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Con Cervantes

Azorín



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ArribaAbajoPrólogo hipotético

He reunido en este breve volumen artículos en que me he puesto en contacto con Cervantes. No todo lo que he escrito a propósito de tal asunto está incluido aquí; he apartado lo crítico, y me he atenido a lo novelesco. A juzgar por lo que yo siento, sólo llega profundamente a los lectores lo que se les da en forma de vida: vida más o menos palpitante. Sólo en acto de vivir es como lo que pensamos puede ser absorbido, sin sentir, por quien lee; al menos nosotros preferimos, al estudio erudito, la fantasía creadora. Vemos a Cervantes en diversos sitios por donde Miguel caminara: en la Mancha, en Andalucía, en Castilla la Nueva, en Levante, en Italia, en Francia, en África. Y siempre lo contemplamos pensativo, con la mejilla en la mano, sentado en el poyo de una venta, a la vista de la ruta por donde ha de encaminar sus pasos. Ese camino puede ser la esperanza o la decepción. Y atisbamos también a Cervantes, en la noche, en la misma venta, subiendo por unas escaleritas a un camaracho, llevando en la mano un candil con su garabato, que ha de colgar de una estaca. En el desván hay una cama de bancos, como la que Cervantes describe en los primeros capítulos de su novela y como era la cama en que el autor de estas líneas, adolescente, se reposaba, en el campo, al fondo de una alcoba blanca con sus vidrieras encortinadas de rojo. En la cama de la venta -cuatro tablas sobre dos banquillos- se va a acostar Cervantes. ¿De dónde viene y adónde va? ¿Cuáles son sus pensamientos en esta hora de la sonochada, en que quedan abajo, ante el hogar, si es invierno, los   —10→   demás viandantes? En estos momentos en que se va desnudando poco a poco, ¿recapitula su vida? ¿Piensa en que todos sus esfuerzos por aquistar a la grey humana un tantito más de sensibilidad serán inútiles? ¿Y considera frustráneo su intento de señalar, en la ruta de los humanos, un arquetipo de idealidad superior al que se conocía hasta entonces? De todos modos, existe un contraste violento entre el pensar de Cervantes en esta hora -en tanto que acaso el candil exhausto despide sus centellas últimas- y las cavilaciones de Miguel. Todo en el mundo es tráfago aturdidor, y en este camaranchón, donde se encuentra ahora Cervantes, mientras salta del candil una chispa crujiente, el pensamiento de Miguel va a entrar en una paz momentánea: en el sueño lo olvidará todo Cervantes. Y éste será su consuelo: el consuelo de todas las noches, se halle donde se halle. El consuelo de un marasmo profundo en que el ser caiga como una inerte piedra.

Madrid, junio 1944.





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ArribaAbajo La novia de Cervantes


- I -

... Suena precipitadamente un timbre lejos, con un tintineo vibrante, persistente; luego otro, más cerca, responde con un repiqueteo sonoro, clamoroso. Los grandes y redondos focos eléctricos parpadean de tarde en tarde; un momento parece que van a apagarse; después recobran de pronto su luminosidad blancuzca. Retumban, bajo la ancha cubierta de cristales, los resoplidos formidables de las máquinas; se oyen sones apagados de bocinas lejanas; las carretillas pasan con estruendo de chirridos y golpes; la voz de un vendedor de periódicos canta una dolorida melopea; vuelven a sonar los silbidos largos o breves de las locomotoras; en la lejanía, sobre el cielo negro, resaltan inmóviles los puntos rojos de los faros. Y de cuando en cuando los grandes focos blancos, redondos, tornan a parpadear en silencio, con su luz fría...

Va a partir el tren; en mi coche sube una señora enlutada; suben también con ella dos chicos, tres chicos, cuatro chicos, seis chicos. Todos son menuditos, rubios o morenos, con sus melenas cortas y sedosas, con sus mejillas encendidas. Va a partir el tren. A mi derecha, sentado, muy grave, muy modoso, está un pequeño señor de cuatro años; a mi izquierda, una pequeña dama de tres; sobre mis rodillas tengo a otro diminuto caballero de dos. Va a partir el tren; el vagón rebosa de gente. Todos charlamos; todos reímos. De pronto rasga los aires un estridente silbato; la locomotora resopla; el convoy se pone en movimiento... Atrás quedan millares de salpicaduras áureas que iluminan la gran ciudad; una bocanada de aire tibio entra por las ventanillas abiertas. El campo está negro, silencioso;   —12→   brillan en el infinito las estrellas con titileos misteriosos.

Yo soy un pequeño burgués, grueso, jovial, paternal; el chico que llevo sobre mis rodillas me da palmadas en la cara con sus menudas manos carnositas. Los que van a mi derecha y a mi izquierda me preguntan cosas a gritos. Yo les cuento a todos historias extraordinarias y río; me siento satisfecho y alegre. El aire es puro y templado; las estrellas fulguran.

Yo soy un pequeño burgués que vive en un pueblo de la costa, que tiene una gran casa con salas desniveladas y una solana ancha, que cultiva un huerto umbrío con parrales y pilares blancos, que posee unos pocos libros llenos de polvo, que viaja rodeado de dos, de cuatro, de seis chicos, menuditos, rubios o morenos, reidores, curiosos, con melenitas sedosas, con manos diminutas, que todo lo piden y todo lo destrozan. La vida es fácil y dulce. Yo chillo también como estos chicos; todos gritamos. Y de pronto, entre la baraúnda, surge una voz que entona una vieja canción infantil, y todos, en coro disonante y estrepitoso, cantamos


    La viudita, la viudita,
la viudita se quiere casar
con el conde, conde de Cabra,
conde de Cabra se le dará...



El estrépito del convoy acompaña nuestra tonada.

El coche, sobre la línea desnivelada, cabecea marcadamente a un lado y a otro; viajamos en un barco. Nuestras voces se enardecen por momentos; las estaciones cruzan rápidas. Yo paso y repaso la mano por la melena suave del minúsculo señor posado en mis rodillas. Una vaga ternura satura mi espíritu ante este hombre diminuto que puede ser un héroe de la patria; por el bolsillo de mi gabán asoma formidable una botella. La vida es fácil; las estrellas fulguran en la inmensidad negra...

Y cuando más estruendoso es el bullicio, el tren para, una voz grita furiosa: «¡Yeles, un minuto!», y un profundo y doloroso estupor se apodera de mí. He de bajar. Ya no sé ni adónde voy, ni lo que quiero. ¿Por qué he bajado? ¿Por qué no he seguido? ¿Cuáles son   —13→   mis propósitos? ¿Qué voy a hacer yo en esta estación solitaria? El tren se ha puesto otra vez en marcha, y se aleja con un sordo fragor por la campiña tenebrosa; un momento me quedo inmóvil, absorto, y contemplo en la lejanía cómo va perdiéndose, perdiéndose, el ojo rojo, encendido, del furgón de cola. Y entonces, algo como una vocecilla irónica, insidiosa, dice dentro de mí: «Pequeño burgués, ¿tú has dicho que la vida es fácil? Pues ahora vas a verlo.» El andén está solitario; un mozo acaba de apagar los faroles, con un gesto hosco y despiadado.

Y en este momento yo resuelvo interiormente proseguir mi peregrinación a Esquivias. Pero yo lo he resuelto muy pronto: un hombre sencillo me comunica que Esquivias dista de aquí una hora. «Pero ¿habrá carruaje para ir?», pregunto. «No , no hay carruajes a estas horas.» «Pero, entonces -torno a preguntar-, ¿podré quedarme en Yeles?» No, no puedo quedarme en Yeles. ¿Cómo se me ha ocurrido a mí este absurdo enorme de pernoctar en Yeles? Son las nueve: todos los vecinos están durmiendo: no sería posible tampoco, aunque estuvieran despiertos, encontrar posada entre ellos... Las estrellas refulgen; a lo lejos, en los confines del horizonte, aparece una claridad pálida y difusa. La luna va a surgir. Yo hago que me señalen el camino de Esquivias. Y lentamente me dirijo por él. Ya no soy el pequeño burgués que tiene un huerto con parrales y viaja con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos: ahora soy el pequeño filósofo que acepta resignado los designios ocultos e inexorables de las cosas. El camino es estrecho y de hondos relejes: serpentea a través de campos llanos, rasgados por largos surcos paralelos. A trechos aparecen los manchones hoscos de los olivos. Todo está en silencio. La luna llena asoma, tras un terrero, su faz ancha y amarillenta. Yo ando y ando. Un cuclillo canta lejano: cú-cú; otro cuclillo canta más cerca: cú-cú. Estas aves irónicas y terribles, ¿se mofan acaso de mi pequeña filosofía? Yo ando y ando. A los sembrados suceden las viñas; a las viñas suceden los olivares. Los cuclillos tocan sus flautas melancólicas; la luna va descendiendo en el cielo sereno. Yo ando y ando a través de viñedos, sembrados y olivares.

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Y de pronto, en el silencio de la noche, oigo aullar perros. Ante mí tengo una gradería de piedra en la que se asienta una columna: es un antiguo rollo. Más lejos aparece la masa enorme de un edificio anchuroso. Estoy en Esquivias. Las calles están desiertas; las tapias de los corrales se alejan formando callejuelas angostas; los anchos colgadizos ensombrecen las puertas. Llega la canción lejana de una ronda de mozos. ¿Dónde está la posada? ¿Cómo encontrarla? Unos sencillos labriegos trasnochadores -son las diez- hacen la buena obra de guiar a un filósofo. Yo llamo a la puerta: tan, tan. Y heme aquí, tras breves explicaciones, en un blanco zaguán, sentado en un estrecho banco de pino, charlando sencillamente -con la sencillez con que lo haría Cervantes en su tiempo- con este mesonero. Sobre un mostrador lucen cacharros y botellas; en un alto vasar aparecen alineadas parrillas en cuyas panzas vidriadas pone: «Encarnación», «Consuelo», «Petra», «Carmen», «Emilia», «Rosalía»..., La posada es a la vez taberna; y ¿de qué se ha de hablar en Esquivias, y con un tabernero, sino de vinos? Yo ya no soy un pequeño burgués con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos; ni soy un pequeño filósofo que sabe mostrar resignación ante el hado fatal: ahora soy un pequeño comisionista en vinos. ¿De qué queréis que se hable en Esquivias, y con un tabernero, sino de vinos? «Don Hilario los tiene buenos; pero acaso no quiera venderlos», me dice el posadero. Don Andrés el Mayorazgo los tiene mejores; pero tal vez los quiera caros. Lo indudable es que no debo ir yo en persona a hacer los tratos: don Andrés el Mayorazgo, «que es un poco logrero», vería, desde luego -claro está- mi afán de compra y subiría los precios; lo mejor es que él, el posadero, entre en arreglos como quien no hace la cosa. Once campanadas suenan cercanas con graves vibraciones. Yo cojo un velón y el mesonero me guía a mi cuarto: está en el piso principal; se llega a él después de pasar por una ancha galería llena de montones de rubia. Dejo el velón sobre la mesa: la estancia es de paredes blancas, enjalbegadas; la puerta es ancha de cuarterones cuadrados y cuadrilongos; una mesita de pino está junto a la cama. Abro la ventana, la luna   —15→   ilumina suavemente los tejados próximos y la campiña lejana; aúllan los perros, cerca, lejos, plañideros, furiosos; una lechuza, a intervalos, resopla...




- II -

... Unas campanas me despiertan; son tres campanas: dos hacen un tan, tan, sonoro y ruidoso, y la tercera, como sobrecogida, temerosa, canta, por bajo de este acompañamiento, una melodía larga, suave, melancólica. Cervantes oiría entre sueños, todas las madrugadas, como yo ahora, estas campanas melodiosas. Aún es de noche; todavía la luz del alba no clarea en las rendijas de la puerta y de la ventana. Y me torno a dormir. Y luego las mismas campanas, el mismo acompañamiento clamoroso y la misma melopea suave me tornan a despertar. Ya la luz del nuevo día pinta rayas y puntos vivos en las maderas de las puertas. Unas palomas ronronean en el piso de arriba y andan con golpes menuditos sobre el techo; los gorriones pían furiosos; silba un mirlo a lo lejos... El campo está verde; en la lejanía, cuando he abierto la ventana, veo una casa blanca, nítida, perdida en la llanura; cerca, a la izquierda, un vetusto caserón, uno de estos típicos caserones manchegos, cerrados siempre, muestra sus tres balcones viejos, con las maderas despintadas, misteriosas, inquietadoras.

He salido de la estancia a la galería, he bajado luego la angosta escalerilla, y me he detenido en el patio un momento; la posada es una antigua casa de ladrillo, ruinosa; se levanta en la calle del Rosario, esquina a la del Ave-María, dos calles netamente españolas. Tal vez en esta mansión habitaba un hidalgo terrible; los balcones están también cerrados y las ventanas alabeadas y ennegrecidas. Un elevado palomar sobresale en la parte del edificio que forma esquina, y de ahí el nombre que esta posada lleva: La Torrecilla. Tal vez en esta mansión habitaba un hidalgo terrible. Esquivias es un pueblo de tradición señoril y guerrera. Consultad las Relaciones topográficas, todavía inéditas, ordenadas por Felipe II. «Esquivias -dice el cabildo, contestando al monarca en 1576, ocho años antes   —16→   del casamiento de Cervantes-, Esquivias cuenta con 250 vecinos, y entre éstos, 37 son hijosdalgo de rancia cepa.» Y estos hijosdalgo se llaman Bivares, Salazares, como el padre de la novia de Cervantes; Ávalos, Mejías, Ordóñez, Barrosos, Palacios, como la madre de la novia de Cervantes; Carrizos, como uno de los héroes de La ilustre fregona; Argandoñas, Guevaras, Vozmedianos, Quijadas, como el buen don Alonso. «En letras -añaden los del Consejo- no tienen noticia de que haya habido en Esquivias personas señaladas; pero en armas ha habido muchos capitanes y alféreces y gente de valor.» De aquí eran, vosotros conoceréis sus nombres, el capitán Pedro Arnalte, «que murió en Alcalá de Benaraz, y le mataron los moros»; el capitán Barrientos, el capitán Hernán Mejía, el capitán Juan de Salazar, el alférez Diego de Sobarzo, el alférez Alonso Mejía, el alférez Pedro de Mendoza, que, como sabéis, «fue el primero que puso la bandera cuando se ganó la Goleta, y el emperador Carlos V le dio doscientos y cincuenta ducados por ello.» «Y asimismo -concluyen en su relación los vecinos- ha habido mucha gente de armas en años pasados en servicio de los reyes y al presente los hay en Flandes y con el señor don Juan».

Esquivias es un viejo plantel de aventureros y soldados; su suelo es pobre y seco; de sus 2.505 hectáreas de tierra laborable no cuenta ni una sola de regadío; la gente vegeta mísera en estos caserones destartalados, o huye, en busca de la vida libre, pletórica y errante, lejos de estas calles que yo recorro ahora, lejos de estas campiñas monótonas y sedientas por las que yo tiendo la vista... El día está espléndido; el cielo es de un azul intenso; una vaga somnolencia, una pesadez sedante y abrumadora se exhala de las cosas. Entro en una ancha plaza; el Ayuntamiento, con su pórtico bajo de columnas dóricas, se destaca a una banda, cerrado, silencioso. Todo calla; todo reposa. Pasa de tarde en tarde, cruzando el ancho ámbito, con esa indolencia privativa de los perros de pueblo, un alto mastín, que se detiene un momento, sin saber por qué, y luego se pierde a lo lejos por una empinada calleja; una bandada de gorriones se abate rápida sobre el suelo, picotea, salta, brinca, se levanta veloz y se aleja piando,   —17→   moviendo voluptuosamente las alas sobre el azul límpido. A lo lejos, como una nota metálica, incisiva, que rasga de pronto la diafanidad del ambiente, vibra el cacareo sostenido de un gallo.

Recorro las callejas y las plazas; voy de un lado para otro, aletargado por el hálito caluroso de la primavera naciente. Las puertas están abiertas y dejan ver los pastizuelos empedrados de guijos, con una parra retorcida, con un evónimo pomposo. De la calle de la Fe paso a la de San Sebastián, de la de San Sebastián a la de la Palma, de la de la Palma a la de Caballeros; hay algo en los nombres de estas calles de los pueblos castizos que os atrae y os interesa sin que sepáis por qué. Un momento me detengo en la callejuela de la Daga. ¿Hay nada más ensoñador y sugestivo en una vieja casa que estos anchos corredores desmantelados, sin muebles, silenciosos, con una puerta pequeña? ¿Hay nada más sugestivo en una vieja ciudad que una de estas callejas cortas -como la de la Daga, en que no habita nadie, formada de tapias de corrales, acaso con el ancho portalón -siempre cerrado- de un patio, y que tiene por fondo el campo, tal vez una loma cubierta de sembrado?

Mi contemplación dura un instante: otra vez camino por las callejuelas angostas. «La suerte de las casas que hay en este lugar -dicen los vecinos en 1576- son con sus patios y con alto algunas, y son de tierra tapiada y de yeso.» Las grandes rejas sobresalen adustas; los colgadizos enormes de las viejas portadas de los patios avanzan rendidos y desnivelados por los años. Yo voy leyendo los diminutos tejuelos en que con letras chiquitas y azules se indica el nombre de las calles. Y uno de ellos, de pronto me sobresalta. Fijaos bien; acabo de leer: «Calle de Doña Catalina»... Y luego doy la vuelta a la esquina y leo en otro azulejo: «Plazuela de Cervantes». Esto es verdaderamente estupendo y terrible; indudablemente, estoy ante la casa del novelista. Y entonces me paro ante el portal y trato de examinar esta casa extraordinaria, portentosa. Pero una anciana -una de estas ancianas de pueblo, vestidas de negro, silenciosas- surge de lo hondo y se dirige hacia mí. Acaso -pienso- yo, un forastero, un desconocido, estoy cometiendo   —18→   una indiscreción enorme al meterme en una casa extraña; yo me quito el sombrero y digo, inclinándome: «Perdón; yo estaba examinando esta casa.» Y entonces la señora vestida de negro me invita a entrar. Y en este punto -por uno de esos fenómenos psicológicos que vosotros conocéis muy bien-, si antes me parecía absurdo entrarme en una casa ajena, ahora me parece lógico, naturalísimo, el que esta dama me haya invitado a trasponer los umbrales. Todo, desde la nebulosa, estaba dispuesto para que una dama silenciosa invitara a entrar en su casa a un filósofo no menos silencioso. Y entro tranquilamente. Y luego, cuando aparecen dos mozos que me parecen cultos y discretos, los saludo y departo con ellos en la misma simplicidad y la misma lógica. La casa está avanguardada de un patio con elevadas tapias; hay en él una parra y un pozo; el piso está empedrado de menudos cantos. En el fondo se levanta la casa; tiene dos anchas puertas que dan paso a un vestíbulo, que corre de parte a parte de la fachada. El sol entra en fúlgidas oleadas; un canario canta. Y yo examino dos grandes y negruzcos lienzos, con escenas bíblicas, que penden de las paredes. Y luego, por una ancha escalera que a mano derecha se halla, con barandilla de madera labrada, subimos al piso principal. Y hétenos en un salón de la misma traza y anchura del vestíbulo de abajo; los dos espaciosos balcones están de par en par; en el suelo, en los recuadros de viva luz que forma el sol, están colocadas simétricamente unas macetas. Adivino unas manos femeninas suaves y diligentes. Todo está limpio; todo está colocado con esa simetría ingenua, candorosa -pero tiránica, es preciso decirlo- de las casas de los pueblos. Pasamos por puertas pequeñas y grandes puertas de cuarterones; es un laberinto de salas, cuartos, pasillos, alcobas, que se suceden, irregulares y pintorescas. Éste es un salón cuadrilongo que tiene una sillería roja, y en que un señor de 1830 os mira, encuadrado en su marco, encima del sofá. Ésta es una salita angosta con un corto pasillo que va a dar a una reja, a la cual Cervantes se asomaba y veía desde ella la campiña desmesurada y solitaria, silenciosa, monótona, sombría. Ésta es una alcoba con una puertecilla baja y una mampara de cristales; aquí dormían Cervantes   —19→   y su esposa. Yo contemplo estas paredes rebozadas de cal, blancas, que vieron transcurrir las horas felices del ironista...

Y luego otra vez me veo abajo, en el zaguán, sentado al sol, entre el follaje de las macetas. El canario canta; el cielo está azul. Ya lo he dicho: todo desde la nebulosa estaba dispuesto para que un filósofo pudiera gozar de este minuto de satisfacción íntima en el vestíbulo de la casa en que vivió la novia de un gran hombre. Pero he aquí que un acontecimiento terrible -tal vez también dispuesto desde hace millones y millones de años- va a sobrevenir en mi vida. La cortesía de los moradores de esta casa es exquisita; unas palabras han sido pronunciadas en una estancia próxima, y yo, de pronto, veo aparecer, en dirección hacia mi, una linda y gentil muchacha; yo me levanto, un poco emocionado: es la hija de la casa. Y yo creo ver por un momento en esta joven esbelta y discreta -¿quién puede refrenar su fantasía?- a la propia hija de don Hernando Salazar, a la mismísima novia de Miguel de Cervantes. ¿Comprendéis mi emoción? Pero hay algo apremiante y tremendo que no da lugar a que mi imaginación trafague. La joven gentilísima que ha aparecido ante mí trae en una mano una bandejita con pastas, y en la otra, otra bandejita con una copa llena de dorado vino esquiveño. Y aquí entra el pequeño y tremendo conflicto; lances de éstos ocurren todos los días en las casas de pueblos; mi experiencia de la vida provinciana -ya lo sabéis- me ha hecho salvar fácilmente el escollo. Si yo cojo -decía- una de estas pastas grandes que se hacen en provincias, mientras yo me la como, para sorber después el vino, ha de esperar esta joven lindísima, es decir, la novia de Cervantes, ante mí, es decir, un desconocido insignificante. ¿No era todo esto un poco violento? ¿No he columbrado yo acaso su rubor cuando ha aparecido por la puerta? He cogido lo menos que podía coger de una de estas anchas pastas domésticas y he trasegado precipitadamente el vino. La niña permanecía inmóvil, encendida en vivos carmines y con los ojos bajos. Y yo pensaba luego, durante los breves minutos de charla con esta familia discreta y cortesana, en Catalina Salazar Palacios -la moradora de la casa en 1584, año   —20→   del casamiento de Cervantes- y en Rosita Santos Aguado- la moradora en 1904, una de las figuras más simpáticas del próximo centenario. Mi imaginación identificaba a una y otra. Y cuando ha llegado el momento de despedirme, he contemplado, por última vez, en la puerta, bajo el cielo azul, entre las flores, a la linda muchacha -la novia de Cervantes.

Y he querido ir por la tarde a la fuente de Ombídales, cerca del pueblo, donde tenía sus viñas la amada del novelista. Predicho estaba que yo había de pasear en compañía del señor cura -digno sucesor del presbítero Pérez, que casó a Cervantes- y de don Andrés el Mayorazgo. Ya no existen los viñedos que la familia Salazar poseía en estos parajes; los majuelos del Herrador, de Albillo y del Espino han sido descepados; la fuente nace en una hondonada; una delgada hebra de agua surte de un largo caño de hierro, clavado en una losa, y va a rebalsarse en dos hondos charcazos. Anchas laderas, arañadas por el arado, se alejan en suaves ondulaciones a un lado y a otro. La lejanía está cerrada por una pincelada azul de las montañas. Llegaba el crepúsculo. «Éste es -ha dicho el señor cura- el paseo de los enamorados en Esquivias.» «Por aquí -ha añadido el Mayorazgo con énfasis irónico- he visto yo, cuando los trigos están altos, muchas y grandes cosas.»

La noche va llegando: por Poniente, el cielo se ilumina con suavidades nacaradas. La llanura inmensa, monótona, gris, sombría, está silenciosa: aparecen tras una loma las techumbres negruzcas del poblado. Las estrellas fulguran como anoche y como en toda la eternidad de las noches. Y yo pienso en las palabras que durante estos crepúsculos, en estas llanuras melancólicas, diría el ironista a su amada -palabras simples, palabras vulgares, palabras más grandes que todas las palabras de sus libros.





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ArribaAbajoEl caballero del Verde Gabán

Cuando don Quijote llegó a casa del caballero del Verde Gabán, estaba muy contento; acababa de realizar una de las mayores aventuras de su vida: la de los leones. En la puerta esperaban a don Diego -tal vez un poco ansiosos por la tardanza- doña Cristina y Lorenzo. Doña Cristina es la esposa de don Diego; Lorenzo es su hijo. Doña Cristina se encuentra en esa edad en que las mujeres hacen soñar a los muchachos que están en los colegios; tal vez tiene una barbilla que se repliega suavemente sobre el angosto cuello del corpiño; acaso en sus ojos hay esa vaga melancolía, esa dulzura, esa añoranza que tenéis vosotras, buenas amigas, cuando estáis a punto de despediros de la edad loca. Lorenzo, su hijo, es un mozuelo absurdo y fantástico; Cervantes dice que su padre no ha podido hacer, por nada del mundo, que estudie leyes; esto le granjea nuestras más calurosas simpatías. Cervantes añade también que tampoco su padre ha podido lograr que trabaje en la teología; esto lleva hacia él con más fervor nuestros afectos.

Doña Cristina y Lorenzo están a la puerta de la casa; un criado, hace un momento, ha avisado que por el cabo de la calleja venía don Diego acompañado de otro señor extraño; al oír la nueva doña Cristina y Lorenzo han bajado corriendo. Y ya está don Quijote entre ellos; los dos se hallan llenos de una profunda estupefacción; acaso una turba de muchachos, que les ha ido siguiendo por las calles del pueblo, rodea el grupo; y es posible que estas buenas viejas, que no hacen jamás nada, se hayan asomado a las pequeñas ventanas que para este efecto hay debajo de los anchos aleros, y que algunos señores vecinos hayan aparecido en los umbrales de sus casas con sus redondos sombreros y la mano siniestra colocada en los pomos de las espadas. «¿Quién es -pensarán ellos- este hombre extraño que trae don Diego y que trae una media armadura, una rodela y un lanzón largo?» Entretanto,   —22→   don Diego se apea, sonriendo, de su caballo, y dice, dirigiéndose a doña Cristina y señalando a don Alonso:

-¡Recibid, señora, con vuestro sólito agrado, al señor don Quijote de la Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero y el más valiente y el más discreto que tiene el mundo!

Don Alonso, al acabar de pronunciar estas palabras don Diego, se inclina con una profunda cortesía; doña Cristina dobla la cabeza y sonríe con una de esas ligeras sonrisas que vosotras, buenas amigas, tenéis y que nos confunden un poco, puesto que no sabemos si son de ingenuidad o de ironía. Y sea, en fin de cuenta, lo que fuere, ello es que, después de hecha también la presentación a Lorenzo, todos penetran en la casa. Cervantes ha tenido buen cuidado de decirnos que esta casa es anchurosa, cómoda; hay en ella un desahogado patio, una bodega, con su jaraíz, y una cueva; arrimadas a las paredes, en bella y simétrica ordenanza, aparecen unas rotundas tinajas, producto de los famosos alfares del Toboso. Don Quijote, durante un momento, ante estas vasijas, por natural asociación de ideas, recuerda a Dulcinea; Sancho, más práctico, menos idealista -no le tengáis rencor por esto-, es posible que sólo piense en el grato licor manchego. Luego todos franquean la puerta de la sala; la sala es la pieza principal de la casa. Se ven en ella un armario con libros amenos e instructivos, unos cuadros -en que los vivos colores aún no han sido velados por la pátina que hoy los oscurece-, unas cornucopias, un contador de ébano o de caoba, unos anchos sillones con asiento y respaldar entapizados. Don Quijote ha puesto sobre uno de estos sillones su celada, con majestuosa prosopopeya. Todos le miran en silencio, atónitos, estupefactos; en la puerta, una de esas criadas que Cervantes conocía tan bien (como la de Argüello o la Gallega de La ilustre fregona) abre los ojos asombrada; Lorenzo y don Diego hablan con voz quedita en un rincón, en tanto observan, de rato en rato, a hurtadillas, a don Quijote.

-Pero ¿quién es este hombre tan extraño? -pregunta Lorenzo a su padre.

-No sé -contesta don Diego-. No sé; a veces parece un loco y otras creo que es la persona más inteligente   —23→   y discreta que he tratado jamás. En definitiva: no puedo decir si es un loco o un sabio.

Y aquí, en esta perplejidad de don Diego, está todo el encanto, toda la atracción, todo el profundo misterio de esta maravillosa aventura. Don Diego es un hombre sencillo, honesto, discreto; en la casa se respira un ambiente de sosiego, de paz; los muebles están colocados simétricamente; todas las cosas diarias se hacen a las mismas horas; las comidas están siempre a punto cuando llega el mediodía y cuando llega la noche; a idénticos instantes se abren por la mañana las puertas y ventanas y se toca a retirada por la noche; se guardan y conmemoran todas las fiestas y sucesos de la familia; los manteles no están nunca manchados ni se verá jamás un desgarrón en los atavíos de las camas; la ropa blanca está guardada toda con cuidado en unos grandes arcaces de pino en que se ponen unos membrillos y unas olorosas raíces de enebro; en la alacena se apilan mantenencias y gollerías de toda especie; las zafras están llenas de aceite; la vidriada tinaja del pan aparece atiborrada de redondas y doradas hogazas. Y un silencio profundo, un silencio ideal, un silencio que os sosiega los nervios y os invita al trabajo, un silencio que Cervantes califica de «maravilloso» y que dice que es lo que más ha sorprendido a don Quijote, reina en toda la casa. Y este es un contraste que presta el hondo, el trascendental interés a esta página. En esta casa, este mismo espíritu de orden, este mismo apego al método en todas las cosas diarias, este mismo bienestar sólido, silenciosamente gustado, hacen nacer en sus moradores un íntimo, un suave egoísmo. No quiero que interpretéis malamente ahora esta palabra. Doña Cristina, don Diego, Lorenzo, son excelentes ciudadanos; cumplen bien sus deberes; se portan lealmente con los amigos; son afables, son discretos. Pero tal vez algo que salga del ambiente pacífico y cordial de esta casa les sorprende; acaso ellos no puedan tolerar una audacia, un contrasentido, una impetuosidad, una acción loca y generosa, que de pronto eche abajo todo nuestro método cotidiano, todas nuestras pequeñas voluptuosidades, todas nuestras previsiones, toda nuestra lógica prosaica. Y bien: ¿comprendéis cómo en esta casa del caballero   —24→   del Verde Gabán ha de causar una emoción tremenda la llegada de este extraño personaje de la Triste Figura? Don Quijote no tiene plan ni método; es un paradojista; no le importan nada las conveniencias sociales; no teme al ridículo; no tiene lógica en sus ideas ni en sus obras; camina al azar, desprecia el dinero; no es previsor; no para mientes en las cosas insignificantes del mundo. ¿Qué hombre estupendo es éste? ¿Qué concepto es el suyo de la vida y qué es lo que se propone andando en esta forma por los caminos?

Don Diego no lo sabe; él no acierta a decidir lo que es a punto fijo este caballero que ha traído consigo. ¿Es un loco? ¿Es un sabio? El conflicto acaba de plantearse en esta casa; ya las dos modalidades del espíritu -la que representa don Quijote y la que simboliza don Diego- se hallan en pugna. ¿Cuáles serán las consecuencias? La batalla va a decidirse en el alma del mozo Lorenzo. Lorenzo está indeciso: ama la poesía, el ideal, las lejanías vagas y románticas, lo desconocido, lo quimérico; don Diego, su padre, no ha podido hacer que se aplique a más provechosas y sólidas especulaciones; pero hasta ahora sus ímpetus, sus gustos, sus tendencias, se hallan reprimidas, retenidas por el ambiente sosegado y regular de esta vivienda; acaso con el tiempo, desengañado de sus quimeras y sus ensueños, hubiera llegado a ser un excelente agricultor o un laborioso mercader. Y de pronto aparece en la casa este absurdo don Alonso Quijano. Lorenzo y don Quijote tienen una animada charla; Lorenzo lee sus poesías al caballero errante.

-¡Viven los cielos -grita entusiasmado don Quijote-, viven los cielos, mancebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe!

Ya la batalla está perdida, o, si os place, ganada. Lorenzo no será ni agricultor ni comerciante. Y yo os pregunto, amigas mías, buenos amigos: ¿qué creéis que importa más para el aumento y grandeza de las naciones: estos espíritus solitarios, errabundos, fantásticos y perseguidores del ideal, o estos otros prosaicos, metódicos, respetuosos con las tradiciones, amantes de las leyes, activos, laboriosos y honrados, mercaderes, industriales, artesanos y labradores?

  —25→  

Sintamos una cordial simpatía por los primeros; pero, al mismo tiempo -y ésta es la humana y perdurable antinomia que ha pintado Cervantes-, deseemos tener una pequeña renta, una tiendecilla o unos majuelos.




ArribaAbajo La fragancia del vaso

En el mesón que en Toledo tenían el Sevillano y su mujer, había una linda moza llamada Costanza. No era hija de los mesoneros; teníanla, sin embargo, los mesoneros, por hija. Un día se descubrió que los padres de la muchacha eran unos nobles señores. Saliose Costanza del mesón; casose con un rico mancebo; fuese a vivir a Burgos.

Ningún aposentamiento para viandantes había en Toledo más apacible que el mesón del Sevillano. Lo que siglos más tarde habían de ser unos mesones fastuosos llamados grandes hoteles, eso era entonces -relativamente- la posada del Sevillano y su mujer. La plata labrada que se guardaba en la casa «era mucha». Si en otros paradores los arrieros y almocrebes veíanse precisados a ir al río para dar de beber a las bestias, aquí podían abrevarlas en anchos barreños puestos en el patio. Numerosa y diligente era la servidumbre; mozos de cebada, mozos de agua, criadas, fregonas, iban y venían por el patio y los altos corredores. El tráfago del mesón era continuo y bullicioso. Venían aquí a aposentarse caballeros, clérigos, soldados, estudiantes. Veíase una sotana de seda junto a la ropilla pintoresca de un capitán; las plumas bermejas, verdes y gualdas de un airón rozaban las negras tocas de una dueña. Un grave oidor que había descendido de una litera entraba apoyándose en un bastón de muletilla; poco después surgía un militar que hacía sonar en el empedrado el hierro de sus espuelas. Rezaba silencioso su breviario un clérigo, y de un cuarto, allá arriba, se escapaban las carcajadas de unos soldados que departían sobre lances de amor, o sonaban en el tablero los dados con que unos estudiantes jugaban. Ni hora del día ni de la noche había quieta; ni un momento estaba cerrada la puerta de la casa. Sonaban   —26→   sobre los cantos del patio, lo mismo a la madrugada que al ocaso, las pisadas recias y acompasadas de los caballos; igual al mediodía que a prima noche, se escuchaban en toda la casa los gritos e improperios de un hidalgo que denostaba a un criado -estos criados socarrones de Tirso y de Lope- por su haronía y su beodez. La vida, varia y ancha, pasaba incesantemente por el mesón del Sevillano. Allí estaba lo que más ávidamente amamos: lo pintoresco y lo imprevisto.

Admirada por todos era la hacendosa Costancica. Desde muy lejos acudían a verla. No daba la moza aires a nadie; corrían a la par su honestidad y su hermosura. La admiración y el respeto que los huéspedes sentían por ella era motivo de la envidia de las demás criadas. Al frente de la servidumbre femenil se ponía en esta común ojeriza, la Argüello, una moza recia y cuarentona. Era la Argüello «superintendenta de las camas», y en retozos con los huéspedes, trapisondas y rebullicios se metía ella y metía a las demás criadas del mesón.

Han pasado veinticinco años. La historia la cuenta Cervantes en La ilustre fregona. Quince años tenía Costanza cuando salió del mesón; cuarenta tiene ahora. Dos hijos le han nacido del matrimonio; uno tiene veinticuatro años; otro, veinte; uno de ellos está en Nápoles sirviendo en la casa del virrey; el otro se halla en Madrid gestionando un cargo para América.

Costanza ha embarnecido algo con la edad. Es alta, de cara aguileña y morena. Los años han puesto en su rostro una ligera y suave sotabarba. Ninguna ama de casa la supera en diligencia y escrupulosidad. Con el alba se levanta, antes de que sus criadas estén en pie. No deja rincón que no escudriñe ni pieza de ropa que no repase. Cuando no está labrando unas camisas, devana unas madejas de lana en el argadillo; si no se halla bruñendo algún trebejo en la cocina, se ocupa seguramente en confeccionar alguna delicada golosina. En el arte coquinario es maestra; hace guisados y pringotes de sabrosos mojes; salpresa exquisitamente los tocinos y lomos; no tienen rival los pestiños, hormigos y morcones que ella amasa. Una actividad incesante y febril la lleva de un lado para otro; ni un momento   —27→   está quieta. A las labranderas que vienen a coser la ropa blanca no las quita ojo; se entiende con los ropavejeros que se llevan las estrazas y trastos viejos de la casa; llama al lañador que lanza su grito en la calle y le recomienda la soldadura de un barreño o un tinajón; hace observaciones al arcador que en el patio de la casa sacude con su corvada vara la lana de unos colchones.

La vida de la pequeña ciudad tiene su ritmo acompasado y monótono. Todos los días, a las mismas horas, ocurre lo mismo. Si habéis pasado vuestra niñez y vuestra adolescencia en el tráfago y el bullicio, mal os acomodaréis a la existencia uniforme, gris, de una vieja casa en una vieja ciudad. Hagáis lo que hagáis, no podréis engañaros; sea cualquiera lo que arbitréis para ilusionaros a vosotros mismos, siempre se os vendrá al espíritu el recuerdo de aquellos pintorescos, y bulliciosos días pasados. Por la mañana, en la ciudad vetusta, las campanas de la catedral dejan caer sus graves campanadas; a las campanadas de la catedral se mezclan las campanaditas cristalinas, argentinas, de los distintos y lejanos conventos. Un mostranquero echa su pregón en la calle desierta. Luego un ermitaño pide su limosna: «¡Den por Dios para la lámpara de la señora Santa Lucía, que les conserve la vista!» Más tarde un buhonero lanza desde la puerta su grito «¿Compran trenzaderas, randas de Flandes, holanda, cambray, hilo portugués?» Un mes sucede a otro; los años van pasando; en invierno las montañas vecinas se tornan blancas; en verano el vivo resplandor del sol llena las plazas y callejas; las rosas de los rosales se abren fragantes en la primavera; caen lentas, amarillas, las hojas en el otoño... De tarde en tarde Costanza recuerda los años pasados, allá en su mocedad, en el mesón del Sevillano.

Hace algunos años, una carta venida de Toledo le hizo saber que el dueño del mesón había muerto; algún tiempo más tarde murió también su mujer.

De los dos hijos de Costanza, el que está en Madrid pretendiendo un cargo para pasar a América, ha logrado su deseo. El marido de Costanza ha marchado a la Corte; un mes después, se pone también Costanza   —28→   en camino para despedir a su hijo. Antes de llegar a Madrid ha querido Costanza pasar por Toledo para visitar el mesón. El mesón del Sevillano ha perdido ya su antiguo nombre; otras posadas de Toledo le disputan su antigua clientela. Todo está igual que antes; en el centro, el patio, empedrado de menudos y blancos guijarros; una techumbre sostenida por viejas columnas sin plinto lo rodea; luego, arriba, se abre la galería repechada por una barandilla de madera. Costanza ha penetrado en el patio; su primera impresión ha sido profundamente extraña: todo es más reducido y más mezquino de lo que ella veía con los ojos del espíritu. Nadie la conoce en la casa ni nadie la recuerda. Ninguna criada ni mozo alguno de los que en su tiempo servían, permanecen en el mesón.

-¿Qué se hizo de la Argüello? -pregunta Costanza.

Es ésta la única persona, entre la antigua servidumbre, de quien los dueños pueden dar razón. Cuando Costanza vivía en la posada, tenía la Argüello cuarenta y cinco años; ahora tiene setenta. Todos los días viene a pedir limosna; se halla ciega y sorda. Solórzano, el cosario de Illescas, murió; también murió él licenciado Román Quiñones, cura de Escalona, tan afable y decidor, que todos los meses venía a Toledo y paraba en el mesón.

Platicando estaba Costanza con el mesonero y su mujer, cuando ha penetrado lentamente por el zaguán una vieja encorvada, apoyada en un palo, vestida con unas tocas negras. Camina esta viejecita a tientas, dando con el cayado en el suelo, extendiendo de cuando en cuando la mano izquierda.

-Venid acá, madre -le ha dicho la mesonera cogiéndola de la mano-. ¿Acordaisos de Costancica, la que servía en el mesón hace veinticinco años?

La viejecita no entendía nada. Ha repetido a gritos su pregunta la mesonera.

-¿Eh, eh? ¿Costancica dice vuestra merced?

-Cierto, cierto. Costancica. Agora ha llegado...

La vieja no comprendía nada; al cabo de un rato de vanos esfuerzos, se ha marchado tan lentamente como ha venido, apoyada en su palo.

  —29→  

Dos meses después, Costanza está otra vez en Burgos. Todas las horas de todos los días son lo mismo; todos los días, a las mismas horas, pasan las mismas cosas. Las campanas dejan caer sus campanadas; el mostranquero echa su pregón; un buhonero se acerca a la puerta y ofrece su mercadería. Si hemos pasado en nuestra mocedad unos días venturosos en que lo imprevisto y lo pintoresco nos encantaban, será inútil que queramos tornarlos a vivir. Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo; es decir, la fragancia del vaso.




ArribaAbajoCerrera, cerrera

Espléndidamente florecía la Universidad de Salamanca en el siglo XVI. Diez o doce mil estudiantes cursaban en sus aulas durante la segunda mitad de esa centuria. Hervían las calles, en la noble ciudad, de mozos castellanos, vascos, andaluces, extremeños. A las parlas y dialectos de todas las regiones españolas mezclábanse los sonidos guturales del inglés o la áspera ortología de los tudescos. Resonaban por la mañana, a la tarde, los patios y corredores con las contestaciones acaloradas de los ergotizantes, las carcajadas, los gritos, el ir y venir continuo, trafagoso, sobre las anchas losas. Reposterías y alojerías rebosaban de gente; abundaban donilleros que cazaban incautos jóvenes para los solapados garitos; iban de un lado a otro, pasito y cautas, las viejas cobejeras, con su rosario largo y sus alfileres, randas y lana para hilar. Los mozos ricos tenían larga asistencia de criados, mayordomos y bucelarios, que revelaban el atuendo y riqueza de sus casas -tales como nos lo ha pintado Vives en sus Diálogos latinos-. Vivían estrechamente los pobres: con tártagos mortales esperaban la llegada, siempre remisa, del cosario con los dineros; arbitrios y trazas peregrinas ideaban para socorrerse en los apuros; las cajas de los confiteros escamoteaban; las espadas empeñaban o malvendían; a pedazos llegaban a hacer los muebles y con ellos se calentaban;   —30→   en mil mohatras y empeños usurarios se metían, hartos ya de apelar a toda clase de recursos. Ricos y pobres se juntaban como buenos camaradas, en los holgorios y rebullicios. No pasaba día sin que alguna tremenda travesura no se comentara en la ciudad; cosa corriente eran las matracas y cantaletas dadas a algún hidalgo pedantón y espetado; choques violentos había cada noche con los justicias que trataban de impedir una música; en las pruebas por que se hacía pasar a los estudiantes novicios, agotábase el más cruel ingenio.

Cursaba en la Universidad, allá por la época de que hablamos, un mozo de una ciudad manchega. No gustaba del bullicio. Su casa la tenía en una callejuela desierta, a la salida de la ciudad, cerca del campo. Vivía con una familia de su propia tierra nativa. Aposentábase en lo alto de la casa; su cuarto daba a una galería con barandal de hierro. Desde ella se divisaba, en la lontananza, por encima de la muchedumbre de tejados, torrecillas y lucernas, la torre de la catedral, que se destacaba en el cielo. De entre las paredes de un patio lejano sobresalían las cimas agudas, cimbreantes, de unos cipreses. Muchas veces nuestro estudiante pasábase horas enteras de pechos sobre la barandilla, contemplando la torre sobre el azul, o viendo pasar, lentas o rápidas, las blancas nubes. Y allí, más cerca, resaltando en lo pardo de las techumbres, aquellas afiladas copas de los cipreses que desde la prisión de un patio se elevaban hacia el firmamento ancho y libre, eran como una concreción de sus anhelos y sus aspiraciones.

Rara vez aportaba por las aulas de la Universidad nuestro escolar. Sobre su mesa reposaban cubiertos de polvo, siempre quietos, las Sumas y Digestos; iban y venían de una a otra mano, en cambio, los ligeros volúmenes de Petrarca, de Camoens y de Garcilaso. Largas horas pasaba el mancebo en la lectura de los poetas y en la contemplación del cielo. De cuando en cuando, un amigo y conterráneo suyo venía a verle, y juntos devaneaban por la ciudad y sus aledaños. Les placía en estas correrías a los dos amigos escudriñar todos los rincones y saber de todas las beldades de la ciudad; entusiastas de la poesía en los libros, uno y   —31→   otro, amaban también, férvidamente, la poesía viva de la hermosura femenina o la del espectáculo del campo. Luego, cuando ya habían apacentado sus ojos de tal manera, volvía cada cual a sus meditaciones, y nuestro amigo, solo otra vez, se ponía de pechos largos ratos sobre la barandilla o iba gustando -lejos de las áridas aulas- la regalada música de Garcilaso o de Petrarca.

Un día nuestro amigo en una de sus peregrinaciones vio una linda muchacha. Nadie, entre sus camaradas, la conocía. Era una moza alta, esbelta, con la cara aguileña. Su tez era morena, y sus ojos negros tenían fulgores de inteligencia y de malicia. Como quien entra súbitamente en un mundo desconocido quedose el estudiante a la vista de tal muchacha. Fue su pasión violenta y reconcentrada, pasión de solitario y de poeta. Vivía la moza con una tía anciana y dos criadas. Súpose luego a luego que sus lances y quiebras habían sido varios en distintas ciudades castellanas. No reparó el estudiante en nada; no retrocedió ante la pasada y aventurera historia de la moza. A poco, casose con ella y se la llevó al pueblo. Al llegar díjole a su padre -ya muy viejo- que la muchacha era hija de una casa principal, de donde él la había sacado.

El suceso se comentó en toda Salamanca. Relatado se halla menudamente en La tía fingida. Cuando el casamiento del estudiante se supo, no faltaron quienes escribieran al padre del muchacho informándole de la bajeza de la nuera. «Mas ella -dice el autor de la novela- se había dado con sus astucias y discreción tan buena maña en contentar y servir al viejo suegro, que aunque mayores males le dijeran de ella, no quisiera haber dejado de. alcanzarla por hija.» Sí; eso es verdad; encantó a todos en los primeros tiempos la moza. Pero...

(En el Quijote -capítulo L, de la primera parte- el cura, el barbero y el canónigo llevan hacia el pueblo, metido en una jaula, al buen hidalgo. Han llegado todos a un ameno y fresco valle; se disponen a comer; sobre el verde y suave césped han puesto las viandas. Ya están comiendo; ya departen amigablemente durante el grato yantar. De pronto, por un claro   —32→   de un boscaje, surge una hermosa cabra, que corre y salta. Detrás viene persiguiéndola un pastor. El pastor le grita así, cuando la tiene presa, cogida por los cuernos:

«-¡Ah, cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis estos días vos de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué puede ser, sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición y la de todas aquellas a quien imitáis!...»

Los circunstantes al ver al cabrero y escuchar sus razones, han suspendido durante un momento la comida. Les intrigan las extrañas palabras del pastor.

«-Por vida vuestra, hermano -le dice el canónigo-, que os soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver tan presto esta cabra a su rebaño; que pues ella es hembra como vos decís, ha de seguir su natural instinto, por más que vos os pongáis a estorbarlo...»

Ha de seguir su natural instinto. El pasaje referido del Quijote ha sido señalado por comentaristas que ven en tal episodio algo de simbolismo y de misterio. ¿Qué perdurable emblema hay en esta cabra, cerrera y triscadora, que va por el valle, de peña en peña, llevada de su impulso, siguiendo su instinto?)

El hidalgo -antiguo alumno de la Universidad salmanticense- está solo en su casa. Hace dos años que no vive en ella más que él. Todas las tardes, en invierno y en verano, el caballero se encamina hacia el río. Hay allí un molino a la orilla del agua; junto a la puerta se extiende un poyo de piedra; en él se sienta el caballero. Dentro, la cítola canta su eterna y monótona canción. No lejos de la aceña, allí a dos pasos, desemboca un viejo puente. Generaciones y generaciones han desfilado por este estrecho paso, sobre las aguas: sobre las aguas que ahora -como hace mil años- corren mansamente hasta desaparecer allá abajo entre un boscaje de álamos, en un meandro suave. El hidalgo se sienta y permanece absorto largos ratos. Por el puente pasa la vida, pintoresca y varia: el carro de unos cómicos, la carreta cubierta de paramentos negros en que traen el cuerpo muerto de un señor, unos leñadores con sus borricos cargados de hornija, un   —33→   hato de ganado merchaniego que viene al mercado, un ciego con su lazarillo, una romería que va al lejano santuario, un tropel de soldados. Y las aguas del río corren mansas, impasibles, en tanto que en el molino la taravilla canta su rítmica, inacabable canción.

Un día, al regresar al anochecer el hidalgo a su casa, encontrose con una carta. Conoció la letra del sobre; durante un instante permaneció absorto, inmóvil. Aquella misma noche se ponía en camino. A la tarde siguiente llegaba a una ciudad lejana y se detenía en una sórdida callejuela, ante una mísera casita. En la puerta estaba un criado que guardaba la mula de un médico.

El caballero, en su ciudad natal, ha vuelto a encaminarse todas las tardes, a la misma hora, al molino que se halla junto al río. Ahora viste todo él de luto. Horas enteras permanece absorto, sentado en el poyo de la puerta. Desfila por el puente la vida, varia y pintoresca -como hace cien años, como dentro de otros doscientos-. Las aguas corren mansas a perderse en una lejanía en que los finos y plateados álamos se perfilan sobre el cielo azul. La cítola del molino sigue entonando su canción. Todo en la gran corriente de las cosas es impasible y eterno; y todo, siendo distinto, volverá perdurablemente a renovarse.

Allá en la casa del caballero, entre los volúmenes que hay sobre la mesa, está el libro que el poeta Ovidio tituló Los tristes; una señal se ve en la elegía XII, de la primera parte, que comienza:

Ecce supervacues (quid enim suit utile nasci...?)

«Ha llegado el día -dice el poeta- en que conmemoro mi nacimiento: un día superfluo. Porque, ¿de qué me ha aprovechado a mí el haber nacido?» Una mañana no se abrió más la casa del hidalgo ni nadie le volvió a ver. Diez años más tarde, un soldado que regresó de Italia al pueblo, dijo que le parecía haberle visto de lejos; no pudo añadir otra cosa.



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ArribaAbajoAl margen del Quijote

Don Quijote hállase paseando por el porche -«fresco y espacioso»- de una venta. Una vaga melancolía baña su espíritu. Hoy, en nuestra vida moderna, al cabo de tres siglos, experimentamos una sensación análoga a ésta de don Quijote cuando, después de años de batallar incesante -nosotros, políticos o literatos- esperamos en una estación para marcharnos, dentro de un momento, a un pueblecillo, al campo, de donde no hemos de volver. Atrás, en la gran ciudad, quedan todos nuestros afanes, nuestras angustias, nuestros anhelos, nuestras esperanzas. La juventud se ha desvanecido; en las lejanías de lo pretérito se han esfumado las ilusiones de la mocedad. El tren va a alejarnos dentro de un instante de la gran ciudad. No volveremos más a estos sitios en que tanto hemos trabajado y tanto sufrido... Don Quijote se pasea por el ancho pórtico de la venta. Hace un momento ha llegado un caballero acompañado de tres o cuatro fámulos. A uno de ellos ha oído llamar don Álvaro Tarfe, al viajero recién venido. El nombre de don Álvaro Tarfe lo ha leído el gran hidalgo en la historia apócrifa que de sus hechos corre. Cuando el caballero se ha aseado en su cuarto, ha salido al portal y ha reparado en la singular figura -magra y larga- de don Quijote. Su curiosidad se ha despertado.

«¿Adónde bueno camina vuesa merced, señor gentilhombre?», ha interrogado don Álvaro a don Quijote. «A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural», ha contestado el inmortal manchego.

«Yo, señor -ha replicado don Álvaro-, voy a Granada, que es mi patria.»

«Y buena patria!», ha loado don Quijote.

La cordial conversación está trabada. Al ingenioso hidalgo le escarabajea el ánimo una duda. «Este don Álvaro Tarfe -piensa don Quijote- ¿será, en efecto, el mismo don Álvaro Tarfe que aparece en esa historia apócrifa de mis gestas?» Así se lo pregunta al cabo al incógnito viajero. «El mismo soy -responde   —35→   Tarfe-, y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío.» Don Quijote queda perplejo, estupefacto, al escuchar estas palabras. A la sorpresa sigue una íntima indignación. Apenas puede reprimir unas palabras de cólera; la cortesía -su irreprochable cortesía- pone mesura en su lengua. «Y dígame vuesa merced, señor don Álvaro -exclama al fin-, ¿parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuesa merced dice?» No, no se parece en nada. El interrogado caballero no se explica la pregunta de su interpelante; pero a poco don Quijote va aclarando el misterio. Al cabo se declara con entera franqueza: «Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos.» Y el inmortal caballero pide a su nuevo amigo que declare, «ante el alcalde del lugar», en documento solemne, que hasta ahora no viera nunca a don Quijote, y que este caballero, y no otro, es el auténtico, el verdadero, el inconfundible don Quijote de la Mancha. A ello accede don Álvaro Tarfe de muy buen grado. «La declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse; con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración...»

Esa declaración era el último acto trascendental en la vida del insigne manchego. Caminaba don Quijote a su aldea, de vuelta de su vencimiento de Barcelona. No era ya caballero andante; determinado tenía consagrarse a la vida apacible de las florestas y los oteros. Su nombre poético de pastor tenía ya elegido. La estada de ahora en la venta era la postrera etapa de su vida heroica por los caminos. Atrás iban a quedar las aventuras, los castillos, los hechos de caridad y de justicia, el rudo batallar por el ideal. Don Quijote veía que ese pasado no iba a volver para él. Una íntima melancolía bañaba su espíritu. Esta solemne declaración de ahora, era la afirmación de su personalidad. Hemos vivido largos años de trabajos y anhelos; otras generaciones van pasando sobre nosotros -políticos o artistas-; nuevos hombres asoman con más energía, más brío, más inspiración que nosotros.   —36→   Nuestro entusiasmo, nuestra fuerza, han desaparecido. En este crepúsculo vespertino de nuestra personalidad, al entrar en la región de las sombras, nos detenemos un instante -última parada; y consideramos nuestra obra, modesta o brillante. Hemos cumplido con nuestro deber; hemos trabajado; la sinceridad y el amor a la belleza y a la justicia ha guiado nuestra pluma. Podrá pasar por encima de nosotros otra generación; no podrá arrebatarnos nuestra personalidad, lo trabajado, lo ansiado y lo sufrido.

A la tarde del mismo día en que ocurrió tal escena en la venta, don Quijote y don Álvaro reanudaron el viaje. A obra de media legua, se separaban los caminos. Se abrazaron los dos caballeros y alejáronse por las dos vías distintas.

(El día 23 de abril de 1616 moría Cervantes. El 19 del mismo mes escribía sus últimas cuartillas: la dedicatoria de su novela Persiles y Sigismunda. Hasta éstos sus postreros días había tenido Cervantes la obsesión de los caminos. A lo largo de las vidas humanas se ofrecen distintos cruces de caminos. ¿Por dónde guiaremos nuestros pasos? De estos dos caminos que se abren ante nosotros, ¿cuál será el de la felicidad y cuál el del infortunio? Del camino de Esquivias a Madrid habla Miguel en su último escrito. «Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos -escribe Cervantes al final del prólogo-, que ya me voy muriendo, y deseando veros presto, contentos y en la otra vida.» Don Quijote y don Álvaro han seguido cada uno por uno de los dos caminos que ante ellos se abrían. Poco tiempo después de este encuentro moría don Quijote.)

Don Álvaro Tarfe tenía en Granada su casa. Era una casa ancha, tranquila y limpia. A poco de llegar a su ciudad, don Álvaro compró un ejemplar de la primera parte del Ingenioso hidalgo. Leía el caballero continuamente este libro; prendose de esta honda y humana filosofía. Todas las noches, antes de entregarse al sueño, don Álvaro abría el libro y se abstraía en su lectura. Había en la casa de don Álvaro unas diligentes y amorosas manos femeninas. Desde la casa,   —37→   situada en alto, se veía el panorama de la ciudad, la vega verde, la pincelada azul de las montañas. Al año, esas manos blancas y finas que arreglaban la casa, habían -para siempre- desaparecido. Algo más tarde, un incendio destruyó una granja de don Álvaro. La fortuna de nuestro caballero menguaba. Todo amor y solicitud era don Álvaro para los desgraciados. Nadie se acercaba a su persona que no viese aplacados sus dolores. Ya no tenía apego a nada. Su único consuelo era la lectura de este libro sin par. Su amigo, su compañero inseparable, su confidente, era el ejemplar en que leía las hazañas del gran don Quijote.

Tres años después del encuentro en la venta, don Álvaro estaba completamente pobre. Los últimos restos de su fortuna los había empleado en remediar el dolor ajeno. No le quedaba al caballero más que su ejemplar del Quijote. Con él, pasó a Córdoba. De Córdoba, don Álvaro marchó a Sevilla. Vivía allí de caridad, en una casilla de un barrio extremo. Se habla quedado casi ciego; no podía leer. Su íntima angustia era no poder posar los ojos en las páginas del Quijote. Algunas veces, alguien le leía unas páginas. Pero él apretaba contra su pecho, henchido de ternura, el ejemplar de este libro que con tanta espiritual fruición había leído.

Un día, al cabo del tiempo, unos señores paisanos de don Álvaro, que anduvieron buscándole por Sevilla, llegaron a la casa donde había vivido y preguntaron por él. Una viejecita, que se asomó a una ventana, les dijo que no sabía nada. Una tarde -después de un año- un transeúnte que pasaba por delante de un puesto de libros situado en las gradas de la catedral, compró un ejemplar de la primera parte del Quijote. Cuando llegó a su casa raspó con una navajita un rótulo manuscrito que estaba puesto en una hoja de las guardas y que decía: «Soy de don Álvaro Tarfe.» En su lugar puso: «Soy de don Antonio Díaz.»



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ArribaAbajoAl margen de La fuerza de la sangre

Cervantes, en La fuerza de la sangre, nos da la sensación de una noche de luna. Como la novela El amante liberal está henchida de una visión del Mediterráneo -luz cegadora, mar azul, brisas leves que impregnan de sal nuestros labios, nubes redondas y blancas, blancas casas, palmeras-, así La fuerza de la sangre nos trae al espíritu la sensación del centro de España: tierras altas, sembrados verdes y monótonos, callejuelas, campanas, viejecitas, caserones, estancias silenciosas y vastas, noches claras y calladas de luna. ¿Por qué unas líneas -dos o tres- de descripción en Cervantes nos producen el mismo efecto -o más intenso- que una amplia, detallada, prolija descripción? «La noche era clara, la hora las once, el camino solo y el paso tardo.» La luna alumbraba el paisaje. Es en Toledo, allá por la cuesta del río. La luz de la luna, suave, fría, baña la campiña, envuelve los lomazos y quiebras de los montes, se filtra por el ramaje de los árboles, resbala sobre las aguas del río. En la ciudad todo duerme; poco a poco se van apagando las lucecitas de las ventanas. La grande y profunda calma de la noche va a comenzar; calma profunda que sólo romperán, acá y allá, las campanaditas cristalinas de un convento: calma profunda en que sólo lucirá, en una ventana, perdida en las tinieblas, el resplandor de la luz que ilumina un dolor o un esfuerzo mental.

La luz de la luna lo baña todo. Las noches de luna en el campo, en los aledaños de las ciudades, tienen un encanto profundo. Son los olivares grises que se extienden ordenados, en hileras, y por entre los que caminamos, mientras un cuclillo lanza su nota, en busca del remoto pueblecillo. Son los jardines que en estas horas parece que se recogen sobre sí mismos. Son los ríos que se deslizan hacia lejanas foscuras que no acertamos a adivinar. Son las fuentes que manan con un murmullo más sonoro y continuado. Son los molinos que andan y andan incesantemente. Son esas callejuelas que hay detrás de las fábricas, angostas, intransitadas,   —39→   y desde las cuales, asomándonos por una ventana, vemos dentro, en el vasto ámbito, el laberinto de las ruedas, correas y engranajes, moviéndose todo en un retumbante estrépito, entre resplandores blancos o rojos.

En las noches de profunda oscuridad, todo esto es más denso, más misterioso, más violento; en las noches de clara luna después del anhelo y de la fatiga del día, las cosas parece que no entran en una inmovilidad definitiva e inconmovible; las cosas tienen una transición suave, dulce, del día a la noche. No es del todo la noche; la luz vaga, reposada y blanca de la luna, presta al paisaje, a las ciudades y a las cosas, una vida mitigada y sedante. Cervantes, en su novela, nos ofrece esta impresión de noche de luna. De la lectura de la novela, por encima de todo, a pesar de la trama, contra el hecho patético que allí se narra; de la lectura de la novela queda en el espíritu esta sensación de luz nocturna y dulce: luz dulce que en la noche ilumina la cuesta del río, allá en Toledo, en tanto que la ciudad duerme y las últimas lucecitas comienzan a extinguirse.

(Por la misma época en que Cervantes vivía y escribía, un poeta -Góngora- nos daba también una sensación de noche y de luna. No son frecuentes en nuestra literatura estas visiones de un romanticismo delicado y misterioso. La luz de nuestra literatura clásica es más violenta y agria. Góngora imagina un paisaje -en una breve Canción-, en que «las altas ruedas se mueven en silencio»: ruedas tal vez de las artes con que los labriegos riegan sus campos. «Las verdes sonoras alamedas reposan en silencio»; el Betis, «entre» juncias, se desliza «dormido». En este paisaje nocturno hay, como en un cuadro de Juan B. del Mazo, «un peñasco roto»; el «rayo de la luna» viene a quebrarse sobre él. Al pie de la roca, se yergue un árbol, y recostado en su tronco, en el silencio de la noche, bajo el claro cielo iluminado por la luna, un amante suspira y se lamenta de sus pesares. Luna, peñasco roto, recio tronco de árbol, río que se desliza callado...)

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En la novela de Cervantes, la sensación de la noche de luna en la cuesta del río va unida a otra sensación capital: la de una casa que se levanta en la ciudad. De esta casa sólo sabemos que tiene un salón tapizado de damasco. Nos place imaginar que este damasco que cubre las paredes es de un rojo apagado o de un verde oscuro. Sobre el damasco rojo o verde destacan los recios muebles de maderas preciosas, embutidos de nácar y plata. Es elevado el techo de la estancia; son gruesas las paredes; una ventana, con forjada reja, da a un jardín interior. Apartado del bullicio callejero está este salón; no llegan aquí los estrépitos de la ciudad; nuestros ojos descansan gratamente en el damasco de las paredes; nuestras horas de meditación y de lectura no son turbadas por los mil ruidos de la vida ciudadana. En el jardín crecen adelfas, rosales; un jazminero fragante llega hasta los hierros de la reja; unos cipreses se encumbran hasta traspasar el tejado.

¡Silencio profundo y sedante! ¡Paz del salón tapizado de damasco -rojo o verde-, que va a unirse a la paz de la cuesta del río en las noches claras de luna! En las noches claras de luna, la misma luz que nos hace amar el paisaje a esta hora, entra en este salón, bello y noble, por la ancha ventana. Viene la luz de la blanca luna; ha besado la cima de los cipreses, ha resbalado sobre los rosales y ha entrado, a través de la reja, hasta el damasco de este salón.

Aquí en este salón han resonado gritos de angustia, se han derramado lágrimas, se han visto satisfechos anhelos, se ha llorado y se ha sonreído; risas y lágrimas, afanes y alegrías, han pasado por las generaciones que aquí, a lo largo del tiempo, han vivido. ¿Quién habitará ahora en esta casa y quién se hallará ahora en este salón? La impresión que nos produce la novela de Cervantes es la de las cosas que perduran y que continúan más allá de los deleznables y rápidos gestos de los hombres. Generaciones han pasado por el salón tapizado de damasco. Allá, en la cuesta del río, la luz dulce de la luna baña el paisaje, y aquí, en esta casa, la luna entra por la ventana del jardín hasta el damasco rojo o verde de las paredes.



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ArribaAbajo Cervantes en el Persiles

¿Por qué se rodea al libro Persiles y Sigismunda de un ambiente de indiferencia, de olvido y de inatención? Detengámonos un poco. Hagamos como quien encuentra allá arriba, en una estancia apartada del caserón, un cuadro interesante. El cuadro no parece nada; su marco está carcomido; su lienzo, costroso, polvoriento. Se le limpia; se le encuadra en un marco espléndido. Después, en un salón claro y elegante, se le coloca sobre un fondo adecuado, en bello contraste con muebles artísticos y con delicadas porcelanas y figuritas gráciles. El cuadro, entonces, vive, se anima, emana claridad y belleza. Ya no es el lienzo ante el que hemos pasado indiferentes, inadvertidos, años y años; ahora, la obra del artista ha entrado en el ambiente que le corresponde. Hagamos lo mismo con el Persiles. Cervantes: ya viejo, en un remozamiento último, pusiste tus anhelos y tus alegrías íntimas -las pocas que podías tener- en esta obra; la juzgabas, allá dentro de ti, como una bella obra. Luego, la inatención, el descuido, la rutina, el prejuicio de eruditos y profesores, ha cubierto poco a poco de polvo tu obra. Otra obra atraía todas las miradas. Y, sin embargo, tu libro era un bello, un exquisito, un admirable libro. Se necesita en nuestra literatura sacar a plena luz obras que están todavía sin ser gustadas plenamente por los lectores. Hagamos con el Persiles lo que se hace con un cuadro olvidado.

En algunas de las Novelas ejemplares, Cervantes nos da una sensación honda de mar claro y azul. Este hombre, que escribe estas páginas de El amante liberal, por ejemplo, es el hombre que lleva en sus ojos la visión del Mediterráneo, del Tirreno, del Adriático. Nicosia, Chipre, Corfú, Malta; ¡cómo estos nombres suenan gratamente en los oídos de este hombre, nacido en el centro de España y que se ve condenado a peregrinar por las monótonas, desoladas llanuras manchegas! Nicosia, Corfú, Malta, Chipre; con estos nombres vienen a la memoria las olas blancas de espuma,   —42→   las playas doradas, los crepúsculos sobre el mar, la lejanía límpida e infinita, las brisas saladas y tibias, los boscajes perfumados junto a las aguas. Desde este caserón del viejo pueblo castellano, en lo alto de la meseta, frente al panorama de los olivos grises o de las terreras cepas, el espíritu corre hacia allá abajo, hacia la inmensidad, y se espacia en las islas claras y gratas del Mediterráneo o del Tirreno. Cervantes es el primero que en nuestras letras nos ofrece una impresión de cosmopolitismo y de civilización densa y moderna. Hasta los días presentes no habíamos de encontrar en la literatura española nada parecido. En torno de los mares nombrados, en sus archipiélagos y en sus ciudades, se desenvolvía entonces la vida más libre y espontánea del mundo. Hoy mismo, para nosotros, modernos, esos nombres melódicos -Chipre, Malta, Sicilia- evocan un sentir de claridad y de elegancia; en nuestra sensación modernísima se fusionan las páginas de Cervantes y la realidad actual. Y así, la obra del artista adquiere para nosotros un relieve y un sabor que acaso no ha tenido nunca.

La sensación del Persiles y Sigismunda ya no es la reverberante y límpida de las Novelas. Pero comienza también a tener este libro para los modernos un sentido que no ha tenido jamás. Principiamos a salir del estrecho y ahogador ambiente de los eruditos y los profesores de retórica. En el Persiles, la visión que nos ofrece el poeta es la de las tierras y mares tenebrosos del Norte.

Ante todo, reparad en el estilo. Comparad esta prosa -la mejor que ha escrito Cervantes- con la prosa de los Cigarrales, de Tirso, o de El peregrino en su patria, de Lope. En Cervantes todo es sencillez, limpieza, diafanidad; en Tirso y Lope, todo enmarañamiento, profusión, palabrería vacua y bambolla. No se puede parangonar esta prosa postrera de Cervantes sino a los últimos e insuperables cuadros de Velázquez. Como en las Novelas ejemplares aludidas (El amante liberal, Las dos doncellas, La señora Cornelia), unimos a las imágenes del poeta nuestras imágenes de ahora (excursiones en barcos elegantes por archipiélagos perfumados, paseos por bellas ciudades italianas,   —43→   etc.), del mismo modo otras imágenes de hoy, completamente modernas, salidas de nuestra sensibilidad actual, se unen a las evocaciones del Persiles. Cuando Cervantes nos pinta, por ejemplo, los países de eternas noches, las islas misteriosas, las llanuras inmensas de hielo, el divagar de las naves por mares desconocidos y procelosos, pensamos en estos viajes temerarios y abnegados que modernamente han realizado un Nordensjold, un Nansen, un Charcot. Todo esto que leemos en Cervantes, para nosotros no es -como se juzga en los manuales- absurdo y deslavazado; todo esto, escrito en el siglo XVII, tiene una trascendencia moderna actual. Al recorrer estas páginas vamos gozando de la impresión que un gran artista de hace tres siglos tenía de esta realidad que ahora tanto nos apasiona a nosotros.

¡Qué prosa más fina y más clara! Ya en los primeros capítulos del Persiles esta nota dominante de cosmopolitismo y de modernidad que hemos apuntado se nos revela por un detalle interesante. Uno de los personajes nos habla de «algunos caballeros ingleses que habían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España. Y habiendo visto toda -se añade-, o, por lo menos, las mejores ciudades de ella, se volvían a su Patria». Este grupo de viajeros, de turistas, precisamente ingleses, que pasa por esas páginas, que cruza fugazmente por ellas y que desaparece después de haber visitado, por mera curiosidad, las principales ciudades de España; ese grupo de turistas ingleses, es este grupo que ahora acabamos de encontrar en los pasillos del sleeping o en las salas de un Museo...

¡Qué prosa más fina y más clara! Pongamos algunos ejemplos. De mar sosegado de un puerto: una nave destrozada por la tormenta es «llevada poco a poco de las olas, ya mansas y recogidas, a la orilla del mar en una playa, que por entonces su apacibilidad y mansedumbre podría servir de seguro puerto. Y no lejos estaba un puerto capacísimo de muchos bajeles, en cuyas aguas, como en espejos claros, se estaba mirando una ciudad populosa». De un paraje solitario y poblado de árboles en una isla: «Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas, y a su parecer tanteó que   —44→   bajaba poco más de una legua, todo lleno de árboles silvestres...» De una noche en el mar, navegando en un frágil esquife: «Entré en la barca con solos dos remos; alargose la nave; vino la noche oscura; hallome solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas.» (Navecillas que en las catástrofes marinas os apartáis y alejáis hacia la negrura terrible y misteriosa...) Del amanecer en el mar, para otros náufragos: «Se les pasó la noche velando y se vino el día a no más andar, como dicen, sino para más pensar; porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y lejos.» De una isla cubierta de hielo: «Se entró con ligero paso por la isla, pisando, no tierra, sino nieve, tan dura por estar helada, que le parecía pisar sobre pedernales.» (Sobre esta inmensidad dura y blanca sale este náufrago a cazar, y vemos ahora las excursiones cinegéticas-científicas hechas desde el Vega, el Fram, o el Pourquois pas?) De las noches, hiperbóreas: «Tres meses había de noche oscura, sin que el sol pareciese en la tierra en manera alguna, y tres meses había de crepúsculo del día...»

Hay en Los trabajos de Persiles y Sigismunda siluetas de personajes que cruzan un momento por estas páginas y que nos atraen profundamente. Ya el destino de todos estos seres que van perdidos por el mar, de isla en isla, náufragos, luchando con las olas, como impulsadas por una fuerza que ellos mismos desconocen y a la que no pueden resistir: ya este destino oscuro y trágico -mezclado con cosas grotescas- llega a nuestro espíritu. ¿Para qué caminan, de tragedia en tragedia, todos estos hombres y cuál va a ser su fin? De cuando en cuando, uno de estos seres errátiles y vulgares muere, sus compañeros le sepultan en una isla o le arrojan al mar, y la caravana sigue dando tumbos hacia lo desconocido, por piélagos tormentosos y por islas desiertas. Sobre la vulgaridad y la monotonía de todas estas aventuras (la vulgaridad y monotonía en que tan sólo se han fijado los eruditos) sopla un viento de inquietud, de misterio y de dolor... Y esta Rosemunda, cuyo retrato se dibuja desde el capítulo XII al XXI del libro I; esta Rosemunda, agitada, convulsa por la pasión, mujer fatal, mujer que   —45→   en la lejana Inglaterra ha dominado y angustiado a sus adoradores; esta Rosemunda, bella y refinada, ¡qué trágica y desconcertadora figura es! Sobre la moral corriente coloca esta mujer una moral, unas prácticas éticas, que ella expone en el capítulo XIV y que hoy proclama la pedagogía nueva. Rosemunda -«amiga del rey de Inglaterra»-, ahora, desterrada, persigue al gallardo Antonio en la isla nevada, sobre la llanura de hielo. Al fin, en alta mar, acaban los anhelos, las torturas y las ansias de esta mujer. «Sirviole el ancho mar de sepultura», nos dice el poeta. Y nuestra imaginación queda perpleja, desorientada, ante este ejemplar femenino de una fuerza, de un ímpetu y de una pasión extraordinarias.

Islandia, Frislandia, Hibernia, Lituania, la isla Nevada... Cervantes, desde la altiplanicie castellana, envía su espíritu hacia esas regiones de ensueño y de misterio. No es posible en breves citas dar una idea del tono general de un libro; es preciso leer toda la obra de Cervantes, todo el Persiles, con amor, sin prejuicios, para gustar de todo su ambiente. En el fondo -éste es nuestro parecer- el mismo espíritu que en el Quijote alienta en este libro. No diremos que es un libro más trágico; sí que es un libro tan trágico; pero de distinto sentido trágico. ¿Hacia dónde van todos estos seres perdidos en las noches septentrionales, de isla en isla, náufragos, movidos por una fuerza que ellos mismos ignoran? Sí; es hora ya de que lo proclamemos: el libro postrero de Cervantes es el libro admirable de un gran poeta.




ArribaAbajoAl margen del Persiles


- I -

El Persiles, de Cervantes -lo hemos dicho-, es uno de los más bellos libros de nuestra literatura; no se ha parado la atención en él. Bello libro que comienza a tener para nosotros, los modernos, una trascendencia y un encanto profundos. Figuras singulares desfilan por sus páginas. Aquí tenemos -como una de las   —46→   principales- a Rosemunda. Esta mujer ha tenido en su patria, Inglaterra, una vida de esplendor, de riqueza y de dominación. Ahora peregrinea, sin rumbo, sin finalidad, desterrada, por los mares del Norte. Esta mujer, ¿cómo se elevó al poderío pasado? ¿Desde qué condición logró auparse a la gloria y a la fortuna? Nos imaginamos que, como sus más célebres congéneres (como esta extraordinaria mujer de un poeta satírico y paralítico, Scarrón, que llegó a ser reina de Francia), esta mujer nos place imaginar que salió de los medios más modestos y humildes: nació en una choza de labriegos, en el taller de un tejedor, en la oficina de un ignorado tabelino. Pero había en ella una fuerza, un ímpetu, un despejo que, ya niña, la distinguía de todas. Lo decían la luz de sus ojos, sus maneras bruscas e imperiosas, el modo de mandar una cosa o de suplicar y rogar. Las líneas del cuerpo, el ademán, la manera de andar, indican en estas adolescentes lo que andando el tiempo han de ser: seres extraordinarios. Sus vestidos son pobres; la escena en que se mueven es mezquina; pero ¡cómo resalta su vitalidad interna incontrastable, por encima de todo!

Rosemunda, poco a poco, ha ido elevándose. De la aldea ha pasado a la ciudad. En la ciudad, pronto una aureola de simpatía ha rodeado su nombre. De la ciudad, de un círculo de admiradores allegadizos, transitorios, más o menos frívolos y toscos, ha penetrado en la sociedad más refinada y culta de los cortesanos, artistas y príncipes. Ha sido combleza del rey de Inglaterra. Ha impuesto su voluntad a toda la corte. No se ha hecho en palacio y en toda la nación más que lo que esta mujer ha querido; ella misma dice que ha sido «domadora de las cervices de los reyes y de la libertad de los más exentos hombres». Es extraordinaria en todo esta mujer; su misma vitalidad poderosa hace que Rosemunda se cree para ella una moral: a su tiempo había adelantado mucho en esta materia de la ética; algo de lo que ella expone es proclamado ahora.

¿De qué manera Rosemunda cayó de su elevada posición? ¿Cómo llegó hasta ella la desgracia? En el Persiles la encontramos peregrinando por regiones misteriosas, en compañía de un tropel de gentes tan infortunadas como ella. En estos días de adversidad y   —47→   por estos parajes hiperbóreos, la pasión no abandona a Rosemunda. Es aquí la mujer fuerte, imperiosa, de siempre. Se enamora perdidamente de un mozo que figura en la caravana. Un día, habiéndose éste internado en una isla cubierta de hielo, ella le sigue a lo largo de la blanca llanura. «¡Yo te adoro, generoso joven -le grita Rosemunda-, y aquí, entre estos hielos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón!» Cuando después otro personaje -un viejo , profesador de la ciencia astrológica-, se entera de la aventura, pronuncia, reflexionando, estas palabras: «Yo no sé qué quiere este que llaman amor por estas montañas, por estas soledades y riscos, por entre estas nieves y hielos...» Este anciano que ha vivido mucho y que observa los cielos, muestra su extrañeza, su perplejidad, a pesar de su larga experiencia, ante la pasión avasalladora, fatal, de esta mujer...

Clodio es un hombre de mundo. Clodio fue desterrado al mismo tiempo que Rosemunda. Los dos caminan lejos de la tierra inglesa. A este hombre le desterraron por maldiciente. Su ingenio, su travesura, su donaire, inquietaban a todos. Era una especie de Aretino. (Físicamente, ¿se parecía también a este hombre barbado y corpulento que vemos retratado por Tiziano, en la Galería Pitti, de Florencia?) Un ambiente de rencores disimulados, de amables insidias, llegó a envolverle. ¿No veis en nuestras asambleas parlamentarias el ambiente especial que rodea a los que realmente son superiores a los demás? Al cabo, desterraron a Clodio. Pero el mismo Cervantes nos muestra simpatía por este hombre. No es un detractor vulgar y procaz; es una inteligencia que evalúa al margen de la sociedad. «Hombre malicioso sobre discreto», le llama el autor. Y añade: «De donde le nacía ser gentil maldiciente.» ¿Por qué esta consecuencia? Porque su intelecto fino, sutil, le hacía ver en las cosas, en el espectáculo del mundo, relaciones, analogías y disparidades, que los demás no notaban. Esto es todo. Carlos I emperador, no veía las cosas que veía el autor de Il Mariscalco.

Clodio muere impensadamente, de un modo trágico y absurdo. Un mozo que está en una estancia de un palacio, dispara una flecha para matar a una mala   —48→   mujer. La flecha no alcanza a ésta; pero, en el mismo momento, asoma Clodio y el dardo le quita la vida. Un instante antes, este hombre inteligente no sabía que iba a morir; pasó instantáneamente -sin penumbra de dolor, sin anhelos angustiosos- de la plena luz a las tinieblas eternas.

¿Y este rey Policarpo, rey shakesperiano, rey caduco, casi decrépito, que en este acabamiento de sus días se enamora súbita y apasionadamente de una linda muchacha? Policarpo anda vagando con su enamoramiento por las estancias y corredores de palacio. Él mismo no sabe lo que le pasa; a su hija le confiesa su amor y le pide que ella interceda con su amada. Le vemos pasar encorvado, arrastrando estos pesados mantos bordados de los reyes de antaño, con una larga y blanca melena.

Unas veces está en el fondo de su estancia, meditabundo, «retirado y solo»; otras devanea y corretea, «alegre sobremanera». Todo en Palacio está revuelto y trastornado desde que al viejo rey le pasan estas cosas. Nadie pone cuidado en nada; cortesanos, pajes, dueñas, bufones, maestresalas, cubicularios, todos, todos andan desordenados y bullangueros. Un viento de locura y de jovialidad ha soplado sobre la morada secular y venerable de estos reyes.

Este tropel de los personajes del Persiles que anda -perdurablemente- peregrinando por mares desiertos e islas misteriosas, ¿qué se propone? ¿Cuál es su sino? Unos proceden de Inglaterra, otros de Italia, otros de España. Todos marchan hacia lo desconocido. Cada uno conoce de los demás el nombre -tal vez supuesto- y algún detalle de su historia próxima.

Pero su conocimiento mutuo no se extiende más allá del tiempo que llevan navegando juntos. Todos desconocen sus vidas pasadas. ¿Qué trágico sino los ha reunido en esta nave que camina entre los hielos del Septentrión o en esta isla inhabitada en que esperan el crepúsculo de la larga noche hiperbórea? «Nadie sabe de dónde vienen ni dónde van. Perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, suspirando acullá», dice uno de los personajes hablando de otro que camina en la caravana. Así, entre angustias, suspiros y naufragios,   —49→   caminan todos. ¡Qué sentido más trágico el de este libro! ¡Qué sentido más trágico para nuestra moderna sensibilidad!

Cervantes tiene una frase suprema hablando de estos personajes del Persiles; una frase henchida de melancolía, de fatalidad y de misterio, que nos hace soñar y nos llena de inquietud. «Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos», escribe el poeta. Un deseo siempre anheloso, un deseo errante por el mundo, un deseo insatisfecho, un deseo que siempre ha de ser deseo; eso es el libro de Cervantes.




- II -

En su peregrinar por los mares e islas septentrionales, esta gente errática e infortunada ha llegado al palacio del rey Policarpo. Estas gentes son españoles, italianos, ingleses, que no saben adónde van ni se conocen mutuamente; nadie sabe el pasado de nadie; todos sospechan en los demás una historia infausta y dolorosa; hay en cada uno, respecto a los demás, cuando los demás hablan, un gesto equívoco, un gesto de duda, acaso de desconfianza. Y, sin embargo, todos marchan en tropel hacia lo desconocido, por piélagos misteriosos y por tierras llenas de desolación y de peligros. El azar los ha reunido a todos; el azar los ha traído a estos parajes desde la lejana España, la lejana Inglaterra, la lejana Italia. Todos, sin preocuparse aparentemente de la suerte del compañero, con quien caminan, ni de su pasado, ni de sus ocultos designios, siguen su rumbo fatal y desconocido. ¿No es ésta también la vida humana? ¿No puede esto ser un símbolo del poeta? ¿En el piélago de pasiones, de ambiciones ajenas, de contrapuestos intereses, de codicias, de envidias, por el que caminamos, va a ser nuestra suerte? ¿Qué es esta mano que, en apariencia cordialmente, estrecha nuestra mano? ¿Qué es esta sonrisa que a nosotros se dirige? ¿Qué hay en esta afectuosa solicitud y en esta deferencia? Y sobre todo, y aparte de esto, en un momento crítico, supremo, en uno de esos momentos que surgen en nuestra vida, como esas montañas   —50→   de hielo en los mares septentrionales, ¿cuál será nuestra actitud? ¿De qué modo -piadoso e inexorable- sortearemos el lance terrible?

El tropel de gente errática ha llegado al palacio del buen rey Policarpo. Buen rey viejo, caduco, amigo de fiestas artísticas y espléndidas. Buen rey, que se enamora perdidamente -a los setenta años- de una linda muchacha que marcha entre estos desconocidos aventureros. Las cosas que hace este buen rey para ver cumplida su pasión son inauditas. Al cabo, imagina prender fuego -ficticiamente- al palacio, para, con la confusión que se produzca, poder él realizar su intento. Una nave está preparada en el puerto; en ella embarcarán los demás individuos de la caravana; el buen rey se quedará aquí con la linda muchacha, en tanto que los demás se alejan. Arde, en efecto, por los cuatro costados el palacio; pero con la tropa que se marcha, se va también la bella moza amada del rey. Policarpo contempla -angustiado-, desde una alta azotea, cómo la nave se pierde en el horizonte. No imaginaba él esto. ¡Oh buen rey ingenuo y atolondrado! Los años que han nevado su cabeza, han puesto también candor en su corazón. ¿Cómo ha podido imaginar este rey la farsa peligrosa del incendio, y cómo ha sido tan cándido para dejar escapar a la amada de su corazón? Desde lo alto de la azotea, frente al mar, contempla ahora, en las primeras horas radiantes de la mañana, cómo se pierde la nave en la remota lejanía.

Horas después, en este mismo día, el buen rey Policarpo será depuesto de su trono. Se ha divulgado la farsa del incendio; toda la ciudad anda alborotada. Los súbditos de este rey atolondrado y novelero, no son como él; son pacíficos, flemáticos, amigos del orden, de la simetría, de la uniformidad. Han tolerado pequeñas fantasías y ligeros devaneos al rey Policarpo; pero lo del fingido incendio les parece enorme, intolerable. «Aquel mismo día -dice Cervantes- le depusieron del reino.» Buen rey Policarpo, buen rey caduco y enamorado, buen rey que reías y llorabas por las estancias y corredores de palacio, andando de una parte a otra con tu largo manto y tu melena blanca: ¿adónde irás ahora? ¿Qué podías tú hacer, hombre romántico, entre estos vasallos serios, graves, solemnes? (Romántico y   —51→   ensoñador Luis de Baviera: ¿cuál podía ser tu destino sino el trágico que tuviste?)

En su caminar por los mares septentrionales, la caravana ha encontrado otro navío. Han pasado gentes de uno a otro y se han comunicado noticias. Un hombre camina en el navío encontrado que ha hechizado a todos por su bondad y por sus infortunios... Llega el momento de que cada nave siga su ruta. El anciano que ha encantado a todos es también otro rey amargado por la adversidad. Él ha de continuar su camino; los otros han de seguir el suyo. Ya no se volverán a encontrar jamás. Las naves van a separarse una de otra. «Desde el borde de mi nave me despedí del rey a voces, y él, en los brazos de los suyos, salió de su lecho y se despidió de nosotros.» Las naves se alejan; el rey anciano y enfermo ha vuelto a bajar a su cámara. Las naves desaparecen en el horizonte.

En una de las más hermosas novelas de Maupassant -Pierre et Jean- hay también una de estas despedidas angustiadoras. Maupassant tiene de común con el Cervantes del Persiles la impersonalidad, la sobriedad del estilo y la difusa melancolía que impregna toda la obra. Un matrimonio de modestos burgueses, después de una vida de trabajo, ha ido a retirarse a una pequeña ciudad marítima. Tienen dos hijos: Pedro y Juan. Viven todos oscura y tranquilamente. Pero surge un drama de conciencia, uno de esos dramas callados, serenos y hondos. Uno de los dos hermanos se cree en el deber de alejarse de la familia. ¿Se va para siempre? ¿Es transitoria su marcha? El padre, la madre -¡qué maravillosa figura de madre!- y el hermano bajan al puerto a despedirlo. Llega el instante de la partida. La angustia oprime todos los corazones. Ya se mueve el barco. Ya avanza. Ya se aleja. Ya se esfuma en el horizonte. La familia regresa a la ciudad. Cuando van a internarse por las calles, la madre vuelve por última vez los ojos hacia el mar. «Pero ella no vio más -escribe Maupassant- que un humito gris; tan remoto, tan tenue, que no parecía más que un poco de bruma.»

Con el segundo libro de Persiles termina la peregrinación de este tropel de gentes por los mares septentrionales.   —52→   Todos van a volver a sus patrias. Todos van a volver desde una isla desierta, donde han encontrado a unos seres tan solitarios e infortunados como ellos, y adonde acaba de arribar un navío de Europa. ¿Qué pasa en Europa? ¿Qué cosas han acontecido por el mundo? Todos deseaban saber noticias. «Pasaron a preguntarle por nuevas de lo que en Europa pasaba y en otras partes de la tierra.» Van a marcharse todos; una nave llevará a unos a Inglaterra e Italia; otra nave llevará a otros a España. ¿Ha acabado ya con esta dispersión el misterio trágico de esta extraña deambulación por lo desconocido? No; va a quedar aquí, como pendiente del azar, cual rastro que ha de inquietar al lector, una nota tan extraña como todo lo acontecido anteriormente. Uno de los personajes de la caravana quiere quedarse en esta isla desierta para acabar en ella sus días. Los dos solitarios que había en la isla se marchan en la caravana; pero este hombre desea permanecer aquí. Aquí, en este islote, hay un faro que orienta por las noches a los navegantes. En la tenebrosidad de este mar desconocido brilla esta lucecita. El hombre de la caravana que va a quedarse en la isla desea permanecer en ella «siquiera para que no faltase en ella quien encendiese el farol que guiase a los perdidos navegantes».

Todos los días, cuando llegue el crepúsculo vespertino, este hombre, perdido en las regiones septentrionales, solitario en un islote desierto, va a encender el farol que ha de brillar con su lucecita en las tinieblas de la noche, frente al mar rumoroso.

Cuando los españoles de la caravana hayan vuelto a sus viejas ciudades castellanas, a sus caserones de las plazas con soportales y de las callejuelas, tened por seguro que la visión de los mares del Norte ha de iluminar toda su vida. Siempre, ante el paisaje polvoriento de la Mancha, o ante las parameras de Ávila, recordarán las inmensas llanuras de hielo y las altas montañas de nieve. Recordarán cómo aquellos hombres vestidos de pieles patinaban velozmente sobre la tersa superficie. «Caminaban sobre sólo un pie, dándose con el derecho sobre el calcaño izquierdo, con que se impelían y resbalaban sobre el mar grandísimo trecho, y luego volviendo   —53→   a reiterar el golpe, tornaban a resbalar otra gran pieza de camino.» Recordarán cuando el navío, entre las enormes extensiones heladas, quedaba «engastado en ellas como lo suele estar la piedra en el anillo». ¡Qué lejos está todo esto!




- III -

Van a partir todos hacia Europa; al islote desierto de las Ermitas, perdido en los mares septentrionales, ha llegado una nave procedente de Francia. Termina la peregrinación sin rumbo de la caravana de aventureros ingleses, italianos y españoles. (¿De aventureros? No va buscando aventuras, como don Quijote, esta gente; lo extraño, lo raro, es que marchan divagando por lo desconocido, sin rumbo, sin plan, dejándose llevar por el azar.) Termina la peregrinación por los mares del Norte. Con viva ansiedad han preguntado todos por noticias de Europa. Uno de los personajes, al enterarse de cierta nueva, se ha quedado absorto, meditativo. «Puso los ojos en el suelo -escribe Cervantes- y la mano en la mejilla.»

Dos naves parten hacia Europa con rumbos distintos. El tiempo es plácido y el mar está en calma. Va a ver el lector cómo pinta el poeta esta marcha de las naves por el mar bonancible; no hay fragmento de prosa más fluida y etérea. En la literatura francesa se citan algunos versos de La Fontaine como expresadores de una tenuidad y una fluidez insuperables:


... L'onde était transparente ainsi qu'aux beaux jours...
... Le long d'un clair ruisseau buvait une colombe...
... Solitude où je trouve une douceur secrète...



Este fragmento -muy breve- de Cervantes, no es menos límpido y etéreo que los más bellos versos. «En esto iban las naves con un mismo viento por diferentes caminos, que éste es uno de los que parecen misterios en el arte de la navegación. Iban rompiendo, como digo, no claros cristales, sino azules; mostrábase el mar colchado, porque el viento, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle más de la superficie, y la nave suavemente   —54→   le besaba los labios, y se dejaba resbalar por él con tanta ligereza, que apenas parecía que le tocaba.» Nada más. Allá van las dos naves hacia Europa. Después del largo tiempo de deambulación por regiones de misterio, por mares desconocidos, por islas desiertas, estas pocas líneas nos dan una impresión de alegría, de bienestar, de placidez. Ya vamos hacia Europa; el viento apenas roza la superficie del mar; la nave se desliza con tanta ligereza sobre el mar que a penas parece que le toca. Ya vamos hacia Europa. ¿Qué es Europa para nosotros? ¿Qué sensación nos da de Europa todo lo que en el Persiles hemos leído anteriormente y ahora, en contraste con ello, estas líneas tan límpidas, etéreas y fluidas? Europa es lo definido, lo claro, lo lógico, lo coherente. Ya marchan las naves raudas y gallardas; casi no se mueve el mar y el aire es diáfano y sutil...

El Persiles es un libro único en cierto respecto. Cervantes ha trazado en estas páginas retratos y siluetas de personajes que aparecen un momento -inesperadamente- y luego desaparecen. Diríase que, ante una visión cinematográfica, breve, fugaz, nos percatamos instantáneamente de que conocemos a una de las personas retratadas: una persona que evoca en nosotros complejos recuerdos, vagas y gratas emociones. Pero cuando queremos reflexionar y fijar nuestra atención, ya la silueta ha pasado, se esfuma, se pierde en la lejanía. ¿Conocíamos de veras a esta persona? O bien, ¿hemos experimentado ante tal personaje, ante tal escena, lo que los psicólogos llaman la sensación de lo ya visto, es decir, la sensación de haber visto ya algo que no hemos visto nunca?

¿Dónde hemos visto nosotros a Feliciana Tenorio? El nombre no puede ser más eufónico y distinguido. Pero no se la conoce por su apellido; Feliciana tiene una voz dulce y extensa; la gente llama por esto, a esta linda muchacha, Feliciana de la Voz. Así, el nombre es todavía más eufónico, más original, más simpático. ¡Feliciana de la Voz! Evocamos un retrato de Palma el Viejo o del Tiziano: una bella moza, rubia, con el pelo de oro suelto sobre los hombros y los brazos desnudos. Feliciana de la Voz se ha enamorado de un mancebo que desplace a los padres de la doncella. Toda esta parte de la novela de Cervantes es de lo más delicado del   —55→   libro, porque al ambiente de poesía se unen detalles de fino y cotidiano realismo. («Hallose mi padre -cuenta Feliciana- y con una vela en la mano me miró el rostro...») Feliciana de la Voz ha tenido un trance apretado y ha huido de la casa. Impresión de angustias y lágrimas. Páginas más adelante, impresión de contento, de cordialidad y de sonrisas. Se acaba el episodio; la vida no trae otra cosa; los peregrinos de la novela siguen marchando. Atrás ha quedado Feliciana de la Voz -lágrimas y sonrisas-; de su conocimiento, de su aparición, de la visión que hemos tenido durante un momento, sólo nos queda en el espíritu -¿hasta cuándo?- el recuerdo de una voz dulce y simpática, una cara pálida, angustiada, ante la cual un hombre airado pone una vela, una mujer que, en una ancha casa de pueblo, desciende «por un caracol a unos aposentos bajos» y huye luego, durante la noche, por el campo...

¿Y la vieja peregrina que va por los caminos, sin pararse, sin descanso, vestida de andrajos, descarnada, siniestra? ¿Quién es esta vieja peregrina que la caravana encuentra a seis leguas más allá de Talavera de la Reina? Cervantes ha querido, sin duda, presentarnos una figura simbólica. Pero ¿qué representa esta peregrina decrépita, andrajosa, descarnada, que anda y anda por los caminos? Allá queda, atrás, también. Ya no la volveremos a ver. ¿Ya no la volveremos a ver? ¿Estamos seguros de ello? Esta peregrina, ¿no surgirá ante nosotros, ante nuestros deudos queridos, cuando menos lo esperemos?

Un «deleitoso pradecillo». Los personajes de la caravana se detienen a descansar. «Refrescábales los rostros el agua clara y dulce de un pequeño arroyuelo que por entre las hierbas corría; servíanles de muralla y de reparo muchas zarzas y cambroneras, que casi por todas partes los rodeaba: sitio agradable y necesario para su descanso.» Aquí se detienen todos a descansar. Bruscamente, de entre la enramada, surge un mancebo que camina unos pasos y cae de bruces; trae una espada clavada por la espalda. «¡Dios sea conmigo!», exclama el mozo, y expira. Días después parece una carta en que este hombre manifiesta que sale de Madrid acompañando a un pariente suyo; que le acompaña porque este   —56→   pariente tiene, respecto de él, «ciertas sospechas falsas», y él, con prestarse a acompañarle, quiere desvanecerlas; que finalmente él, el autor de la carta, cree que su pariente «le lleva a matar».

Cuando leemos por, primera vez el libro nos preguntamos: ¿Encontraremos más adelante la clave de este misterio? ¿Quedará esto también así, como queda en la vida, como queda cuando hacemos un viaje y nos enteramos, fragmentariamente, de algo que ya no podremos completar?

El Persiles es el libro que nos da más honda sensación de continuidad, de sucesión, de vida que se va desenvolviendo con sus incoherencias aparentes. Otros libros nos dan la impresión de un plano en que se muestran los acontecimientos y las figuras en una visión simultánea. En el Persiles todo es sucesivo, evolutivo; pocos libros tan vivos y tan modernos como éste. La vida pasa, se sucede, cambia en estas páginas. No es nada este episodio que nos parece insignificante, y sin embargo, ¡cuán hondo llega a nuestra sensibilidad! No tiene gran relieve esta figura -cuatro rasgos-, que se nos antoja vulgar, y a pesar de eso, ¡con qué profundidad se queda grabada en nuestro espíritu! Atrás, a lo lejos, a lo largo del camino, van quedando cosas, como en la vida, como en el tiempo...






ArribaAbajo Un viandante

En esta hora del crepúsculo está sentado en pleno campo, y delante de una venta, un viandante. Por la puerta de la venta pasa un camino. El viandante es de rostro aguileño, cabello castaño y frente lisa y desembarazada. Sus ojos son alegres y su nariz es corva, aunque bien proporcionada. Grandes bigotes ensombrecen la boca. Si se levantara, le veríamos ligeramente cargado de espaldas. Pesan sobre el viandante muchos trabajos. Todo el verano ha estado corriendo por los campos y visitando los cortijos. Se ve forzado a tratar con gente ruda; se ve rodeado de un ambiente espiritual que no es el suyo. Existe un profundo desequilibrio   —57→   entre su sensibilidad y la atmósfera espiritual en que se mueve. Ha publicado este viandante algunos libros; en una de las más grandes batallas de la Historia se ha portado heroicamente y ha quedado con una mano lisiada. Y ahora, entre gente zafia, de venta en venta, y de pueblo en pueblo, él se siente íntimamente contristado. Cuando nos sentimos superiores a las cosas que nos rodean y la necesidad nos mantiene ligados a esas cosas, poco a poco nuestro espíritu se va concentrando en un ideal íntimo. Nos conformamos, sí, con la realidad; aceptamos la vida tal como se presenta. La bondad lo es todo en el mundo, y la bondad puede mostrarse, desbordando de nuestro corazón, en todos los momentos y en todos los lugares. Pero esta conformidad tiene su desquite en el ensueño interior. Sí; el mundo es amargo para nosotros. Ya a nuestra edad nos despedimos de la esperanza; el mundo no será ya otro para nosotros; si habíamos esperado un azar dichoso, el azar, el caso, la fortuna impensada, no vienen. Dejamos el mundo material y creamos para nosotros, sólo para nosotros, otro mundo fantástico. En ese ideal que nosotros solos guardamos, se reconcentra toda nuestra vida. Sin ese asidero imaginario -imaginario y salvador- nuestro espíritu se hundiría en el abismo. Y podremos trafagar por los pueblos y por las ventas, como este viandante; podremos tratar con gente ruda; podremos sufrir adversidades; pero allá en lo íntimo de nuestro ser se eleva para nosotros solos un mundo que todos los días, en nuestras meditaciones, vamos purificando y hermoseando. Las sugestiones de los libros importan mucho; pero en vano serían las sugestiones de los libros, leídos acá y allá, si no se llevara en el ánimo este desequilibrio de que hablamos. Las lecturas no hacen más que ayudar a la gestación de la obra. Las lecturas son simplemente la piedra aguzadera del ensueño.

En el interior de la venta se oyen gritos y ruidos de golpes. El viandante se levanta y entra en la casa. Un caballero riñe con el dueño del mesón. Alto, escuálido, huesudo, semeja el caballero una figura de pasadas centurias. Nadie entiende la fabla arcaica con que habla. La pendencia ha sido por querer amparar el caballero a un menesteroso a quien el ventero intentaba arrojar de la casa. Cuando ha entrado en el zaguán el viandante,   —58→   todos han callado; había en la mirada de este hombre un dulce imperio. El ventero se reporta; está enhiesto el caballero de la figura triste, con los brazos tendidos en ademán de amparo al menesteroso; contempla éste ya al caballero, ya al viandante que acaba de entrar. Y cuando el señor de la prestancia antigua ha declarado el caso en peregrinas razones, el viandante ha sonreído levemente -con sonrisa de inefable bondad-, se ha acercado a él y le ha estrechado contra su pecho. El ensueño interior del viandante -¡oh maravillosa ironía!- se concretaba, fuera, en el mundo, en la persona de un loco.




ArribaAbajo Los primeros frutos

En una ancha estancia se hallan colgados en las paredes, guardados en arcaces, los aparejos y arneses de los caballos: las sillas, los bocados y frenos, las gualdrapas, los pretales, las gruperas. Todo está limpio y brillante. En otra estancia próxima, aireada, con grandes ventanas por las que se ve el campo, se encuentran diez o doce caballos. Los hay de todos los pelajes. Éste es alazán, aquél, bayo dorado; junto a él se ve un cuatralbo negro, con los cuatro pies blancos; no falta un rubicán ni dejaría de haber un overo. El palafrén de la señora -manso, noble- se halla un poco apartado de los demás. Y más allá, al final, se ve -cosa rara- una estantigua de caballo: grandote, escuálido, como melancólico y pensativo. Junto a tal alimaña, un rucio regordete cruza su cabeza bajo el cuello erguido, altísimo, del caballejo. Todos los caballos son finos y todos tienen el pelo luciente. En la caballeriza no se percibe ni el más ligero hedor. Los mozos y cocheros van y vienen, ocupados en la limpieza. Uno de los cocheros, Galván, se ha acercado al caballejo fantástico y le va pasando con amor la mano por el lomo. El caballo parece que agradece la caricia del mozo. De pronto se oye una voz que grita:

-¡Tan loco está él como el amo de ese caballo!

Galván se vuelve hacia un grupo de cocheros y mozos, y vocea, a su vez, airado:

  —59→  

-¿Quién ha dicho que yo estoy loco?

Galván ha estado en Flandes; él solo asaltó un día una torre; detrás de él entraron los demás. Pedraza, otro cochero, es quien ha dicho que Galván está loco; pero no lo ha dicho por enojar a Galván. Los mozos se han reunido en torno a Galván y Pedraza. Todos discuten a gritos. Se trata de saber si el dueño del caballejo está loco o no lo está; unos dicen que sí; otros aseveran que no. La discusión se va agriando. Se grita desaforadamente; es posible que lleguen a golpes.

La estancia es el cuarto de las labranderas. Se ven por todas partes ropas blancas. Flota en el ambiente un grato olor de ropa limpia y seca. De ropa secada en el campo sobre arbustos y hierbas olorosas. De ropa guardada en los armarios entre membrillos, cidras y manzanas. Aquí, en la estancia, están Inés, Juana, Narcisa, Celia, Leonor, Beatriz. Unas van planchando los anchos cuellos blancos; otras cosen y hacen delicados e invisibles zurcidos; otras van tejiendo randas sobre las almohadillitas. Y todas, en la alegría del trabajo moderado y sano, van cantando:


    Al molino del amor
alegre la niña va
a moler sus esperanzas.
¡Quiera Dios que vuelva en paz!



El coro de las voces femeniles llena toda la estancia. Y de repente, las voces callan. Ha aparecido en la puerta doña Rodríguez. Doña Rodríguez, que viene con sus largas tocas seculares. Es vieja, y unos redondos anteojos de concha se posan sobre sus narices. Al verla, las doncellas de labor han callado. Doña Rodríguez pide el memorial de la ropa del señor, y Celia lo trae. Se disponen a hacer la cuenta de los escarpines, los pañizuelos, las camisas, los cuellos de lechuguilla. Doña Rodríguez se ha levantado los anteojos hasta la frente. Han hecho ya la cuenta, y la dueña huronea por los armarios. Entre tanto, Beatriz, traviesa, ha recortado en el papel un muñequito y se lo ha colgado detrás a doña Rodríguez. Todas las muchachas hacen esfuerzos por no reír. Doña Rodríguez pregunta después por sus anteojos. Se   —60→   le han perdido. No los encuentra. Beatriz, Leonor, Celia, Narcisa, Juana, Inés, miran, riendo casi, a la dueña. Al fin, doña Rodríguez cae en la cuenta de que sus anteojos los lleva en la frente. Y se oye una voz que dice: -Tan loca está ella como su enamorado.

Doña Rodríguez se vuelve de pronto, enfurecida, y pregunta:

-¿Quién es mi enamorado? ¿Quién es el loco?

Y se promueve una fuerte discusión entre las doncellas. Unas opinan que el caballero de quien se trata está loco; otras le defienden con entusiasmo. Todo son gritos desaforados en la estancia. La discusión va a acabar mal. Y en esto la señora aparece en el umbral. La señora recorre e inspecciona toda la casa. La ropa limpia le gusta a ella en especial el verla. Sus manos finas y blancas van posándose y palpando los delicados y sutiles tejidos de hilo.


    ... Siempre he oído
que suele echarse de ver
el amor de la mujer
en la ropa del marido.



Han callado las doncellas en tanto que la señora estaba en la estancia. Pero cuando se ha ido, la discusión ha tornado a plantearse. La estancia ha vuelto a resonar con los gritos e imprecaciones de Celia, Narcisa, Juana, Inés, Beatriz...

El mayordomo, Laurencio, ha entrado en la contaduría, y ha dicho, dirigiéndose a Marcelo:

-Vamos a ver, Marcelo, ¿están puestas en limpio las cuentas de la mascarada de la otra noche? Marcelo estaba inclinado sobre un bufetillo, leyendo un libro. En la contaduría se ven cuatro o seis escribientes escribiendo con sus plumas de ave. De cuando en cuando las plumas entran en pintorescos tinteros de loza. Marcelo ha sacado de un cajón un papel y ha ido leyendo:

«Paramentos negros para el carro: 20 ducados. Trajes blancos para los disciplinantes: 30 ducados. Traje de Merlín: 25 ducados. Traje de Dulcinea: 40 ducados...»



  —61→  

El mayordomo, atajando la lectura, ha exclamado de pronto:

-¡Y pensar que tanto dinero se haya gastado por un loco!

Marcelo, con todo respeto, ha replicado:

-¿Cree vuesa merced que es un loco?

El mayordomo ha contestado vivamente. Los demás empleados de la oficina han dejado su trabajo. Daban también su opinión. Defendían unos al caballero; otros lo denostaban. El debate se iba tornando violento. Se oían los gritos desde el corredor. Corríase peligro de que las voces fueran preludio de los golpes.

Toda la servidumbre ha ido entrando, lenta y silenciosamente, en el espacioso y rico salón. Alumbran la estancia velas puestas en candeleros de plata. La servidumbre ha ido sentándose en escaños que dan la vuelta a todo el salón. El duque y la duquesa están sentados en un pequeño estrado. En el centro de la estancia hay un sillón y una mesita. Sobre la mesita se ve un velón y un libro. El capellán del palacio se ha sentado en el sillón a par de la mesita.

-In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti -dice el capellán.

-Amén -contestan todos.

-Benedicta sit sancta e individua Trinitas, nunc et semper, et per infinita sæcula sæculorum -torna a decir el eclesiástico.

-Amén -dice de nuevo el concurso.

Y comienza después el santo rosario. La voz sonora y grave del capellán va rezando lentamente. Los duques y toda la servidumbre contestan con la misma pausa y gravedad. Cuando el rosario ha terminado, el eclesiástico, dirigiéndose a los duques, dice:

-Con la venia de vuestras excelencias.

Y principia a leer el libro que tenía en la mesita. Todas las noches, después del rosario, el capellán lee un rato en el libro que cree más oportuno, y luego hace una breve plática explicativa. El eclesiástico dice ahora:

-Los nombres de Cristo, capítulo Príncipe de Paz. «Dos cosas diferentes son las de que se hace la paz; conviene a saber: sosiego y orden. Y hácese dellas   —62→   así, que no será paz si alguna de ellos, cualquiera que sea, le faltare. Porque lo primero, la paz pide orden, o por mejor decir, no es ella otra cosa sino que cada una cosa guarde y conserve su orden, que lo alto esté en su lugar, y lo bajo por la misma manera, que obedezca lo que ha de servir, y lo que es de suyo señor que sea servido y obedecido; que haga cada uno su oficio, y que responda a los otros con el respeto que a cada uno se debe. Pide, lo segundo, sosiego la paz. Porque aunque muchas personas en la república, o muchas partes en el alma y en el cuerpo del hombre, conserven entre sí su debido orden y se mantengan cada uno en su puesto; pero si las mismas están como bullendo para desconcertarse, y como forcejeando entre sí para salir de su orden, aun antes que consigan su intento y se desordenen, aquel mismo bullicio suyo y aquel movimiento que destierra la paz dellas, y el moverse, o el caminar a la desorden, o siquiera el no tener en la orden estable firmeza, es sin duda una especie de guerra. Por manera que la orden sola, sin el reposo, no hace paz; ni al revés, el reposo y sosiego si le falta el orden».

El capellán ha cerrado el libro con un ademán brusco y lo ha colocado sobre la mesa, dando un fuerte golpe. Después ha dicho:

-Consideren vuestras excelencias lo que acaban de escuchar. La paz ha huido de esta casa. Tenemos el orden; pero nos falta el sosiego. Y sin sosiego de los espíritus no hay paz.

Al decir esto, el eclesiástico se ponía de pie. Los duques y la servidumbre se han levantado también. La servidumbre ha ido desfilando en silencio. Cuando los duques y el capellán han quedado solos en el salón, el capellán ha hecho una reverencia y ha dicho

-Que vuestras excelencias tengan muy buenas noches.

Y ha salido del salón con talante grave, severo. El capellán viste una sotana limpia, pero raída; sus zapatos son de cuero tosco. En el inmediato pueblo saben muchos pobres -y los duques lo saben también- por qué la sotana del eclesiástico es mísera y los zapatos   —63→   humildes. El duque y la duquesa, al quedarse solos, se han mirado en silencio.

-¿Has visto? -ha preguntado el duque.

-Sí; un poco brusco -ha replicado la duquesa-. Un poco brusco, pero bueno.

-Sí; el corazón, excelente -ha respuesto el duque-. ¿Sucede algo en la casa?

-No sé -ha contestado la duquesa-. Acaso don Quijote...

-¿Crees tú que es por lo de don Quijote?

-La servidumbre está un poco soliviantada. Unos dicen que es loco y otros le defienden.

-Y tú, ¿le defiendes también?

-Te diré...

Y la discusión ha comenzado a propósito del sin par caballero. Poco a poco la charla ha ido animándose. Poco a poco las palabras han sido más ardientes. Media hora después, la duquesa salía del salón precipitadamente, dando un fuerte portazo.

Don Quijote y Sancho han dejado el palacio de los duques. Descansan ahora en el claro de un boscaje. Las avecicas cantan y una fresca fontana murmura. Ha sacado el condumio Sancho de las alforjas, y caballero y criado han yantado apaciblemente.

-Estoy cansando, rendido, Sancho amigo -decía don Quijote-; pero tengo el ánimo tranquilo. Los días pasados en el palacio de los duques han sido los más dichosos de mi vida. He dejado allí sembrada la buena semilla. Esa simiente de cordialidad y de abnegación, fructificará. Yo tengo fe, Sancho bueno, en la bondad de los hombres. En el palacio de los duques, a esta misma hora, está ya seguramente dando sus frutos la doctrina inmortal de la Caballería.

Y así era la verdad; porque a la misma hora en que don Quijote pronunciaba estas palabras, después de la comida de los duques, reunida en el tinelo, para su ágape, toda la servidumbre, se promovía uno de los más grandes escándalos que han presenciado ojos humanos. La discordia había ido envenenándose entre partidarios y enemigos de don Quijote. La casa era un hervidero de pasiones. Y en ese día, a esa hora dicha, de los denuestos, se pasó a los golpes, y volaron por   —64→   los aires, con infernal estrépito, platos y cachivaches de cocina. Tal fue la grita y confusión, que acudieron los duques y acudió el capellán. Y el capellán, horrorizado, gritaba, llevándose las manos a la cabeza:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Por un loco!

Aconteció que tiempo después don Quijote murió en su aldea. Cervantes publicó la segunda parte de su historia inmortal. El duque compró cuatro o seis ejemplares del libro y los llevó a su palacio. En la casa el espíritu de don Quijote había ido labrando en los ánimos. Las pasiones habían servido para fortificar, corroborar, la gran idea. Sin la lucha, sin el ardimiento, la idea no habría entrado en los corazones.

Andando los años, los duques, en la villa inmediata, levantaban un santo hospital en memoria de don Alonso Quijano. Muchas de las doncellas de la casa fueron enfermeras en ese hospital. Doña Rodríguez, la más ardiente de todas en su fervor, moría de una enfermedad cogida en la cura de un enfermo. Galván y Pedraza, los dos cocheros, entraron en la Orden de la Merced, como donados, y se emplearon, allá en Argel, en la redención de cautivos. Marcelo, el paje que hizo de Dulcinea, acabó heroicamente en la guerra. Su heroísmo maravilló a todos. En una cartuja, metido en su celdita, está el buen capellán que fue del palacio de los duques. Ha llegado el buen religioso a la más alta perfección ascética. Su cara, escuálida, llena de luminosa idealidad, es tan blanca como su cándida estameña.

He vuelto a leer el Quijote. Lo he leído en una flamante edición. Se compone esta edición de cuatro tomitos manuales, editados por Calpe. El papel es alisado y la estampación clara. Y mientras leía yo imaginaba la historia que va contada. He querido creer que esos fueron los primeros frutos de la santa predicación de don Quijote. ¡Y cuántos más se habrán producido a lo largo del tiempo! ¡En cuántos corazones habrá puesto la lectura del maravilloso libro un poco de idealidad, un poco de abnegación, un poco de heroísmo!



  —65→  

ArribaAbajoSancho, encantado

Hablemos en serio. Sancho ha salido de Argamasilla, su patria, y se encamina por jornadas a Pedrola. Le acompaña su convecino y amigo Tomé Cecial. Argamasilla pertenece a la hoy provincia de Ciudad Real, y Pedrola figura en la de Zaragoza. Don Quijote muriera ha seis años. El viaje es trabajoso. Sancho ha escrito al duque pidiéndole permiso para visitarle, y el duque le ha contestado diciéndole que le espera con ansiedad. Se encuentran ya los dos viajeros, Sancho y Tomé, al pie del Moncayo. Hace quince días que el duque Carlos de Borja, al recibir la misiva de Sancho, le dijo a la duquesa, María de Aragón:

-He tenido carta de Sancho. Debe de andar muy atropellado el pobre.

-Y tú ¿qué vas a hacer? -repuso la duquesa.

-He pensado remediar sus necesidades. Y he pensado también propinarle un bromazo.

-¿Y no será eso cruel?

-No lo será porque la broma que le preparo, en fin de cuentas, redundará en su provecho.

Sancho y Cecial se hallan próximos a rendir viaje. Han llegado a su penúltima etapa. Son los días primeros de la primavera y el altivo Moncayo muestra todavía su cabeza cana. En el aire hay, empero, resuellos cálidos que anuncian el próximo y fecundo renuevo anuo. En un collado se levanta una venta. En esa venta descansan por última vez los viajeros. En ella harán su postrimera y confortativa refacción. La venta se llama del Judío. Ventas del Judío hay muchas en los puertos y collados de España. Y no sucede nada en ellas, pese a lo que quieren acreditar las animosidades furibundas de la política. Sancho ha preguntado al huésped, o sea al ventero, qué tiene para yantar. Y, ¡ay!, el ventero tiene -la contestación es clásica «lo que traigan los viandantes».

-¿Y no hay nada absolutamente?

-Ni una piltrafa de carne, querido señor. Hoy me cogen ustedes desapercibido.

  —66→  

El zaguán de la venta es espacioso. Sancho y Tomé se encuentran en un cuartito del primer piso. Los dos se hallan sentados, un poco tristes, ante una mesita.

-¡Y gracias -dice Cecial- que las alforjas no vienen horras!

-¿Traes repuesto bastante?

-Traigo unas lonjas de lunada o pernil, queso paisano nuestro, vamos al decir, manchego, el queso mejor del universo, y un puñado de cascaruja, o sea avellanas tostadas, garbanzos tostados también, nueces y almendras.

-¿Y de bebienda?

-Aloque del nuevo.

Callan los dos amigos. Y en silencio, Sancho aspira ruidosamente, como si, cual perro ventor, husmeara algo.

-¿No te has fijado en una cosa, Tomé?

-¿En qué quieres que me fije?

-Hace un momento el posadero nos ha dicho que no disponía de nada para comer. Y ahora estoy percibiendo un olorcillo penetrante a chuletas asadas y a especias.

La casa está henchida, en efecto, de excitativos olores. La carne asada, asada a las brasas, trasciende, y las alcamonías, las maravillosas alcamonías españolas -cominos, anís, azafrán, clavo, pimienta- pone su acento pronunciadísimo sobre el olor de las viandas.

-En fin, comeremos de lo que haya.

Y Tomé Cecial va poniendo en la mesa los sobrios mantenimientos que extrae de las bizazas.

-Lo bueno que tenemos es que aquí supongo que no extenderá el doctor Pedro Recio de Tirteafuera su varita sobre la mesa. ¡Qué tiempos aquéllos, amigo Tomé! ¡En la ínsula Barataria yo me daba los grandes banquetes! ¡Qué ollas de canónigo y qué perdices escabechadas! Los tiempos han cambiado. Y hay que acomodarse a las pobreterías de ahora. Devoraremos esta sobria merienda y nos consolaremos pensando que el famoso Pedro Recio no ha de venir a interrumpirnos.

Acaba de pronunciar Sancho estas palabras y la puerta se abre de par en par. El doctor Pedro Recio de Tirteafuera avanza sonriente.

  —67→  

-¿Cómo, señor gobernador? -grita-. ¿Qué es eso de comer esas miserias? El señor gobernador no puede desdeñar la comida preparada por su cocinero. ¡Vamos, vamos, un poco de sensatez! Y perdone el señor gobernador que me exprese de este modo.

En este punto, antes de que Sancho pueda responder, entran en el aposento dos criados trayendo en un ancho azafate fuentes henchidas de viandas. Las van colocando en la mesa, en tanto que Sancho y Tomé contemplan asombrados la faena.

-El cocinero del señor gobernador -dice Pedro Recio- se adelantó unas horas para tener prevenido el condumio. Le acompañó, naturalmente, el sumiller de cava con su acervo de bebestibles. Y aquí lo tiene también el señor gobernador.

Y así era la verdad. Porque el tal sumiller, con un banasto repleto de limetas, entraba en el cuarto y decía risueño a Sancho:

-Hemos traído de todo, según se convino, señor gobernador. Aquí hay vino de Esquivias, ligero y fresco, meloso fondillón de Alicante, generoso vino de Málaga, aromático jerez, y como estimulante a modo de prefacio, antes de comida, incomparable amontillado.

La comida es excelente. Viene primero una olla con su tocino, morcilla y jamón. Perdices en escabeche hacen su aparición después. «Para dos perdices, dos», dice el refrán. Y Francisco de Rojas lo confirma en su García del Castañar:


   Y puestas al asador,
con seis dedos de un pernil,
que a cuatro vueltas o tres
pastilla de lumbre es
y canela del Brasil;
y entregársele a Teresa,
que con vinagre, su aceite,
y pimienta sin afeite,
las pone en mi limpia mesa,
donde en servicio de Dios,
una yo y otra mi esposa
nos comemos; que no hay cosa
como a dos perdices, dos.



La minuta la cierran unas chuletas de carnero asadas a la parrilla. Un humanista y político francés, el cardenal   —68→   Duperron (1556-1618), ha dicho que el carnero de Francia y el de España son los más suculentos de Europa. Y añade imparcialmente el cardenal: Je pensé pourtant que l'Espagne passe la France. Bien podemos, consiguientemente, diputar el carnero español por boccato di cardinale, o por lo menos, si no genéricamente, bocado de este purpurado francés.

Ya en Pedrola, al ir a hospedarse en la posada, el doctor Recio grita:

-¡No, no, señor gobernador! Su excelencia el duque espera, y en palacio está dispuesto alojamiento para el señor gobernador.

Y al mismo tiempo, Sancho ve que se dirigen a él unos servidores de palacio y que, tras hacerle el debido acatamiento, le van conduciendo, con todo respeto, al palacio ducal. El duque le echa los brazos al cuello, así como lo ve, y la duquesa le saluda afectuosa.

-¿Qué tal en la ínsula, amigo Sancho? Las noticias que tengo son excelentes. ¡Seis años de gobierno, y ni siquiera una queja de los gobernados! Mi enhorabuena más cumplida.

Va a hablar Sancho, y un correo de gabinete que acaba de llegar se presenta ante él con una abultada cartera.

-Perdone su excelencia -dice dirigiéndose al duque-. El señor gobernador me encargó que con toda diligencia le trajese los asuntos de más urgente resolución para ponerlos a su firma. Y aquí los traigo.

-Nada, nada, amigo Sancho -contesta el duque-. El gobierno es el gobierno. No hay que dejar nunca asuntos atrasados. Y yo elogio, lo elogio con calor, el celo que pone usted en el desempeño de su cargo.

El correo ha extendido sobre una mesa una cantidad de papelotes y pone una pluma en la mano de Sancho. Sancho no sabe lo que le pasa. Ve seguramente visiones. Pero estas visiones son, sin duda, una realidad. ¿Y cómo pudieran no serlo? ¿De qué modo todo esto sería un embeleco? Sí, no lo duda. Sancho no viene de Argamasilla, sino de la ínsula Barataria. Y si ha creído otra cosa, sería porque está encantado. Los malos encantadores le han hecho creer que ha existido solución de continuidad en su gobierno de la ínsula. Y sin decir palabra va firmando -firmando como en un barbecho-   —69→   las providencias, bandos, órdenes, pragmáticas, ordenanzas, reglamentos que el correo de gabinete le va presentando. Don Ramón de Campoamor decía:


   Aunque muy poco a poco,
ya llegué al gran saber: ¡sé que estoy loco!



Sancho Panza está por lo visto loco. Pero esta locura es el comienzo de la sabiduría. Sancho está encantado, y este encantamiento es la felicidad. Todos en palacio le tratan cual efectivo y no discontinuado gobernador. Todos dan por supuesto que ha salido de la ínsula hace pocas horas y acaba de llegar al palacio de Bonavía para conferir con el duque. Cuando estas conversaciones sobre materias graves de gobierno terminen, Sancho volverá a su gobierno. Y a solas en su cámara con Tomé Cecial, por la noche, Sancho va diciendo

-Tomé, querido Tomé, convecino mío, amigo del alma, ¿has visto tú qué cosas tan extraordinarias? ¿Soy yo o no soy? ¿He venido de Argamasilla o de Barataria? Y cuando termine mi visita a los duques, ¿adónde voy a ir? Seguramente que me estarán esperando en la ínsula. Sí, no puedo dudarlo ya. Soy gobernador. Y lo soy sin haberlo dejado de ser un solo día desde hace seis años. El duque me nombró gobernador perpetuo y voy a ser gobernador de por vida. ¿Y qué mal hay en ello? Lo cierto es lo que se cree. Y aquí se da la feliz concomitancia entre lo que creo y la realidad.

Encima de la mesa se ve una limeta de vino generoso malagueño. Lentamente Sancho escancia en dos copas. Beben con voluptuosidad él y Tomé Cecial. Y deciden -¡suprema sabiduría!- entregarse al Destino y que el Destino sea el que les lleve por la vida. El mismo Campoamor ha escrito también:


    Con tal que yo lo crea,
¿qué importa que lo cierto no lo sea?





  —70→  

ArribaAbajoAl salir del olivar


- I -

Primer acto


No sé a quién contarle estas cosas. El estado de mi espíritu es singularísimo. No creo que se haya dado caso igual. Necesito yo, Máximo Braña, un doctor a quien hacer mis confidencias y a quien pedir consejo. Habrá que hacer intervenir en la obra otros personajes. La acción del primer acto se desenvolverá aquí en París. Al igual de las comedias clásicas, constarán todos los actos de varios cuadros. Y lo que yo quiero hacer es una comedia de corte clásico. Vamos, entendámonos. La comedia será antigua en su estructura y moderna en su espíritu.

No sé ya lo que me proponía decir. Ocurre que olvido lo esencial y me acuerdo de lo accesorio. Lo esencial en este caso es el estado de mi espíritu. Si introduzco un doctor en mi obra, dudo que me atreva a descubrirle todo mi pensamiento. Hay algo en mí que se rebela contra la sinceridad. Si yo me desembozara todo, me tomarían por loco. Por loco, no. Locuras suele haber grandes. Pensarían que soy un vulgar desequilibrado. Y lo pensarían con lástima y desdeñosamente. No, humillaciones, no. Vivo retraído. No quiero discípulos ni contertulios. Ni leo las alabanzas que de mí se escriben, ni los vituperios. El desdén que tengo por ciertas gentes procuro sobredorarlo de cortesía. Y ¿qué es lo que me sucede? He ido poco a poco desasiéndome del mundo actual. No tengo ya ni chispa ni apego a lo moderno. No se habla hoy el castellano como se hablaba en lo antiguo. No hay literatura. No se siente la historia. Y claro que me refiero siempre a las letras y a la lengua de España. En París he llegado a sentir a España como nunca la había sentido. Aquí en la maravillosa ciudad, tan lejos de España, he visto cosas de España que antes no percanzara. Pero ¿por dónde iba? ¿Qué es lo que me proponía decir? Decía que soy un desterrado del   —71→   mundo actual. Lo soy también de España. Juntamente soy un expatriado del tiempo y del espacio. Los dos destierros son acicate para mi patriotismo. No, no vivo en el presente. Ni encuentro gusto a la prosa de ahora, ni a las obras literarias, ni a las costumbres. España, la España del pasado, la España grande en sus letras, es la que me cautiva. La edad, seguramente -no quiero ocultármelo-, es la que en primer término habrá operado este fenómeno. Sin duda la vejez hace que el viejo evoque con cariño los tiempos pasados y se aleje de los presentes. Podría, sí, ser la edad. Pero yo creo que en mi caso hay razón de más peso. Todo esto habré de consultárselo al doctor. Y necesito también otros personajes. El primer cuadro será el de mi cuartito en París. El segundo puede ser la casa del doctor. Y el tercero el bar en la estación D'Orsay.

No he dicho todavía, no, lo sustancial. Vivo en el reinado de Felipe III. He ido recorriendo toda la historia de España con ánimo de escoger una época en qué alojarme, y he acabado por preferir el reinado de Felipe III. Y lo he hecho así porque ese reinado es discreto, casi incoloro, sin brillantez. El de Felipe II era demasiado universal. El de Felipe IV, excesivamente manoseado por poetas y literatos. Con gusto me refugio en los veintidós años del tercero de los Felipes. De 1599 a 1621. Llevo conmigo siempre un epítome de la historia de España. El de don Tomás Iriarte es mi preferido. Y lo es porque está escrito en expresivo castellano. Véase cómo resume el autor el reinado de Felipe III: «Durante su reinado se construyó el puerto de El Callao de Lima, se repararon las fortificaciones de Portobelo, como asimismo las de Cádiz, arruinadas por la invasión de los ingleses; aumentáronse las fuentes públicas de la villa de Madrid, edificose su plaza Mayor y se empezó la fábrica del Panteón de El Escorial, destinado a la sepultura de las personas reales.» Eso de las fuentes y de la plaza Mayor de Madrid me sugestiona. Por la plaza Mayor de Madrid, tan anchurosa, tan bella, me veo yo ahora deambulando. No quiero que se me olvide decir que el reinado de Felipe III es el reinado del Quijote. ¡Y ya entro, con esto, en lo doloroso de mi aventura! Los títulos de las comedias me preocupan. He escrito diez o doce obras.

  —72→  

Ahora voy a escribir una en que el tema central sea Cervantes. Lope de Vega tiene una obra titulada Por la puente, Juana. Y otra Al pasar del arroyo. Tirso de Molina escribió Desde Toledo a Madrid. Y también La huerta de Juan Fernández. El título de mi comedia será Al salir del olivar. Hace un momento, sentado yo en la terraza de un café, he mirado a la mesa propincua y he visto un caballero ya anciano, de barba blanca, de frente desembarazada, los bigotes gruesos y caídos, azules los ojos. Se ha levantado para marcharse y he observado que era algo cargado de espaldas y que caminaba con pasos indecisos. ¡Dios mío, qué emoción más profunda!




- II -

Acto segundo


El primer cuadro del acto segundo es en el bar de la estación D'Orsay. No sé si poner este cuadro en el acto primero. El momento de la despedida ha llegado. ¡Adiós, París, que te quedas sin gente! Con angustia íntima me despido de la mágica ciudad donde he pasado tantas horas de dolor y de gozo. ¡No volverán ya esas horas! Dentro de poco tornaré a pisar tierra española.

Visto y no visto. De París a Esquivias. Lo que yo quiero hacer es la comedia de Cervantes, cercano ya a la muerte. De Cervantes días antes de morir. Esos momentos están reflejados por modo maravilloso en el prólogo de Persiles. Cervantes muere un 23 de abril, en plena primavera. En su ánimo permanece lozana la flor maravillosa de la serenidad, y la Naturaleza florece por doquier. Habré leído cuarenta o cincuenta veces ese fragmento de prosa, quiero decir, el citado prólogo. No hay prosa más tenue, etérea y delicada en toda nuestra literatura. Parece escrita sin palabras. Las repeticiones y cierta negligencia prestan al conjunto un encanto indecible. Estoy en Esquivias, y desde Esquivias voy a hacer el mismo viaje a Madrid que hizo Cervantes. Cervantes estaba ya entonces en el umbral de la muerte. Padecía una arteriosclerosis de   —73→   forma cardíacorrenal. La hidropesía le atormentaba. Ni con toda el agua del mundo se sentía satisfecho. Posible es que visitara a Cervantes algún doctor de la traza del que pinta Tirso en su Don Gil de las calzas verdes:


   Escribía dos recetas,
de éstas que ordinariamente
se eligen sin estudiar,
y luego los embaucaba
con unos modos que usaba
extraordinarios de hablar.



Cervantes advierte que la vida se le escapa, y se despide serenamente de la vida. «Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos...» Ya todo pasó. En el prólogo del Persiles, Cervantes, ya desahuciado, camino de Esquivias a Madrid, encuentra a un estudiante al acercarse a la Corte. El estudiante, al saber que es él, se arroja de su borrica y coge entusiasmado la mano de Cervantes. Conversan los dos un momento. El escolar se parte a entrar en Madrid por la puente de Segovia y Cervantes entra por la de Toledo.

El título Al salir del olivar me obsesiona. He hallado primero el título y ese título ha impuesto la obra. Sin ese título yo no escribiría la comedia. A Esquivias he vuelto después de treinta años. Cervantes hizo el viaje de retorno a Madrid, a caballo en un mal rocín, acompañado de dos amigos, y yo lo hago solo, en un carrito desvencijado. De Esquivias me encamino a Aranjuez y de aquí iré a Madrid. Acabo de entrar en el olivar. ¡Ah, no había dicho yo palabra del problema angustioso que me acongoja! En París el espacio me hace sentir España ardientemente. ¿Y es que, falto de esta reacción contra la distancia, disminuirá mi amor a España al encontrarme en tierra española? La perspectiva de esa mengua me preocupa mucho. Tal vez puede ocurrir eso. Pero falto del acicate del espacio, tendré el del tiempo. Viviendo como vivo en el reinado de Felipe III, sentiré por España, la España grande, aunque ya en declinación, un amor inextinguible. He visitado Esquivias y ya voy en mi carrito tirado por una mula matalona a través del olivar. De noche y a pie atravesé yo este mismo olivar hace cuarenta años. Cervantes   —74→   lo atravesaría también. Los olivos son otros y los mismos. El olivo es mi árbol predilecto. El olivo es serio, digno, inmutable, próvido. Nos da el aceite. Creer que el aceite, para ser bueno, precisa ser refinado, es abrazar un prejuicio extranjero. Sólo el aceite espeso y oliente, de aceituna casi fermentada, es el gustoso. La flor del aceite, del aceite elaborado con milenaria prensa de viga -todavía usada en almazaras toledanas-, es la maravilla del mundo. No hay condimento como el aceite. En repostería nada vale lo que el hormigo y las tortas de aceite. No me den empanadas ni hojaldres que con aceite no estén amasados. El chirriar del aceite que fríe es el más eficaz abridor del apetito. Aceite hace callar los quicios y suavizó las cerraduras. No hay mejor compañera del enfermo en sus noches dolorosas que la mariposa de aceite. «Aceite de oliva todos los males quita», dice el refrán. El aceite es panacea universal y presentánea. Aceite sirve de emético y aceite ablanda las postemas. No hay labriego, no hay vieja, no hay curandero que no conozca el famoso aceite de Aparicio. Desciendo del carro y voy caminando a pie por el olivar. El olivar se va acabando y voy a entrar en tierras paniegas. Y en este momento me creo víctima de una alucinación. Corro hacia un olivo y me apoyo en su tronco para no caer desplomado. ¡Acabo de ver, sentado en una piedra del camino, el mismo caballero que vi en París, en la terraza de un café! No, no puede ser. Estoy loco y desvarío. No es realidad lo que tengo delante, sino ente de razón. La barba cana, los ojos azules y melancólicos, la frente ancha... ¡Cervantes, Cervantes, Cervantes, viejo, cansado, próximo a dar el vale definitivo a la vida! ¿Cómo voy yo a describir esta escena?




- III -

Acto tercero


En Madrid. Los actos terceros -lo he dicho muchas veces- son siempre provisionales. A un acto tercero se puede oponer siempre otro acto con desenlace diverso. No sé todavía lo que voy a hacer en este acto tercero. Lo que pretendo es que sea breve. En el teatro   —75→   español todos los actos tienen la misma duración. Pero en el teatro francés, en Molière, por ejemplo, hay actos finales que sólo cuentan unos minutos. El acto tercero de Al salir del olivar será breve y rápido. En Madrid, al volver yo ahora, después de tres años de dolorosa ausencia, voy caminando por las calles cual un alucinado. No estoy en los tiempos actuales, sino en 1616. En ese mismo año murió Cervantes. Al salir del olivar, corté de un olivo una ramita. El olivo es el árbol de Minerva. No lo había dicho antes. El olivo es el árbol de la paz. Lo digo ahora. Veo aún confusamente el acto. Y no sé lo que haré de esta ramita simbólica. Pero divagando al azar por las calles madrileñas siento de nuevo, por tercera vez, el aleteo de la locura. Acabo de ver caminando por la calle del León, con paso inseguro, un anciano de barbas blancas, algo agachado y con ojos azules. ¡Tenía tal aire de cansancio y de tristeza! Y yo no sé qué hacer. No sé si detenerme y abrazarle, seguir tras él en silencio o marcharme y renunciar a todo. Renunciar a todo, porque yo en estos instantes no puedo ya soportar la emoción que me produce este cambio de tiempos. Y la vida se me va a mí también acabando. «Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos, que ya me voy muriendo, y deseando veros presto, contentos y en la otra vida.» El anciano, en tanto, en tanto estaba yo absorto en estos sentires, ha entrado en una casa de la calle que es hoy de Cervantes y ha cerrado tras sí la puerta.





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