho sobre estos artículos, qué fundamento se tiene, e igualmente si se contravino a los tratados. Entonces el ministro del Rey empleará todos sus cuidados para que nada se haga tampoco en perjuicio de los derechos adquiridos al serenísimo infante por la Cuádruple Alianza.»

El rey de la Gran Bretaña no perdió el instante de solicitar las instrucciones necesarias de la corte de Viena sobre todo lo referido, para satisfacer a la de España, a fin de cortar con el tiempo el enlace de negociaciones que preveía este príncipe había de acarrear la lentitud con que el Ministerio imperial procede por lo regular en sus deliberaciones, y de que resultaría infaliblemente un rompimiento abierto; pero la réplica de Su Majestad Imperial, respondiendo con una refutación en forma a los cargos que se la hacían, en lugar de moderar las quejas de los Reyes Católicos los exasperaron más, pues pretendió aquel Monarca que el rey de España no tenía fundamento alguno para atribuirle la inejecución de los tratados, sobre los cuales reclamaba la garantía de Su Majestad Británica, y esto expuso en una Memoria que se entregó al señor Robinson, para remitirla a la corte de Londres. Lo importante de esta pieza nos obliga a comunicarla a nuestros lectores, porque fue el objeto de las dificultades que no se pudieron vencer y, finalmente, causó la guerra entre las dos Coronas.

Decíase en ella que no era menester entrar en un preámbulo muy dilatado acerca de los bienes que antes pertenecían a la Casa Farnesio en el reino de Nápoles, porque, por parte del Emperador ni de sus ministros, no había habido contravención ni denegación de justicia, supuesto que no se trata por lo respectivo al reino de Nápoles de ejecutar el tratado de la Cuádruple Alianza en lo que mira al feudo imperial, pero sí en lo que toca a la sucesión del infante don Carlos a los bienes de la Casa Farnesio.

El susodicho tratado y, por consiguiente, las investiduras eventuales expedidas por las chancillerías del Imperio, no hacen mención más que de los ducados de Parma y Plasencia, no habiéndose estipulado cosa alguna acerca del feudo de los bienes situados en el reino de Nápoles, que no se podían mudar de naturaleza contra las leyes fundamentales del reino, y que la Casa Farnesio jamás poseyó sino sobre el pie reglado por dichas leyes y no en cualidad de feudos o bienes relevantes del Sacro Imperio, sí sólo de la Corona de Nápoles. No teniendo el Imperio jurisdicción ni derecho de soberanía sobre los bienes y feudos de la Casa Farnesio situados en el expresado reino, no podía pensar en conceder la investidura de ella al infante Duque, y, por consiguiente, es constante y evidente que las palabras de la investidura mencionadas por el conde de Montijo: eundem principem Carolum de praedictis Hetruriae, Parmae Plasentiaeque Ducatibus seu Statibus, omnibusque ipsis competentibus juribus et pertinentiis ab horum Ducatuum dominiis tempore praefati foederis Londini subscripti realiter possesis investimus no conciernen sino a los ducados de Parma, Plasencia y Toscana y los feudos imperiales a ellos pertenecientes. Con que es contra toda razón el pretender que bajo la generalidad de las palabras submencionadas de la investidura imperial, deban ser comprendidos en ellas los feudos del reino de Nápoles.

Por lo que toca a la isla de Ponza, en este reino, y hacer evidente el hecho, se ha de saber que dicha isla, antes del año de 1587 estaba despoblada, y que la Casa Farnesio (Alejandro Farnesio), que la poseía, como tierra dependiente al reino de Nápoles, solicitó al rey Felipe II, por medio del virrey de Nápoles y de su ministro en Roma, se concediese la erección en condado a la referida Casa Farnesio de dicha isla de Ponza, con facultad de poder poblarla y gozar de las demás prerrogativas acostumbradas acerca de los feudos del reino de Nápoles, súplica que fue atendida por el expresado rey católico Felipe II, con despacho de 15 de septiembre de 1588, bajo de las condiciones de los otros feudos napolitanos. Es de advertir también que por causa de su situación, como en consideración a la pobreza de los habitantes de la isla, el Gobierno de Nápoles no exigió las contribuciones con mucha regularidad; pero no por esto consintió fuesen exentos de ellas por ningún título. La misma razón obligó varias veces al propio Gobierno de presidiarla, con motivo de la guerra o de los piratas, no obstante la incomodidad que en ella padecían las tropas; y acaso por tanta complacencia y por el modo con que se percibieron los impuestos, discurrió la Casa Farnesio pretender a la soberanía imaginaria de la mencionada isla, y empeñar a la Francia, al tiempo de la conclusión del tratado de Riswick, solicitase del rey católico Carlos II hiciese retirar sus tropas de ella. La condescendencia de España en esta ocasión por el Cristianísimo hace todo el fundamento del derecho en la Memoria del duque de Liria, expresado en la del conde de Montijo, sin hacer reflexión que el artículo XXXII de la paz de Riswick, alegado por este ministro, denota claramente la complacencia del monarca de España por los buenos oficios de Su Majestad Cristianísima a favor del duque de Parma, quien no adquiría por esto derecho alguno, no habiéndose obligado la corte Católica a no presidiarla cuando fuese menester.

Con efecto se han enviado desde entonces tropas a la isla de Ponza, según lo requirió la urgencia, y el Gobierno de Nápoles ejerció siempre, por parte de Su Majestad, los actos de alta jurisdicción y soberanía como lo ha ejecutado en todos tiempos, antes y después de la erección de la isla en feudo y condado, que se tomó por época, lo que prueba el incontrastable derecho de soberanía del rey de Nápoles, sin que sea necesario producir una multitud de otros hechos antes y después de dicha concesión, concluyendo todos sobre la soberanía jamás abdicada ni interrumpida de los reyes de Nápoles.

Síguese de todo lo referido, que las quejas del conde de Montijo están destituidas de fundamento, y que las investiduras eventuales concedidas al infante don Carlos no tocan en manera alguna a los bienes de la Casa Farnesio, dependientes del reino de Nápoles, ya sean feudos, rentas, bienes alodiales o cualquiera otra cosa que pueda ser, debiendo recibir la posesión de manos del Rey o de su Gobierno, según las leyes fundamentales y costumbres del reino. Añadiendo que el señor infante no puede pretender dicha posesión, sin primero y ante todas cosas, la formal cesión de la Reina Católica, su madre, heredera de los bienes mencionados.

En cuanto al derecho disputado en la orilla del Po, el duque de Parma y el marqués Rangoni, su súbdito, ocupan al otro lado de este río algunas tierras y territorios de la dependencia de Cremona. Sobre la ribera opuesta pensó este príncipe en establecer el año de 1722 un impuesto que llaman derecho del Palo, y la parte en que se pretendió establecer dicho derecho es, sin contradicción alguna, de la jurisdicción de Cremona, y, por consiguiente, del Estado de Milán, y aun cuando la adquisición por el Duque y por el marqués Rangoni fuese legítima -de que hay sobrados motivos para dudarlo, según los informes hechos en el propio paraje-, nadie puede disputar que el dominio y soberanía perteneciendo a Su Majestad, como una tierra o suelo que hace parte del Estado de Milán, que es una manifiesta usurpación el pretendido establecimiento del susodicho impuesto, al cual se quiso sujetar las embarcaciones de los vasallos del Emperador. No obstante, este Monarca no omitió cosa alguna valiéndose de la vía de dulzura, para inclinar al difunto Duque a que desistiese de semejante empresa, que dio ocasión a algunos desórdenes, por los cuales se le ofreció nombrar de una y otra parte comisarios para tratar y decidir esta contienda; pero el Duque se excusó pretextando el tratado de Londres de 1718, como si este tratado podía autorizarle a una posesión injusta o variar el título de ella, estableciendo nuevos derechos en los Estados de Su Majestad Imperial.

Finalmente, por lo que mira al Gobierno de Milán, del cual se pretende había prohibido a los súbditos de este Estado que tienen feudos en los de Parma y Plasencia hiciesen juramento de fidelidad al serenísimo infante, el César ignora que esta prohibición por parte del gobernador de Milán exista ni haya existido, supuesto que, según informe del mismo gobernador, ya se había hecho este juramento, y que si algunos no lo habían aún ejecutado, daría Su Majestad Imperial órdenes convenientes para que se hiciese sin dilación. Bien entendido que el formulario del juramento fuese el mismo que el que se acostumbraba hacer a los predecesores del serenísimo infante duque de Parma y Plasencia, debiéndose notar que dicho juramento no lo es de fidelidad, más sí sólo de vasallaje.

El rey de la Gran Bretaña no se cansó de tantas dificultades que a cada paso se presentaban, y encargó a sus ministros de buscar todos los medios posibles para evitar un rompimiento entre el Emperador y la España, que había lugar de temer, cuando acaeció la muerte de Augusto II, rey de Polonia y elector de Sajonia. Este fatal e improviso suceso hizo aumentar los cuidados del Rey británico a fin de prevenir las turbulencias de que la Europa estaba amenazada. Conocía muy bien este juicioso príncipe que las solicitudes de la Francia no influirían poco en los negocios de Polonia a favor del rey Estanislao, su suegro. Tampoco ignoraba que el Emperador jamás consentiría en tener por vecino a un príncipe tan estrechamente unido con el Rey Cristianísimo; por tanto renovó sus desvelos, que fueron inútiles, pues aunque se prolongó la negociación entablada con el César hasta el mes de setiembre, el ánimo de Su Majestad Católica estaba demasiado resentido para dejar de tomar plena satisfacción de los ultrajes que había recibido el príncipe su hijo; y propicia la ocasión, se rompió toda negociación con la corte imperial, como se verá en su lugar.

* * *

Apenas murió el rey Augusto (en 20 de enero), cuando se vio arder la Polonia en batidos, que vaticinaban adversas consecuencias por esta República, pues el espíritu de parcialidad se hizo luego notar en los principales de sus magnates. El regente o primado, aunque venerable por su edad y prendas particulares, la manifestó algo demasiado viva por el rey Estanislao. Es verdad que ella era muy natural en él, respecto de que ya había probado la dulzura de su gobierno, y que siendo de una de las primeras familias de Polonia, esperaba no tendría otros intereses que los de la República. El nuevo elector de Sajonia, hijo del difunto Rey, no dejó también de tener sus parciales, pero muy limitado su poder para hacer valer su pretensión.

Entre tanto se fomentaba la desunión para después dar el mayor estallido, se dispusieron algunos reglamentos, que a haberlos observado los polacos y ser más firmes en sus empeños, no hubiera llegado el caso de tanta discordia entre ellos; pero mientras se tenían las Dietinas, toda la Europa sabe las considerables remesas que se hicieron en oro de Amsterdam a Dantzik. El marqués Monti, embajador de Francia, se dio indecibles movimientos para aumentar el partido del suegro del Rey su amo, en que no le ayudó poco el primado, quien había conservado siempre una verdadera estimación por el rey Estanislao, príncipe de un mérito distinguido y de una virtud que raras veces se encuentra en el Trono.

Las inmediatas potencias a la Polonia no se mantuvieron, como se puede creer, quietas, y cada una examinó cuál era el Rey que mejor le convenía. Las cortes de Viena y de Petersbourg se unieron de interés en esta ocasión, y con razón, si es cierto que sus alianzas se hacían en algún modo inútiles si la Polonia, que se halla entre los dos Imperios, eligiese un Rey que no quisiese concurrir o se opusiese a sus fines particulares. El rey de Prusia tuvo parte en sus deliberaciones, y se concluyó un tratado secreto entre las tres potencias, por el cual convinieron en excluir del trono de Polonia a Estanislao Leszozynski y al nuevo elector de Sajonia. La emperatriz de Rusia tenía sobrados motivos para dar la exclusión al primero, porque nadie ignora que el rey Estanislao era hechura del difunto rey de Suecia Carlos XII y, por consiguiente, enemigo declarado de la Rusia. El Emperador creía, según toda apariencia, que el nuevo Elector seguiría el sistema de su difunto padre, que se había coligado con otros dos electores para oponerse en la Dieta del Imperio a la garantía de la Pragmática-Sanción, y por lo mismo no era del interés de Su Majestad Imperial verle más poderoso; finalmente, el rey de Prusia tenía el propio interés de oponerse a su elección, porque no ignoraba las medidas tomadas por los ministros del Rey su padre para hacer revivir las pretensiones de la Casa de Sajonia a la sucesión de los ducados de Berg y de Juliers.

Con que cada una de las tres potencias aliadas tenía su interés particular para dar la exclusión al rey Estanislao y el nuevo elector de Sajonia, sin convenir aún el sujeto a cuyo favor habían de reunirse para ponerle en la mano la diadema de Polonia; y esto alteró tanto más a la República cuanto los afectos al elector formaron un partido, y los de Estanislao, otro. La emperatriz de Rusia hizo marchar hacia las fronteras de Polonia y del ducado de Lituania tres cuerpos de tropas a ruego de los señores del primero; y el César, que había formado un campo en la Silesia a la requisición del primado y otros grandes del reino, como ya queda dicho, le aumentó, haciéndole marchar hacia Groot-GIogaw. En este intermedio envió el elector de Sajonia embajadores a la corte de Viena, para hacer conocer a los ministros de Su Majestad Imperial que sus ideas no eran las mismas que las del Rey su padre; al contrario, pues, deseaba concurrir en las medidas que se habían establecido para la sucesión austríaca, haciéndose garante de la Pragmática-Sanción, de manera que no sólo se reconciliaron las cortes de Viena y Dresde, sino que también firmaron tratado de alianza, en el cual entró la emperatriz de Rusia; y desde entonces los negocios mudaron de semblante por lo tocante a la elección.

Los ministros moscovitas, así en Petersburg como en toda la Europa, se declararon altamente contra Estanislao. Y este proceder siendo contrario a la libertad de los polacos y al derecho que siempre han tenido de elegir a sus reyes, el primado les hizo en Varsovia varias representaciones que no tuvieron efecto, por lo que este prelado escribió una carta a Su Majestad Cristianísima suplicándole protegiese y defendiese la libertad de los votos de la nación. El paso era superfluo: la Francia estaba empeñada en ello, pero era preciso salvar las apariencias y aguardar la ocasión.

Aunque el Rey Cristianísimo había dado a entender, desde la muerte de Augusto II, no querer tomar partido, o al menos directo, en los negocios de Polonia, con motivo de la carta del primado, se mostró públicamente interesado en la próxima Dieta de elección, y no perdió el instante de formar una declaración, que sus ministros tuvieron orden de comunicar a varias Cortes, diciendo que Su Majestad hubiera suspendido el juicio sobre la marcha de un cuerpo considerable de tropas que el Emperador hacía marchar a las fronteras de Polonia, si las declaraciones hechas por la mayor parte de los ministros imperiales podían permitir dudar del deseo y aún del designio de hacerla forzosa a los polacos; que a vista de semejante proyecto, Su Majestad no podía disimular su sentimiento; que además del común interés que tienen todos los príncipes en mantener la libertad de Polonia, la dignidad y grado que tiene entre los potentados de la Europa le obligaban a tomar parte en los negocios que podían turbar la tranquilidad general; que el Rey había asegurado ya a los polacos que mantendría en cuanto dependiese de él la entera libertad de los sufragios, y que no podría mirar las empresas formadas para hacerles la forzosa, sino como un designio real de intentar contra la quietud de la Europa, y, en consecuencia, obrar con el celo y firmeza que la importancia de la materia requería.

Veíase la corte imperial de Viena en el mayor apogeo de su grandeza desde la paz de Passarowitz, en la cual dio la ley al Imperio de Oriente; desde entonces ella no había disminuido en nada de su altivez, y creyéndose ofendida de una declaración tan contraria a su honor e interés, no tardó en responder a esta especie de manifiesto; pero contaba hablar con la Francia, y no con los aliados de esta potencia. La contradeclaración que se opuso fue que el Emperador no había juzgado dignas de su atención las insinuaciones mal fundadas que se empleaban en Polonia para apartar a los buenos patricios de poner su confianza en un príncipe amigo, vecino y aliado, y que, a imitación de sus augustos predecesores, bien lejos de permitir se causase el más mínimo estorbo a la libertad de la república de Polonia y a su Constitución sería siempre de ellas el más firme apoyo; que, garante de esta misma libertad, el cuidado de mantenerla contra las empresas de quien se fuese, le tocaba a él principalmente, y que, distantes sus ministros de haber imitado a aquellos que pretendían limitar los votos de una nación libre a un solo sujeto, habían declarado desde el principio del interregno, así de viva voz como por escrito, que el César no sufriría se emplease ninguno de los medios contrarios al derecho de una elección libre, aun cuando los polacos quisiesen valerse de uno de ellos para colocar sobre el Trono a un candidato que les fuese agradable; que, por consiguiente, el Emperador no podía menos de admirarse de que por una declaración concebida en términos desmedidos y esparcidos con indecente afectación, se pretendiese acumularle un cargo que mejor convenía a aquellos que obraban con principios opuestos; que el Soberano en sus Estados no tenía que dar cuenta a nadie de la marcha de sus tropas a la Silesia, las cuales acampaban en esta provincia antes de la muerte del rey Augusto, y que la justicia que gobierna y regla todas sus acciones, no dejaba duda alguna sobre el fin que se propuso, y manifestará en esta ocasión como en cualquier otra tanta rectitud por lo que concierne a los derechos ajenos, cuanta firmeza en defender los suyos y el de sus aliados.

Luego, después de la declaración de la Francia, el marqués de Monti no se receló trabajar abiertamente por el rey Estanislao, y se mandó preparar una escuadra en aquel reino para mejor ocultar el camino que debía tomar este príncipe, publicando que había de embarcarse a su bordo, ejecutándolo el marqués de Thiange en su lugar, bajo el nombre del rey Estanislao, y recibió, en consecuencia, los honores correspondientes a tal personaje. Tampoco el primado ocultó ya el celo que le animaba por este príncipe, lo que le atrajeron infinitas representaciones y cartas del César, con las declaraciones que públicamente le hicieron los ministros de este príncipe y los de la Rusia, a fin de que desistiese de su empeño y no se hiciese violencia a los vocales de la elección.

* * *

Conforme iba creciendo la discordia entre las cortes de Viena y de Versailles, crecía la buena unión entre ésta y la de España, la cual aún se mantenía en Sevilla con las agradables noticias que cada día recibía de la felicidad de sus armas en África. Había detenido el invierno a los infieles para no causar mayor molestia a los españoles, aunque varias veces inquietados en sus puestos avanzados; y según las derrotas del precedente año, parecían haberse aquietado sobre la pérdida de su dominio. Mas no fue así; reforzada aquella canalla con algún socorro del Gran Señor, volvió en la primavera a dejarse ver delante de los muros de Orán, con ánimo de hacer los últimos esfuerzos para apoderarse de esta plaza.

Prevenidos de municiones y artillería, se presentaron el día 19 de abril hasta diez mil infantes y dos mil caballos para embestir los fuertes de San Felipe y de San Fernando, que acababa de hacer construir el marqués de Villadarias, su gobernador. Descubierto el intento de los infieles por dos compañías de granaderos que se hallaban apostadas sobre el barranco situado junto a la montaña de la Maceta, para cubrir los trabajadores, hicieron su descarga y después se retiraron por la muchedumbre que cargó sobre ellos. Avisada la guarnición de su peligro, mandó el marqués de Villadarias saliesen dieciocho compañías de granaderos y dirigiesen su marcha hacia los referidos castillos de San Felipe y de San Fernando, en donde encontraron los infieles que ya se habían apoderado de los puestos avanzados de estas fortalezas y plantadas sus banderas en ellos. Allí se trabó una escaramuza bastantemente viva, en que los moros fueron echados y precisados a repasar el barranco.

La celeridad con que abandonaron éstos sus puestos y el desorden en que parecían estar, infundió ánimo en los cristianos para perseguirlos; pero admirados los bárbaros de la desigualdad de fuerzas, dispusieron hacer un movimiento estudiado, haciendo desfilar su gente por derecha e izquierda desde el centro, a fin de girar a su enemigo, al cual atacó por los flancos y por el frente con tal ímpetu, que no pudiendo los cristianos sostener su esfuerzo, se retiraron a guarecerse de los castillos.

Hallábase el gobernador en el puesto avanzado del de San Fernando con siete compañas de granaderos, para observar lo que pasaba y acudir a donde la urgencia lo pidiese. Habiendo conocido el intento de los moros, ordenó que las siete compañías se reuniesen con las diez que se retiraban y juntas, atacasen a los bárbaros, a fin de desconcertar sus medidas, mientras disponía otras favorables a su idea. Con efecto, detenido el ardor de los infieles con este improviso ataque y solicitando romper aquel cuerpo, se fortificó en este paraje con el remanente de su tropa esparcida para combatir de nuevo a los españoles.

Conocía muy bien el marqués de Villadarias que sus fuerzas no le permitían el pelear en campo raso; se sirvió, pues, de la astucia de que había experimentado ya su beneficio, y fue ésta mandar a las diecisiete compañías retrocediesen con buena orden hasta meterse debajo del cañón de los fuertes de San Felipe y de San Fernando, lo que ejecutaron con felicidad, no obstante el continuo fuego de los enemigos.

Viendo los moros que los españoles por su retirada no podían competir con su número, dieron en el lazo, pues avanzándose con intrepidez llegaron a plantar sus banderas en las obras exteriores de los referidos castillos, sin que la tropa cristiana hiciese ademán de oponerse a sus tentativas por haber recibido orden de no disparar. Dispuesto todo para asaltar a uno de los fuertes, que aún no estaba en estado de defensa, se pusieron los infieles en movimiento con su acostumbrada algazara para ejecutar su proyecto, pero bien provista la artillería de ambos castillos y cargada de metralla, fueron recibidos de un modo no esperado, a que correspondió la fusilería, que hizo en ellos increíble, destrozo. Escarmentados los bárbaros, abandonaron el empeño, dejando más de mil y quinientos muertos y mayor número de heridos. Pareciéndole al comandante general lograr más completa victoria si en la confusión de su retirada los atacase, dio orden para que un cuerpo de caballería que estaba apostado cerca del castillo de San Andrés los acometiese con ánimo de empeñar nueva acción, pero los moros, cuyo brío había cedido al de los españoles, no pensaron más que en retirarse a su campo, con lo que viendo el marqués de Villadarias frustrada su idea, se volvió a la plaza, sin haber excedido la pérdida de los cristianos, entre muertos y heridos, de doscientos.

Había mandado el Rey Católico, a instancias del referido marqués, fuese una escuadra de seis navíos de línea, bajo el mando del teniente general don Blas de Lesso, para que corseasen los de Berbería hasta Malta, donde reforzó su escuadra con dos naves de la religión de San Juan. Allí se tuvo noticia cierta de que en breve debía llegar a Argel la flota de los infieles, compuesta de siete navíos de esta Regencia y dos sultanas que el gran señor la había concedido, con un socorro de seis mil turcos. Unidas las escuadras de España y Malta, ambos jefes resolvieron hacerse a la vela hacia Levante en busca de los bárbaros, pues ya habían salido de los Dardanelos, pero su solicitud fue infructuosa, habiendo sabido que cuatro de los navíos argelinos habían naufragado cerca de Mosionisi en una furiosa tempestad que los sorprendió el día 30 de marzo debajo del cañón de la fortaleza de Methelino, y que una sultana del porte de setenta y cinco cañones había perecido igualmente al salir del puerto de Foglieri; con que de esta escuadra en que fundaban los argelinos grandes esperanzas no quedaron sino cuatro naves, y éstas tan destruidas de la borrasca, que era preciso se volviesen a construir casi de nuevo para hacerse al mar. No obstante, las escuadras española y maltesa prosiguieron su curso los dos meses de abril y mayo.

Viendo los argelinos que en lugar de aminorarse aumentaban los armamentos españoles, sospecharon que aquellas fuerzas y otros preparativos que ya a la sazón se hacían en los puertos de España, se destinasen contra su república, lo que les obligó a renovar sus instancias al Gran Señor, que les concedió otro socorro de tropas y municiones. El capitán Pachá Giasum Goggia tuvo orden con doce sultanas y la que escapó del naufragio, juntamente con siete galeras turcas, de convoyar este refuerzo; el que llegó a Argel por el mes de julio; después de lo cual se restituyó a Constantinopla. Aunque el bailío veneciano tuviese seguridades de parte del gran visir de que la Puerta no hacía aquella expedición con idea de molestar en manera alguna a los vasallos de la República, sin embargo, las islas sujetas a los venecianos, especialmente la del Zanta, concibieron gran temor al ver pasar semejante armamento; pero aún fue mayor la sospecha del gran maestre de Malta, quien desde luego se persuadió se dirigía este armamento de los turcos contra su isla, cuyo recelo le obligó a despachar embajadas a diversos príncipes, pidiéndoles socorro; mas éste fue inútil, por haber vuelto el capitán Pachá a Constantinopla sin hacer la menor tentativa en su tránsito.

Mientras navegaba el almirante turco hacia Argel, sucedió otro choque entre los españoles y moros en Orán. No habían cesado éstos, desde el 19 de abril, de hacer frecuentes correrías en el territorio de la plaza, apresando al ganado que pastaba en los contornos de las fortalezas y echándose sobre las partidas avanzadas en que siempre quedaban algunos sacrificados a su furor. El día 10 de junio se juntaron en mayor número que de costumbre con el designio de hacer los últimos esfuerzos para apoderarse de la plaza de Orán, a cuyas inmediaciones se acercaron. Reconociendo, vigilante, la intención de los bárbaros, el comandante general destacó diez compañías de granaderos, con buen número de voluntarios, para que fuesen a oponerse a su empresa y aun el atacarlos si la ocasión se ofrecía propicia. Mandó igualmente que otro destacamento de granaderos y dragones ejecutase lo mismo por otro lado. Lo demás de la infantería española tomó al propio tiempo las armas, pero sin llevar banderas, y se formó en dos líneas, cuya derecha apoyaba al fuerte de San Fernando.

Tomadas todas las medidas que parecieron conducentes a los designios del marqués de Villadarias y presentándose favorable el ataque, se dio la señal para acometer, que fue el disparo de un cañonazo del castillo de San Felipe. Los granaderos y voluntarios que se hallaban los más cercanos a los bárbaros dieron principio a la acción con una descarga cerrada y no infructuosa, pues retrocedieron los moros hasta una pequeña elevación que tenían a espaldas. En este paraje fueron atacados de nuevo por toda la tropa española, cogiéndolos de frente y costados, a cuyo esfuerzo cedieron otra vez, huyendo hasta la montaña de la Meceta. Los cristianos, siempre en su alcance, se apoderaron de diversas alturas, de donde hacían un fuego continuo, lo que obligó a los infieles a estrecharse, y allí reunidos, con indecible presteza hicieron cara a los españoles, echándose con un furor bárbaro sobre ellos. Esta inopinada resistencia, aunque les costó muchas vidas, motivó a que los granaderos y dragones abandonasen varias colinas de que se habían apoderado, para retirarse hacia el fuerte de San Fernando después de haber mantenido con tesón y disputado el terreno por tiempo considerable.

Bien ordenados los infieles contra su regular costumbre y cerradas sus filas, marcharon en derechura al referido fuerte, lisonjeándose de que se apoderarían de él tanto más fácilmente, cuanto discurrían haber causado destrozo grande en los cristianos. La cautela del comandante general en no dejar a la tropa llevar sus banderas, no pudo ser sino para alucinar a los moros, los cuales no juzgan de la fuerza de sus enemigos más que por el número de ellos. En esta persuasión se avanzaron intrépidos delante del mencionado castillo, cuya artillería, cargada de metralla, y la fusilería de una parte de la tropa que se había retirado a él, causó tanto estrago en ellos cuanto su proximidad y sus filas cerradas dieron lugar a que ningún tiro disparase en vano. Escarmentada la inutilidad de sus esfuerzos, volvieron la espalda con una aceleración difícil de expresar, y la confusión aumentó el horror de la carnicería, excusando a los españoles de ir en su alcance. Su pérdida en esta empresa, según se supo después, llegó a más de tres mil hombres, y la de los cristianos cerca de mil entre muertos y heridos, no obstante el haber sabido los infieles manejar en aquella ocasión con bastante destreza su artillería y fusilería.

De esta acción de los españoles con los moros pudo decirse fue la última que causó alguna inquietud a la plaza de Orán, pues aunque volvieron varias veces delante de ella, sus hazañas se redujeron a piraterías y a robos, así de hombres como de ganados, dejando en lo demás construir pacíficamente los castillos y otros pequeños fuertes, cansados del tiránico gobierno de su país, se pusieron bajo de la protección del Rey Católico y pasaron a avecindarse en esa ciudad con sus familias y ganados. Se consintió en que tuviesen el libre ejercicio de su religión, y se ha reconocido en muchas ocasiones que Su Majestad no tenía mejores súbdito; por tanto, se han formado algunas compañías bajo de la denominación de moros de paz, con sus oficiales, que sirven útilmente y con la mayor fidelidad de exploradores a los españoles, manteniendo a la ciudad de Orán abundantemente provista de carnes que van a buscar tierra adentro.

* * *

Esta continuada próspera ventaja de las armas católicas en África no penetró hasta el palacio de los Reyes en Sevilla, donde Sus Majestades y su real familia se habían mantenido desde que acompañaron a la serenísima infanta de España, princesa del Brasil, a Badajoz, si se exceptúa la ausencia de algunos cortos viajes, como fueron al Puerto de Santa María, Granada y Cazalla -como queda dicho en el tomo antecedente-; pero siempre restituyéndose a Sevilla, como centro entonces de la corte, no obstante el mantenerse existentes los tribunales en Madrid. La muerte del rey Augusto de Polonia, las prácticas de la Francia, los disgustos de España en ver que la corte imperial difería en satisfacerla, la ocasión propicia que se ofrecía en la guerra que se meditaba contra el César para el recobro de los reinos de Nápoles y de Sicilia; en fin, la propensa inclinación del rey de Cerdeña para abrazar siempre el partido más ventajoso a sus intereses, hicieron juzgar a Sus Majestades Católicas ser preciso, en la presente coyuntura, remover su corte de Sevilla a Madrid, así para estar más a mano en la ocurrencia de los negocios, como para facilitar el despacho de ellos.

Más de un año había que el Rey Católico se mantenía encerrado en su palacio del alcázar de Sevilla, haciendo de la noche día, y día de la noche, pareciendo haber abandonado totalmente las cosas del mundo; pues a excepción de un corto número de sus familiares, y del embajador de Francia, era inaccesible a los demás. Vivía este gran príncipe en este retiro con el mayor desaliño, entregado a la virtud que siempre profesó con no vulgar ejemplar. La Reina, que le acompañaba, era quien despachaba todos los negocios, cuya cuenta le daba don José Patiño, entonces primero y único ministro; el infatigable celo de este grande hombre por todo lo que concernía a los intereses de Sus Majestades Católicas, juntamente con ciertas representaciones lisonjeras, hicieron tanta impresión en el ánimo del Rey, que, finalmente, este Príncipe se determinó a salir de aquel letargo en que le tenía su desapego, sacrificando el género de vida que había abrazado y gozaba con tanta dulzura, para restablecer el alivio que su ausencia había en algún modo desterrado de la capital del reino.

Resuelto el viaje cuatro o cinco días antes de ejecutarse, se efectuó el 16 de. mayo para el Real Sitio de Aranjuez, adonde llegaron Sus Majestades el 12 del siguiente mes. Allí se renovaron las conferencias que dicho viaje había interrumpido. Los correos de Alemania, Francia e Inglaterra fueron frecuentes en la corte; pero sus despachos no tenían con qué satisfacerla. Los primeros dejaban mucho que desear. La Inglaterra, como mediadora, o a lo menos la que parecía interesarse más en la pacificación de la Europa, encontraba invencibles dificultades en conciliar las ideas opuestas que la muerte repentina del rey de Polonia había ocasionado. La Reina Católica hubiera deseado hacer recayese esta Corona en las sienes del serenísimo infante don Carlos su hijo; y aun envió poderes al padre Araceli, teatino, con amplias instrucciones para este fin; pero la viveza con que procedía en el mismo empeño el Cristianísimo para el rey Estanislao, su suegro, hizo entender a esta princesa don José Patiño, el que desistiese de aquella pretensión, respecto de las oposiciones que hallaría, no sólo por parte del francés, sino también por la del Emperador, quien no consistiendo a la elección del rey Estanislao por su estrecho parentesco con el Cristianísimo, según lo había declarado ya públicamente, menos consentiría en la del señor infante don Carlos; que en la coyuntura presente se podía aprovechar de dicha elección para el recobro de los reinos de Nápoles y Sicilia, uniendo las fuerzas de España a las de Francia; que esta potencia lo solicitaba con ardor, y que se podía casi asegurar tendrían feliz suceso las armas del Rey, y sin mucho estipendio, prolongando el ajuste con la corte imperial de Viena, hasta que la Francia diese principio a las hostilidades en el Rhin, para mejor sorprender a los Estados de Italia, donde no había tropas, ni pensaba el César en enviarlas, con motivo de la aparente seguridad en que vivía con la corte de Turín.

Este dictamen de don José Patiño conciliándose perfectamente con las ideas de la Reina, y aun del rey Felipe, que querían de todos modos la colocación del infante sin dependencia alguna, además de su natural inclinación y afecto inseparable con la Francia, fue tan bien admitido que ya no se trató más que en la ejecución del proyecto del ministro. Tuvo éste varias conferencias sobre el asunto con el embajador de Francia, conde de Rottembourg, cuyos influjos no alimentaban poco las favorables esperanzas que se habían concebido en la corte de España; de manera que con las proposiciones y ventajas que ofrecía el cardenal de Fleury, no le fue difícil al purpurado el inclinar a esta Corona a tomar venganza de los ultrajes que creía haber padecido, haciendo causa en los que la Francia pretendía igualmente recibir con las disposiciones y declaraciones del César para excluir del trono de Polonia al suegro de Su Majestad Cristianísima.

Lo cierto es que todo concurría para el feliz éxito de los designios de don José Patiño: guardaban las principales plazas de Toscana españoles naturales, que facilitaban la entrada a Italia segura y sin estorbo. Los repetidos asaltos de los infieles a la plaza de Orán tenía puesto a la corte de España en la obligación de mantenerse armada, y aun a aumentar sus fuerzas, sin que diese prudente motivo de celos a la Casa de Austria, que proseguía con sobrada lentitud en las negociaciones con esta Corona. En esta confianza estaba el Emperador; a lo menos no mostró inquietud acerca de los preparativos de guerra que se hacían en España, no creyendo aquel Monarca que ésta emprendiese algo contra la quietud de Italia, mayormente cuando a su parecer vivía en la mejor unión con el rey de Cerdeña, a quien acababa de conceder la extracción de todo género de granos del Estado de Milán, con el pretexto de que el Piamonte carecía de ellos.

Tratando- el duque de Ripperdá con la corte imperial de la paz que concluyó con España, había creído el César que en corroborando el artículo V de la Cuádruple Alianza, se aseguraba un dominio pacífico en Italia, como también considerables ventajas al comercio de sus súbditos; pero este ministro, engañándose a sí mismo y abusando de la confianza de los Reyes Católicos, alucinó sin pensarlo a la corte de Viena. La unión tan estrecha que formó no podía ser permanente, y no se tardó en percibir las vanas esperanzas que dieron lugar a ella; por lo mismo, se fue disminuyendo poco a poco, hasta que restablecida la buena correspondencia con Francia e Inglaterra, acabó la España de separarse totalmente del Emperador por el tratado que se firmó con aquellas dos potencias en Sevilla el año de 1729.

Derogando en éste al artículo V de la Cuádruple Alianza, como ya se había derogado por el tratado de Madrid, hecho con las referidas potencias en el año de 1721, permutando las guarniciones suizas que debían presidiar las plazas de Toscana, Parma y Plasencia, en tropas españolas quedó establecido la inmediata introducción de éstas en las referidas plazas, como asimismo las del serenísimo infante en sus Estados, haciéndose garantes las partes contratantes de su ejecución. Este fue el efecto que produjo el tratado de Viena. Asegurada la entrada a la Italia, siempre quedaba aquella puerta abierta a los proyectos de España, que se hubieran inutilizado en esta coyuntura, si los suizos (tropas neutrales), o por decirlo mejor, si dicho tratado de Viena no hubiese dado lugar al de Sevilla, sembrando la desconfianza entre los dos monarcas. El César bien lo percibía, y por más que levantó el grito contra la infracción del tratado de Cuádruple Alianza e interesar al Imperio contra esta mutación, que no anunciaba cosa buena para lo futuro; sin embargo, como se veía este príncipe sin más aliados, su objeto siendo el reconciliarse con las potencias marítimas, hizo depender su consentimiento en esta accesión, que solicitaban estos potentados, de la garantía de la Pragmática-Sanción, como también de los demás Estados que Su Majestad Imperial poseía en Italia, a que concurrieron gustosas las expresadas potencias marítimas, poniendo fin de una vez a tanta negociación como había originado la colocación del señor infante don Carlos, y fijando el estado incierto de la Europa desde tanto tiempo.

Pero en vano se lisonjea el hombre de establecer cosa alguna permanente, porque siendo todo sujeto a las vicisitudes, por más que le parezca haber alcanzado el fin de sus desvelos, la Divina Providencia suele permitir por sus ocultos juicios se desvanezcan. Esta pequeña digresión hemos hecho para que se vea que no se deben imputar las turbulencias actuales, sino al tratado de Viena (obra del duque de Ripperdá), el cual después dio lugar al de Sevilla; esto es por lo que mira a la España. En cuanto a la Francia, sin duda era de su honor el que el rey Estanislao volviese al trono de Polonia, y el ministro estaba prevenido de antemano para conseguir el intento.

Unida de interés esta potencia con las de España y Cerdeña, se trató en el modo de hacer la guerra al Emperador. El marqués de Castelar, ministro extraordinario en Francia, estuvo encargado de arreglar y fortificar el plan de las próximas operaciones, y se convino con el Ministerio de Francia en que dando principio las armas de España por la conquista de los reinos de Nápoles y de Sicilia, después de efectuada, uniría esta Corona sus fuerzas con las de Francia y Cerdeña en Lombardía, a fin de que obrando de común acuerdo, pudiesen echar de Italia a los alemanes, mientras los franceses llamarían toda su atención en el Rhin; que Su Majestad Cristianísima no pretendía conservar cosa alguna de sus conquistas; que los reinos de Nápoles y Sicilia quedarían incorporados por siempre a España, y el Estado de Milán al rey de Cerdeña. Ve ahí los preliminares de esta grande alianza, consistentes en tres artículos. Este príncipe, que acababa de coligarse estrechamente con la Francia para desvanecer cualquier sospecha en Viena, mandó a su ministro en aquella corte pidiese formalmente la investidura de los feudos que Su Majestad Sarda posee en Italia, ya vencidas las dificultades que le habían retardado hasta entonces; pero habiendo sobrevenido un incidente en el ceremonial que se debía observar con el marqués de Solari, su embajador, no obstante haberle dado los ministros imperiales satisfacción plena del pretendido desacato, le mandó este príncipe se restituyese a Turín, sin despedirse del Emperador ni menos de sus ministros.

Las potencias marítimas que no tenían interés alguno en la elección de un rey de Polonia, no miraron, sin embargo, con indiferencia lo que iba tramándose, porque preveían las consecuencias que podían resultar de la contrariedad de intenciones de ambas cortes de Viena y Versalles. Temerosas, pues, de que la guerra se introdujese en los países que podían interesarlas y, por consiguiente, las empeñasen en ella, como también de que corriese riesgo el importante y sobradamente cacareado equilibrio del poder en Europa, concertaron entre ellas las medidas para apartar la guerra de los Países Bajos, y aun para prevenirla si fuese posible.

El César ya había requerido a una y otra potencia a fin de que aprontasen los socorros estipulados en el tratado de la Cuádruple Alianza, y posteriormente en el de Viena. La Inglaterra dio, desde luego, buenas esperanzas, mandando armar sus escuadras; pero los Estados Generales hallaron modo de eximirse diciendo al conde de Sintzendorff, ministro del Emperador en La Haya, que no habiéndoles Su Majestad Imperial comunicado los empeños que había contraído de poco tiempo a esta parte con otras potencias interesadas en la elección de un rey de Polonia y no teniendo sus altipotencias derecho ni obligación de injerirse en ella, el partido que podían tomar en la presente coyuntura era el de una exacta neutralidad; que sin embargo, Su Majestad Imperial podía estar seguro de que los Estados Generales examinarían las alianzas que subsistían con este príncipe y que, en consecuencia, tomarían de acuerdo con el rey de Inglaterra las medidas más eficaces para probar al Emperador la fidelidad con que obraban en sus empeños.

Esta respuesta de los Estados Generales a las instancias de la corte de Viena fue como el preludio de la convención o acto de neutralidad que firmaron con la Francia el día 24 de noviembre, en que se estipuló que los Países Bajos austríacos, que sirven de barrera a la república de Holanda, no serían molestados ni atacados con motivo de la guerra que aparentemente ocasionarían los negocios de Polonia, bien entendido que sus altipotencias no tomarían parte alguna en ellos, ni en las resultas que podían sobrevenir, con tal, sin embargo, de que no fuese en perjuicio de las alianzas que tenían con el Emperador, como asimismo con la Francia, y a las cuales no pretendían derogar.

Esta convención con el Rey Cristianísimo, en la cual intervino la gobernadora de los Países Bajos, con consentimiento del Emperador su hermano, ya que este príncipe no pudo impedir tuviese efecto, aseguró la preciosa barrera de sus altipotencias, pero no por esto dejaron de trabajar con calor de acuerdo con Su Majestad Británica por los intereses de la corte de Viena, estableciendo en La Haya el pósito de las conferencias para una mediación que diese lugar a un Congreso general, como se verá en adelante.

* * *

Mientras las potencias marítimas se conducían con tanta moderación, los polacos procedían con bastante inquietud en las deliberaciones de sus juntas, y para cortar la animosidad que reinaba entre los principales de sus magnates, el primado publicó los universales para la convocación de la Dieta de elección, cuya pieza enérgica no se dirigía menos que a desarraigar el espíritu de parcialidad, pero en vano; la proximidad de los moscovitas a la Polonia alteró los ánimos de tal modo, que muchos palatinos, separándose de sus colegas, se retiraron del campo de elección a la otra parte de la Vístula, protestando contra la violencia que pretendían se les hacía de la libertad de sus votos.

Las cosas se hallaban en este estado cuando el general Lascy, comandante en jefe de las tropas moscovitas, publicó un manifiesto en que decía sustancialmente que el ejército rusiano entrado en Polonia por orden de la Czarina su ama, no era para otro fin sino el mantener la libertad de los derechos y constituciones de la República, las cuales se habían derribado enteramente en la última Dieta de convocación con inauditas violencias y amenazas; que garante Su Majestad Czarina de mantener la República en sus derechos y libertades en conformidad de los tratados solemnes que subsistían entre la Rusia y la Polonia, y confirmados por todos los Estados de la nación, enviaba un ejército a instancias de la mayor parte de los fieles patricios, para proteger la libertad de los votos en la próxima elección; que las tropas moscovitas no estarían a cargo de los vasallos de la República, y que bien lejos de cometer el menor desorden, pagarían de contado cuanto se les suministrase.

La resulta de las deliberaciones de la Dieta sobre una declaración tan improvisa por parte de la corte de Petersburgo fue el publicar en Varsovia una especie de protesta en forma de manifiesto, que cada uno de los electores aprobó con juramento, contra todos aquellos que habían llamado a estas tropas extranjeras en la patria, decretándose que sus bienes y los de sus sucesores serían confiscados, sus casas arrasadas en señal perpetua de su traición, que no les concedería armisticio y que jamás podrían ser rehabilitados en sus dignidades, y que sus mujeres quedarían también privadas de sus bienes propios y prerrogativas, añadiéndose que si sucediese que un obispo fuese del número como aparecía por el manifiesto del general moscovita, sería igualmente privado de su dignidad, autoridad y actividad en las juntas públicas y sus rentas secuestradas hasta una decisión definitiva acerca de esto; que esta protesta sería firmada en todos sus puntos y cláusulas, y que si alguno de los obispos, senadores, ministros o miembros de la nobleza de ambas naciones polaca e irlandesa se negase en firmarla, sería tenido igualmente, ipso facto, por enemigo de la patria.

El mismo día 4 de septiembre, que se publicó dicha protesta, el embajador de Francia presentó al primado y Senado una declaración de parte del Rey su amo, diciendo en ella que, habiendo Su Majestad Cristianísima hecho ver en todos tiempos por sus cuidados y socorros, que nada deseaba tanto como procurar a la serenísima república de Polonia el gozo entero de su plena libertad, independiente e ilimitada; declaró que no sólo prometía mantener eficazmente esta libertad en el punto esencial de la elección de un rey, sino que no había omitido paso ni medida alguna, ya fuese empleando sus huertos oficios o haciendo armamentos considerables para impedir que la serenísima República sea turbada por quien fuese en su libertad; pero que si la noble nación polaca, ahora congregada, convenía unánime en colocar sobre el trono de Polonia al serenísimo rey Estanislao, así en consideración de sus virtudes eminentes como porque este príncipe es suegro del Rey Cristianísimo, entonces Su Majestad prometía mantenerle, no sólo con todas las fuerzas que Dios le había confiado, sino también, en caso de que las inmediatas potencias de la República hiciesen atacarla con motivo de esta elección, todo el dinero que sería menester para aumentar las tropas de la República, pero que si después de la elección del serenísimo rey Estanislao las circunvecinas naciones dejaban en paz a la República, así como lo requería la justicia, y como siendo dueña de sus derechos, con todo, en testimonio de su sincero afecto y amistad, el Rey Cristianísimo ofrecía al estado de la nobleza pagar puntualmente durante dos años, que empezarían a correr desde el mes de marzo de 1734, las contribuciones regladas en la confederación de 1717, para la paga del ejército de la Corona, llamado capacitación en el reino de Polonia y fumalia (las chimeneas) en el gran ducado de Lituania; esta declaración puso el cúmulo a los afectos al rey Estanislao, pero exasperó a los indiferentes, que no eran susceptibles del oro extranjero.

No habiendo determinado las leyes tiempo fijo para el día de la elección, el primada juzgó por conveniente con los de su partido terminarla lo más pronto que pudiese y antes que las tropas moscovitas se acercasen demasiado del campo de elección; por lo mismo, habiéndose recogido los votos el 11 y 12 de septiembre con las acostumbradas formalidades, y pareciéndole al primado la unanimidad de los sufragios comprobados a favor del rey Estanislao, envió una diputación a algunos palatinos, los cuales, como queda dicho, se habían retirado del campo de elección al otro lado del Vístula (en el de Praag), para empeñarlos, del mismo modo que al príncipe Wiesnowieski, a volver al campo entre Varsovia y Wola, y reunirse a los demás de la República; pero antes del regreso de estos diputados, instado el primado de los palatinos de su parcialidad, y de la mayor parte de los senadores, proclamó el 12, a las cuatro de la tarde, por rey de Polonia y gran duque de Lituania, a Estanislao Leszozinski.

Al otro día de esta elección, el obispo de Cracovia, algunos palatinos, castellanos, senadores y otros magnates que habían parecido indiferentes acerca de la elección, sentidos de la precipitación del primado salieron del campo electoral y pasaron a Praag en el de los contrarios, los cuales todos al día siguiente en campo raso tuvieron Consejo, en el que aprobaron y firmaron en número de tres mil caballeros un manifiesto contra la elección y proclamación del rey Estanislao, protestando contra cuanto se había hecho en ella.

Desde el 9 de septiembre ya se hallaba este príncipe en Varsovia de oculto en casa del embajador de Francia, el marqués de Monti, adonde pasaron el primado, muchos senadores y nuncios para cumplimentarle, recelándose en Francia de que los ingleses, que a la sazón daban muestras de hacer grandes armamentos, no se opusiesen al paso de la escuadra de Brest, que debía conducir al rey Estanislao a Polonia. De resulta de una grande conferencia mandó Su Majestad Cristianísima que el comendador de Tiange, de la misma edad que aquel príncipe, muy parecido, con sus insignias y aun sus mismos vestidos se embarcase a bordo de la referida escuadra, observándose con él los propios honores como si fuese el verdadero Estanislao; de manera que a excepción del marqués de la Lucerne y el caballero de Luynes, que eran del secreto, nadie dudó estuviese este príncipe a bordo de la flota. Mientras figuraba el señor de Tiange recibiendo en todas partes los debidos honores a la dignidad real, se dispuso que el rey Estanislao emprendiese el camino a Polonia por tierra, llevando en su compañía al caballero Dandelot, quien sabía la lengua polaca y otras diversas con perfección. Disfrazados y con nombres fingidos de comerciantes, haciendo el Rey de factor al caballero Dandelot, dirigieron su camino por la Lorena a Estrasburgo, de allí a Francfort y Berlín, habiendo llegado en 9 a Varsovia, precisamente al tiempo en que su presencia era más necesaria y tres días antes de su elección.

No entraremos aquí en la relación de lo que ocurrió entre los dos partidos opuestos, ni tampoco referiremos, porque no es de nuestro asunto, la fuga de los contrarios al rey Estanislao, perseguidos por las tropas de la Corona, ni el sitio del palacio de Sajonia en Varsovia, ni la ridícula capitulación que se hizo en él, ni las quejas de los ministros de Rusia y Sajonia por lo que mira al derecho de las gentes violado en esta ocasión. Basta decir que los contrarios, apoyados por los moscovitas, fingieron al principio de octubre tomar el camino del campo de elección cerca de Wola, pero habiéndose detenido en Kanzinowska, formaron allí un campo cerrado en el propio paraje donde se eligió por rey de Polonia a Enrique de Valois en 1573. El conde de Lipski, obispo de Cracovia y vicechanciller de la Corona, fue encargado de hacer las funciones de primado, y el día 5 de octubre, víspera del día fijado por los universales para terminar la Dieta de elección, habiendo el obispo viceprimado recogido los votos que se hallaron unánimes, proclamó a Federico Augusto III rey de Polonia y gran duque de Lituania.

De esta duplicada elección nacieron todo género de desgracias que arruinaron la Polonia y parte del gran ducado de Lituania. Haciéndose el teatro de una guerra civil, entraron ejércitos moscovitas y sajones para sostener el partido opuesto al rey Estanislao. Este príncipe se vio obligado, con el primado y los principales de sus afectos, a abandonar a Varsovia y retirarse a Dantzig, y entretanto se mostrase la fortuna más propicia, ordenó una convocación general para que todos y cada uno tomase las armas en defensa de la patria, para echar de ella al enemigo y destruirle, señalando el paraje donde se debía juntar.

El elector de Sajonia no se mantuvo, como se puede creer, en la inacción, antes bien opuso universales a los de su competidor, publicando una amistad general para todos aquellos que habían seguido el partido contrario. Requirió igualmente a los pueblos proveyesen a la subsistencia del ejército que se veía precisado a hacer entrar en Polonia para proteger al inocente y defender al oprimido, que todo lo que se le suministrase sería pagado a un precio razonable, y que bien lejos de ser a cargo de la República, luego que ella fuese pacificada mandaría retirar sus tropas del reino.

La estación ya adelantada no permitió a este príncipe el pasar a Polonia para hacerse coronar, ni tampoco a las tropas moscovitas obrar hostilmente. Contentáronse éstas de apoderarte de Varsovia, dar cuarteles de acantonamiento a sus tropas y arreglar las contribuciones. En Dantzig se dieron las más acertadas providencias para poner a esta plaza en buen estado de defensa; se levantaron varios regimientos, a uno de los cuales dio su nombre el embajador de Francia, marqués de Monti, y los condes de Potoki y Tarlo recorrieron el país quemando y talando todo con el pretexto de quitar las subsistencias a sus enemigos; así feneció el año en Polonia.

Sabida en Francia la elección del elector de Sajonia, que se esperaba para dar principio a las operaciones de la campaña, mandó el Cristianísimo al duque de Berwick pasase el Rhin sin dilación y la abriese por el sitio del fuerte de Keel.

En consecuencia, se construyó un puente de barcas enfrente de la ciudadela de Strasbourg y se dio orden al teniente general marqués de Dreux y oficiales correspondientes para que, con veinte compañas de granaderos y dos mil fusileros, pasasen este río en barcas, mientras todo el ejército se dispuso a seguir este destacamento, que lo efectuó el día 13 de octubre sobre el puente que ya se había concluido. El mariscal de Berwick lo pasó el siguiente día al amanecer con los príncipes de Conti, Dombes, conde de Eu y varios generales, y el fuerte Keel quedó embestido aquella misma tarde.

Mandaba en esta plaza el general Pfuhl, uno de los mayores oficiales del Imperio; mucho tiempo entes que se pensase en atacarle había hecho este general las más fuertes representaciones a la Dieta de Ratisbona, a fin de que diesen las disposiciones correspondientes para reparar esta fortaleza, que las aguas del Rhin minaban cada día; pero ya sea porque no se le diese crédito o reposase el Cuerpo germánico sobre el pacífico genio del cardenal de Fleury, sus representaciones fueron desatendidas, y la plaza, casi indefensa, se vio acometida por un ejército de cuarenta mil hombres. No obstante, duró el sitio ocho días, y hubiera durado mucho más a no haberse cometido un yerro que merecía el mayor castigo. Este fue trocar un gran número de balas destinadas para el calibre del cañón de Brisach con las que debían servir para el del fuerte de Keel, adonde se trajeron y no pudieron servir.

La bella defensa del general Pfuhl fue alabada de todos y mereció los mayores elogios de sus enemigos; en consideración a ella, el mariscal duque de Berwick le regaló dos piezas de cañón además de las dos concedidas en la capitulación, que fue de las más honrosas. Salió la guarnición con sus armas, bagajes y doce tiros para cada soldado, y fue escoltada hasta Ettlingen, desde donde dirigió su camino a Ulma.

Los franceses no dejaron de perder bastante gente en este sitio, y según la regulación que se hizo pasaron de tres mil hombres. Después de esta primera expedición, que aseguraba a la Francia una puerta en la Alemania, el ejército se separó, volviendo la una parte a repasar el Rhin, habiendo antes restablecido las líneas de Stolhoffen, y tirado otra guarnecida con reductos desde Keel hasta el fuerte Luis, para mantener la comunicación, y reparado el puente de esta fortaleza como también el de Hunningue, a fin de facilitarse el paso del río en varios parajes en caso de necesidad. Así puso fin la Francia a sus operaciones en el Rhin, que podían haber sido más gloriosas, no obstante lo adelantado a la estación; pero como Su Majestad atacando al Emperador no pretendía romper con el Imperio, le pareció usar de moderación acerca de este cuerpo y no causarle celos.

Por lo mismo, hizo declarar a los electores y príncipes que su intención no era retroceder sus fronteras y que si se había apoderado del fuerte de Keel no había sido sino para asegurarse el paso del Rhin, a fin de tomar venganza de los agravios que había recibido del César en la persona del rey Estanislao.

Esta declaración era plausible y produjo buenos efectos, especialmente en la corte de los electores de Colonia, Baviera y Palatino; pero los ministros imperiales la hicieron inútil en la Dieta de Ratisbona, manifestando las ideas de la Francia y las peligrosas consecuencias que podían seguirse del atentado cometido contra el Imperio en la infracción del tratado de Baden, y no menos de las instancias del embajador de Francia en Constantinopla; de manera que el Cuerpo germánico dispuso hacer causa común con el jefe en esta guerra, mas no tomó esta determinación hasta el año siguiente, como se verá en su lugar.

Entretanto proseguía otro ejército francés, en número de cuarenta mil hombres, su camino por el Delfinado hacia los Alpes, para juntarse con el del rey de Cerdeña, cuya unión se hizo entre Turín y Verceli. Las tropas de este príncipe llegaban a dieciocho o veinte mil hombres, y Su Majestad debía mandar en jefe las tropas de ambas Coronas, mediante un subsidio de cien mil doblones, que la España se obligó a pagarle.

El tratado que concluyó en consecuencia con el Cristianísimo fue tan secreto que ninguno de los ministros extranjeros, ni aun el del César, que tanto interés tenía en descubrir la trama, fueron sabidores de cosa alguna hasta que la corte de Turín se lo notificó.

Todos los correos que recibía el embajador de Francia, conde de Vaulgrenant, se detenían a tres y cuatro postas distantes de Turín, y con sus despachos entraban disfrazados de paisanos en esa ciudad. El de Alemania, conde Filipi, trataba regularmente con los ministros sardos acerca de las investiduras que el rey Carlos Manuel debía recibir del Emperador, y se mantenía con afectada aceptación en la corte de Turín, mientras el conde de Vaulgrenant a deshoras de la noche tenía se cretas conferencias con Su Majestad, sin intervenir en ellas ni aun sus mismos ministros, para más bien deslumbrar al del Emperador, a quien la voz pública atribuía las negociaciones, en que se ocupaba el de Francia, que vivía retirado de palacio, según aparentaba su circunspección.

Preténdese que el conde de Daun, gobernador general del Milanés y en otro tiempo glorioso defensor de Turín (en 1704), sospechó de lo que se tramaba en aquella corte contra los intereses del Emperador su amo, por lo que llamó al caballero Castelli, ministro del rey de Cerdeña, a quien hizo cargo de su fundada opinión; pero protestando éste no estar informado de cosa alguna, el gobernador despachó al conde Peralongo a Turín para saber de Su Majestad Sarda si dejaba de vivir en buena amistad con el Emperador, y aunque este caballero no pudo penetrar del todo la verdad, sin embargo, los avisos que dio no dejaron duda de los designios de la corte de Turín contra los Estados de Su Majestad Imperial.

En consecuencia, el conde de Daun expidió un correo a Viena solicitando prontos socorros, y entretanto proveyó a la defensa de su gobierno, especialmente a la de la ciudadela de Milán. Las plazas de Novara, Pizighiton y Tortona fueron abastecidas de todo lo necesario. Se aumentó la guarnición de Mantua con las tropas que estaban en el ducado de la Mirándula y se resolvió a abandonar todas las plazas que no podían hacer una larga resistencia, para emplear cerca de doce mil hombres (únicas fuerzas que tenía) a la defensa de las principales hasta el arribo del socorro que esperaba incesantemente de Alemania, bajo las órdenes del conde de Mercy, que debía mandar el ejército imperial en este país.

Tomadas todas estas medidas con bastante precipitación, se retiró el conde de Daun a Mantua, desde donde pocos días después fue llamado a Viena, dejando el mando de las tropas al príncipe de Wirtemberg y al general Vactendonk. Habiendo llegado el Rey delante de Vigevano (el 24 de octubre), que ya se hallaba embestido, esta plaza se entregó por capitulación, y de allí se encaminó Su Majestad a Milán, cuyas llaves llevaron los diputados a este príncipe luego que supieron había pasado el Ticino, en conformidad de un privilegio antiguo de entregarse al primer ejército que pasa este río. Ya había tomado posesión de la ciudad de Pavía, y los generales de Peruza y Corail, habían pasado con tropas para embestir las de Novara y Tortona.

El objeto de Su Majestad Sarda pasando el Ticino era el apoderarse de la ciudadela de Milán y aprovecharse de la consternación de los alemanes. En consecuencia, dio orden al señor Coigny, teniente general francés, para que con diez mil hombres de galisardos, formase el bloqueo de esta fortaleza. El marqués de Visconti, que mandaba en ella, y estaba provisto de todo lo necesario para sostener un dilatado sitio, pareció despuesto a defenderse bien, pues luego que vio asomar a los enemigos mandó disparar sobre el arrabal de los hortelanos con designio de arruinarle e impedir a las tropas aliadas plantar en él sus baterías. Avisado el Rey por el señor de Coigny, envió un trompeta a notificar al marqués Visconti a que hubiese de hacer cesar el fuego de su artillería, con amenaza de no dar cuartel a la guarnición si mandaba disparar más sobre ningún paraje que perteneciese a la ciudad.

Mientras se daban las disposiciones necesarias para hacer el sitio de esta fortaleza, destacó el Rey al duque de Harcourt con un grueso destacamento de infantería y caballería para que fuese a tomar posesión de las ciudades de Lodi y Cremona que los alemanes habían abandonado, a excepción del castillo de esta última, que quedó presidiado, pero sin esperanza de socorro, a lo menos de mucho tiempo, después de un dilatado bloqueo fue tomado por asalto.

Favorable la fortuna, pasó el Rey a Pizighiton con ánimo de hacer el sitio de esta plaza, a la cual se mira como al baluarte del Milanesado, y creyendo que su presencia le facilitaría más pronta su rendición, llegando delante de ella envió un trompeta al comandante de la Gerra d'Adda, que sirve de ciudadela a esta plaza, diciéndole que si quería ganar de Su Majestad la benevolencia, había de entregar la plaza antes de que llegase la artillería, supuesto que se vería obligado a rendirla por fuerza. El oficial comandante, llamado Lurngston, irlandés de nación, irritado de semejante mensaje, dio por respuesta al trompeta que merecía la horca en premio de su osadía, por haberse encargado de esa comisión, y que dijese al Rey su amo podía venir con la artillería cuando gustase, que él no faltaría a su obligación.

Entonces llegó de París en posta al ejército el mariscal duque de Villars, cargado de años, pero con el valor y ánimo que siempre le acompañó. De resulta de un Consejo que se tuvo en su presencia, fue resuelto el sitio de la Gerra d'Adda, cuyo comandante se defendió valerosamente, mas sin esperanza de socorro se vio, con efecto, obligado a rendirla después de diez días de trinchera abierta.

Quedaba Pizighiton aún ilesa; su gobernador, el príncipe Lobkovitz, convino en una suspensión de dos días con los generales galisardos, para poder consultar el de Wirtemberg, que se hallaba en Mantua, porque no era prudencia aventurar la tropa que tenía sin estar seguro de un pronto socorro. Pero sabiéndose que éste era imposible, se le concedieron ocho días de término, durante los cuales cesaron los actos de hostilidad, estipulándose que si en este intermedio no fuese socorrido, entregaría la plaza, de la cual saldría con todos los honores militares para ser conducido a Mantua. Mientras llegaba el plazo fue destacado el conde de Broglio con cuatro batallones y quince escuadrones para tomar posesión de Sabioneta y Bozzolo, ambas plazas fortificadas, y la primera con ciudadela, pero abandonadas de los imperiales.

Sometida Pizighiton a las armas de los aliados, dispuso el rey de Cerdeña con el mariscal de Villars apoderarse del castillo de Milán antes de fenecer el año, fijado en que esta fortaleza llenaría su objeto y le colmaría de triunfos. Prevenido todo para dar principio al sitio, se efectuó la noche del 15 al 16 de diciembre. Se emplearon en él treinta y cuatro batallones y catorce escuadrones. El fuego de los sitiados no fue nada violento aquella noche; pero al amanecer del día, favorecidos de una niebla que se levantó, lo doblaron, haciendo una horrorosa carnicería en sus enemigos, los cuales, sin embargo, adelantaron mucho sus aproches, alentados de la presencia del Rey, que se mantuvo por tiempo de cuatro horas en la trinchera.

Queriendo Su Majestad conservar la ciudad, mirándola como propia, en virtud de la cesión por su tratado con Francia, formó el designio de atacarla por el campo, mandando construir una batería de cuarenta cañones y otra de doce morteros, cuyo fuego excesivo incomodó en extremo a la guarnición. El marqués Visconti, gobernador, nada omitió de cuanto podía contribuir a hacer la más vigorosa defensa, pero no le asistía su guarnición, las centinelas se desertaban y se vio obligado a hacerlas encadenar en sus puestos, mandando ahorcar a los que se cogían en el delito. En fin, si los pocos fieles se defendían con valor, no eran atacados con menos ardor por los sitiadores, que avanzaron tanto sus trabajos que el día 24 se hallaron alojados en la estacada del camino cubierto. El día 27 batieron en brecha y arruinaron enteramente una media luna, y el 28 ejecutaron lo mismo con los dos baluartes colaterales, haciendo la cuenta de llevarse por asalto el castillo en el término de tres días, lo que probablemente hubiera sucedido a no haber el gobernador tocado la llamada el 29, a las dos de la tarde.

Arreglada y firmada la capitulación el día siguiente, la guarnición, en número de dos mil hombres, salió con todos los honores de la guerra y fue escoltada por un destacamento de los aliados hasta Mantua, cuya plaza se llenaba de tropas con las tristes reliquias de las que habían presidiado el poderoso Estado de Milán, fruto del descuido o sobrada confianza del Ministerio de Viena, el cual, por atender a los negocios ajenos, abandonó los propios. Las musas, en Francia como en Turín, hicieron resonar bien alto su lira acerca de tan gloriosa campaña; y los historiadores de ambas naciones no tuvieron poco en qué ejercitar su pluma. Lo cierto es que la historia de los pasados siglos no produce ejemplo de que con tanta rapidez se hayan hecho semejantes conquistas en el corto espacio de dos meses; pero si se atiende a las circunstancias y al total abandono de aquel país, el más apasionado reconocerá que nada era extraordinario y que el triunfo pierde mucho de su valor, y es así, pues ¿qué oposición encontraron los aliados en sus empresas? Ninguna. Destituido de víveres el Estado de Milán por haberle agotado el rey de Cerdeña en la extracción de trecientos mil sacos de granos, presidiando las principales plazas, guarniciones endebles, sin esperanza de pronto socorro y atacadas por un ejército de más de sesenta mil hombres, mandado por un Monarca guerrero y un general hábil, ¿qué defensa podía hacer una tropa casi desamparada sino aquella más justa a su honor y para no perderse, dilatando tal cual la defensa, hasta que la fortuna, más propicia, restableciese la calma en la corte imperial, que la súbita invasión del milanés había alterado no poco?

Afligidísimo el ánimo de Su Majestad Cesárea en verse asaltado con tanta furia y cuando menos lo pensaba, se aplicó en recoger con la mayor brevedad toda la gente y dinero que le fue posible para oponerse a sus enemigos. Aunque tenía este príncipe suficientes indicios por los grandes armamentos que se hacían en España desde principios de este año, no creía, sin embargo, que llegase el caso de que esta corte tomase parte en la guerra que le hacían ambos reyes de Francia y Cerdeña, mayormente cuando a la sazón el duque de Liria, embajador de España en Viena, en consecuencia de sus órdenes estaba tratando de una nueva negociación relativa a las quejas de la corte de Madrid por mediación de la Inglaterra, y estaba en términos de finalizarse; pero el duque de Liria, fingiendo negocios, la suspendió y se retiró a Italia, dejando a su secretario Carpinter en Viena con el presupuesto de atender a la conservación de los Estados del señor infante, que se hallaban rodeados de galisardos.

* * *

El velo con que pretendía este ministro encubrir el misterio duró poco, y no se tardó en saber la orden que había recibido el conde de Montijo de notificar a la corte de Londres el tratado de alianza concluido en El Escorial a 25 de octubre entre el Rey su amo y el de Francia, presentándola un manifiesto en que se especificaban las razones que el rey Felipe tenía para hacer la guerra al Emperador. Dio, asimismo, el embajador gracias al Rey británico en nombre de su Soberano por sus cuidados, de que sus desvelos no hubiesen producido el efecto deseado, pero que Su Majestad debía sentir no menos que los Reyes Católicos el poco aprecio que habían hecho los ministros imperiales de la honra de su mediación, y de la injuria hecha a príncipes cuya soberanía no reconoce superior, persuadiéndose Sus Majestades Católicas de que, satisfecho el Rey británico del reconocimiento que tenían a sus laudables intenciones y buenos oficios, procuraría mantener más que nunca una buena e inalterable correspondencia con Su Majestad Católica, a fin de que ambas naciones continuasen en experimentar las ventajas más útiles de un comercio fiel y no interrumpido, gozando recíprocamente de los efectos más favorables de la unión perfecta y sólida de los dos monarcas. Efectuado este paso preciso se pensó seriamente en la corte de Madrid a no dilatar el embarco de las tropas, y todos los oficiales generales tuvieron orden de pasar a Barcelona.

Habiéndose nombrado al duque de Montemar por capitán general de la expedición de Italia, el Rey quiso, antes de su partida, hacer la ceremonia de ponerle, como también a don José Patiño, el collar del Toisón de Oro de que les había hecho merced el año antecedente con motivo de la conquista de Orán; poco después, despidiéndose aquél de los Reyes, pasó a Barcelona para dar las ulteriores disposiciones al embarco de las tropas, que se hallaban acantonadas en Cataluña, ya provistas de cuanto era necesario para la empresa, no habiéndose escaseado cosa alguna.

El conde de Clavijo, con dieciséis navíos de línea y varias fragatas, mandaba la armada, que se hizo a la vela a mediado de noviembre para Liorna, donde se debía juntar toda. El duque de Montemar tomó su camino por tierra, atravesando la Francia hasta Antibo, en cuyo puerto se embarcó en una faluca para Génova. Veinticinco escuadrones de caballería siguieron el mismo rumbo, habiéndose destinado la ciudad de Siena, en Toscana, para la junta general del ejército, a fin de dirigir desde allí sus operaciones contra el reino de Nápoles.

En el ínterin se efectuaba la unión de las tropas, el Rey Católico nombró al serenísimo señor infante generalísimo de su ejército en Italia, permitiéndole disponer de todos los empleos que vacarían en él, desde el más inferior hasta el de mariscal de campo. Como ya había entrado Su Alteza Real en los dieciocho años de su edad, escribió con ocasión de esto una carta a los ministros de la regencia de sus Estados, declarándoles que estando fuera de tutela, había tomado la resolución de gobernar por sí mismo, y aún estableció una ordenanza por la cual mandó que sus sucesores en los ducados de Parma y Plasencia serían tenidos por mayores en la edad de catorce años. Así se trató al César y al Imperio con esta emancipación, en desprecio de las leyes y estatutos del Cuerpo germánico. La duquesa viuda Dorotea recibió también un acto de los Reyes Católicos, que la constituía regenta de estos Estados durante la ausencia del señor infante, con plena facultad de ejercer los derechos de soberanía en ellos.

Ya había llegado la vanguardia de la armada española en Liorna, compuesta de nueve navíos de guerra, bajo el mando de don Manuel de Alderete. Los duques de Montemar y de Liria, que desde el mes antecedente se hallaban en Parma, concertaron los medios de abrir la campaña y aprovecharse de la confusión que reinaba en Viena. En consecuencia, se destacó un cuerpo de tropas para que se apoderase de la Mirándula, mientras otro cuerpo de las de Toscana se hizo dueño del principado de Piombino. Por otra parte, el duque de Castropiñano, que acababa de desembarcar en el puerto Especie, se apoderó de los fuertes de Aula y Lavenza, haciendo consentir a la duquesa viuda de Massa recibiese guarnición española en el castillo de la ciudad de este nombre.

Esta guerra, ya encendida en tantas partes contra el Emperador, no dejó de poner en grandes embarazos a la corte de Inglaterra. La de Viena no cesaba de solicitarla para que concurriese con fuerzas poderosas en su socorro, en virtud de los tratados y garantías tantas veces estipuladas a su favor. El ministro de Francia, el señor de Chavigny, no omitía medio alguno para persuadir a Su Majestad Británica la neutralidad. El conde de Montijo, en Londres, esforzaba las plausibles razones de los Reyes Católicos en la determinación tomada contra el César, y esto dejaba al Ministerio británico en la mayor perplejidad, porque quería interesar a los Estados Generales en esta guerra; pero habiendo sus altipotencias firmado ya la neutralidad por lo concerniente a los Países Bajos, fue preciso disimular para no perder las ventajas que la respectiva buena unión y correspondencia con España prometió a los vasallos de aquella Corona, cuyo goce no debía, al parecer, interrumpirse por muchos años.

No obstante, conociendo Su Majestad Británica que la nación entera se inclinaba en favor del Emperador, le pareció de la última importancia convocar a ambas Cámaras en una coyuntura tan delicada y participarla con cuánto ardor habían emprendido la guerra contra Su Majestad Imperial las Coronas de España, Francia y Cerdeña. «Esta guerra, dijo, se hace hoy la atención de la Europa, y aunque no me he empeñado, ni tengo parte en ella hasta ahora, con todo, no puedo mirar con indiferencia las consecuencias que dimanarán de semejante empresa, sostenida de tan poderosa alianza»; que era preciso considerar seriamente lo que con justicia se podía exigir por el honor de su Corona, la reputación de sus reinos y el verdadero interés de sus pueblos; que así esperaba concurrirían ambas Cámaras en mantener el decoro de ella, mayormente en tiempo en que se veía en armas a toda la Europa, dándole nuevas pruebas de su celo.

Lo cierto es que a vista del semblante que tomaban los negocios generales, la prudencia dictaba prevenir con poderosas flotas los futuros acontecimientos; por tanto, el rey Jorge, con los extraordinarios subsidios que le concedió su Parlamento, se dedicó a aumentar la marina de Inglaterra y armar a toda priesa, sin dejar, no obstante, salir sus escuadras al mar, en que hizo dos beneficios a la Casa de Austria: el primero, porque la Francia, recelándose de tan grandes armamentos, no se atrevió por esta razón a enviar socorro a Polonia, por lo que la guerra se concluyó en breve en aquel reino con la rendición de Dantzig; el segundo, para hacer respetable y dar más peso a su mediación en caso de que los negocios se hiciesen más críticos para el Emperador.

Fundado en este principio dejó correr las cosas mirándolas de lejos, mientras el César procuraba justificar la sinrazón de la guerra que los aliados le hacían. La categórica respuesta que hizo a los motivos que la Francia publicó para hacérsela, no era lisonjera; y a pesar de la protesta de los electores de Colonia, Baviera y Palatino, que se resistían a tomar parte en esta querella, el Cuerpo germánico tomó la resolución de concurrir en las ideas de su jefe, declarando no se concedería a ningún príncipe o Estado del Imperio neutralidad bajo de cualquier pretexto que fuese.

La España no estuvo mejor tratada que la Francia en el manifiesto que mandó publicar el César contra esta potencia, refutando la memoria que el conde de Montijo presentó a la corte de Londres, en que se contenían las razones que el Rey su amo había tenido para unir sus fuerzas a las de los aliados contra la Casa de Austria, justa satisfacción que se debe a los potentados con los cuales se quiere tener buena correspondencia y aún a los pueblos, para estimularlos a que cooperen con su esfuerzo al fin de sus soberanos. Es así que el Imperio, resentido de la invasión de su territorio y de sus feudos en Italia, tomó las más acertadas providencias para repeler la fuerza con la fuerza y restaurar las conquistas que la buena fe y el descuido arrancaron de su poder.

El rey de Cerdeña publicó también los motivos de su determinación contra el César en un dilatado manifiesto en que se epilogaban los agravios que la serenísima Casa de Saboya había recibido de la corte de Viena desde el principio de este siglo, tomando por época la inejecución de las cesiones estipuladas en el tratado de 1703, los considerables gastos hechos en aquellos tiempos para la manutención de las tropas imperiales en el Piamonte, de los cuales aún no se había podido obtener satisfacción, la cesión forzada del reino de Sicilia por el de Cerdeña y otros muchos cargos a que se agregaba el principal de todos, que era su estrecho parentesco con Francia y la república de Polonia oprimida; pero la realidad de su empeño se dirigía a extender los límites de sus Estados, y la ocasión no podía ser más propicia, habiendo conseguido el fin de su alianza con Francia en poco más de dos meses, sujetándose el poderoso ducado de Milán. El Emperador no juzgó digno de su atención este manifiesto, por considerar al rey de Cerdeña su vasallo y del Imperio; por tanto, no respondió a él.

Así se terminó el año con estas ruidosas expediciones. Prometíanse los coligados mayores progresos el siguiente en Italia, y la Francia se lisonjeaba de que los reyes de Suecia y Dinamarca coadyuvarían no poco en sostener y defender la elección del rey Estanislao; pero estas potencias, aunque les paga anualmente el Cristianísimo grandes subsidios para conservarlas en su alianza, nunca se ha visto uniesen sus fuerzas con las de este príncipe, ni aun en los mayores aprietos en que se ha hallado, por lo que se infiere que la Corona de Francia, para no aumentar el número de sus enemigos, cuida de pagarles su amistad, sin que la resulte otra ventaja más que la de su neutralidad.




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Año de 1734

Con no menos estrépito empezó el año que el que acababa de concluirse. En Polonia todo estaba en armas y la confusión había llegado a lo sumo; talaban y saqueaban los afectos a Estanislao las casas y haciendas de los del partido contrario, y éstos no cometían menores excesos en venganza de los estragos que padecían, de manera que el reino ardía en guerra sin hacerla, concurriendo así sus naturales como los extraños a su total destrucción.

El Imperio no estaba más sosegado, aunque con diverso fin. Reunidos todos los miembros del Cuerpo germánico para su común defensa, hicieron extraordinarios esfuerzos a fin de prevenir a sus enemigos sobre el Rhin, o a lo menos impedir sus progresos; cada uno de los príncipes y Estados juntaba su contingente, debiendo unirse en cuerpo de ejército todo en Hailbron, ciudad situada nueve leguas distante del Rhin, en el ducado de Wirtemberg. En Italia pensaban los aliados en aprovecharse de sus precedentes conquistas para poner fin al poder alemán en aquel país. Tres ejércitos debían operar en consecuencia: la España, sujetar primero los reinos de Nápoles y Sicilia, como queda dicho, mientras los galisardos, oponiéndose a la entrada de los imperiales en Lombardía, favorecían este designio, para después, con la unión de los españoles, echarse sobre Mantua y allí consumar la grande obra. El Pontífice no miraba con desagrado este proyecto; ya había reconocido por rey de Polonia a Estanislao y consentido en que las tropas españolas transitasen por el Estado eclesiástico, nombrando Su Santidad comisarios para que no les faltase cosa alguna en su camino.

Aunque los venecianos se hallaban cercados de tantos ejércitos, sin embargo, no mostraron mucha inquietud; su cuidado fue presidiar las plazas fronteras sin dar que sospechar a nadie; y observando una exacta neutralidad, pusieron sus Estados a cubierto de todo insulto: es así que por su profunda política supieron conservarse la amistad de los coligados sin dar prudente motivo de quejas al Emperador. No sucedió lo propio con el duque de Módena; la situación de su país no permitiéndole mantenerse neutral, y no habiendo querido tomar partido alguno en este litigio en que se mostró favorable a los imperiales el mariscal duque de Villars, le obligó a que recibiese en su capital y en la fortaleza de ella guarnición francesa, no pudiendo eludir la instancia; pero por no padecer el desdoro de verse en sus Estados sometido a una nación extranjera, este príncipe se determinó a salir de ellos, retirándose a vivir en Venecia. La duquesa su mujer pasó a Francia, y sus hijos a Bolonia, donde se mantuvieron durante la guerra.

Impaciente el rey de Cerdeña de sojuzgar lo restante de Lombardía antes que la próxima primavera le inutilizase quizá sus proyectos, dispuso, no obstante lo riguroso de la estación, hacer el sitio de Novara, cuya trinchera se abrió el 3 de enero. Esta plaza, fuerte por su situación, podía hacer alguna resistencia; pero informada su guarnición de que todo el Milanés estaba ya sometido y que no tenía que esperar socorro tan pronto, tomó el partido de entregarse a los aliados, temerosa de quedar prisionera de guerra.

El teniente general de Coigny, que mandaba el sitio, después de cuatro días de trinchera abierta la concedió una capitulación honrosa y se retiró a Mantua. Las fortalezas de Lecco, Tezzo y Fuentes tuvieron la misma suerte, con algunas otras de menos importancia, pero la guarnición de esta última fue hecha prisionera de guerra por haberse defendido más de lo justo.

Aún quedaba Tortona y Mantua: antes de hacer el sitio de ésta se resolvió el de aquélla, que se hallaba bloqueada desde el principio de la precedente campaña, así para no dejar atrás una plaza de esta consecuencia, como por estar dudoso el suceso de la otra. El marqués de Maillebois estuvo encargado de esta empresa, y mudando el bloqueo en sitio hizo trabajar con tanto ardor a la tropa, que desesperanzado el gobernador de poder hacer mayor resistencia, tocó la llamada. El marqués de Maillebois no admitió la capitulación que éste pedía, a menos de entregarse también el gobernador de la ciudadela; pero resistiéndose éste, la guarnición de la plaza se retiró al fuerte. El día 8 de febrero se abrió la trinchera delante de él y después de haber sostenido siete días de fuego continuo, se entregó a los aliados, saliendo los enemigos con los honores de la guerra, para ser conducidos a Mantua en virtud de su capitulación.

El mismo día que se rindió Tortona salió el serenísimo infante don Carlos de Parma para Florencia, en donde después de haberse mantenido algún tiempo, pasó a Siena y de allí a Arezzo, para revistar las tropas españolas, que se componían entonces de veinticinco mil hombres. Tomadas todas las medidas conducentes a la conquista del reino de Nápoles, se encaminó el ejército por el Estado eclesiástico hacia aquel reino, que se hallaba en la mayor consternación. El cardenal Belluga se dio indecibles movimientos para prevenir las consecuencias que podía acarrear el arribo improviso de estas tropas. Esta Eminencia pasó a Pontemole con el aviso de que había llegado la primera columna de ellas, encargando mucho a los oficiales de atender a que el soldado no cometiese el menor insulto a los vasallos de la Iglesia; pero es tan difícil reprimir una tropa que marcha con la seguridad de no encontrar obstáculos en sus designios, que sus precauciones fueron inútiles. El gobierno de Roma dio quejas a los cardenales Aquaviva y Belluga, y éste salió por fiador de todo lo que pudiese acaecer.

Dándose por satisfecho el Santo Padre, y para que saliesen los españoles cuanto antes de los Estados de la Iglesia, se mandaron construir diversos puentes sobre el Tiber, pero la marcha de estas tropas se hacía lenta, porque se sabía que el marqués Visconti, virrey de Nápoles, daba indicio de defender la entrada a este reino, haciendo varios destacamentos, no sólo para inquietarlas, sino también para atacarlas, y había mandado fortificar a San Germán, llave del reino de Nápoles, y construir unas líneas en sus cercanías, a fin de apostar detrás la más gente que pudiese, y dar batalla al enemigo, si intentase forzarlas. Con efecto, algunas tropas imperiales entraron en el territorio de la Iglesia, y se llevaron las provisiones que se juntaban para los españoles. El gobernador de Cipriano fue acusado de inteligencia con los alemanes, y la Sagrada Consulta mandó arrestarle. Los soldados españoles, que la proximidad de Roma estimulaba a la deserción, eran presos y conducidos a sus regimientos, estipulando su perdón; a los enfermos se llevaban a los hospitales de esta grande ciudad, y los comisarios arreglaron con Su Santidad lo que se había de pagar por cada uno. Tanta condescendencia hizo gritar a los afectos al Emperador, que no podían mirar con indiferencia esta aparente parcialidad; y el cardenal Cienfuegos manifestó varias veces su displicencia a la corte de Roma; pero el Papa le respondió, para disculparse con el César su amo, que estaba pronto en hacer por los imperiales lo que había hecho hasta entonces por los españoles.

Esperábase en Roma al señor infante; todo estaba ya prevenido para su recepción, pero como hubo alguna dificultad acerca del ceremonial que se había de observar con Su Alteza, este príncipe se quedó en Monte Rotondo, tres leguas distante de esta capital, entre tanto llegaba otro refuerzo de tropas, que venía de España, debiendo desembarcar en las costas del reino de Nápoles, para después acometerle con todas las fuerzas reunidas. El duque de Liria, que tenía, a su mando ocho o diez mil hombres, y había de entraren el reino por el Abruzo para hacer una diversión al enemigo, recibió orden de incorporarse al ejército, quien con este cuerpo y el que se esperaba por instantes de España, debía ascender a cuarenta mil hombres efectivos, la mitad más de lo que era necesario para subvertir al dominio alemán.

Bien lo preveía el marqués Visconti, virrey; por tanto, pensó prudentemente ante todas cosas poner en salvo los archivos y muebles más preciosos, que envió por mar a Civitavechia; procuró asimismo asegurar el donativo gracioso que debía aprontar la ciudad de Nápoles en virtud de las órdenes del Emperador; pero ésta, ya contaminada a favor del real infante, buscó los medios de eludir las instancias que se la hacían. Sin embargo, esto no impidió al virrey tomar las más acertadas medidas para defender la entrada del reino a los españoles, mandando se adelantasen dos regimientos de caballería e infantería hacia San Germán, que se habían sacado de Capua y Gaeta, creyendo que con tres mil hombres que acababan de llegar a Trieste, y dos mil que hacía venir de Sicilia, juntar un cuerpo suficiente para detener los progresos de los españoles, a lo menos hasta recibir mayores socorros, que se le prometían de Alemania. El general Traun se puso al frente de estas tropas, pero vacilante la fidelidad de los napolitanos, los cuales son siempre codiciosos de mudar de dominio, hizo inútiles todas las medidas del virrey, a que no contribuyó poco la escuadra del conde de Clavijo, quien con el desembarco efectuado de las tropas que traía de segundo transporte, se dejó ver en las costas de Nápoles, después de haberse sometido las islas de Procida, Ischia y Pozuelo, y con esto asegurada la entrada en el puerto de Nápoles.

No pudiendo Visconti contener el alborozo del pueblo napolitano a vista de la escuadra española, y mucho menos contrarrestar un ejército de cuarenta mil hombres, tomó el prudente partido de retirarse hacia la provincia de Bari, para aguardar en ella de los puertos de Istria los socorros que se le hacían esperar; antes de tomar esta determinación abasteció los castillos de Nápoles de todo lo necesario para una dilatada resistencia, como asimismo las ciudades de Gaeta, Capua, Pescara y algunas otras de menos importancia.

Mientras tomaba el virrey las medidas más oportunas para la conservación de las principales fortalezas del reino, el señor infante salió con el ejército reunido de Monte Rotondo, habiendo llegado el 25 de marzo a Frosinone, último lugar del Estado eclesiástico, en donde encontró los diputados de varias ciudades y lugares del reino de Nápoles que venían a prestarle obediencia, vaticinio seguro del anhelo con que deseaban los nuevos vasallos (que iba a conquistar sin armas) la presencia de su dueño; pues aún no había pisado Su Alteza la raya, cuando se le mostraron afectos y sumisos. Por tanto, mandó este príncipe publicar un decreto en nombre del Rey Católico, su padre, en que después de evidenciados sus incontrastables derechos al reino, que las circunstancias fatales de una guerra civil habían arrancado de su legítimo dominio, se concedió una amnistía y perdón general y particular, comprendiéndose en ello todo género de delitos, sin excepción alguna, confirmando todos los privilegios del reino y anulando todos los impuestos y cargas que el Gobierno alemán había introducido: no obstante, aprobando y ratificando las gracias que el mismo Gobierno había concedido.

Este acertado peso acabó de someter a los más ásperos al dominio de España. El duque de Monteleón, que había levantado en sus Estados un regimiento para el servicio de los alemanes, y cierto don N. Caraffa otro, con que pretendían resistir a las ventajas que les hacía el señor infante, no fueron de los últimos a deponer las armas; pero no por esto se dejó de hacerles cargo, citándolos en la corte Católica para dar cuenta de su conducta, como se dirá en su lugar.

Propicio todo el reino para la recepción, de Su Alteza, este príncipe dispuso inmediatamente satisfacer su deseo, poniéndose en camino para este fin. El día 27 del referido mes llegó a Monte-Casino, donde el abad de esta célebre abadía le cumplimentó y ofreció guías para acompañarle, haciendo mil demostraciones de júbilo por el arribo de Su Alteza, quien prosiguió sin oposición su camino con el ejército hasta Aversa, tres leguas distante de Nápoles, en donde descansó. El duque de Montemar ya había dado las disposiciones convenientes para forzar las líneas Mignano junto a San Germán, mandando que dos mil granaderos y mil caballos pasasen por Benafre a tomarles la retaguardia, mientras el ejército los atacaría por su frente; pero informado el general español de que el conde de Traun, por falta de fuerzas suficientes, las había abandonado, prosiguió su camino sin obstáculos. Halláronse en el campo de los alemanes doce piezas de artillería clavadas, con muchas municiones de guerra, que se habían ocultado debajo de tierra, habiéndose retirado el general Traun entre Gaeta y Capua, para echarse en una u otra de estas plazas, según apareciese de urgencia.

Noticiosa la ciudad de Nápoles de haber llegado el señor infante a Aversa, el Ayuntamiento y los diputados de todos los tribunales vinieron a cumplimentar a Su Alteza, llevándole las llaves de la ciudad y prestarle juramento de fidelidad. Representaban estos diputados el electo de pueblo duque de Madalona, quien con este motivo hizo una elegantísima arenga a este príncipe, el cual por primera gracia concedió a la ciudad el título de grandeza de primera clase, mandando al electo del pueblo y a los diputados de cubrirse en esta cualidad.

Algunos días después, que fue el 13 de abril, el duque de Montemar entró en Nápoles con seis mil hombres, y ocupó inmediatamente los puestos que habían abandonado los imperiales, haciendo requerir a los comandantes de los cinco castillos llamados del Uovo, Nuovo, San Telmo, la Torre de San Vincencio y el toncón de Carmelitanos se entregasen, y que se les concederían los honores militares; pero habiéndolo rehusado, se dispuso el sitio de todos ellos a un tiempo, bajo la conducta del conde de Charny. Sin esperanza de socorro, era preciso que se rindiesen, pues aunque la defensa fue buena y justa, como de hombres que saben su obligación, no les quedaba otro recurso. El castillo de San Telmo se entregó el 27 de abril, quedando su guarnición, que constaba de cuatrocientos hombres, prisioneros de guerra. Lo mismo sucedió el 30 del propio a la torre de San Vincencio y toncón de Carmelitanos, con trescientos hombres. El del Uovo en 5 de mayo con ciento cincuenta; y el último, que era Castil Nuovo, en 17 de mayo, con cuatrocientos. Parte de estas tropas sentó plaza en el ejército español, y otra se embarcó a bordo de la escuadra para ser transportada a España. Sojuzgada la capital, fue nombrado por virrey del reino el conde de Charny.

Todos estos progresos no colmaban aún la idea del marqués Visconti; se mantenía siempre en el reino, y era preciso echarle o destruirle para sellar esta grande obra, mayormente habiéndose sabido que con cuatro mil hombres se había retirado hacia la costa del mar para esperar los socorros que le venían. Con efecto, le llegaron a Taranto los dos mil hombres que el conde de Sástago, virrey de Nápoles, debía enviarle, y poco después cuatro mil que bajaron de Trieste por el Adriático, y desembarcaron en la costa de Manfredonia, en cuyo refuerzo juntó un ejército de cerca de nueve mil hombres.

Antes de haber recibido el marqués Visconti este refuerzo, se habían destacado del ejército de Aversa dos mil granaderos e igual número de caballos bajo el mando de los tenientes generales, marqués de la Mina y duque de Castropiniano, y de los mariscales de campo marqueses de Castelar y de Bay, para ir en su seguimiento; pero sabido el socorro que habían recibido los enemigos, el duque de Castropiniano pasó en posta a Nápoles, a dar cuenta al serenísimo infante de esta novedad. El duque de Montemar recibió orden de Su Alteza Real, que con la mayor diligencia partiese a unirse con el marqués de la Mina, y se llevase algunos batallones hasta formar un cuerpo de doce mil hombres, y procurase alcanzar a los enemigos y darles batalla, lo que ejecutó después de haber dejado bloqueado Gaeta y Capua.

Mientras se daban disposiciones para lograr el intento, el serenísimo infante hizo su entrada en Nápoles (en 10 de mayo), y en consecuencia de la declaración del Rey Católico de quedar este reino en propiedad a Su Alteza, quien lo había conquistado con las armas de España, fue aclamado por Rey, reconociéndole inmediatamente por tal los ministros de las potencias coligadas. Luego después, sin perder tiempo, se dio orden para que cuatro navíos de guerra, a cargo de don Gabriel de Alderete, que se hallaban en el puerto de Nápoles, pasasen al Adriático, a fin de interceptar los navíos alemanes; el gran prior de Francia, el caballero de Orleáns, pasó con el mismo designio con sus galeras. El teniente general conde de Marcillac había sido destacado poco antes con seis batallones para atacar el castillo de Baya, que se entregó el 23 de abril con su guarnición prisionera de guerra.

Informado el conde Visconti de que el mismo duque de Montemar venía en su seguimiento, levantó su campo de Taranto y pasó a Bari, desde donde se transfirió después a Bitonto, y se atrincheró en un paraje sumamente ventajoso, y tanto que parecía impracticable. Una infinidad de murallas de piedra y tierra de alto de cuatro a cinco pies, en la distancia de más de un cuarto de legua, cercaban su campo, de manera que no se podía ir a él sin gastadores.

El teniente general marqués de Pozo Blanco y el mariscal de campo marqués de Castelar, que se habían adelantado con gran parte de la caballería española para acometer a la enemiga, viendo que ésta se había reforzado con la infantería debajo de Bitonto, lo participaron al duque de Montemar, cuya idea era alejarlos del mar, a fin de que no pudiesen retirarse del reino, según lo habían proyectado. Reglando el general español sus movimientos sobre los de los enemigos, determinó ir a ellos formado en seis columnas, y eligió el paraje más accesible para el ataque.

Resuelto éste, el día 25 de mayo las seis columnas avanzaron con intrepidez, llevando los gastadores por delante para derribar las murallas y hacer practicable el camino, cuya aspereza no podía franquear la caballería; por tanto, se hizo pasar la de la derecha a la izquierda, porque el terreno era algo mejor, y porque se tomaba en flanco la línea de los imperiales, que tenía menos extensión por aquella parte.

Sin aprovecharse los enemigos de su situación y ventaja del terreno, esperaron a que los atacasen, pero abandonada su infantería de la caballería desde el principio de la acción, y aunque hizo aquélla una vigorosa defensa, viéndose acometida en el centro por la columna que mandaba el conde de Maceda, empezó a flaquear, lo que conocido por el duque de Montemar, mandó hacer un ataque general por todas las tropas, las cuales, trepando por las cercas y murallas, vencieron con indecible presteza el embarazo que parecía oponer la naturaleza y el arte de las trincheras de los enemigos, que huyeron con precipitación. No es creíble el ardor que la tropa española manifestó aquel día, pareciendo haber influido el mismo en los caballos, que, franqueando las murallas medio derribadas, corrían como si nada se pusiese a su ímpetu. De esta suerte se hicieron dueños los españoles del campo de los alemanes y de diversos puestos que había dejado guarnecido con tropas el conde Visconti. Ahuyentada la caballería enemiga y dispersa por el campo, el duque de Montemar destacó varios cuerpos en su seguimiento, los que alcanzaron cogerlos cuasi toda sin más capitulación que salva la vida.

El general Radoschi, que mandaba la infantería, se retiró a la ciudad de Bitonto, con lo que pudo escapar de la derrota; y aunque ésta tiene un recinto de muralla y un castillo de bastante defensa, discurrió que la serviría de capitular honrosamente, pero decaído de su intento, mandó hacer un fuego continuo hasta la noche, que viéndose sin esperanza de mejorar fortuna, se entregó con harto sentimiento prisionero de guerra. La demás caballería, que había logrado mejor suerte, se dividió por diversos caminos tomando todos el de Bari; pero la española en su alcance no usó de picar su retaguardia hasta encerrar el todo en esta ciudad. El duque de Montemar pasó a ella luego que tuvo el aviso, y su presencia fue bastante para desarmarlo, habiéndose entregado el marqués de San Vicente (Pignatelli), su general, con las propias condiciones que los demás.

El número de los enemigos, según la lista que se encontró a uno de los ayudantes del general, pasaba de ocho mil hombres, de los cuales ninguno pudo evitar la muerte o la prisión, quedando todos por triunfo de la gloria de las armas de España. Los dos generales, los oficiales, las banderas, los soldados y caballos de los alemanes, como asimismo sus provisiones y municiones, quedaron en poder de los vencedores, a los cuales una victoria tan señalada no costó más de ochocientos hombres entre muertos y heridos. Las guardias walonas fueron las que más padecieron, y los capitanes de este cuerpo, condes de Brias y Buenamour quedaron en el campo de batalla, y herido peligrosamente don Luis Porter, porque esta columna fue la que decidió el suceso de esta jornada. El virrey Visconti tuvo la fortuna de salvarse, y se retiró a la ciudad de Pescara, pero habiendo sabido que el duque de Castropiniano se había puesto en marcha con seis batallones y un tren de artillería suficiente para reducir esta plaza, salió de ella el día 10 de julio para Ancona, donde llegó el siguiente con cuatro falucas y seis barcas armadas cargadas de su equipaje.

Esta memorable batalla por sus circunstancias adquirió infinita gloria al duque de Montemar, pues si se hubiera detenido en los sitios de Gaeta y Capua, según se inclinaban los más de los generales, habría dado lugar a que los alemanes se reforzasen con varios cuerpos de tropas que estaban en marcha para unirse al conde de Visconti, con especialidad seis mil croatos, que debían embarcarse en Trieste, lo que quizá hubiera mudado de semblante el glorioso principio de esta campaña. Hay instantes preciosos en la guerra que si se desatienden no vuelven a presentarse, y el general avisado debe poner todo su conato en aprovecharse de las ocasiones oportunas que se ofrecen, como que de ellas pende la suerte de las armas. Esto no se ocultó a la penetración y experiencia del duque de Montemar, quien pasó a Nápoles a dar cuenta al rey don Carlos de este suceso.

Agradecido este príncipe al servicio que acababa de hacerle este general, le creó duque, nombrándole gobernador perpetuo de Castel Nuovo, con catorce mil ducados de pensión al año, y seis mil para sus sucesores. El Rey Católico le manifestó también cuán grata le era su conducta, y le hizo grande de España de primera clase para él y sus herederos.

* * *

Mientras todo sucedía a medida del deseo en el reino de Nápoles, en Lombardía los aliados no estaban sin recelo; aplicáronse en fortificar y reparar sus conquistas del año precedente. Los imperiales, que no habían conservado más que Mantua, se reforzaban cada día con los nuevos socorros que venían de Alemania. El general conde de Mercy ya había llegado al Mantuano en los principios de febrero, y daba indicio de restaurar lo perdido mediante las medidas que tomaba; pero habiéndole acaecido un accidente de apoplejía a que estaba sujeto, todas las operaciones que había premeditado quedaron suspensas, y los galisardos no se aprovecharon poco de ella, para estrechar más y más a los imperiales en sus cuarteles. Restablecido el general austríaco de su indisposición, formó el designio, después de haber juntado sus tropas detrás del Po y del Oglio, de pasar estos dos ríos y obrar hostilmente contra los aliados.

Estos, para impedir de todos modos su proyecto, se extendieron a lo largo de ellos dividido su ejército en cuatro cuerpos, que ascendía al número de setenta mil hombres. El primero, compuesto de veinte mil, se apostó en Colorno (en el ducado de Parma), con el mariscal de Villars; el segundo, bajo la conducta del marqués de Coigny, y ocupaba la derecha desde Bozzolo hasta el Ferrarés; el tercero a la izquierda, a la orden del conde de Broglio, y ocupaba diversos puestos desde Soncino hasta el paraje donde el río Oglio desagua en el Po; formaban el cuarto los piamonteses, en un cuerpo separado hacia Pizighiton, para defender el paso del Adda, pero apostadas todas estas tropas de manera que podían en breve reunirse.

Tomadas todas estas medidas según la prudencia dictó, sin embargo ellas no impidieron al general Mercy pasar el Po en virtud de las órdenes expresas de la corte de Viena. La noche del día 1 al 2 de mayo mandó echar dos puentes sobre aquel río entre Borgoforte y san Benedetto, obligando a los regimientos piamonteses a retirarse, bien que sin pérdida, hacia Guastala. Lo propio sucedió al marqués de Coigny, quien habiendo reconocido la posición de los enemigos, no se atrevió a atacarlos y se retiró hacia esta plaza, a excepción de algunos batallones que se quedaron por la parte de Revere y la Mirándula. Avisado el mariscal de Villars de esta novedad y de haber pasado los alemanes el Po, dispuso acudir prontamente desde su campo de Colorno a Bozzolo, donde juntando la más tropa que pudo la hizo pasar en tres columnas el Oglio, y se encaminó hacia Serraglio para atacar la testa del puente de los austríacos.

La primera columna se enderezó a Curatone, donde había un puesto de doscientos imperiales que el brigadier Ratzki logró derrotar enteramente; la segunda columna, a cuyo frente estaba el rey de Cerdeña y el mariscal de Villars, se acercó al lugar de Martinara, pero habiéndose separado Su Majestad y el mariscal de su infantería y no teniendo consigo más que un destacamento de ochenta granaderos, y las guardias de Corps de este príncipe encontraron una partida de doscientos hombres que hicieron fuego sobre ellos, cuyo lance apretado les hizo tomar la resolución de hacerse lugar con espada en mano, echándose sobre los imperiales con tal ímpetu que los ahuyentaron, con pérdida de treinta hombres muertos y algunos prisioneros; la tercera columna, que se componía solamente de caballería, atacó Borgoforte; que defendían los coraceros imperiales, los que se vieron precisados a abandonarle. En este paraje se reunieron las tres columnas de los aliados.

De resulta de un Consejo de guerra que se tuvo en presencia del rey de Cerdeña, se destacó al mariscal de campo marqués de Lisle, con buen número de granaderos, para que fuere a atacar los puentes construidos por los imperiales; pero llegando dicho mariscal de campo al paraje en que creía estaban, halló que los alemanes los habían hecho bajar enfrente de San Benedetto, con lo cual, viendo el mariscal de Villars que el ejército austríaco había pasado el Po, menos un cuerpo que mandaba el conde de la Torre en el Mantuano, hizo hacer alto a la tropa y la puso en marcha para Gazzolo, habiendo forzado algunos puestos que el príncipe Luis de Wirtemberg había dejado para cubrir la marcha de su ejército.

La idea de los galisardos en su marcha forzada desde Colorno a Borgoforte era de atacar a los imperiales antes que hubiesen acabado de pasar el Po, pero inútilmente, pues llegaron después de efectuado.

No se puede negar que el príncipe de Wirtemberg hizo una acción digna de alabanza en pasar tan oportunamente aquel río, pues por este medio quitó a sus enemigos la ventaja de tener a su ejército encerrado en el Mantuano, en donde ya carecía de víveres y forrajes.

Después de haber pasado el Po el general Mercy, se adelantó hacia Luzzara, manifestando quería penetrar por el Modenés al Parmesano; pero dejándose caer hacia San Benedetto, tomó allí su puesto, campando sobre dos líneas, dejando algo más atrás un cuerpo de reserva, y no llegaba el todo a cincuenta mil hombres. La plaza de Mantua, mandada por el landgrave Darmstad, estaba abastecida de todo lo necesario para una vigorosa defensa, y su guarnición se componía de siete u ocho mil hombres, sin contar cinco a la orden del conde de la Taxis, que acampaban en sus cercanías.

Vencido el obstáculo de pasar un río tan caudaloso como es el Po, y en presencia de un ejército muy superior al de los alemanes, y las órdenes de Viena precisas para acometer a los enemigos, los austríacos se movieron en las orillas de este río hacia Torizila, y de allí continuaron su marcha formados en tres columnas, pasando los ríos Lenza y Parma, con lo que se hallaron a corta distancia de Colorno.

La opinión del mariscal de Villars era que se presentase batalla a los imperiales, mientras las fuerzas de éstos no podían, al parecer, competir con las de los aliados, para después hacer el sitio de Mantua. El consejo del rey de Cerdeña no fue de este dictamen, lo que originó alguna discordia entre los galisardos; pero habiendo llegado cartas de París al mariscal, se le dio a entender que teniendo por este medio distraídas las fuerzas imperiales, era consiguiente que, vencida la Italia y expulsas éstas de ella, se uniesen todas al Rhin, impidiendo los progresos de los franceses en aquella parte. La prudencia exige atender a su casa primero que a la ajena, y con esta sabia máxima se conformó el mariscal de Villars, quien consultó con Su Majestad Sarda varias disposiciones que juzgaba ventajosas a los aliados, después de lo cual emprendió su regreso para Francia, que había solicitado con motivo de su crecida edad y achaques, dejando el mando de las tropas francesas al marqués de Coigny, teniente general más antiguo, según las órdenes que tenía, entre tanto el Rey Cristianísimo lo dispusiese de otro modo; el suceso demostró que esta mutación de general no había sido perjudicial a las tropas aliadas.

Cuando todo estaba ya prevenido para una acción decisiva, si se juzga del ardor con que los imperiales deseaban llegar a las manos con los galisardos, no podía menos de ser sangrienta la batalla que el general Mercy había resuelto, a no haberle acometido otra vez el accidente apoplético, que le obligó a retirarse a Mantua, dejando el mando del ejército al príncipe Luis de Wirtemberg.

Queriendo este general señalarse, destacó doscientos dragones para que se apoderasen del sitio de Colorno (casa magnífica de los duques de Parma), Y también porque le pareció a propósito este palacio para fortificarse y tener a los enemigos siempre en movimiento, y con esto debilitarlos ínterin se restablecía el conde de Mercy de su indisposición. La idea era aparente, pero prevenidos por los aliados se trabó una escaramuza bastante viva. No queriendo los imperiales abandonar el empeño, cargaron de gente hasta que finalmente se apoderaron de Colorno. Los galisardos hicieron sus esfuerzos para recobrarlo. El día 28 de mayo pasaron el Po y camparon entre Sacca y Colorno; el 3 de junio el rey de Cerdeña y el conde de Coigny dieron orden al marqués de Maillebois que con veinte compañías de granaderos e igual número de piquetes acometiese por diferentes partes el burgo de Colorno, y procurase apoderarse de él penetrando de casa en casa hasta llegar al castillo, a fin de que por este medio quedasen frustrados los imperiales de su proyecto sobre el Parmesano, a cuyo fin se dirigía su anhelo.

Resueltos éstos a defenderse bien, hicieron traer de su ejército la artillería y reforzaron a Colorno con doce compañías de granaderos y mil hombres de piquetes bajo las órdenes del mayor general conde de Sins, al aspecto del mutuo empeño de las dos naciones contra una bicoca que no merecía se sacrificase tanta gente; el ejército galisardo se adelantó formando en cuatro columnas; el de los austríacos se puso en orden de batalla más acá del río Parma para recibir a sus enemigos. A las ocho de la mañana de aquel día, el marqués de Maillebois atacó con gran furia el puente de piedra que está sobre el río Orno, pero después de tres horas de fuego infructuoso se retiró a las casinas inmediatas, de donde no cesó de disparar lo restante del día, a que correspondieron los imperiales, con no poco destrozo en los aliados. Éstos trabajaron toda la noche en construir baterías para batirle en brecha, mientras su ejército dio la vuelta pasando el río Orno sobre dos puentes que tenían, para dirigirse a Parma, lo que hizo sospechar a los alemanes intentasen los enemigos alguna empresa sobre Regio, donde tenían sus principales almacenes. Resolviéronse, pues, al alba del día 5 a hacer desfilar su artillería con los pontones y equipajes, abandonando Colorno, y se retiraron a su campo de Sorbolo, sin que en su retirada, tuviesen el menor estorbo. Igualmente los aliados entraron en Colorno sin oposición alguna, y el rey de Cerdeña con el conde de Coigny asimismo aquella noche.

La toma y expugnación de Colorno no dejó de costar caro a uno y otro ejército; la pérdida fue casi igual y apenas reconocieron los aliados este bello sitio cuando entraron en él, no habiendo contribuido menos que los imperiales a su total destrucción. El conde de Mercy, que se restituyó mal convalecido de su enfermedad al campo dos días después de esta última acción, desaprobó que se hubiesen sacrificado tantos hombres por un puesto de tan poca consecuencia, y mucho más de que se hubiese abandonado, porque podía servir para las operaciones que meditaba.

Habiendo llegado al campo el 9 de julio cuatro o cinco mil hombres, conferenciado el conde de Mercy con los generales de su ejército y reconocido la posición de los enemigos como también el paraje en que el río Parma desagua en el Po, dispuso echar tres puentes de comunicación sobre el río Lenza; después destacó ochocientos hombres para reforzar Regio, donde tenía sus almacenes, como queda dicho. Concluidos los puentes, el día 13 pasó con todo el ejército el río Lenza y se acampó entre San Próspero y las montañas del Parmesano. La misma noche destacó al mayor general de Furstembusch con mil y quinientos infantes, seis compañías de granaderos y novecientos caballos, para ocupar el castillo de Monte-Chiarugolo, que guardaban cien hombres de milicias parmesanas, y aunque esta plaza era de bastante resistencia y con mucha munición, ninguna hizo la guarnición, entregándose a la primera intimación del general alemán. Presentaba el ejército imperial dos cabezas: la una hacia Monte-Chiarugolo y la otra a Colorno, formando su retaguardia una especie de ángulo agudo que terminaba a los puentes sobre el río Lenza.

El ejército galisardo se dispuso también a recibir a sus enemigos después de haber dejado en su campo de Sacca dos mil y seiscientos hombres para guardar las líneas de él; vino a ponerse en orden de batalla a Cerbara, en las cercanías de la abadía de San Martín, para observar desde más cerca el ejército imperial, de manera que distaba sólo milla y media uno de otro. El día 20 llegaron dos expresos al campo aliado, el uno de París con la noticia de haber promovido el Rey a mariscales de Francia al conde de Coigny y al marqués de Broglio; el otro de Turín a Su Majestad Sarda, con la triste nueva de estar la Reina enferma de peligro, con lo que el Rey tomó la posta para su corte.

La ausencia del Rey no causó mutación alguna en el ejército aliado, que se mantuvo en la misma posición en que Su Majestad le había dejado, hasta el 29, que los imperiales resolvieron atacarle, acercándose para este efecto hasta casi debajo de las murallas de la ciudad de Parma, en donde los galisardos habían dejado reforzada la guarnición de ésta por lo que pudiese acontecer.

Queriendo el conde de Mercy ocultar su marcha a los enemigos y atacarlos antes que estuviesen formados, dejó en las cercanías de Parma suficiente tropa y subió el río que pasa junto a esta ciudad. Después de haberle pasado, se acampó entre éste y el riachuelo Baganza. Informado el mariscal de Coigny de la marcha de los imperiales, discurrió que su intento era atacarle, por lo que habiéndolos reconocido con el de Broglio, se preparó a la batalla.

Avanzándose a un tiempo ambos ejétcitos, se encontraron en presencia uno de otro, separándolos solamente una calzada que va de Parma a Plasencia, bordada por ambos lados de un foso bastantemente profundo y ancho. La acción empezó a las nueve de la mañana. Todas las brigadas de los dos ejércitos se sucedían unas a otras con pruebas de extraordinario valor. Siendo el terreno en que se dio la batalla angosto, y de un frente menos que moderado, no se pudo emplear la artillería, ni tampoco la infantería pudo usar de la bayoneta; pero el fuego de la fusilería fue tan continuado y ardiente, que apenas se podrá encontrar ejemplo en las historias de otro semejante La caballería tampoco pudo obrar, por estar el terreno cortado y con muchas casinas, en las que tenían los galisardos varios destacamentos que causaron bastante daño en los imperiales. El furor con que se peleó hasta la noche, sin poder éstos llegar a las manos con sus enemigos, no puede atribuirse sino a la muerte del general Mercy, que sucedió a principio de la acción animando a la tropa con su ejemplo, pues es de creer que en breves horas hubiera hecho aquel general la jornada más gloriosa o más desgraciada, según la idea que se tenía de su modo de guerrear.

El príncipe Luis de Wirtemberg, como teniente general más antiguo, tomó luego el mando, y aunque dio muestras de perfeccionar la victoria que se le había declarado al principio, las heridas que este príncipe recibió, y los caballos que le mataron sucesivamente entre las piernas, no le dieron lugar de obrar con aquella agilidad y presencia de espíritu que requiere un enemigo activo y vigilante como es el francés; por lo mismo, se aprovechó éste de la mutación que había introducido la muerte del general alemán, manteniendo con tesón el ataque, hasta que los imperiales lo suspendieron, retirándose a su campo de Chiarugolo.

Hay quien dice que el príncípe de Wirtemberg, después de la muerte del general Mercy, desatendió en sostener a los suyos -que ya se habían apoderado de una casina con seis piezas de cañón y apuntaron contra los enemigos-, dejándose arrancar de las manos una victoria infalible, cuya resulta le hacía dueño de Lombardía. No hay duda que de haberse conseguido, el rey de Cerdeña se hubiera visto bien apretado y mucho más los franceses, pero no es creíble que el príncipe de Wirtemberg, cuya grandeza soberana no sirve al jefe del Imperio más que por dilatar sus dominios y hacerle más respetable en el orbe acreditando el valor germánico, pretendiese disminuir los laureles con que cubría sus sienes, por una emulación que no cabe sino en ánimos de bajos pensamientos; por tanto, nadie le puede disputar el haber cumplido con su obligación.

Fenecida esta memorable batalla a una hora de noche, se retiró el ejército imperial a su campo, que ocupó el día precedente, dejándose entre muertos y heridos cerca de seis mil hombres, aunque recogió los más de éstos en su campo. Los franceses hicieron subir la pérdida de sus enemigos a mucho más, disminuyendo la suya (como es regular a cada partido), pero en realidad la que tuvieron no fue inferior, si no excedió, pues el luto en Francia fue casi general, por haber perecido infinita nobleza; de los oficiales generales fueron los mariscales de campo marqueses de Lisle, de Mizón, de Valence y de la Chartre. De los alemanes, además del general Mercy, el príncipe de Culmbach, y el mayor general barón de Vins, sin contar muchos heridos de una y otra parte. Los más distinguidos de esto fueron el mariscal de Coigny, los tenientes generales de Guerchois, de Savines, Cadrieux y Louvigny, los mariscales de campo y brigadieres conde de Boissieux, príncipe de Montauban, Cadeville, duques de Biron y de la Tremouille, Contades, duque de Crussol, marqués de Fimarcon, los condes de Hautefort y de Maillebois, y el marqués de Suza, hermano del rey de Cerdeña, sin contar setenta oficiales de todos grados, en servicio de este príncipe muertos o heridos. De los alemanes, el príncipe de Wirtemberg, los tenientes generales conde de Diesbach y marqués de Este, los mayores generales de la Tour, Taxis y Palfi y tres coroneles.

El rey de Cerdeña, que como hemos dicho se había ausentado del ejército con motivo de la enfermedad de la Reina, su mujer, volvió al día siguiente a esta batalla con no poco sentimiento de no haberse hallado en ella; y queriendo aprovecharse de la muerte del general alemán, al otro día hizo marchar el ejército, con ánimo de cortar a los imperiales la retirada hacia San Benedetto, donde tenían sus puentes; pero esta empresa no tuvo el efecto que Su Majestad se había lisonjeado. Habiéndole faltado los víveres, después de haber pasado el Crostolo hizo alto en Guastala, donde tenían los alemanes un cuerpo de mil doscientos hombres, que hizo prisioneros de guerra, porque éstos ignoraban aún la noticia de la batalla de Parma.

El mariscal de Broglio, con un cuerpo de tropas, tomó hacia la derecha para observar y perseguir al príncipe de Wirtemberg, quien sin perder tiempo hizo conducir hacia la Mirándula y Revere (donde tenía un puente de comunicación con el Mantuano) el bagaje grueso y la mayor parte de las provisiones que tenía en Regio. Los aliados, que proseguían su camino con bastante lentitud, creyendo apoderarse de la Mirándula con tanta facilidad como de Guastala, se acercaron a la Secchia, pero allí supieron que el príncipe de Wirtemberg les había prevenido, haciendo fortificar sus puentes en Revere y tirar una línea desde esta plaza hasta la Mirándula, con lo cual Su Majestad Sarda estableció su cuartel en San Benedetto, haciendo acampar el ejército de los aliados cerca de la Secchia, junto a Bondanello. El mariscal de Coigny mandó echar un puente sobre aquel río enfrente de Zuistello, donde tomó puesto.

* * *

Mientras los galisardos acampados enfrente de sus enemigos más de dos meses en una total inacción, pareciendo haber dado fin a la campaña, los franceses en el Rhin no la empezaron hasta principios de abril. La primera expedición fue apoderarse de la ciudad de Tréveris, y de todo aquel electorado. El conde de Belle Isle, que la mandaba, se hizo dueño también de Traerbach, después de un corto sitio. El mariscal de Berwick, que había juntado todo el ejército junto a Spira, dispuso pasase el Rhin, lo que se efectuó el 5 de mayo por los puentes de los fuertes Luis y Keel, después de lo cual destacó al duque de Noailles para forzar las líneas de Ettlingen, donde había hasta diez o doce mil imperiales, que las abandonaron al acercarse los enemigos.

La construcción de estas líneas había costado mucho trabajo y mucho dinero, y a fin de que los austríacos no se prevaleciesen de ellas para oponerse a los proyectos que meditaba el duque de Berwick, mandó que los habitantes de las cercanías las demoliesen. El príncipe Eugenio, que no había llegado al campo imperial hasta fines de abril, se acercó hacia Muhlberg, pero sabido que las líneas estaban forzadas, se determinó hacer marchar parte determinó hacer marchar parte de sus tropas hacia Phortsheim, y la otra a Hailbron.

Creíase que después de haberse apoderado los franceses de las líneas de Ettlingen buscarían a sus enemigos para darles batalla, mayormente cuando éstos no pasaban de veinticinco mil a treinta mil hombres, y cuya destrucción no era difícil a un ejército de ocho mil hombres de que se componía el de los franceses, pero ya las negociaciones y solicitaciones de las potencias marítimas no influían poco en la corte de Francia.

Temían éstas, con razón, que, disipadas las tropas imperiales, quedase el Imperio abierto por todos lados; por tanto, no se descuidaron en conjurar la tempestad que amenazaba al Cuerpo germánico, cuya variedad de intereses le impedía obrar con aquella unión tan necesaria a su conservación.

No obstante, para romper todas las medidas de los franceses por si éstos querían penetrar en el Imperio, el príncipe Eugenio se mantuvo en su puesto de Hailbron en el ínterin llegaban los socorros que el Imperio había prometido, y debían ascender a cuarenta mil hombres, que verdaderamente se aumentaron mucho algún tiempo después; pero la lentitud con que ejecutó sus promesas obligó al príncipe Eugenio a mantenerse en la inacción, no atreviéndose a medir sus fuerzas, que no pasaban entonces de cincuenta mil hombres, con las del enemigo, que llegaban, con la unión del conde de Belle Isle, a cien mil combatientes, y así se vio obligado este príncipe a ser simple espectador de las talas y saqueos que cometían los enemigos en el Imperio, cuyos excesos, llegando a los oídos del Rey Cristianísimo, escribió al duque de Berwick remediase pronto y eficazmente semejantes desórdenes, castigando con rigor a todos los que se cogiesen en contravención de los bandos, orden que fue tan bien ejecutada que no tuvieron poco ejercicio los verdugos.

Desvanecidos los designios del mariscal de Berwick por la habilidad del príncipe Eugenio, y para no mantenerse aquél el la inacción, emprendió, por orden de su corte, el sitio de Philisbourg, cuyo memorable sitio hizo demasiado ruido en el mundo para dejar de apuntar sus principales circunstancias.

Esta fortaleza, situada a cuatrocientas toesas del Rhin por el lado de Alemania, la circundan siete bastiones regulares con sus flancos derechos y fosos de veinte toesas de ancho. Tiene por delante de cada cortina una media luna, y tenazas en el foso, con un camino cubierto precedido de otro y reductas bastionadas.

La situación de esta plaza es un pantano, hace el ataque casi imposible en la mayor parte de su circunferencia. El frente que hace cara al Rhin está cubierto de una obra coronada, compuesta de un bastión y de dos medios, con orejones y flancos curvos; y esta otra está rodeada de un foso de quince toesas de ancho, de un camino cubierto y de un foso delante. La distancia de esta obra al Rhin la ocupa una obra coronada con una media luna delante de su cortina, un foso de quince toesas, un camino cubierto, plazas de armas, travesías y reductos avanzados. Philisbourg tiene sobre el Rhin un puente de barcas, defendido por esta parte del río de una obra en forma de cuernos, con una media luna delante de la cortina, un camino cubierto y un foso. Todas estas obras, que forman la fortificación más perfecta y más regular, hacen a esta plaza una de las más fuertes de Alemania.

Prevenido todo lo necesario en Strasbourg para el sitio de esta plaza, el marqués de Asfeld se presentó el 23 de mayo delante, haciendo construir desde luego dos puentes, el uno sobre el alto Rhin y el otro sobre el bajo, donde tenía su cuartel. Después hizo trazar líneas de circunvalación de gran extensión y defendidas de distancia en distancia con bastiones y reductos. Se hicieron venir de Strasbourg cien piezas de cañón, cuarenta morteros y muchos pedreros; y todas las tropas se fueron acercando, habiendo dejado su campo el mariscal de Berwick para abrir la trinchera, que se efectuó la noche del 1 al 2 de junio, después de haber hecho entrar la mayor parte de la infantería en las líneas. En los primeros días el fuego de los sitiados no fue muy vivo, y los franceses se aprovecharon de él para trazar las primeras paralelas y alojarse sobre el ángulo del camino cubierto, que les costó muy poca gente y les fue de gran utilidad para establecer en él las baterías de cañón y morteros.

Habiendo establecido el duque de Berwick su cuartel en Rhinhausen, tomó la dirección del sitio, que hasta entonces había tenido el marqués de Asfeld, y llevó los ataques con tanto vigor y suceso, que se apoderó de un reducto, en donde se alojó. Conforme adelantaban los franceses sus trabajos, el fuego se hacía más vivo, y el 9 se vieron obligados a pedir una suspensión de armas para enterrar sus muertos. El 12 de junio, a las siete de la mañana, visitando este mariscal los trabajos de la trinchera, fue muerto por una bala de cañón que disparó la plaza; pero esta pérdida no interrumpió la prosecución del sitio, cuyo mando tomó el marqués de Asfeld, como teniente general más antiguo.

Dícese que esta muerte le fue pronosticada por el padre guardián de los capuchinos de Philisbourg, el cual, habiéndose retirado la víspera antes de amanecer de esta ciudad, por estar destruido su convento por las bombas y no haber seguridad en la plaza, había sido preso en la trinchera con un compañero que las sombras de la noche había separado. Este fue conducido al duque de Berwick, quien mandó le ahorcasen por espía, y aunque procuró disculparse de lo que se le acumulaba, sus representaciones no fueron atendidas y se le llevaba al suplicio cuando, sabido por el padre guardián, acudió prontamente al cuartel del general, haciendo las más vivas instancias para que se suspendiese un juicio tan indecoroso, y, por consiguiente, la ejecución, ofreciendo dar todas las seguridades del contrario mediante los informes de los motivos que le habían obligado a salir de la plaza y quedar preso mientras venían. Las lágrimas, instancias y protestaciones del padre guardián no pudieron ablandar el endurecido corazón del general, y resignado en la voluntad divina, no le quedó otro arbitrio que el de exhortar a su compañero a bien morir, ofreciendo esta víctima al cielo. Después de esta injusta ejecución levantó los ojos a Dios, pidiendo manifestase al mundo su poderoso brazo y no permitiese se quedara sin castigo tal inhumanidad, diciendo con espíritu profético sería la última que ejercería.

No se puede negar que el duque de Berwick era algo áspero en sus órdenes, y esta aspereza degeneró con la edad en crueldad; pero los que saben la necesidad indispensable de la rigidez en los ejércitos dispensarán, sin duda, a este general, mayormente sabiéndose la poca subordinación de los franceses a sus oficiales, cuyo libertinaje en campaña es con exceso, y se necesita del rigor para reprimirle.

No fue muy sentida la muerte del duque de Berwick del soldado, y aunque le sucedió en el mando otro por cuya orden no habían derramado menos sangre los verdugos en el reino de Valencia y Cataluña, sin embargo, parece que cobraron nuevo brío en el ataque de Philisbourg, cuyas crecientes de las aguas del Rhin inundaron sus trincheras, haciendo imposible el pasar de unas a otras sino en barcas, y las aguas del cielo destruían sus trabajos conforme los adelantaban.

La proximidad del ejército imperial, que después de haberse reforzado se había acercado a las trincheras con designios de acometerlas, no los inquietaba menos, y era menester todo el valor posible para resistir tantos cuidados. Con fundamento creían todos los políticos que el príncipe Eugenio haría levantar el sitio. Para este efecto había dispuesto su ejército de tal modo que formaba un medio círculo que por una parte encerraba el de los sitiadores. Mandó también este príncipe hacer algunos atrincheramientos para ponerse a cubierto de las bombas, y su campo lo defendían dos baterías de cañones de catorce piezas cada una, que, abrigándose de ellas los trabajadores, tiraban sin intermisión contra las líneas de los franceses, impidiendo en algún modo la comunicación de las dos alas.

Para desvanecer todos los proyectos del príncipe Eugenio, el marqués de Asfeld, a quien el Rey había nombrado mariscal, dividió en tres cuerpos las tropas de su mando. Treinta mil hombres se quedaron delante de la plaza para proseguir y concluir el sitio. Cuarenta y cinco mil, bajo de las órdenes de los duques de Noailles, de Richelieu, príncipe de Tingri y del conde Mauricio de Sajonia, guardaron la testa de las trincheras, mientras un tercero grupo de caballería, en número de treinta y seis mil hombres, ocupaba las orillas del Rhin, a fin de impedir el paso a los imperiales; este cuerpo le mandaba el duque de Duras y el conde de Belle Isle. Con estas disposiciones, el mariscal de Asfeld se preparó a cualesquiera sucesos, habiendo enviado al otro lado del Rhin los equipajes y bagajes para mejor oponerse al enemigo en caso de llegar a las manos.

Habiendo resuelto el mariscal atacar la obra coronada, el 4 de julio ordenó que doce compañías de granaderos, de aumento a la regular que montaba la trinchera, dieran principio al ataque. Los sitiados, que tenían hasta trescientos hombres en esta obra, hicieron avanzar cuarenta y cinco sobre cada una de las brechas, distribuyendo lo restante sobre las cortinas de la obra coronada. Los granaderos montaron sobre las brechas con bayoneta calada, atacaron los destacamentos y después de haberlos obligado a retroceder hasta el puente que comunicaba con la ciudad, los más quedaron muertos y muchos ahogados, por haberse rompido los puentes. Hicieron en esta ocasión los franceses ochenta prisioneros; después de esta acción establecieron éstos una batería, adonde se condujeron con la mayor brevedad los cañones de la obra coronada. El fuego de los sitiados fue horroroso aquel día y el siguiente; una bala de cañón derribó y echó a fondo una barca en la cual había doce criados del príncipe de Conti con un servicio entero para una gran comida que debía dar este príncipe a más de cien personas, sin que se escapase más que un hombre.

No obstante, a pesar del gran fuego de los sitiados, los trabajos se adelantaron con tanta diligencia y suceso, que el 16 ya estaban los franceses al pie de la contra-escarpa. Entonces, viendo el harán de Wutgenau (gobernador) que había una brecha suficiente al cuerpo de la plaza y que su cañón no podía casi causar daño a los sitiadores por su proximidad, pidió capitulación. El 18 se enviaron los rehenes de una y otra parte, y se firmó la capitulación a las seis de la tarde del mismo día. El 21 salió la guarnición con todos los honores militares para ser conducida a Maguncia, habiéndosela negado pasar al campo del príncipe Eugenio. Al salir el barón de Wutgenau de la plaza, los mariscales de Asfeld y Noailles hicieron grandes elogios por su bella defensa, y para manifestar o dar un testimonio auténtico de su valor, el primero, como general en jefe, le obligó a que recibiese de regalo uno de los más bellos cañones que hubiera en la plaza, además de aquél que se le concedió en la capitulación, en consideración a su mérito, y de los seis a la guarnición.

Es así que los franceses saben reconocer en sus enemigos la virtud; verdad es que el comandante de Philisbourg no se entregó hasta el extremo, y después de haberse defendido cuanto podía permitir el uso de la guerra.

La guarnición, que se hallaba al principio del sitio en número de cuatro mil quinientos hombres, se componía cuando salió de la plaza de dos mil ochocientos. La toma de Philisbourg no dejó de costar caro a los franceses: además del mariscal de Berwick, el príncipe de Leixin, de la Casa de Lorena, y tío carnal de la duquesa de Béjar, fue muerto en el sitio, pero no de un tiro de falconete, como se publicó. En un banquete tuvo este príncipe algunas palabras sobre negocio de familia con el duque de Richelieu, a quien dijo se había limpiado con haberse casado con una princesa de su sangre; esta expresión tan mal concebida como desmedida, en presencia de los más distinguidos del ejército, que arrancó funesto el vapor de la mesa, fue motivo para que saliesen en desafío, y aunque en el primer ímpetu de la cólera fueron heridos ambos, no quiso el príncipe sobreseer en el empeño hasta quitar la vida al duque; pero sucedió lo contrario, habiendo fenecido así un príncipe que merecía, ciertamente, por sus prendas mejor suerte.

Se procuró ocultar este duelo al Cristianísimo hasta que informado de su circunstancia pronunciase el juicio; lo cierto es que, sabido lo que ocurrió, y aunque transgresor el duque de Richelieu a la ley que establecieron varios reyes de Francia, y, por último, Luis XIV, con el mayor rigor a los contraventores, se dejó penetrar Su Majestad de las razones que insistían sobre el perdón del matador, y aún, a instancias del Rey, todos los príncipes de la Casa de Lorena en servicio de Francia se calmaron sobre un techo de tanta sensibilidad para ellos, conociendo la sinrazón del príncipe de Leixin, y se quedó en perfecto silencio. También murieron el marqués de Sully y un sobrino del mariscal DuBourg.

Mientras duró el sitio de Luxemburgo, el ejército imperial se mantuvo en el campo de Weisenthal, en donde el príncipe Eugenio hizo cuanto se podía esperar de su grande habilidad para socorrer a esta plaza. Confesó ingenuamente que esto era impracticable, y que de haber emprendido el forzar los atrincheramientos de los franceses, habría de sacrificar la mitad de su ejército. Con efecto, la línea de circunvalación de estas trincheras estaba hecha con tanto arte y defendida con tantos reductos y artillería que jamás se había visto otra igual. Todo el Imperio descansaba sobre la fortuna y talentos del príncipe Eugenio; pero el mundo nunca reconoció mejor la gran prudencia con que este príncipe acompañaba todas sus acciones, y aunque su ejército constaba de cerca de cien mil hombres, no le pareció deber aventurar tantos valerosos que le componían, sin contar más de cincuenta príncipes del Imperio que se hallaban en él, y entre otros el rey de Prusia con el príncipe su hijo, hoy Rey, a quien sucedió un caso de los más singulares, que produjo el hervor de la juventud, ardiendo en el deseo de pasear las cortes de Europa.

Inmediatamente después de la rendición de Philisbourg, el príncipe Eugenio se puso en marcha para ir a ocupar su antiguo campo de Brucksal. Libertados los franceses de la proximidad del ejército imperial, el mariscal de Asfeld hizo repasar el Rhin a la mayor parte del ejército, de manera que con la toma de esta plaza feneció la campaña en aquellos parajes, no atreviéndose unos ni otros a llegar a las manos, pues lo restante del año se pasó en observarse recíprocamente sin emprender la menor cosa.

* * *

En Polonia sucedió casi lo propio; habiéndose retirado el rey Estanislao a Dantzig con todos los de su partido, el general Lascy se dirigió hacia esta ciudad por ver si mediante alguna negociación con los magistrados de ella podía inclinarlos a que reconociesen al rey Augusto e hiciesen salir a Estanislao, negándole aquel asilo; pero no teniendo sus tentativas efecto, de que dio cuenta a la Czarina su ama, ésta dio orden al conde de Munich para que sin dilación pasase al campo a tomar el mando del ejército. Apenas llegó este general delante de Dantzig cuando hizo otra requisición al magistrado, dándole veinticuatro horas para responder; pero en lugar de amedrentarle sus amenazas, crecía su afecto por Estanislao, lo que determinó al ruso a obrar hostilmente contra la plaza.

A fines de marzo se formó el sitio de ella; pero por falta de gruesa artillería, los ataques fueron lentos hasta últimos de abril, que habiéndole recibido comenzó a bombardear la ciudad; desde entonces los ataques se fueron multiplicando, señalándose en ellos los sitiados, pues disputaban el terreno paso a paso; y los sitiadores, cuyo número se disminuía cada día, se vieron obligados a hacer bajar por el río Vístula la tropa que tenían en Varsovia, a la cual se juntaron hasta quinientos sajones.

Por este tiempo llegó a la rada de Dantzig el socorro que tanto se esperaba de Francia, y consistía en tres batallones, compuesto de dos mil y cuatrocientos hombres; pero no habiendo podido entrar en la plaza, se quedó en el fuerte de Wechselmunde. Asimismo llegó al campo ruso el duque de Sajonia Veissenfelts, general de las tropas sajonas, con ocho batallones y veintidós escuadrones, y este refuerzo era tanto más necesario cuanto sin él era de temer hubiesen levantado el sitio los rusos. Los franceses intentaron echarse en la ciudad y forzar las trincheras de los sitiadores, para cuyo fin se presentaron divididos en tres columnas, de acuerdo con la guarnición, que había de hacer una salida para favorecer este designio; pero sea que empezasen el ataque antes de tiempo o conociesen la imposibilidad de forzarlas, tocaron la retirada, dejándose muerto al conde de Plelo, embajador de Francia en Dinamarca, que se había embarcado a bordo de la flota y mandaba la primera columna en el ataque.

Poco después, la escuadra rusa, compuesta de dieciséis navíos, llegó con intención de atacar la francesa; pero no siendo las fuerzas de ésta más que seis navíos para competir contra aquélla, levantó el áncora y se retiró a Copenhague, y la tropa que había desembarcado en Wechselmunde formó un campo bajo del cañón de esta fortaleza. A su regreso a Dinamarca, la escuadra francesa se apoderó de una fragata y tres embarcaciones rusas, cuyos efectos y mercaderías se apropiaron, después de lo cual enviaron la fragata y tripulaciones a Francia.

El 11 de junio fue cuando la flota llegó a la rada de Dantzig; de resulta de un Consejo de guerra que tuvieron los generales Munich y Sajonia-Veissenfelts a bordo del Almirante Gordon, sobre los medios de reducir la ciudad y obligarla a que reconociese al rey Augusto; dos bombardas venidas con la flota se acercaron al fuerte de Wechselmunde para bombardearle, como también al campo de los franceses, que padecieron en extremo, y uno de los almacenes de pólvora saltó; al otro día sucedió el mismo accidente a la ciudad vieja.

No se puede ponderar la triste situación a que estaba reducida aquella poca tropa, sin seguridad en parte ninguna, sin pan ni ropa, careciendo de un todo y durmiendo en el suelo desde más de un mes que había llegado. Con todo, insistía el marqués de Monti a que se defendiese; pero siendo humanamente imposible de resistir a tanta calamidad, el señor de la Peyrouse, su comandante, tomó el prudente partido de capitular, no creyendo que fuese del servicio del Rey dejar sacrificar una tropa que había dado muestra de tanto valor y paciencia; así, salió con todos los honores militares, estipulándose que el fuerte de Lagsmunde se entregaría cuarenta y ocho horas después. La guarnición del fuerte de Wechselmunde, viéndose sin el apoyo de los franceses, pidió también capitulación, saliendo con todos los honores militares, a fin de que con toda libertad pudiesen en plena campaña prestar juramento de fidelidad al rey Augusto.

Habiéndose sabido en el campo ruso que la escuadra francesa se había apoderado, al tiempo de retirarse de Copenhague, de cuatro navíos rusos, se vio obligado el conde de Munich a quebrantar la capitulación hecha con los franceses, reteniéndolos y haciéndolos conducir a uno de los puertos de Rusia (Cronstad) hasta dar satisfacción de la presa de estos cuatro navíos que se habían cogido contra toda regla de justicia, no habiendo guerra entre la Rusia y la Francia, antes bien comerciando con toda libertad los vasallos de esta Corona en los dominios de aquélla.

En consecuencia, sobre esta detención se quejó altamente el señor de la Peyrouse a la corte de Rusia; pero obtuvo de Su Majestad Czarina el permiso de enviar a uno de sus oficiales a Francia con la declaración de esta princesa, en que decía que se veía obligada a retener estas tropas por derecho de represalias hasta que se restituyesen dichos cuatro navíos con sus oficiales, soldados, marineros, efectos y mercaderías, el cañón y municiones; en fin, todo en el mismo estado en que se hallaba cuando fueron apresados, sin excepción ni detención alguna, restituyéndolos en uno de los puertos de Rusia.

Entre tanto esto pasaba, los moscovitas estrechaban cada día más a Dantzig, cuyo magistrado, viéndose en fin sin esperanza de socorro, después de dos salidas que aún hicieron, sin duda para favorecer la fuga del rey Estanislao, y temerosos del asalto, pidieron treguas para capitular, enviando diputados al campo. El conde de Munich recibió esta proposición con altivez, no queriendo conceder al magistrado más de ocho horas; sin embargo, convino después en una de ocho días, mediante que se le entregase al rey Estanislao, el primado, el conde Pontowski y el marqués Monti, embajador que fue de Francia; pero habiéndosele respondido que el rey Estanislao había salido secretamente dos días antes sin ser sabedores de cosa ninguna, el general moscovita entró en furor y estuvo para no dar oídos a proposición alguna; volvió a empezar el bombardeo con más viveza que nunca, y según el ímpetu de su cólera parecía quería reducir esta ciudad a cenizas; pero dejándose mover de la sinceridad con que se disculpó y no haber tenido noticia de la evasión del rey, recibió al otro día los mismos diputados, con facultad de tratar en nombre del magistrado (que se sometía a reconocer y jurar a Augusto por su soberano) de las condiciones para la rendición.

Algunos días antes de firmarse la capitulación, los señores polacos que se hallaban en Dantzig, cautelosos, signaron un acto por el cual reconocían al elector de Sajonia por su legítimo Rey; esto ejecutóse el 29 de junio.

El marqués de Monti, que se vio preso y puesto a la custodia de una guardia de ciento y cincuenta hombres, reclamó altamente el derecho de las gentes, protestando de la violencia que se hacía a su carácter de embajador de Francia, pero inútilmente; bien instruido el general ruso, no le soltó por eso, y aunque todas las potencias de la Europa parecieron tomar parte en un hecho que tanto los interesaba, la refutación de los escritos del marqués de Monti hablaban a favor del mismo derecho que éste reclamaba, concluyendo que no debía ser mirado sino como una persona particular, supuesto que su carácter había fenecido con la muerte del rey Augusto II, cerca de quien residía en calidad de ministro.

Lo cierto es que no había recibido nuevas letras de creencia para con la República (trono vacante), y cuando las hubiera recibido, un ministro público no debe tomar parte en las turbulencias de un Estado, y mucho menos levantar tropas, formar regimiento con su nombre, mandarle y encerrarse en una plaza sitiada para cometer hostilidades, como lo prueban sus órdenes para la defensa de ella. Cualquier embajador, dice Wicquefort (libro I, sect. 29, p. 429) que abraza partido, pierde el privilegio de su carácter, como asimismo el eclesiástico a quien se coge con las armas en la mano. Grocio es del mismo dictamen (lib. II, cap. II, párr. 4, número 7): Quod si vim armatam intentet legatus, sane occidi poterit. El conde de Plelo, revestido de un carácter más real que el que se apropiaba, pagó con su vida la temeridad de su afecto por el rey Estanislao en el ataque de las trincheras de los moscovitas. En fin, de todos los afectos al rey Estanislao sólo quedó el primado, quien no quiso reconocer a Augusto; por tanto, fue conducido prisionero a Thorn, del mismo modo que el marqués de Monti, a quien guardó prisionero la Czarina hasta la pacificación general de Polonia, temerosa no fomentase dicho marqués la discordia.

Sin embargo, ella no dejó de continuar; y aunque los más de los magnates de Polonia habían reconocido y jurado a Augusto, los halagos y promesas de la Francia hacían que cada día algunos de estos señores, perjurándose, se retirasen a Konigsberg, donde se mantenía el rey Estanislao desde su huida de Dantzig, de manera que aumentándose su partido, causaba siempre celos con las correrías que hacía, hasta que finalmente se llegó a saber que las potencias marítimas habían entablado y propuesto a los Reyes aliados, como también al Emperador, ciertos preliminares para poner fin a la guerra.

Mientras los dos partidos opuestos se la hacían de un modo bien singular, porque el arte no la regía, reduciéndose por parte de los polacos a acometer cuando encontraban propicia ocasión, y huir cuando no, respecto de que toda su fuerza consiste en caballería y muy poca infantería; porque, como esta nación blasona de nobleza más que ninguna otra de la Europa, tiene a desdoro servir a pie, y así se ve que cuando hay una convocación general para tomar las armas, todos los nobles salen a caballo con sus criados, y en poquísimo tiempo suelen formar ejércitos de veinte mil, treinta mil y hasta cincuenta mil caballos, de manera que cargan al enemigo y se retiran del mismo modo, al símil de los moros; de suerte que no es fácil conseguir en su país una total destrucción en ellos.

Lo restante de la campaña se pasó en estas hostilidades que aniquilaban al reino, sin decidir cosa alguna a favor de Estanislao; antes los verdaderos patrienses clamaban por su quietud, que sólo las fuerzas moscovitas y sajonas podían restituir, y a esto se dirigían sus operaciones, tratando con suavidad a los que se sometían. El nuevo rey Augusto, por su agrado y munificencia, no procuraba menos el atraerse su obediencia; pero no se consiguió hasta el siguiente año, y después de exhaustos de todos medios sus contrarios.

* * *

Tantas desgracias como puede discurrir el lector que se seguían de la animosidad que reinaba en Polonia, cuyas consecuencias se extendieron en el Rhin y en la Italia, y funestas hacia el famoso sitio de Philisbourg como en la batalla de Parma a los franceses, sardos y alemanes, parece que la divina Providencia quería, manifestando visiblemente los derechos del Rey Católico, atender a la conservación de los vasallos de este piadoso Monarca en la conquista de los reinos de Nápoles y Sicilia.

Ya se ha visto al principio de esta campaña con qué felicidad se apoderaron de aquel reino, haciendo prisioneros cuantos lo guardaban, si se exceptúan las plazas de Gaeta y Capua, con algunas otras de menos importancia. El rey don Carlos no quiso perder el gran objeto de su pacífica posesión, resolviendo antes de concluir el año dar fin con el poder austríaco en aquellos dos reinos.

Con varios refuerzos y remesas considerables que habían venido de España, porque este príncipe no quería ser a cargo de sus nuevos vasallos, pues el yugo que pretendía imponerles era el alivio, dispuso sin perder tiempo hacer el sitio de Gaeta, mientras la ciudad de Capua quedaba bloqueada desde el principio de la campaña, esperándose reducirla por hambre. A este fin, el tercer convoy que vino a mediados de julio de Barcelona, tuvo orden de desembarcar parte de la tropa y la numerosa artillería y municiones que llevaba delante de Gaeta, adonde el duque de Liria era llegado, y empezado con la tropa que tenía a mover tierra para las trincheras y baterías.

Poco después el duque de Montemar pasó al mismo campo, a fin de tomar la dirección de la empresa, y por un proyecto que dio aquél a éste de formar un caballete en el mar, mediante algunas barcas que se echaron a pique, se estableció una batería para batir la puerta del mar de la misma plaza. Todo estaba ya pronto para atacarla, cuando se supo que el rey don Carlos había resuelto asistir en persona al sitio, por lo que se suspendieron las hostilidades contra ella hasta 30 de julio, habiendo llegado Su Majestad la víspera al campo, a bordo de la galera capitana de España. El conde de Charny ejerció su empleo de virrey en ausencia de Su Majestad.

Apenas puso pie en tierra este Monarca, pasó a visitar los trabajos y reconocer las trincheras; dio asimismo orden al duque de Liria para que requiriese a la guarnición imperial de rendirse, ofreciéndola partido ventajoso, y que de lo contrario no se la concedería capitulación ninguna. Este paso se dirigía a conservar la tropa española, pues preveía que la plaza, la mejor fortificada del reino y con una numerosa artillería, había de costar mucha sangre; pero el comandante respondió, como es regular en semejantes ocasiones, que estaba dispuesto a defenderse hasta el extremo. Esta respuesta fue como la señal para el disparo de sesenta piezas de cañón y veinticuatro morteros que hicieron aquel día un fuego cual no podía ser mayor y causó mucho daño en la plaza. La batería construida en el mar no hizo menos, y para animar a los soldados que estaban de trinchera mandó el Rey que les distribuyesen doscientos doblones.

El incesante fuego de los sitiadores puso en aprensión al gobernador, el cual, después de siete días de trinchera abierta enarboló bandera blanca pidiendo capitulación. Creía que entregándose algunos días antes podría obtener el pasar con su guarnición al ejército imperial de Lombardía, pero los españoles, que no querían que los alemanes aumentasen las fuerzas del conde de Konigseg, no atendieron a su demanda; y se estipuló en la capitulación que, saliendo la guarnición con todos los honores militares, entregarían las armas en el paraje donde se hizo la primera abertura de la trinchera, y quedaría prisionera de guerra. El conde de Tuttembach, gobernador de la plaza, a quien se concedió, y a la mayor parte de los oficiales, el permiso de pasar a Roma por algún tiempo, sobre su palabra de honor, padeció algo en su estimación, rindiendo una plaza tan fuerte y en tan breves días. Verdad es que estaba sin disculpa; pero una resistencia más dilatada no hubiera salvado la plaza ni la guarnición. En fin, ella salió en número de dos mil y quinientos hombres. Halláronse en Gaeta ochenta piezas de artillería y muchas municiones, pero pocos víveres. El hijo primogénito del pretendiente se halló en el sitio bajo el nombre de caballero de San Jorge; acompañó al rey don Carlos hasta Nápoles después de la toma de aquella plaza, y volvió a Albano con el nuevo duque de Berwick y de Liria, su primo.

Las ciudades de Pescara, Gallipoli, Brindisi y Aquila se rindieron casi al mismo tiempo a los destacamentos españoles que el duque de Montemar había enviado para ocuparlas. La primera se entregó al duque Castropiniano, después de una defensa más que mediana, quedando su guarnición prisionera de guerra, del mismo modo que de las otras tres. La guarnición de Cortona, después de haber clavado el cañón de la plaza, se retiró a Trieste, a bordo de una embarcación genovesa, no obstante la diligencia del gran prior de Francia, que cruzaba en aquellos mares con ocho galeras.

Sólo restaba Capua en el reino de Nápoles. El conde de Traun, que mandaba en ella, y bloqueado desde tanto tiempo, dispuso hacer una vigorosa salida para procurarse con qué subsistir, pues carecía de un todo, habiendo resuelto hacerla con dos mil y quinientos hombres divididos en tres partes; dos atacaron cada una por su lado los puestos españoles, para facilitar a la otra el medio de salir al campo y traerse todos los víveres que encontrase.

La idea tuvo buen éxito, pues condujo a la ciudad hasta mil carneros, cien vacas y otras muchas provisiones que encontraron sobre las tierras del príncipe Corsini. Los otros no tuvieron la misma suerte, habiendo corrido riesgo de que ninguno volviese a la plaza, porque, como toda la fuerza se hallaba por aquellas partes, la resistencia fue tal que, cediendo al valor de los españoles, éstos los siguieron con espada en mano hasta la entrada de la ciudad, donde se disponían a dar el asalto cuando los imperiales se retiraron al castillo; entonces los habitantes abrieron las puertas, sucediendo lo propio a Villacampina, donde los españoles entraron a fines de agosto, después de haberse retirado los alemanes a la fortaleza y roto los puentes de comunicación.

Siendo de la mayor importancia reducir por la fuerza esta plaza, se resolvió en un Consejo que se tuvo en presencia del Rey poner fin a las correrías de aquella guarnición, pues los habitadores de las cercanías representaban cada día a los españoles que no había seguridad para ellos ni en el campo ni en sus casas, y que, a pesar del bloqueo, hallaban los enemigos medio de salir de la plaza y forrajear hasta tres y cuatro millas distante de ella.

Por este tiempo, un grueso destacamento se atrevió el 20 de octubre a pasar hasta la abadía del Monte Casino y sacarla setenta mil ducados, muchos granos y otras provisiones, en venganza del afecto de su abad por los españoles, a quienes hizo grandes recepciones cuando el señor infante pasó por allí. En otra ocasión, habiendo sabido el conde de Traun que el río Volturno había salido de madre y se había llevado los puentes que mantenían la comunicación entre los diferentes cuerpos españoles que le bloqueaban, mandó al general Goeldi que saliese con tres mil hombres y al unos carros cubiertos, haciendo ademán de que toda la guarnición, aprovechándose de esta coyuntura, quería retirarse hacia el Estado Eclesiástico. Con efecto, percibido por los españoles al parecer el intento, destacaron dos mil caballos con alguna infantería para impedir o retardar la retirada; pero el general Goeldi hizo parar su gente y descubrir sus carros, los cuales, de repente convertidos en cañones cargados de metralla, hicieron desde luego un daño considerable en la infantería española.

La caballería de esta nación se extendió con designio de cercar los imperiales, pero el general Goeldi, previniéndola, envió un destacamento que tomó a esta caballería por el flanco y por detrás; hizo trescientos prisioneros y obligó a los demás a huir. Además de estos prisioneros, los imperiales les mataron gente, se llevaron mil puercos, dos mil sacos de harina, muchos granos, bagajes y algunos cañones. Entre los prisioneros se encontró un general y un coronel.

Este golpe, juntamente con algunos otros, hizo se tomase la resolución de no diferir más el sitiar esta fortaleza en toda forma. El conde de Charny, los duques de Liria y Castropiniano fueron encargados del sitio; habíanse propuesto al conde de Traun varias condiciones para que entregara su plaza; pero no viéndose obligado por la necesidad, nunca había dado oídos a ningún ajuste, mayormente cuando su valor le había hecho encontrar recursos durante más de cuatro meses que estaba bloqueado para mantenerse; pero al fin, viendo que se arrimaba la tropa española a la fortaleza y se construían baterías en oportunos sitios para batirla y bombardearla, después de haber aguantado por algunos días el fuego de los sitiadores y correspondido con lo mismo, conociendo por último sería preciso imitar a las demás guarniciones del reino, resolvió capitular y obtuvo el salir con todos los honores militares, con la condición de que él ni su tropa pudieran tomar las armas durante un año; así fenecieron los progresos de las armas católicas en el reino de Nápoles con la rendición de esta plaza, la cual sellaba la posesión absoluta del serenísimo infante don Carlos.

Como el puerto de Nápoles se hallaba lleno de los navíos españoles que habían convoyado en varias ocasiones tropas, municiones y dinero, y siendo ya la mayor parte de ellos inútil después de haber descargado el último transporte millón y medio de pesos, que se destinaban para el recobro de Sicilia, mandó el rey don Carlos se restituyesen a España, con cuya ocasión envió al Católico, su padre, hasta dos mil prisioneros alemanes, habiendo tomado los restantes partido en las tropas españolas.

Presumíase con fundada razón que el reino de Sicilia no había de costar más que el de Nápoles. Ansiosos sus habitadores del dominio español, habían enviado desde el mes de junio sus diputados al real infante, suplicándole no dilatase el recobro de su país, que la propicia coyuntura le ofrecía sin estorbo.

En Barcelona se prevenía para este fin todo lo necesario para esa empresa, y no habiendo ya enemigos que combatir en Nápoles (si se exceptúa la plaza de Capua, que estaba bloqueada), se efectuó el 21 de agosto, en el puerto de este reino, el embarco para esta nueva expedición. Constaba el ejército de dieciocho mil infantes y dos mil caballos. Los generales nombrados fueron el duque de Montemar, general en jefe, a quien el serenísimo infante declaró virrey de Sicilia al tiempo de embarcarse. Los tenientes generales eran los condes de Marcillac y Mauda, el marqués de la Mina y los duques de Castropiniano y Gracia Real.

Puesta la armada a la vela, parte de ella, al mando del conde de Marcillac, tornó sobre la izquierda, dirigiendo el rumbo al faro de Mesina, mientras el duque de Montemar dirigió el suyo hacia Palermo, habiendo dado fondo en Solanto. Allí vino el príncipe de Paligonia con casi todo el Senado a reconocer y prestar juramento de fidelidad al serenísimo infante en manos del duque, quienes le acompañaron a Palermo, donde hizo su entrada el día primero de septiembre.

Los alemanes, que se habían retirado de aquella capital, dejaron cuatrocientos hombres de guarnición en el fuerte de Castellamare, situado junto a la ciudad, con orden de hacer la más vigorosa defensa; entretanto se desembarcaba la artillería para atacarle, el general español, después de haber ocupado terreno, destacó algunas tropas para bloquear a Trápani y Siracusa.

Mientras daba disposiciones el duque para someter en breve la isla, el conde de Marcillac había desembarcado en la torre del faro. Luego que el comandante de ella descubrió a los españoles, se retiró con la guarnición a Mesina, después de haber clavado los pocos cañones que tenía y puesto fuego a la pólvora, de cuyo efecto saltó la mayor parte de la torre. Después se adelantó Marcillac hacia Mesina, donde encontró los diputados del magistrado, que le aseguraron el deseo que tenían de recibirle y abrir las puertas de la ciudad, luego que se obligase al príncipe de Lobkowitz a retirarse a la ciudadela.

A vista de la revolución general que había en los ánimos a favor de los españoles, la mayor parte de las guarniciones de los castillos y fortines intentaron retirarse a Mesina, Trápani o Siracusa, pero en vano; las más fueron cortadas, destruidas u obligadas a volver a sus plazas, de manera que en pocos días se rindieron casi todos a los españoles, quedando prisioneros de guerra.

Estas rápidas conquistas, hechas en menos tiempo que el que sería necesario para recorrer la isla, y a las cuales no coadyuvaron poco sus moradores, determinaron al duque de Montemar pasar a Siracusa, que hizo inmediatamente embestir al conde de Sástago, virrey de Sicilia, que desde Palermo se había retirado a ella; salió pocos días antes con su familia y efectos para Malta, después de haber exhortado a la guarnición a hacer su deber.

De toda la Sicilia no quedaban a los imperiales a fines de noviembre más que la ciudadela de Mesina, las plazas de Trápani y Siracusa, situadas a los extremos de la isla, que estaban estrechamente bloqueadas, no habiéndose juzgado a propósito formar el sitio de ellas, porque se hallaban en estado de hacer una larga resistencia y hacer perecer mucha gente; y el duque de Montemar, cuya máxima era conservar la tropa, discurrió con fundamento que viéndose sin esperanza de socorro se entregarían, como en efecto sucedió; y no siendo ya necesaria su persona en aquel país, en virtud de las órdenes de España, se restituyó a Nápoles, donde se concertaron las medidas para la próxima campaña de Lombardía; debiendo pasar a ella con un ejército de veinticinco mil hombres, unirse a los galisardos y obrar de acuerdo con ellos.

* * *

No había sido tan propicia la actual para los aliados en Lombardía, como la que acababan de terminar los españoles en los reinos de Nápoles y Sicilia; pues nada había aumentado a sus conquistas de la precedente. Desde la batalla de Parma se habían mantenido ambos ejércitos en una total inacción, y el arribo del conde de Konigseg a mediados de julio no los había hecho mudar de posición. Este astuto general, después de revistar sus tropas y hecho transportar a Mantua las municiones y artillería, de que no necesitaba, se aplicó en dar más extensión a su ejército, para lo cual, cinco días después de haber llegado, se puso en marcha para Quingentolo, sin que los aliados hiciesen el menor movimiento para inquietarles, no obstante ser superiores en fuerza, aunque su caballería no era tanto, con mucho, como la de los imperiales.

Separaba ambos ejércitos el río Secchia, y como el conde de Konigseg desde su arribo buscaba todos los medios de sorprender a sus enemigos, dispuso una estratagema, que de haberle salido bien hubiera mudado de semblante la situación de los negocios del Emperador en Italia. Informado por sus espías, a quienes recompensaba largamente, y mantenía no pocos, de que el rey de Cerdeña se hallaba frecuentemente en su cuartel de San Benedetto sin más custodia que la de su guardia ordinaria, discurrió le sería fácil sorprenderla y hacer a este príncipe prisionero. Para este efecto, el día 9 de agosto formó un destacamento de gente escogida y dio al comandante las instrucciones oportunas para la ejecución de una empresa tan importante.

Favorecido de la noche, el destacamento se adelantó sigilosamente hacia el cuartel real; pero sucedió, por fortuna de Su Majestad, que en aquel mismo día habían concurrido los dos generales del ejército aliado a un gran banquete, llevando cada uno cincuenta hombres de escolta, de manera que el destacamento imperial, que lo ignoraba, habiendo reconocido por su inmediación que había más tropa que la regular, resolvió volver la espalda y retirarse. Los galisardos, que advirtieron el intento, tomaron las armas y corrieron sobre los alemanes, a quienes no fue posible alcanzar; sin embargo, se consiguió hacer dos prisioneros, los cuales, llevados a la presencia del rey de Cerdeña, confesaron la idea de su expedición; esto motivó a que los aliados hubieron de ceñir más su campo, para que la persona del Rey no estuviese en adelante expuesta a semejantes riesgos.

Lo restante de este mes hasta el día 14 del siguiente, ambos ejércitos quedaron en sus respectivos campos bien atrincherados, de forma que el uno no podía intentar un ataque contra el otro sin evidente peligro. Con todo, cansado de estar tanto tiempo en inacción, fraguó el conde de Konigseg el proyecto de atacar a los aliados y sorprenderlos, para cuyo fin juntó en su cuartel todos los generales del ejército y les dijo que tenía noticias ciertas de que los enemigos campaban sobre una línea, que su caballería, o la mayor parte de ella, tenía sus cuarteles en el Modenés, y que, pudiéndose vadear la Secchia en algunas partes, le parecía muy fácil el pasarla y por este medio lograr una memorable sorpresa.

Aprobada la proposición del conde de Konigseg, quedó acordado que cada general fuese a su puesto y estuviese pronto a marchar al paraje que se le indicase. Separóse el ejército en dos columnas, la una mandada por el conde de Welseg, que con el mayor silencio debía encaminarse a la Secchia, dar el alerta desde Quistelo hasta donde desagua este río en el Po y servir para defender el paso de la tropa que quedaba a la retaguardia. La otra columna, mandada por el príncipe Luis de Wirtemberg, debía ejecutar el verdadero ataque, y para mejor desconcertar o deslumbrar a los aliados, se había mandado al conde de Galles hacia Borgoforte con dos mil croatos, y al barón de Bestichingen con tres regimientos de coraceros sobre el Oglio.

Dispuestas así todas estas tropas, marcharon secretamente hacia el lugar de Gabiana, donde se dividieron en seis columnas, tres de infantería y otras tantas de caballería. La primera consistía en dos batallones y doce compañas de granaderos, haciendo de vanguardia bajo las órdenes del príncipe Hilburgshausen; seguían a éste el marqués de Valparaíso y el barón de Wachtendonck, con siete batallones; la segunda marchaba a distancia de doscientos pasos, compuesta de dos batallones e igual número de granaderos, mandada por el señor de Lindesheim y sostenido por los condes de Neuperg y Colmenero, con siete batallones. Entre esas dos columnas y algunas otras seguía la tercera, compuesta de seis batallones, mandada por el barón de Sukuw, para acudir a una y a otra, según lo requiriese la urgencia.

De las tres columnas de caballería, la una a la orden del conde de Waldeck, marchaba inmediatamente después de la tercera de la infantería, y se componía de dos regimientos; el conde de Hohenembsy, el príncipe de Saxe-Gotha con la otra, que se componía también de dos regimientos, marchaba a la distancia de una milla de la Secchia, y los barones de Zungenberg y de Cavanack, con la tercera, asimismo de dos regimientos, marchaban a la distancia de una milla más arriba con todos los húsares a su frente.

Todas estas columnas marcharon con tanto silencio y orden, que una hora antes del día 15 se hallaron en las orillar de la Secchia en frente del puerto, por donde se debía principiar el ataque, sin que los aliados hubiesen percibido la menor cosa. Al amanecer, que era la señal para acometer a los enemigos, el príncipe de Wirtemberg lo ejecutó por la derecha y el conde de Konigseg por la izquierda, porque de allí podía dar mejor sus órdenes a la caballería y porque este ataque era fingido y sólo para poner en agitación a los enemigos y dar tiempo a las columnas de la izquierda para pasar la Secchia, lo que se ejecutó tan felizmente, que a un mismo tiempo la infantería y caballería imperial penetraron el ejército aliado, y aunque la primera columna al paso del río llevaba agua hasta la cintura y tuviese por delante una casa fortificada que servía de cuartel al mariscal de Broglio, fue tomado con tal ímpetu que apenas aquel general pudo escaparse en camisa con algunos de su familia por las accesorias de su casa y se fue a poner al frente de la brigada de Campagne, que era el cuerpo de tropas que tenía más inmediato.

El remanente de su gente, su guardia, compuesta de cincuenta hombres con una bandera, diferentes oficiales, y entre éstos su hijo menor, brigadier de los ejércitos, fueron hechos prisioneros. Todo su equipaje, hasta el mismo cordón de Sancti-Spiritus, sus papeles, la caja o arquilla en que tenía una suma considerable en dinero, fue presa del vencedor, calculándose que la pérdida de este general ascendiese a más de ciento treinta mil dudados venecianos

Luego que los imperiales hubieron pasado la Secchia, se echaron sobre la brigada llamada del Delfín, haciendo al mismo tiempo adelantar hacia Bondanelo un destacamento de infantería, para impedir fuese socorrida, con lo que no pudiendo resistir por su debilidad, se entregó a la fuga, dejándose muchos muertos y heridos. Avisados el rey de Cerdeña y mariscal de Coigny de los movimientos del ejército imperial, acudieron con indecible presteza a ponerse a la frente de la línea donde hallaron al de Broglio, que había formado en batalla las brigadas de Champagne y Chivergne, y uniéndose otras dos se adelantaron todas cuatro hacia un canal seco; pero los imperiales, que con tesón proseguían la victoria que se les había declarado, habiendo llegado con fuerzas superiores, los desalojaron de sus puestos, retirándose los franceses detrás de otro canal paralelo al primero y abandonando sus trincheras de Quistelo. El conde de Waldeck, retirándose para reconocer este movimiento de los franceses, fue muerto de un cañonazo.

Habiendo llegado el ejército imperial al mediodía a Quistelo, observó que los enemigos juntaban sus fuerzas detrás del canal o foso donde se habían retirado, teniendo a su retaguardia la Secchia y a su izquierda y frente muchos reparos y casinas guarnecidas de artillería, por lo que el conde de Konigseg resolvió hacer alto, porque la tropa estaba sumamente cansada, pues había quince horas que estaba en movimiento. Esta sorpresa costó a los franceses más de cuatrocientos muertos y mil prisioneros. En este puesto mandó el conde de Konigseg a los generales Welseg y Lantieri viniesen a juntarse con las demás tropas por el puente que los aliados tenían en Quistelo, donde descansaron aquel día, distante una milla de los enemigos. Éstos pasaron de noche detrás de su canal y fueron reforzados antes del amanecer con siete regimientos, siete escuadrones de caballería francesa e igual número de saboyardos.

Habiendo reconocido el día 16 a la punta del día el rey de Cerdeña con el mariscal de Coigny que el ejército imperial, después de haber dejado delante de Quistelo un destacamento de infantería, se adelantaba por la parte de Gonsaga para oponerse al proyecto que los imperiales parecían haber formado de hacerse dueños de aquella plaza y quitar a los aliados la comunicación con sus puentes. El ejército aliado levantó el campo para marchar a Guastala y cortar las ideas del general alemán; el marqués de Maillebois mandó la retaguardia en esta marcha, que se hizo con buen orden, no obstante el fuego continuo de algunos destacamentos de caballería y de todos los húsares que se habían juntado para inquietarla. Sin embargo, no dejaron de perder los aliados en esta ocasión más de cuatrocientos hombres muertos, trayéndoles los imperiales al campo tres batallones de tropas piamontesas prisioneras con sus oficiales y banderas y un destacamento de quinientos franceses, de forma que los imperiales hicieron aquel día casi tres mil prisioneros, sin contar la mayor parte de los equipajes que los enemigos perdieron.

El ejército imperial campó aquella noche en San Benedetto, así para reposarse como para a aguardar las barcas que traían el pan y la cebada. El de los aliados llegó el 17 a Guastala y campó con su derecha al confluente de los ríos Botta y Crostola, y la izquierda, al Po, cerca de las trincheras de los puentes.

El conde de Konigseg, siguiendo su marcha, se adelantó hasta Monteggiana al puesto de Borgoforte, donde hizo juntar el puente que había servido en Quingentolo.

Al amanecer del día 18 volvió a ponerse en marcha y llegó al mediodía a Luzara, resuelto a atacar a los enemigos el siguiente. A este fin destacó el general Zungenberg con dos regimientos de caballería y cuatro compañías de granaderos, que se apostaron a la vista de los enemigos para observarles, y por la mañana del día 19 todo el ejército se avanzó sobre el dique del Po, marchando la caballería en la llanura. Tenían riales a su derecha el Po, cuyo río antes de llegar a Guastala hace un giro que deja delante de aquella plaza un verdadero y formal triángulo, y de que la orilla está llena de árboles, jara y broza, formando en medio un bello prado. En este triángulo estaban apostados los aliados, teniendo su infantería hacia el dique y entre los árboles, de forma que los imperiales no podían juzgar exactamente de su número. La caballería se había apostado en la llanura.

No obstante esta ventajosa situación que ocupaban los aliados, el conde de Konigseg no sobreseyó en el empeño de atacarlos y mandó al coronel Lindesheim se pusiese al frente de doce compañías de granaderos para echar a los enemigos de una punta de donde podían incomodar a su tropa. Siguieron inmediatamente los generales Valparaíso y Wachtendonck con siete batallones para sostenerle, y aunque hicieron los mayores esfuerzos no pudieron penetrar, porque los aliados sostenían aquel cuerpo continuamente con nuevas tropas, de manera que se vio Konigseg precisado a enviar al príncipe de Hilburghausen con diecisiete compañías de granaderos y seis batallones, bajo las órdenes del general Sichau, para sostener la derecha, que empezaba a flaquear.

Los condes de Neuperg y Colmenero siguieron también a éste con otros siete batallones, con lo que toda la infantería imperial se halló empeñada en un ataque formal que empezó a las diez de la mañana y duró hasta las cuatro de la tarde, ataque de los más sangrientos y obstinados que se han visto. Detrás de esta infantería se apostaron diversos escuadrones de caballería para sostenerla, mientras la restante, mandada por los generales Lantieri, Zungenberg, Saxe-Gotha, Balayra y Cavanack, peleaban con la de los aliados, haciendo los mayores esfuerzos para quitar a éstos la comunicación de sus puentes sobre el Po, donde apoyaban su izquierda.

El mariscal de Broglio la mandaba, y mientras daba sus órdenes para que la infantería hiciese los más convenientes movimientos, a fin de sostener el ataque, los carabineros reales, que no estaban distantes, pusieron pie a tierra y sostuvieron con indecible ardor el primer ataque de los alemanes. Los coraceros de esta nación se avanzaron para sostener a su infantería, y entonces los carabineros, que habían dejado sus caballos, volvieron a tomarlos para resistir al ímpetu de los imperiales, cuyo fuego no fue menos vehemente. La infantería de uno y otro campo combatió con extraordinario valor, habiendo mostrado ambos ejércitos la mayor intrepidez y observado una orden inexplicable. Todas las tropas hicieron maravillas, y la batalla tuvo tales y tantas alternativas en sus ventajas, que casi no se pudo fijar la victoria, pues ambos ejércitos previnieron todos los ardides de su enemigo.

La conducta del marqués de Coigny fue muy celebrada, pues la derecha de su ejército no siendo atacada, mandó tan a propósito desfilar diferentes cuerpos de ella para sostener la izquierda en los parajes donde más se necesitaba, que con esta maniobra impidió que la izquierda no se aculase en el estrecho del triángulo, donde se hallaba embarazada de los continuos asaltos de los imperiales, que hubieran logrado una victoria completa si lo hubiesen conseguido, y a esto se reducían sus esfuerzos; pero aunque avanzaron con intrepidez y con ventaja al principio de la acción, nunca pudieron romper la caballería de los aliados, por lo espeso de los árboles, casinas y profundos fosos donde se habían éstos apostado, siendo tan seguido su fuego, que al principio de la acción quedaron heridos el marqués de Valparaíso y Wachtendonck, como también la mayor parte de los oficiales del Estado Mayor.

Siguióse a esta desgracia la de perder al príncipe de Wirtemberg en medio de la acción y cuando su presencia era más necesaria para conducir la infantería. El general Colmenero quedó asimismo muerto al fin de la batalla, de manera que tantas desgracias obligaron al conde de Konigseg, después de siete horas de combate, a hacer cesar el fuego y retirarse a su precedente campo de Luzara, adonde llegó a las siete de la tarde, dejando muchas piezas de cañón, muchas banderas y algunos timbales.

Se hace la cuenta que quedaron en aquella sangrienta acción doce mil hombres, entre muertos y heridos, a saber siete mil imperiales y cinco mil de los aliados. El príncipe de Wirtemberg se distinguió infinitamente y recibió varias heridas sin querer retirarse y, por fin, de un fusilazo en la frente quedó muerto en el campo. Los generales Valparaíso y Wachtendonck murieron también de sus heridas. Igualmente los generales Lantieri, Zungenberg y Hennin, gran número de coroneles, tenientes coroneles y otros oficiales; en fin, no hubo generales a quienes no se matase algún caballo entre las piernas, y al conde de Neuperg muchos, lo que produjo alguna confusión.

Los aliados perdieron un teniente general, un brigadier y cinco coroneles; cuatro tenientes generales quedaron heridos; cuatro mariscales de campo, tres brigadieres y diez coroneles, de que murieron algunos.

Son infinitas las alabanzas que se deben a los mariscales de Coigny y Broglio, que manifestaron en esta batalla su gran experiencia en el arte militar. El rey de Cerdeña, con su conducta, dio a conocer la capacidad del general más consumado por su presencia de espíritu e intrepidez en exponerse a los mayores peligros y prudencia en dar las órdenes más oportunas. Las tropas piamontesas, a la vista de su príncipe, no se distinguieron menos que las francesas; antes bien, se asegura que uno de sus cuerpos, que vino a sostener la izquierda a la mitad de la batalla, tuvo la fortuna y la gloria de resolver los enemigos a retirarse. Ambos ejércitos se atribuyeron la victoria, y en París como en Viena fue celebrada.

Sin duda, uno y otro tuvieron motivo para contarla. Los imperiales, por la sorpresa de la Secchia, y de los dos días siguientes en que hicieron un botín inmenso, muchos muertos y gran número de prisioneros, estaban fundados. Los aliados no lo fueron menos por lo que mira a la batalla, aunque nada ganaron; pero quedaron dueños del campo y los enemigos precisados a retirarse. Sin embargo, si se juzga por las consecuencias que ella tuvo, no se puede decir a punto fijo quién de los dos quedó victorioso. Aunque el conde de Konigseg se retiró el subsiguiente día a esta acción al campo de Monteggiana para comunicarse con el Serraglio, la falta de víveres y forrajes le hizo resolver a ello, y aunque los aliados destacaron alguna tropa para observarle, no se atrevieron a aventurar segunda acción; es verdad que estaba acampado en una situación ventajosa de difícil acceso y casi imposible de forzar. No obstante la ventaja de este puesto, no encontrándose forrajes en el país circunvecino, determinó pasar el Po; habiendo hecho venir los barcos de Quingentolo, formó un puente sobre el que hizo desfilar el día 24 la mayor parte del bagaje y alguna caballería, y el siguiente lo ejecutó el ejército con la artillería sin embarazo alguno; rompió el puente, enviando las barcas al Mincio, y se acampó en Borgoforte, donde llegó un refuerzo de dos mil croatos y algunos reclutas.

Temerosos los aliados de verse quitar su puesto hacia el Oglio, pasaron también el Po el 27, y se extendieron a lo largo del río Oglio con su derecha a Estrada y la izquierda a Bozzolo. Una parte de su ejército quedó acampada cerca de Guastala, bajo las órdenes del rey de Cerdeña, que se aplicó a fortificar mejor aquella ciudad; de allí destacó al marqués de Maillebois para que fuese a sitiar la Mirándula. Anque este príncipe no estaba de parecer que se hiciese esta empresa, por estar casi a la vista el enemigo, no obstante se resolvió a ella por haberle dado a entender los generales franceses que con la toma de esta plaza se coronaba la victoria y quitaban a los alemanes este recurso de la parte de acá del Po.

El conde de Konigseg, después de varios movimientos y haber dispuesto su caballería en varios parajes, por la comodidad de recibir sus forrajes, dio orden para que se condujese a Mantua el grueso bagaje del ejército, y a fin de dar a entender a los aliados que meditaba alguna nueva empresa, mandó distribuir a la tropa pan por algunos días. Avisados los generales franceses, vivían con no poca inquietud, no obstante ser superiores en fuerzas, y temerosos de una segunda sorpresa, descansaban de día y vigilaban de noche, habiendo dispuesto su tropa de modo que en poquísimo tiempo podía reunirse. El rey de Cerdeña dejó también los contornos de Guastala y tomó su cuartel en Sabioneta.

Mientras procuraba el astuto Konigseg deslumbrar a los aliados en las varias marchas y disposiciones que daba en su escrito, el marqués de Maillebois se presentó delante de la Mirándula con seis mil hombres, y sin perder tiempo intimó al comandante que se rindiese para evitar a su guarnición, que se componía de cuatrocientos hombres, los trabajos de un sitio y los daños de un asalto.

El comandante respondió con alguna más urbanidad, de que irritado Maillebois mandó bombardear la plaza entre tanto disponía lo necesario para formar el sitio de ella. El conde de Konigseg, que no cesaba de buscar arbitrios en los ardides de su imaginación, despachó un correo al gobernador de la Mirándula, con carta fingida, en que le decía estaba en marcha con diez mil hombres para socorrerle. Habiéndose preso el correo, siguiendo en esto sus instrucciones, el marqués de Maillebois no dudó de la realidad del aviso, que confirmaban varios oficiales franceses destacados del ejército para observar los movimientos de los enemigos, con que levantó el campo de las cercanías de la Mirándula y fue a reunirse con el mariscal de Coigny; lo mismo ejecutaron diversas partidas que estaban hacia Rovera. Esta retirada hizo más plausible las razones del rey de Cerdeña, manifestando no era a propósito ni oportuno el emprender este sitio mientras los dos ejércitos estaban poco distantes uno de otro, y que los imperiales se habían reforzado con muchas reclutas y seis mil hombres de tropa reglada. Esto ocasionó alguna disensión y dio prisa a censurar la conducta de los generales que lo habían aconsejado; pero habiéndose reconocido el engaño, el marqués de Maillebois tuvo orden de retroceder con un tren de artillería más numeroso, para formar el sitio en toda forma.

Reflexionando el conde de Konigseg que sus fuerzas no le permitían aventurar una acción general para salvar a la Mirándula, usó de su sagacidad para inquietar a los aliados con sus movimientos hacia el Oglio; a este fin dio orden a todos los oficiales de estar prontos a marchar, y la misma noche del 7 de octubre levantó su campo, con cuyo motivo discurrieron los aliados que Konigseg tenía intención de atacarlos, por lo que hicieron tocar la generala y poner sus tropas en batalla.

Mientras esto pasaba había destacado de su ejército hasta cinco mil hombres a las órdenes del conde de Neuperg, y los príncipes de Anhalt y Hilburghausen, para que, alucinando a los aliados, hiciesen un gran rodeo y se juntasen con un destacamento de caballería que estaba en Governolo y Ostiglia. Los generales galisardos, atentos al ejército enemigo, para cuya observación habían destacado una brigada de cada nación para avisar de sus movimientos, desatendieron al principal objeto de los enemigos, que era socorrer a la Mirándula. Con efecto, habiendo juntado éstos barcas suficientes para formar un puente sobre el Po, ellos lo pasaron el 12 de octubre, y cuando el marqués de Moucouseil acudió con su destacamento halló que la mayor parte había ya pasado, con lo que no pudiendo impedir, se retiró hacia la Mirándula, en donde no juzgó conveniente esperarlos el marqués de Maillebois, y aunque se hubiese este general establecido ya sobre el camino cubierto de la plaza y tuviese hecho brecha a ella, y dadas las disposiciones para bajar al foso, sin embargo tomó el partido de retirarse el día 13, pero con tanta precipitación, que abandonó ocho piezas de artillería gruesa, dos morteros y todas sus municiones y provisiones.

El conde de Neuperg llegó con su destacamento delante de la Mirándula un cuarto de hora después de haberse retirado Maillebois. La plaza, que se hallaba en el estado más triste, fue abundantemente provista de todo género de municiones que habían dejado los galisardos, y se reforzó la guarnición. Lo cierto es que el socorro no podía llegar más a tiempo; el comandante hizo más de lo que moralmente se podía esperar. Arruinada la ciudad de las bombas, y sólo con cuatrocientos hombres, resistió a los esfuerzos de los aliados, que perdieron más de mil hombres en este sitio.

Bien reparada y abastecida la plaza y deshechos los trabajos de los sitiadores, el conde de Neuperg volvió a repasar el Po después de haber dejado una fuerte guarnición en Rovera, y se juntó al grueso de su ejército, dejando una memorable idea de la capacidad y grandes talentos del conde de Konigseg en la guerra. Lo restante de esta campaña no le merecieron menos elogios de toda la Europa, y aunque se le frustró su designio en atacar a los aliados en Guastala, no se le pudo negar las acertadas medidas que había tomado para lograr el fin. Si al principio de la acción no hubiese perdido los mejores generales de su ejército, hay apariencia que hubiera conseguido la más completa victoria, porque estrechando a los aliados en el ángulo donde estaban acampados, no les quedaba otro recurso que arrojarse al Po para salvarse, no pudiendo el puente que tenían sobre este río contener todo un ejercito que huye delante de su enemigo, en la suposición, digo, de acularlos en la punta del triángulo que formaba su campamento.

Malograda la empresa de la Mirándula, los aliados no pensaron más que en precaverse de las emboscadas del astuto Konigseg, disponiendo su ejército de forma que cubría el campo del rey de Cerdeña en Sabioneta; y en esta situación hubiera fenecido la campaña si las copiosas lluvias que continuaron hasta el día 7 de noviembre e hicieron salir de madre los ríos Po, Oglio y Mincio, no precisasen a los generales de ambos ejércitos a buscar campos más acomodados.

El conde de Konigseg se retiró al Serraglio. El rey de Cerdeña, que había ido a dar una vuelta a Turín, habiéndose restituido al campo, de resulta de un Consejo de guerra, a vista de la posición de los imperiales, determinó abandonar las orillas del Oglio, donde carecía de muchas cosas necesarias, y retirarse a campar debajo de Cremona; y aunque, algunos generales eran de parecer contrario, sin embargo, se siguió el dictamen del Rey, que mandó retirar los pontones, quemar los demás puentes que tenía en el Oglio, echar a pique las barcas, y cegar las líneas y otras obras, con lo que se puso el ejército en marcha hacia su destino.

El conde de Konigseg, que había recibido varios refuerzos, sabiendo la resolución de los aliados, quiso concluir la campaña con una acción ruidosa. Para este fin se acercó a Oglio e hizo hacer varios movimientos a su ejército, siempre con la expectativa de ocultar sus verdaderos designios. Fue ocupando todos los puestos que habían dejado los aliados; éstos, después de dejar presidiados a los Estados de Milán y Parma, recogieron todas sus tropas hacia Cremona para cubrirlos, y abandonaron los Estados de Módena, sacando los pertrechos que había en ellos; establecieron sus hospitales en Parma, y para poner esta ciudad al abrigo de los insultos de los imperiales, destruyeron el famoso arco de Alejandro Farnesio y muchos edificios contiguos para formar una explanada, temerosos que las ideas de este general fuesen contra esta plaza; en fin, los aliados tomaron todas las precauciones que la prudencia dictó, esperando que lo rígido de la estación, las nieves y los caminos impracticables, le impedirían ejecutar sus proyectos, mayormente cuando sus tropas necesitaban de reposo.

Sin embargo, todas estas consideraciones no impidieron a Konigseg intentar la conquista de Guastala o penetrar en el ducado de Parma. Para este efecto, el día primero de diciembre se puso a la frente de quince a dieciséis mil hombres hacia el Po, que pasó el día 8; la infantería se avanzó a Luzara y la caballería a Novellara y Carpi. Hizo al mismo tiempo remontar el Po con cantidad de barcas cargadas de cañones, morteros y municiones que había hecho bajar de Mantua por el Mincio, mientras el príncipe de Saxe-Hilburghausen, con un destacamento de mil y doscientos hombres, con cuatrocientos húsares, pasó el Po en Viadana sobre un puente volante, y fue a ocupar el puesto de Versello, con intención de quitar la comunicación de Parma a Guastala, habiéndose puesto otro cuerpo en Sabioneta a la orden del general Wallis para socorrerle en caso de necesidad.

Avisados los aliados de estos movimientos, el mariscal de Broglio acudió a Guastala, donde el gobernador había tomado ya las medidas necesarias para su defensa, inundando las cercanías de esta ciudad. Después de haber visitado el mariscal sus fortificaciones y reforzado su guarnición, se puso en marcha para observar de más cerca a los imperiales. Habiendo llegado a Versello, halló que el príncipe de Hilburghausen acababa de abandonarle, repasando el Po, con que pudo disipar los proyectos del conde de Konigseg, cuya intención era construir un puente entre Viadana y Versello, unir después allí sus tropas y emprender el sitio de Guastala; pero sabido lo sucedido a Hilburghausen, llamó las tropas que estaban en Carpi y Luzara, y volvió a repasar el Po, tomando la una parte el camino de Sabiocello y la otra Buonporto y Final.

En este estado fenecieron en Lombardía las operaciones de la campaña. Después de haber dado este general pruebas de su ánimo, actividad y experiencia consumada, entregó el mando del ejército al conde de Wallis, y partió para Viena. El rey de Cerdeña volvió a Turín, donde estaba la Reina en los últimos períodos de su vida, y murió pocos días después del arribo de este príncipe.

El mariscal de Coigny tomó la posta para París, quedando el de Broglio sólo encargado del mando del ejército. Esta segunda campaña hacia Italia, como en el Rhin y en Polonia, era memorable por las dos sangrientas batallas de Parma y Guastala y por los famosos sitios de Philisbourg y Dantzig. Aquéllas no decidieron nada, y la pérdida fue casi igual. No sucedió lo propio en Philisbourg, pues parece que la toma de esta fortaleza estancó las operaciones, no atreviéndose unos ni otros llegar a las manos, contentándose con observarse recíprocamente.

El sitio de Dantzig fue el que quitó la corona a Estanislao, haciéndola pasar a las sienes del elector de Sajonia, habiéndose reducido con este motivo a su obediencia la mayor parte de los grandes de Polonia, que le reconocieron por su Rey legítimo.




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Año de 1735

Con gran disgusto de las potencias marítimas, que no habían tomado parte en esta guerra, la continuaban los aliados contra el Emperador. Los recelos de que este príncipe perdiese enteramente la Italia las tenía en continuo movimiento y buscaban todos los medios posibles de conciliar el honor de Francia, ultrajada en la persona del rey Estanislao, con los intereses del César. Ya habían entablado desde el año antecedente algunas negociaciones para procurar la pacificación general, temerosas de verse obligadas a empeñarse en esta revolución, que, no atajándose con tiempo, sus consecuencias podían derribar el cimiento con que habían establecido su seguridad en el tratado de Utrech.

El Emperador no cesaba de reclamar los socorros a que estaban obligados por el mismo tratado respecto de su contravención por parte de la Francia, y aunque había pretexto plausible para eludir las instancias de Su Majestad Imperial, sin embargo conocían las potencias marítimas que les era indispensable el mantenerse quietas, a menos de consentir tácitamente en la destrucción del equilibrio en la Europa, y esto era obrar contra una máxima por la cual habían sido tan celosos defensores; dependiendo, pues, la cesación de hostilidades de su conservación, insinuaron a la Francia ciertos preliminares que no podía menos de serle gratos. La archiduquesa gobernadora de Flandes consultó al Emperador, y por ella pasaron a Francia, de donde se traslucieron algunos de sus artículos que pusieron en bastante aprieto a los aliados de esta potencia, buscando cada uno sacar el mejor partido que pudiese. Las secretas conferencias que se tuvieron en Madrid, París y Turín fueron frecuentes. La primera quiso prevenir la Francia haciendo algunas proposiciones en Viena; el Cristianísimo no desechó las que se le hacían por parte de las potencias marítimas, que no le disimularon las amenazas; sólo el rey de Cerdeña, embarazado con sus ideas, no se atrevió a explicarse, fiando al tiempo su suerte, de manera que entre tres aliados unidos con los vínculos de la más estrecha amistad reinaba una suma desconfianza.

Entre tanto se hacía visible el fundamento de ella, la España no sobreseía en los continuos preparativos para proseguir la guerra. No quedaban de los reinos de Nápoles y Sicilia más que las plazas de Mesina, Siracusa y Trápani en este último, y era preciso reducirlas por la fuerza antes que algún contratiempo dilatase su conquista. A este efecto mandó Felipe V al rey don Carlos pasase incontinenti a Sicilia, no sólo para que le reconociesen y jurasen sus nuevos vasallos, sino también para acelerar la rendición de dichas fortalezas. El día 3 de enero salió este Soberano de Nápoles, emprendiendo su viaje por tierra hasta Reggio, donde se embarcó para Mesina. El mismo día se puso el duque de Montemar al frente de la tercera columna de las tropas que marchaban a Lombardía, y el subsiguiente tomó solemnemente el conde de Charny la posesión de su dignidad de virrey de Nápoles, para ejercerla en ausencia de Su Majestad de las dos Sicilias.

Cuando este Monarca llegó a Sicilia estaba ya la ciudadela de Mesina en punto de rendirse. El príncipe de Lobkowitz, que mandaba en ella, se había comportado durante el sitio no sólo como soldado valeroso, sino también como capitán experimentado y príncipe generoso; la falta de víveres le obligó, por fin, a capitular después de cinco meses de sitio. Cuando el conde de Marcillac le puso cerco no tenían para seis semanas de provisiones, y para subsistir avisó y mandó se cortasen por trozos varios cañones que no podían servir, vendiéndolos a los patronos o capitanes que pasaban el faro, y a quienes obligaba a abordar mediante algunos cañonazos que se les disparaban. Con este motivo sacaba Lobkowitz algún dinero de sus provisiones superfluas; pero, en fin, viéndose sin esperanza de socorro, pidió el 23 de febrero capitulación, que se le concedió con los honores militares. Salió de la plaza con número de ochocientos hombres, para ser conducido a Trieste.

Después de esta conquista se pensó en sitiar formalmente a Siracusa, que hasta entonces estaba bloqueada, y, sin embargo de la dificultad de transportar la artillería y municiones, el marqués de Gracia Real halló medio de colocarla en oportuna situación, con lo cual intimó al general Roma a que se entregase; éste, que mandaba en la ciudad, pidió licencia de despachar un oficial a Malta, donde se hallaba el virrey de Sicilia (conde de Sástago), para informarle de su situación y saber cuál era su resolución a vista del total abandono de la Sicilia.

La respuesta fue una orden expresa del gobernador de defenderse hasta el extremo, orden disparatada y que no podía tener efecto a menos de privar a su Soberano de la gente que tenía y poder servir en otra parte con más suceso: bien lo conocía el general Roma; sin embargo, al riesgo de lo que le podía suceder, se defendió hasta el día 2 de junio que capituló salir con los honores de la guerra. Sin pérdida de tiempo pasó el mismo marqués de Gracia Real a Trápani, y habiendo requerido a su comandante, el señor Caneras, se entregó con las mismas condiciones que Siracusa. Esta última conquista de Sicilia sometió el reino al rey de Nápoles, que pasó inmediatamente a Palermo a coronarse, lo que se efectuó el día 3 de julio con la mayor pompa y magnificencia.

* * *

Las operaciones de la precedente campaña en Lombardía no habiendo aumentado nada a las anteriores conquistas, se dispuso al principio de este año en París fuese superior el ejército de los coligados al de los imperiales, para poder obrar con más acierto y acabar de echarlos de la Italia. A este fin el duque de Montemar recibió repetidas órdenes para que después de arreglado todo lo concerniente a la seguridad de los reinos de Nápoles y Sicilia se pusiese en marcha, sacando la más tropa que fuese posible y pasase con ella a tomar cuarteles de invierno a la Toscana.

El duque las dividió en tres columnas y se puso al frente de la última, como queda dicho, y se encaminó por el estado de la Iglesia. Su Santidad mandó construir en las cercanías de Roma tres puentes sobre el Tiber, a fin de facilitar con prontitud el tránsito de estas tropas, para evitar por este medio su detención; pero las providencias del Papa no impidieron se cometiesen varios desórdenes. Con motivo de algunos desertores, los oficiales españoles tomaban como en rehenes el duplicado de habitantes de los lugares de donde habían desertado los soldados, aunque después de algunos días los soltaban, y esto no remediando el que la deserción continuase, se atrajeron los españoles el odio de los pueblos por donde transitaban, el que se comunicó a todo el Estado Eclesiástico.

Por otra parte, gran número de oficiales, los más italianos, pero en servicio del Rey Católico, esparciéndose por el país abusaban abiertamente de los privilegios de la hospitalidad, usurpaban las regalías del Soberano, cometiendo otros excesos que excusamos referir, y en desprecio de las leyes y Bulas Apostólicas, alistaban de un modo irregular y artificiosamente no sólo los peregrinos, sino también los habitantes de las ciudades y del campo: proceder que irritó de tal modo los espíritus, que al año siguiente prorrumpieron en una sedición que pudo haber atraído fatales consecuencias si no se hubiese atajado con tiempo, como se dirá en su lugar.

En fin, con bastante inquietud de los pueblos atravesó el ejército de España el Estado Eclesiástico y pasó a Toscana a tomar cuarteles de invierno. La artillería y municiones se transportaron por mar desde Nápoles a Liorna, donde llegó también un nuevo refuerzo de tropas de España, de manera que el duque de Montemar se halló con veinticinco mil hombres a sus órdenes para la empresa de Lombardía. Habíase formado el plan de la campaña en la corte Cristianísima en la forma siguiente: el rey de Cerdeña, generalísimo de los tres ejércitos de los coligados; el duque de Montemar, con el suyo, debía obrar separadamente por la parte del Parmesano y del Modenés, y los galisardos, juntos, cuyas fuerzas ascendían a ochenta mil hombres, debían dividirse en dos cuerpos: el uno, de cincuenta mil, atacar a los austríacos a la parte del Oglio alto, y el otro, de treinta mil, por la del Oglio bajo. El número de tropas imperiales era muy inferior, pues no pasaban de veintiocho mil hombres, pero cada día se iba aumentando con muchas reclutas que venían de Alemania.

Para precaver la discordia que regularmente suele haber entre los generales sobre la precedencia en el mando tocante a la antigüedad, había la corte de Francia prudentemente dispuesto que el mariscal de Coigny pasase a mandar en el Rhin en lugar del de Asfeld, a quien se concedió la licencia de retirarse, así por su crecida edad como por sus achaques, y que el de Noailles pasase a Lombardía, quitando por este medio todo género de disensión, pues desde la guerra de Cataluña el Rey Católico había nombrado al expresado duque de Noailles capitán general de sus ejércitos, con cuyo título no había embarazo en que mandase al de Montemar, respecto de ser menos antiguo.

Antes de juntarse este general con los aliados pasó a principios de marzo a reconocer las plazas de los presidios de Toscana, Orbitelo, Puerto Hércules y Monte Felipe, en que había guarnición imperial.

Se destacó para el sitio de estas fortalezas al marqués de la Mina, con mucha artillería y un buen cuerpo de tropas, el que se presentó delante a principios de abril. El castillo de San Felipe se embistió inmediatamente, y la casualidad de haber caído una bomba sobre el almacén de pólvora hizo que los sitiados se entregasen prisioneros de guerra, después de haber resistido más de lo que se creía. El de Puerto Hércules no tardó en seguir el ejemplo, porque dominado de aquél era preciso se rindiese también, no obstante el haberse defendido bastante, y vendido caro la fortaleza a los españoles. Orbitelo fue la que se mantuvo con más tesón; pero, sin esperanza de socorro, después de haberse resistido su gobernador más de dos meses y defendido valerosamente, se entregó, capitulando salir con los honores militares para ser conducido a los puertos de Istria, en el mar Adriático, estipulándose no serviría su guarnición contra los aliados en el término de un año. Estos sitios no hicieron mucho honor al marqués de la Mina, y perdió bastante gente en esta expedición. En llegando delante de Monte Felipe puso su campo en posición tan contraria a las reglas del arte, que el cañón del enemigo lo barría por todas partes y ni aun en su cuartel estaba seguro de las balas. Habiendo caído algunas en su tienda, le obligó a mudar de situación y alojarse algo más distante, y la casualidad de haber caído una bomba en el almacén de la pólvora del castillo, como queda dicho, le aseguró el éxito de la empresa, que sin este accidente hubiera encontrado obstáculos grandes a sus designios.

Mientras estaba ocupado en el sitio de estas plazas, el duque de Montemar, que se había restituido a Florencia, a fin de dar las disposiciones convenientes para la marcha del ejército, se despidió del gran duque Juan Gastón y pasó a Prato, desde donde la tropa fue desfilando sobre una columna hacia Lombardía (a principios de mayo). En las orillas de la Secchia se juntaron los españoles con los aliados, quedando éstos a la otra parte del río y aquéllos en Bendanelo. El rey de Cerdeña estaba en Guastala, a donde pasaron los duques de Noailles y Montemar con algunos generales para conferenciar sobre las operaciones de la campaña, a fin de echar enteramente a los alemanes de Italia y hacer el sitio de Mantua.

El conde de Konigseg, que desde el principio de la campaña había procurado mantenerse sobre la defensiva, por no permitirle sus fuerzas emprender cosa alguna contra los aliados, los tuvo, sin embargo, en continuo movimiento. Luego que llegó al ejército imperial, que fue el día 16 de marzo, su primer objeto fue mandar se fortificasen la plaza de Mirándula con los puestos de Borgoforte, Revere y algunos otros a lo largo del Oglio, y se abandonasen y demoliesen las fortificaciones de algunas plazas que no le parecía poder conservar con las endebles fuerzas que tenía.

La corte de Viena no había juzgado a propósito aumentar el ejército de Lombardía; sólo sí hacer respetable el del Rhin, impidiendo al de Francia pudiese emprender ninguna cosa de importancia entre tanto se trataba del interés de algunas potencias en la corte imperial por medio del señor de la Beacune, que había pasado a ella disfrazado para deslumbrar y aun prevenir las ideas de la Reina Católica, que buscaba modo de componerse separadamente con Su Majestad Imperial. Este príncipe había ya recibido de las potencias marítimas los preliminares para la paz, y admitidos con alguna mutación. La Francia, que igualmente los había recibido, daba muestras de condescender a las instancias de las referidas potencias; pero no podía resolverse a abandonar al rey Estanislao, su suegro, objeto único del motivo de esta guerra. Buscáronse diversos temperamentos que pudiesen conciliar la honra de la Francia en este empeño, y por esto se trabajó con indecible calor, sin que los aliados de esta potencia sospechasen la menor cosa.

Por lo mismo, el rey de Cerdeña, deseoso de concluir la guerra de Italia, buscó todos los arbitrios posibles para lograr el fin. Para este efecto, luego que llegó al ejército, que fue el 11 de mayo, mandó reunir en un cuerpo los varios destacamentos que estaban esparcidos en el Parmesano y Modenés, y pasó el Po el 17 del mismo, entre Viadana y Vercelo, y se avanzó hacia Guastala. En un gran Consejo de guerra se decidió hacer los mayores esfuerzos para obligar a los alemanes a repasar el Po y si no presentarles batalla; hacer después el sitio de la Mirándula con una parte de las tropas aliadas, mientras que lo restante del ejército penetrase en el Mantuano.

El conde de Konigseg, que transpiró los designios de sus enemigos, hizo reforzar su campo de San Benedetto y varias obras en las avenidas. Tenía sobre el Po dos puentes para la comunicación del Mantuano, y otros tres sobre la Secchia, y en esta situación ventajosa esperó a los aliados, cuando el arribo de las tropas españolas le hicieron mudar de posición.

Bien conoció el general alemán que la intención de los coligados era unirse a la ribera opuesta de la Secchia y llevar después todas sus fuerzas sobre el Po para echar más al ejército imperial, y para evitar esta idea de sus contrarios tomó el partido de levantar su campo y repasar el Po, lo que se efectuó sin pérdida, y sin que los galisardos tuviesen la menor sospecha de esta resolución, no obstante tener diversos destacamentos a media legua de distancia, y cuando quisieron cargar sobre los imperiales hallaron que éstos habían ya recogido sus puentes y dirigido hacia el Serraglio para cubrir el Mantuano.

Sin embargo, conociendo que esta retirada era demasiado precipitada y que no le haría honor en el mundo, no obstante tener un ejército tan inferior al de sus enemigos, dispuso retroceder y venir a acampar bajo de Ostiglia y volver a establecer sus puentes sobre el Po, enfrente de Revere. Habiendo sabido que un cuerpo de galisardos había tomado el camino de San Benedetto, mientras los españoles se iban extendiendo a lo largo de la Secchia hasta Quistelo, tramó el proyecto de sorprender a éstos y reconocer las obras que se hacían en Revere, por si podían hacer alguna resistencia y establecer en ellas una guarnición capaz de defenderlas, y practicarse con este motivo la comunicación con la Mirándula.

Para este efecto pasó aquel río con una escolta de quinientos infantes, cuatrocientos caballos y trescientos húsares, dejando dispuesto lo más de su ejército para que lo siguiese; pero los húsares, haciendo más de lo que se les mandaba, marcharon hacia Quingentolo, donde estaba una gran guardia de españoles mandados por el teniente coronel Morón. Éste, sin atender a su obligación, mandó al cura del lugar, por ser día de fiesta, que, al amanecer dijese misa, tiempo oportuno para los húsares, que se echaron sobre la gran guardia y se la llevaron prisionera de guerra con su comandante y demás oficiales que estaban oyendo misa. El alarma se introdujo luego inmediatamente en el campo por dos soldados que pudieron escapar, y habiendo mandado el duque de Montemar tocar la generala, tomaron las armas todos los granaderos del ejército, y con toda la caballería se encaminó el duque para reconocer a los enemigos, que se retiraron a Revere, mientras el marqués de Bay, teniente general de día, dio las disposiciones necesarias en el campo para recibirle en caso de ataque (pues se creía viniese Konigseg a este fin), derribando un sinnúmero de árboles, cuyo país está lleno, y sirviéndose de sus troncos y ramas para atrincherar el ejército, haciendo trabajar con un foso profundísimo y ancho que cubría su frente; pero todas estas precauciones fueron inútiles. El duque de Montemar, que había ido al encuentro de los alemanes, como queda dicho, halló que se retiraban hacia Revere, con lo cual se volvió el duque a su campo.

Conocida la intención del conde de Konigseg, al otro día los dos ejércitos, español y francés, se pusieron en marcha para forzar este puesto y obligar a los imperiales a repasar el Po. Los duques de Noailles y Montemar, a la frente de los granaderos, sin pérdida de tiempo hicieron atacar sus puestos avanzados, que, aunque endebles, no dejaron de resistir hasta la noche, en que había resuelto el conde de Konigseg evacuar a Revere y retirar sus puentes, como en efecto se ejecutó; de manera que al amanecer del día siguiente, 7 de junio, cuando el teniente general conde de Maceda se presentó delante de la plaza con los granaderos españoles, halló que los enemigos habían pasado el río y se fortificaban a la ribera opuesta para defender el paso en caso de intentarse, y como tenían también algunas galeotas armadas que podían causar no pequeño perjuicio así en el establecimiento de puentes sobre aquel río como para facilitar el tránsito de él a sus tropas ligeras, el duque de Montemar resolvió echarlas a pique.

Establecióse una batería de dieciocho piezas de cañón en la orilla para este fin; pero como los alemanes tenían otra igual al otro lado, se cañonearon con este motivo los dos campos, bien que se logró la idea de echar a pique las referidas galeotas. Los franceses, que servían la artillería española por estar los artilleros de esta nación ocupados en los sitios de Orbitelo y Puerto Hércules, perdieron dos ofíciales y algunos soldados. El rey de Cerdeña, que estaba en San Benedetto con su ejército, dispuso levantar el campo para pasar a Bozzolo, después de haber dejado doce batallones, ocho escuadrones y un destacamento de húsares a las órdenes del marqués de Maillebois, para unirse en caso necesario con los españoles y atender a lo que pasaba sobre el Po.

Destacó también Su Majestad al marqués de Bonas con igual número de batallones y algunas compañías de dragones para observar a los enemigos, mientras otro cuerpo considerable de tropas se avanzó hacia el Oglio para asegurar los puentes que tenía en este río, por los cuales había pasado Bonack, disposición que se dirigía a cortar la retirada al conde de Konigseg si hubiese permanecido más tiempo en Ostiglia; por tanto, se retiró este general a Governolo y de allí a las cercanías de Mantua.

No siéndole posible contrarrestar a un tiempo tres ejércitos, de que el menor era superior al suyo, antes bien, viéndose estrechado por los galisardos que intentaban cortarle la retirada, usó de su sagacidad para burlar su vigilancia, unas veces, haciendo ademán de presentarles batalla, otras con varios movimientos deslumbrar sus verdaderas intenciones, hasta que pudo llegar con su ejército bajo del cañón de Mantua, que fue el día 14.

Apenas se retiraron los alemanes de Ostiglia, cuando dispuso el duque de Montemar pasase el Po el ejército sobre un pontón, que causó bastante admiración a los enemigos, que creían no podría efectuarse el paso de aquel río en algunos días por falta de puentes. De Ostiglia se destacó al marqués de Castelar, que acababa de llegar de Madrid, con los granaderos del ejército y algunas compañías de carabineros; el conde de Cecile tuvo orden de seguirle con tres regimientos de caballería y don José Aramburu con alguna infantería para sostenerlos, en caso de alcanzar a los imperiales, que, sin embargo, se retiraban en buen orden. El día siguiente el general español se puso en marcha con todo el ejército para Governolo, donde acampó.

El teniente coronel Morón, que había sido canjeado con su gran guardia en Revere con otro igual número de imperiales fue destacado con una partida de cien caballos para dar sobre la retaguardia de los enemigos y vengarse de la sorpresa de Quingentolo; pero a pesar de su diligencia, con todo que llegó cerca de Mantua, no pudo dar con ellos, porque el conde de Konigseg, después de haber provisto de todo lo necesario a la plaza de Mantua y reforzado su guarnición, se fue retirando hacia el Trentino, adonde habían ya llegado los enfermos y equipajes, y habiendo pasado el Adige el día 22 de junio, opuso un obstáculo a sus enemigos de perseguirle.

Con esta retirada, hallándose los aliados dueños de todo el país, menos Mantua, recogieron gran cantidad de granos que los imperiales habían abandonado, y no cupo poca parte a los españoles, que prosiguieron su marcha hasta Castelaro, donde se acuartelaron por el rigor de la estación, mientras se tomaban las convenientes medidas para el sitio de Mantua. A este campo se restituyó el segundo destacamento, que se hizo bajo las órdenes del coronel don Fernando de la Torre y del mismo Morón, para acometer la retaguardia de los enemigos, que alcanzaron. Trabóse una pelea bastante reñida, y no pudiendo superar los esfuerzos de los españoles, aunque no tenían más que trescientos caballos, dos húsares, corazas y dragones en número de mil y quinientos, se vieron éstos obligados a poner pie en tierra para contenerlos e impedir ocupasen los desfiladeros, con lo cual hubieran quedado cortados con el grueso de su ejército, y aunque los imperiales fueron atacados varias veces con vigor, pudieron mantenerse en su puesto, pero no sin pérdida de gente, pues pasaron de ciento y cincuenta entre muertos y heridos. Los españoles perdieron varios oficiales, entre ellos cinco capitanes y un hijo de don Fernando de la Torre, y hasta cuarenta hombres entre muertos y heridos. Esta acción se tuvo por gloriosa, a vista de la superioridad de los enemigos.

Retirados los imperiales al Tirol, tuvieron los generales español y francés un gran Consejo de guerra con el rey de Cerdeña, en que fue resuelto que en el ínterin llegase la artillería para formar el sitio de Mantua, hiciesen los españoles el de la Mirándula y quedase estrechamente bloqueada la ciudad de Mantua, acampando los tres ejércitos aliados de manera que no pudiese entrar ni salir nadie. En conformidad de esta resolución, el conde de Maceda fue nombrado para mandar el sitio, se le dio un tren considerable de artillería y con los piquees que se sacaron del ejército se le formó un cuerpo de ocho mil hombres.

El duque de Montemar pasó a la Concordia para estar más inmediato a dar las disposiciones más eficaces a esta empresa, desde donde requirió al comandante a que entregase la plaza, que se hallaba bloqueada desde que los españoles llegaron a las inmediaciones del Po; pero su comandante, el barón de Stentez, respondió que tenía orden de su Soberano de defenderse hasta el extremo, con lo que se trató de rendirle por la fuerza.

Mientras se daban las disposiciones convenientes para el sitio de la Mirándula, el general Vutguenau, comandante de Mantua, tomaba las más precisas medidas para su defensa. La primera diligencia que hizo fue desarmar a los habitantes, por lo que pudiese acontecer, ofreciendo restituirles sus armas (que se depositaron en el Arsenal), después del éxito del sitio. El marqués de Maillebois, que mandaba los galisardos, se acercó a las puertas de Mantua por la parte del Serraglio, y con unas cuantas galeotas que tenía sobre el lago que rodea a Mantua impidió que nada pudiese entrar en esa ciudad, habiendo también prohibido a los paisanos de los lugares circunvecinos, pena de la vida, transportar cosa ninguna a ella; pero las enfermedades que se introdujeron en su campo, con motivo de las exhalaciones fétidas del lago y demás pantanos, le obligaron a alejarse, dividiendo sus tropas en cuerpos de mil y quinientos hombres cada uno.

Atento el general alemán a los movimientos de los aliados, se aprovechó de su distancia para recoger gran número de provisiones, que hizo entrar en su ciudad, con todo que tenía las necesarias para más de un año; y queriendo indagar las de los particulares, registró sus casas y todos los conventos; mas habiendo encontrado en éstos más de doce mil sacos de granos sobrantes para su subsistencia, mandó distribuirlos al pueblo, con la obligación de entregar el valor a los propietarios. Las solicitudes y desvelos con que se portaba en todo lo que podía contribuir a la conservación de Mantua le sirvieron para descubrir una peligrosa conspiración que había tramado cierto Bigheliri. Este malvado había trazado un plan de los parajes más endebles de la plaza y comunicado a los generales de los aliados (por medio de su padre, que residía en Verona), a quienes también avisaba de cuanto pasaba en la plaza.




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Año de 1741

Inmediatamente que sucedió la muerte del emperador Carlos VI se principió en los Estados de la Monarquía española y en los del rey de las dos Sicilias a reclutar gente, prevenir tropas, aprontar escuadras de navíos, fundir cañones y morteros y preparar todo género de víveres y municiones de guerra.

El Rey Católico nombró luego por generalísimo de todo este armamento al duque de Montemar, sujeto bien conocido por la fortuna que siempre le acompañó, dio asimismo este príncipe orden, a sus ministros para que examinasen los escritos que se conservaban en los archivos, y habiéndose ejecutado, decidieron tocaba a Su Majestad Católica la herencia de los Estados de la Casa de Austria en Italia, y aun a la sucesión universal de ellos, en virtud del testamento de Carlos V, quien llama a la línea austríaca, de España, en falta de varón en la de Alemania. No tardó esta corte en manifestar sus pretensiones: a mediado de enero don José Carpintero, secretario de Embajada, que había quedado en Viena después de la partida del conde de Fuenclara, embajador de los Reyes Católicos, protestó en la forma acostumbrada contra la posesión tomada por la reina de Hungría de los Estados del Emperador su padre, entregando al gran canciller, conde de Sintzendorff`, el escrito, cuya protesta incluía varios títulos y señaladamente el del orden del Toisón de Oro, después de lo cual partió improvisadamente de Viena sin despedirse de nadie, para restituirse a España.

El conde de la Peyrouse, ministro de Baviera, había ejecutado lo mismo pocos días antes, en virtud del testamento del emperador Ferdinando I, porque se sentía apoyado de la Francia, que a toda costa quería aniquilar esta formidable potencia y hacer pasar la diadema imperial a otra casa. El rey de Prusia, mas sagaz que ninguno de los pretendientes, deslumbrándolos, ofreció a la reina de Hungría que, como uno de los garantes de la Pragmática Sanción, estaba resuelto a defender sus Estados, para cuyo fin tenía un ejército de veinte mil hombres, y no obstante el rigor de la estación, se fue internando en la Silesia con tal ardid, que ya se había apoderado de ella cuando apenas podía creerse en Viena obrase de mala fe; pero corridos los bastidores, el engaño se manifestó, y quedó hecha la Silesia teatro de la guerra.

Las hostilidades que la guarnición española de Orbitelo empezó a cometer contra los súbditos de Toscana persuadía a los austríacos que la corte de Madrid no diferiría tampoco mucho tiempo el poner en ejecución sus designios. Varios destacamentos de la guarnición de esta plaza hicieron diferentes correrías, quitando a los habitadores del campo granos y ganados. Los húsares de Groseto salieron para contener estos robos, y con este motivo hubo entre ambas tropas en los meses de enero y febrero algunas escaramuzas. Noticioso el general Wachtendonck de este desorden, dio quejas al gobernador de Orbitelo, quien protestó ignoraba cuanto le decía, pero que se haría informar de la verdad y de lo que hubiesen quitado sus tropas, y que entretanto estaba pronto a pagar los daños cometidos por ellas.

Esta centella pudo antes de tiempo encender la guerra en aquel país si el cardenal de Fleury no se hubiese mostrado más indulgente con el gran duque de Toscana que con la gran duquesa, su mujer.

Como las prevenciones militares que se hacían en España se dirigían a la Italia, y que las tropas desembarcarían sin duda -según había ideado el duque de Montemar- en las costas de Génova para desde allí empezar las operaciones en la Toscana o en el Parmesano; temerosos los genoveses de que se dijese habían concedido lo que no podían impedir, es a saber: el paso por sus Estados, el Senado envió orden a su ministro en París de fondear sobre ese propósito al cardenal de Fleury.

El ministro de España hacía fuertes instancias a este purpurado para que Su Majestad Cristianísima permitiese el paso por la Francia a las tropas españolas, y las mismas instancias se hicieron en la corte de Turín para obtener el de Saboya, pero este príncipe manifestó claramente su intención, excusándose con el Rey Católico, pretextando de que siendo la reina de Hungría y el gran duque de Toscana sus cuñados, no quería darles prudente motivo de quejas.

Las intenciones de la Francia eran más recónditas, aunque no se tardó en percibir el verdadero interés que la movía, y para ocultarlas mejor declaró que quería mantener los empeños contratados en la garantía de la Pragmática Sanción, especialmente en la parte que tocaba al gran duque de Toscana. En este sentido respondió al Pontífice, conjurándole Su Santidad apartase la guerra que amenazaba a la Italia, y aunque esta carta no era en nada menos que categórica, el cardenal de Fleury le aseguró positivamente en otra posterior que el Rey su amo estaba resuelto a no conceder a las tropas españolas el tránsito por la Francia.

Satisfecho el Santo Padre de las seguridades que le daba el cardenal de Fleury, exhortó también al Rey Católico a que no fuese autor de nuevas turbulencias en Italia, rogándole se sirviese emplear las fuerzas que Dios le había dado contra los ingleses, enemigos de la Iglesia; que le resultaría a Su Majestad en esta guerra mucha gloria y ventajas; que Dios le colmaría de felicidades.

A vista del anhelo que el Padre común de los cristianos mostraba de la quietud pública, la corte de España buscó modo de aplacar el ánimo de Su Beatitud, insinuándole se había descubierto tenían resuelto los ingleses apoderarse del puerto de la Especie bajo el pretexto de asegurar su navegación en el Mediterráneo, añadiendo también solicitaban del Gran Duque el que vendiese o hipotecase al rey de la Gran Bretaña la ciudad y puerto de Liorna por la suma de seis millones de florines, y que consiguientemente parecía fuese más útil a la Santa Sede que se asegurase de aquellos parajes una potencia católica.

Ya sea que el Santo Padre se aquietase por creer no tendrían efecto estas ideas o se confiase en las promesas del cardenal de Fleury, lo cierto es que no insistió más, y aquel purpurado le juró palabra, a lo menos por este año, negando constante el paso a la España, y aun la persuadió con razones y promesas se mantuviese quieta, en que condescendió con harto daño suyo.

* * *

Mientras duraban estas diferencias continuaban las hostilidades entre la España y la Inglaterra, pero no con tanta fuerza en Europa como en América. No hubo forma de que se pudiese conciliar la paz entre estas dos potencias, porque ni una ni otra se emplearon seriamente al logro de ella. La Francia, que parecía hacer el oficio de mediadora, no obstante el empeño que ya la ocupaba en la premeditada guerra de Alemania, tenía sobrados motivos de quejarse de la altivez de los ingleses, que no respetaban su pabellón, habiendo atacado diversos de sus navíos con pretexto de que creían ser españoles, y aunque este proceder agrió la corte de Francia y dio quejas a la de Londres, esta orgullosa nación no hizo caso.

Es verdad que ésta le acumulaba el no haber teñido sus empresas el éxito que esperaban, por haber unido sus escuadras en la América a la española, mandada por don Rodrigo de Torres; pero en fin, restituidas a Europa, dispuso ir sobre Cartagena el almirante Vernon con una armada tan bien provista cual no había visto aún aquel continente.

Ansioso, pues, de cumplir con los deseos de la nación británica y con el seguro de no encontrar obstáculo en su empresa, salió de la bahía irlandesa con una fuerte escuadra de navíos de línea y hasta ciento y cuarenta bastimentos de transporte. El día 4 de marzo se presentó delante del fuerte de Chamba, uno de los de la plaza de Cartagena, y, aunque éste disparó algunos cañonazos, la poca gente que había dentro se retiró, luego que vio a los enemigos aproximarse para atacarla.

Entre este fuerte y los de Santiago y San Felipe habían los españoles construido con faginas una batería, pero no tuvieron tiempo de poderla guarnecer de artillería, lo que facilitó a que tres navíos de guerra estrechasen tanto a estos fuertes que aunque fue recíproco el fuego y quedasen estos navíos maltratados, sin embargo se vieron los españoles obligados a abandonarlos, sin duda por orden del general don Sebastián de Eslava, quien conservaba la tropa para la defensa de la ciudad.

Desembarcando los enemigos aquella misma noche los granaderos, dieron disposición para apoderarse de estos castillos, y avanzándose hacia ellos lograron entrar sin la menor resistencia, porque no había quien los defendiese, habiéndose retirado a la plaza. En los días subsiguientes desembarcaron los ingleses el todo de sus tropas, que llegaban a nueve mil hombres, con sus tiendas, cañones, morteros y municiones, quedando efectuado el día 15, y como dos baterías de los españoles atormentaban un grueso de tropas que mandaba el brigadier Ventvorz, destacó el almirante algunos botes con suficiente número de soldados, que desembarcados atacaron las baterías y se apoderaron de ellas.

Este principio de suceso animando a los ingleses, el expresado Ventvorz hizo trabajar por la parte opuesta de esta batería, y habiendo construido una de morteros, empezó el día 22 a batir el castillo de Bocachica, lo que ejecutaron el día siguiente también cuatro navíos de guerra que a este fin había enviado el almirante. La guarnición del castillo correspondió con un fuego tremendo, y habiendo el viento arrimado dichos navíos más de lo que era menester, recibieron mucho daño en los buques; pero cuanto más resistencia encontraban, tanto más se esforzaban en el empeño, con lo que doblando su fuego en los dos días siguientes, lograron hacer en el fuerte una gran brecha, y atacándole con valor se hicieron los ingleses dueños de él.

A este tiempo, temiendo los españoles que algunos de sus navíos quedasen presa de los ingleses, pegaron fuego en ellas. Pareciéndoles a éstos que los españoles estaban consternados de tantas ventajas como hasta entonces habían conseguido, dieron asalto al fuerte de San José, donde no encontraron más que tres soldados dormidos, habiendo huido los demás.

Lisonjeándose los enemigos de que ya Cartagena estaba en su posesión, como si el capitán general don Sebastián de Eslava no pensara en hacerlos arrepentir de su temeridad, emprendieron romper la cadena que cerraba el puerto y abordaron el navío del teniente general don Blas de Laso, nombrado la Galicia, donde hicieron prisioneros dos capitanes de marina y sesenta marineros, que no pudieron escaparse en los botes. El día 26 el almirante inglés hizo fuerza de velas para penetrar en el puerto, pero sobre la mucha dificultad que encontró, advirtió habían echado a pique los españoles dos navíos gruesos en medio del canal y pegado fuego a otro que aún ardía por la parte de la costa, paso preciso para entrar.

Cuatro horas de trabajo indecible le costó a Vernon para superar los embarazos del canal y entrar en el puerto. Los navíos Gurford y Oxford siguieron al almirante aquella noche, y el 27 se pusieron todos enfrente del castillo grande o de Santa Cruz para quitarle todo género de comunicación con el agua. El mismo día se encargó al navío el Vorcester se acercase al muelle, donde hay una fuente de agua dulce y era gran recurso para el servicio de las escuadras. Hacia el mediodía entraron otros dos navíos y se hicieron dueños de cuantos bastimentos habían quedado y también de una batería de dieciséis cañones.

Con tan rápidos sucesos y hasta entonces con muy poca pérdida, juzgaron los enemigos que los españoles habían perdido ánimo, y más cuando vieron al día 28 que habían echado a pique todos sus navíos, dejando solamente dos de guerra y uno con bandera francesa. Aún cobraron más brío cuando el 30 el caballero Ogle se adelantó con su navío; hizo una descarga sobre el castillo por ver si respondía con su fuego, pero viendo que se observaba sumo silencio, hicieron señal a sus barcas armadas para que fuesen a tierra y acometiesen al castillo, de que se apoderaron sin la menor resistencia.

El almirante nombró por gobernador de él al capitán Knowles y dio orden a sus bombardas para que se acercasen a la ciudad y la bombardeasen. Antes de ejecutarse esta determinación, el almirante convocó a los oficiales a Consejo de guerra, y después de haberles hecho un elegante discurso sobre las ventajas que conseguía la nación británica en la conquista de esta plaza y la honra que por ella les resultaba, los exhortó a cumplir con su obligación, estando él resuelto, dijo, a morir delante de Cartagena o tomarla.

No hubo quien no aplaudiese el discurso del almirante Vernon, asegurándole todos verterían hasta la última gota de su sangre para no dejarle desairado en esta empresa. Dispuso, pues, sin perder tiempo, arrimar los navíos cuanto fuese posible a la ciudad para quitarla toda comunicación con la tierra firme y participar su futura conquista a Londres.

El capitán Laws fue a quien despachó con las noticias de las ventajas que había logrado y del infalible suceso de la rendición de la plaza. También llevó dicho oficial la bandera del navío la Galicia, que los españoles arrojaron al mar y recuperó un marinero inglés a nado. Esta bandera se condujo al palacio de San James, para que la viese la familia real y todo el pueblo. No es ponderable decir las fiestas y regocijos que se hicieron tanto en Londres cuanto en las demás ciudades del reino, a vista de tan grande trofeo; pero estas alegrías se trocaron presto en sentimiento por las noticias que trajo poco después el capitán Wimbleton, despachado por el héroe de la América, el almirante Vernon, pidiendo nuevos refuerzos con que reparar los excesivos daños que habían padecido en la prosecución del expresado sitio de Cartagena.

Habiéndose acercado dos bombardas a la ciudad el día 13 de abril, empezaron a tirar sobre ella. La noche del 15, el general Ventvorz, que mandaba las tropas de tierra, se adelantó con una columna de mil y quinientos hombres, y se apoderó de un terreno bastantemente acomodado para formar el campo a una milla distante del castillo de San Lázaro. En el día siguiente se le juntaron los demás regimientos y dos batallones americanos, de modo que formaron un campo de seis mil hombres.

Esta tropa se vio obligada a estar tres noches sobre las armas, por no haber podido desembarcar las tiendas ni los instrumentos de gastadores para atrincherarse, por lo que enfermaron muchos, así por lo que padecieron como por la humedad del terreno.

Habiendo resuelto el Consejo de guerra se atacase sin más tardanza el castillo de San Lázaro, el brigadier Guise se acercó con mil y doscientos hombres antes del día y le atacó por dos partes. Los granaderos más avanzados penetraron luego en las obras del castillo, pero no pudieron mantenerse. El general español, que había reservado su esfuerzo y conservado su tropa para la defensa de la ciudad, y no de los castillos, cuyo empeño la hubiera debilitado siendo de poca monta su pérdida, mandó hacer una vigorosa salida al tiempo que la guarnición de dicho castillo rechazó a los enemigos y juntándose el fuego de la artillería con el de la fusilería fueron atacados con tal ímpetu que quedaron derrotados.

El general Ventvorz, que vio este desorden en los suyos sin casi poder remediarlo, porque no esperaba tal actividad en los españoles, procuró en el mejor modo posible hacer una buena retirada. A este fin hizo avanzar quinientos hombres que tenía de reserva para cubrirla, pero no tuvieron mejor suerte; habiéndose echado sobre ellos los sitiados perfeccionaron la victoria con su total destrucción.

Perdieron los ingleses en esta pelea más de mil y quinientos hombres, sin contar los heridos. Las enfermedades que padecieron en su campo, en el que ninguno de los heridos o muy pocos curaron, contribuyó aún más que el fuego de los enemigos a aminorar su ejército, con lo cual, viendo el almirante la imposibilidad de poderse mantener delante de una plaza a cuyos defensores miraba poco antes con desprecio tratando de pusilanimidad lo que la astucia encubría, juntó Consejo de guerra y se resolvió en él abandonar la empresa y restituirse a la Jamaica.

La noche del día 27 volvió a embarcarse la poca gente que había quedado, y no sin una nueva gran pérdida, de lo que enfurecido el almirante, mandó conducir al navío la Galicia, hasta debajo del castillo de Santa Cruz y fabricar en él una batería para batir los muros, pero su proyecto no tuvo efecto, porque los bancos de arena impidieron pudiese acercarse cuanto era necesario.

Sin embargo, prosiguió en disparar por espacio de seis horas contra la plaza, sufriendo al mismo tiempo todo el fuego de los baluartes una media luna y una obra coronada; mas viendo el almirante que la suma distancia no le permitía hacer brecha en los muros por estar construidos de piedra viva, ordenó al capitán Hore, que mandaba aquel navío de batería, que cortase los cables y se dejase caer por la corriente hacia tierra. El viento lo echó luego sobre la arena, donde habiendo recibido algunos cañonazos a flor de agua, se fue a pique.

Así dio fin la famosa expedición de Cartagena, que costó sumas inmensas a la Inglaterra, y de cuyo suceso estaba tan segura que no se receló de publicarla ocho meses antes de que se ejecutase, lo que no dejó de contribuir en parte al malogro de ella; pues con este motivo tuvo tiempo la corte de España de prevenir su esfuerzo y enviar a su defensa a don Sebastián de Eslava, que desempeñó la confianza que se tenía en su prudencia y en su pericia en el arte militar.

El daño que recibió la plaza de las bombas que echaron los ingleses no fue nada en comparación del que recibieron en sus navíos, de los cuales once quedaron tan mal tratados, que costó mucho tiempo el ponerlos en estado de navegar, pero seis quedaron enteramente deshechos. Los españoles hallaron en el campo abandonado de los ingleses gran número de barriles de pólvora, instrumentos para mover tierra, municiones y cantidad de víveres.

Antes de retirarse, el almirante Vernon mandó a los marineros que recuperasen los árboles de los navíos españoles que se habían echado a pique, las áncoras y de más pertrechos que se pudiese, a fin de componer, lo menos mal que fuese posible, la destruida flota; dio asimismo orden de que se demoliesen los fuertes que habían ocupado los ingleses y clavasen los cañones, después de lo cual se retiraron a la Jamaica cubiertos de vergüenza.

* * *

No es decible la consternación que causó en los ánimos de la nación británica esta infausta noticia, murmurando y desaprobando la conducta del almirante Vernon, como si el suceso hubiese pendido de él, cuando la misma nación tenía la culpa en el celo indiscreto que manifestó al tiempo de este armamento.

La circunspección en las empresas puede a veces tanto como la fuerza, pero esta virtud no domina en Inglaterra, porque son tantos aquellos a quienes se deben consultar para cualquiera operación, que es difícil observar el siglo depositado entre tantos individuos y cuyos intereses no son siempre los mismos. No obstante, la Regencia, que tenía tan a pecho algunos establecimientos en la América, sobre las representaciones y proyectos del almirante Vernon, dispuso enviarle un poderoso refuerzo.

Divulgóse entonces por todas partes de que don Rodrigo de Torres se hallaba en el mar con doce navíos, trayéndose a Europa hasta quince millones de pesos en oro, plata y otros efectos. Esta buena nueva alentó al Ministerio británico, que pensó resarcirse de los gastos de su malograda expedición con la presa de este tesoro. Para conseguirlo se despachó a principios de julio al caballero Juan Norris con una escuadra de veintiséis navíos de guerra para sorprender al general español; pero a pesar de toda su diligencia no pudo dar con él, de manera que después de haber paseado los mares del Océano, vino a juntarse con el almirante Haddock, que tenía bloqueado a Cádiz.

Hallábase en el puerto de esta ciudad don Juan Navarro con diez navíos de línea y trataron los dos ingleses, Norris y Haddock, de quemarla; pero su proyecto no tuvo efecto, habiendo sido llamado aquél a Londres para que pasase al mar Báltico en socorro de los moscovitas, a quienes habían declarado entonces la guerra los suecos, y como éstos esperaban una fuerte escuadra de Francia, los ingleses, tan interesados en su comercio con la Rusia, con la cual viven en buena armonía y alianza, quisieron oponerla otra, aunque tampoco tuvo efecto, por llamar más atención la guerra de Alemania, que ya se había encendido contra la heredera de la Casa de Austria.

Por este tiempo se restituyó Jorge, rey de la Gran Bretaña, de su electorado de Hannover a Londres, con el sentimiento de haberle hecho la forzosa el francés con cuarenta mil hombres que arrimó a sus Estados, obligándole a dar su voto para la próxima elección al duque de Baviera, y hacerle firmar un tratado de neutralidad por término de un año.

Fue tal la rabia que concibieron los ingleses, de este paso tan indecoroso a Su Majestad y a toda la nación, que prorrumpieron en amargas quejas; pero enterados de las razones que les expuso, se sosegaron, no pensando en más que en tomar venganza del desaire que había padecido su Monarca. Cuando entró este príncipe en su corte encontró despachos del almirante Vernon, en que manifestaban el estado de sus escuadras y la serie de sus ocupaciones desde el principio de julio que volvió a salir de la Jamaica hasta el mes de septiembre, informándole:

Que habiéndose detenido los meses de mayo y junio en Puerto Real para restablecer sus navíos, aumentar sus tripulaciones y reclutar soldados, había hecho vela con veinte navíos de guerra y cuarenta de transporte para la isla de Cuba, con intento de hacer su conquista; que en llegando a un paraje llamado Guantánamo, había dado fondo por haber observado era el mejor puerto de las Indias occidentales, y podía contener cualquier número de navíos con toda seguridad, y que en obsequio del hijo segundo de Su Majestad le había nombrado Cumberland; que había desembarcado la mayor parte de sus tropas en los primeros días de agosto, y que el general Ventvorz salió con varios destacamentos a reconocer el país y correr la campaña; que a diferentes guardias avanzadas de los españoles había atacado y puesto en fuga, habiéndose restituido después al campo cargado de cantidad de provisiones.

Este campo distaba veinte leguas de la capital de la isla, llamada Santiago, y mientras el almirante atendía al saqueo de sus míseros habitadores, sus navíos hicieron lo mismo en el mar. El navío Vorcester condujo a fines de agosto al nuevo puerto de Cumberland una fragata española de veinticuatro cañones y más de doscientos hombres de tripulación El comandante de ésta llevaba despachos de la corte de Madrid para el virrey de Méjico, pero viéndose en peligro de que lo apresasen, echó los pliegos al mar. Hostigado el gobernador de Santiago de las piraterías de los enemigos, buscó forma de echarlos de su isla, ya que le había costado tan poco al almirante el penetrar en ella.

A este fin, a últimas de septiembre hizo un grueso destacamento de caballería, el cual sigilosamente llegó hasta su campo, que habían bautizado de Valtenam, y sorprendiéndolos se arrojaron con tal ímpetu sobre ellos, que fue lo mismo atacarlos que derrotarlos, con lo cual, viendo Vernon el mal suceso de sus empresas, se embarcó lo mejor que pudo y volvió a la Jamaica con bastante pérdida, acumulando al Almirantazgo el mal éxito de todas sus operaciones y solicitando del Rey británico restituirse a Europa, en que condescendió Su Majestad, nombrando para sucederle al caballero Chaloner Ogle.

* * *

El furor con que hacía la guerra el inglés a la España no daba lugar a que las flotas y galeones viniesen de Indias. El Real Erario estaba exhausto y se necesitaba de grandes fondos para emprender la expedición de Italia, que las atenciones de la Francia había retardado. No obstante, el magnánimo corazón de Felipe V superó los obstáculos invencibles que se le oponían y empezó a dar las disposiciones más acertadas para el logro de su intención.

Llamó al duque de Montemar, general conocido por sus relevantes prendas y por la fortuna que siempre le acompañó en los servicios que hizo a la Corona. Expúsole el Rey la resolución en que estaba de recuperar la Italia y que, en consecuencia, formase su proyecto. Ejecutado éste, lo presentó a Su Majestad, quien lo aprobó en todas sus circunstancias, y quedó nombrado generalísimo del ejército que debía pasar a aquel país; concedióle igualmente este príncipe todas las preeminencias que corresponden a tal, como son el nombramiento de generales, elección de intendente, comisarios de guerra y todo lo que toca al Estado Mayor del ejército.

Los designios del duque de Montemar no podían menos de tener el éxito que se proponía si don José del Campillo, por su odio particular contra este general, no hubiese mudado enteramente el plan de las operaciones y negado cuanto debía contribuir para el logro de la empresa. Había proyectado éste que el desembarco de las tropas de esta expedición había de hacerse en la costa de Génova, esto es, en Sestri de Levante o en el puerto de la Especie, que sólo dista de tres a cuatro millas del Parmesano, donde se debía dar principio a las operaciones de la campaña, que estando desproveído de tropas por haberlas llamado la reina de Hungría a Alemania, era indubitable su conquista, que abría camino al del Estado de Milán; pero no fue de este parecer el secretario de la Guerra, haciendo ver con diversas razones al Rey Católico que efectuándose en Orbitelo se conseguía con brevedad la unión de las tropas napolitanas con las de Su Majestad.

Bien sabía el ministro, aunque nada menos entendía que la guerra, que en mucho tiempo no había de poder el duque emprender cosa alguna en Lombardía, porque sobre haber más de cien leguas de diferencia desde Orbitelo al paraje que había señalado el general para las operaciones, la navegación más dilatada y lo riguroso del invierno no le permitirían obrar con aquella presteza que era necesaria para acreditar las armas y tener un principio de campaña glorioso; y aunque pudo conocer que su sistema era directamente contrario al real servicio, sin embargo, prefirió su rencor a su obligación, como en adelante se verá.

En fin, de acuerdo, al parecer, en lo demás que había solicitado, salió el duque de Montemar el 19 de octubre de la corte y llegó a Barcelona el 28 del mismo. Apenas hubo vuelto la espalda cuando se alteraron todas las disposiciones en que se había convenido. No se siguió el orden de los generales que había pedido, y se le dieron algunos de quienes se sabía positivamente le eran opuestos y que no perderían ocasión de motejar sus acciones, avisando de ellas al ministro.

Tampoco se le dio el intendente que deseaba, y se le nombró uno que no conocía, ejecutándose lo mismo con el mayor general y sucesivamente con todos aquellos que deben ser de la mayor confianza y en quienes debe fundar sus aciertos un general. Esta mala voluntad del ministro pudiera, desde luego, haber persuadido al duque de una siniestra resulta y asimismo conocer los lazos que le preparaba, en descrédito del honor que una larga experiencia y continuados servicios le habían merecido de un Monarca que sabía recompensar la virtud.

Nada de esto obstó para hacerle mudar de resolución al duque de Montemar, contentándose con hacer una representación al ministro para que la pusiese en manos de Su Majestad Católica, insistiendo siempre sobre el desembarco de la tropa en la costa de Génova, supuesto que la distancia siendo muy corta al Estado de Parma, ella entraría, desde luego, en operación, único medio del feliz éxito de la empresa; que ésta se ponía dentro de la jurisdicción de la fortuna por los accidentes del tiempo y de los mares, que en haciéndolo en Orbitelo se dificultaba también el transporte de la artillería y municiones, debiendo atravesar toda la Romania y el ducado de Módena para pasar a Parma; que el tiempo era preciso, y que de malograrse la propicia ocasión que se ofrecía, quizá no volvería a presentarse; que la infantería del rey de Nápoles hubiese de dirigir igualmente hacia la misma costa, y que la caballería del propio Soberano tomase su camino por tierra, avisando al comandante de su marcha, para que el general del ejército, que se hallaba en Parma, pudiese mandar con anticipación que se le saliese a recibir con alguna tropa en los parajes que se juzgase más importantes.

Esta representación no tuvo efecto, ni menos se participó al Rey; antes bien, se le repitió la orden precisa de apresurar el embarco; la primera diligencia del duque en llegando a Barcelona fue reconocer las disposiciones que había. Nadie se persuadirá que pudiese faltar cosa ninguna, respecto de haber cerca de un año que se meditaba esta expedición; pues lo contrario sucedió, no habiendo encontrado el duque más que una horrenda confusión; la tropa, pronta, pero falta de un todo; las embarcaciones para su embarco no eran suficientes; sin víveres y sin dinero, ¿cómo ejecutar las repetidas órdenes de la corte? Sin embargo, ello era preciso; con el arribo de tres navíos de guerra, mandados por don Julián de Iturriaga, se tomaron las providencias que cabían para su pronta ejecución, la que motivó a que muchos oficiales se embarcasen sin provisiones, ni dejar providencia en sus casas, ni tomar las precisas medidas, de cuyo rebato se culpó al duque de Montemar, sin hacerse cargo de que las malas disposiciones del ministro lo causaban, y que aquél se ceñía meramente a las estrechas órdenes que tenía y no concedían espera, porque de retardar más el embarco era también exponer la flota a un evidente riesgo por los vientos que podían sobrevenir y estar la rada de Barcelona peligrosa.

Habiéndose embarcado las tropas en número de diez y nueve batallones, la brigada de carabineros reales y el regimiento de Sagunto, el día 3 de noviembre y el siguiente se puso la armada a la vela y en el mismo se perdió de vista, de que se dio cuenta incontinente al ministro. Creyóse en la corte que con esta pronta y precipitada ejecución se había adelantado mucho la idea y seguido el proyecto, cuando el principal pensamiento de este ministro era dar a entender a los Reyes que se había dado principio a la expedición; con este motivo divulgó la salida del convoy, pero no sus circunstancias, reservando y ocultando tres representaciones que hizo el general desde Barcelona, en que manifestaba la falta de todo lo referido y lo inútil que era el ir a Orbitelo con diez y nueve batallones, sin caballería puede decirse, sin artillería ni municiones y sin más dinero que cuarenta mil pesos, que sin orden de la corte pudo sacar de la Tesorería; en fin, careciendo de cuanto se necesitaba para que aquella tropa pudiese ser útil ni emprender cosa alguna.

No obstante, con el desconsuelo que era natural tuviese el duque de Montemar, se determinó a salir de Barcelona por tierra el día 5 de noviembre, después de haber encargado al marqués de Castelar acelerase el embarco del segundo convoy, y prosiguiendo su viaje llegó el 11 de diciembre a Orbitelo, donde encontró algunas embarcaciones que milagrosamente habían arribado al abrigo de los tres navíos de guerra mencionados, quedando las demás dispersas por lo cruel del tiempo en las costas de Francia y Génova y algunas en el puerto Especie, que en conserva de las galeras y a la orden del mariscal de campo don Fernando de la Torre (en número de tres mil hombres) se mantuvieron siempre a bordo sin poderse apartar de aquel puerto por lo contrario de los vientos y sin poner pie a tierra por falta de víveres.

Habiendo elegido don José del Campillo a Orbitelo para la unión de los ejércitos de España y Nápoles, allí solamente se había provisto a la manutención de las tropas como si se hubiese podido mandar a los elementos dirigiesen a este puerto las embarcaciones, cuando en casos semejantes la prudencia dicta tener provisiones en todos los parajes donde pueden arribar, y esta era la idea del duque de Montemar, que ya no pudiendo vencer la inflexibilidad del ministro, le dijo que a lo menos se estableciesen almacenes en la costa de Génova para prevenir los acontecimientos dudosos en el mar.

Con efecto, por falta de esta providencia padeció en extremo la caballería, que había aportado en Génova bajo la dirección del mariscal de campo don Jaime de Silva. Este señor tuvo que buscar dinero sobre su palabra con que mantenerla, y lo que más le agravaba el disgusto era que por haber padecido tanto los caballos en las embarcaciones, con motivo de los recios temporales, se vio en la imposibilidad de embarcarla para seguir su destino, y aún menos marchar por tierra, porque necesitaba de un largo descanso.

El duque de Montemar no estaba con más sosiego en Orbitelo (con siete mil hombres y veintidós carabineros de los doce mil que debían componer el convoy). Alojada esta gente en estrechos cuarteles y húmedos, se llenó de enfermedades, y no teniendo con qué socorrerla, perecía miserablemente; a que se agregaba una fuerte deserción en la tropa extranjera, temerosa de experimentar la misma calamidad que sus compañeros. Todo esto produjo la falta de dirección y los mal premeditados proyectos del ministro.

Tampoco pareció por mucho tiempo don Juan Domínguez, a quien el duque había encargado los cuarenta mil pesos referidos, porque en lugar de embarcarse en uno de los navíos de guerra, lo había efectuado en una de las embarcaciones de transporte que lo llevó a Mónaco, con que de este infeliz socorro sobre que fundaba el general alguna esperanza para el alivio de su tropa, se vio frustrado, no habiendo sabido de dicho Domínguez, comisario ordenador, hasta después de mucha solicitud.

Así se malograron los principios de una campaña que podía haber producido felices sucesos a haberlos dirigido un hombre de buena intención. Es desgracia suma de los príncipes cuando sus ministros abusan de su autoridad para satisfacer su rencor particular; semejante conducta es capaz de trastornar un Estado. Pero ¿quién no sabe lo que puede la venganza? Se han visto tantos rasgos de ella, que excusamos referir sus funestas consecuencias.

No contribuyó menos el cardenal de Fleury a disipar los designios de España en Italia, y si dio muestra de concurrir a los últimos de este año en ellos con el auxilio de algunos batallones de las tropas francesas ( aunque no lo ejecutó hasta que la fuerza le obligó), su intención no era más que para hacer retroceder las tropas austríacas que pasaban a Alemania en socorro de su Soberano, procurando por este medio apartar el daño que podía causar este refuerzo a las tropas de Francia, siendo preciso que redundase en perjuicio de las de España, pues es constante que esta potencia nunca ha buscado en todos sus empeños más que su propio interés, importándola muy poco el de sus aliados, especialmente en el ministerio del cardenal de Fleury, quien ha manifestado siempre la mayor oposición a esta Corona, como lo testifican multitud de hechos bien recientes.

* *

El papel que quería representar este primer ministro estaba bien ideado. Pretendía, por medio de sus auxilios al duque de Baviera, colocar en sus sienes la Corona imperial, arrancándola violentamente de una Casa que por trescientos años casi sin intermisión la había poseído, y la ocasión no podía ser más propicia: aniquilar esta misma Casa (la única en Europa que puede causar celos a la Francia) con los enemigos que se proponía suscitarla. Para esto importaba no causar celos al rey de Cerdeña, concediendo el paso por Francia a las tropas de España para la invasión de Italia, que esta potencia pretendía en virtud de sus derechos, a que, sin duda, se opondría aquel príncipe por su propio interés, porque fortificándose la Casa de Borbón a sus puertas, era consecuente el daño que en lo sucesivo le podía resultar, dejándose meter en medio de Monarcas tan poderosos. Con que los designios de este purpurado a nada menos se dirigían que a precipitar a este príncipe a formar alianza con la reina de Hungría e Inglaterra, cuya nación lo solicitaba con ardor, y que la lentitud de las operaciones de los españoles en Italia determinó.

Si el cardenal ministro, en lugar de adormecer a esta Corona con sus promesas y fingidos proyectos hubiese concedido el tránsito a España con tiempo, ¿quién duda hubiera logrado sus designios?, porque desprevenido el rey de Cerdeña, los Estados de Parma y de Milán sin tropas, con alguna celeridad en la expedición, los españoles se hacían dueños de Lombardía con sólo presentarse, si así se puede hablar; y no habría quedado otro arbitrio al rey de Cerdeña más que el de abrazar una exacta neutralidad o el declararse a favor de los Reyes Católicos, que ya habían entablado, al parecer, alguna negociación con este príncipe; pero prescindiendo de todo esto, ¿quién impedía al cardenal ministro conceder este tan deseado paso, o, a lo menos, por su manifiesto engaño retardar esta expedición? En lo primero la Francia no se perjudicaba en cosa alguna en su honor, aun cuando hubiera concurrido con todas veras en los empeños a que el artículo X del tratado de Viena le obligaba, por haberse expresado en él la cláusula de sine perjudicio tertii, la cual parecía nominadamente señalar al rey de España, o hubiese querido conservar la más exacta neutralidad.

En este caso podía haber imitado el memorable ejemplo del gran duque de Toscana. No obstante estar este príncipe tan interesado en asegurar la posesión de Lombardía a la archiduquesa su mujer, concedió el paso a los españoles para sus Estados, con que no se puede discurrir con fundamento cuál fuese el pretexto de esta Eminencia para negarse a lo que la más escrupulosa atención exigía, aun cuando no midiese la especial circunstancia de aliado, sino que se quiera creer pretendiese este ministro salvar la apariencia de su invulnerable fidelidad para con la reina de Hungría cuando nada le podía excusar en la infracción del tratado arriba mencionado por los cuarenta mil hombres que envió a Alemania a título de auxilio del bávaro, cuyas tropas no llegaban a la mitad, siendo esta la primera vez que se vio ser el accesorio mayor que su principal.

En fin, se colige de todo lo referido que la intención de esta Eminencia era estorbar los progresos a España por sus disimuladas y afectadas confianzas y promesas, y se malograron las más acertadas medidas que se habían tomado para la conquista del Estado de Milán. Nada podría entonces impedir tuviese efecto; las tropas que con motivo de la guerra contra los ingleses estaban en Galicia y en Andalucía, se pusieron en movimiento desde el principio de este año, acercándose a Cataluña, y a la primera orden podían transportarse a donde se juzgase por conveniente.

El rey de Cerdeña, vacilante sobre el partido que debía tomar, no era capaz de embarazar la idea; sólo la lentitud conque obraron los españoles pudo determinarle a favor de la reina de Hungría, estimulado a ello por los subsidios con que le contribuyeron los ingleses. El duque de Módena estaba inclinado a los españoles, pero las irresoluciones de éstos dilatando la empresa, hicieron mudar de dictamen a este Soberano, que quiso vender su alianza algo más de lo justo, por lo que no llegó a efectuarse, habiendo sido la víctima de su ambición, como se dirá en su lugar.

* * *

Colgada de un hilo la Corona austríaca por la pérdida de las Silesias, Bohemia, parte de la Moravia y toda la Austria superior, se vio la reina de Hungría en la precisa obligación de abandonar su capital, amenazada de un sitio, para retirarse a Presbourg. Sus enemigos eran poderosos y no había apariencia de que suspendiesen el rápido curso de sus conquistas; pero por si podía ablandar el endurecido corazón del cardenal, ya que sus ruegos no pudieron vencer la inflexibilidad de el del rey de Prusia, escribió a este purpurado la mirase compasiva en el estado deplorable en que se hallaba, pues en nada le había ofendido.

El desprecio con que este ministro recibió esta carta fue la fortuna de la Reina, quien no teniendo ya más que a sus húngaros, en cuya deslealtad fiaban también los enemigos de esta princesa sus aciertos, encontró en sus nobles corazones el acogimiento que buscaba, sacrificando estos pueblos su odio natural a la Casa de Austria, a la confianza que ponía en ellos su Soberana, la cual, para más moverlos, se entregó en sus manos con el archiduque su hijo, vestido al uso de esta nación.

La arenga que les hizo en la abertura de la Dieta general del reino que había convocado en Presbourg para implorar el único auxilio que la quedaba, fue tan eficaz que, tumultuariamente, se congregaron para la defensa de esta siempre augusta princesa, ofreciendo vidas y haciendas. Entonces vio el mundo cuánto puede el ánimo generoso de una nación. Las mujeres solicitaban a sus maridos y a sus hijos que tomasen las armas, y en menos de dos meses se vieron más de cincuenta mil hombres con ellas, ardiendo en el deseo de tomar plena venganza de la multitud de enemigos que habían invadido los Estados de su Reina (así llamaban a esta princesa).

Formáronse inmediatamente varios cuerpos de ejército a que se juntaron algunos de tropas veteranas, y aprovechándose la corte del ardor que mostraba de llegar a las manos con los invasores, no obstante lo cruel de la estación, el conde de Kewenhuler con quince mil hombres pasó a restaurar el Austria superior, lo que ejecutó en breves días, haciendo retirar precipitadamente a los franceses que la ocupaban, hasta encerrarlos en la plaza de Lintz con su general, el conde de Segur, donde los sitió y rindió, capitulando no tomarían las armas por el espacio de un año más de diez mil hombres que estaban al mando de este general. Así feneció el año con esta expedición, restableciendo la calma en la consternada corte de Viena, adonde se restituyó la reina de Hungría y más de cuarenta mil almas que la proximidad y amenaza del enemigo habían hecho salir de ella.




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Año de 1742

Tomadas las más acertadas providencias para salir de Orbitelo, cuya tropa padecía en extremo con el rigor de la estación, la dificultad para las operaciones de la campaña era siempre la misma. La falta de hospitales, de dinero, de caballería y tren para la artillería no dejaban seguir al duque de Montemar sus proyectos, ni podía tampoco mantenerse en aquel presidio entretanto llegaba el segundo convoy que esperaba de Barcelona. En tal crisis, tomó el prudente partido de escribir al cardenal Aquaviva para que con toda diligencia le buscase algún dinero con que poder ponerse en marcha.

Esta Eminencia, encargado de los negocios de España en Roma, pudo, con bastante trabajo, encontrar hasta diecisiete mil pesos que le remitió, con los cuales emprendió el general español la marcha por el Estado Eclesiástico, a guardar en mejor posición que se le juntase todo el ejército, para que, unido, pudiese ir a buscar al enemigo, que ya retrocediendo del Tirol daba disposiciones para su defensa. Habiendo elegido la ciudad de Pesaro para su cuartel general y acantonado las tropas, así españolas como napolitanas, que allí se le unieron, en las de Fano, Sinigaglia y otros lugares del Estado del Papa, confió al tiempo su esperanza en el arribo de las demás tropas de España y de los ministros de Hacienda con los caudales, pues de nada tenía noticia si se exceptúa a don Juan Domínguez, que llegó poco después con los cuarenta mil pesos que había mandado se le entregasen en Barcelona.

Habiendo llegado a la rada de esta ciudad el día 8 de enero don José Navarro con la escuadra de su mando, compuesta de dieciocho navíos de guerra, sus tropas se fueron acercando para embarcarse, y como no había suficientes embarcaciones para el transporte de ellas, don José Navarro rehusó, desde luego, recibirlas a su bordo. Es verdad que carecía de muchas cosas, no habiendo tenido lugar en Cádiz de proveerse de lo necesario para su navegación por la precipitada orden de ponerse a la vela, aunque se le dio a entender que en Barcelona se proveería de cuanto hubiese de menester, lo que salió incierto por no haberse dado providencia antes.

Sin embargo, no pudiendo mantenerse la escuadra en la rada de este puerto por si entraba algún viento fresco y le obligaba a hacerse a la vela sin el convoy o dar contra las peñas de Monjuí si se mantenía en ella; después de muchas alteraciones se embarcaron los generales y dieciséis batallones con los regimientos de la Reina, caballería y dragones en los días 11 y 12 de este mes; pero con tal confusión, que apenas tenían lo suficiente para la manutención de las tropas.

Aunque el intendente Sartini, a cuyo cargo corría el abastecer las tropas, hubiese recibido las órdenes más positivas del Ministerio para su avío, fueron tan económicas que no se atrevió a buscar los víveres por cualquier precio que los hallase, de manera que con los motivos referidos, las reiteradas órdenes de la corte, que venían precipitadas de Versalles, y la noticia cierta de que los ingleses se disponían a pasar al Mediterráneo en conserva de catorce navíos de guerra franceses, mandados por el señor de Court; don José Navarro salió de la rada de Barcelona el día 13 de enero con bastante inquietud, porque le faltaban masteleros de respeto, velas, áncoras y otras muchas cosas, no teniendo tampoco la suficiente pipería.

Puesta la armada a la vela, a pocos días experimentó una violenta borrasca que le esparció las más de las embarcaciones en que venía parte de la tropa, y los dos generales, español y francés, pudieron abrigarse en las islas de Hieres; porque el navío La Real, de ciento y catorce cañones, amenazaba irse a pique por la mucha agua que hacía. Pasados ocho días prosiguieron las escuadras su viaje, habiéndose antes sacado de La Real un batallón que tenía, haciéndole pasar a bordo de los navíos del capitán don Julián de Iturriaga, que de vuelta de Orbitelo se había incorporado en las islas de Hieres con el segundo convoy; y, sin embargo de los vientos contrarios, pudo la armada abordar a Puerto Especie, donde dio fondo el 30 del mismo mes.

El marqués de Castelar, comandante de esta tropa, despachó luego desde este puerto al coronel don Tomás Pick al duque de Montemar para informarle del arribo de las escuadras y de las instancias que le hacían los jefes para el desembarco de ellas, fundándose en dos razones, aunque había protestado contra semejante determinación. La primera, que la escuadra inglesa se había reforzado en Mahón con diez navíos de línea, y la segunda, que, según el informe de don Julián de Iturriaga, no era posible que navíos de tanto porte como eran los de las escuadras pudiesen dar fondo en Orbitelo.

Entre tanto venía la respuesta, el marqués mandó desembarcasen los tres mil hombres del cargo de don Fernando de la Torre, mariscal de campo, que escoltaban las galeras y eran del primer convoy. Esta tropa se mantuvo con el bizcocho que se sacó del bordo en que estaban, pero no permitió desembarcase la que pertenecía al segundo hasta recibir orden positiva del duque de Montemar y pudiese proveerla de víveres que la escasez del país no producía, para lo cual fue preciso despachar gente a Génova y Liorna por provisiones.

Asimismo tomó el referido marqués la precaución de despachar un pingue para avisar a las embarcaciones dispersas, a fin de que aportasen en Puerto Especie y no en Orbitelo, según la orden que tenían, y aunque tardaron en efectuarlo, fue providencia acertada y sin la cual se multiplicaban los embarazos de la subsistencia, pues como las más estaban cargadas de trigo, harina y cebada, con su arribo se pudo mantener la tropa y socorrer en este último género al mariscal de campo, don Jaime de Silva, que se hallaba, como queda dicho, con la brigada de carabineros y el regimiento de dragones de Sagunto, en San Pedro de Arenas, falto de un todo.

Siendo las razones de los generales de mar plausibles, y haciéndose cargo de ellas el marqués, dispuso incontinente se efectuase el total desembarco, poniendo en el lugar de Lerichi la poca artillería que había llegado con sus municiones, donde formó un parque. A su infantería colocó lo mejor que le fue posible, extendiendo el acantonamiento de las tropas hasta Sarzana y sus contornos, cuatro batallones en Massa y dos en Carrara, con poco gusto de aquella duquesa. Ejecutado el desembarco, quedaron libres las escuadras y pudieron hacerse a la vela para Tolón dos días después.

En este estado se mantuvieron las tropas cerca de un mes, recobrando cada día embarcaciones de soldados, municiones y pertrechos, en cuyo intermedio había llegado el duque de Montemar a Pesaro, adonde se le juntó el de Castropiniano con el ejército del rey de Nápoles; pero haciendo suma falta la reunión del todo para ponerse en campaña, dio el general español orden al marqués de Castelar para que sin perder tiempo se pusiesen en marcha por Yego, en la Toscana, y acelerase su unión. Mas ésta siendo imposible por faltar aún muchas de las embarcaciones, como asimismo por no poderlo ejecutar don Jaime de Silva con la caballería que estaba a sus órdenes en Génova, y no bien restablecida de lo que padeció, no hubo otro arbitrio que el de encomendarse a la paciencia hasta que pudiese marchar el todo unido y libre de las malas consecuencias que podía originar la separación.

Mientras los generales españoles se daban grandes movimientos en Italia para juntar en cuerpo sus fuerzas divididas, en la corte de Madrid se apresuraba el viaje del señor infante don Felipe a aquellos países, habiendo resuelto Sus Majestades Católicas pasase este príncipe a los Estados que se le destinaban, a fin de que se le aficionasen sus nuevos vasallos. Con este motivo, los preparativos fueron grandes. Nombráronse los jefes de su Casa, que fueron los condes de Montesanto y Perelada, y por ministro al marqués de la Ensenada, y se le dio a Su Alteza un cuerpo de ciento y cincuenta guardias de corps, su capitán el marqués de Priego, para acompañarle. Los adversos sucesos de las armas francesas en la Austria y en la Baviera, dieron ocasión a esta precipitada marcha, que lo mismo fue resolverla que ponerla en ejecución, si se exceptúa el corto tiempo del sobreparto de la señora infanta, que dio a luz el último día del año antecedente una princesa.

* * *

Confuso el cardenal de Fleury en sus ideas e indeciso sobre el modo con que había de dirigir el gran negocio de la sucesión austríaca, había creído que por los sucesos del año antecedente hubiese abonado el camino a sus designios; pues ensoberbecido en ellos dejó a la reina de Hungría sin esperanza de mejorar de fortuna, a los holandeses que la Francia miraría con indiferencia sus resoluciones, y a la Inglaterra habló en términos amenazadores, de modo que pretendiendo ser el árbitro de las pretensiones ajenas, no permitió al rey de Cerdeña tomase posesión del Milanés, cuya licencia le había pedido este Soberano, ni menos a España moverse sin sus órdenes, porque esta potencia, esperando grandes auxilios de la Francia, le pareció de ver contemplar al primer ministro cuando los proyectos de éste eran directamente contrarios al interés de los Reyes Católicos.

La experiencia lo tenía comprobado bastantes veces; pero era preciso disimular, respecto de estar ya a este tiempo el Mediterráneo poblado de navíos ingleses y no haber por donde encaminar las tropas españolas sino por la Francia, a fin de penetrar por la ribera de Génova a Italia, apoderándose de Niza, Villafranca, y Onella, o bien haciendo una diversión en Saboya para llamar la atención del rey de Cerdeña.

Confuso, repito, el cardenal de los grandes preparativos de las potencias marítimas, que a toda costa querían garantir la Pragmática-Sanción, a cuyo empeño habían atraído al rey de Cerdeña, y no menos confuso de los progresos de las armas austríacas en la Alta Austria y Baviera, cuyo ducado se había casi sometido con su capital, derrotados por dos veces los bávaros y amenazados los franceses en Bohemia de los ejércitos de la reina de Hungría, que parecía haber brotado de la tierra, pues no podían dar paso los enemigos de esta princesa sin verse asaltados por los húngaros y otras naciones de las riberas del Tivisco, que en menos de dos meses inundaron los países ocupados por los aliados en el mayor rigor del invierno, matando cuantos encontraban, robando los equipajes y cortando los convoyes; siniestros vaticinios de los futuros sucesos de los franceses en Génova. Todo esto hacía presumir al cardenal que la crítica situación en que se hallaban los negocios exigían prudencia y circunspección.

Previendo, pues, la necesidad de aumentar el ejército de Bohemia, mandó pasase luego el que estaba en la Westfalia a la orden del mariscal conde de Broglio, para que, unidos, pudiesen no sólo contener los esfuerzos de los austríacos, sino también hacer el sitio de Viena. Aceleró la partida del señor infante, ofreciendo veinte batallones de tropas francesas que se juntarían a este príncipe para expurgar a los austri-sardos de la Lombardía. Aunque la corte de España se aseguraba del pronto efecto de las promesas del cardenal, por ser tan interesado a una poderosa diversión en Italia que facilitase en parte el éxito de su proyecto en Alemania, el Rey Católico se vio frustrado de su esperanza por mucho tiempo, pues habiendo llegado el infante su hijo a Antibo con el ejército español, que mandaba, bajo de sus órdenes, el conde de Glimes, no sólo no se le juntaron las tropas prometidas, mas tampoco permitió favoreciese el transporte de este príncipe con la tropa para Italia la escuadra francesa, que estaba en Tolón con la española, las cuales, unidas, podían contrarrestar la inglesa, que estaba a la vista del puerto de esta ciudad; y así se perdió la ocasión que favorecía el intento, para cuyo fin se había puesto en marcha el señor infante.

Mientras este príncipe atravesaba la Francia, el marqués de Castelar se dispuso a ejecutar la orden del duque de Montemar, que lo aguardaba con viva impaciencia. Habiéndose convenido aquél con el barón de Veluti, comisario de la regencia de Toscana, en el precio de las etapas en todo el Estado, envió el referido marqués un proveedor y un comisario de guerra con caudales para prevenir la subsistencia de la tropa; pero estas precauciones fueron inútiles, respecto de haber recibido contraorden del duque, que le mandó emprendiese su camino por el Estado de la Iglesia, con que las providencias ya tomadas fueron superfluas, y esto dilató aún la unión del ejército.

No faltó quien vituperase esta improvisa mutación en la marcha de las tropas; pero como el duque había recibido varios expresos de don Manuel de Sada y del príncipe Maserano, ministros de España en Turín, de que efectuada la alianza de esta corte con la de Viena, los alemanes que el conde de Traun había sacado de Toscana debían ocupar el Yogo (paso preciso por donde los españoles habían de pasar, por ser el más breve, y en virtud de las órdenes del duque de Montemar) y cuyo puesto defendido es inaccesible, a que añadían que el rey de Cerdeña pensaba, con su ejército, sostener a Traun, con intención de atacar el cuerpo del marqués de Castelar e impedir su unión con el de la Romania: golpe que, de haber sucedido, destruía totalmente el ejército español.

Esta noticia, aunque no tenía fundamento y no se podía despreciar por haberla participado sujetos caracterizados, obligó al marqués a tomar el camino desde Puerto Especie a Florencia. Las tropas que estaban a sus órdenes se componían de catorce batallones y tres mil infantes, éstos pertenecientes al primer convoy, y formó cuatro divisiones, poniendo a su frente un teniente general, un mariscal de campo y un brigadier. La caballería, que consistía en la brigada de carabineros, el regimiento de dragones de Sagunto, parte de caballería de la Reina y parte del de dragones del mismo nombre, los separó en dos, con sus oficiales generales, poniendo los fusileros de montaña en diversas partidas para que embarazasen la deserción.

Arreglado todo en esta forma, tornó su marcha por Florencia, como queda dicho, y la continuó dieciséis días consecutivos, sin hacer alto, por el recelo que tuvo el marqués de Castelar de que los enemigos viniesen a atacarle en el Estado de Toscana, según informaban los mencionados ministros de la corte de Turín; pero habiendo llegado a Pasiñano, primer lugar del Estado Eclesiástico, sin estorbo alguno, allí descansó la tropa, recobrándose del peligro imaginario que el celo de dichos ministros habían concebido, y aunque se tomaron las precauciones posibles para evitar la deserción, ella llegó a más dedos mil hombres cuando arribó la tropa a Pesaro.

El duque de Montemar, en su tránsito desde Orbitelo, no la experimentó menor, a que se seguía gran número de enfermos, así por el rigor de la estación como por haber carecido de un todo en su asistencia. Recibió en Pesaro el duque el tratado hecho con el duque de Módena, ratificado de Su Majestad; pero aquel príncipe se resistió a ratificarlo hasta que le concediesen algunos aumentos que pretendía.

Reunidas todas las tropas el 18 de abril en Pesaro, dispuso el duque se moviesen y pasasen a acampar en Rímini, donde se mantuvieron hasta el 13 de mayo esperando la artillería y pertrechos, que no llegaron hasta fines de abril. No obstante estar el ejército aliado de España y Nápoles disminuido de una cuarta parte por la escandalosa deserción que se introdujo en la tropa, el duque de Montemar trató de arrimarse hacia los enemigos, en virtud de las reiteradas órdenes de la corte, habiéndole prometido don José del Campillo haría una fuerte diversión el señor infante para favorecer sus designios en Lombardía, o ya fuese pasando por la ribera de Génova para incorporársela o atacando los Estados del reino de Cerdeña.

Con esta esperanza dirigió el duque su camino a Bolonia, y para hacerle más cómodo se dividió el ejército en varias columnas, y habiendo llegado a las puertas de esta ciudad, sobrevino una tempestad tan cruel que, no obstante el cuidado de los oficiales generales y particulares, hubo una tremenda deserción, pues se asegura que pasó de tres mil hombres, sin que las más exactas diligencias para buscarlos tuviesen efecto, porque los boloñeses, no como quiera desafectos, sino enemigos irreconciliables de nombre español, ocultaban en sus casas y caserías a los desertores.

Esta suma desgracia, acompañada del mal estado que había dejado a los soldados el campamento que ocupaban lleno de agua y que no permitía plantar las tiendas, los obligó a mantenerse tres días en él. No bien reparada esta tropa, en un Consejo de guerra que se tuvo el día 19 de mayo quedó determinado marchar el siguiente a la Samoggia, para desde allí encaminarse al Panaro. Campado en este puesto ventajoso, con el río de este nombre por delante, dando disposiciones para pasar el Panaro y atacar a los enemigos, se supo por dos espías que vinieron el 30 al campo que éstos tenían dos puentes sobre aquel río, capaces de contener cuarenta hombres de frente, y que se aseguraba habían resuelto atacar a los españoles.

Esta novedad no dejó de causar algún recelo, y aunque no se dio entero crédito, se llamó a Consejo y se determinó en él que respecto de haberse señalado un campo ventajoso sobre el Panaro, entre Castelfranco y el Fuerte Urbano, era conveniente ocuparlo cuanto antes, pero con las precauciones necesarias. Con efecto, la misma tarde se nombró al marqués de Castelar, con el mariscal de campo don Jaime de Silva, para que todas las compañías de granaderos españoles, ciento y cincuenta carabineros y otros tantos caballos de la misma nación, se adelantasen por el camino real y lo cubriesen mientras lo ocupaba todo el ejército; y como había otro camino que se dirigía al propio paraje, tuvo orden el mariscal de campo don Eduardo Bourg que con las quince compañas de granaderos del ejército napolitano y doscientos caballos marchase por él y fuese a juntarse con el marqués de Castelar.

Esto se ejecutó puntualmente, sin que los enemigos se opusiesen; antes bien, varias partidas de corazas, húsares y croatos que estaban de la parte de acá del río, retrocedieron, con que se pudo acampar con el mayor sosiego.

No obstante, para huir cualquiera sorpresa por parte de los húsares, se apostaron cuatro compañas de granaderos en frente del campo en un puesto sobre una acequia, y varias partidas de fusileros de montaña, así para ocurrir a cualquiera novedad como para contener la numerosa deserción que sin encontrar remedio había experimentado el ejército en las dos marchas antecedentes, que sobrepujaba a la referida de Bolonia. Estos puestos no eran más que provisionales, y sólo, sí, para la seguridad de aquella noche. Al otro día se reconoció el terreno y la situación del enemigo para tomarlos más a propósito. Avanzóse sobre el camino de Módena, donde hay una pequeña ermita llamada la Medona, y en ella se estableció un puesto de fusileros de montaña, formándoles una especie de tambor con el cual estaban defendidos y aseguraban el campamento de las inquietudes que los húsares con sus correrías podían ocasionar.

Establecido así el ejército, sacaba los víveres diarios de la ciudad de Bolonia, cuyos convoyes escoltaban tropas de caballería y fusileros de montaña, las cuales una iba y la otra venía, no sólo para asegurar dichos convoyes, sino también a los habilitados de las cuerpos y demás oficiales que tenían que hacer en dicha ciudad, respecto de que algunas partidas de húsares por la derecha de su campo ocupaban algunas caserías para robar a los que con poca prudencia caminaban, como en efecto lo consiguieron, sin que bastasen todas las providencias que se habían tomado para impedirlo. La deserción en este campo fue excesiva y llegó a tal punto que el ejército combinado de España y Nápoles se redujo a veinticinco mil hombres cuando debía exceder de cuarenta mil, habiéndose perdido más de quince mil, cosa inaudita hasta entonces en la tropa española. Es verdad que no se ha visto desidia igual a la que reinaba en los oficiales, sin que bastase para corregirla ni las severas reprensiones del general ni sus amenazas.

Este grave mal, acompañado de la poca o ninguna disciplina de las tropas napolitanas, se comunicó de un ejército a otro, de tal suerte que los soldados, en desprecio de los severos castigos, talaban los campos, saqueando cuanto encontraban, y cuanto mayor era el rigor, tanto más se aumentaba la deserción; pero no por esto pusieron mejor cuidado los oficiales, reduciéndose por su culpa un ejército florido al más diminuto estado y, por consiguiente, en la imposibilidad de obrar ni emprender el paso del Panaro con aquella seguridad que otras veces, se lograban las acciones más arriesgadas.

En este campo se mantuvo el duque de Montemar cerca de un mes, esperando a que el conde de Glimes diese principio a las operaciones de la campaña sobre el Var, atacando Niza y Villafranca, para abrirse paso por la costa de Génova, a fin de llamar la atención del rey de Cerdeña, que se hallaba con el general Traun sobre el Panaro, o que el duque de Módena se resolviese sobre el partido que había tomado de unir sus fuerzas a las de España, según el tratado firmado en Aranjuez el 30 de abril con este príncipe; pero pretendiendo éste varios aumentos y pareciéndole al Rey Católico ser exorbitantes, aunque el duque de Montemar insinuó a Su Majestad ser de la última consecuencia el dejarle gustoso, insensiblemente el tiempo se fue pasando, hasta que, penetrado por los austri-sardos lo que este Soberano trataba a favor de los españoles, ellos le hicieron la forzosa de declararse, y no habiendo podido conseguirlo, pusieron sitio a la Mirándula y le invadieron lo restante de sus Estados.

Sentido el duque de Montemar de malograrse esta alianza, pues sobre ella había fundado sus aciertos, porque este príncipe debía servir a España con siete mil hombres, artillería, pertrechos y una de las plazas fuertes de sus Estados a la elección del general español para establecer en ella sus almacenes y hacerla plaza de armas, conocía bien que sin este auxilio era imposible contrarrestar a los enemigos. Por tanto, envió a saber del gobernador de la Mirándula qué orden tenía de su Soberano, y si quería recibir guarnición española, por estar amenazado de los enemigo, que no tardarían en embestir la plaza.

El gobernador respondió que no tenía otra orden de su Soberano sino defenderla contra quien se fuese hasta el extremo, no obstante haberle dicho al duque los ministros de Módena que se enviaría orden al gobernador de la Mirándula para que recibiese en dicha plaza guarnición española; pero le abandonó bien presto su arrogancia, puesto que la entregó a los enemigos el último día de estar sitiada.

Desvanecido el tratado del duque de Módena por no haberlo querido ratificar este príncipe sin los aumentos que pedía y las órdenes de la corte expresas para atacar a los austri-sardos, hizo reconocer el de Montemar su posición, y habiendo sabido de cierto sus fuerzas, convocó el Consejo de guerra, en que asistieron todos los oficiales, diciéndoles que el rey de Cerdeña ocupaba con su tropa, consistente en treinta batallones y dos mil caballos, la derecha del ejército que tenía apoyada en el lugar de Espelimberto, situado al pie de la montaña, y corría su línea ocupando los puestos de Viñola, el paso de San Ambrosio y Bomporte, donde se encontraba con las del conde de Traun, que seguían la orilla del Panaro hasta casi final de Módena, y constaba de dieciocho batallones y dos mil y quinientos caballos. Tenían ambos ejércitos tres puentes sobre el río, fortificadas las cabezas de ellos con algunas baterías, y que los enemigos excedían a lo menos en fuerza de cinco a seis mil hombres a los españoles; que por consiguiente, les pedía su dictamen por escrito para resolverse, a que todos convinieron unánimes que no era posible atacar al enemigo sin evidente riesgo de perderse y sólo sí servir de triunfo a los enemigos.

El día siguiente a esta determinación llegó un expreso de la corte con carta de don José del Campillo, en que se mandaba al duque que sin dilación atacase y batiese al enemigo, expresión que hizo reír a los unos y murmurar a los otros. El atacar a los enemigos era cosa fácil, pero batirlos, ¿quién podía asegurarlo? Sin embargo, se controvertió este punto con cuidado, y después de varias alteraciones, los más de los oficiales generales juzgaron que emprender con fuerzas inferiores dos accidentes tan contingentes como era el de forzar el paso de un río fortificado y después de logrado dar la batalla, era caso de madura reflexión, porque si uno de los dos se malograba, el ejército se perdía infaliblemente y no contribuiría menos el país a aniquílarle que los enemigos, a que se seguía también la pérdida del reino de Nápoles, que ya amenazaba el inglés con sus escuadras. De manera que no sólo los generales no hallaron conveniente obedecer la orden, sino que propusieron de hacer una representación al Rey, manifestando las razones por qué no se daba cumplimiento a la orden, y se encargó a los tenientes generales duque de Atrisco y conde de Mahoni la escribiesen.

Esta pieza merece participarse al público, así porque se hacen evidentes los verdaderos motivos que hubo para no deferir a las sugestiones del ministro, que quería precipitar al duque de Montemar, acusándole de lento y tímido en sus operaciones, como para demostrar que negándose a obedecerlas hizo el mayor servicio a España. Esta representación, de que se encargaron los dos mencionados generales, estaba concebida en los términos siguientes:

«Habiéndonos convocado el capitán general de este ejército hoy día de la fecha en Consejo de guerra, y propuesto en él si convenía o no atacar a los enemigos en la situación que ocupan, resolvió la pluralidad de votos no convenir, por las razones siguientes:

Es la fuerza de nuestro ejército de veinticuatro a veinticinco mil hombres, porque la desgracia de haber perdido quince mil lo ha reducido a este número, como se justifica por los estados que últimamente se nos han manifestado.

Tiene el rey de Cerdeña treinta batallones y dos mil caballos de una tropa que desempeñó su obligación en la guerra pasada a vista de su príncipe, y si su ejemplo fue estímulo de aquellos esfuerzos, podrá la experiencia en iguales circunstancias ser gobierno a nuestras precauciones.

El de los austríacos consta de dieciocho batallones y dos mil y quinientos caballos (sin la infantería de los croatos), toda tropa veterana, la cual, unida a la de aquel príncipe, considerando el menoscabo que habrá podido tener, compondrá por lo menos pasados de treinta mil hombres.

Es consecuencia infalible que de esta cuenta resulta el exceso de cinco a seis mil hombres, y que los dos actos distintos de pasar un río a vista de un ejército superior que tiene tomados y fortificados los principales puestos que lo defienden, y el de dar una batalla con la probabilidad de ganarla, no sólo es dudoso el éxito, pero sí arriesgado por la claridad de las ventajas, cuyas razones nos obligan a proponer modo menos contingente para que las armas del Rey consigan aquellas glorias que nuestro amor desea, y se huya del funesto suceso que acaecería de la adversidad enlazada con infinitas consecuencias.

Este ejército está tan deseoso de la acción, que no se encuentra en él quien no la anhele, y sólo tardará su práctica lo que tarde en presentarse una favorable coyuntura. Esta debe dimanar últimamente de las operaciones del que tenemos en Provenza, porque en llegando a obras las que son amenazas, se convertirá en atenciones lo que ahora se mira desprecios, siendo el cuidado causa de movimientos que aprovechará el ardor, superando con las facilidades del paso las probabilidades de un vencimiento.

No parece regular dar principio por lo dificultoso, cuando el suspender para obrar asegura el acierto, ni que se arriesgue tanto por la brevedad de pocos días que apresurados anticiparán los momentos de la dicha, ni que un cuerpo de generales a vista de un inconveniente deje de representar en su oficio las reflexiones que más se anudan al verdadero acierto del servicio. Si este universal dictamen, mereciendo aprobación en el real ánimo de Su Majestad, fuese digno de atención, será consuelo de los que aspiramos con el sacrificio de nuestras vidas al logro de sus victorias, haciendo ante todo presente la ciega obediencia, que no desluce las proposiciones del celo, ni tiene otra consideración que la de no resultar culpable por falta de explicaciones.- Campo de Fuerte Urbano, 9 de junio de 1742.»

Firmaron esta representación los generales de ambos ejércitos, español y napolitano, en esta forma, según su antigüedad. Duque de Castropiniano, marqués de Castelar, don Juan de Gages, don Melchor de Abarca, don Domingo de Sangro, don José Grimau y Corvera, don Plácido de Sangro, el príncipe de Yachi, don Reynaldo Macdonel, el conde de Mariani, el conde de Seve, el conde de Beauford, el duque de Atrisco, el conde de Mahoni, don Raymundo Burck, don Carlos Blon, el marqués de Valdecañas, el duque Rebuton, don José Antonio Jachoude, el marqués de Croix, don Jaime de Silva, don Guillermo Lacy, don José Horcasitas, don Marcelo Heron, don Nicolás de Mayorga, el conde de Jauche, el conde de Valhermoso, el marqués de Crevecoeur de Mazerano, el marqués de Torrecuso, don Juan de Pingarrón, el marqués de Gravina, el marqués Duché, don Nicolás de Carvajal, el marqués de Villadarias, don Diego Felipe de la Vega.

Y aunque no tiene duda que una resolución tan bien fundada parecía la más acertada, sin embargo, los tenientes generales marqués de Castelar, don Reynaldo Macdonel, el conde de Mahoni y algunos mariscales de campo fueron de dictamen contrario. El primero ofreció atacar al enemigo mediante se le diesen todos los granaderos de ambos ejércitos, y con ellos por un pequeño camino en la montaña, situado a la izquierda de los españoles que caía sobre el lugar de Espelimberto, derecha de los enemigos, atacaría por esta parte en el flanco con vigor, mientras los duques de Montemar y Castropiniano hiciesen dos ataques falsos por el frente; que logrando introducirse los granaderos por aquella parte, pasasen ambos generales, lo que facilitaría la confusión de los enemigos, y con esto se obedecía la orden del Rey, que de otro modo no era factible, y obligaba al duque de Módena a declararse por España, y en caso de no poder penetrar los granaderos (cosa que parecía imposible de no tener efecto), el ejército coligado tenía siempre libre la retirada por la misma montaña, sin que los austri-sardos pudiesen impedirlo, respecto de ser el fuego de los españoles, siempre dominante; que la empresa podía costar doscientos o trescientos hombres, corta pérdida supuesto que cada día faltaba mayor número por la deserción.

Controvertióse este punto con viveza, y aunque el duque de Montemar abrazó esta proposición (porque el ataque había de hacerse por la derecha del enemigo y se podía pasar el Panaro hacia Viñola y Espelimberto sin necesidad de puente), los demás generales no quisieron deferir a ella, por más que les representó que si el suceso fuese favorable lograba que el duque de Módena se declarase a favor de España y obligaba a los enemigos a pasar la Secchia y abandonar los Estados de este príncipe, que aún no estaban invadidos, ni su tratado descubierto, pero nunca pudo el de Montemar vencer la repugnancia del cuerpo de los generales, que insistieron siempre sobre la referida representación al Rey que últimamente firmó el duque, y aun los del parecer contrario, para no incurrir en la nota de temerarios, o por su resistencia sembrar discordia entre los demás generales.

No tratándose ya de atacar a los enemigos, resolvió el Consejo de guerra marchar a Bondeno, en que también convino el duque. Tomadas las disposiciones para esta marcha, se enviaron los enfermos que estaban en Bolonia, en número de tres mil, o Ferrara, y se dio orden a los generales de aligerarse de equipaje, y lo grueso bajo de la escolta de trescientos dragones se condujo a Faenza. Hechas estas diligencias precisas, se nombró al mariscal de campo conde de Jauche, con treinta compañías de granaderos, el brigadier y coronel de piquete, con las guardias viejas de caballería, para mandar la retaguardia, que no debía dar indicio de marcha hasta después de haberlo ejecutado el ejército.

Dióse igualmente la orden de que el cañonazo de la retreta sirviese de generala, y que una hora después levantase la tropa el campo y se pusiese en marcha; pero la desidia o la ignorancia del mayor general, a quien toca dar las providencias para que se ejecute, las retardó de tal suerte, que la testa del ejército no pudo ponerse en marcha hasta media hora antes de día. Por lo que toca al equipaje, también padeció gran confusión respecto de no haberse nombrado preboste para dirigirlos y arreglarlos, único descuido que se puede atribuir al duque de Montemar en esta campaña, si es cierto que no consultase a la corte, pues antes de principiarla debía haber provisto aquel empleo y acaso no hubiera habido tanta deserción. Porque la ocupación del preboste y su compañía es recoger los soldados que por pereza u otros motivos le queden detrás del ejército en una marcha, cuidar que no se aparten de sus cuerpos, y con este motivo impedir la deserción, y dirigir los equipajes a fin de que sin confusión al paso de un barranco o estrechos caminos la caída de una carga no impida el todo de avanzar y llegar con tiempo al campo.

En fin, eran cerca de las doce del día cuando la retaguardia se movió de Castelfranco, bien que había dos horas que la cabeza del ejército había entrado en el campo de San Juan. La sobredicha confusión y retardo dio lugar a los enemigos para juntar un grueso de coraceros, húsares y croatos para dar sobre la columna del equipaje, los cuales fueron bien recibidos por el conde de Jauche y sus treinta compañas de granaderos, y habiendo sobrevenido el conde de Mahoni, teniente general de día, con alguna caballería, fueron rechazados con pérdida de treinta o cuarenta hombres entre muertos, heridos y prisioneros. Los españoles perdieron solamente tal cual, con algunas cargas de equipajes, por la embriaguez de sus conductores.

Habiendo llegado el ejército al campo de Chento el día 20 de junio, supo el duque de Montemar que seiscientas corazas e igual número de croatos a pie ocupaban a Final de Módena, con cuya noticia trató de apoderarse de esta plaza. De acuerdo con los generales se nombró al teniente general don Juan de Gages, quien conocía este paraje por haber mandado en esta plaza la campaña pasada; diéronsele cuarenta compañías de granaderos, cuarenta piquetes, quinientos caballos, ocho piezas de artillería de campaña, artilleros suficientes para su uso y una brigada de ingenieros, a fin de sorprender este puesto o tomarle por asalto.

Todo ya prevenido para el intento y nombrada la tropa, parece que recibió el expresado don Juan de Gages una noticia particular, que manifestó al duque de Montemar, disuadiendo este ataque, la que salió incierta, y aunque otros generales solicitaron el encargo de esta expedición, no lo consintió el duque, por haber mudado de dictamen los demás generales, temerosos de una acción general, y que dicho puesto no merecía se expusiese la tropa a una batalla campal cuando se debía evitar por los motivos referidos en la representación.

No habiendo tenido efecto esta idea y haber marcado un campo en el Bondeno, fue destacado el propio don Juan de Gages con el mismo destacamento para adelantarse y hacer construir un puente sobre el Panaro, y pareciéndole más seguro este proyecto que el antecedente, convino en ello.

Cuando el ejército llegó al campo de Bondeno ya estaba construido el puente, pero en tan mal paraje y tan mal fortificado que se hubo de encargar al abad de Vimercati hiciese otro cien pasos distante del primero que había construido el referido don Juan en la parte más ancha del río con una especie de revellín, que para defenderle se necesitaba una considerable guarnición.

Asegurado el ejército en este campo sin atreverse los enemigos a inquietarle, se nombró al mariscal de campo, marqués Duché con quince piquetes para defender el expresado revellín, el cual se continuó en fortificar por muchos días, aunque inútilmente; pero no se pueden tomar demasiadas precauciones en la guerra. Fortificáronse asimismo las avenidas del campo con infantería para sostener la caballería, y como el ejército napolitano ocupaba la izquierda, fue tanta la deserción que el sargento que iba a mudar las centinelas se marchaba con ellas, llegando a incluirse en este desorden los cadetes y aun los subalternos, de manera que quedaron los regimientos de caballería y dragones precisados a poner los tres estandartes en un solo escuadrón, porque no había para más.

Esto fue la causa principal de que no se pudo hacer destacamentos, y ser la caballería española muy inferior a la del enemigo. Si el ministro de España hubiese concedido los cinco mil caballos que el duque de Montemar le había pedido y le ofreció, sin duda los húsares se hubieran contenido en sus correrías y cuando no hubieran resultado varias funciones favorables: vaticinio siempre seguro de las empresas.

Mantúvose el ejército veintinueve días en este campo, siempre con la expectativa de lo que obrase el de Provenza. Había solicitado varias veces el duque de Montemar de que éste penetrase por la ribera de Génova, sitiando a Villafranca y demás plazas del rey de Cerdeña, para poder franquearse el paso a Italia. Hay apariencia de que ésta era la idea, pero no habiendo la artillería correspondiente envió el infante don Felipe las galeras que estaban en Antibo para traerla de Tolón, a fin de evitar los gastos que acarrearía su conducción por tierra, y aunque este designio era arriesgado por la multitud de naves inglesas que corseaban aquellos mares, prometíase el comandante de las galeras que costean la ribera no podrían los enemigos acercarse bastante a tierra, y que así podría efectuarse la orden sin peligro.

La experiencia manifestó lo contrario, pues habiéndolas encontrado algunos navíos de guerra ingleses, les dieron caza hasta que las obligaron a refugiarse en el puerto de San Tropé, entre Tolón y Antibo. Creíase seguro en aquel puerto el comandante de las galeras, y lo cierto es que cualquiera se lo hubiera persuadido; pero los ingleses no se habían olvidado de las afrentas que recibió su Monarca en los Estados de Hannover, ni menos de las amenazas del cardenal de Fleury en Londres; con que no buscando más que la ocasión de lo recíproco, se valieron del ardid de asegurar al gobernador del castillo del puerto que entraban en paz, y a su vista quemar las galeras de España, mientras tenía bloqueadas las escuadras del teniente general don Juan Navarro y de Francia en Tolón.

* * *

La moderación del primer ministro en Francia no pudo llegar a más. Toleraba que los ingleses registrasen a los navíos franceses y persiguiesen a los españoles hasta en los puertos de Francia, y en desprecio de su neutralidad quemasen las galeras de esta nación, sin dar la menor queja, antes bien, proveyendo a los ingleses de todo género de bastimentos cuando éstos lo pedían. ¿Quién podrá comprender semejante política? ¿Cómo conciliar este modo de obrar con lo que pocos meses antes había insinuado al Rey británico de que si los ingleses pasaban el mar lo miraría como rompimiento, cuando no ignoraba entonces los inmensos preparativos en Inglaterra para efectuarlo?

No quería, sin duda, ser el agresor en esta guerra contra los ingleses, persuadiéndose que ellos arrastrarían a los holandeses, como tan unidos de intereses. Tampoco parece que quiso dar motivo de queja al rey de Cerdeña, pues habiendo consentido el tránsito de las tropas españolas por Francia y prometido uniría a ellas algunos batallones franceses, y daría artillería, no sólo no cumplió su palabra, sino que de acuerdo con el ministro de España estorbó la idea del duque de Montemar, disuadiendo el ataque de Villafranca con el pretexto de la imposibilidad de vencer.

Este camino era el único que podía asegurar los designios del Rey Católico en Italia con la unión del señor infante: bien se percibió después, cuando no hubo remedio; pero la fatalidad de haberse de guiar por el dictamen del cardenal, no dejó otro arbitrio que el de abandonar la costa de Génova e internarse por el Delfinado para pasar a Saboya, cuya empresa hasta allí era muy fácil.

En continua contradicción interior, no le dejaba lugar al tímido cardenal reflexionar sobre las consecuencias que producía su ánimo irresoluto. Creía manejar el caos de intereses que la multitud de pretendientes había despertado con motivo de la muerte de Carlos VI, del mismo modo que los negocios políticos de su corte, en que no podemos negar estaba versado en grado superior. Cuarenta años de estudio en ellos le habían merecido la aprobación y contemplación de toda la Europa, pero la decadencia de sus esfuerzos en Alemania para subvertir el trono austríaco, denotó, con gran perjuicio de la opinión que se tenía de él, que no es todo uno gobernar el timón de una nave o gobernar una armada.

La repentina invasión de la Baviera y su conquista por los austríacos a tiempo que el Soberano de ella se coronaba Emperador, y poco después la derrota de los bávaros mandados por su general Toring, no le daba poco en que pensar. Discurrió el cardenal remediar estos fatales principios de campaña con reforzar el ejército del mariscal Broglio; el de Belle Isle había dejado el mando a éste, siendo encargado de su corte recorrer las de Alemania, y nombrado embajador en la próxima elección con el que estaba a la orden del de Maillebois en la Westfalia, mientras todo el reino estaba en movimiento para formar un tercero ejército de observación. El rey de Prusia, que por la batalla de Molvitz había sometido las Silesias, y de acuerdo con Francia atraído a su partido al elector de Sajonia, corría como un rayo la Bohemia sin encontrar quien le resistiese, y pareciéndole no encontrar más oposición en la Moravia, se encaminó con los sajones a esta provincia, que se sometió en breve, a excepción del castillo del Brin. Colmado de tantos triunfos, se presentó este príncipe victorioso en las cercanías de Viena, amenazando sitiar esta capital, pero la divina Providencia detuvo allí sus progresos.

La reina de Hungría, que no se había asustado de sus amagos, dio orden al príncipe Carlos de Lorena (que mantenía la comunicación de las Austrias con la Bohemia y dejó en su lugar al de Lobkowitz para hacer frente a los mariscales de Francia que ya se habían unido) de marchar a la Moravia con ánimo de cortar la retirada al rey de Prusia, lo que hubiera sucedido a no haberlo penetrado este príncipe, que con aceleración se retiró, abandonando almacenes y artillería.

Malograda la idea en parte, aunque se consiguió echarle con desdoro de esta provincia, intentó el príncipe Carlos recuperar a Praga; pero queriendo embarazarlo el rey de Prusia, atrincherado en Ozaslaw, se trabó el 17 de mayo una sangrienta batalla, cuya victoria arrancó violenta la codicia de los húsares austríacos de las manos del príncipe Carlos. No obstante, aunque éste perdiese el campo, el ejército prusiano quedó enteramente arruinado, con especialidad su caballería, por lo que admitió este príncipe gustoso la proposición que entonces le hizo el ministro británico de la cesión de las Silesias y del condado de Glatz en Bohemia. Habiéndose convenido la reina de Hungría en ello, por la necesidad de quitar este formidable enemigo de delante, se concluyó un tratado en Breslau el 11 del siguiente mes, al cual accedió el elector de Sajonia, retirándose igualmente a sus Estados.

Ocho días después de la batalla de Ozaslaw, el príncipe de Lobkowitz tuvo otra acción en Sahay con los franceses, mandados por el mariscal de Broglio, y aunque no fue muy ruidosa, no dejó de ser favorable a los austríacos, que pudieron ocupar el puesto ventajoso del Budveis, no obstante haber dicho mariscal hecho levantar el sitio de Frabemberg, que sitiaba Lobkowitz. Esta acción y la de Ozaslaw publicaron los enemigos de la reina de Hungría que las había perdido, sin duda para que no descaeciese el ánimo de sus aliados; pero sabido otra vez por el príncipe Carlos de Lorena, determinó dar sobre los franceses cuando menos podían esperarlo.

Después de algunas marchas forzadas, llegó el 4 de junio a su presencia y se formó en batalla. Al otro día se avanzó hacia Tein, donde había un cuerpo de franceses que lo abandonaron luego, y por los puentes que tenían en el Moldau pasaron este río, formándose en batalla a la otra parte. El príncipe Carlos hizo venir la artillería para batirlos, mientras atravesaban el Moldau los generales Esterhazy, Nadastr, Baronus, con el príncipe de Birkenfeld y el coronel Desossy, con toda la caballería y granaderos.

No bien se había empezado el ataque, cuando los franceses se retiraron a los bosques que tenían a la espalda, donde fueron seguidos de la tropa ligera, que no se detuvo en el pillaje sino manejar sus armas, reparando en esta ocasión la falta cometida en Ozaslaw.

El rey de Prusia, que buscaba modo de deslumbrar al mariscal de Belle Isle, que estaba en su campo, a fin de que no penetrase éste lo que trataba en perjuicio de su alianza, había hecho varios movimientos a lo largo del Elba, con el que pensó Belle Isle que era con intento de socorrer al mariscal de Broglio, que acababa de pasar el Moldau y con fuerzas superiores al príncipe de Lorena, por lo que no se había atrevido a esperarle; pero habiendo sabido Su Majestad que su tratado estaba firmado y ratificado por él mismo el día 13, lo participó al mariscal de Belle Isle, que no tuvo otro partido que tomar más que el de retirarse de su campo y juntarse con el de Broglio.

Unido el príncipe Carlos con el de Lobkowitz y no teniendo ya otros enemigos en Alemania más que los franceses y bávaros para impedir cualquier socorro que viniese de Francia, el príncipe Carlos marchó a ocupar el Círculo de Pilsen, lo que conseguido volvió a juntarse con Lobkowitz, resuelto a dar batalla a los franceses y destruirlos enteramente o hacerlos prisioneros; pero éstos, que procuraban excusarla, pudieron lograr ponerse debajo del cañón de Praga, disminuidos en más de una tercera parte.

Sabida esta gran novedad en la corte de Viena, la reina de Hungría no esperaba menos a que se le rendirían prisioneros de guerra, y para que el gran duque tuviese el honor de este triunfo, le suplicó pasase a mandar el campo, que se había aumentado con el arribo del general Festetiz con quince mil hombres.

En breves días estrechamente bloqueados los franceses, el Gran Duque mandó traer de Viena, de Brin y del Budveis la gruesa artillería, para hacer el sitio de Praga en toda forma. Advertidos los mariscales de esta disposición, el conde de Belle Isle, que conocía la imposibilidad de recibir socorro tan presto y no teniendo con qué subsistir entretanto en esta gran ciudad, pidió una conferencia al gran duque, el cual nombró al conde de Konigseg para ella. Habiéndose destinado un convento a media, legua de la plaza, se transfirió a él el mariscal el día 2 de julio. Éste propuso entregar la ciudad con tal que se le permitiese salir las tropas con sus armas, bagajes y honores militares. El conde respondió que tenía orden de su Soberana para tomar la plaza y la tropa prisionera de guerra.

Esta conferencia y su resulta la participó el mariscal de Belle Isle a Francia, lo que dejó al cardenal ministro en la mayor perplejidad; se volvió a despachar el correo, con orden de que insistiese en lo pretendido, y ofreciese la evacuación entera de la Bohemia entregando la plaza de Egra y el fuerte castillo de Frabemberg. A estas ofertas acompañó una carta para el conde de Konigseg, que antes había sido su amigo, quejándose de que en Viena se le tuviese por autor de las turbaciones que agitaban la Alemania, poniéndole en la consideración de que no había tenido libertad para haber puesto en práctica las proposiciones que seis meses antes le había hecho el señor Wasner, ministro de la Reina; pero añadía:

«No ignora Vuestra Excelencia que estamos por nuestra desgracia ligados; sin embargo, no mudo de sistema y creo siempre que no hay cosa más esencial para la tranquilidad de la Europa que una perfecta unión entre nuestras dos cortes.»

No produjo esta carta el efecto que el cardenal creía; pues bien al contrario, sin dar respuesta a ella, el conde de Konigseg la envió a Holanda, para que se imprimiese y viesen los aliados de la Francia la fidelidad con que obraba esta potencia en todos sus empeños. El mariscal de Maillebois, que estaba en marcha para socorrer a Praga, se juntó en la Franconia con un cuerpo de tropas que mandaba el conde Mauricio de Sajonia, con el cual se formó un ejército de sesenta mil hombres.

Noticiado el gran duque de Toscana de la proximidad del mariscal, levantó el campo de Praga, dejando el sitio de esta ciudad reducido en bloqueo por el general Festetiz; partió con el príncipe Carlos su hermano, y el conde de Kevenhuller con el ejército para impedir pasasen adelante los franceses. Propúsose otra vez al Gran Duque la evacuación de la Bohemia, y que el mariscal retrocedería si la Reina se conviniese en poner en posesión de la parte de la Baviera que ocupaba; pero no tuvo más efecto esta propuesta que las dos antecedentes, y así, debiendo a toda costa socorrer a los sitiados de Praga, prosiguió el mariscal de Maillebois su camino. Habiendo llegado éste a las cercanías de Egra, no pudo penetrar adelante, por haber cogido los desfiladeros los austríacos, y aunque el mariscal de Broglio estaba apercibido para la unión, no pudo efectuarse.

La estación adelantada, el frío insoportable, la lluvia continua y falto de víveres, el mariscal de Broglio, porque los húsares y panduros les cortaban los convoyes y los tenían en continuo movimiento, dispuso el mariscal retirarse hacia la Baviera, disminuido su ejército casi en la mitad. El de los austriacos salió igualmente de la Bohemia y fue en su alcance hasta la misma Baviera. Con motivo de oponerse a la entrada de los franceses en Bohemia se había sacado la mayor parte de la tropa que formaba el sitio de Praga, y frustrados de su incorporación, el gran duque destacó al príncipe de Lobkowitz con treinta mil hombres para reforzar el cuerpo de Festetiz, con que le fue preciso al mariscal de Broglio recogerse con su tropa a la plaza sin esperanza de socorro, pues ya había pasado al círculo de Listmeritz, creyendo se efectuaría la unión con Maillebois.

La conducta de éste fue vituperada altamente en Francia por las sugestiones del conde Mauricio de Sajonia, y para que el servicio del Rey no se perjudicase en la disensión que reinaba entre estos dos generales, se llamó al mariscal de Broglio, que estaba en Praga, para reemplazar al de Maillebois, que se restituyó a Francia. Entre tanto Praga quedaba cada día más estrechada, y careciendo las tropas de un todo, que ya comía carne de caballo, recibió orden el mariscal de Belle Isle de franquearse el paso espada en mano, pues de otro modo era preciso se rindiese prisionero de guerra.

El 18 de diciembre dispuso efectuar la salida, haciendo antes correr la voz de que se prevenía para atacar los puestos de los enemigos, y acudiéndose a la parte por donde les parecía intentarlo, el mariscal salió de Praga y ganó dos jornadas, por lo que no pudo alcanzarle el príncipe de Lobkowitz; pero los húsares y panduros, que fueron en su seguimiento, le atacaron varias veces por el frente, costado y retaguardia, haciendo un daño terrible, a que contribuyó menos el frío, pues perdieron más de tres mil hombres, la mayor parte de la artillería, municiones y casi todos los equipajes, con lo cual pudo el mariscal llegar a Egra, donde descansó.

Vuelto el príncipe Lobkowitz delante de Praga, intimó a la guarnición a que se rindiese, en que condescendió el señor de Chebert, mariscal de campo, que mandaba en ella, capitulando saldría con los honores de la guerra. De tres mil hombres que tenía la guarnición salieron el 26 del mismo mil soldados sanos, habiendo quedado los demás enfermos, y aquéllos fueron conducidos a Egra; de manera que de un ejército de más de cincuenta mil hombres que entraron en Bohemia no salieron apenas ocho mil, encontrándose en Praga trescientos cañones y un grueso almacén de municiones. Así feneció la campaña en Alemania, habiendo tomado los ejércitos cuarteles de invierno, y restituídose a Viena el gran duque y su hermano. Kevenhuller quedó mandando el ejército austríaco y el mariscal de Broglio los franceses.

Mientras descansaban ya las tropas austríacas y francesas después de una campaña tan trabajosa como la que tuvieron en Alemania, los austri-sardos y españoles en Italia no estuvieron con más quietud, aunque no se redujo a más que a observarse recíprocamente, sin haber experimentado más daño que la de una deserción increíble, especialmente los últimos. El duque de Módena, que por su ambición había perdido sus Estados, se había retirado a Venecia con su familia y dejado su patrimonio a los enemigos, quienes no teniendo ya qué temer, dispusieron después de la rendición de Módena y Mirándula pasar el Panaro, apoderarse del puesto de Rímini y cortar la retirada al duque de Montemar. Conocido por éste el intento, levantó su campo de Bondeno para anticiparse a sus enemigos, y caminando ambos ejércitos sobre una línea paralela, llegó primero el duque de Montemar a Rímini, habiéndose quedado el rey de Cerdeña en Cesena, veinte millas distante de esta ciudad.

Publicaron los enemigos del general español que esta marcha fuese retirada, no siendo cierta, pues fue para mejorar de puesto y con esto cortar todas las ideas del rey de Cerdeña, quien lo confesó públicamente diciendo: que aunque siempre había considerado al duque de Montemar por un general que sabía su oficio, nunca en ninguna ocasión lo acreditó mejor como en esta marcha, respecto de que le había conocido su proyecto y roto sus medidas. Lo cierto es que el intento de Su Majestad era cortarle los víveres que sacaba del reino de Nápoles, penetrar en él y suscitar alguna revolución, que no es difícil de conseguir en sus naturales, mientras los ingleses por mar coadyuvaban a lo mismo, y otro cuerpo de tropas austríacas que de los puertos de Istria debía desembarcar en las costas de la Pulla; pero supongamos que fuese retirada, no permitía un ejército tan endeble y tan contaminado de la deserción atacar a otro, superior con mucho, y mandado por un héroe cuya presencia valía otro ejército; sin duda era menos inconveniente huir una batalla que el exponerse al evidente riesgo de perderla.

No pudiendo ya al ejército español faltarle la subsistencia que le venía del reino de Nápoles, y bien asegurado el campo de Rímini, mandó el duque de Montemar al mariscal de campo don Fernando de la Torre, y al brigadier conde de Murillo, se retirasen con el destacamento con que habían observado a los enemigos durante la marcha desde el campo de Bondeno hasta Rímini, y en las cercanías de esta última ciudad por algunos días, lo que no hubiera sucedido a no haber dado cuenta el comandante de que en cinco días después del arribo del ejército había perdido setenta y cinco caballos por la deserción, pidiendo se le mudase el destacamento con otro igual número de gente, o se le mandase incorporar, por no fiarse de la que tenía; y no encontrándose otro medio, se le dijo lo ejecutase luego, habiendo antes logrado una acción de bastante honor contra los enemigos, y en la cual les hizo dos capitanes prisioneros con algunos soldados.

En este campo supo el duque de Montemar, por algunas noticias de Roma y aun de Venecia, que la voz era pública de que bajaba de Germania a Italia un cuerpo de diez a doce mil hombres. Como por la paz hecha con el rey de Prusia y elector de Polonia esta voz podía ser cierta, para certificarse en ella escribió al marqués Mari, a fin de que despachase personas de su satisfacción a Trieste, para indagar la verdad, por las que supo había llegado ya la primera columna, consistente en mil hombres del regimiento de Varcit, y que se ponía embargo a todas las embarcaciones de la costa para el transporte de estas tropas, que debían incorporarse con los enemigos o inquietar el reino de Nápoles por la Pulla. También el cardenal Aquaviva participó al duque de que había pasado a la altura de Civitta-Vechia una escuadra inglesa con cuatro mil hombres de desembarco encaminándose hacia Nápoles. Todos estos avisos y los recelos bien fundados de una próxima invasión, y la inquietud general que se reconocía en los napolitanos, obligaron al Rey a llamar algunos batallones y escuadrones de su ejército, como asimismo teniente general don Raimundo Burck.

Temeroso el duque por este reino, que estaba desamparado de tropas, resolvió levantar su campo de Rímini y pasar a Foligno, después de haber mantenido nueve días en este campo aguardando a los enemigos en orden de batalla, sin que los austri-sardos se aventurasen en darla; el día 8 de agosto juntó el Consejo de guerra, manifestando a los generales la situación de las cosas y lo que había sabido, y que era preciso cubrir el reino de Nápoles como también ponerse en posesión de recibir al infante don Felipe por si penetraba por el Estado de Génova, como se lo aseguraban el conde de Glimes y el ministro de Su Alteza el marqués de la Ensenada.

Como ninguno era más práctico en aquel país como el duque, y que todos rehusaron dar su dictamen antes que él propusiese el suyo, dijo el duque que Foligno era el único que podría ser conveniente, porque su situación le facilitaba la entrada del reino de Nápoles por Espoleto, que lograba en dos marchas, y en otras dos iba a Perugia, de donde, desde luego, entraba en Toscana para recibir al infante, porque nunca se persuadió que este príncipe tomase otro camino. Habiéndose convenido todo, se levantó el campo, y el 22 de agosto llegó el ejército a Foligno. En este campo recibió el duque de Castropiniano la orden del rey de Nápoles de separar el ejército de su mando del de España, y se retirase a este reino en virtud de un acto de neutralidad que aquel Soberano había firmado con los ingleses, que amenazaban de una irrupción.

Entre tanto se mantenía en Foligno el duque de Montemar, los enemigos, que no habían pasado de Sesena, se retiraron a los Estados de Módena, Parma, Plasencia, Mirándula y Mantua para acantonarse en ellos, cuya noticia habiendo llegado a la corte de España, se mandó al general español que estaba en Foligno reclutando su ejército, para que retrocediese, con el fin de contener al rey de Cerdeña, que sin duda había de acudir a la defensa de la Saboya, que iba a invadir el señor infante con el ejército que hasta el 20 de agosto se había mantenido en Provenza, en una total inacción.

Esta novedad extrañó mucho el general, quien convocó al Consejo de guerra para resolver sobre la importancia de la Orden, y aunque estaba diametralmente opuesta al servicio de Su Majestad, por saberse de cierto que los enemigos, con el aviso del retrógrado del ejército español, se habían de mantener en sus precedentes puestos sobre el Panaro, y con este motivo inutilizar los proyectos: sin embargo, prevaleciendo el dictamen de los generales sobre la multitud de inconvenientes que se ofrecían, se determinó el duque de Montemar a ejecutarla.

Reunido en cuerpo el ejército que estaba acantonado en varios lugares del Estado Eclesiástico, se señaló el día 9 de septiembre para la marcha; pero en el mismo recibió el duque un expreso con la orden de restituirse a España, con el pretexto de sus achaques, restablecer su salud; del mismo modo, el marqués de Castelar de acompañarle, entregando aquél el mando del ejército a don Juan de Gages, teniente general más antiguo, por ausencia del marqués de Castelar; sensible fue para el duque de Montemar esta orden, mayormente a vista del pretexto con que se servían sus émulos para exonerarle del mando del ejército, cuando jamás había tenido mejor salud ni nunca estuvo más solícito en hacerse merecedor de la continuada confianza de Sus Majestades.

En fin, no quedándole otro arbitrio más que el de obedecer, solicitó del príncipe de Craon, regente de Toscana, el permiso de pasar por estos Estados, y habiéndole obtenido, se puso en marcha el 11 de septiembre para España, acompañado del marqués de Castelar. El mismo día escribió a don José del Campillo para que supiese de Su Majestad si le permitía pedir al rey de Cerdeña un pasaporte para poder caminar por sus Estados, pues de otro modo le era difícil efectuar la orden por estar los ingleses en el puerto de Villafranca y extendidas sus naves por toda la costa; pero el ministro de España, o ya fuese desprecio hacia el duque de Montemar o impedir el regreso pronto de este general a la corte, recelándose de los cargos que se le podían hacer, o queriendo exponerle a ser prisionero de los ingleses para tener más motivos de vituperar su conducta, no sólo no le concedió lo que pedía, mas tampoco responder a su carta.

Después de haberse mantenido el duque mucho tiempo en Génova, siempre con la expectativa de la respuesta del ministro, viéndose decaído de su esperanza, resolvió desde Final, embarcarse en una faluca con el marqués de Castelar, con los hijos de uno y otro, eligiendo el tiempo más borrascoso para burlar la vigilancia del gobernador de Niza y del almirante Matheus, los cuales, teniendo noticia deber pasar estos generales, habían tenido orden de cogerlos prisioneros; pero la divina Providencia no permitió cayesen en el lazo que se les tenía preparado, ni menos pereciesen en el mar, no obstante el haberse visto varias veces a las puertas de la muerte con sus familias; desgracia que hubiera extinguido ambas casas, por no haber más sucesión que sus hijos que los acompañaban.

El gobernador de Niza (el señor Carbon) se persuadía tanto de la imposibilidad de su tránsito que sobre la noticia que tuvo de haber llegado a Antibo despechó una persona de confianza para informarse de la verdad, pues no lo podía creer, de que habiendo dado cuenta a su corte, se le acumuló a descuido y fue privado de su gobierno.

Ya seguros los generales españoles y reparados de sus fatigas, salieron de Antibo para Barcelona, donde encontró el duque una orden para que se retirase a su encomienda y no saliese de ella sin real permiso, y al marqués a Zaragoza en los propios términos. Bien conocía el ministro que si el duque de Montemar llegaba a la corte no se descuidaría en manifestar al Rey los motivos que no sólo hicieron infructuosas las operaciones de la campaña negándole la caballería que había pedido, sino cuanto necesitaba para el éxito de la empresa, habiéndose dejado pasar el tiempo preciso para anticiparse a los enemigos; conoció bien, digo, el ministro que su odio al general había sido la causa total del mal éxito de esta campaña, y temeroso de que informado Su Majestad de las causas y de la inocencia del duque provocase contra sí mismo la justicia del Monarca y ser la víctima de sus enredos, supo indisponer este príncipe de tal forma contra el duque de Montemar, que éste no tuvo más arbitrio que recogerse en sí mismo, obedecer la orden entretanto se proporcionaba ocasiones de publicar la integridad de sus intenciones, desaciertos y desbarros de su enemigo, como en efecto lo ejecutó; y sincerado de cuanto se le acumuló, volvió a la gracia del Soberano, mas esto no fue hasta después de la muerte de su émulo, que a poco tiempo sucedió.

En cuanto al marqués de Castelar, como no se le podía hacer otro cargo sino el de su estrecha amistad con el duque de Montemar, obtuvo venir a la corte, donde no pudo dejar de abocarse con don José del Campillo, quien sonriéndole maliciosamente, al verle le dijo: «Y bien, V. E., por no haberme creído, se halla a pie.» «Nunca esperé menos de V. S. I.», respondió el marqués.

FIN










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