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ArribaAbajoSu mejor amigo

Don Juan de Austria es una de las figuras más simpáticas de la historia de España. Nació en 1547 y murió -todos lo saben- en 1625. Era animoso, arrojado y tenía singular don de gentes. «De casta le viene al galgo el ser rabilargo.» ¿Cómo no había de tener sociabilidad siendo hijo de una mujer que estaba al frente de una gran casa de viajeros? Sin el trato afable, la llaneza y la condescendencia, no se acreditan los hoteles. Y ocurrió lo que había de ocurrir. Pasó por la casa Carlos I. Don Ramón de Campoamor ha escrito:

  —76→  

    Siempre es para vosotras peligroso
un ánimo aguerrido
y un uniforme hermoso.
El fausto militar, ¡sexo precioso!,
siempre ha sido y será tu prometido.



El hermano de don Juan era el hombre de las cuatro paredes, y don Juan, el hombre de la vida al aire libre. Felipe II gozaba ante un bufete cargado de papeles -firma que te firma, apostilla que te apostilla-, y don Juan disfrutaba en el campo, en la calle, saludando bondadosamente a los amigos, metiéndose entre las filas enemigas en las batallas. Felipe II se educó para ser rey, y don Juan, para no ser nada. Quien ha de ser rey, lo tiene todo hecho, y quien no ha de hacer nada ha de hacérselo él todo. Felipe fue un rey con verdadera majestad. No todos los reyes tienen majestad. Y don Juan fue el hombre a quien quisieron todos. Hasta que fue mocito no conoció don Juan a su padre. Nada más elegante que el cuadro de Rosales Presentación de don Juan de Austria a Carlos I. Eduardo Rosales es uno de los grandes pintores españoles. Después de Velázquez, Goya. Después de Goya, Rosales. Eduardo Rosales ha pintado con independencia de todo. El pintor está perdido -durará lo que dure una moda- si se deja arrastrar por la novedad efímera.

Miguel de Cervantes era un muchacho pobre. Su padre, Rodrigo de Cervantes, no pasaba de ser un practicante de cirugía. ¿Cómo va a tener talento el hijo de un practicante? Miguel se las busca como puede por el mundo. El director de un colegio dice de él que es un muchacho muy inteligente. Los directores de colegio suelen ser indulgentes con sus alumnos, para tener contentas a las familias. Miguel se marcha a Italia. La vida en Italia es fácil y agradable. Siente Miguel la alegría de las cosas. Y la siente especialmente en las hosterías, ante una mesa abastada de suculentas viandas, en el puño una copa de vino claro y oloroso. Pero allá en las lejanías de sus recuerdos, surgen de pronto las figuras familiares: España, Alcalá de Henares, su madre y el buen practicante de cirugía, sordo como una tapia y sin clientela. La melancolía -esa levadura divina del arte- invade a Miguel. Miguel melancólico   —77→   es ya el Miguel inmortal. Acaso la acción lo es todo. Miguel quiere entregarse a la acción. «Lo que vale es la acción» le dice, dentro de él, una voz tentadora. Miguel viste los arreos del soldado. Se embarca en una nave. Goza de la esplendidez del Mediterráneo. En el aire claro se levanta espesa humareda. Retumban las descargas. Trábanse las naves unas con otras, y sobre el agua azul cae la sangre espesa y roja. La bandera de España ondea allá arriba, entre la muchedumbre de los mástiles y las llamas del incendio.

Todo se ha desenvuelto como en un violentísimo torbellino. Miguel no veía nada. Ni mar, ni cielo, ni barcos, ni llamas, ni hombres, ni espadas, ni arcabuces. En unas horas ha vivido un siglo. La fiebre le hacía dar diente con diente una hora antes, y ya metido en faena, sobre cubierta, se ha erguido con ímpetu poderoso. En esos instantes todo lo encontraba fácil. Nada se oponía a su marcha de un lado para otro. Cuanto más atronaba la arcabucería, con más fuerza se sentía él. Y ahora, al cabo de no sabe cuánto tiempo, abre los ojos y esparce la vista en derredor. El intenso gasto nervioso le produjo un sopor profundo. Habían restañado la sangre que manaba del pecho y habían vendado su mano estropeada. No pasaba ahora nada. Sentado a la cabecera de su cama estaba un joven de claros y vivos ojos, con apostura señoril, de voz apacible.

-Vamos a ver, Miguel -decía-; ¿qué le pasa a usted?

Y en este momento se ha establecido por primera vez, por primera vez y para siempre, el contacto entre dos sensibilidades. Don Juan de Austria posee un tesoro de sociabilidad, y Cervantes lleva en germen, en lo hondo de su alma, la obra más profundamente universal. Don Juan de Austria es llano, franco, y Cervantes ha de inspirar toda su obra en la llaneza cordial y humana. El tiempo pasa y tras un día viene otro. ¿Qué será de estas dos vidas? En un momento decisivo, decisivo para la historia de España, para la historia de la civilización, estos dos hombres han coincidido. Don Juan mira sonriente a Miguel, y Miguel contempla extasiado a don Juan. El afecto de un amigo es el mayor conhorte en la desgracia. El magnate puede seguir su camino triunfal. Miguel irá a no sabe dónde. No importa   —78→   que no vuelvan a verse más. Estos minutos de entrevista cordialísima entre el general y el soldado bastarán para que Miguel lleve siempre en su espíritu un consuelo alentador.

Argel es una ciudad bonita. Resalta su blancura en el azul del mar. Imagina el que esto escribe en París -frente al Arco de Triunfo- que de un vuelo se pone en Marsella. Desde Marsella a Argel es un paseo. Las casas de Argel son cuadradas. Hay callejitas hondas y penumbrosas. Se abre una puerta angosta y no vemos delante nada. Pero caminamos por un corredor, a la derecha o a la izquierda, y nos encontramos en un patio con una fuente murmurante en el centro y con un bosquecillo de naranjos. En un librito francés titulado En Alger -por Cunisset Carnot, 1889-, encontramos este pasaje: On ne voit dans toute la ville qu'un arbre: c'est un cyprès noir, aigu, vigoureux, qui pointe un peu au-dessus du palais. Los cipreses viven mucho. Los cipreses ven pasar impasibles las generaciones y los siglos. Y este ciprés que domina la blancura de Argel, ¿ha visto a Cervantes? ¿Ha conocido las amarguras de Cervantes? La vida del europeo es una cosa, y la del musulmán, otra. Europeo y musulmán tienen un concepto distinto del tiempo. El musulmán alcanza la eternidad sin esfuerzo. El europeo ha de hacer un esfuerzo heroico para alcanzarla. Heroico, porque ha de desasirse, para lograrlo, de todas las cosas mundanas. El musulmán lo supedita todo al concepto de eternidad. El minuto presente es para él la eternidad. Y goza, en el silencio, en la inmovilidad, retirado en su casa sin ventanas, sentado en sus jardines recoletos, del minuto presente. Si Cervantes no hubiera estado cautivo en Argel, no hubiera escrito el Quijote, o el Quijote sería de otra manera. Durante años, Cervantes cautivo ha sostenido una lucha titánica. Luchaba por conseguir su libertad y la de sus compañeros. Y cada heroica tentativa iba seguida de un heroico fracaso. Y cada heroica tentativa, en don Quijote, va seguida de un heroico fracaso. Y al fin, viene en Cervantes y en don Quijote la desilusión suprema. La voz interior que antaño clamaba en Cervantes por la acción, ha dejado de oírla Miguel. Sin quererlo,   —79→   sin proponérselo, del concepto de tiempo europeo ha ido pasando Cervantes al concepto oriental. En todo su libro hay una contradicción, dichosa contradicción, entre el incesante batallar del héroe y el fondo espiritual de la obra. Cervantes es el hombre del camino, y el mismo Cervantes es el hombre del reposo. La máxima sensación que el Quijote nos produce es la de ese ciprés que en Argel se eleva, rígido, majestuoso, sereno, sobre la ciudad blanca, y está presente, con su serenidad, a todas las mudanzas de la fortuna. No dejarse prender por las cosas del mundo, ni dejarse arrastrar por las pasiones -amor, riquezas, honores, glorias- es la suprema sabiduría. El despertar de don Quijote, tras el fracaso en la playa de Barcelona, es consecuencia lógica de sus afanes. No existe oposición, como parece, entre su vida de antes y la que ahora imagina. La que ahora imagina representa la más alta conquista del batallar. La acción, en resumen de cuentas, no vale lo que el pensamiento. Sin el pensar, la acción no es nada. El cartujo en su celda desarrolla más energía y es más útil a la Humanidad que la más importante fábrica de Manchéster.

Don Juan de Austria había de despertar también. Don Juan se encuentra en Flandes con su ejército, y Cervantes está en el cautiverio de Argel. Los dos han nacido en la misma fecha, y los dos tienen treinta y un años. En 1578 fracasa Cervantes en su tercera tentativa de evasión. En 1578 se extiende una epidemia de tifus por el ejército de don Juan. Y don Juan -no puede ser otra cosa- visita solícito a sus muchachos y los consuela. Pero un día siente un ligero escalofrío. El terrible mal le ha atacado. La enfermedad es larga. Durante días, don Juan oscila entre la vida y la muerte. El duque de Gandía, marqués de Lombay, era uno momentos antes de ver el cadáver corrupto de la emperatriz Isabel. Momentos después era otro. Hoy es San Francisco de Borja. Al salir de su enfermedad, don Juan de Austria no es el trasunto de su padre en el campo de batalla, sino de Carlos I, desengañado en Yuste. Don Juan renuncia a todo. No quiere nada del mundo. La historia no dice cuáles fueron los sentimientos verdaderos -retenidos en su interior- de Felipe   —80→   II al recibir la nueva inesperada. Cierta celera del brillante guerrero, su hermano, había, sí, en Felipe.

Al comenzar el siglo XVII, Castilla la Nueva deja de ser la sede de la capitalidad española. Los cortesanos ascienden cien metros al cruzar el Guadarrama y entrar en Castilla la Vieja. Castilla la Nueva está a seiscientos metros sobre el nivel del Mediterráneo, y Castilla la Vieja a setecientos. Pero Valladolid, la nueva capital, pertenece al reino de León. Madrid tiene de elevación seiscientos cincuenta metros, y Valladolid, seiscientos setenta y nueve. Entre España y Suiza se podría tender un puente. Francia se encuentra en lo hondo. Don Juan vive en una casita del ruedo de Valladolid. No trata a nadie. No interviene en las fiestas -sarao en palacio, corridas de toros- que se celebran con motivo de la llegada a Valladolid, en 1601, del embajador de Persia Uzen Ali-bey. No concurre tampoco a las que se celebran, en 1602, en honor del embajador extraordinario de Inglaterra lord Howard. En palacio se le considera y respeta. Su sobrino, Felipe III, siente por él vivo cariño. ¿Y quién habrá que no le quiera? En 1605, un libro que don Juan lee, como lo lee todo el mundo -el Quijote- causa en él profunda sensación. Y poco tiempo después visita don Juan la cárcel de Valladolid, y le acompañan todos, respetuosamente, al calabozo en que está preso Cervantes. Don Juan, sonriente, como antaño en Lepanto, le dice a Miguel:

-Vamos a ver, Cervantes, ¿qué le pasa a usted?

Cervantes no es serio. Hoy diríamos que Cervantes no tiene «preparación». Los verdaderamente serios, eruditos, dignos, solemnes, son los Argensolas. No puede ponerse Cervantes al lado de lo Argensolas. Sería una temeridad que nosotros lo pusiéramos. A Bartolomé o a Lupercio se les podría conceder, por su sabiduría, una cátedra en Alcalá, y a Cervantes, no. Cervantes no sería nada en su pueblo. No se les niega, con estas ironías, a los Argensolas el arte de rimar con entonación rotunda y precisa. ¿Y es que Cervantes presume de ilustrado, digamos la palabra exacta, de culto? Culto, naturalmente, en el sentido respetabilísimo que le damos hoy. Cervantes vive pobremente. En Valladolid, antes de la visita de don Juan de Austria, moraba en una casa que tenía en los bajos una taberna. No hubiera   —81→   podido vivir Lope de Vega en tal mansión. Al oír el nombre de Lope, Cervantes sonríe. Lope sonríe también cuando se le nombra a Cervantes. Las relaciones de Cervantes y Lope son las relaciones de esos escritores que, siendo cordiales en apariencia, son en el fondo hostiles. En Lope hay elogios para Cervantes, y en Cervantes hay elogios para Lope. Pero no nos engañemos. Vivían Lope y Cervantes en mundos diferentes. En Aragón, cuando se trata de quienes se hallan en situación tal, se suele decir: «Se mascan, pero no se tragan.» Hoy vemos que el antagonismo era fatal. Lope domina sobre el espacio y Cervantes domina sobre el tiempo. La obra de Lope está fundada en el concepto de espacio, y la de Cervantes, en el concepto de tiempo.

Madrid vuelve a ser la capital de España. Los cortesanos descienden los cien metros que habían ascendido antes. En Madrid, don Juan de Austria vive tan retirado y silencioso como en Valladolid. Don Juan y Cervantes se ven con frecuencia. Don Juan no puede prescindir de la conversación con este hombre que no es «científico», como le reprochaba Lope que no lo fuera, sino que es un sabio a la manera antigua, es decir, un hombre prudente, discreto, tolerante, bondadoso y sagaz. Don Juan y Cervantes charlan en completa intimidad. Nada hay comparable en amargura a la vejez del escritor popular y pobre. La admiración de las gentes obliga a ese escritor al decoro en público -decoro que requiere gastos-, en tanto que en la intimidad de la casa faltan los recursos más indispensables para la vida. ¡Y la pluma, cansada, exhausta, no puede producir más! Cosa delicadísima es el arte de hacer la caridad. Doña Concepción Arenal, gran española, ha escrito en su Visitador del pobre páginas admirables a este respecto. Don Juan se ingenia para mejorar, sin herir el amor propio, la vida de Cervantes. Todo es natural, pertinente, espontáneo y gracioso en el socorro. A Cervantes no le falta, por lo tanto, nada. Al conde de Lemos se le puede aplicar el refrán que dice: «A la par es negar y tarde dar.» El cardenal y arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, es otra cosa. El cardenal sabe ser también fino y discreto. Pero nadie llega adonde llega don Juan en libertad y discreción.

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La vida se va acabando poco a poco. Todo se acaba en el mundo. Cervantes asiste con serenidad a su propio acabamiento. Y escribe la página más bella que ha escrito jamás. Esa página es el epílogo a su Viaje del Parnaso. La prosa castellana llega en ese fragmento a la suprema sencillez. El secreto del arte de escribir consiste en eliminar. Cervantes, en esa página, realiza un verdadero prodigio de eliminación. No se puede expresar lo sustancial con menos adherencias superfluas. Los editores que publican Quijotes casi siempre suprimen la aprobación del licenciado Márquez Torres a la segunda parte de la obra. Cometen con ello un verdadero crimen de leso arte. El Estado español debiera prohibir que se publicaran Quijotes con mutilación tal. Porque Márquez Torres, a más de ser el primer cervantista, ha definido con toda exactitud, definitivamente, desde el primer momento, el estilo de Cervantes. Don Francisco Rodríguez Marín nos ha dicho quién era Márquez Torres.

Don Juan de Austria asiste a los últimos momentos de su amigo. Y si antes se desengañó de todo, ahora su melancolía es más profunda. En 1616 muere Cervantes. Se creía perdido el libro Las semanas del jardín. Don Juan de Austria logra encontrar el manuscrito y a él debemos la magnífica edición de Amberes de este hermoso libro de Cervantes.

La historia no separa jamás el nombre de don Juan de Austria del nombre de Miguel. Don Juan ha sido el mejor amigo de Cervantes. ¿Qué hubiera sido de Cervantes si hubiera muerto don Juan de Austria en 1578, cuando fue atacado del terrible mal? (Ya supondrán los lectores que yo sé, puesto que me lo ha contado un historiador amigo mío, que don Juan de Austria murió, efectivamente, en 1578.)




ArribaAbajo Cervantes nació en Esquivias

Han sonado unos golpecitos en la puerta -la puerta del cuarto del hotel- y he gritado:

-¡Adelante!

No ha entrado nadie y han vuelto a golpear. He gritado de nuevo:

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-¡Adelante!

No ha entrado ahora nadie tampoco. Los golpes han tornado a sonar. Y con voz recia -acaso un tantín colérica- he proferido:

- ¡Entre quien sea!

Se abre la puerta, avanza hacia mí un caballero y se cuadra militarmente. El pergeño es señoril y las facciones de bondad. Me cuadro yo también con la más correcta apostura marcial. No sé si hay un poco de ironía en la decisión. Transcurre en silencio un instante y digo:

-Permítame usted, señor, que le cuente una anécdota. Viene de perilla en esta coyuntura. La señorita Clairon estaba sumamente agradecida a Voltaire. Fue a ver al escritor y se arrojó a sus plantas. Voltaire se arrodilló súbitamente también ante la señorita. Y ya de hinojos los dos, dijo: «Señorita, ya estamos los dos en el suelo. Y ahora, ¿qué hacemos?» Y yo pregunto a usted, señor mío: ¿qué hacemos los dos, cuadrados militarmente?

-Perdone usted -me dice el desconocido-. Soy caballero.

-Y yo también -le respondo.

-Pero yo lo soy andante -me retruca él con cierto énfasis.

-¡Ah, eso es otra cosa!

Hay tal bondadosa socarronería en mis palabras, que el caballero sonríe. Sonrío yo expansivamente también.

-¿Caballero andante y en tiempos calamitosos?

-Precisamente. Los tiempos son los más propicios para la profesión. Mi nombre es Miguel de Cortinas. Soy nativo de Esquivias. He venido de Esquivias por breves tránsitos. Creí no llegar nunca a París. Con mi pobre hato al hombro, he cabalgado en el caballito de San Francisco desde la Mancha hasta la isla de Francia. Y nadie me ha molestado. No se ha metido conmigo ni gente armada, ni gente inerme. ¿Y por qué habían de desazonar a un caballero andante?

-¡La alegría que tengo yo, señor, al encontrarme mano a mano con un seguidor de Palmerín de Oliva! Y aumenta el contento el pensar que el caballero viene de Esquivias.

-¿Ha estado usted en Esquivias?

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-Una noche de luna, en invierno, recorrí a campo traviesa, por viñas y olivares, el trecho que separa la estación ferroviaria del pueblo. Y dormí aquella noche en una cama de tablas, alta como una torre y con siete colchones mullidos.

Hemos vuelto a reír. Las facciones del caballero cobran de pronto visos de seriedad. Algo grave va a producir este señor. El prólogo del ceño lo revela. Y al cabo este nuevo Felixmarte de Hircania, dice:

-¿Sabe usted de dónde era Cervantes?

-De Alcalá de Henares.

-¿Cree usted que Miguel de Cervantes era de Alcalá de Henares?

-Allí está la partida de bautismo.

-Sí, allí consta la partida de bautismo. Pero Cervantes, Miguel de Cervantes Saavedra, nació en Esquivias.

En este momento he experimentado la sensación que se experimenta cuando se pasa un puente de tablas que se tambalea. No sabía lo que pensar de este hombre. El coranvobis era de persona sensata y las últimas palabras acusaban desvarío. Ha comprendido el caballero mis dubitaciones íntimas, y con toda calma ha comenzado a desenvolver un atadijo que traía en la mano. Luego ha puesto ante mi vista un cuadrito. Encuadrada en dorado marco, tras cristal límpido, se ve una fotografía.

-Tenga usted la bondad de leer esto -me dice Miguel de Cortinas.

Y leo lo siguiente: «Año de MDXLVII. En este aposento ha parido un niño Leonor de Cortinas, su mujer de Rodrigo de Cervantes, el Sordo. Octubre 3. Nisi sapiens, liber est nemo. Cicerón. El licenciado Felipe de Cortinas.»

-Y esto ¿qué significa? -pregunto.

-Vivo en Esquivias. En Esquivias tengo mi casa solariega. Desciendo por línea recta de la madre de Cervantes. En uno de los aposentos de la casa hay grabada, a punta de navaja, una inscripción. Esa inscripción es la de esta fotografía. Don Tomás Tamayo de Vargas asienta que Cervantes nació en Esquivias. Lo sabía bien. El escrito parietal lo confirma. El amor de Cervantes a Esquivias fue férvido y constante. De Esquivias   —85→   loa Miguel la nobleza y los vinos. Tamayo de Vargas estaba en lo firme.

-¿Y cómo no se ha utilizado este dato precioso hasta ahora?

-No he querido franqueárselo a nadie. Lo he reservado para mí solo. Ignorada de todos, he querido fruir la verdad. He dejado la patria. Lo he abandonado todo. ¿Y a quién podrá importar aquí en París, donde los libros españoles no se estiman -yo he vendido algunos en la feria del Sena y no me han dado sino unos céntimos-; a quién podrá importar en Lutecia el lugar verdadero en que naciera Cervantes? Sí, para mí sólo esta exquisita puridad. Para de este modo encontrarme, gozando del secreto, más cerca de Cervantes. ¿No ha oído usted hablar nunca de apasionados de pintura que celan un cuadro famoso a la vista de todos y no permiten el acceso a sus colecciones?

-¿Y este aforismo? Las palabras de Cicerón dicen: Nisi sapiens, liber est nemo. Fuera del sabio, ninguno es libre.

-Aparte del sabio, nadie es libre. Ni más ni menos. Sólo los sabios, los prudentes, los acuchillados por la adversidad, son libres. Esa inscripción, trazada por un humanista lugareño, ha gravitado sobre toda la vida de Cervantes. El niño que acababa de nacer nacía con ese signo. ¿Lo sabía, lo presentía, lo adivinaba el latinista que firma la anotación mural? La palabra sabio ha sido desnaturalizada. Se llama hoy sabio a cualquiera. Sabio se aplica a un investigador de laboratorio. Se necesita trabajar con el intelecto e inventar algo para ser sabio. Y no es eso. La verdadera tradición no es ésa. La moral tiene su corriente, cual la de un río, y la ciencia tiene otra. Y el sabio está en la corriente de la moral. Sabio es el hombre práctico en la vida. Sabio es el hombre desasido de las cosas que atraíllan a los demás. En el seno del Estado más liberal, ¿cómo podrá sentirse libre el que sea esclavo de sus pasiones? Y si Cervantes es grande, lo es porque de su obra se exhala ese efluvio de bondad que constituye el verdadero y eterno liberalismo. El liberalismo no pasa. No crea usted que el liberalismo es cosa anticuada. Ríase usted de tales propugnadores de la novedad. Por encima de todas las críticas que se hagan del liberalismo, está el   —86→   hecho irrefragable que la doctrina liberal es un humanismo. El sabio, le iba diciendo a usted, es el hombre que sabe vivir con ecuanimidad. Hay sabios que no saben leer. Cansados del trato con los inventores de cosas, tendemos los brazos con afán hacia este labriego que, en su haza, nos habla con palabras reposadas en que se contiene una experiencia milenaria.

Entraban hasta el fondo de mi alma tales expresiones. La emoción me embargaba. No podía yo oponer nada al aserto histórico del caballero. Pero ¿cómo explicar el bautismo de Miguel en Alcalá?

-La cosa es obvia -nos dice sonriendo Miguel de Cortinas-. La familia de Cervantes pasaba una temporada en Esquivias. En Esquivias cogió el parto a Leonor. Luego, vueltos los padres de Cervantes a Alcalá, el niño fue en Alcalá bautizado.

El caballero añade, en tanto que extrae del bolsillo una botella

-¿Me permite usted? Ésta es una botella de vino de Esquivias. Me ha costado mucho conservarla sin detrimento hasta mi llegada a París. La he traído para usted. ¿Tiene usted por ahí una copa? Con el vino elogiado por Cervantes, bebamos por España y por Cervantes.

Y hemos bebido. Por los cristales del balcón ha entrado un vívido rayo de sol de España. Hemos visto a lo lejos un pedazo de llanura -la Mancha- en que se levantaba un grupo de álamos tembladores. Se escuchaba una copla que melancólicamente decía:


   Hasta los suspiros míos
son más dichosos que yo.
Ellos se van y yo quedo,
ellos se van y yo no.






ArribaAbajoAventuras de Miguel de Cervantes

Miguel de Cervantes López Saavedra fue bautizado en Alcázar de San Juan el 9 de noviembre de 1558. Lo saben todos los buenos alcazareños. No lo olvidan los cervantistas. Los manuales literarios -que hablan de lo inútil y desdeñan lo esencial- no dicen pío de este   —87→   Cervantes. Pero existe bibliografía copiosa de su existencia. Y en tiempos, los alcazareños se han batido denodadamente por su convecino, al cual adjudicaban la paternidad del Quijote. Y esta noble intrepidez les enaltece. El padre de Miguel se llamaba Blas de Cervantes Saavedra, y la madre, Catalina López. Alcázar es la capital del priorato de San Juan. La blanca lana de la cruz de San Juan resalta en la ropilla o el manteo tanto como la lana roja de Santiago. La cándida lana la ostentó Lope de Vega, y la bermeja, don Francisco de Quevedo. Las calles de Alcázar de San Juan son anchas, con casas bajas, blancas las paredes, el piso pavimentado de guijarros. Alcázar se halla a 148 kilómetros de Madrid por ferrocarril, y a 164 por carretera. En su estación se bifurca la línea de Madrid, y un ramal va a Andalucía y otro a Levante. En su casino, desierto a la mañana, puede el viajero meditar, ante una copa de coñac, solo en la vastedad de la sala, sobre la melancolía infinita -infinita y ensoñadora- de la inmensa y próvida Mancha.

La vida de Miguel de Cervantes se desenvolvió plácida. No estaba desprovisto Cervantes de dones de fortuna. Poseía varios predios rústicos y dos o tres predios urbanos. Los rústicos eran tierras de sembradura y viñedos; los urbanos, casas en Alcázar. El laboreo de sus tierras ocupaba la vida de Miguel. Acaso en el fondo del alma llevaba este hombre una levadura de tristeza. No podía él quejarse de la vida, y sin embargo, consideraba la aridez de sus días. Día tras día se sucedían monótonamente los años, sin que nada extraordinario viniera a matizar la existencia del buen labrador. ¿Y era todo en la vida el sembrar, el segar, el trillar, y el recoger en los trojes el grano? ¿Y se resolvía todo el vivir de un hombre en ver trocarse el agraz de los racimos en azucarados grumos, y en cortarlos, en pisarlos en el lagar y en henchir las cubas de oloroso y espeso mosto?

El destino tenía deparada otra cosa a Miguel. Necesitó ir a Madrid un día, y un convecino, buen amigo suyo, Leocadio Pascual, le dijo:

-Vas a Madrid y quiero hacerte un encargo. Visita en mi nombre a don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal-arzobispo de Toledo y presidente de la Junta   —88→   Suprema de la Inquisición. No te atemoricen tantos títulos. El cardenal, a quien yo serví antaño, me dispensó su amistad. Te acogerá cordial. Su afabilidad es indefectible.

En Madrid, Miguel de Cervantes fue a visitar al cardenal Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo. El cardenal solía pasar temporadas en la Corte. Esperó un rato en la antesala Miguel, y al fin vio venir hacia su persona, sonriente, a un familiar.

-El señor cardenal no puede recibir a usted -le dijo a Miguel el familiar-. Y me encarga que le manifieste que lo siente infinito. Se halla algo indispuesto y ha de regresar mañana a Toledo. Y me ha encargado también que tenga usted la bondad de aceptar este recuerdo suyo.

Y al mismo tiempo ponía en las manos de Cervantes una bolsita. Ya en la calle, Miguel vio, confuso, asombrado, que la bolsa estaba llena de monedas de oro. Había ido él, la verdad sea dicha, a visitar al cardenal con cierto recelo hacia los grandes personajes, él, que era un pobre labrador, y se encontraba con que este encumbradísimo señor llevaba su bondad hasta hacer don a un humilde visitante, desconocido para él, de un riquísimo presente. Miguel no sabía qué pensar. La aventura era realmente peregrina. No podía ya decir que su vida no estaba interrota por lo inesperado. Pero no fue esto solo. Algo más habría de ocurrirle.

Alcázar de San Juan no está lejos de Argamasilla de Alba. Cerca de Argamasilla, a la margen del río Marañón, que se encuentra a 14 kilómetros de Alcázar, tenía Miguel algunos bancales. Pero al visitarlos no se acercaba nunca a Argamasilla. Y un día tuvo que entrar en el lugar. Por no hacer gasto en la posada, hizo lo que se suele hacer. Dejó el carrito en que iba en las afueras del pueblo, y desenganchada la mula, en tanto que la mujer de Cervantes cocía sobre tres piedras a manera de trébedes un frugal yantar en la olla, Cervantes entró en el pueblo a desempeñar ciertas diligencias. También es hermoso pueblo Argamasilla. El Guadiana lo bordea y espesas arboledas ornan las márgenes del río. Miguel de Cervantes camina por las anchas calles. El sol reverbera vívidamente en la blanca cal de las fachadas. Miguel ha sacado del bolsillo un fajo de papeles y consulta   —89→   unos apuntes relacionados con las gestiones que va haciendo. De pronto, una mano se posa en su hombro. Se vuelve Cervantes y ve ante sí a un caballero alto, cenceño, con una barbita rala en punta, y con unos bigotes lacios. En los ojos del personaje hay una honda melancolía. Con voz suave, insinuante, le dice a Miguel:

-¿Sabe usted quién soy yo?

-No tengo ese gusto -contesta Cervantes.

-¿Va usted a estar mucho en Argamasilla?

-Estaré unas horas.

-Pues entonces no puedo yo invitarle a que venga a mi casa, donde hablaríamos con todo reposo, y voy a decirle aquí lo que tengo que decirle. Y perdóneme usted, ante todo. Perdone usted, amigo, que un caballero desconocido para usted le detenga en la calle. Le llamo amigo porque todo manchego lo es para mí. Y le llamo amigo sin debérselo llamar. He dicho antes que yo soy desconocido para usted. Seguramente que no lo soy, cuando usted ha hecho contra mí lo que todo el mundo sabe. Esta carta que entrego a usted se le ha caído hace un momento. Lo estaba yo viendo desde lejos. No se ha percatado usted de la falta. La he recogido yo del suelo y he cometido la indiscreción de leer el sobrescrito. Vuelvo a rogarle que me otorgue su perdón. Por el sobrescrito he visto que usted es Miguel de Cervantes. Y yo le pregunto, señor mío: ¿qué daño le he hecho yo? ¿En qué puedo yo ser ridículo? ¿De qué manera tengo yo trazas de cómica estantigua? ¿Cómo podría tenerlas don Alonso Montalbán, caballero de Argamasilla, que vive pacíficamente y no ha hecho nunca mal a nadie?

Miguel de Cervantes contemplaba con asombro al caballero. No sabía qué contestarle. En esto se abre una puerta, sale una moza y le dice a Miguel:

-Perdone usted a este caballero. No tiene ánimos de ofenderle. He estado escuchando por el resquicio de la puerta todo lo que hablaba. Y usted, querido tío, deje seguir su camino a este señor y no piense en agravios quiméricos.

Y diciendo esto se lleva suavemente cogido del brazo al avellanado caballero.

En la venta de las Ánimas, camino de Segovia, se han encontrado dos viajeros. El uno es Miguel de Cervantes   —90→   López Saavedra, y el otro es un señor ya provecto, de ancha y desembarazada frente, barbas blancas, dientes delgados y bigotes recios caídos. Sus ademanes y palabras son de reposo y de bondad. No hay ningún viandante más en la solitaria venta. Sentados en un poyo de la fachada, ante el camino que se pierde a lo lejos, en el crepúsculo de la tarde, los dos viajeros conversan como dos antiguos amigos. Miguel de Cervantes se siente atraído por el hechizo cordial de su compañero. El compañero de Miguel ha relatado su vida. La vida de este hombre es un tejido de extraordinarias aventuras. Ha peleado en la batalla de Lepanto. En Argel ha estado cautivo. De Lepanto libró la vida por milagro y con gloria, y en Argel ha estado expuesto a perder esa azarosa vida cuatro o seis veces. Y ha estado a pique de perderla por querer salvar generosamente del cautiverio a compañeros suyos. No oculta el desconocido que ha estado preso también. ¿Y por qué ha de ocultarlo, si la inculpabilidad suya ha sido reconocida por todos? Al terminar su relato, el viandante pregunta:

-¿Y usted, compañero? ¿No le ha ocurrido a usted nada en la vida?

Entonces Miguel de Cervantes relata los dos hechos novelescos que le acontecieran: el regalo de la bolsa henchida de oro y el encuentro con el caballero avellanado en Argamasilla. El desconocido, tras el primer relato, se queda cabizbajo, pensativo.

-El cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas -dice- es buen amigo mío. Tengo la honra de que me dispense su protección. Celebro que haya sido también con usted generoso.

Y cuando Miguel acaba su segundo relato, el del encuentro en Argamasilla, el desconocido, un poco nervioso, le pregunta:

-Pero dígame usted, amigo, ¿cuál es su gracia?

-Miguel de Cervantes López -contesta Miguel.

-¿Miguel de Cervantes? -interroga con asombro el desconocido.

-Sí, Miguel de Cervantes, natural de Alcázar de San Juan.

En este momento el desconocido se pone en pie. La tarde ha ido declinando, y el lucero vesperal fulge en   —91→   el cielo límpido. En pie se ha puesto también Miguel. Hay un momento de silencio y de inmovilidad. Al cabo, el desconocido ha sonreído bondadosamente, y con gesto cordial ha tendido sus brazos hacia este otro Miguel de Cervantes, no infortunado como él, sino feliz, feliz en su condición mediocre, y le ha estrechado contra su pecho.




ArribaAbajo Los papeles y la vida

No conozco al doctor don Pablo Mena. Como soy el doctor Mena, no me conozco a mí mismo. Y perdóneseme el pleonasmo que forman las últimas palabras. No atesoro conocimientos gramaticales. Y, sin embargo, la gramática me preocupa. La gramática es la captación del tiempo. Lo es en los diversos modos de las conjugaciones. No sé adónde irá a parar, con el tiempo, este papel. No me conozco, porque, tras de estar estudiándome ha cincuenta años, me hallo ahora en el a b c de la gran ciencia. ¿Se me permitirá que repita por milésima vez -milésima vez en lo que va del año- uno de mis bordoncillos? No es otro que el refrán que dice: «Aceite de oliva, todo mal quita.» En esas palabras encierro y condenso yo mis doctrinas médicas. El aceite de oliva no lo remedia todo. Contiene propiedades varias, quier eméticas, quier vulnerarias, quier emolientes. No es, con todo, la panacea universal e infalible. Tal panacea no existe. Pero el aceite de oliva resume en su terapéutica la experiencia de muchos siglos y de incontables generaciones. Y eso es lo que me interesa. Porque yo, el doctor Mena, creo que la medicina no es opinión, sino casos. No existe el mal en abstracto. Lo que existen son enfermos. ¿Cómo podremos hablar de ciencia -y envanecernos con la ciencia- si cada treinta años caducan las especulaciones más aupadas? ¿De qué modo podremos los médicos sentir la ufanía de lo aquisto perdurablemente, cuando lo que era verdad inconmovible hace seis lustros es al presente doctrina arcaica y ridícula?

No he prestado yo, en mi vida profesional, entusiasta asenso a las novedades. Ni los grandes descubridores   —92→   de Alemaña o de las Galias, me han seducido. A mi práctica terrena y diaria me he atenido siempre. Y como la medicina son casos, he tenido que limitar el campo de mi ejercitación. No pasan de veinte las familias que asisto. No pasando de veinte, puedo seguir paso a paso, etapa por etapa, el desenvolvimiento vital de todos los individuos que componen esas familias. Y conozco sus antecedentes, sus complexiones, sus gustos, sus proclividades, sus resabios, las variantes que el temperamento introduce en el morbo genérico. La realidad es lo que me preocupa. Para mí -sin desdeñar en absoluto la doctrina - a un lado están los papeles, y al otro la vida. Y amigo como soy de las artes, aplico mi empirismo también a la apreciación literaria. ¿Es que se pretende que, en mis juicios literarios, me quiebro de sutil? No lo creo. Cuantas experiencias hiciera en este terreno han sido aprobadas por personas sensatas. No atiendo yo, en cuanto a la estimativa literaria, a los textos, a las fuentes, a los documentos con tanto afán inquiridos, sino a la propia vida cotidiana y menuda. No sé quién leerá, andando los años, estas reflexiones mías. Lo que aseguro es que cuanto digo aquí en Madrid, en este año de 1864, lo diré dentro de diez años, si vivo, y lo he proclamado asimismo treinta o cuarenta años atrás. Y para que se vea de un modo pintoresco cuál es mi sistema, voy a poner un ejemplo.

La familia del impresor don Manuel Rivadeneyra tiene en mí plena confianza. Soy el médico de cabecera de esa simpática grey. Hace tres años, en 1861, don Manuel, estando los dos hablando en su imprenta, me dijo:

-Doctor: tengo un proyecto magnífico. Lo voy a poner por obra. Sabe usted que Cervantes estuvo preso en Argamasilla de Alba. Fue su prisión una bodeguilla de la casa llamada de Medrano. Y yo voy a llevar cajas y máquina a esa casa, y en ella voy a imprimir dos ediciones del Quijote. Una será grande y otra chiquita. Y ése es el homenaje que yo, admirador férvido de Cervantes, tributaré al gran escritor.

Escuché atento a don Manuel Rivadeneyra. Y sonreí complacido. No podía yo hacer otra cosa. Fuera otra cosa descortesía. Y para que el lector entienda estas palabras, le diré que, lector perseverante del Quijote,   —93→   me he detenido siempre con preocupación en el pasaje del prólogo donde se dice que el gran libro se engendró en una cárcel. No podía yo aventurarme a creer que la prisión aludida fuese la improvisada de Argamasilla. Documentos en contrario, no poseía yo. La tradición en el pueblo manchego era constante. Don Martín Fernández de Navarrete, en su Vida de Cervantes, asegura, si no recuerdo mal, que esa tradición se ha transmitido en Argamasilla «de padres a hijos». Y don Buenaventura Carlos Aribau, también en su biografía de Cervantes, sin afirmar nada, alega las aseveraciones de Navarrete. Pero yo tenía mis recelos. No comprendo cómo, en historia literaria, se apela exclusivamente a los papeles y se desdeña la vida. ¡Y cuántos problema que se espera resolver con documentos, con tantos y tan penosos trabajos pesquisionados, se resolverían, irrefutablemente, con pasmosa facilidad, si observáramos el vivir cotidiano! Basta a veces un poco de sensibilidad, aparte de esto, para apreciar las diferencias de tono entre un autor y otro autor. El tono de la Guerra de Granada, de Hurtado de Mendoza, está a cien leguas del tono del Lazarillo. El tono de La tía fingida no es el mismo, ni con mucho, del tono de las Novelas ejemplares. Ni el tono de La Estrella de Sevilla es, evidentemente, el tono de Lope.

Quince días después de mi conversación con don Manuel Rivadeneyra, estaba yo en Argamasilla de Alba. El viaje fue placiente. La Mancha me embelesa. En sus llanuras percibo hálito de eternidad. En la lejanía, en las primeras horas de la mañana, al remontarse el sol, cuando columbro una casa blanca, nítidamente blanca, blanca con su rebozo de cal, me quedo extático. Todo es pardo y llano en el suelo. El cielo resplandece de azul límpido. El silencio es profundo. De cuando en cuando, en un majano se posa una picaza que balancea su cola. Una totovía lanza su breve trino. Y en los cuadros de sembradura, un par de mulas va arrastrando lentamente el arado y dejando atrás hondo y recto surco.

En Argamasilla estuve sentado largo rato en la ancha cocina del mesón, bajo la espaciosa campana de la chimenea. ¡Qué gustoso silencio, «maravilloso silencio», gustaba yo en esos instantes! Dos horas después   —94→   de mi llegada, me encontraba en la casa de Medrano. Y le decía a su morador:

-Deseo, señor mío, que me haga usted una merced. Traigo aquí para usted cartas de recomendación. Usted las leerá, escuchará mis palabras y se servirá o no se servirá acceder a mis deseos.

Charlamos cordialmente, también en la cocina, en tanto que en el hogar chisporroteaba charamusca confortadora. ¿Y para qué voy a gastar palabras? Aquel mismo día quedaba yo instalado en la bodeguilla que al decir de las gentes, sirviera de prisión a Cervantes. La casa de Medrano tiene un patio trasero. Por ese patio se entra a la bodega. Consta ésta de dos pisos. El superior recibe luz por los postiguillos de la puerta. El inferior, por un tragaluz que da a la calle. Puedo decir que nunca me he encontrado más a gusto. Dormía en una carriola y disponía de una silla y una mesita. Para alumbrarme contaba con un velón de Lucena. Se cerró la puerta y yo quedé allí indefinidamente. En Madrid había llevado yo, los últimos años, una vida cerebral intensa. Y esta quietud de ahora aplacaba dulcemente los nervios. Cervantes, en sus trajines dolorosos, debía de encontrarse en la misma irritabilidad nerviosa en que yo me encontraba cuando me encerré en esta prisión. Leía yo a ratos y permanecía otros ratos tendido en el lecho. Y las horas iban deslizándose, no lentas, sino veloces. Cervantes dice que su libro se engendró en una cárcel, «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde triste ruido hace su habitación». No había incomodidad alguna en este aposentamiento penumbroso. Ruidos tristes en una prisión -tal la prisión de Madrid, tal la prisión de Sevilla- son el sonar temeroso de las cadenas, el choque de las armas que traen los guardianes, el tintineo de las inexorables llaves en sus manojos, el lamento y sollozos de los presos o de sus deudos, los gritos de cólera, el canto de la Salve, largo y plañidero, que los presos entonan a los que van a ajusticiar. Nada de estos tristes ruidos tenía yo en la prisión de Argamasilla. No pudo aludir a ellos Cervantes, con referencia a la cárcel del pueblo manchego. El gran escritor habla repetidas veces de un silencio maravilloso. Y ese maravilloso silencio, al que ya queda hecha referencia, era el que yo estaba gozando   —95→   en la prisión. De tarde en tarde, llegaba el tañido lejano de una campana, o se percibían, apagadamente, las pisadas de una caballería que transitaba por la calle, o el traqueteo de un carro al regolpar en los baches, o el ladrido de un perro. ¿Y cómo podía ser triste todo esto? ¿Y no era la realidad, la auténtica e ineluctable realidad, la que estaba dándome la solución del problema?

-¿Y le dijo usted algo a don Manuel Rivadeneyra? -me han preguntado muchas veces.

-¡Ay, querido amigo! -contesto yo-. Nada existe más delicado y más consolador que la ilusión. No seré yo quien destruya ese conhorte del vivir humano. Y sobre todo, aunque yo hubiera dicho algo al querido amigo, éste hubiera sonreído y no hubiera tomado en consideración mis argumentos. Y hubiese hecho bien. Don Manuel Rivadeneyra imprimió, en 1863 y en la casa de Medrano, dos ediciones del Quijote. Honran esas ediciones el arte tipográfico español. Y son, en suma, confesémoslo, a manera de relicarios de la leyenda, preciadísima leyenda, y del sentimiento. Si esos libros no se hubieran impreso, los echaríamos de menos en la historia cervántica.




ArribaAbajo Claro como la luz

Ha regresado Alonso Fernández de Avellaneda de su paseo vespertino, y entrega el caballo a un mozo de campo y plaza. «No hay hombre cuerdo a caballo», dice el refrán. Alonso es cuerdo cabalgando y a pie. Tan ecuánime se muestra en un trotón criado en el soto, como en el caballito de San Francisco. Indómito hasta no más habría de ser un potro para que él perdiera el juicio. Maestro tal no lo hay en el arte de la jineta. La ilusión de los caballos mitiga su incurable melancolía.

Traspone Alonso Fernández de Avellaneda el portal de su casa y ve que, en el zaguán, sentado en un poyo, le aguardaba un recuero. Viene de lejas tierras. El cosario pone en las manos del caballero una misiva y un maletín. Y ya está Alonso encerrado en su aposento,   —96→   con la carta encima del bufete. La lectura le ha sumido en meditación profunda. Con la cabeza gacha, fruncido el entrecejo, se sienta luego a la mesa, cuando es hora de cenar.

-¿Tienes algo, Alonso? -le pregunta su mujer, Clemencia Díaz.

-Nada; no es nada -contesta con voz remisa, por contestar algo, Alonso.

En los días siguientes, la preocupación no desaparece. Alonso Fernández de Avellaneda se encierra todas las mañanas en su aposento durante dos horas. Nadie puede acceder a la cámara. El secreto de lo que el caballero hace en su encierro no traspira para persona. Y al cabo, yendo días y viniendo días, el misterio se trasparenta. Alonso Fernández de Avellaneda está escribiendo un libro. Alonso Fernández de Avellaneda escribe una novela. La noticia causa estupor.

-Papá -dice Clemencia a Catalina, hija del matrimonio- está escribiendo una novela. No lo digas a nadie.

-¿Es verdad, mamá, que papá escribe una novela? -pregunta Gerardo, hijo de la casa.

-Una novela -contesta la madre-. ¡Y que será bonita!

En el pueblo la noticia es comentada abundantemente. En sus paseos, Alonso cruza el Duero, y allá lejos se suele detener. Siéntase en una piedra del camino y permanece largo rato absorto. El caballo, arrendado a un árbol, ramonea, y el caballero, con la cabeza entre las manos, medita. ¡Y este hombre melancólico, ensimismado, amigo del cavilar solitario, es el que escribe un libro de burlas! A lo lejos, sobre el cielo de una pureza incomparable, el cielo alto castellano, se recorta la silueta de Tordesillas. No hay más remedio. Las cosas son como son. Había fatalmente Alonso Fernández de Avellaneda de plumear una novela. No lo querían creer en la farmacia del licenciado Retamoso, donde se reúne la tertulia discreta de amigos. Tertuliano en la rebotica es el propio Alonso.

-¡Señores, el fin del mundo! -ha exclamado una tarde, al entrar, Federico Sobrado-. ¡Alonso Fernández está escribiendo una novela!

-¡Caray!

  —97→  

-¡Dios nos la depare buena!

-¡La gente está loca!

-¡Por mi santiguada!

Tales exclamaciones son proferidas por los contertulios. Y un viejecito marrullero, atesorador de experiencia, maestro en callar -que es la gran ciencia-, se limita a decir en toda la tarde:

-¡Vivir para ver!

La cerradura del aposento en que se encierra Alonso tiene, como casi todas las cerraduras, un agujero. Aplicando el ojo al horado, se ve, no la mesa en que trabaja Alonso, sino una camita de correas en que él se tiende cuando está cansado. Clemencia ha sido curiosa. Y ha visto por el agujero de la cerradura que Alonso está tumbado indolentemente en la cama. Clemencia torna al cabo de un rato, pasito, y ve lo mismo. Clemencia, al día siguiente, presencia el mismo espectáculo. Clemencia todos los días no ve otra cosa, en las dos horas de encerramiento marital, que a Alonso tumbado en la blanda lana. ¿Cómo puede ser esto? ¿Y la novela? Pero ¿es que así se escriben novelas? ¿Por qué ha mentido Alonso? Alonso Fernández de Avellaneda no engaña a nadie jamás. Decir una mentira le parecería descender de su dignidad. Entonces, ¿cómo explicar esta contradicción irrefragable? ¿No escribe nada Alonso y dice que escribe? ¿A quién engañará? ¿Por qué engañar? Retirados en camarilla solitaria, a cubierto de las curiosidades de los fámulos, conversan la madre y los hijos. Ninguno de los tres da en la clave del enigma. El enigma se alza ante ellos incitador e impenetrable.

-Alonso, ¿qué tienes? -le pregunta un día, en la mesa, Clemencia al marido.

Y el caballero, ya un tanto tranquilo, casi risueño, responde:

-¿Te intriga, Clemencia, mi novela? Pues ya la llevo muy adelantada. ¡Veréis qué interesante es!

-¿Dices que la llevas muy adelantada? -torna a preguntar, ahora con retintín, Clemencia.

-¿Y quién lo duda? ¿Es que no lo creéis vosotros?

No lo cree nadie. Los días se suceden y la preocupación de mujer e hijos crece. La situación se hace insostenible. No sería delicado que Alonso la prolongara.   —98→   Una mañana, estando Clemencia atisbando por la cerradura, la puerta se entreabre suavemente y en el resquicio aparece, risueño, Alonso. Coge el caballero de la mano a Clemencia, la entra en el aposento, torna a cerrar la puerta, y dice:

-Vas a conocer el misterio de lo que tanto te desazona. Hace un mes me trajeron una carta y un maletín. Te voy a leer la carta. Dice así: «Querido Alonso: eres un amigo probado. En ti he confiado siempre. Y ahora te voy a pedir un gran favor. He escrito una novela. Lo que he escrito es la segunda parte apócrifa de Don Quijote. No me preguntes por qué caminos he llegado a tal extremo. No lo he podido remediar. El impulso era más fuerte que yo. Y al presente me encuentro con que no puedo firmar esa novela. El escribirla me ha costado muchos berrinches. ¿Cómo podría yo sacar a luz un libro tal? El escándalo sería formidable. Te pido, pues, que seas tú el que ponga su nombre en la portada. Y te lo pido, si es preciso, de hinojos. No discutamos lo que está hecho. Cierra los ojos y firma.»

Ha habido en la estancia un silencio patético. Clemencia miraba a Alonso, y Alonso miraba a Clemencia.

-¿Y tú vas a firmar ese libro? -ha dicho al cabo Clemencia-. ¿Y tú vas a legalizar con tu firma una obra en menoscabo de Cervantes? ¿Y tú vas a convalidar una vejación? ¡Cuántas veces, querido Alonso, hemos leído los dos, en el silencio de la noche, las verdaderas aventuras del gran caballero de la Mancha!

-Sí, Clemencia, sí -responde Alonso-. Pero tú sabes que yo no puedo negarme a la demanda. ¡Imposible de todo punto! Porque tú sabes que este buen amigo nuestro nos ha sacado de apretados trances cuando a él acudimos. Nos quiere con afecto entrañable. Nos salvó de la ruina y dotará a nuestra hija, cuando se case, y abrirá camino para nuestro hija ¿Cómo podría yo negarme a sus deseos? Pero puedes estar tranquila. La obra está de tal suerte escrita, que nadie creerá que es mía, sino de nuestro amigo. La siembra hecha en sus páginas de reminiscencias, citas y evocaciones con carácter religioso es tan copiosa, que nadie dudará. Con el dedo señalarán todos a nuestro amigo. ¿Concebirá nadie estando la cosa tan clara   —99→   dentro de un siglo, de tres o de cuatro, que la obra pueda ser de otro que de quien es? ¡Claro como la luz! En este momento, Alonso Fernández de Avellaneda cierra los ojos e inclina la cabeza. Le sobrecoge un leve desvanecimiento. En la lejanía -una lejanía ideal, lejanía del tiempo y de las cosas- Alonso ve un tropel de gente que pasa y le mira sonriendo burlonamente. Los que pasan son: Lope de Vega, Guillén de Castro, fray Luis de Aliaga, fray Luis de Granada, Tirso de Molina, Alfonso Lamberto, Ruiz de Alarcón, fray Andrés Pérez, Juan Blanco de Paz, Bartolomé Leonardo de Argensola, Gaspar Schoppe, Pedro Liñán de Riaza, Antonio Mira y Amezcua, Juan Martí... A todos estos hombres ha sido atribuído el falso Quijote. ¡Cuánto desvarío! Edgardo Poe ha escrito el cuento de la carta robada. Un precioso documento, buscado con afán por la policía, está en una casa colocado a la vista de todos, entre papeles sin importancia. Como es sobremanera inverosímil que tan preciadísimo papel esté en tal sitio, al alcance de todas las manos, nadie sospecha en ello. El Quijote de Avellaneda es como la carta robada de Poe. Nada hay más claro y, sin embargo, nada más secreto. Un solo erudito ha dicho la verdad, y nadie le ha prestado asenso. Al autor del Quijote contrahecho lo tenemos ante la vista y no lo ven ni los más linces.




ArribaAbajo El licenciado Vidriera

¿Mi nombre? Tomás Rodaja. Pero no soy ahora, no lo seré más, Tomás Rodaja, sino que soy el licenciado Rueda. Ninguna vida más sencilla que la mía. Cervantes ha narrado mis pobres gestas. La niñez fue estrecha. Ante mí se abría una perspectiva de privaciones. Por fortuna tropecé con unos caballeros que iban a Salamanca. Les fue simpática mi vitola y trabamos conversación. Tan ingenuo y vivo fue lo que dije, que mi suerte se decidió en un punto. La suerte de los humanos suele decidirse en un momento. Hay un momento en nuestra vida en que, allá en la región de lo inexplorado, se resuelve por el pro o por el contra. Y todo nuestro vivir, hagamos lo que hagamos, estará   —100→   dominado por tal resolución misteriosa y fatal. La comedia de Lope de Vega titulada Lo que ha de ser encierra una gran verdad. Lo que ha de ser será. Y cualquiera que sea nuestra conducta, no empecerá a torcer el destino. Destino de infortunio o de suerte venturosa.

Pero voy a lo que iba. En Salamanca, entre tantos escolares, sirviendo yo a unos amos bondadosos, llevé una vida de aplicación. Muchos se derramaban en disipaciones juveniles. Aproveché yo mi tiempo y quise instruirme. Los caballeros a quienes servía me matricularon en la Universidad. Procuraba yo desempeñar los menesteres de la casa prestamente, en un decir Jesús, y corriendito me marchaba a las aulas. No me dieron novatada ninguna. Tan humilde y para poco me vieron, que pasé inadvertido. Guardo como mis mejores recuerdos los de las horas que pasé en la Universidad. Gregorio López, en sus Comentarios a las Partidas, no tuvo para mí secretos. Porque han de saber ustedes que estudié leyes. La ciencia de lo justo y de lo injusto me cautiva. La justicia es mi norte. Y por encima de la justicia, la equidad, que de la justicia es la flor. Como mis señores eran buenos, esa bondad, que yo todos los días percibí gratamente, acabó por moldear mi vida en las normas del bien. Pasaron como un soplo los días felices de Salamanca. Lo que es dicha pasa rápidamente. El tiempo es veloz en la ventura y tardo en el infortunio. Mis amos, acabados sus estudios, regresaron a sus tierras nativas, y yo quedé, como de primero, desamparado. No acepté sus proposiciones. Con ellos me hubieran llevado y en la casa de alguno de ellos hubiera encontrado acomodo, bien de mayordomo o bien de administrador de alguna hacienda. Pero ¿qué iba yo a hacer metido de por vida en un pueblo? La ambición me espoleaba. Sentía en el fondo de mi ser las ansias de la aventura. En los años en que yo vivía, los tiempos eran marciales. España se sentía heroica. Había que hacer vida de campaña. La milicia encerraba todos los sabores humanos. La milicia era la ebriedad inefable de la victoria, y era también la amargura del descalabro. Del descalabro tras el cual, desesperanzados durante un momento, procuramos allegar fuerzas -y con las fuerzas, esperanzas- para lanzarnos   —101→   de nuevo en prosecución del triunfo. Y luego había la vida libre y varia del soldado, los lances imprevistos, el pernoctar hoy en un sitio y mañana en otro, el conocer en los pueblos tanta diversidad de gentes. ¡Y el eterno amor! El amor al pasar, del cual gozamos un instante y que dejará en nuestra alma, para toda la vida, un sedimento voluptuoso.

Senté, pues, plaza de soldado. Anduve por tierra y por mar. Salamanca, con sus aulas rumorosas, quedaba muy atrás. El son del clarín, con el redoblar de las cajas, y el flameo de las banderas, se entraban profundamente en mi alma. Lo de Italia fue sencillamente maravilloso. Recorría yo Italia de ciudad en ciudad, de espléndida ciudad en espléndida ciudad, como en éxtasis. Después de la majestuosa severidad castellana, esta placiente voluptuosidad de Italia me volvía loco de contento. En las hosterías nos explayábamos a nuestro talante. Las horas, en torno a una mesa cargada de viandas gustosas y de exquisitos vinos, nos parecían un momento. Recuerdo que en cierta ocasión un hostelero amigo nos regaló con los más renombrados vinos de Italia y con algunos de España. Cervantes, que ama a Italia y en Italia ha pasado horas inolvidables, enumera todos esos vinos.

¡Ay, ya no volverán esas horas! Cumplí mi deber de soldado en Italia y quise marchar a Flandes. Cambio completo en la decoración. A la vida al aire libre, bajo un cielo de azul purísimo, sucede la vida en lo íntimo de la casa. El cielo es límpido en Italia y las porcelanas y vidrios que exornan la mesa en Flandes son resplandecientes. Y lo son los blancos azulejos que en el hogar reflejan las llamas. Y todo esto so un techo bajo, de vigamenta oscura, ahumada. Y sin más luz que la vaga, opaca, dulcemente opaca, que se filtra por las vidrieras emplomadas. Lejos está ya Italia y lejos está Flandes. La vida no se vive dos veces. No tornaré ya a vivir ni las horas de Italia, ni las horas de Flandes.

¿Y qué hecho insólito trastornó mi vida? El amor tiene sus dulzores y tiene sus ponzoñas. No pude yo hurtarme sin daño a ciertas solicitaciones amatorias. Quisiéronme y no quise. Y porque no quise, la venganza se ensañó conmigo. Cuando las mujeres son vengativas, lo son hasta no más. La venganza en este caso consistió   —102→   en suministrarme un bebedizo que me trastornó el juicio. Yo no fui yo. Yo fui otro yo. La sensibilidad en mí se agudizó de un modo prodigioso. Tomás Rodaja no era ya de materia carnal, sino de quebradizo vidrio. Y el licenciado Vidriera me apellidaba. Vagaba yo por las calles y entraba y salía en las casas. Para todos tenía una sentencia o un dicho agudo. Lo celebraban con regocijo las gentes. Dicen que tenía gracejo y donosura. No me acuerdo de nada. Sí conservo en la memoria la sensación de fragilidad que me angustiaba entonces. En cualquier momento creía que al menor choque mi persona se desharía en mil pedazos. Y con cuidado, con toda clase de precauciones, caminaba por las calles. Cuando se ofrecía viajar, lo hacía a lomos de alguna bestia pasicorta y envuelta mi persona en blanda paja. De esta manera he visto que en los henchidos serones llevan los alfareros al mercado sus frágiles mercancías.

Evoco el pasado y me apesadumbra el volver la vista atrás. El pasado me abruma. Pero ese período loco de mi vida es un período de alegría y de optimismo. No vivía yo, viviendo a la aventura, sino para el ingenio. El ingenio era en mí regocijado. Las gentes me buscaban y rodeaban alegremente mi persona. Ha desaparecido ya la alegría. He vuelto a darme cuenta del dolor eternal. El juicio lo he recobrado y soy el que fuí primitivamente. Ya soy un hombre serio y respetable. He sido Tomás Rodaja y ahora soy el licenciado Rueda. Ya me hallo encuadrado estrechamente en el marco social. A la alegre soltura y al vivir libre, han sucedido las prisiones, es decir, los grillos de las normas sociales. Y siendo ahora cuerdo, como lo soy, añoro mi locura de antaño. Los muchachos y gente baldía me siguen. No pueden convencerse de que ya no soy el de antes. Ni puedo yo hacer que esta cohorte callejera me deje en paz. No he tenido más remedio que marcharme de España. ¡Y cuánto me ha costado la separación! ¡Adiós, tierra nativa! Ya, terruños natales, no os volveré a ver acaso. ¡Adiós, manos amigas, que he estrechado tantas veces en las alegrías y en los dolores! Ya no os volveré a estrechar tal vez. Este trance de mi vida es profundamente triste. La novela en que Cervantes lo narra, toda la novela, es de lo más triste,   —103→   con inefable tristeza, que ha escrito el inmortal ingenio.

Y ahora mi última palabra: al no tener patria, no quiero tener nada. No tengo ya apego a las cosas. Desasido de todo, ahora es cuando soy más de mí mismo. Tirso de Molina, en su comedia Las amazonas de las indias, dice esto que sigue:


    ¡Dichoso el que no hace caso
de lo que no necesita,
y a Diógenes imita
quebrando en la fuente el vaso!
Si está tan cerca el ocaso
humano, que apenas siente
la distancia de su oriente,
¿quién es de tan poco aviso
que gozando lo preciso
anhela lo impertinente?



Si ustedes me dicen que no puedo citar a Tirso, puesto que yo viví mucho antes que él, yo les contestaré una cosa. Y esta cosa es -no crean ustedes que estoy loco-, esta cosa es que yo soy eterno. Soy de ayer, de hoy y de mañana. Soy de Cervantes, de Galdós y de Baroja. No pertenezco a nadie y pertenezco a todos. Porque el problema angustioso de mi sensibilidad exasperada -sensibilidad creadora de dolores y corroborante de placeres- es el eterno problema de la Humanidad toda.




ArribaAbajoEl pintor de España

Encima de un sexto piso, en la colina de Montmartre, allá en lo alto de una calle empinada. Espacioso camaranchón con amplia vidriera que da al cielo y al panorama inmenso de los tejados parisienses. Tarde cenicienta y lluviosa. De cuando en cuando, caen espesos chubascos y el agua resbala por los cristales. La luz es opaca. En la dulzura -melancólica dulzura- del claroscuro, resaltan tres notas de color. Sobre tres divanes han sido tendidas tres telas de seda. La una es blanca con floripondios áureos. Azul la otra, y amarilla la tercera. En las blancas paredes, cuatro o seis copias de maestros: Velázquez, Ribera, Goya. Un caballete vacío y un   —104→   gran lienzo blanco en el suelo, arrimado a la pared. El silencio se entra en el espíritu. Sólo cuando la lluvia arrecia, el fuerte gotear marca un sonoro ritmo.

En uno de los divanes, dos caballeros sentados. Los dos son provectos. El uno de ellos es alto, recio, de ancho tórax, de cabeza sólida y erguida. Va para los setenta y ha pintado en su vida unos seiscientos cuadros. La mayor parte de su obra no está divulgada, y hay coleccionistas que poseen, recatados, seis u ocho cuadros suyos que nadie conoce. Trabaja ahora el caballero como en su mocedad. No pasa día sin que mueva los pinceles ocho horas. Lleva vivir sobrio. Sin la sobriedad en la vida no podría conservar las energías que en la senectud le restan. «Más mató la cena que sanó Avicena», dice el refrán castellano. Por la mañana, a primera hora, el desayuno de este hombre es breve ración de frutas. No se alarga en la comida meridiana. Y vuelve a un plátano o una naranja cuando anochece. La profusa vida mundana se lleva las fuerzas del artista e impide toda concentración espiritual. El caballero recio y erguido tiene, por tanto, para su salud mental, el santo temor del té de las cinco. El té de las cinco, si nos hace comunicarnos con personas gratas, nos derrama en confidencias inútiles y parlerías que nos sacan de nuestras casillas. ¿Y cómo un hombre que está fuera de sus casillas podrá trabajar y crear?

-En París, al cabo de tres años de constante París, he acabado de ver yo a España -dice el otro caballero-. He procurado estudiar a España en la historia, en los clásicos, en los paisajes, en los hombres. Pero sólo cuando he estado fuera de España he sentido con toda intensidad a España.

El recio caballero, al escuchar estas palabras, se vuelve hacia su compaña y la mira en silencio. En su semblante se muestra asombro.

-¿Es usted o soy yo el que está hablando? -pregunta al cabo-. Porque a mí me ha sucedido lo mismo. De este estudio ha salido mi España. Y no hubiera podido salir, tal como es, de un estudio español. De España yo venía con los ojos cargados de imágenes. Y al llegar aquí, en la soledad de este estudio parisién, a tantas leguas de España, advertía que, por contraste con el medio y con el estímulo de la añoranza, esas   —105→   imágenes iban adquiriendo una intensidad, una emoción, un lirismo, que me sorprendían a mí propio. Hay un claro en el cielo y a poco torna la opacidad triste. El agua, cuando los turbiones, continúa llorando, es decir, lagrimeando en el ventanal de cristales.

-¡Cuánta gente he conocido! -exclama con honda melancolía el caballero apuesto-.

Por este estudio han pasado Anatole France, Mauricio Barrès, D'Annunzio, la condesa Noailles...

-¡Y todos muertos ya! -exclama el otro caballero-. Han pasado todas esas personalidades ilustres y falta alguien.

Va a contestar el caballero erguido, cuando la cortina del fondo, cortina que oculta la puerta, se mueve. Alguien ha subido por la escalera pina y crujiente. Pero el golpear de la lluvia ha impedido oír el crujido de la escalerita. La cortina se separa y aparece un caballero alto, cenceño, amojamado, con barba corta en punta y ademanes afables y resueltos. Viste cual hace treinta años. El cuello de la camisa es de pajaritas y en la corbata luce una de aquellas diminutas herraduras de brillantes que antaño se gastaban. En la mano izquierda trae el visitante un bombín y en la derecha un bastón con puño en bola de plata. Al estar ante nosotros, se inclina respetuosamente y dice con voz amable:

-¡Ah, mi señor don Ignacio Zuloaga! Hace tiempo que deseaba echarle a usted la vista encima. Usted es el magno pintor de España y yo soy un caballero de España. Veo la mirada de asombro y de resignación que usted dirige al señor que le acompaña. Esa mirada parece decir: «Ya tenemos aquí al inevitable chusco.» No soy un maulero. No soy una visión tampoco. Mi nombre es Gonzalo Pacheco y mi patria Argamasilla de Alba. No es pingüe mi hacienda. Pero me permite sustentar el rocín, que no está flaco, como el rocín de marras, y galgo corredor. Con este galgo corro yo las liebres en los llanos manchegos. Y en cuanto a la lanza en astillero, yo no la tengo. Tengo, sí, una vieja escopeta con la que cazo a la volatería, no en los chozos, las cantoras perdices. ¿Y por qué yo, manchego estante, me encuentro en París? Trastornos del mundo y viceversas de la fortuna. Pero estando yo en París, no podía dejar de visitar al gran pintor de España. En Argamasilla   —106→   de Alba tengo un ancho y viejo caserón. La nitidez de la cal de la Mancha concierta bellamente con la limpidez del azul celeste. Las paredes de mi casa son blanquísimas y el cielo en la Mancha resplandece de azul lo más del año. El Guadiana cruza el pueblo. Detrás de mi casa se extiende un huerto. Y en el tapial lejano se abre una puertecita que da al río, bordeado de altivos álamos. Si ustedes aportan alguna vez por Argamasilla, para mí sería honroso el darles cobijo en mi humilde choza. Pero voy a hacer a usted una reconvención, mi señor don Ignacio Zuloaga. Y la voy a hacer, naturalmente, en tono respetuoso y de súplica. La hace Gonzalo Pacheco, descendiente de Rodrigo Pacheco, que tiene su retrato en la iglesia de Argamasilla. Quieren decir que ese don Rodrigo es el original de don Quijote. No lo sé. No importa el caso. Lo cierto es que yo soy un caballero español y manchego. Y como tal, y como vecino de Argamasilla de Alba, yo dirijo a usted mi ruego. Ha pintado usted muchos lienzos realmente quijotescos. Por usted conoce pictóricamente el mundo las ventas manchegas, los gordos y pacíficos venteros, los trajinantes que llevan los pellejos a cuestas, cogidos por el piezgo, los cosarios que van de un pueblo a otro, las maritornes, los caballeros que son trasunto del inmortal caballero. Pero yo pregunto al señor don Ignacio Zuloaga: ¿Y el cuadro de la apoteosis de Cervantes? ¿Es que no está usted en el deber de pintar ese cuadro en que se condensaría todo el espíritu de su obra, tan profundamente española? ¿Y es que el mundo no tiene derecho a que usted lo pinte?

Ha habido una pausa. Nos mirábamos en silencio Zuloaga y yo, embargados de honda emoción. Y al recobrarnos y volver la vista al extraño personaje, el caballero había desaparecido. Zuloaga se ha pasado la mano por la frente, como despertando de un sueño. De improviso me he puesto en pie y he exclamado:

-¡Vamos a pintar, Zuloaga, vamos a pintar! El lienzo espera. Esa tela que está arrimada a la pared, póngala usted en el caballete. Coja usted el carboncillo y comience a dibujar los contornos. A dibujar la apoteosis de Cervantes. Ese cuadro se titulará Cervantes de vuelta. Cervantes, a los sesenta y ocho años, enfermo, herido ya de muerte, ha ido de Madrid a Esquivias   —107→   en busca de alivio. No lo ha encontrado y vuelve a la Corte a lomos de un mal rocín. Cervantes cuenta este postrer viaje en el prólogo del Persiles. No hay en toda la literatura española página, ni más sentida, ni más perfecta en su técnica. Cervantes había llegado en la senectud a expresar sólo lo esencial de las cosas. Como usted, Zuloaga, ha llegado también a lo escueto esencial. Y el tema de su cuadro, el tema de la apoteosis de Cervantes, es éste: Cervantes enfermo, entristecido, pobre, llega a las puertas de Madrid. Entra en Madrid por la puente toledana. Y le esperan sus amigos dilectos. Ha hecho Cervantes un viaje en el espacio y en el tiempo. De Esquivias va a Madrid y del siglo XVII viene al siglo XX. Cervantes viste la ropilla negra antigua, en que resalta el blanco y escarolado cuello, y sus amigos visten trajes de ahora. La arqueología se limita tan sólo a la figura de Cervantes. Los demás viven en el día y son coetáneos nuestros. Y aquí está Don Quijote, con la traza y arreos de este caballero que acaba de visitarnos, caballero de pueblo, trajeado anticuadamente, con aire digno y noble. Y aquí está Sancho, con terno de pana negra y con gruesa cadena de plata, que le asemeja a uno de esos manchegos andariegos que se alargan a Levante a vender quesos o garbanzos. Y aquí está Dulcinea, que es una de esas señoras recogidas, austeras, envueltas en su manto, que viven en un viejo caserón con las ventanas y las puertas perpetuamente cerradas. Y aquí está Sansón Carrasco, que es, no bachiller, sino abogado popular con pujos de orador, y que se dispone en vano, puesto que nadie le escucha, a dirigir a Cervantes una elocuente arenga. Y aquí tenemos, sin que pudiera faltar, a Nicolás el barbero, que ya tiene en su barbería dos modernísimos sillones giratorios, traídos de Norteamérica, y que, como no podía ser menos, viste largo y blanco blusón. Y aquí está el cura del pueblo, que se dispone a hacer oposiciones a una canonjía y que viste sotana nueva, sobre la que brilla, en el pecho, según uso, la cadenita de oro del reloj que se esconde en el falsopeto. Todas las criaturas más descollantes creadas por Cervantes en el Quijote están aquí, a su llegada a Madrid, y rodean a Miguel para darle la bienvenida. Bienvenida   —108→   que es, ¡ay!, al mismo tiempo, saludo de adiós a quien se parte eternamente a lo Infinito.

Ignacio Zuloaga, sentado en el bajo diván, escucha con la cabeza gacha, casi oculta entre las dos manos. La actitud es de meditación, de melancolía y de ensueño. Y la lluvia, en esta tarde gris, continúa llorando en los cristales.




ArribaAbajo La familia de Cervantes

Llegué a Lucena, provincia de Córdoba, a boca de noche. Hay otra Lucena, Lucena del Cid, en la provincia de Castellón. De la Lucena andaluza han salido los velones que alumbraran, en las noches campesinas, mis lecturas. Las capuchinas, lamparitas manuales, servían para ir de una parte a otra, de aposento en aposento. En la ciudad imperaba Quinquet, es decir, la lámpara que este hombre inventara y que lleva su nombre. La Lucena cordobesa es una bella ciudad. La recorrí yo toda despaciosamente, y de mis largos paseos descansaba en el casino ante una copa de áureo montilla. No soy bebedor. Pero estos vinos andaluces, vinos ligeros y olorosos, hacen de mí ineludiblemente un bebedor ocasional. Al día siguiente de mi llegada, recibí la visita de un joven que me dijo:

-Soy secretario de don Elías Cervantes. Don Elías saluda a usted con todo afecto y le agradecería que tuviera la bondad de honrar su pobre mesa mañana a la una de la tarde.

Poco antes de la hora prefijada para el yantar, llegué a la casa del cortés caballero. La mansión es espaciosa, limpia y clara. Patio con enlosado de mármol blanco se abre en el centro. Brollador susurrante de agua cristalina se eleva en una taza también de mármol blanco. Recibióseme cordialísimamente. La familia estaba compuesta de don Elías Cervantes, doña Angustias, granadina, mujer de don Elías, y las hijas, Consolación y Carmen. El ambiente de la casa era gratísimo. Nada en sus moradores de extremosidad empalagosa en la cortesía, ni de pujos insoportables de suficiencia. Un trato llano en todos, sincero, afable, y que daba la   —109→   impresión al visitante de estar en charla amena con antiguos amigos. La comida a manteles limpios, con cristalería refulgente, fue gustosa y limpia. A los postres tomé yo de una bandeja de dulces unas almendras garapiñadas y dije:

-De estas almendras he comido yo en Alcalá de Henares, la patria de Cervantes.

Entonces don Elías, sonriendo afectuosamente, exclamó:

-¡Alto allá, mi señor don Antonio! La patria de Cervantes no es Alcalá de Henares, sino Lucena.

Al manifestar yo extrañeza por tales palabras -lo hice en términos corteses-, el caballero añadió:

-Ha tocado usted el punto neurálgico de mi vida. Y de la vida de todos en esta casa. O como se dice vulgarmente: ha puesto usted el dedo en la llaga. Treinta años llevo consagrado a Cervantes. Miguel de Cervantes es de la familia. Desciendo yo de Cervantes. Y a Cervantes le llamamos el abuelo Miguel. Por lo tanto, ésta es en realidad la familia de Cervantes.

-El abuelo Miguel está siempre con nosotros -dice doña Angustias.

-Si, don Antonio -exclama Consolación-, el abuelo Miguel vive con nosotros.

-¡Y es tan bondadoso el abuelo Miguel! -dice a su vez Carmencita.

No he dicho todavía que las dos muchachas son preciosas. Tipos más andaluces no se encontrarán. Y Andalucía es criadero de mujeres hermosas, discretas y corteses. En la tez de un moreno claro brillan con relampagueos misteriosos, e incitan al ensueño, unos ojos negros, brillantes. El dueño de la casa ha proseguido:

-A usted le extrañará, sin duda, amigo don Antonio, lo que acaba de oírme. No le extrañe a usted. Esas palabras mías son el resultado de ímprobos trabajos. No he publicado todavía el libro en que consigno las noticias por mí descubiertas. Pero puedo ya hablar con toda claridad. Cervantes no nació en Alcalá de Henares. Cervantes vio la luz primera en Lucena. Fíjese usted que nunca se ha tenido a Alcalá por la patria de Cervantes. Siete ciudades se han disputado el honor de ser cuna de Cervantes. Ninguna de esas ciudades es   —110→   Alcalá. Esas ciudades son: Madrid, Toledo, Sevilla, Esquivias, Consuegra, Lucena y Alcázar de San Juan. Nada hay de Alcalá. Eso es lo tradicional. Y en la tradición hay siempre un fondo de verdad indiscutible.

-¿Y cómo explica usted, don Elías, la partida de bautismo de Alcalá de Henares?

Don Elías sonríe. Hay en esta sonrisa conmiseración y disculpa. Tiene piedad don Elías, piedad mezclada con afecto, para los que han cometido una mistificación impulsados por su adoración a Cervantes, y al propio tiempo -una cosa es secuela de la otra- el caballero disculpa a esos mistificadores.

-La partida de bautismo de Alcalá -prosigue don Elías- no prueba nada. Y no lo prueba porque está falsificada esa partida. También lo está la de Alcázar de San Juan. Pero si en la de Alcázar la superchería es paladina, en la de Alcalá se ha hilado más sutilmente. La interpolación ha sido hecha de mano maestra.

-Papá ha estudiado muy detenidamente este asunto -dice Carmencita.

-Crea usted, don Antonio, que papá no se engaña -agrega Consolación.

-No me engaño, aunque esto sea inmodestia decirlo -continúa el caballero-, porque he examinado escrupulosamente el papel del libro parroquial de Alcalá de Henares y porque otros datos de gran importancia, que expongo en mi obra inédita, han venido a confirmar plenamente las observaciones hechas por mí en el citado libro parroquial.

-¿En suma, don Elías? -atajo yo impaciente.

-En suma, mi buen amigo, que esa partida bautismal de Alcalá de Henares es una interpolación evidente.

-¿Y quién la ha hecho?

-Quien podía hacerla. La persona que era omnipotente en toda la archidiócesis y que mandaba en todas las iglesias. La hizo, sencillamente, don Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, cardenal, y amigo y protector de Cervantes. Tengo de ello pruebas irrecusables. Las verá usted cuando se publique mi libro. Sandoval y Rojas, celoso de que Cervantes fuera andaluz, ha querido que sea castellano, y castellano de su propia archidiócesis. ¡Qué cosas hacen los hombres!   —111→   Pero el arzobispo de Toledo no contaba con que andando el tiempo pudiera nacer un investigador que descubriera su engaño, dicho sea con todo respeto. Ni contaba con el propio tono de toda la obra cervantina. Ese tono es netamente andaluz. Y, dentro de Andalucía, cordobés castizo. No le quito yo a Sevilla la parte que Sevilla tiene indudablemente en la inspiración de Cervantes. Pero lo esencial en Cervantes es hondamente cordobés. ¿Y cuál es el genio de Córdoba y en su consecuencia el genio de Cervantes? En dos palabras lo condensaré: elegancia desafeitada, es decir, sin afeites, sin aprestos. Y como fondo, estoicismo, sereno y humano estoicismo. La elegancia de Cervantes es la verdadera elegancia. Los mismos toreros andaluces nos demuestran lo que voy diciendo. En Rafael Molina, Lagartijo, hemos visto revivir modernamente ese estilo elegante que se muestra como al descuido y de trapillo en las páginas cervantinas. Ningún torero ha habido más elegante que Rafael Molina.

-Papá, perdona -dice Carmencita-. Pero yo te he oído decir alguna vez que no ha habido torero más elegante que Antonio Fuentes, y Antonio Fuentes era sevillano.

Don Elías se queda un momento suspenso, y luego, torciendo la cabeza, añade resignadamente:

-Sí, es verdad. Pero ya sabes, Carmencita, ya saben todos ustedes que las reglas generales tienen siempre una excepción. Iba diciendo que esa elegancia descuidada es la más bella de todas. Parece un abandono o descuido en la persona y en realidad es un adueñamiento señoril. No se da importancia al accidente efímero y se pone la atención en lo intrínseco que no pasa. Todo parece que se descuida y todo lo tenemos presente. El artista, ya sea en el coso, ya sea en las cuartillas, se siente por encima de los accidentes del mundo y se resigna serenamente a los embates si los hubiere de la adversidad.

-Crea usted a papá -dice sonriendo Consolación.

-Puede usted creer en él a ojos cerrados -añade Carmen.

-Elías ha trabajado mucho -agrega por su parte doña Angustias.

  —112→  

-¡Y cómo no he de creerlo yo, queridos amigos, al lo escucho de personas tan finas, discretas y amables!

-El abuelo Cervantes vive con nosotros. -dice doña Angustias.

-A mí se me figura -corrobora Carmencita- que lo veo todos los días.

-Y a mí -añade Consolación-, que todas las mañanas cuando se levanta y sale de su cuarto, soy yo quien le sirve el desayuno.

-Todo es admirable en Cervantes -dice don Elías-. La obra novelesca, no digamos. Pero es que el teatro es hermoso también. Los tratos de Argel, por ejemplo, es una comedia muy bonita. Pues ¿y las poesías?

-¿No cree usted, don Antonio, que es poeta Cervantes? -pregunta Consolación.

-Cervantes ha dicho -contesto yo- que no lo era.

-Y nada más absurdo que prestar asenso a lo que los autores dicen de sus obras -sentencia don Elías-. Los autores son los que menos saben de sus propias creaciones. Sobre todo, los poetas no saben lo que hacen. Y sería una gran desgracia que lo supieran. Porque entonces no serían poetas. Ni saben los poetas de dónde vienen, ni a dónde van. Quiero decir que se engañan siempre, sin que en esta regla haya excepción, cuando atribuyen tales o cuales orígenes a su poesía y consideran tales o cuales poetas como sus progenitores. Cervantes tiene poesías muy bonitas.

-Los mismos primeros versos de Cervantes son bonitos -dice Carmencita-; los versos que hizo siendo discípulo de López de Hoyos.

Y Consolación

-Verá usted, don Antonio. Isabel de Valois, tercera mujer de Felipe II, ha muerto. Isabel era hija de Enrique II de Francia. Los franceses, en guerra con España, han sufrido la derrota de Gravelinas. Y piden la paz. Para que la paz sea más sincera y durable, Felipe II se casa con la hija del rey de Francia. Isabel es llamada Isabel de la Paz. Isabel es encantadora. Su carácter dulce cautiva a todos. Y cuando todo sonríe a Isabel, la muerte siega su vida. Cervantes le dedica dos o tres poesías. Oiga usted ésta, don Antonio.

Tras una breve pausa, pausa henchida de emoción sincera, Consolación, con voz dulcísima, sencillamente,   —113→   sin pedantería, comienza a recitar. No sé ya ni en qué tiempo vivo, ni dónde me hallo. No lo dudo ya. Ésta es la familia de Cervantes. Vive aquí en Lucena, su patria, Cervantes, en el seno de su propia familia. Si no asiste a la comida, a esta comida, es porque ha tenido ineludiblemente que hacer un breve viaje. Pero lo veré a su retorno. Consolación recita esta bella elegía de Cervantes a la muerte de Isabel de la Paz; elegía que nos trasporta mágicamente -poder del arte- a regiones etéreas e inefables:



    Cuando dejaba la guerra
libre nuestro hispano suelo,
con un repentino vuelo
la mejor flor de la tierra
fue transplantada en el cielo.

   Y al cortarla de su rama,
el mortífero accidente
fue tan oculta a la gente,
como el que no ve la llama
hasta que quemar se siente.






ArribaAbajo En los Campos Elíseos

Los Campos Elíseos son la mansión deleitosa en que moran los inmortales. Y los Campos Elíseos, en París, son una espléndida carrera con liños de árboles y jardines. En la noche cerrada y sin nubes, dos amigos fraternos discurren por los Campos Elíseos. Los dos amigos han sido invitados a una «comida lauta y limpia». La frase es de Cervantes. En las copas ha burbujeado el áureo champaña. Después de la comida, Roque Santillán y Juan Olías han salido a esparcirse por las calles. Los Campos Elíseos lucen en las fachadas multicolores anuncios, y en el firmamento fulgen millares de luminarias eternales. Luces de abajo y luminarias de arriba son todas anuncios. Los de abajo no es preciso leerlos. Los de allá arriba hay que saber leerlos.

-¿Quién eres tú? -le dice Santillán a Olías.

-Soy Cervantes -contesta el interrogado-. ¿Y tú?

  —114→  

-Soy Lope de Vega -responde el preguntado ahora.

-¿Es triste o alegre tu vida, Lope?

-Mi vida es del color del tiempo. Entretengo mi vida leyendo a los poetas. La poesía es el mayor conhorte, o sea consuelo, para el afligido.

-¿Y qué poetas has leído últimamente?

-No me arrimo a la novedad. Lo nuevo es para mí lo viejo.

-¿Quiénes son los nuevos y quiénes los viejos?

-Nadie lo sabe.

-No se escribe, como yo dije antaño, cuando me motejaban de viejo, «con las canas, sino con el entendimiento». Lo dije en mi Quijote. Los viejos son los que vienen después. Los que vienen después son los que viven en un mundo más decrépito. Homero es más viejo que Quintana.

-¿Es que te gusta a ti Quintana?

-Hay tres grandes poetas en España sin los cuales no se puede comprender la poesía que vino después de ellos. Esos tres poetas han tenido un don rarísimo: en tanto que la mayoría de los poetas es apacible, ellos han poseído el impulso avasallador. En sus mentes ha ardido el fuego sagrado de la inspiración. Fuego han tenido Herrera, Quintana y Núñez de Arce. Y ese fuego ha ido repartiéndose en lucecitas varias, en chispas brillantes, entre las generaciones de los poetas. Núñez de Arce ha sido menospreciado por quienes le deben su existencia. Nada más corriente que el renegar los poetas de sus verdaderos progenitores. Los poetas no saben de dónde proceden. No saben ni de dónde vienen ni adónde van. Se figuran una cosa y es otra.

-¿Crees tú, Cervantes, que la poesía sea arte?

-De arte a artificio no va gran trecho. Decir que la poesía es arte, es excluir del dominio de la poesía el sentimiento. ¿Y qué es poesía sin ternura, sin emoción, sin alborozos, sin gemidos, sin lágrimas, sin largos silencios melancólicos durante los que meditamos en los grandes misterios del Universo y el desvanecerse eterno y fatal de las cosas? Ni se puede excluir de la poesía el arte, ni se puede excluir el sentimiento. Nuestro amigo Tirso de Molina ha dicho en su comedia El castigo del Pensequé:

  —115→  

   De «arte amandi» escribió Ovidio,
pero todo es falsedad,
que el amor y la poesía
por arte no satisfacen;
porque los poetas nacen
y el amor amantes cría.



-No, no; ese exclusivismo es imposible aceptarlo.

-La naturaleza sola, no. Tienes razón. La naturaleza sola puede conducirnos a las efusiones sentimentales desarregladas y tumultuosas. El arte solo producirá siempre poesía árida y de cascarilla. La verdadera poesía, que es la poesía interior, no se dará nunca con la exclusividad del artificio. Permíteme, querido Lope, que cite un pasaje de mi Quijote en que he hermanado yo, al hablar de la poesía, el arte y la naturaleza. Dice así: «El natural poeta que se ayudare del arte, será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte quisiere serlo. La razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza, sino perfecciónala. Así que mezclada la naturaleza y el arte, y el arte con la naturaleza, sacarán un perfectísimo poeta.»

-¿Y te figuras tú, amigo Cervantes, que yo no pienso lo mismo?

-Piensas lo mismo, pero a las veces has hecho otra cosa. Tú has llegado a la más alta cumbre de la poesía en aquellas obras en que has realizado la dichosa hermandad. Tú has sido poeta insuperable en las Rimas sacras. ¡Y qué emoción profunda hay, emoción y arte delicadísimo, en la elegía a tu infortunado hijo, elegía que figura en ese libro!

-¡Ah, Cervantes, cuán descarriados van los que abrazan exclusivamente el arte, o sea la técnica, como ahora dicen! ¿Tú me permites que te recuerde yo, a mi vez, lo que dije a propósito de los poetas culteranos? Los culteranos eran los que rechazaban el arte, es decir, el sentimiento, y todo lo fiaban a las puridades del artificio. Hoy podría repetirse de otros poetas análogos lo que yo entonces escribí de ciertos poetas coetáneos míos. Escucha aquellas mis palabras. Me refiero en ellas a cierto encumbrado rimador. «Quiso enriquecer el arte, y aun la lengua, con tales exornaciones y figuras cuales nunca fueron imaginadas ni hasta su tiempo   —116→   vistas... Bien consiguió lo que intentó, a mi juicio, aquello era lo que intentaba; la dificultad está en recibirlo... A muchos ha llevado la novedad hacia este género de poesía y se han engañado, pues en el estilo antiguo, en su vida llegaron a ser poetas, y en el moderno lo son en el mismo día; porque con aquellas trasposiciones, cuatro preceptos y seis voces latinas o frases enfáticas, se hallan levantados a donde ellos mismos no se conocen, ni sé si se entienden.»

La noche va pasando y las estrellitas del cielo parece que, con el silencio, por momentos más intenso, fulgen cada vez más. Lo que sucede es que la soledad, la soledad de la noche -de la noche aun en la gran urbe, no ya en el campo- impone al espíritu una correspondencia más profunda entre nuestra vida perecedera y el signo eternal de las estrellas. Cervantes y Lope van descendiendo con lentitud por los Campos Elíseos. Mañana será otro día y volverán a sus tráfagos cotidianos. De nuevo aletearán en sus cerebros la inquietud, el anhelo por algo que se desconoce, la aprehensión del misterio y el sentido dramático del destino incierto. En el entretanto, gozan de estos instantes dichosos de tregua. ¿Juventud? ¿Vejez? El ritornello del gran problema es eterno. No se podrán librar jamás las generaciones -y menos las generaciones literarias- de plantearse el problema angustioso. La angustia va aquí aparejada a veces, muchas veces, con la hostilidad de los jóvenes hacia los viejos, con el recelo, con el despecho y con el más terrible y vil pecado que aflige a los mortales. Aludo a la envidia. Si entre los hombres no hubiera envidia, los hombres vivirían paradisíacamente. La envidia hierve en el fondo de las revoluciones políticas y la envidia lanza a los jóvenes contra los viejos.

-¡Tú, Cervantes, eras un viejo!

-Sí, Lope, yo era un viejo en el sentido despectivo y deprimente. De viejo me motejó el que imitara mi Quijote. Conmigo llevo siempre una nómina en que están expresados nacimiento y óbito de mis coetáneos. La vas a ver. Tú, Lope, nacistes en 1562 y moristes en 1635. Quevedo nació en 1580 y murió en 1645. Tirso en 1570 y 1648. Góngora en 1564 y 1627. Villegas en 1596 y 1669. Bartolomé Leonardo de Argensola en 1559 y 1633. Lupercio Leonardo de Argensola en 1563 y   —117→   1613. No sé si he cometido algún error. Como ves, todos erais más jóvenes que yo y todos, salvo Lupercio Leonardo de Argensola, finasteis después que yo.

-Tú eras viejo, Cervantes, y ya ves tú lo que hicistes. Tú eras viejo y escribistes el Quijote.

En una clepsidra invisible van cayendo una a una las gotas del tiempo, en esta noche de los Campos Elíseos. Gota tras gota se va formando el mar de nuestra vida, y cuando está formado ese mar -cuarenta, sesenta, ochenta años- un día, inesperadamente, naufragamos en él. Antes de que llegue el naufragio ineluctable, abramos nuestro pecho a la bondad. «Haz bien que para ti haces», dice el refrán. Sólo la bondad, la bondad para todos, la bondad en todas las ocasiones, puede salvarnos.

-La hora de los teatros ha pasado ya. Cervantes. Las luces de aquel teatro que está allá arriba han sido ya apagadas.

-El teatro, Lope, es tu afán.

-Lo fue para ti también, Cervantes.

-Pero yo no comprendí que el teatro es, ante todo, acción.

-Por eso fracasastes. Tus obras, como las de tus coetáneos, anteriores a mí, se perdían en incidentes laterales. La acción principal se desvanecía. La acción principal quedaba también a un lado. Y eso es absurdo. Eso pasa, por ejemplo, en tu comedia La entretenida. Y, sin embargo, ¡qué bonita es esa comedia! Lo es porque tú has tenido, Cervantes, algo que yo con todo mi poder no poseía: el sentido de lo concreto. Ese sentido de lo concreto, es decir, de las cosas, da una vida profunda a tus creaciones.

-La revolución operada por ti, Lope, en el teatro ha consistido en eso. En desprender la acción de todo elemento embarazoso y dejarla limpia y escueta. Si hay incidentes adventicios en tu teatro y en el teatro de tus discípulos, esos incidentes quedan avasallados por la acción central.

-Y lo que pasa en el siglo XVIII, amigo Cervantes, es que, merced al influjo de las ciencias, avivadas en dicho siglo, o sea gracias al mayor sentido de precisión y exactitud que las ciencias aportan, se quiere que la acción en el teatro sea también más que escueta e imperativa. Basta comparar, para verlo, el argumento de   —118→   tu comedia La entretenida y el argumento de El barón de Moratín. Dos obras en que el enredo es análogo. El enredo consiste en un aventurero que se finge distinto del que es para casarse con una rica heredera. No hablemos del influjo francés. Ése es un tópico manido. Esa influencia es lo de menos. Lo de más, en la transformación de que te hablo, es el rigorismo científico que trasciende al arte. Ya ves, una de las comedias de Moratín, El viejo y la niña, hizo vacilar a los actores, después de escuchar su lectura, porque -decían ellos- «no se sufriría en el teatro la sencilla disposición de su fábula».

-Y poco a poco el teatro volvió, con los románticos, a ser lo que fue. Y lo fue por reacción del sentimiento contra la ciencia.

-¡Qué grande es nuestra España!

-¡Qué grande es nuestro arte!

-¡Arte y ambiente!

-Si estuviéramos ahora en un viejo pueblo de nuestra España, oiríamos cantar por las calles al sereno: «¡Sereno, la una!»

-Puesto que es la una marchémonos cada uno a nuestro olivo, nosotros que somos mochuelos castellanos en París.

-¿Qué fórmula es la tuya para la despedida, Lope? La mía es «a más ver».

-Pues la mía es más bonita. No la usa ya nadie, pero es archiespañola. «¡Adiós y veámonos!»

Y se han separado en esta noche limpia al final de los Campos Elíseos dos españoles chapados a la antigua, dos españoles apasionados de literatura española, Roque Santillán y Juan Olías.




ArribaAbajo Entre dos aguas

Dos antiguos amigos -Pepe Grases y Paco Herrero- se topan en París. Grases es actor, y Herrero autor. El encuentro ha sido en la calle. Se sientan Pepe y Paco en la delantera de un café y se disponen a departir cordialmente.

-¿Qué vas a tomar tú, Pepe?

  —119→  

-No paso de Vittel.

-No entro yo más que en Evian.

-Charlaremos «entre dos aguas».

-Estamos en plena primavera y «en abril, aguas mil».

-¡Agua va! No juguemos más del vocablo. ¿Qué te haces en París?

-Me dispongo a regresar a España, y en España formaré compañía.

-No formo yo nada, ni siquiera ilusiones; pero escribo una comedia.

-¿Cómo se titula?

-La vocación de un sastre.

-¿No tendrá nada que ver con Santo y sastre, de Tirso de Molina.

-Ni con la novela de Santos Álvarez La protección de un sastre. La comedia de Tirso es una bellísima comedia.

-Acoto por mía la tuya.

-¿Conoces tú bien el teatro clásico español?

-Lo estoy estudiando. ¿Te gusta a ti el teatro de Cervantes?

-El teatro clásico español es el primero del mundo. Todo en España está por conocer: la literatura clásica, el paisaje, la historia, las costumbres. En la historia hay cosas formidables. Ninguna epopeya supera, por ejemplo, a la de Enrique de las Morenas y Saturnino Martín Cerezo en el sitio de Baler. El valor militar no ha llegado en parte alguna a grado más alto. El teatro de Cervantes me agrada. Pero no es teatro.

-¿Dices que no es teatro? Lo estudio estos días.

-Voy a hacerte una parodia del teatro de Cervantes. Acto primero. Se levanta el telón y nos encontramos con una casa en la solitaria campaña. ¿Es una venta? ¿Es una casa de placer? En la casa vive un matrimonio con dos garridas hijas. Las hijas se llaman Belisa y Filis. Son parecidísimas. El pergenio y la voz las hacen casi idénticas. Pero en tanto que Belisa es de pasta flora, Filis tiene un carácter avinagrado. Doncel apuesto festeja a Belisa. Aparece un mozo de mulas que dialoga chanceramente con Pepa, maritornes insigne. Tercia luego en la conversación Tarugo, arriero. La escena es pintoresca. Cervantes pinta de mano maestra   —120→   estos cuadros populares. Transcurre el tiempo y entramos en conocimiento con un oidor que va de camino y que se detiene en la casa. Tenemos con ello otra escena marginal. El viajero nos cuenta su historia. Va a Sevilla a despedir a un sobrino que pasa a las Indias Occidentales. Otro viajero que acaba de llegar es casualmente amigo de su sobrino. Viene de Sevilla. Vemos, durante unos momentos, y por referencia, la vida coloreada y jovial de la gran Hispalis. Tal vez en esta escena aparece también doña Violante de Mendoza. ¿Y quién es doña Violante? Nos perdemos en conjeturas. El autor no lo dice; pero nos entretiene otro rato con el diálogo de Violante y su criada Marfisa. Nos encanta el realismo de todas estas escenas incidentales. Realismo con matices de suave idealidad romántica. Belisa y Filis aparecen de pronto -ya era hora- entre las incidencias de tanto episodio adventicio. Y la pasión, frenética pasión del amador de Belisa, don Antonio de Olmedo, surge y se desvanece cual un relámpago. Esa pasión debe ser el argumento capital de la obra. Pero esa pasión no logra el autor situarla en el centro de la comedia, y supeditar a ella todos los demás incidentes. Y el tiempo va pasando. A una escena lateral sucede otra. La decoración ha cambiado y nos encontramos con un rey. ¿Quién es este rey? ¿Por qué dice todo lo que va diciendo? La escena vuelve a cambiar, y ahora nos encontrarnos en un rancho de gitanos. ¿Y Belisa? ¿Y don Antonio de Olmedo? Tal es la gracia, la expresión, el relieve y el colorido de todo este cuadro gitanesco, que nos olvidamos de ellos. Pero el público se va fatigando. Y cuando la fatiga va a traducirse en rumores desaprobatorios, termina el acto. ¿Qué pasará en el segundo? Poco más o menos pasará lo que en el primero. El autor se perderá en cuadros adventicios, cuadritos primorosos de costumbres, magistralmente pintados, y la acción capital no parecerá. El espectador no acierta ahora como no acertó en el primer acto a distinguir lo accesorio de lo principal. Porque en el teatro de Cervantes lo accesorio es lo principal y lo principal lo accesorio.

-¡Aplausos de uñas! ¿Y quieres que yo, actor, te diga lo que debió de pasar en esa casa solitaria de la campiña? Pues voy a hacer de Lope de Vega. El concepto   —121→   teatral de Lope y el de Cervantes son antagónicos. El de Lope es dinámico, y el de Cervantes estático. En la obra por ti imaginada, la pasión de Antonio por Belisa se muestra imperativamente desde las primeras escenas. Desde esas primeras escenas el espectador entra de lleno en la obra. No olvides nunca, querido Paco, comediógrafo ilustre, que en toda obra teatral requiérese que el público «entre en la obra» como se dice, desde el primer momento. De otro modo se origina la desorientación, que a la postre es fatal para el autor. En la obra que imaginamos, al final del primer acto, Olmedo ha raptado a su adorada. Con ella a la grupa de su alazán, corre veloz por el campo. La noche es oscurísima. En las tinieblas, a tientas, se ha verificado el rapto. De improviso el caballo cae violentísimamente. Derrúmbase por un precipicio. Antonio de Olmedo recibe herida mortal. La casa de Antonio estaba ya próxima. A ella conducen desvanecido al maltrecho amante. ¿Cuántas horas pasan? ¿Cuánto tiempo está sumido Antonio en lo que Góngora llamó «parasismal sueño profundo»? Al despertar Antonio contempla a su amada. Junto al lecho está ya el sacerdote que ha de bendecir la unión . No ve todavía bien Olmedo. No se da todavía cuenta de las cosas. El sacerdote, celosísimo varón, aprovecha estas primeras luces de la conciencia en Olmedo para casar a los amantes. La novia va envuelta en impenetrables tocas. El telón desciende lentamente.

-¡Aplausos, no de uñas, sino de palmas! Continúa, querido Pepe.

-Bebo un vaso de Vittel.

-Bebo un vaso de Evian.

-La cortina torna a levantarse y nos encontramos con que Antonio de Olmedo ha sufrido una fundamental equivocación. No ha raptado a Belisa, sino a Filis. No se ha traído a la mujer buena, sino a la esquiva. No tiene ante sí al ángel en cantador, sino a la hembra zahareña. La oscuridad y atropellamiento ocasionaron el trueque. ¡Y ya están casados, indisolublemente unidos, Antonio y Filis! ¿Qué va a hacer Antonio de Olmedo ahora? En este acto hay escenas interesantísimas, de alto valor patético. El espectador asiste a ellas dominado por la emoción. Hombre de honor Antonio, lucha   —122→   entre su deber de caballero y su desafecto a esta mujer que es su mujer. Y Belisa, la amada entrañable, está lejos y no será jamás suya. Constantemente tendrá Antonio ante sí, en vez de la bondad innata, el desabrimiento insufrible. Pero, ¿es verdad que Filis va a hacer la desgracia perdurable de Olmedo? A Filis le ha arrastrado su pasión oculta por el galán de su hermana. La sinceridad y fuego de su amor la disculpan. Y aquí, frente al hombre engañado por ella, se encuentra dispuesta a todos los sacrificios. No entro en detalles respecto a lo que va sucediendo en este acto. Eso pregúntaselo a Lope de Vega.

-¿Y el acto tercero?

-Te voy a decir un secreto, Paco. Te lo diré, aunque tú lo tengas olvidado de puro sabido. En toda la obra teatral el acto segundo es de resistencia. Al bajar la cortina en el acto primero, la exposición debe quedar completamente hecha. Ni una tilde de la exposición debe pasar nunca al acto segundo. Y este acto segundo debe ser el desarrollo completo del pensamiento del autor. Los actos terceros no sirven para nada. A un acto tercero se puede oponer siempre otro acto tercero. Acto primero magistral es, por ejemplo, el de García del Castañar, de Rojas, y acto segundo insuperable es el de El acero de Madrid, de Lope. En cambio, fíjate en que casi todos los actos terceros son deplorables. ¡Qué acto tercero tan infeliz el de El trovador, de García Gutiérrez! Es decir, no recuerdo en este momento si es tercero o algo más. En resolución, es acto final. ¡Y qué acto final tan desmañado el de Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch! Un poco de verosimilitud hubiera hecho imposible el acto postrero de El trovador. Y en cuanto a Los amantes, son demasiadas complicaciones horrendas y catastróficas las que nos dan. Lo patético delicado desaparece para dar paso a lo rudamente melodramático. Casi todos los terceros actos de Lope son atropellados y provisionales.

-¡Otra copa de Vittel!

-¡Otra copa de Evian!

-¡Qué admirable es nuestro teatro clásico!

-El anterior a Lope y el posterior.

-Y el romántico. Y el teatro costumbrista de Moratín. Gorostiza, Martínez de la Rosa, Iriarte. Y el teatro   —123→   de don Ramón de la Cruz; don Ramón de la Cruz, no «tripicallero», como le adjetiva Moratín, sino sutil, elegante e independiente. Y el teatro psicológico de Tamayo. Y el universal de Bretón; Bretón, creador, después de Lope, de un mundo propio, y autor único en flexibilidad y riqueza inmensa del idioma. Y el teatro terenciano de Ayala, Serra, Florentino Sanz, Asquerino. Y el teatro neorromántico de Echegaray, Sellés y Cano. Y el teatro esplendoroso que viene luego, con Benavente, los Quintero, Arniches, Linares Rivas y Muñoz Seca. Muñoz Seca, tan injusta y bárbaramente tratado, con estúpido menosprecio que determinara evidentemente su asesinato, puesto que no hubiera sido asesinado a gozar Muñoz Seca del respeto literario a que tenía derecho. Muñoz Seca, posesor de un mundo suyo, que tan sorprendente afinidad guarda con el mundo de Bretón, hasta el punto de que la comedia Muérete y verás, una de las más famosas de Bretón, diríase escrita por Muñoz Seca. En el teatro anterior a Lope, casi completamente ignorado, hay verdaderos tesoros. La misma Numancia, de Cervantes, es maravillosa. Ahí sí que acertó Miguel. En lo que toca a tragedias no debemos tener envidia a los franceses. ¡Qué soberbia la Isabela de Lupercio Leonardo de Argensola! Juan Racine no ha escrito versos más bellos. El monólogo de Isabela en la escena II del acto II es magnífico. Una gran actriz lograría un gran triunfo en ese pasaje. Y no digo nada del diálogo estupendo de Isabela y el rey Alboacen en la escena V de ese mismo acto II:


   Poderoso señor, porque no tenga
ocasión de cansarte tu cautiva
con largos ruegos y prolija renga,
y porque la pasión es excesiva,
a mi triste semblante me remito,
semblante de mujer apenas viva.



-En el siglo XVIII fue tratado injustamente nuestro teatro clásico.

-Y se le desconoce ahora. En sus Orígenes del teatro español, Moratín tiene una apreciación inepta relativa a cierta obra de Cervantes que se ha perdido. Hablando de La batalla naval escribe: «Nada se sabe   —124→   de esta obra, sino el título. Si el argumento que desempeño el poeta fuese, como parece probable, la célebre victoria naval de Lepanto, es de inferir que nuestra literatura no habrá perdido nada en perderla.» Ni más ni menos. Cervantes es el más alto ingenio español. Cervantes peleó en Lepanto. La batalla de Lepanto ha sido decisiva en la suerte de Europa. ¡Ahora figúrate lo que significaría que contáramos con un testimonio auténtico, vívido, artístico de ese momento histórico, debido a la pluma de Cervantes! Cuando no fuera una obra teatral perfecta, sería una soberbia página de historia. Y lo curioso es que modernamente un colector del teatro de Cervantes, Zeda, o sea Francisco Fernández Villegas, al referirse a tal juicio de Moratín no protesta contra él, sino que implícitamente lo da por bueno.

-¡Qué grande es España!

-¡Qué grande el valor del soldado español, grande el panorama de España, grande la literatura española y grande la historia de nuestra patria!

-¡Arriba la copa de Evian!

-¡Arriba la copa de Vittel!

-¡Y que nuestro amor a España sea tan puro y cristalino como estas linfas!

-¡Amén, amén, amén!




ArribaAbajoEl honor castellano

La comitiva llega al pueblo, ya entrada la noche, y rinde viaje en la iglesia. Ha sido erigida la iglesia en los comienzos del siglo XVI y es de orden gótico. Amplia capilla accesoria acaba de ser labrada. Ha costeado la edificación don Gonzalo de Rojas, caballero del hábito de Santiago, doctor en ambos derechos -el canónigo y el civil- por la Universidad de Salamanca y vecino del pueblo. El retablo que se ostenta en el testero de la nueva capilla es magnífico. Lo ha trazado un pintor de la localidad, Juan de Dios Pedroso. Las imágenes del retablo esculpidas han sido en Toledo. Y allá han ido a traerlas -envueltas en blancas sábanas- diez o doce labradores del pueblo, al frente de los cuales estaba Juan de Dios.

  —125→  

A la mañana siguiente, de buena mañana. Juan de Dios Pedroso se ha plantado en el palacio de los Rojas. La casa es venerable y bella. De sillares dorados, ostenta, sobre la puerta, un labrado blasón, y en el centro de la vivienda se abre un ancho patio con galerías de columnas dóricas. Don Gonzalo de Rojas recibe a Juan de Dios afablemente. Dechado de bondad es el caballero. No lo hay más observante de las leyes inflexibles del honor. Pero la inflexibilidad es compatible en su persona con la cautivadora indulgencia. Severo para sí, es laxo, dulcemente laxo, laxo sin llegar a lo vitando, para los demás. Don Gonzalo es viejo. Ha vivido mucho, y en su larga vida ha sufrido amarguras sin cuento. De tantos lances penosos se le ha resentido el corazón. Su faz aparece pálida, y cuando el caballero asciende por las escaleras -naturalmente que en esa edad no hay ascensores- jadea penosamente y se siente fatigado al llegar arriba. Sobre el negro terciopelo de la ropilla resalta lo rojo, rojo encendido, de la cruz de Santiago. Y su barba está en punta, según es de rigor en los letrados. Don Gonzalo no ejerce. Tirso de Molina ha dicho en su comedia Don Gil de las calzas verdes:


    Unos empinabigotes
hay a modo de tenazas,
con que se engoma el letrado
la barba que en punta está.



- Vamos a ver, Juan de Dios -dice el caballero-. Siéntate y dame cuenta de tu viaje.

Los dos interlocutores se sientan: don Gonzalo en un sillón de nogal con respaldo y brazos de terciopelo rojo, y Juan de Dios -guardando las debidas distancias-, ya que no en taburete, que es lo más humilde, sí en una silla. Juan de Dios comienza la relación del viaje. Las imágenes traídas son bellísimas. Vienen San Jorge, San Martín, Santiago, San Pablo y otros santos. La capilla está advocada a Santiago. Y todas las imágenes han sido pagadas a un precio razonable.

-El precio es lo de menos -dice el generoso don Gonzalo-. Si las esculturas son bellas, no es prodigalidad todo de cuanto se pague al artista. Pero dime, Pedroso, ¿no os ha ocurrido nada durante la viajata?

  —126→  

Juan de Dios se rasca la cabeza y se dispone a contestar. El rascarse la cabeza en un labriego o en gente pueblerina es síntoma de titubeo. Pero Juan de Dios, tras una pausa, se decide a desembuchar.

-Como ocurrir, don Gonzalo, algo ha ocurrido...

-Te escucho con interés. ¿Qué ha sido ello?

-Pues ello fue que estábamos comiendo en la cañada de la Perdiz, a la margen de la fuente del Juncal, cuando se nos presentó un caballero.

-Nada de particular tiene eso. El caballero viajaba como vosotros.

-Sí, don Gonzalo, viajaba. Pero el caballero era todo un caballero andante.

-¡Caramba! ¿Cómo es eso?

-Lo que usted oye: un caballero andante, sí, señor. Y lo acompañaba su escudero. El caballero traía armadura, se cubría con una celada y empuñaba un lanzón. Deseó ver las imágenes que estaban liadas en sábanas y habló a propósito de ellas cosas muy bonitas e interesantes. Y el escudero era hombre gracioso, a juzgar por lo que también dijo.

-¡Hola, hola! ¿Sabes, Juan de Dios, que todo eso me parece asaz extraordinario? ¡Ahí es nada, todo un caballero andante, un émulo de Amadís de Gaula, en estos prosaicos tiempos que vivimos! Y dime: ¿bebisteis mucho en la comida ? ¿Qué vino llevabais?

Juan de Dios Pedroso sonríe. La incredulidad del caballero le parece natural. Pero la verdad es la verdad. Pedroso y todos sus compañeros vieron al caballero y con él hablaron.

-¿Vino, don Gonzalo? -replica Pedroso-. Pues verá usted. Compramos un vino excelentísimo de Yepes. Llevábamos dos zaques.

-¿Dos zaques para doce personas? «Tribulación, hermanos, entre dos, tres pollos.» Ahora comprendo que vierais al tal caballero andante. ¿No comprendes, Juan de Dios, que eso no puede ser? ¿No ves que un viandante cualquiera pudo antojárseos un paladín de otras edades? Yepes obró en vosotros. No lo digo en son de censura. Llevabais una jornada trabajosa y habíais de aliviar esos trabajos con algún confortativo. Pero ya se ha dicho, lo dice el refrán, que «vino usado y   —127→   pan mondado ». Vosotros, en esa jornada, cambiasteis, sin duda, de vino, y el vino os traicionó.

-¡No, no, don Gonzalo, yo no estaba chispo, sino sereno, muy sereno, cuando hablé con don Quijote de la Mancha y con Sancho Panza, su escudero!

El caballero sonríe indulgentemente y replica:

-Cálmate, Juan de Dios. No te censuro. Tú y los demás porteadores de las imágenes habéis sido víctimas de una alucinación. El hecho está ocurriendo todos los días. ¿Quién en la vida no es víctima de sus propias imaginaciones? Pero yo te llamo a la realidad y te amonesto cariñosamente para que huyas de vanas quimeras.

Un mes más tarde, don Gonzalo de Rojas recibía con su afabilidad acostumbrada a Baltasara Díez, mujer de Juan de Dios.

-Señor, perdóneme usted -dijo humildemente y entre sollozos la pobre mujer-. No he tenido más remedio que venir a ver a usted. Mi marido está loco. Mi marido se va consumiendo día tras día. Dice que no sabe lo que es la realidad y lo que es el ensueño. Lo que hace todos los días, cree que lo hace soñando. No puede ya trabajar. Ha perdido la fe en la vida. Está desmejoradísimo. Desde el día en que usted lo persuadió de que no había visto lo que él decía haber visto, no vive. Sus días son dolorosos. Si no ve lo que ve, no existirían las obras en que trabaja. Y si no existen, ¿para qué trabajar? Siempre mi marido ha sido un poco lunático. Y ahora el mal se ha agravado. ¡Qué pena, don Gonzalo! La casa, que antes era un paraíso, ahora es un infierno. El dolor de Juan de Dios, sus lamentos, sus increpaciones, nos acongojan a todos. Y prevemos el momento en que esta vida toque a su fin.

En la clepsidra invisible, las gotas de agua han ido cayendo, una a una por millares, a lo largo del tiempo. El tiempo ha pasado inexorable. «Todos somos locos, los unos de los otros», dice el refrán. Y no se ha querido ver que existe un loco, un loco cuerdo, don Quijote, y que para él los demás podemos ser también locos. ¿Quién en la humanidad no adolecerá de un ramo de locura? La locura puede ser venturosa. Venturosa para la propia humanidad. Porque todo lo heroico   —128→   y sabio que se acomete en el mundo participa de la enajenación. Nos sentimos enajenados, héroes y sabios; nos sentimos fuera de nosotros mismos, colocados en un terreno misterioso, el terreno de las grandes cosas extrahumanas, y a esa fuga de nuestra prosaica vida cotidiana debemos las cosas peregrinas que hacemos en el mundo. Pero ¿cuántos ven que la locura no es locura, sino heroicidad o sabiduría?

Diez meses después, don Gonzalo de Rojas regresa a casa en el crepúsculo de la tarde. Viene abatidísimo. Su cara, de pálida ha pasado a ser terrosa. Impone -conmueve e impone- ver a esta noble figura vestida de negro, al pecho la bermeja cruz, caída la cabeza, con la barba en punta sobre el pecho. En su casa espera al caballero un amigo íntimo, que acaba de llegar al pueblo. Al verse uno y otro, se funden en estrecho abrazo. El recién llegado es don Álvaro Tarfe.

-Siéntese, Álvaro; yo me voy a sentar también. El dolor y este achaque del corazón, me rinden. Hoy es un día nefasto para mí. Vengo del cementerio de enterrar a un amigo. Figúrate que este amigo ha muerto de melancolía. Tenía la obsesión de que había fracasado en la vida. Era un hombre candoroso. Y tenía esa obsesíón desde un día que tuvo cierta conversación conmigo. Estaba creído de que había visto un caballero andante. Dijo que se llamaba don Quijote de la Mancha. Yo me esforcé en convencerlo de que había sido víctima de una alucinación. Insistió él; pero, al fin, ante mis razones, se retiró perplejo y confuso. ¡Y ya no tuvo hora tranquila! Comenzó a cavilar, oscilante entre el sueño y la realidad, y poco a poco se fue ahilando, hasta dar el postrer suspiro.

Don Álvaro Tarfe ha escuchado con atención profunda las palabras de su querido amigo. Poco a poco le iba ganando la emoción. Cuando ha tenido que responder, ha dicho:

-¡Qué trágica es a veces la verdad, Gonzalo! En este momento, yo dudo dolorosamente entre decirte la verdad o callar con cariño. No puedo callar. Gonzalo, querido Gonzalo, don Quijote de la Mancha existe. Yo mismo lo he visto. Yo he hablado con él. Yo he visto cómo el alcalde de un lugar firmaba un acta en que se acreditaba su existencia.

  —129→  

Don Gonzalo de Rojas, el noble caballero, ha escuchado estas palabras fatídicas con los ojos muy abiertos. Abiertos por el espanto, el pesar y el remordimiento.

-¡Estoy en lo hondo de un abismo! -ha exclamado con voz trémula y llorosa-. Sí, lo que acabo de escuchar me ha precipitado en un abismo de donde ya no podré salir. ¡He faltado a lo que era norte de toda mi vida! ¡He faltado al honor! ¡He faltado al honor castellano! La base del honor es el respeto. No puede haber civilización sin honor, y no puede haber honor sin respeto. Respeto a la personalidad ajena y a la propia. Respeto a las opiniones de los demás. Respeto a la inteligencia. Respeto a la senectud. Respeto al caído en las luchas de la vida. Respeto a la pobreza. Y respeto a la palabra empeñada. Y a la lealtad. Y a la fidelidad en los demás a un ideal que no es el nuestro. Respeto de los hijos a los padres; respeto a los enfermos; respeto a las personas constituidas en dignidad; respeto a los viejos soldados que han aventurado su vida en la guerra; respeto al escritor que ha trabajado fervorosamente en su arte; respeto a los eclesiásticos; respeto a la mujer infeliz que ha sido burlada. He faltado yo, querido Álvaro, a esos respetos. Una sociedad en que no se guarde el respeto, será siempre una sociedad bárbara. He faltado yo, con la mejor intención del mundo, al honor castellano. ¡Yo, que he querido hacer del honor, el honor de nuestra Castilla, la norma más alta de mi vida! Porque en la Castilla histórica es donde el honor se ha acendrado más y ha llegado a su más alto punto. Sí; yo no he respetado la visión, la creencia, el convencimiento de ese pobre amigo, Juan de Dios Pedroso. Yo, criminalmente, he destruido en él un germen fecundo de vida. Y tal bárbara destrucción le ha ocasionado la muerte.

No puede hablar más el buen caballero. Ha apoyado el codo en el brazo del sillón y ha reclinado la cabeza en la mano. Respiraba penosamente. Sus ojos estaban cerrados. Tras unos momentos de quietud, como don Gonzalo no se moviera, don Álvaro Tarfe, alarmadísimo, le ha levantado suavemente la cabeza. Y la cabeza se ha inclinado pesadamente a un lado con gesto de quien está dormido. Dormido en la eternidad.



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ArribaAbajo La vida en peligro

La cueva está excavada en un recuesto. Y el recuesto se halla en la huerta. Hay en la huerta copia de vegetales. Aquí se ven cuadros de hortalizas, más allá se yergue un grupo de árboles de sombra, a esa otra parte se extiende variedad gustosa de árboles fructíferos, y no faltan las matizadas y olorosas flores. La amenidad del sitio hace en él apacible la estancia. No está lejos el mar. Si el cronista no estuvo nunca en estos parajes -ni leyó sobre ellos relación circunstanciada-, se los imagina a su talante. Y al imaginárselos, pone en su pintura fantasía meridional de España. En España la flora es casi idéntica a la de África. Hablamos de la España del litoral mediterráneo. Y aquí en la huerta y en sus contornos, nos place hallarnos en plena tierra alicantina. De este modo, en tales parajes, podrá verse una huerta feraz, unos terrenos no rompidos, que bajan hasta el mar, y por último una playa extensa, interrumpida a trechos por peñascales, que rememora las playas de Alicante. La cueva es una de tantas cuevas como los alicantinos cavan propincuamente a los pueblos, como, por ejemplo, en Monóvar y Petrel. Se sale de la huerta y se comienza a caminar entre coscojas y sabinas, entre gamones y retamas, entre atochas y tomillos, hasta perderse el caminante en la montaña. Y por la otra banda se desciende suavemente hasta el mar.

El paraje, a tres millas de Argel, es solitario. ¿Y para qué sirve la cueva? No sabemos si subsistirá hoy tal cobijo. En 1577 la cueva sirvió para que se refugiaran en su seno algunos cautivos españoles. Juan, el jardinero, labrador navarro, cultiva la huerta. No transita nadie por aquí. El lugar se encuentra a trasmano. Pueden esperar en la cueva su salvación quienes en ella se oculten. Pero ¿cómo preparar la huída de Argel, la caminata hasta la huerta, la estancia en la cueva y finalmente -y esto es lo más importante- la salvación en un barco? El barco habrá de acercarse a la playa y los cautivos saltarán precipitados y gozosos   —131→   a su bordo. ¡Y hacia la libertad! ¡Y hacia España! Pero para todo esto se necesita una cabeza y un corazón. La cabeza para concertar todos los detalles y el corazón para no desmayar.

Los fugitivos de Argel han llegado a la huerta. Aquí están sentados en la cueva. La cueva es honda, espaciosa, seca, limpia, y puede contener ocho, diez, catorce personas. El momento en que los fugitivos se han visto ya en la cueva, lejos de Argel, ha sido conmovedor. Respiraban al fin. Eran dueños, al fin, de sus acciones. Esta soltura les prestaba momentánea alegría. Han recorrido la huerta en el trecho que va desde su acceso hasta la cueva, y han sentido ligeros y elásticos sus miembros. En la huerta puede meditar un filósofo o versificar un poeta. Su apacible amenidad presta ánimos al soñador. Para el poeta y el filósofo que vayan lentamente paseando por entre la verdura, el tiempo no será nada. Pasará el tiempo sin sentir. Todo será bello a los ojos del descuidado paseante: los cuadros de hortalizas, los árboles frutales, las tablas de flores, la clara fuente que mana de un caño susurrador, el terreno inculto que precede a la playa, la playa misma que baja hasta el mar, y recibe en su planicie el vaivén manso de las olas. Y por encima de todo, el cielo azul, alto y límpido, de esta África litoral, que es el mismo cielo del ibérico litoral alicantino. Pero ¿qué sentirá un cautivo? ¿Qué sentirá un hombre que ha logrado escapar del déspota, que ha llegado a la apartada y solitaria huerta y que se encuentra en trance próximo de salvación? La primera impresión de estos hombres es de contento. Gozan afanosa y voluptuosamente de estos instantes. El tiempo transcurre, la alegría se va disipando y apunta la inquietud. Fomenta tal inquietud la consideración del estrecho en que se ven. Han logrado huir, sí. Han logrado llegar hasta estos parajes, sí. Se hallan aquí, en una huerta solitaria, lejos de Argel, refugiados en una cueva, sí. Pero ¿que va a pasar ahora? ¿De qué modo van a desenvolverse los acontecimientos? Un hombre animoso -que la historia marcará por genio- ha preparado la huída. El hermano de este hombre ha sido rescatado en el presente año de 1577. Ya en España, Rodrigo trabajará para que una embarcación pueda llegar hasta estas playas y   —132→   recoger a los fugitivos. ¿Se cumplirá este proyecto ¿No fallará? ¿No se vendrá todo abajo por causa algo que no se ha podido prever? Y el tiempo que los fugitivos estén en la cueva, ¿de qué modo van a poder alimentarse? ¿Y cuánto va a durar la angustiosa espera? Persona diligente y reservada traerá las vituallas desde Argel. ¿Y no podrán hacer fuego para cocinar? La columna de humo que se elevara sería delatora. ¿Y han de permanecer constantemente en la cueva? Un viandante extraviado podría verlos y denunciarlo si de ella salieren. Peligros que no habían visto al llegar, embriagados por el alborozo, los van viendo presente. Y esos peligros se hacen más pavorosos a medida que pasan los días. La situación, en el transcurso del tiempo, se concreta del modo siguiente: Un grupo de cautivos españoles ha huido de Argel; a estas horas en Argel se ha advertido ya su falta; fuerzas que los buscan han sido puestas en movimiento; los fugitivos se encuentran ocultos en una cueva; han de comer, naturalmente, todos los días; trae los bastimentos un mensajero que viene de Argel. ¿Es de fiar en absoluto ese mensajero? ¿Y habrá logrado equiparse un barco que arribe a la playa? ¿Y podrá arrimar a la costa esta embarcación sin que nadie lo advierta? La empresa es ardua. Todo parecía antes hacedero y todo semeja ahora que pende de un hilo quebradizo. Y aquí están en la cueva, frente al mar, los cuitados cautivos. La vida en la cueva es monótona. El vocablo desesperante no sería inadecuado. Los días van pasando con lentitud congojosa. Y sucede que como no ocurre nada en esos días, esos días son despaciosos en su tránsito, pero luego de pasados dejan en la sensibilidad la sensación de que han durado un solo instante. La zozobra dolorosa es perpetua. Por fortuna, de cuando en cuando, aparece el tramador de la fuga, es decir, un «tal de Saavedra», como él mismo se ha llamado. Le ve un vigía llegar desde lejos y todos se reaniman súbitamente. En lámpara próxima a extinguirse acaba de chorrear una alcuza porción vivificante de aceite. Miguel es entero y alentador. Hay en toda su persona algo que pone sosiego en quien, conturbado, le mira y le escucha. Miguel de Cervantes Saavedra, cautivo en Argel, abraza cariñosamente a todos. Todos le   —133→   rodean y recogen ávidamente y en silencio sus palabras.

-Vamos a ver, Pablo, ¿qué le pasa a usted? -le dice a un cautivo que gime y llora-. No me gusta que se acoquine usted. Eso no debe hacerlo un español. ¡Ánimo! ¡Confianza en Dios! ¿Y usted, González? ¿Por qué pasa usted los días, según me dicen, desocupado, jadeante por sus cuitas, sin salir a dar un paseo? ¿Y usted, Madueño? ¿Qué es eso de entregarse a la desesperanza? Pueden ustedes salir por la huerta. No sucede nada. Todo se cumplirá bien. Vendrá un barco, nos recogerá a todos y llegaremos felizmente a nuestra España.

Y cuando Miguel de Cervantes Saavedra se marcha, todos le siguen con la mirada, hasta que desaparece tras una loma. Su estancia breve en la huerta ha alimentado la serenidad para unos días. Pero ¿Cervantes va y vuelve o está aquí también perenne? Lo mismo da. Lo importante es el espíritu maravilloso de este hombre sin par.

El lector que no haya vivido en peligro unos días, unos meses o unos años, no podrá imaginar fácilmente cuál es el estado de la sensibilidad en ese tiempo. La vida se hace más sutil. No pensamos en nada que sea ajeno a la situación en que nos hallamos. Ni podemos leer, ni podríamos escribir. Al menos no podríamos escribir sin hacer un esfuerzo penoso y sin que alguien nos de una inyección de esperanza. El tiempo se transforma. Es más tenue el tiempo. En estas situaciones, un pormenor que antes no tenía importancia, la tiene considerable. En todo se ve ocasión de complicaciones peligrosas. No sabe el hombre dónde se teje su destino. Seguramente en lo que Saavedra Fajardo llama «los telares de la eternidad». Pero es lo cierto que para el que vive en peligro todo se concatena funestamente. En la apacibilidad de la vida ordinaria, un desastre aparece aislado y pronto se repara. En estas situaciones de espera trágica, los desastres suceden a los desastres. Una dificultad llama a otra dificultad. Con la sucesión de congojas llegamos a vivir una vida en el estiaje más bajo de la vitalidad. Y al final, cuando las aflicciones se acumulan sobre el doliente, advertimos que en el fondo de nuestra alma renunciamos ya a   —134→   todo: al mundo, a los recuerdos dilectos, a los libros, a los paisajes, a la libertad, a la vida. «Última filosofía, conformarse con todo lo que viniere», decía Antonio Pérez, abrumado por las persecuciones.

Pero ¿ha aparecido en el horizonte, sobre la llanura azul del mar, una vela blanca? ¿Está ya a la vista nuestra liberación? Atalayando entre los árboles se encuentra un vigía. No, no es el barco que ha de salvarnos. La vela blanca desaparece en el horizonte. La congoja torna a los cautivos. Pero aquí llega Miguel.

-¡Ánimo, amigos queridos! ¡Esperanzas! ¡Dios está con nosotros! ¿Qué es eso de amilanarse? ¡Que no vea yo esas caras compungidas! Y no hay que estar quietos. Cuando se está inactivo, un grano de arena parece un monte. Hay que ocuparse en algo para olvidar. Observad las plantas, jardinad un poco, coged insectos, coleccionad piedras, medid la distancia que hay de un punto a otro, cazad pájaros para soltarlos luego y proporcionarles la alegría que nosotros ansiamos de la liberación. ¡Y siempre en alto los corazones! ¡La libertad está ya próxima!

¡Ay, la libertad no estaba próxima! Y esta segunda tentativa de Cervantes para libertar a sus compatriotas había de malograrse cual la primera. El castigo será terrible. Pero Cervantes, heroico, toma sobre sí todas las responsabilidades de la fracasada empresa.




ArribaAbajoLo irregular

Don Ramón Menéndez Pidal ha esclarecido las causas determinantes de la creación artística en Cervantes. De hoy en adelante sabremos a qué atenernos; el maestro ha expuesto sus observaciones en un librito accesible a todos: De Cervantes y Lope de Vega. Se contrae Menéndez Pidal a la génesis del Quijote; pero su teoría puede ser aplicada a toda la obra cervantina. Cervantes ha estado sujeto, desde el primer instante de su vida, a lo irregular. Nace en una familia pobre; se vive al día; apremian las deudas; no se cumple lo que se ha prometido; no llega lo que se esperaba; se anda en altercaciones con los curiales; se llega a conocer   —135→   la cárcel; los procesos agobian; ocurre un accidente en la familia y no se tiene el amparo de nadie; se está mal en un sitio, y hay que trasladarse a otro; se está también angustiosamente aquí, y es preciso buscar otro acomodo; se espera de un momento a otro que cesen los apuros, por algo en que se ha puesto suprema esperanza, y ese algo no se produce, como no se ha producido antes lo que también, con menos fundamento, se aguardaba. Cervantes ha visto continuado en su persona el sino familiar: ha fracasado constantemente en la vida. No se ha correspondido a su comportamiento en Lepanto; ha estado en un tris el perderlo todo definitivamente; ha sido llevado como esclavo a Constantinopla; se ha visto antes, en sus malogros de evasión, cerca de la muerte; no le dan ningún destino descansado y honroso en España; no se atiende a su petición de que se le confiera un cargo en Indias; se casa infelizmente en un pueblo; vive lo más del tiempo separado de su mujer; se ve alcanzado por la quiebra de un banquero; no puede rendir cuentas a satisfacción de quien se las pide; le procesan y lo encarcelan; le ocurre un lance terrible en Valladolid; un libro suyo se vende, y todos lo aplauden; pero apenas le da dinero; ha representado antaño unas comedias, y ahora no quiere nadie estrenar algunas que ha escrito; las tiene que vender a un librero por algunas monedas; unos compañeros de quienes esperaba un empleo, no le cumplen sus promesas; le corresponden con la más negra ingratitud; es ya viejo, y no quiere de él nadie. Y en su casa, una casa «antigua y lóbrega», aquí en Madrid, medita, ya en el umbral de la muerte, en su triste sino. Escribe entonces la página más tenue, más fina, más delicada que ha salido en toda su vida de su pluma.

Cervantes es apasionado de la lectura; pero no tiene tiempo de leer; no tiene tampoco posibles para comprar los libros que él quisiera. En ultimo término, no necesita esos libros; con la vida tiene bastante. Y en este punto volvemos al maestro: Menéndez Pidal. Cervantes ha leído al azar, al azar de su vida toda, un cuadernito titulado Entremés de los romances; aquí está en germen el futuro libro: el Quijote. Si Cervantes no hubiera leído este librejo, ¿se hubiera producido el Quijote? Acaso no, y acaso sí. Nos inclinamos   —136→   más bien por la negativa. La lectura, en hombres que no leen de asiento y continuamente, como Cervantes, tiene una intensidad que no alcanza en los lectores ya con la sensibilidad embotada por tantos libros. La lectura que Cervantes ha hecho de esta popular producción habrá entrado en su ser de un modo profundo; habrá ido Cervantes dando vueltas a lo leído en sus caminatas por España, en las posadas, en las calles, en los pueblos. Conocemos estas obsesiones literarias por quienes, como Gustavo Flaubert, se han dado en cuerpo y alma a la creación artística. En este caso, como observa Menéndez Pidal, el ambiente estaba en consonancia con lo leído. Pero, además, el ambiente social venía a reforzarlo el propio ambiente que, desde niño, llevaba en sí, en lo más íntimo de su persona, el propio Cervantes. Todos estos personajes que Cervantes admira en los romances y en los libros de caballerías están como él sujetos a lo irregular; todos persiguen un imposible; todos bordean lo ilícito; todos ven, cuando menos lo esperaban -o esperándolo-, fracasados sus ensueños. No se ha reparado en la instintiva simpatía de Cervantes por los tipos que viven en lo irregular: los galeotes, Roque Guinart y su gente. Monipodio y su grey. Cervantes se siente más cerca de estos hombres que de los complacidos por la fortuna. La pintura del patio de Monipodio, tan limpio, tan ordenado, con sus concurrentes atenidos a una estrecha observancia, es sintomática. Cervantes, al propio tiempo que es fuerte intelectualmente, se siente débil en lo social y en lo económico. Ha de cohonestar su propensión a lo irregular, con afirmaciones en sentido contrario. No nos explicamos bien su exaltación hiperbólica, en sitios donde no procedía, de quien ha expulsado a los moriscos. Ni corresponde su adhesión fervorosa a personajes notorios con la mezquina ayuda que los tales le prestan. En su retiro definitivo, Cervantes lleva todavía -y tal vez con mayor intensidad- el germen que en él pusiera antaño esta lectura de que nos habla tan concluyentemente don Ramón Menéndez Pidal: es ahora Cervantes tan irregular como esos personajes de romances y de novelas con quienes él instintivamente, ha emparentado desde el primer momento de su azaroso vivir.



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ArribaAbajoCervantes, irreductible

Comencemos por imaginarnos a Cervantes: Cervantes en un momento dado y en un lugar dado. ¿Y cuál ese momento y cuál ese lugar? Sin duda, Cervantes, en la declinación de la vida, ya desengañado de muchas cosas que constituyeron su ilusión; Cervantes meditativo, abstraído, como fuera del mundo, como ajeno al tiempo y como ajeno al espacio. ¿Y dónde? ¿En Madrid? ¿En Sevilla? ¿En Esquivias? Cervantes ha pintado con singular complacencia, con vivo gusto, un patio sevillano: en ese patio Cervantes ha dispuesto una minuta, la minuta de un almuerzo. Hemos de enumerar los manjares; unas tajadas de bacalao frito. (Entre paréntesis diremos que en Sevilla el bacalao debía de ser delicioso y debía de estar magistralmente frito. Agustín de Rojas nos dice en su Viaje entretenido que en Sevilla compró una tajada de bacalao, «que lo había muy bueno».) Continuamos con queso de Flandes, con aceitunas, con camarones y con cangrejos, con «alcaparrones ahogados en pimientos» y con blanco pan. Nos olvidábamos de las naranjas. Cervantes nos dice que este patio era limpísimo: estaba pavimentado con baldosines rojos; tan aljofifado que parecía de brillante, «verter carmín de lo más fino». Y no será temeridad hacer que Cervantes, en estos momentos de su vida, esté en tal patio, ahora momentáneamente desalojado por sus moradores; Cervantes, con calma, reposadamente, estará almorzando con este yantar que hemos dicho y que el propio Cervantes ha ideado. ¿Y no será su gesto un poco triste? ¿Y no veremos en éste su reposo como una suave desgana de la vida? El Quijote ha sido ya publicado. No se nos diga que en estos días, publicado ya el Quijote, Cervantes no puede estar en Sevilla: Cervantes estará donde lo imaginemos. La obra ha comenzado ya a caminar por el mundo; cualesquiera que hayan sido sus comienzos, el rumbo va a ser otro. ¿Han sido sus comienzos los de una obra de burlas? ¿Ha sido el humor festivo lo que se admira en el Quijote? Lo mismo nos   —138→   da: igual nos da que haya sido una interpretación que otra. No podía, desde luego, verse en el Quijote lo trascendental que ahora vemos. Pero el debate, el gran debate, ha comenzado: y eso es lo importante. En él, la mesa del mundo, queda sobre el tapete, para la discusión, un libro: el Quijote. Vamos, pues, a discutir. Estaremos discutiendo en tanto discurran los siglos.

¿Aliento o desesperanza? ¿Idealidad o realidad? ¿Don Quijote o Sancho? ¿Sentido oculto o manifiesto? ¿Secreto o no secreto? El debate puede continuar. Unos dicen una cosa y otros dicen otra. La obra es tan resistente que lo soporta todo. En tanto que la discusión es más apasionada, vemos, idealmente, a Cervantes en su patio, un patio con baldosines de carmín, que con gesto tranquilo, cansado, va comiendo de este yantar imaginado por él; no le interrumpamos; seamos nosotros sin su participación, quienes debatamos. Argumentos para la decadencia podemos hallarlos; los hallan, en el Quijote, quienes ven en el Quijote un libro sintomático de decadencia: la decadencia de España en el siglo XVII. Argumentos para el aliento los encuentran en el Quijote quienes consideran que el Quijote añade idealidad a la denostación de los libros de la idealidad: precisamente los libros de caballerías que el autor se propone aniquilar. Y si el Quijote es una obra de arte, de supremo arte -no lo puede eso dudar nadie-, ¿es que el arte, sea el que sea, no afina la sensibilidad? ¿Es que la obra de arte, tenga la tendencia que tenga, no nos hace mejores con la visión, la sensación de la belleza? ¡Qué nos importan las aventuras de Ulises? Ulises podrá conocer durante diez años unas u otras gentes; lo que nos importa, lo que se nos entra en el alma, es la belleza, profunda, melancólica a veces, de ese divagar, sin tino, por el inmenso piélago. El debate, tratándose del Quijote sobre la decadencia o el esplendor, se resuelve, en suma, en lo bello que lo sintetiza todo. ¿Decadencia? ¿Vitalidad? En este momento lo abandonamos todo. Ni importa una cosa ni otra. Nos habéis reducido a un terreno más íntimo, y a él vamos con gusto. Cervantes es reducido en el terreno de la decadencia y el de la vitalidad, y pasa a otro en que va a ser irreductible. Y ese otro   —139→   es el de los momentos: los momentos que forman, con su brevedad, con su fugacidad, la trama consistente de la vida. En esos momentos que nos pinta Cervantes en el Quijote reside el mayor encanto de la obra; esos momentos los podemos elegir nosotros para nuestro consuelo, para nuestro aliento, para nuestra confortación. Y todo eso en la ocasión que lo deseemos. El Quijote está lleno de esos momentos ideales. Por ejemplo: en el palacio de los duques, don Quijote se ha retirado a su aposento; en ese aposento hay una cama, y debe de haber un escritorio o mesa, puesto que, como es de noche, un candelero con dos velas alumbra la estancia. El cuarto da a un jardín que se ve por una ventana. Le ha ocurrido en esta estancia a don Quijote la aventura del gateamiento: ese gateamiento significa que un gato, entre otros gatos, ha mordido con furia la cara del caballero. Cinco días ha estado en cama don Quijote de resulta de las heridas. Los duques, imaginadores de esta burla, están «pesarosos». ¿Qué va a hacer don Quijote en cuanto se encuentre sano? ¿Alegará un pretexto y se despedirá, fríamente, de los duques? ¿O bien lo perdonará todo y continuará tan amable como siempre? Momento decisivo; momento que nos invita a la meditación. Como nos invita también otro momento: va transcurriendo la noche; durante el día se ha practicado en el monte la caza; han cazado los duques y don Quijote. Ahora se presenta una temerosa aventura. «¿Esperará vuestra merced, señor don Quijote, lo que se anuncia?» -pregunta el duque-. Y responde el caballero: «¡Pues no! Aquí esperaré intrépido y fuerte.» En una situación angustiosa, ¿qué es lo que haremos nosotros? ¿No nos invitará también este momento a la reflexión? ¿No nos alentará? ¿No nos infundirá esperanzas y fortaleza? ¡Y cuántos otros momentos pudiéramos citar en el Quijote! Situado Cervantes en este terreno, es verdaderamente irreductible. Independientemente de la acción, Cervantes ha creado en su obra unos momentos en que la vitalidad es profunda. No dicen nada esos momentos y lo dicen todo. Y cuando leemos el Quijote, ¿para qué queremos pensar en si encierra la obra un germen de decadencia o un fermento de fuerza? Nos refugiamos en   —140→   el último de los terrenos en el cual Cervantes llega a lo irreductible.

(Y hay otra cosa: en oposición al mundo, rápido, vertiginoso, de Lope de Vega, el Quijote nos da, terapéuticamente, una sensación de reposo.)




ArribaAbajoDeprecación a Miguel

Miguel: vienes de Esquivias y te encaminas a Madrid; hago contigo el mismo viaje; nos hemos encontrado hace poco en un olivar; descansamos ahora unos momentos en esta casa de un labrador. La casa es blanca y limpia; tú estás sentado junto a una cama de bancos y cuatro anchas tablas; como ésta has descrito tú alguna en la primera parte de tu libro, de tu gran libro; estás sentado en un sillón de moscovia -el labrador es rico-, y en una mesa, al alcance de tu mano, reposa un cántaro rojizo, de líneas sencillas y puras, y a su lado, un vaso. Ni Miguel Ángel, ni Berruguete, ni Rodin, con todo su genio, podrían variar, embelleciéndola, la forma de este cántaro humilde.

Tienes sed, Miguel; tienes mucha sed; toda el agua del Henares, tu río nativo, el río de tu ciudad nativa, no bastaría para aplacar tu sed. (Digo estas cosas entre mí; nos une a Miguel y a mí larga y cordial amistad; digo entre mí estas cosas, en tanto que le tomo el pulso y que nos miramos de hito en hito atentamente; soy el médico de la casa; pero no ando en mula con gualdrapa por las calles, ni entro en los zaguanes a orinar cuando de ello siento gana, ni llevo en el índice un sortijón con topacio o esmeralda, ni, en suma, soy un facultativo de los que pintan Tirso de Molina, Quevedo y compañía.) Estás, Miguel, un poco pensativo, absorto. ¿En qué piensas? ¿Acaso en la fatiga del camino? Has trabajado y sentido tanto, que te rinde un cansancio profundo. No alargues la mano tantas veces al vaso; haz un esfuerzo para reprimir tu sed. Lo que a ti te ha rendido es, más que el trabajo, la emoción. ¡Cuántas y cuán variadas, y cuán hondas tus sensaciones a lo largo de tu vida! Tú, Miguel, has pasado la vida en los caminos; conoces las ventas solitarias y   —141→   los mesones de los pueblos. Has estado en Italia, en el mar, en Argel y en la Mancha, que es otro mar. La emoción -fíjate lo que te digo, Miguel-, la emoción, la intensa emoción en que condensa prodigiosamente el tiempo, tú la has sentido como no la ha sentido Lope, ni la ha sentido nadie. ¿Cómo no ha de estar titubeante ahora tu corazón? Una vida de intensas emociones se paga al cabo; es como una factura que hay que saldar, y tú la estás saldando ahora. ¡Qué lejanos los días felices de. Italia, y los de Lepanto, y los angustiosos de Argel! Deja que te ponga cariñosamente la mano en el hombro -soy tu médico- y que te diga despacio, con voz solemne: Quien ha hecho lo que tú en Lepanto, y quien ha tenido como tú en Argel, para el prójimo, la abnegación que tú tuviste, abnegación peligrosísima, larga y constante, ha escrito en la historia de la humanidad la más bella página. Bello es tu libro, Miguel. Pero ¿tú crees -ni podrá creer nadie- que es más bello que tu propia vida?

Dejo tu mano, Miguel, después de haberte tomado el pulso y te aseguro que puedes estar tranquilo; el pulso está, sí, un poquito intercadente; llegarás a Madrid y allí encontrarás tranquilidad. Tú has dicho que tu casa es «antigua y lóbrega»; en esa penumbra reposará mejor tu espíritu. De tarde en tarde, para tu seguridad, vendrá de Toledo, enviado por el arzobispo y cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas, un recadero a visitarte... No insisto, Miguel, sobre esta parte de tu vida: es el lado doloroso de todos los artistas. De los artistas puros, desinteresados, como los que trabajan para formar el ambiente moral en que una nación ha de desenvolverse. ¡Y si fuera sólo la pobreza, Miguel! No quiero dejar de decirte que he leído recientemente -leído una vez más- que tu libro es un libro de decadencia, un libro enervador. ¿Acaso saben lo que es tu libro, lo que es una gran obra de arte, los que tal dicen? En todo gran libro hay dos cosas: el texto y el ambiente que se ha ido formando en torno a ese texto; el arte puro es cosa tan peregrina, que uno puede ser el texto y otro el ambiente. Lo que realmente nos hechiza en un libro es esa atmósfera que lectores y lectores, generaciones y generaciones, sensibilidades y sensibilidades han creado en torno al libro. Y el ambiente   —142→   moral de tu libro, Miguel, yo lo afirmo rotundamente, es de humanidad, de honda humanidad, de confortación anímica, de esperanza y de consuelo. Cuando, estando afligidos, combatidos por la adversidad, rendidos por el dolor, leemos unas páginas de tu libro, nos sentimos al punto fortalecidos y alentados. ¿Y es todo eso decadencia y enervación?

Vamos, Miguel; nos están llamando; ha llegado el momento de reanudar nuestro viaje, el viaje a Madrid y el viaje de la vida. ¡En marcha, pues!