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Comunicación a propósito del tema «La utopía pesimista»

Sylvia Molloy





Términos como «utopía pesimista» o «contrautopía» (y éste menos que aquél) invitan, erróneamente, creo, a una sombría lectura alegórica de Bioy; nos instan a interpretar sus textos como desencantada reflexión moral acerca de las limitaciones humanas y a verlo como el fabulista crepuscular que, por cierto, no es. Mi propósito, en estos breves comentarios, es desviarme de esa visión singularmente opaca, sin, por ello, dejar del todo de lado la idea de utopía y proponer una lectura divergente de La invención de Morel. Paso a enumerar las etapas de esa lectura:

1) La reproducción utópica

Desde luego, hay restos utópicos en el texto. Están sous rature, como indicios. Están, en el título. Morel remite al Moreau de Wells, empeñado en fabricar un riguroso y sabiamente legislado simulacro utópico, también posiblemente a otro, «espantoso redentor», el «Lazarus Morell» de Borges, y acaso remita a Tomás Moro. Esas reminiscencias utópicas también se dan en la naturaleza del «no-lugar» donde transcurre la hazaña -la isla remota, inubicable-, en la imagen del «mundo feliz» que esa hazaña parecía configurar y en la noción de refugio, de mundo fuera del mundo, al que acuden primero Morel y sus amigos, luego el narrador prófugo.

El afuera del espacio utópico -el allá del acontecer histórico abandonado por el aquí fuera del tiempo y del espacio- está significado por contrafiguras de la institución. Hay en la isla tres edificios: una capilla, una pileta de natación y un museo. En principio, sitios de rito y esparcimiento, de religión, salud física y goce estético. Sin embargo, desafectados como lugares de culto religioso o cultural, la capilla y el museo funcionan de otra manera (volveré más tarde sobre la capilla). Del museo-biblioteca, se nos dice más: «lo llamo museo porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para unas cincuenta personas, o un sanatorio». El presunto sitio del arte y del saber es también aposento de la enfermedad.

A los Moro/Moreau, creadores de utopías que caben en «Morel», es necesario agregar otro nombre que repercute también como eco en el título: el doctor Morel, B. A. Morel, alienista, autor del Traité de dégénérescences physiques, inlelectuelles et morales de l'espèce humaine et des causes qui produisent ces variétés maladives (1857). Este otro doctor Morel, medico francés del siglo XIX, reverenciado por Max Nordau, fue el primero en diagnosticar y en formular, en términos que resultarían de utilidad para más de un ideólogo de la salud, Nordau entre ellos, la noción de degeneración. Cito algunas frases provechosas para mi lectura:

El concepto más claro que se pueda formular de la degeneración es el de considerarla como un desvío morboso de un tipo original. Este desvío, aun cuando al comienzo se mostrara apenas perceptible, contiene elementos transmisibles, de tal naturaleza, que cualquiera que lleve los gérmenes dentro de sí se vuelve más y más incapaz de cumplir sus funciones en el mundo. Y el progreso mental, ya detenido en su propia persona, también se ve amenazado en sus descendientes.



Esta noción de repetición con variantes -tan provechosas, por otra parte, para la literatura y el psicoanálisis- es percibida por el alienista Morel como «variante malsana», a partir de una «forma normal» y añade: «lo que distingue la degeneración de la formación de especies nuevas (filogenia) es que la variante morbosa no subsiste de manera continua propagándose, como la normal, sino, afortunadamente, pronto se vuelve estéril y después de algunas generaciones, pronto se extingue antes de llegar al grado más bajo de la degradación orgánica» (Nordau, p. 16).

Reproducir la utopía, entonces, es degenerarla como se degenera (cuento deliberadamente con la polisemia del término) la realidad «de origen» que filma el aparato inventado por Morel.

2) La reproducción del deseo

Otra escena de producción de La invención de Morel: la novela familiar. La preocupación genealógica está en el texto, constituye su punto de partida. En su autobiografía, por el momento inédita, anota Bioy:

Mi madre, que estaba orgullosa de sus hermanos Casares, me decía que mis tíos Bioy administraban el campo sentados en las sillas de paja en el corredor del Casco. Hacia 1937, cuando yo administraba el campo del Rincón Viejo, de Pardo, sentado en las sillas de paja, en el corredor de la casa del Casco, entreví la idea de La invención de Morel. Yo creo que esa idea provino del deslumbramiento que me producía la visión del cuarto de vestir de mi madre, infinitamente repetido en las hondísimas perspectivas de las tres fases de su espejo veneciano, con pimpollos de rosa rojos y hojas verdes, de madera, en el marco. Borges, en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», me hace decir que aborrezco los espejos. Le agradeceré siempre el hecho de ponerme en un cuento tan prodigioso, pero la verdad es que nunca tuve nada contra los espejos y la cópula. Casi diría que siempre vi los espejos como ventanas que se abren sobre aventuras fantásticas, felices por lo nítidas. La posibilidad de una máquina que lograra la reproducción artificial de un hombre para los cinco o más sentidos que tenemos, con la nitidez que el espejo reproduce las imágenes, fue pues el tema esencial del libro.



Brevemente me detengo en este texto, escena primal de La invención que conjuga los elementos determinantes de la novela. La novela familiar, la familia materna, los tíos Casares, la familia paterna (los Bioy, poderosos en su misma inactividad), y el lugar del patrimonio, el Casco del Rincón Viejo. Es éste el lugar del poder: desde él se administra una propiedad o se entrevé un texto. A este lugar, el recuerdo de Bioy superpone otro, espacio del deseo: el cuarto de vestir materno en cuyos espejos se entrevé a la mujer. La invención de Morel nace de un gesto autoritario y perverso, es la administración de esa subrepticia mirada prohibida, la del hijo que ve reproducirse -o hace que se reproduzca- hasta el infinito la imagen de una mujer, tan adorada cuanto inalcanzable, en el lugar de los espejos. La reproducción mecánica del deseo -de un deseo que no degenere y se vuelva estéril- es tema central del libro. También lo es el desplazamiento del padre o figura de autoridad como rival. Morel desplaza a Moro, a Moreau, autores precursores. El narrador, al insertarse en el filme de Morel, desplaza a éste conto amante de Faustine. Nótese bien: desplazamiento, no supresión o reemplazo. Moro y Moreau subsisten, ortográficamente, en Morel; el narrador no borra a Morel de la proyección, lo desplaza del centro para situarse, él mismo, en ese centro. Y el propio Bioy, de algún modo, ¿acaso no está ya desplazando a Borges, maestro y autor de su prólogo, con esa «obra de imaginación razonada» que antecede cronológicamente a las ficciones borgeanas?

3) La obra artística, la reproducción mecánica y la muerte del autor

Walter Benjamin ha dedicado memorables páginas a la pérdida del aura de la creación artística en la época de la reproducción mecánica. El aura -nos dice- es aquella distancia que impone la obra de arte única al espectador. Es esa dimensión religiosa o, por lo menos, cultural que la reproducción mecánica destruye. La destruye al acercar la obra de arte, reproducida innumerables veces, a innumerables individuos; la destruye al suprimir el concepto de unicidad y de autenticidad, es decir, al suprimir el concepto de un origen. «Al multiplicar los ejemplares -cito- [las técnicas de reproducción] sustituyen un acontecimiento que sólo se produjo una vez por un fenómeno de masa». El cinematógrafo, cuyo potencial revolucionario e inquietante, en sus comienzos -reconoce Benjamin-, es de todos los modos de reproducción mecánica el que más eficazmente «desauratiza», por así decirlo, el arte. Tanto es así que Benjamin recuerda cómo los primeros teóricos del cine, Abel Gance, por ejemplo o Alexandre Arnoux, intentan compensar la pérdida introduciendo, en sus escritos, la noción misma de culto. Cito a Gance, citado por Benjamin: «El lenguaje de las imágenes no ha sido perfeccionado porque no estamos aún listos para ellas. Todavía no hay suficiente respeto, suficiente culto, con respecto a lo que expresan».

La invención de Morel comparte ese entusiasmo; trabaja, precisamente, con ese material desauratizado, desvirtuado. Reconoce la falta de aura que implica la reproducción cinematográfica y con ella -con esa incesante reproducción técnica- hace obra de creación. Como el cinematógrafo, la creación de Morel es un texto que cuestiona la noción de origen, la noción de autor. Si bien un gesto autoritario está en el origen del texto -Morel ha filmado a sus amigos sin prevenirlos-, esa autoridad ha sido borrada por el ojo de una cámara y el foco de un proyector. La máquina se ha interpuesto entre el texto y su emisor y entre el texto y su referente; antes bien, la máquina los ha suplantado. La «realidad» filmada por Morel ha desaparecido por degeneración, así como ha degenerado y muerto Morel, su creador, así como degenerará y morirá el propio narrador al hacerse filmar sobre la versión de Morel: es decir, al producir otra variante de la versión previa. Lo que se ve, lo que ve el narrador espectador, es una reproducción, desprendida de todo origen, desligada de todo autor que se regenera permanentemente.

La invención de Morel cuestiona la noción de texto original y único, tematiza, volviéndola literal, la muerte del autor, de la que tanto hablaría más tarde Barthes. Cuestiona, además, mediante el recurso a dos emblemas: la capilla inútil y el museo inservible (ese musco que no puede «contener» la creación de Morel), la noción de canon inamovible y los moldes de producción y de almacenamiento artísticos de una época caduca. Y, sin embargo, La invención de Morel está lejos de ser un texto pesimista o desencantado. Yo propondría más bien que es un texto de celebración. En la última página del libro, se recordará, el narrador registra una última súplica: que un sucesor, basándose en su informe -cito- «invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas» y lo haga entrar «en el cielo de la conciencia de Faustine». A pesar de su patetismo eficaz, siempre me pareció ocioso ese pedido, puesto que ese mecanismo ya existe, ha sido tema y motor de la novela. Me refiero, desde luego, a la lectura. Más que a un inventor La invención de Morel apela ejemplarmente a un lector que, en su lectura, unirá, efectivamente, las presencias disgregadas. La novela de Bioy celebra las incalculables posibilidades críticas de esa lectura, reivindica la capacidad «reauratizadora», por así llamarla, para cada lector.





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