Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoEn 1605

Un hombre traspone los umbrales de una casa; se encuentra la casa en las afueras de la ciudad, lindando con el campo. El Pisuerga cae al otro lado. El hombre anda con paso un tanto incierto, como muy fatigado; sus ojos son alegres y sus barbas rojizas, con hebras blancas; los bigotes, gruesos y caídos, ocultan la comisura de los labios. En la casa hay un zaguán rebozado de blanco, con un zócalo gris; al fondo se ve una puerta. Llama el hombre a esa puerta y gritan desde arriba: «¿Quién es?» El hombre contesta: «¡Gente de paz!» Conocen la voz y tiran de un cordel que levanta el pestillo; asciende lentamente el hombre, con su gesto de cansancio, por una escalera labrada entre blancos tabiques, solados los peldaños de azulejos rojos. Al entrar este hombre en la casa deja atrás el mundo; quedan lejos, por dos o tres horas, las agrias disputas familiares, los reproches, los enconos de los compañeros, las solapadas envidias, el continuo desasosiego, la baraúnda del hogar propio, hogar en cuyos bajos hay una taberna, y cuyos cuartos vecinos, arriba y abajo, están ocupados por gente murmuradora y dicaz.

El hombre va subiendo por la estrecha escalera blanca; no es caballero; no tiene don; a su nombre se acopla un señor, un vulgar señor, como ahora lo hacemos con el arcador, el regatón, el pellejero, el hortelano, y así decimos el señor Juan, o el señor Bernardo, o el señor Tomás, o el señor Vicente. En lo alto de la escalera se abre un reducido recibimiento, desnudo de muebles;   —143→   franquease una puerta, a la izquierda, y se penetra en una sala con balcones a la calle, donde se ve una cómoda con una Dolorosa, bajo fanal; dos candelabros con velas medio consumidas, un sofá y unas sillas de enea. De la sala se pasa a otro corredor y se entra en la cocina: limpia, resplandeciente en su pobreza, con platos blancos y con orcitas para las alcamonías, que, por las mañanas, cuando penetra el sol naciente, reflejan sus rayos en las vidriadas rotundidades. Y ya de la cocina el hombre que acaba de llegar, como llega casi todas las tardes, entra en un cuartito con ventana que mira al campo. Junto a la ventana hay una mesa y en la mesa recado de escribir. Pero para atalayar el campo es preciso quitar el encerado que encierra el vano de la ventana. Se sienta el hombre en una silla, ante la mesa, después de haber quitado el blanco lienzo de la ventana, y permanece un rato absorto, contemplando los verdes árboles, el cielo azul y las nubes blancas. En el silencio, un silencio que nuestro personaje llamaría maravilloso, todas estas cosas, la Naturaleza entera, el mismo mundo interior -el de las sensaciones y las ideas-, cobran un realce extraordinario, propicio al goce puro y a la creación artística.

En la casa vive una anciana sexagenaria, a quien el hombre ha conocido hace muchos años; viene aquí el hombre a gozar de un descanso que no puede lograr en su propia casa; descanso para restaurar sus ánimos decaídos y descanso para escribir. En la mesa tiene el ejemplar de un libro suyo que acaba de publicarse en Madrid; se lo han enviado con un cosario. Como ocurría antiguamente y ocurre también ahora, antes de ponerse a la venta el libro han corrido entre los curiosos algunos ejemplares, ya regalados por el editor, o ya por el mismo autor. Algún compañero del autor ha hablado detestablemente del libro; para eso precisamente es compañero. Otros lo encuentran entretenido. No le preocupa al autor la suerte del libro; lo mismo da que, para el vulgo, sea una u otra. No será, en todo caso, peor que su suerte. Pobre y postergado, ¿qué puede él esperar de nadie? La Corte reside ahora en esta ciudad; pero llegar hasta el rey quien no es caballero, como no lo es nuestro hombre, es cosa imposible.   —144→   Pidió antaño pasar a Indias a buscarse la vida, y le contestaron desdeñosamente.

Todo se acaba en el mundo; todo tiene su aumento y su declinación: los grandes imperios lo mismo que las cosas minúsculas. Van a terminar estas horas de tregua que nuestro personaje se toma en esta casa; la anciana, llamada por sus hijos, ha de marchar, al amanecer del día siguiente, a una ciudad lejana. Y aquí tiene nuestro hombre uno de esos acabamientos descritos por él, que nos llenan de melancolía. Diríase que toda la melancólica poesía de este hombre, dulce melancolía, se cifra en las despedidas: ya es un caballero que hemos conocido en una venta y que en el cruce de un camino se despide de nosotros para no volvernos a ver; ya es un estudiante que ha divertido a todos con su enajenación, que recobra el juicio y que se va fuera de España para que no sepamos tampoco ya más de él; ya es una bella mora que, convertida, viene a España, pierde sus riquezas cuantiosas y entra en una vida de humildad que, asimismo, ignoramos.

El hombre extiende sobre la mesa un pañuelo rameado y coloca en su centro el libro, un tintero de bolsillo, varias plumas y un rimero de blancos folios; después ata las cuatro puntas del pañuelo. Ha llegado la hora de la despedida.

-¡Ya vendrán mejores tiempos, señor Miguel! -exclama la anciana.

-Y si no vienen -replica Miguel-, ¿qué le vamos a hacer?

A seguida quiere paliar el hombre la tristeza de la despedida con una frase jovial, y no se le ocurre nada. Se acuerda de sus días de Italia, felicísimos días, y dice, sonriendo:

-Lasciamo andare questo.

Dejemos que ruede el mundo y tratemos de olvidar nuestras cuitas. Con el envoltorio en la mano, Miguel comienza a bajar lentamente la escalerita blanca con peldaños bermejos.



  —145→  

ArribaAbajoEl otro yo

Cervantes cuenta la historia de cierto enajenado que se creía de vidrio; evitaba los encontronazos por miedo de verse reducido a añicos; dormía en los pajares, sumido hasta el cuello en la blanca paja; era agudo y discreto; había estudiado en Salamanca Derecho y Letras; encantaba a todos por sus dichos de hombre sacudido y chancero; recobró la razón; la gente, decepcionada, le seguía a todas partes, no persuadida de que el nuevo hombre, ya cuerdo, fuera el antiguo, loco chistoso; al fin, cansado, hubo de abandonar España; guerreó en Flandes. Hasta aquí la historia cervantina.

Guerreando en Flandes, nuestro personaje recibió una grave herida en la cabeza que le dañó el cerebro; tardó mucho en convalecer y quedó en un estado oscilante entre el ensueño y la realidad; padecía también frecuentes amnesias. Su carácter era manso; no tenía jamás ni gestos airados, ni palabras acerbas. Vivía de pupilo con una familia que le había cedido un aposento; el marido era tejedor y la mujer labrandera. En tanto que el ruido del telar sonaba acompasado, él, en su cuartito, aquí en Amberes, se entregaba a sus meditaciones. A veces le daban trabajo, como corrector de pruebas, en una imprenta de las que en Amberes estampaban libros en castellano.

La lanzadera del telar iba y venía, la aguja traspasaba y volvía a traspasar el lienzo, y las pruebas de imprenta se iban llenando de signos convencionales en sus márgenes. El silencio y la paz reinaban en la casa; pero una íntima congoja oprimía a veces a nuestro hombre. ¿Soñaba él o estaba despierto? ¿Se encontraba en Amberes o en Valladolid? La patria estaba lejos; no podía volver a ella; a la patria tornaba siempre su desvariado pensamiento. A la patria y a los días en que, por paradoja, perdida la razón, poseía más razón que ahora. El pie del tejedor apretaba la cárcola y se producía, con el ir y venir de la lanzadera, un ruidito rítmico en la casa. Comía nuestro hombre alguna vez en un bodegón cercano; un día, al ir a comer, encontró   —146→   a un compatriota que acababa de llegar de España; comieron juntos en una misma mesa. El día estaba tristón; la niebla lo envolvía todo; el cielo era bajo y plomizo; luz cenicienta, luz opaca; luz que por contraste recordaba la esplendente luz de España, iluminaba difusamente las cosas. El ánimo proclive a la taciturnidad, se apenaba extremadamente en estos días; ese era el caso de nuestro amigo. Envuelto en la niebla e imbuido de tristeza, no sabía ya él nada a punto fijo de su propia existencia; no acertaba a decir si existía o no, si era cuerpo material o puro espíritu.

Durante la comida hablaron, naturalmente, de España. El español llegado de allá conocía todas las poblaciones en que había estado su compañero: Salamanca, Valladolid, Antequera, Cartagena, Málaga. Cuando llegaron a evocar la hoya de Málaga, vista desde un altozano, tuvo nuestro amigo un momento de emoción: colores, olores, trinos de pájaros, verde de frondas, azul purísimo, temperatura clemente en invierno, todo, en fin, se le representaba en un instante, allí en el ahumado y lóbrego bodegón de la lejana ciudad anegada en la niebla.

-Y Valladolid, ¿le gusta a usted? -le preguntó el forastero.

-Lo que más me gusta de España; me gusta la capital y me gustan los pueblos; todos son bonitos y todos encierran un recuerdo histórico. Valladolid lo tengo en el corazón; no puedo olvidar ni el Pisuerga ni la Esgueva. ¿Sabe usted si existe todavía la posada de las Ánimas, en la Rinconada?

-¿Cómo no he de saberlo? En esa posada he parado yo.

-¿Está todavía de posadera Margarita la tordesillana?

-No; ahora ocupa su puesto María la de Nava del Rey; Margarita se retiró y se fue a su pueblo; yo no la he conocido; pero oí hablar de ella.

La comida transcurría plácidamente. El forastero había bebido mucho. Se encontraba, si no beodo, en ese estado medio entre la lucidez y la ebriedad que el vulgo denomina chirlomirlo. El humo de la cocina se había colado en el comedor; la niebla de la calle tenía un complemento en este humazo que prestaba irrealidad   —147→   a las cosas y a las personas. Diríase que aquella mañana todo era ensueño.

-Margarita -dijo nuestro personaje tras larga pausa- era hacendosa y diligente; pero tenía algunas rarezas.

-Para rarezas -repuso el amigo- la que yo he visto en Valladolid; figúrese usted que allí he visto un hombre que dice que es de vidrio y que a cada momento teme que le quiebren con algún envión.

Nuestro personaje se puso a reír estrepitosamente; hacía mucho tiempo que no reía. Ya de buen humor, preguntó, al mismo tiempo que se erguía y miraba cara a cara a su nuevo amigo

-¿Conocería usted a ese personaje de vidrio si lo tuviera delante?

-¿Cómo no, si vivía en la misma posada de las Ánimas en que yo vivía?

-¿Cuánto tiempo hace que salió usted de España? -preguntó, ya ceñudo, ya ensombrecido nuestro amigo. -De Valladolid he venido derechamente a Amberes, pasando por París; cuando yo salí de Valladolid, allí quedaba el hombre de vidrio.

De pronto, nuestro amigo puso su cabeza entre las manos y apoyó los codos en la mesa. Comenzó a llorar como un niño. Sí, él no era él; mejor dicho, el hombre de Valladolid era un trasunto suyo; él no estaba realmente en Amberes, sino en Valladolid. No, no se trataba de un imitador. Retenido corporalmente en Amberes, su amor a España le restituía espiritualmente a Valladolid. Sufría en aquellos momentos una angustia indecible. El recién llegado de España, en la turbiedad de su borrachez, viéndole llorar, atribuía el llanto a uno de esos súbitos enternecimientos de beodo y reía a carcajadas.




ArribaAbajoLa noche del 23

No olvidaré nunca la noche del 23 de abril; el 23 de abril estaba yo en la Mancha; era yo huésped, en la finca de Razalejo, de mis parientes Paco Muñoz y su mujer María de los Llanos. El 23 de abril de 1616 murió Cervantes. Había yo ido a la Mancha después de   —148→   muchas instancias por parte de mis deudos y de muchas promesas por parte mía. El viaje lo había ido aplazando durante mucho tiempo; no podía demorarlo más. En esa noche del 23 me ocurrió una cosa muy rara; aun hoy, después de tantos años, ese lance me hace cavilar.

-¡Ya estás aquí, querido Arnaldo! -exclamaron, al verme llegar, Paco Muñoz y María de los Llanos-. ¡Ya estás entre nosotros, por más que vengas, más por tu capricho que por nosotros!

Al proferir mis parientes estas palabras sonreían irónicos; aludían con eso de mi capricho a algo que debo explicar. Sí, yo había ido al fin a la Mancha; había ido, tanto por afecto a mis deudos cuanto por cumplir un deseo vehemente. No lo extrañaban Paco y María, porque, sabiendo que soy poeta, me tienen por lunático. Y no es que yo cultive la poesía al modo incoherente que hoy prevalece; respeto todos los modos de poetizar; pero yo tengo el mío; ansío yo, en cuanto puedo, hallar las relaciones profundas de las cosas, no las encimeras, y exponerlas con matices sutiles. Voy al motivo ineludible de mi viaje: soy apasionado de Cervantes; he leído el Quijote incontables veces; no transcurre día sin que lea un capítulo de la novela; tengo todo un ancho estante lleno de ediciones varias del Quijote. En mi lectura de la obra he llegado a tal saturación, que yo necesitaba ardientemente realizar un acto en qué concretar todo mi fervor. Estoy oyendo que ustedes, como Paco y María, dicen en voz baja: «¡Cosas de Arnaldo!»

Ya estaba yo en plena llanura manchega; la casa era toda blancura: blanca por dentro y blanca por fuera. De una legua se veían fulgir, sobre la tierra parda, bajo el cielo azul límpido, las paredes nítidas de la casa. Nos hallábamos, acabado yo de llegar, al anochecer, en una espaciosa sala, con litografías en las paredes y con muebles isabelinos. Se respiraba grato olor a espliego; llegaba el momento tan suspirado por mí.

-¡Esta es la llave! -exclamó María de los Llanos blandiendo una gran llave. La irónica sonrisita no se apartaba de sus labios.

-Sube con María -añadió Paco, también sonriente- y verás si está todo como lo deseas.

  —149→  

Comenzamos María y yo a subir las escaleras; de la llave que empuña María cuelga una chapa con este rótulo: «Camaranchón de don Quijote.» La casa fue primitivamente venta; la convirtieron más tarde en casa de labor, y en torno al núcleo originario se habían ido labrando accesorías y anejos diversos. Cuando después de recorrer pasillos y atravesar estancias María abrió, por fin, el camaranchón, me sentí hondamente conmovido. En tiempos el desván había sido pajar. Cervantes, en el capítulo XVI de la primera parte del Quijote, dice que, hallándose el héroe manchego en una venta, durmió en un camaranchón que en lo antiguo fue pajar. Describe con brevedad Cervantes la cama: «Cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos.»

-Esta es la cama -dijo María-; la cama en que tú quieres dormir la noche del 23 de abril, es decir, esta noche. No hemos respetado en absoluto el texto de Cervantes; no podrías dormir en esa cama si tuviera, como Cervantes dice, un delgado colchón lleno de duros bodoques de lana y dos ásperas sábanas de cuero; lo que hemos hecho es poner dos colchones de mullida lana y dos sábanas de hilo. Como ves, allá junto al techo hay una ventana sin postigo, por la que entra el viento . Al lado de este camaranchón está un aposento cómodo con otra cama de hierro; tú, Arnaldo, haz lo que quieras; si quieres te acuestas en la cama de bancos, como es tu empeño, y si no en el cuarto de al lado.

Lo digo ahora con tristeza y con cierta inquina contra mí mismo: no me acosté en la cama de bancos; con sólo contemplar el camaranchón mi deseo quedó satisfecho; así sucede muchas veces en la vida. Pasé la noche en el aposento contiguo; cerré la puerta bien cerrada por dentro; para entrar en el desván había forzosamente que pasar por mi cuarto. Recuerdo que dejé la llave del camaranchón en una mesa, sobre un libro de máximas de Tito Livio que había llevado yo para el camino. He leído muchos libros sobre el sueño y he visto que nadie sabe lo que es el sueño. Las explicaciones más científicas son las más embrolladas. Muchas veces, cuando creemos velar, dormimos profundamente, y otras veces, cuando nos parece que dormimos, estamos despiertos. Apagué la luz la noche del 23 y creo que pasé horas y horas, hasta el alba, en un ligero duermevela;   —150→   al levantarme, apenas amanecido, lo primero que hice fue entrar en el camaranchón. La cama estaba revuelta; alguien había dormido en ella. No había advertido yo nada en toda la noche, y la llave, por la mañana, estaba encima del libro, tal como la coloqué al acostarme. ¿Padecía yo una alucinación? ¿Estaba ya deshecha la cama cuando la vi al oscurecer? Bajé al comedor a la hora del desayuno y allí estaban ya Paco y María. Les referí el caso y callaron los dos; volví a ver la sonrisa burlona en sus labios. Cuando volví al cuarto, abrí el libro de máximas de Tito Livio y leí lo siguiente: Quod difficillimum videtur, eo ipso facillimum sepe est. La traducción es ésta: «Lo que parece más difícil, es por lo mismo muchas veces lo más fácil.»




ArribaAbajo Siglo XVII

Un pasillo largo y ancho, de paredes blancas, con piso de ladrillo rojo, sumido en la penumbra; al cabo de este corredor, una puerta por la que sale viva luz; en la penumbra resplandece la franja vívida que hace la luz entre la puerta y el marco. Puerta de una sola hoja, y esta hoja labrada en cuarterones: unos cuadrados y otros cuadrilongos; cuadrada también la puerta. Dentro del aposento, una alfombra gris con ramos morados; ante la mesa de recio nogal, un caballero, y junto a la ventana, una señora. El traje del caballero, negro, de terciopelo, y el de la señora, malva, de seda. En una silla, un sombrero ancho con un diamante en el cordón o cintillo. La ventana da a un patio, y el patio comunica con el zaguán de la casa por un arco. Hay en la estancia leve olor de ámbar: en la mesa, junto a un libro, se ven unos guantes con ámbar adobados. Si subiéramos al desván, podríamos otear, por encima de los tejados, el panorama de los alrededores de la ciudad: arboledas, un río, el Pisuerga, que corre entre la verdura, huertos de frutales, cuadros de flores; en el horizonte, una línea baja de montañas. Silencio profundo; en el silencio dos sensaciones capitales: el perfume de ámbar y el brillo del diamante en lo negro del sombrero. Se oyen las campanadas de una hora. A las dos sensaciones   —151→   consignadas, tal vez se pudiera añadir otra: la atención con que el caballero lee el libro y la nerviosidad con que la dama revuelve papeles en un escritorio.

-Bonita fiesta la de anoche, ¿verdad? -dice la señora.

-Sí, bonita -contesta el caballero sin levantar la vista del libro.

-¿Hablaste con el rey?

-Unos momentos.

-¿Cómo lo encontraste?

-Cansado.

-¿Cansado o triste?

-Cansado; hablé con él de madrugada.

-Creí verle toda la noche triste.

-No; cansado; cansado de todo el día y toda la noche.

El caballero pasa una página del libro; llega el campaneo lejano de una iglesia; un rayo de sol que entra por la ventana está ya, al cabo de media hora, un poco más separado de donde estaba antes. Las carnes rosadas de un cuadro de Caravaggio que pende en la pared, frontero a la mesa, han comenzado, con el declinar de la tarde, a ser menos vivas.

-Lees con mucha atención -dice con cierto retintín la señora.

-Sí, con mucha atención -contesta al cabo de un instante de estudiado silencio el caballero.

-¿Te interesa ese libro?

-Sí, me interesa mucho.

-¿De qué se trata?

-Es un libro nuevo que me ha traído de Madrid un amigo.

-¿De pastorcitos y zagalas?

-No; se trata de un caballero que deja su casa y va en busca de aventuras.

-¿Como nuestro Carlos?

El caballero no contesta; se hace una larga pausa; la dama, de entre el revoltijo de papeles ha sacado una miniatura, el retrato de un mozo, y la contempla. El campaneo lejano, acaso de un convento, ha terminado. En la estancia, al cabo de otro largo rato, la luz ha decrecido; tal vez con esta luz, un poco vaga, parece más bello el cuadro que cuelga del muro.

-¿Como nuestro Carlos? -repite la señora.

  —152→  

-No; Carlos ha ido a la guerra.

-¿Sufrirá mucho allí?

-Menos de lo que nosotros imaginamos; la vida al aire libre y el continuo ejercicio acrecen la resistencia.

-¿Terminará pronto la guerra?

-Cuando Dios lo disponga.

-¿Qué haces esta tarde?

-Voy con unos amigos. ¿Y tú?

-Espero a unas amigas.

El rayo de sol, que ha seguido desplazándose, rayo de sol ya un tanto pálido, el postrer rayo de sol de la tarde, ha ido a posarse en el negro sombrero y refulge el diamante del cintillo; con la proximidad de la noche, el perfume de ámbar parece más penetrante. Todo calla; llega de la calle, por el arco que comunica con el zaguán, el tintineo de una campanilla y la voz de un muñidor: el muñidor de la Cofradía del Cristo de los Agonizantes que avisa la muerte, hace unos momentos, de un hermano.

El caballero y la dama se ponen en pie, y así permanecen breve rato, silenciosos, fija la vista en el suelo, caídos los brazos y juntas las manos. Tiempo y eternidad; siglo XVII y todos los siglos; en Valladolid o en cualquier parte del cosmos. Diríase que, a causa de ese grito fúnebre, como figuras de retablo movidas por invisibles hilos, la dama y el caballero han pasado en un instante de lo terrenal a lo extramundano.




ArribaAbajoDon Quijote

Don Quijote vuelve al pueblo. Y como retorna vencedor, lanza un pregón en la plaza, rodeado de chicos y bausanes, y se encamina a su casa. El ama y la sobrina le reciben amorosamente; se sienta don Quijote armado de todas armas, puesta la celada, y le contemplan un instante en silencio las dos mujeres. Comienzan a quitarle las armas. Entonces, cuando el semblante del caballero se muestra, sucede una cosa extraordinaria: el ama y la sobrina quedan sorprendidas; no saben si don Quijote es el mismo o es otro; su figura, sus facciones, el tono de la voz son casi los mismos; pero hay un   —153→   cierto cambio en el caballero que las desconcierta. Estando en estas perplejidades, llegan los amigos de la casa: el cura, el barbero, Sansón Carrasco. Dan todos alborozadamente la bienvenida a don Quijote; mas todos, al igual que ama y sobrina, quedan suspensos. No saben qué pensar; a las voces precipitadas y joviales de antes ha sucedido un silencio sospechoso.

En la sala de la casa se hallan todos sentados ante don Quijote; el caballero habla, gesticula y acciona con perfecta naturalidad; se encuentra en su propia casa, al cabo de grandes trabajos, y goza del placer de descansar. Sancho Panza continúa en su ínsula gobernando diestramente.

-¡Si viera usted, señor cura, cuánto he luchado por esos caminos! -exclama don Quijote dirigiéndose al sacerdote-. Y vosotros, queridos amigos, Nicolás y Sansón, creedlo también. He luchado mucho, sí; pero también he llevado a cabo grandes conquistas.

-¡Ya lo creo! -dice con cierta sorna bondadosa el cura.

-¡Ah, muy famosas conquistas! -comenta Nicolás, el barbero.

-¡Las conquistas más grandes del mundo! -corrobora, a su vez, Sansón Carrasco.

La conversación prosigue con aire equívoco. Hay chanza en las palabras y duda en los ánimos; el ambiente que se ha formado en la tertulia es un poco raro. De pronto, al sacar don Quijote un pañizuelo, cae a tierra un pesado cucurucho de papel, y al estrellarse se esparcen por el pavimento, fúlgidas, brillantes, magníficas monedas de oro. Don Quijote permanece impasible; recogen apresuradamente las monedas en una cajita y se la entregan al caballero; éste pone gravemente y en silencio tan precioso don en manos del ama. El tono de la conversación cambia, naturalmente. Algo hay ahora en la atmósfera moral que no había antes: las palabras son de respeto; lo que no se ha disipado es cierta incertidumbre, en cuanto a la personalidad de don Quijote, que existe en todos.

-Señor cura -dice Sansón Carrasco, cuando van todos de regreso a sus casas-; señor cura, ¿es que usted cree que este don Quijote es el de antes?

  —154→  

-Hombre, te diré -responde el eclesiástico-; para mí este caballero, por respetable que sea, no es nuestro convecino.

-¿Y por qué no ha de serlo? -interviene impetuosamente Nicolás, el barbero-. ¿No han visto ustedes que todo en su figura es igual?

-¡Tanto como igual, no! -exclama Sansón.

-Estás en lo cierto, Sansón -añade el cura-. No es enteramente parejo este personaje al otro.

-¡Naturalmente que no lo es! -afirma con energía Nicolás, el barbero-. ¿Cómo ha de ser lo mismo con la vida, con los trabajos, con los sufrimientos que don Quijote ha llevado por los caminos, de venta en venta, y de aventura en aventura? ¡Lo que le ha pasado a don Quijote en su talante le pasaría a cualquiera de nosotros!

Fueron transcurriendo los días; por el pueblo se esparció la misma incertidumbre que se produjera, desde el primer momento, en los allegados del caballero. Se discutió mucho y apasionadamente el caso en todas partes: en la plaza, a la hora en que los braceros esperan trabajo, en el horno, entre las comadres, en la solana, entre los viejos, en el tajo entre los labrantines. Afirmaban unos y negaban otros. El mayor partido era el de la hostilidad; sin que pudiera remediarlo nadie, cuando don Quijote salía a la calle en los primeros días, no faltaban arrapiezos que el asestaran pedradas. Y paulatinamente, como por arte de encantamiento -cosas de la vida-, fue cambiando la escena: a la odiosidad sucedió la simpatía. Sería o no sería este caballero el propio don Quijote -eso ya no importaba-; pero lo cierto era que tal generosidad, tal largueza, tal desprendimiento no se habían visto nunca en el pueblo. Y ahora, apenas ponía en la calle los pies don Quijote, la gente del pueblo le aclamaba.

-Sí, ya lo decía yo --confesaba el señor cura-; don Quijote es un hombre admirable.

-Verdaderamente admirable -corroboraba Sansón Carrasco.

-¡Un hombre como no ha habido nunca ninguno! -apoyaba Nicolás, el barbero.

Don Quijote tornó a sus aventuras. Dos días después, en su palacio de Pedrola, el duque y la duquesa recibieron   —155→   a solas al emisario enviado al pueblo de don Quijote. Dicho emisario comenzó así el relato de su misión:

-Créanme sus excelencias, la cosa ha sido divertidísima. Todo se ha hecho como sus excelencias ordenaron. La hacienda de don Quijote ha sido desempeñada y se han pagado todas las deudas; a Sancho se le han comprado unas feraces tierras de pan llevar; al cura se le ha hecho un cuantioso donativo para que repare su iglesia, que se estaba desmoronando; se han hecho valiosos regalos a los íntimos de don Quijote, y se ha fundado en el pueblo un cotarro o albergue para los transeúntes o los vecinos enfermos y pobres...




ArribaAbajo La primera salida

La casa estaba triste; se había vendido el olivar; el aceite que se gastaba no era, naturalmente, de la propia cosecha, sino comprado, y se compraba, no por arrobas, sino por panillas. Habíanse enajenado también unas tierras sueltas, silíceas, muy productivas de cebada y centeno; se estaba, finalmente, en tratos para malvender unos tranzones de tierras fuertes, tierras arcillosas, en que se daba admirablemente el trigo. La casa había venido a menos; vivían en ella un señor maduro, de unos cincuenta años; una sobrina zagalona, que no llegaba a los veinte; una mujer, ya de días, encargada del gobierno, y un criado, que iba y venía a la hacienda. No se quedaba ya la llave de la despensa en la cerradura por recelo de que las entrantas y salientas afanaran algo; hablo de esas mujeres ocasionales que vienen a fregar los pisos, preparar la colada, ayudar a la matanza o a hacer los mandados. Derramadora de harina y allegadora de ceniza, se dice de la mujer que, despilfarrando en lo grande, escatima en lo pequeño. No fue ciertamente así el ama que hemos mentado; pero si antes se pasaba por alto cualquier sisa en la compra o tal cual distracción de las sobredichas entrantas, ahora todo se llevaba con rigurosa parsimonia.

La ruina de la casa la había acarreado la compra de libros y los viajes incesantes que, para comprarlos, había de efectuar el señor. No existía librero en el lugar, y era preciso ir, para adquirir esos libros, ya a Albacete,   —156→   ya a Alcalá de Henares, o bien al propio Madrid. Añádase a estas causas de cuarteamiento de la casa el descuido del amo para con su hacienda. Dice el refrán: «Hacienda, tu amo te vea.» No visitaba sus terrazgos el caballero; los jornaleros, obligados a ir al trabajo a la salida del sol y a retirarse cuando el sol se trasponía, alteraban a su talante esas horas, sobre que en el haza, entre rato y rato de cava o entre reja y reja, ponían anchos descansos en que se solazaban con sus conversaciones. El señor no veía nada; la sobrina y el ama andaban encapotadas y cabizbajas; la mohína se respiraba en el aire. No sentía mucho la mozuela, encogidita y zonza; pero sí el ama, conocedora por sus años y por su experiencia de lo que es la pobreza. Y la pobreza, la absoluta desnudez, podía fatalmente sobrevenir si se continuaba por tal camino.

Los libros que el amo compraba a tanto precio eran historias fantásticas; no había sucedido nunca lo que en ellas se relataba. Pero el señor, metido en su cuarto, cerrada la puerta por dentro, pasaba los días y las noches leyéndolas. Los continuos de la casa -el cura del pueblo, un bachiller y un barbero- discutían a veces con el amo; fingían tomar en serio sus desvaríos. Les parecía inocente el esparcimiento -aunque ello importara a la sustentación de la casa- y daban pábulo con sus contradicciones humorísticas a los devaneos mentales del caballero. Lo malo fue que el señor, poco a poco, iba formando el propósito de huirse en busca de aventuras. Intervinieron entonces de un modo decidido el ama y la sobrina. No se declaró explícitamente el amo: guardó secreto en lo tocante a su salida; pero necesitaba la ayuda del criado, estaba éste al tanto de lo que se tramaba y sigilosamente lo participó a las dos mujeres. Y entonces fueron las imprecaciones, los aspavientos y las lágrimas.

El bachiller Sansón Carrasco había recomendado a sobrina y ama que no contradijeran al señor, es decir, a don Quijote, como ya él mismo había decidido apellidarse. La contradicción podría irritarle y hacer, desde luego, más honda e inapelable su determinación.

-Pero, bueno, señor, ¿tan loco está mi amo? ¿Y qué va a hacer por esos caminos? ¿Y quién le va a cuidar? -decía entre sollozos el ama.

  —157→  

-¡Cosas de la vida! -contestaba filosóficamente Sansón Carrasco-. Otras locuras se han visto mayores. Y si se va, si anda por esos caminos, si cae aquí y se levanta allá, si es, en fin, la irrisión de las gentes, ¿qué le vamos a hacer? Peor sería que por no poder cumplir su deseo, le entrase una murria vehemente y le acabase.

-¡Pues que se vaya, bendito de Dios! -acabó por decir el ama.

-¡Y que no nos arruine la casa! -añadió quedito la sobrina.

Por su parte don Quijote tenía planteado un grave problema sentimental: ansiaba la salida, pero quería marcharse sin gritos y sin llantos. Hombre delicado, a pesar de sus desvaríos, le angustiaba la idea de ver en el patio de la casa a su sobrina y al ama cogidas de las piernas del señor, ya montado en su caballo, y no dejándole partir, entre exclamaciones lastimeras y lágrimas sorbidas. Sí, él tenía cariño verdadero a las dos mujeres. Y todo su cavilar consistía en el modo de marcharse en un momento en que las dos mujeres no lo advirtieran. A medianoche era imposible; el levantarse intempestivamente hubiera alarmado a las mujeres. No había que pensar en marchar de día. En cuanto al amanecer, entre dos luces, el ama y la sobrina iban todos los días a misa del alba; se tocan en los pueblos tres toques para llamar a misa; al primero ya estaban levantadas sobrina y ama. Media hora después de haber salido, ya oída la misa, estaban en casa de regreso; don Quijote, para armarse de todas armas y para disponer el caballo, necesitaba mucho más tiempo. Cierta noche el ama le dijo a don Quijote:

-Nosotras estaremos mañana mucho rato fuera de casa; asistiremos primero a un funeral en la iglesia, y luego iremos a casa de los parientes del muerto para darles el pésame.

No había muerto nadie en el pueblo. Al otro día don Quijote pudo salir descansadamente; al cerrar la anchurosa puerta del corral, después de haber salido el caballero, el criado, su confidente, exclamó:

-¡Anda y no vuelvas más en mucho tiempo!

No dijo esto el criado por malquerer a don Quijote, sino sencillamente por su comodidad.



  —158→  

ArribaAbajoFacundo Infantes

Tomé por la mañana el tren del Norte y por la tarde me encontraba en un pueblo de Castilla la Vieja. Había estado yo trabajando intensamente quince días; cuando dejé las cuartillas para ir a la estación llevaba doce horas escribiendo sin levantar cabeza; estaba sumido en un entorpecimiento que me hacía ver las cosas como a través de una neblina; dudaba si me encontraba soñando o despierto. Comprendía yo que si continuaba escribiendo no tendría la prosa, con la fatiga, la fluidez requerida; por otra parte, el impulso adquirido me hacía aferrarme tenazmente a las cuartillas. Decidí poner en el trabajo una tregua; había forzosamente que marchar lejos; cerca, hubiera vuelto, sin remisión, a la labor. La fonda en que me alojaba estaba en una ancha calle con dos filas de álamos blancos y con bancos de trecho en trecho; salí de la fonda y me senté en el paseo; saqué un libro del bolsillo y eché la vista por sus páginas; levanté la cabeza de pronto, sin saber por qué; a pocos pasos vi a un anciano alto, apersonado, en la verdadera acepción de la palabra, o sea algo abultado de carnes; su pelo era blanco y su traje negro, limpio y bien cortado. Había en su talante señorío natural, y se adivinaba dominio de sí. De un álamo había caído, girando lentamente, una hoja; el anciano se inclinó y la recogió del suelo; con la hoja en la mano la estuvo examinando atentamente; la observó por su anverso de verde oscuro charolado y por su reverso blanquecino. Venía un niño con su carterita escolar en bandolera y pasó junto a mí; al estar cerca, lo atraje y le dije en voz baja: «¿Tú conoces a ese señor?» El niño me contestó: «Es don Facundo Infantes.» Volví a posar la mirada en el libro y no pude fijar la atención; la fantasía comenzaba a desvariar; había imaginado yo en aquel punto el comienzo de una ficción novelesca. Cruzó ante mí un leñador con su carga de hornija en un jumento, ramaje oloroso de pino, sabina y enebro. El anciano había ya penetrado en una casa de enfrente. Pregunté al leñador: «¿Conoce usted, amigo, a don   —159→   Facundo Infantes?» «¿Y quién no le conoce en el pueblo?», me contestó el interrogado. De nuevo intenté leer, y otra vez, en las páginas del libro, vi la imagen del caballero desconocido. Ahora es a un arcador que pasaba con sus corvas varas al hombro a quien pregunto. «¿Don Facundo Infantes? -dijo el menestral-. El hombre de más suposición del pueblo; vive en esa casa frontera.»

Momentos después entraba yo en la casa; me encontré en una sala ricamente amueblada; entró con paso leve una señora y me dijo:

-Soy Presentación Infantes, nieta de Facundo Infantes; mi abuelo me ha encargado que si venía usted le recibiéramos; lo verá usted en seguida. Pero voy a pedirle un favor; usted sabrá perdonarme. No prolongue usted la visita; una pausa deliberada, un gesto discreto, podrán indicar a usted cuándo la entrevista debe terminar. Después le diré a usted el motivo de tal súplica.

De la sala ricamente alhajada pasamos a otra estancia igualmente amueblada con gusto; luego recorrimos un pasillo, y después atravesamos una biblioteca con hermosos armarios de nogal; a continuación entramos en un cuartito en que había, junto a una puerta, un sillón y en el sillón un libro. Seguramente que aquí estaba sentada Presentación Infantes, como de guardia, cuando yo llegué. Ya en el aposento del anciano, éste se levantó al verme entrar.

-Al pasar por la alameda -me dijo- le he visto a usted; como estaba usted leyendo, nada más fácil que suponer que usted es amigo de la lectura; he atisbado unos papeles blancos, que asomaban por un bolsillo de su americana, y he continuado imaginando que usted sería escritor. No me he detenido aquí, sino que he conjeturado que usted, al verme contemplar la hoja de un árbol, sentiría curiosidad y preguntaría por mí a cualquier transeúnte; el deseo de visitarme se le impondría. Pues aquí me tiene usted; aquí tiene usted a un hombre como todos.

-Como la generalidad de los hombres -repuse yo-; es decir, como un hombre que es cual la medida de todos los hombres, o sea un hombre excepcional.

Sonrió el anciano, y tras una breve pausa, repuso:

  —160→  

-Hay una comedia del teatro antiguo, creo que de Tirso de Molina, que se titula Tanto es lo de más como lo de menos.

La conversación se deslizó llana y cordialmente; dos o tres veces hice ademán de retirarme, y el caballero me contuvo con un leve gesto. Cuando salí, después de media hora, la señora que estaba leyendo en la puerta, me preguntó:

-¿Qué le ha dicho a usted? ¿Le ha hablado de Cervantes?

-No hemos hablado de Cervantes -contesté-, pero recordaré siempre que una de las cosas que me ha dicho es ésta: «Lo más difícil en la vida es saber esperar.»

-¡Da lo mismo! -exclamó la señora-. Esperar lo es todo para mi abuelo y lo es todo para nosotros. Esperamos el cuarto centenario de Cervantes, que se cumple en 1947; faltan cinco años y mi abuelo cuenta ochenta y seis; desde niño mi abuelo es apasionadísimo de Cervantes; puede decirse que no piensa en otra cosa. Nosotros rodeamos de toda clase de cuidados al abuelo; procuramos evitarle toda fatiga; de ahí el ruego que hice a usted antes de que entrara a visitarle. ¡Sí, sí; Facundo Infantes verá, a los noventa y un años, el cuarto centenario del nacimiento del escritor que él tanto admira!

Y ahora, de nuevo yo ante las cuartillas, sumergido en el mundo de lo imaginario, perdido el contacto con la realidad, no sé si Facundo Infantes existe o no. No puedo decir si ha sido o no todo un sueño. Pero de pronto, cojo el libro que intenté leer en el lejano pueblo, y encuentro en él la hoja del álamo, que yo cogí del suelo cuando la tiró Facundo Infantes. ¡Ay, hubiera querido que todo fuera mentira, porque tendría entonces más verdad el arte que la realidad escueta!




ArribaAbajoLa vida

Pedro estaba enfermo; se dirigía en su coche a un lejano manantial salutífero; era todavía joven y se encontraba, empero, avejentado, entrecano, marchitas las facciones, sin brillo la mirada. A la entrada de un   —161→   pueblo había una fuente que manaba grueso caño que caía con apacible murmurio en ancho pilón. Pedro mandó parar; un criado sacó del coche una silla de tijera y Pedro se sentó al lado del agua cristalina. Había hecho Pedro su carrera en Valencia; estudió perseverantemente y con entusiasmo; frecuentaba el famoso manicomio valenciano, y desde entonces cobró afición a las dolencias del espíritu. Con viva cordialidad consideraba a los enajenados; se complacía en estudiar toda la varia gradación que va desde el peligroso arrebato a la melancolía mansa e inefable. Digo inefable, porque es imposible expresar con palabras esa leve aura de tristeza que a veces nos envuelve y de que no podemos librarnos. No podemos y tal vez no queramos, puesto que, circundados de ese ambiente, nos sentimos más de nosotros mismos -con todos nuestros desvaríos- y más apartados del mundo.

Pedro continuaba sentado a par de la fuente; había puesto el codo en el muslo y apoyaba la cara en la mano; sus ojos miraban el agua -acaso sin verla- y su imaginación corría hacia lo infinito. Llegó a la fuente una moza con un cántaro y lo dejó en el reborde de la pila; se sentó luego en una piedra. El criado de Pedro sacó un primoroso vidrio veneciano para henchirlo de agua; pero se le escurrió de entre las manos y se hizo añicos en el suelo. Pedro no dijo nada; su mirada estaba fija en la muchacha que tenía sentada enfrente; la actitud de la moza era la misma que la de Pedro; el codo hincado en el muslo y la cabeza reclinada en la mano. La cara de la moza estaba pálida; había en toda la persona como un aire de profundo cansancio. Hizo señas Pedro a la moza de que se acercara; cuando la tuvo a su lado, silenciosa, mirándole con ojos entristecidos, Pedro se puso en pie, estuvo un momento examinando a la muchacha, le alzó un párpado, observó el globo del ojo y se tornó a sentar calladamente.

-¿No tienes ganas de comer? -preguntó a la moza.

La muchacha movió la cabeza denegativamente; había llegado a la pila también una anciana con un cantarito.

-¿Por qué no comes? -tornó a preguntar Pedro.

La anciana voceó entonces:

  —162→  

-¡Porque tiene penas, señor!

-¡Ah, tener penas! -exclamó con profundo desaliento Pedro.

Y sacó de una bolsita una moneda de plata y se la entregó a la moza. La anciana, como suplicando, volvió a gritar:

-¡Yo soy su abuela, caballero!

Pedro entregó otra moneda a la anciana. Cuando las dos mujeres, la vieja y la niña, tornaban al pueblo, volvían de cuando en cuando la cabeza para mirar a Pedro. En el pueblo, a poco, se había esparcido ya la nueva de la llegada de un caballero tan generoso; en la plaza, la multitud rodeó el coche de Pedro; le costó a Pedro trabajo abrirse paso entre la gente; deseaba dar un corto paseo por las calles. De pronto, se detuvo ante un labrador que le estaba observando; se le acercó Pedro, le puso las manos en los hombros y le miró fijamente, en tanto que en sus labios aparecía una sonrisa melancólica. Transcurrió un momento sin que los dos hombres dijeran nada, y al fin se dieron un apretado y largo abrazo.

Se acercaba el mediodía; Pedro y el labrador habían estado conversando en una ancha y clara estancia; en la cocina de la casa, el trajín era afanoso; la mujer y la hija del labrador disponían un copioso yantar para su huésped.

-¡Qué días aquellos, amigo Sancho Panza! -exclamaba Pedro.

-¡Los días más felices de mi vida! -contestaba Sancho.

-¿Y aquel caballero a quien tú servías? -preguntó Pedro Recio de Agüero.

Sancho se enterneció; contó cómo don Quijote había muerto, años hacía, de aflicción y tristeza.

-¿Murió de melancolía? -profirió, admirado, el doctor.

La mesa estaba ya aparejada; se hallaban ya todos sentados en su torno; las viandas aparecían puestas de una vez, a uso extranjero, sobre los blanquísimos manteles. Sancho sentía por adelantado un vivo agrado al pensar en la complacencia que iba a proporcionar al doctor: una comida exquisita tras el viaje que abre el apetito. Pero el doctor Pedro Recio de Agüero, ya   —163→   sentado a la mesa, volvió a tener el gesto de profunda tristeza que tuvo junto a la fuente. Sí, el no podía comer de todo aquello. Sí, él no podía probar ni las perdices asadas, ni los conejos guisados, ni la suculenta olla. Su régimen severísimo se lo impedía.

-¡Así es la vida, amigo Sancho! -exclamó-. Yo aquel día, en la ínsula Barataria, no te dejé comer lo que tú ansiabas; interpuse mi varita de ballena y te lo vedé todo. ¡Y ahora soy yo quien, en tu casa, al cabo de tantos años, no puedo probar bocado de lo que me ofreces!

Cuando el doctor y Sancho se despidieron, tornaron a estar abrazados un largo rato; Pedro Recio se sentía profundamente triste; como por la mañana, ante la muchacha pálida, volvió a exclamar:

-¡Ah, tener penas!




ArribaAbajoCervantes

Cervantes subía un atardecer por la calle de las Huertas, camino de su casa; marchaba lentamente; su casa, como él mismo ha dicho, era antigua y lóbrega. Se hallaba Cervantes aquellos días -y tantos otros días- en apuros insolubles; después de trabajar toda la vida, no sabía cómo resolver esos conflictos caseros. Como caminaba abstraído, no reparó, al pronto, en un hombre que iba delante dando traspiés; por las expresiones que profería el beodo, inferíase que era italiano. Cervantes se le acercó y trató de sostenerle. Lasciatemi stare!, gritó el desconocido. No cejó Cervantes e iba conduciéndole con suavidad. Lasciatemi stare, vi dico!, voceaba el borracho. Pero Cervantes, sonriente, le seguía conduciendo. Llegaron a una puerta y el desconocido se detuvo y llamó con fuertes golpes; abrió una joven que exclamó: «Cómo viene mi padre!»

Entre Cervantes y la muchacha acostaron al beodo en una cama. Todo estaba concluido para Cervantes; la joven era alta, morena, de rasgados ojos negros y con dulce expresión en el semblante. Dio las gracias a Cervantes y le invitó a sentarse un momento; estaban en una salita amueblada con sencillez. Sentados ya los   —164→   dos personajes, hubo un instante embarazoso de silencio; ni la muchacha tenía nada que añadir, después de haber dado las gracias a Cervantes por su buena obra, ni Cervantes tenía tampoco que expresar nada. La joven, después de dar un suspiro, dijo:

-¿Usted querrá, sin duda, saber quiénes somos nosotros? No vivimos en España; yo he nacido en Nápoles; me llaman Giannina; hace treinta años que mis padres, nacidos en Madrid, se fueron a Italia; mi padre es ebanista y puso un taller en Nápoles. Mi madre murió cuando yo tenía ocho años; a los diez años mi padre me trajo a Madrid; es el primer viaje que he hecho a España. No crea usted, mi padre tiene muy buenas manos para el oficio. ¡Si viera usted qué bonitos muebles hace! En Nápoles contamos con clientes muy distinguidos. No sé lo que iba a decir; perdóneme usted.

-Diga usted lo que quiera, Giannina -atajó Cervantes-; todo lo que usted diga estará bien dicho.

-Gracias, gracias, señor; los españoles son muy amables; en Nápoles hay muchos españoles; yo he aprendido a hablar el italiano y el español al mismo tiempo. No se figure usted, por lo que ha visto, que mi padre es de ese modo. No, no; mi padre es trabajador y muy generoso. ¡Si viera qué escritorios tan lindos construye! Seguramente que si usted viniera a Nápoles le regalaría uno. Y pienso ahora: ¿para qué querría este señor un escritorio? Usted dirá que yo soy muy charlatana.

-¡No digo nada, Giannina, no digo nada! -exclamó Cervantes sonriendo.

-No dice usted nada; pero con seguridad lo piensa.

-¡Ni lo pienso tampoco, Giannina!

-Decía yo: ¿para qué querría este señor un escritorio? No sería para escribir; trazas de escritor no tiene usted. Si no es indiscreta la pregunta, ¿qué es usted, señor?

-¿Quiere usted saber lo que yo soy? -preguntó, a su vez, riendo, Cervantes-; pues yo soy... labrador.

-¡Qué bonito ser labrador! ¿Y es usted labrador en Madrid?

-No, en Aranjuez.

  —165→  

-¡Oh, qué encanto! Cuando yo estuve en Madrid la vez primera, me llevaron a Aranjuez. Será delicioso ser labrador en Aranjuez. ¿Verdad, señor?

-Delicioso, Giannina.

-Y usted vivirá en una casa ancha, clara, soleada; como tiene usted ya alguna edad, no se ofenda usted...

-No, no me ofendo, Giannina.

-Decía que como tiene usted ya años, no trabajará; bastante habrá trabajado en toda su vida. En la casa habrá de todo; no faltará nada; tendrá la heredad un huerto con verduras y frutales. ¡Si supiera usted lo que me gusta a mí hincar los dientes en una manzana! ¿No es cierto que tiene usted en esa heredad de todo: manzanas, ciruelas, peras, melocotones? También me gustan a mí mucho los melocotones; en Nápoles me llevan algunas veces unos amigos de mi padre a un huerto y me regalan cestitos con melocotones. ¿Son buenos los que usted tiene en Aranjuez?

-¡Ah, muy buenos! -exclamó Cervantes; pero su sonrisa anterior había ya desaparecido.

-Nosotros tenemos ya muchos ahorros -continuó la niña-; si mi padre no quisiera trabajar, no trabajaría. Con seguridad que a usted le sucede lo mismo.

Había en el centro de la salita una mesa; Cervantes había puesto el codo en el tablero y reclinaba la cabeza en la mano; frente a él estaba la niña. De pronto, Cervantes dio un hondo suspiro. Giannina se levantó, y mirándole fijamente le dijo

-Ma che cosa ha? ¿Qué le sucede a usted?

Cervantes no contestaba; con la mano, en silencio, hizo a la niña señas de que no le sucedía nada. Y la moza continuó

-No crea usted que mi padre bebe; habrá estado esta tarde de despedida con unos amigos y le habrán embromado. Nos vamos mañana al amanecer a Cartagena, donde embarcaremos. No lo prueba nunca mi padre; trajimos para el viaje un frasco de vino que se llama treviano y está casi lleno todavía. ¿No ha bebido usted nunca vino de Italia? Verá usted.

Giannina va presta a un armario y pone en la mesa, ante Cervantes, un frasco de vino y un vaso; luego escancia. Cervantes permanece un momento extático   —166→   ante el vaso, sin alargar la mano: allí, en ese vino está toda su juventud; allí están sus días felices de Italia. Y al fin, coge el vaso y se lo lleva lentamente a los labios.




ArribaAbajo La venta

La venta está puesta en una angostura entre dos montañas y se llama venta de las Quebradas; es lugar muy pasajero. Ha tenido la venta primero Antonio González, llamado el Moro, y la tiene hoy su hijo Juan. Hasta los veinte años estuvo Juan en el pueblo, distante cuatro leguas de la venta: fue a la escuela y se aficionó a los libros. No podía desatender la herencia paterna y se convirtió en ventero. Lleva bien la venta; tiene fama la venta de las Quebradas, que otros apellidan del Moro, entre los viandantes; a diferencia de lo que en otras ventas sucede, en ésta hay recado abundante en la despensa. En cierta ocasión, al hacer la limpieza de un cuarto, se vio que un viajero había dejado olvidada una maleta; estaría ya muy lejos el dueño; sin abrirla la tuvo Juan González tres o cuatro meses. Al fin, cansado de esperar, la abrió y vio que contenía ropas de escaso valor y un ejemplar de la primera parte del Quijote.

El libro de Cervantes estuvo dos o tres semanas en una mesita, al lado de la cama, sin ser abierto; había mucho trajín en la venta; cuando Juan se retiraba a descansar no sentía apetencias de lectura. Pero un día, precisamente el día en que estaba más cansado, abrió el libro y comenzó a leer. No pudo ya dejarlo; con avidez, una noche y otra, iba pasando las hojas. Le divertía y le entusiasmaba la figura de don Quijote; unas veces era para él don Quijote un estafermo y otras un caballero. En sus cavilaciones llegó Juan González a no saber si don Quijote era real o no: si existía efectivamente en el mundo o si sólo existía en la mente de su creador. De todas suertes, puesto que don Quijote trafagaba por los caminos y posaba en las ventas, Juan González hubiera querido que su venta, la famosa venta de las Quebradas, fuese honrada con la presencia del caballero. Tanto pensó en ello, que el vehemente deseo se convirtió en agobio. No olvidó,   —167→   ciertamente, el cuidado solícito a los huéspedes; pero se comenzó a murmurar de ciertas negligencias. Se susurraba que algo extraordinario le ocurría a Juan. ¿Por qué permanecía a veces en la ventana del desván, frente al camino, atalayando la llegada de los pasajeros? Juan estaba creído de que el hidalgo manchego aparecería a lo lejos, seguido de Sancho Panza, y de que él, el ventero, saldría a su encuentro y lo agasajaría después en la venta.

Lo que ha de suceder, sucede: se presentó un día en la venta don Quijote de la Mancha; encantó a todos unas horas con sus corteses modales y sus palabras discretas y se marchó. Ocho días después, llegaron a la venta dos viajeros que se alojaron en un cuarto de la planta baja, frente a la cocina; uno de ellos caminaba con paso tardo; su frente era ancha, desembarazada, sus bigotes recios y su barba entrecana; había en su talante señorío y sosiego.

-Tendrán ustedes aquí -dijo el ventero a los viandantes- todo cuanto deseen: carnero verde, conejos en pebre, jigote grueso, lonchas de buen pernil... En fin, lo que me pidan.

El viajero de los ojos alegres y la frente desembarazada se pasaba con suavidad la mano por la barba y sonreía. No habíamos dicho antes que este personaje tenía rientes los ojos. El viajero había estado en muchas ventas; pero como ésta no había visto ninguna. Todavía le quedaba por ver algo más extraordinario; no atropellemos la narración. Al escanciar el vino -era el ventero quien servía- dijo alegremente Juan González:

-Clarete como este tal oloroso y suave, no lo hay en parte alguna; es el mismo que he servido hace unos días a don Quijote de la Mancha.

En este punto, el pasajero de la barba cenicienta se removió en la silla, levantó la cabeza y miró fijamente y en silencio a Juan González. El otro viandante se echó a reír a carcajadas.

-¿Cómo dice usted? -preguntó el primer viajero-. ¿Ha dicho usted don Quijote de la Mancha?

-¡Sí, sí, don Quijote de la Mancha! -exclamó con viveza el ventero-. El propio don Quijote, que pasó por aquí hace una semana.

  —168→  

-¡Eso no puede ser! -replicó el viajero de los ojos alegres.

-¿Cómo que no puede ser? -rearguyó Juan González-. ¡Si ahí mismo, donde ustedes están sentados, estuvieron sentados don Quijote y Sancho!

-¡Déjalo, Miguel! -exclamó el compañero-. Serán figuraciones suyas.

Cervantes no cesaba de contemplar al ventero; ponía la vista en la mesa y la trasladaba luego a Juan González; parecía meditar profundamente.

-¿Y cómo era don Quijote? -preguntó al cabo.

El ventero pronunció entonces las siguientes memorables palabras:

-Don Quijote de la Mancha es un caballero de unos cincuenta años, cenceño, fuerte, con el rostro seco; sus palabras eran corteses y sus modales señoriles.

-¿Quieres que te diga, Miguel, lo que estoy pensando? -dijo el compañero de Cervantes-. Se trata, sin duda, de un loco, como tu personaje.

-¡Hombre, no tanto; mi personaje no es propiamente un loco!

-Quiero decir que, por lo visto, algún hidalgo de pueblo, imbuído de novelerías y entusiasmado con tu libro, habrá dado en la sandez de creerse don Quijote.

-¡Ah, sandez tampoco! -replicó desabrido Cervantes.

-O desvarío, o lo que quieras -rectificó el amigo.

-¿Llevaba armas? -preguntó Cervantes al ventero.

-No; dijo que eran antiguas y febles las que tenía en casa y que iba a la ciudad a comprar otras nuevas. Y como certificado de su estancia en la venta me dejó un recuerdo.

Juan González sale ligero del aposento y vuelve al cabo de unos minutos. Trae en la mano un pedacito de vitela, a modo de nuestras modernas tarjetas, y se lo entrega a Cervantes. Cervantes lee: «Soy don Quijote de la Mancha, caballero andante.»



  —169→  

ArribaAbajo El testamento

Tres amigos salieron de Madrid y fueron a la Mancha; los tres estaban en plena juventud; el primero era médico; el segundo, abogado, y el tercero, poeta. Gozaba el poeta de cuantiosa fortuna; vivía en casa ricamente alhajada; pero él ocupaba dos o tres aposentos austeros. Cuando tomó posesión de su patrimonio, escribió lo siguiente en una reducida vitela: «No me causaría duelo la pérdida de la hacienda, ni me abatiría porque mis amigos me abandonaran. Hay dos piedras de toque para los humanos: la pobreza y la soledad. Quien tema a la soledad y tema a la pobreza, no será hombre.» Metió este pergamino en una bolsita de seda y lo colocó en un bolsillo interior al lado del corazón. Había encargado el poeta a un aperador de Alcázar de San Juan una galera manchega; tenía la galera los adrales pintados de verde con vivos amarillos y el toldo pintado de azul con cenefa blanca.

Viajaban lentamente; llevaban a la zaga de la galera repuesto de vituallas y una corambre con vino claro de dos hojas. Galeras y carros no caminan, yendo al paso de las mulas, más de un kilómetro cada doce minutos. Se detenían los tres amigos a conversar con los yunteros en el surco; platicaban con los pastores, interrogaban a los viandantes, cogían manadas de flores silvestres.

-Las plantas que prefiero -decía el poeta- son las que crecen en las lindes y en los caminos; son plantas sin cuidado que se lo deben todo a ellas mismas; no tienen la presunción de las cultivadas en los jardines. Entre todas esas plantas espontáneas, mi predilecta es el jaramago con sus flores de amarillo claro; crece entre las piedras y en las ruinas; puede ser símbolo de lo pasado y representar nuestros deseos desvanecidos, nuestras sensaciones casi olvidadas y nuestros recuerdos.

Aspiraban plenamente los tres amigos el aire libre del campo y posaban estáticos la mirada en el azul resplandeciente del cielo. A veces el poeta, ante una de   —170→   estas paredes blanquísimas de las casas manchegas, recién cubiertas de cal, decía que él sentía deseos vehementes de escribir en ella, con letras grandes, un poema. El color, el sonido, el olfato y el tacto, daban pábulo al poeta para sus imaginaciones. El humo azulado en la mañana le extasiaba, y el trino fugaz de una totovía que cruzaba rápida, le dejaba suspenso.

Llegaron a un pueblo y un hacendado les hospedó en su casa. Llevaban para él una carta de favor. Recorrieron el pueblo: las calles eran anchas y en las blancas fachadas aparecían angostas las ventanas. Como se gozaba de silencio en el pueblo, el tintineo de una recua, el tañido de una campana o el grito de un vendedor les hacían detenerse callados un instante; querían recoger en esos pormenores toda el alma del pueblo, del paisaje y de España. Diferían, deliberadamente, el momento para ellos conmovedor; con la espera voluntaria acrecían la emoción. Y como ya no podían demorarlo más, se detuvieron una tarde en la puerta de una casa; era aquélla la última detención. Cuando iban a trasponer el portal ocurrieron tres cosas: dos cuervos cruzaron la calle casi al ras de los tejados; un perro ululó lastimosamente; en la casa se oyó un llanto. Los tres amigos, ya en el zaguán, entraron en la sala en que había varias personas y en que un hombre yacía en un lecho. Nadie extrañó la presencia de los forasteros. En los momentos de intenso dolor, nos embarga tal indiferencia, tal pasividad, tal desasimiento del mundo, que no nos causa nada sorpresa. Los tres amigos se sentaron en sendos sillones. El enfermo, tendido en la cama, hablaba con voz lenta y entrecortada: todos escuchaban enternecidos sus palabras. La conmoción del poeta le movió a hacer en su asiento algún amago de impaciencia. El médico, con la mano, calladamente, le hizo señas de que estuviese quieto. Se levantó luego y estuvo observando al doliente. Cuando volvió a sentarse, el poeta le preguntó:

-¿Está cuerdo o está loco?

-Sí, está loco -contestó el doctor-; la fiebre le hace delirar; no sabe lo que dice.

-Ha renegado de todo -añadió en voz baja el poeta-; ha renegado de su vivir solitario y pobre por los caminos, de su comer con sobriedad, de su nobleza,   —171→   de su generosidad, de su amparo a los desvalidos, de su heroísmo.

-Ha hablado sin saber el valor de las palabras -agregó el médico.

Había entrado ya en la sala un hombre que, sentado ante una mesa, al lado de la cama, iba escribiendo el testamento del enfermo.

-Doctor -dijo el abogado-, si desvaría el testador, el testamento es nulo.

-¡Evidentemente nulo! -exclamó vivamente y con voz sonora el poeta.

No pudo contenerse más: se levantó, dio dos pasos, desenvainó la espada, hoja toledana con puño de oro, y la puso de través en las fojas del escribano. Nadie osaba romper el silencio; no se movió nadie. Estuvo un instante la espada sobre los blancos papeles, como imponiendo la nulidad del testamento, y al cabo, el poeta la envainó otra vez y vino a sentarse donde antes. Seguía el silencio profundo: un galgo blanco se acercó al poeta y colocó la cabeza, cual muestra de asentimiento, en el muslo de su nuevo amigo. El poeta posó blandamente su mano en la fina cabeza del perro.




ArribaAbajo Anhelo

La casa es vivienda espaciosa y cómoda, de labradores ricos; murieron los dueños hace años y dejaron una heredera. Lleva la hacienda un hermano del padre, Francisco Lorenzo, y gobierna la casa una criada antigua, María Jesús. De padres vigorosos y sanos, salió una criatura delicada; en el primer mes del embarazo hubo en el pueblo una tormenta horrísona y la madre se amedrentó; luego, la madre, para trastear fácilmente por la casa, se ciñó en demasía. Cual hija única la criaron con mimo; pusiéronla en un colegio de Toledo, donde permaneció seis años. A la muerte del padre, la trajeron al pueblo; no pudieron traerla cuando murió la madre porque fue súbito el fallecimiento. Al regresar la niña al pueblo y entrar en la casa -vino silenciosa todo el camino-, lo primero que hizo fue sentarse junto al balcón en el cojín mismo en que se   —172→   sentaba su madre para hacer labor; estuvo un momento sentada y rompió a llorar.

Era alta, cimbreante y bien proporcionada; no le gustaba ataviarse con riqueza, y sí el ir siempre irreprochablemente limpia. Sentía predilección por las flores, y de todas prefería las azucenas; como sus manos eran blancas, se confundían con las blancas azucenas cuando estaban colocándolas en un jarro. Tenía pasión por la ropa blanca y por los encajes; le gustaba escoger los anchos lienzos de Holanda, bien olientes después de lavados, y contemplaba absorta la albura nítida antes de colocarlos en las camas. Sobre todos los muebles de la casa -mesas, consolas, cómodas- había colocado paños blancos orlados de encajes, que ella había labrado. Caminaba lentamente, como ensimismada, y, a veces, cuando al aderezar un ramo de flores aspiraba su penetrante olor, sentía, por un momento, como un vahído y tenía que sentarse.

De todos los rasgos de su faz, lo que más atraía eran los ojos: no se sabía de qué color eran; grandes, con largas pestañas, semejaban a veces glaucos, otras, de azul claro, y otras, de verde tenue. Cuando se hablaba con ella, se sentía al instante el imán de los ojos. Si el interlocutor se ponía a mirarlos fijamente, entonces ella, que conocía su hechizo, se ponía colorada, abría y cerraba los ojos presurosamente y los dejaba al cabo a medio cerrar, cual adormilados. Quien los estaba contemplando quedaba con ello más hechizado.

En la misma sala en que trabajaba la madre, sentada en el propio almohadón, junto a la ventana, se halla la hija; está hace tiempo un poco pálida; tiene ahora el mundillo de labrar encaje, apoyado por el extremo bajo en el regazo y el alto lo sostiene un escabel. Las manos de la joven van manejando diestramente los bolillos; estos macitos de caoba producen, al chocar entre ellos, un ruido rítmico que resuena en la sala silenciosa. A veces, la joven se detiene y permanece largo rato abstraída. Entra María Jesús con un vidrio de agua; han puesto en una tinajita unos trozos de hierro dulce, y todas las mañanas, a esta hora, María Jesús saca con el acetre agua de la tinaja y la trae en el vaso. Lo ha colocado en el escabel y ha dicho:

-¿En qué piensa, mi ama?

  —173→  

El ama ha contestado

-¡Siempre aquí, María Jesús! ¡Siempre lo mismo, María Jesús!

-¿Y no es bonito el Toboso? ¿Dónde vamos a estar mejor, mi ama? ¿En Quintanar de la Orden? ¿En Miguel Esteban? ¿En la Puebla de Don Fadrique?

Todos éstos son pueblos cercanos al Toboso; Quintanar de la Orden es una de las más populosas poblaciones de la tierra toledana. María Jesús ríe al escuchar a su ama; va y viene por la sala; aparta las sillas que estaban muy arrimadas a la pared y podían desconchar la cal con el roce; estira los pañitos blancos de la cómoda y la consola; iguala los cuadros que estaban desnivelados; entra en la alcoba, cerrada por una vidriera con cortinillas rojas, y tienta los colchones para ver si están bien mullidos. El vaso de agua ferruginosa está en el escabel y todavía Aldonza Lorenzo no ha puesto en él sus labios. María Jesús, cansada de trajinar por la sala, ha acabado por sentarse en un almohadón, frente a su ama.

-¡Siempre aquí, María Jesús! -repite tristemente la joven.

-¿Y qué nos falta aquí? ¡Alégrese, mi ama! ¡Que vea yo esos ojos reírse!

Aldonza sonríe levemente. Aldonza Lorenzo siente el anhelo de lo desconocido, y María Jesús se atiene a lo cotidiano tradicional. Aldonza querría ir por esos mundos, y María Jesús se encuentra satisfecha en el Toboso.

-¡En el Toboso no pasa nada, María Jesús! -exclama la joven.

-¿Que no pasa nada, mi ama? ¡Anda y si pasan cosas! Nada más que esta mañana al amanecer, al levantarme, cuando estaba asomada a la ventana, he visto la cosa más rara del mundo. Pero no se la cuento a mi ama hasta que mi ama no sería.

-Tú ves visiones, María Jesús. No te creo ya cuando me cuentas alguno de esos sucedidos para alegrarme; son todo imaginaciones tuyas.

-¡Anda, imaginaciones! ¿Y el caballero armado de punta en blanco, con una lanza, montado en un caballo, que he visto esta madrugada, será también una imaginación mía?

  —174→  

-¡Qué loca eres, María Jesús!

Aldonza Lorenzo se ha llevado el vaso a los labios, se ha limpiado después con un pañuelito de encaje y ha tenido el pañuelo blanquísimo en la mano contemplándolo absorta un rato.




ArribaAbajoEl retrato

El viernes, Cervantes quedó con Jáuregui en que el próximo lunes comenzaría Jáuregui a pintar el retrato de Cervantes. El mismo viernes, al anochecer, Cervantes se sintió escalofriado. Se acostó, y durante la noche sobrevino calentura; estuvo una semana en cama; no se atrevió a salir hasta pasados seis días de convalecencia. Jáuregui vino a visitarle ocho o diez veces; se fijó una fecha nueva para el retrato. La mañana en que Cervantes iba a salir para encaminarse a casa del pintor, estuvo en la puerta un momento, antes de echar a andar; el cielo estaba resplandeciente; la temperatura, en el rigor del invierno, era templada; tras la claustración impuesta por la enfermedad, Cervantes sentía ahora vivo placer en respirar el aire sutil y cálido, en contemplar la bóveda de inmenso azul y en ejercitar sus miembros, tantos días inmovilizados. Comenzó a caminar; en este momento vio que por el extremo de la calle venia un labriego presurosamente y que le hacía señas; era un propio de Esquivias que le traía una carta. No tuvo más remedio Cervantes que salir para Esquivias, el pueblo de su mujer, inmediatamente. En Esquivias pasó un mes.

Todo estaba preparado en el estudio para comenzar el retrato; el lienzo se encontraba en el caballete. Diego, el criado de Jáuregui, lo había dispuesto todo; el lienzo era de lo más fino, y los colores los había preparado, como siempre, el propio Diego. Como Cervantes prolongara su estancia en Esquivias, Jáuregui se puso a pintar otra cosa. Acabado el trabajo, se puso en el caballete una tabla en vez de un lienzo. El retrato de Cervantes en tabla duraría más; en tabla los colores subsisten también más vivaces. Vino, por fin, Cervantes de Esquivias y mandó un recado a Jáuregui de que   —175→   a la mañana siguiente iría a su casa. Al otro día, Cervantes se puso una gola blanquísima y aliñó toda su persona; quiso presentarse ante el pintor -que era como presentarse ante la posteridad- de un modo irreprochable. Estaba dejando la escobilla, o sea el cepillo, en la mesa, cuando oyó que en el zaguán de la casa sonaban alegres voces; había entrado, sin duda, gentes que profería amistosas y joviales exclamaciones. Los que habían llegado, vecinos de Alcalá de Henares, eran unos amigos antiguos de la familia. No pudo desatenderlos Cervantes; regresaban a Alcalá al día siguiente, y deseaban con todas ansias llevarse a Miguel para que con ellos pasara unos días.

Volvió Cervantes de Alcalá de Henares; Jáuregui no se impacientaba; Cervantes estaba ya allí, dispuesto a que lo retratasen. Cuando Cervantes entró en el estudio, Jáuregui se encontraba ante su bufete; tenía la pluma en la mano y escribía. Tan embebido se hallaba en su trabajo, que no advirtió la entrada de Cervantes. Le puso la mano Cervantes en el hombro y pareció Jáuregui despertar de un sueño.

-¿A que no sabes lo que estaba escribiendo? -preguntó a Cervantes.

-¡No lo he de saber! -contestó Cervantes-. ¡Renglones cortos!

-¡Cabalmente! -replicó Jáuregui-. Y ahora me sentía en vena. Verás lo que llevo escrito.

Jáuregui comenzó a leer. Era Jáuregui buen pintor; su vocación verdadera estaba en la pintura; pero tenía la vanidad de ser poeta. Si no se impacientó con los aplazamientos del retrato, como hemos dicho antes, consistía en que mientras llegaba el momento, fuere cuando fuere, él componía sus versos. Lo que ahora estaba a punto de concluir era una silva amatoria; comenzaba la composición describiendo un verde soto a que daban sombra copados sauces; entre la verdura corría el Betis. El autor, entristecido, se retiraba a esta amena soledad, donde le ocurrían diversos lances.

-¿Y por qué te supones triste en ese paraje? ¿Y por qué pones sauces en ese seto en vez de álamos? -le preguntó Cervantes, un poco socarronamente.

Se entabló discusión sobre el caso; había que ver también si eran allí, en el prado, orillas del Guadalquivir,   —176→   más propios los sauces que los álamos. Cervantes empleaba en sus argumentos una plácida y bondadosa ironía; Jáuregui, ceñudo, obcecado con los sauces y con la tristeza, replicaba bruscamente. La mañana pasó en este debate, y hubo que aplazar la tarea del retrato para otro día. Ocurrió al otro día que estando ya Miguel sentado ante Jáuregui, y teniendo el pintor el carboncillo en la mano para trazar la silueta, llamaron de Palacio a Jáuregui urgentemente. Cervantes sonreía, y por el ancho ventanal del estudio -en una casa del mediodía de Madrid- contemplaba el paisaje manchego, tierras paniegas y sin árboles, que comienzan en las mismas puertas de la capital. Se fijó nueva fecha, y en ese día tampoco pudo iniciarse la tarea; el pintor tuvo que asistir a la boda de una parienta suya. Llegó, al fin, el momento de pintar; Jáuregui remató su obra. El retrato tenía expresión; la frente de Cervantes era su frente, y sus recios bigotes, sus bigotes. Faltaban, sin embargo, unos toques. No pudo darlos Jáuregui porque hubo de marchar precipitadamente a Sevilla, su patria.

En Sevilla permaneció Jáuregui cuatro meses. Se presentó un día en el estudio un caballero que deseaba comprar cuadros para una casa que acababa de labrar en provincias; no dijo de dónde venía. Diego, el criado de Jáuregui, intervenía en todo; a veces daba él también unas pinceladas en las pinturas; casi siempre era él quien ponía en los cuadros la firma y las inscripciones; unas veces ponía Jáuregui y otras Jáurigui. El caballero que acababa de llegar deseaba llevarse cuantos cuadros tuviera el pintor, y daba por todos -había diez o doce- una cantidad apetecible. Los cuadros, entre ellos el retrato de Cervantes, fueron vendidos. Cuando Jáuregui volvió y le enteraron de la venta, no puso atención en el asunto; estuvo preocupado durante su estancia en Sevilla y a lo largo del camino, al regresar, por el paradero de unas poesías que él había escrito y que no recordaba dónde las había guardado. Tal vez estarían ya perdidas. Como no parecieron los papeles, aquel día hubo en la casa un serio disgusto.



  —177→  

ArribaAbajo En Toledo

Comían juntos en un bodegón de Toledo tres pobres hombres; vestían trajes raídos y con chafallos; la negrura primitiva del paño había desaparecido y resaltaban, negros, los remiendos. Traían los tres los bigotes lacios y la barba sin rasurar de quince días. Hablaban lentamente y en tono triste. En la mesa tenían: tres escudillas de alubias con tocino, tres bodigos, tres cucharas de boj, un frasco de morapio y una taza de Talavera para beber. Contábanse los tres comensales sus desventuras; uno de los cuitados habló de esta manera

-He vivido en un palacio; ocupaba un aposento en la parte trasera, en el último piso, con ventana al campo. No tenía yo que hacer gran cosa; mi vida era sencilla. Cuidaba yo del hijo de unos grandes señores, los moradores del palacio; este niño tenía otros maestros y ayos; pero yo estaba encargado de una incumbencia especial. El niño era de la piel del diablo, como suele decirse; pero no he conocido más clara inteligencia que la suya. Todo esto no es raro; lo raro, lo que viene después. El muchacho, en su atolondramiento, tenía la costumbre de subir y bajar las escaleras saltando los peldaños de tres en tres. Cuando yo entré en la casa, ya se había descalabrado dos veces. La ocupación que yo tenía en el palacio consistía en llevar al niño cogido de la mano siempre que subiese o bajase las escaleras. No era enojosa la ocupación, ni me llevaba mucho tiempo. El muchacho estaba algunas horas recluido en su cuarto con sus preceptores, y cuando salía, lo llevaban a dar largos paseos por el campo. Cuando todo me sonreía en la vida, un día el dichoso niño se soltó de mi mano en la escalera y comenzó a saltar de tres en tres los escalones. De pronto, resbaló y se torció un pie; un algebrista concertó en un instante los huesos desencajados; pero a mí me echaron de la casa por causa del descuido.

Hubo un largo silencio; el segundo desventurado dijo:

-He sido bodeguero en Ocaña; mismamente no he sido bodeguero; ni he tenido viñas ni he tenido bodegas.   —178→   Lo que voy a decir es muy raro. En una bodega de Ocaña estaba yo encargado de abrir y cerrar las espitas de los toneles. El compañero que ha hablado antes se perdió por un hijo, el hijo de unos grandes señores; yo me perdí por una madre. Comprenderéis que no hay nada más raro. La bodega era toda de vinos de pasto, de uno o dos años; pero en un viejo tonel de roble teníamos una madre centenaria; cuando se sacaba una cántara de vino, se añadía otra de vino nuevo. Se sacaba siempre el vino con la catadera, y se vertía la catadera en un bernegal. Aquel vino de más de un siglo era un licor precioso; sólo de año en año se extraía una arroba del tonel. Pero un día, no sé por qué, en vez de sacar el vino por arriba quisieron sacarlo por la espita. Allí estaba yo en mi puesto; lo malo fue que como me llamaran en aquel momento desde lejos a voces, olvidé de cerrar la canilla, y se derramó en el suelo cosa de media cántara, o sea media arroba, cuatro azumbres. El disgusto del bodeguero fue tan tremendo, que en el acto me despidieron.

Ha habido otra pausa. Junto a los tres desvalidos ha pasado, sin que ellos lo advirtieran, un hombre vigoroso, que se ha dirigido al bodeguero, y señalándoles, le ha dicho en voz baja: «¡Ten cuidado! Los tres han estado en el Nuncio; los tres son locos, y es mentira todo lo que cuentan.» Quien hablaba así era un loquero del famoso hospital de locos de Toledo, llamado el Nuncio. Faltaba el relato del tercer comensal, el cual se expresó de este modo:

-Lo que vais a oír es mucho más raro que lo que habéis contado. Algo más trabajo que vosotros tenía yo; era yo leonero; estaba encargado de cuidar los leones de una colección de fieras. Tuve que llevar una vez a Madrid un león y una leona; al pasar por la Mancha, me salió al camino un caballero armado; se puso delante del carro en que iban las jaulas, y me intimó a grandes voces a que diera suelta al león. ¿Verdad que esto sí que es raro? Pues lo más raro es lo que viene ahora: el caballero quería que soltara yo al león para luchar con él y vencerle. En vano traté yo de disuadirle; en vano también el criado que iba con él y otro hidalgo que se encontraba allí; a mí se me erizaban los cabellos. Insistió tanto, voceó tanto, amenazó   —179→   tanto el caballero armado, que, al fin, después que el carretero y los dos hombres se hubieron alejado, abrí la puerta de la jaula. El caballero estaba en pie, con la espada en la mano, esperando que saltara el león. El león se asomó un momento, se desperezó y volvió al fondo de la jaula. Instaba el caballero para que yo hostigase al león; pero yo dije que el valor estaba ya demostrado y la hazaña concluida. Cuando llegué a Madrid, conté el caso y nadie quiso creerlo; supusieron todos que yo había perdido la razón y que desvariaba; quedé sin mi empleo. Una persona caritativa, creyendo hacerme un bien, me trajo al hospital de locos de Toledo; no supe yo adónde me traían hasta que me vi en el hospital; en el hospital he estado seis meses; como veían que razonaba bien y que no cometía desafueros, me pusieron en la calle. Estar en el hospital con los locos o en la calle con los cuerdos...

Se interrumpió para beber una tragantada; se limpió los labios con el reverso de la mano, y añadió:

-Estar con los locos o con los cuerdos, lo mismo da.




ArribaAbajoViaje a Sevilla

Viaje a Sevilla, a la manera del «viaje sentimental» de Lawrence Sterne a París. ¡Eso quisiéramos nosotros! Sevilla es lo ineluctable: no se puede luchar en Sevilla contra lo indefinido; lo indefinido nos envuelve y nos oprime en Sevilla. Lo indefinido es un anhelo hacia algo que no sabemos, y una añoranza de algo que no hemos visto. En Sevilla, una callejita formada, a un lado, por una larga tapia, de la que sobresale la verde copa de un árbol, y a otro, por una fila de casas humildes. Se abre una puerta y trasponemos los umbrales con pasos atentados: estamos en un patizuelo empedrado de menudos guijos blancos, y al fondo se ve una escalera. En lo alto de sus peldaños, otra puerta nos franquea un blanco ámbito. Todo está limpio y gozamos de un profundo silencio. Entra María Antonia, cuando estamos más abstraídos, y de una cestita de mimbres saca un pan, un pan de Alcalá de Guadaira, que coloca calladamente sobre un tablero de pino, en que nosotros   —180→   habíamos puesto el reloj. El tiempo no lo necesitamos en Sevilla; como el reloj es uno de los toscos y antiguos de níquel, en este silencio en que estamos María Antonia y yo, resuena en la estancia su tictac. María Antonia está sentada frente a mí y tiene las manos, una sobre otra, puestas en las rodillas. Se llama María Antonia, como la sevillana María Antonia, reina consorte en Cerdeña, hija de Felipe V. Y como una de las mujeres de Fernando VII. Y también como la infeliz mujer de Luis XVI, María Antonia y no María Antonieta, decapitada en la plaza de la Concordia y enterrada no lejos, en el cementerio de la Magdalena; un pedazo de ese cementerio, en pleno París, lo hemos tenido constantemente ante la vista más de un año; vivíamos enfrente.

-¡Ah, María Antonia, María Antonia la sevillana! Has pasado ya de la juventud; tus modales son reposados y tus palabras parcas y discretas. Tienes en orden y reluciente toda tu casa; mi pensamiento, en estas horas, va de la espiritualidad de París a lo indefinido de Sevilla: las dos sensaciones son supremas. Hay en ti, María Antonia, un cruce misterioso de diversas civilizaciones. Tu cara es morena, con un ligero color ambarino; son negros tus ojos, como tu pelo, y en el óvalo de tu faz resaltan la nariz un poco adunca y los labios carnosos. No sonrías; tu sosiego, ahora, con las manos colocadas una sobre otra, en este ámbito blanco y silencioso, es una lección insuperable. Lo indefinido de Sevilla me oprime en estos momentos más que nunca. No tengo ya noción del tiempo: el reloj, junto al pan que has puesto en el tablero de pino, marca su hora y hace sonar su tictac; recuerdo yo, a su vista, preocupado como he estado siempre con el tiempo, todos los que a lo largo de los años han introducido mejoras en el mecanismo del reloj, desde el doctor Hocke hasta Barlowe, inventor de los relojes de repetición. ¿Y para qué he de necesitar yo el tiempo en Sevilla? En Sevilla las horas se evanecen volando. No vuelvas a sonreír, María Antonia. Estoy ahora en Sevilla y estoy en París; mezclo el fino espíritu de París con la nostalgia y el anhelo que en Sevilla me sobrecogen.

Cervantes y Valdés Leal condensan, cada uno a su modo, el espíritu de Sevilla: el realismo de Valdés   —181→   Leal es tan ineluctable como el idealismo de Cervantes. No estamos ya en el ámbito blanco en que reposa el pan a par del reloj, sino en un patio que Cervantes pone empeño en que nos de la sensación de suma limpieza. Cervantes dice que parecía verter carmín de lo más fino su enladrillado. Las gentes que aquí se congregan, hombres y mujeres, han podido escapar a la ley penal: no pueden sustraerse al ambiente señorial de Sevilla. Tienen sus ordenanzas y las observan fielmente; son respetuosos con el jefe que los preside y cumplen estrictamente sus promesas. Si no se puede ir más allá de Valdés Leal, no se puede tampoco ir concretamente, definidamente, más allá de aquellos relatos de Cervantes, como este del patio, que quedan en suspenso. La sensación más honda que Cervantes da, la ofrece en esas narraciones en que no acaba nada: esta del patio sevillano, la del licenciado Vidriera y la del cautivo, incluida en el Quijote. ¿Qué ha pasado después, transcurridos años y años? ¿Qué fin han tenido todos estos personajes? ¿Y por qué Cervantes deja en suspenso lo que todos deseamos saber? Lo indefinido sevillano nos aprisiona. Tomás Rueda, el licenciado Vidriera, se marchó de España; los dos mozuelos que hemos conocido en una venta y que hemos vuelto a ver en el patio sevillano, han desaparecido también. Termina la narración y no volvemos, naturalmente, a saber mas de ellos.

Vueltos al ámbito encalado de blanco, en la casa de María Antonia, nos tornamos a sentar. No hemos hecho nada en Sevilla y lo hemos hecho todo; no hemos visto nada y todo lo hemos visto. Sevilla, con su anhelo hacia lo que no conocemos y su añoranza por lo que ignoramos, ha entrado en nosotros.

-¡Ah, María Antonia! Tu sosiego lo quisiéramos nosotros, febricitantes artistas, para nuestras creaciones. Y tus palabras discretas, sin prurito de ingenio, claras y sencillas, las ambicionamos para nuestra prosa. María Antonia, en estos momentos de profundo y grato silencio, el pensamiento va del realismo extremado de Valdés Leal a la idealidad de Cervantes, también absoluta. Hemos perdido en Sevilla la noción del tiempo, y en vano el reloj, el tosco reloj de níquel, que suena reciamente, produce para nosotros su incesable tictac.



  —182→  

ArribaAbajoSu retrato

Quedamos algunos de los que hemos conocido a Miguel de Cervantes; finó Cervantes en 1903; no es yerro de imprenta. El conde de Romanones fue uno de sus dos discípulos predilectos; el otro lo fue don Trinitario Ruiz y Capdepón. Cervantes, cuando le conocimos los que le alcanzamos, era un anciano que caminaba despacio, ligeramente apoyado en su bastón, por el pasillo de la Cámara popular, sobre la muelle alfombra; se detenía de cuando en cuando en un grupo de parlamentarios o de periodistas; cambiaba con ellos unas palabras; sonreía afable a todos; entraba en el salón de Sesiones, dejaba el bastón en el banco azul y se sentaba con indolencia. Tenía una cabeza muy expresiva: la frente era ancha, noble; los ojos fulguraban, rasgados, con viva inteligencia; la nariz se perfilaba gruesa; había conservado en su vejez su cabellera, abundosa, naturalmente ondulada y sedeña; mostraba en todo su continente un aire de indulgencia -indulgencia para los errores humanos-, de cansancio, de espiritualidad. Al entrar en la Restauración, lo había sido ya todo en la política; podía, por lo tanto, hacer lo que es más difícil de hacer: esperar. Si alguna vez parecía impacientarse, se impacientaba simuladamente para satisfacer las impaciencias de sus parciales. El gran secreto de su gobernar, gobernar en España, era el de «dar tiempo al tiempo». Un semblancista, Miguel Moya, viendo el lado paradójico de la cuestión, ha escrito donosamente: «Sagasta, que es en la oposición un incansable e invencible combatiente, se retira a la vida privada en cuanto le nombran presidente del Consejo de ministros.» Siglos atrás, un agudo psicólogo, Gracián, había dicho, entre sus aforismos, que «muchas cosas que eran algo, dejándolas, fueron nada»; había recomendado también que «no se haga negocio de lo que no es negocio». El tiempo resuelve por sí solo muchas cosas que parecen aterradoras; no hurgando en un asunto intrincado y pasional, él mismo se va desvaneciendo. Pero nuestro Cervantes, tachado de negligente, tenía una voluntad   —183→   férrea; el conde de Romanones ha dicho que es achaque de observadores superficiales el creer que el carácter entero está en la inflexibilidad, y no en la hábil contemporización: «No parando mientes -escribe el conde, a propósito de Sagasta- en que se requiere mayor fuerza de voluntad para ser flexible y para acomodarse a las circunstancias, que para dejarse guiar por los imperativos de la propia convicción.» Sagasta fue en su juventud un hombre muy templado, en la acepción familiar de «valiente con serenidad».

Se ha descubierto un nuevo retrato de Cervantes; cuando se contempla esta efigie se advierten reminiscencias sorprendentes de ella en el retrato de Sagasta; los dos tienen la misma frente despejada, los mismos ojos inteligentes, la misma boca expresiva, los mismos pómulos un tanto prominentes, la misma barbilla corta. Cuando existe semejanza facial entre dos personas, existe también similitud de gesto, de movimientos, de voz y en el andar. Cervantes había sido igualmente un hombre templado; como Sagasta, se jugó la vida en alguna ocasión; emanaba de su persona un efluvio misterioso que se imponía: acaso uno de los elementos constitutivos de ese efluvio era, como en Sagasta, la voz, una voz llena, sonora, pastosa, insinuante. Ni salió de pobre Cervantes, ni pasó nunca de un vivir modestísimo, con haberlo sido todo, Sagasta. Decía nuestro personaje: «Yo no seré rico jamás. He pensado siempre que para vivir sólo necesitaba un par de huevos y un panecillo.» El tiempo era el aliado de Sagasta: el tiempo es un factor primordial en la obra capital cervantina, como alguna vez hemos tratado de demostrar; si Lope es el espacio, Cervantes es el tiempo. Hay un cansancio de inefable dulzura en la segunda parte del Quijote, y ese mismo cansancio subyugador es el cansancio de Sagasta, cuando, habiéndolo ya sido todo, se presta al mayor de los sacrificios, al encargarse del poder después del asesinato de Cánovas, tras el compás de un ministerio transitorio; se encarga del poder en las circunstancias más pavorosas para un gobernante. En la casa de Sagasta entraba todo el mundo; reinaba en ella un rebullicio incesante. En la casa de Cervantes, sobre todo en la época de Valladolid, debía de reinar también una confusión algo parecida. Cervantes lo tomaba todo con   —184→   calma, y Sagasta también. Para uno y otro, siendo lectores selectos, muy cultos, el mejor libro era la vida. De tarde en tarde, Cervantes gustaba de contar algún cuentecillo, en que resumía su experiencia: tal es, por ejemplo, el cuento del loco y el podenco. Sagasta resumía también su saber del vivir en cuentecillos análogos, como el del gorrión y su cría. El retrato de Cervantes, ahora descubierto, es un retrato vivo; los otros eran retratos muertos. «¡Ah, qué expresión tiene!», exclama Zuloaga.




ArribaAbajo Cuatro pintores

Necesitamos cuatro pintores. Las Novelas ejemplares, de Cervantes, se publican en 1613; tenía entonces Cervantes sesenta y seis años. En el prólogo de la obra, el autor traza un retrato físico de sí mismo; el retrato que hace Cervantes de su persona es incompleto; hubiera necesitado Cervantes, para completarlo, escribir algunas páginas de confidencias dolorosas. El retrato literario, tal como lo entendemos modernamente, estaba ya fundado; lo fundara, en la segunda mitad del siglo XVI, Santa Teresa de Jesús. Nada más completo y fino, entre los retratos trazados por la Santa, que el de Beatriz Ordóñez; todo está allí: lo intrínseco y lo exterior, el alma y el cuerpo, la psicología y la voz, el gesto, los movimientos. En relación con el retrato de Cervantes, necesitamos cuatro pintores; les vamos a dar un encargo honroso. Si los elegimos entre los vivos a quienes admiramos, los no electos podrían quejarse. No queremos que en esta empresa haya sentimiento, y menos resentimiento. Ponemos la mano en la mejilla -que es la actitud clásica- y meditamos. Al cabo, creemos tener resuelto el conflicto: entre los socios del Círculo de Bellas Artes, en 1880, haremos nuestra elección. El Círculo de Bellas Artes, hace sesenta y cuatro años, estaba instalado en la calle del Barquillo, número 5, principal; tenía abierta siempre -y era una buena idea- exposición de obras vendibles de sus socios pintores y escultores. Contaba el Círculo con doscientos sesenta y siete socios; lo presidía, honorariamente, don   —185→   Federico de Madrazo, y en efectividad, don Juan Martínez de Espinosa. No sabemos si vive alguno de los pintores socios de Bellas Artes en 1880.

Tenemos ya elegidos los cuatro pintores: Federico de Madrazo, Casto Plasencia, Antonio Muñoz Degrain y Emilio Sala; los dos últimos son valencianos. A estos cuatro pintores les entregamos sendas copias del retrato literario de Cervantes; lo hemos esquematizado. Dice así la hoja: «Rostro: aguileño. Cabello: castaño. Frente: lisa y desembarazada. Ojos: alegres. Nariz corva, "aunque bien proporcionada". Barbas: de plata; antaño, hace veinte años, fueron bermejas. Bigotes: grandes. Boca: pequeña. Color: vivo, antes blanco que moreno.» A los cuatro pintores les hemos rogado que, de acuerdo con tales señas personales, pinten un retrato de Miguel de Cervantes. Y los cuatro han aceptado con gusto el encargo. Se han tomado los cuatro quince días para desempeñar su cometido. Esperamos que se cumpla el plazo; esperamos con impaciencia. No cometeremos la indiscreción de visitar a ninguno de estos cuatro pintores en tanto estén pintando el retrato de Cervantes. Si visitáramos, por ejemplo, a Casto Plasencia, al entrar nosotros en su estudio quitaría el lienzo del caballete y lo pondría en el suelo, de cara a la pared. Plasencia, como en nuestros días Juan Echeverría, no gustaba de que se viera su obra antes de estar terminada.

Han dado fin los cuatro pintores a su tarea: tenemos ante nosotros cuatro retratos de Cervantes, según las propias indicaciones del autor del Quijote. Y los cuatro retratos difieren enormemente entre sí. El mismo Cervantes participaría de nuestro asombro. No hay que decir que los cuatro retratos son obras pictóricas admirables. El último, cronológicamente, de los grandes retratistas ingleses, Thomas Lawrence, tiene un consejo a los retratistas principiantes que podemos erigir en una ley, que se llamaría «ley Lawrence». Dice el pintor: «Encontrad el rasgo característico del retratado y no os preocupéis de lo demás.» ¿Y cuál es en Cervantes el rasgo esencial? ¿La frente, la nariz adunca, aunque proporcionada , los ojos, la boca, los bigotes, las barbas? Cada artista ha creído, según su propio genio, que el rasgo característico era el descubierto por él; de ahí   —186→   la variedad en los cuatro retratos. Siendo unos mismos todos, son todos distintos. Madrazo, Plasencia, Muñoz Degrain, Sala, han sido fieles a Cervantes y a sí mismos. Y eso, en resumen, es el arte: fidelidad a la Naturaleza y a la propia inspiración.




ArribaAbajo Cuando contaba la verdad de lo ocurrido en Sevilla

-Por fin, voy a contar la verdad de lo ocurrido -dijo Cervantes-. Y os la cuento a vosotras: vosotras sois atentas; sabéis escuchar. Hay ahora en la casa un momento de sosiego. Todo favorece la efusión: el silencio, vuestra solicitud, la tregua de mis achaques. Si se abriera alguna vez un concurso de supuestas aventuras mías, habría que ver el desborde de las imaginaciones. Quien intentara contar este suceso que voy a narraros se metería en un trampal. ¿Quién lo desatollaría? Cuando se cuenta la verdad de lo que ha ocurrido, no se suele contar la verdad ocurrida. Hay que esperar a que otro narrador quiera o sepa contar esa verdad; pero surge ese cronista, y tampoco nos dice lo cierto: así es la historia. Ahora, queridas escuchantes, no estamos en ese caso, esto no será un embaimiento, sino la verdad monda. Han llegado hasta mí referencias múltiples del caso; no podía ser otra cosa, dado lo raro del asunto. Todas las versiones que se rugen por ahí carecen de verdad. Cada cual dice lo que le peta. Hay quien supone que el lance ocurrió en Italia, otros en Sicilia, otros en Argel, otros en Valladolid, otros en Sevilla. Y yo, cuando oigo tales desvaríos, no puedo menos de sonreír. Ni me ocurrió la aventura en ninguno de esos lugares que he citado, ni ocurrido tampoco en los más concretos parajes de que se habla: un teatro, un diversorio, una venta en lo alto de un puerto, un mesón, el claustro de una catedral, una callejita, el sollado de un galeón, el ejido de un pueblo, una casa de estado, un trivio de donde parten tres caminos, un pastoral albergue, una ermita solitaria, la puerta de Guadalajara en Madrid... Veo que estáis sonriendo: no os voy a hacer esperar más. En seguida entro en materia. No esperéis, desde   —187→   luego, escuchar el relato de una aventura extraordinaria: no sabemos en la vida ni lo que es extraordinario, ni lo que es vulgar: eso lo han de decir los venideros, cuando el hecho haya tenido, en el tiempo, sus derivaciones.

(En este punto llega de la cocina el tintineo del almirez; Cervantes se detiene, entabla un diálogo con sus atentas auditoras.)

-¿No os he dicho que compréis un morterito de barro con su majadero de boj? En ese mortero podríais majar sin hacer ruido.

-Hacen ruido majando porque es preciso majar en el almirez.

-¿Y por qué es preciso majar en el almirez?

-Porque hay cosas que no se pueden majar en el mortero de barro.

-¿Y qué cosas son ésas?

-Lo que estarán majando ahora: pimienta, por ejemplo. El morterito de barro hace días que lo hemos comprado.

-¡Ah, no recordaba! Se me van las especies; pero del suceso que voy a narraros conservo intactos todos los pormenores. ¿Y sabéis vosotras que estoy por no contaros nada? Dudo un momento; ello por una razón obvia: lo que a mí me parece sustancial, acaso os parezca a vosotras insignificante. No me digáis que no; no mováis la cabeza de un lado a otro y no sonriáis. Conozco lo que es la imaginación femenina; sé que cuando se la estimula, ya no puede contenerse; anda descarriada. Eso puede acontecer en el caso presente. Aparte de que yo os diré la verdad de lo ocurrido, sin veladuras, sin requilorios; luego vosotras le pondréis arrequives que la festonen. Y tendremos una versión más corriendo por el mundo. Antes de entrar de lleno en el asunto deseo, como proemio, deciros algo que me ocurrió estando en una venta, un día que me encaminaba a Sevilla; me aposentaron en un camaranchón, con una cama de tablas. No me importaba a mí el desacomodo del hospedaje; acostumbrado estoy a vivir estrechamente; iba yo devanando en el magín el desenlace de una novela que había comenzado en Madrid; no daba en el quid. De pronto, al asomarme a la ventana y contemplar el paisaje de vastas tierras paniegas, con   —188→   el verde alcacel por tapiz, vi con toda claridad lo que no podía desentrañar. Y ese episodio era, en verdad, un suceso magno para mí.

(Se oyen fuertes martillazos; vuelve a suspender su relato Cervantes; se cambian preguntas y respuestas entre el narrador y su público.)

-¿Quién da esos martillazos?

-Juan el cerrajero.

-¿Y por qué da martillazos Juan el cerrajero?

-Tú mismo has dicho varias veces que lo llamáramos.

-¿Y para qué hemos llamado a Juan el cerrajero?

-Para que arregle los goznes de la puertecita del corredor.

-¿Tiene algo que arreglar la puertecita del corredor?

-Lo has visto tú mismo infinidad de veces.

-¿Qué es lo que he visto yo?

-Has oído que chirriaban los goznes y has visto que estaban herrumbrosos.

-¿Y por eso habéis hecho que venga Juan el cerrajero?

-Supongo que no querías que viniera para otro menester ajeno a su oficio.

-¡Ah, es verdad! Tan verdad como lo que voy a contaros; os lo estoy contando hace una hora y todavía no he pasado del introito. Debéis perdonarme; suelo tener estas olvidanzas. Digo olvidanzas, a lo antiguo, cuando había caballeros andantes, porque me acuerdo de mi don Quijote. Y me acuerdo porque cuando Sancho, después de dimitir su cargo de gobernador, emprendió el camino y cayó en una sima, escribí que andaba por sus profundidades «a veces a oscuras y a veces sin luz». Quería yo decir que siempre caminaba envuelto en las tinieblas: no lo dije. Eso me va a pasar ahora: querré decir una cosa y la diré redundantemente, si es que, al cabo, logro desembuchar. Vamos a ver, ¿cómo os figuráis vosotras que es la aventura que os voy a contar? Sabéis lo que se corre por ahí; no seréis tan candorosas que prestéis asenso a las hablillas del vulgo; esos reportes son sencillamente una patraña. La verdad de lo ocurrido es otra. Hasta el presente no la conoce nadie; sois vosotras las primeras que vais a tener en vuestras manos la verdad. No; no os bulláis de impaciencia. ¿Es que os canso?   —189→   ¿Acaso no podéis esperar unos minutos? Todo lo que, como prolegómenos, vaya diciendo, veréis luego que era indispensable. Quietecitas un instante; dejadme que hable con todo reposo. No me taséis el tiempo; ya he vivido mucho y quiero tener en mis palabras y en mis gestos sosiego placentero.

(De la calle penetra el grito largo de un vendedor; Cervantes calla de nuevo; pregunta y le contestan.)

-¿Qué es ese grito?

-Lo has oído mil veces.

-¿Es el grito del melcochero?

-Es el grito de un vendedor de flores.

-¿Cuáles son las flores que vende?

-Las de la estación.

-Y ahora, ¿en qué estación estamos?

-Pero Miguel, ¿es que no sabes el día en que vives?

-¿Es que lo sabéis vosotras?

-Nosotras sabemos que hace un siglo que nos estás principiando a contar la verdad de lo ocurrido, y que esa verdad no llega.

-Si vosotras, como acabas de decir, hacéis un siglo de lo que es un momento, entonces no sabéis tampoco el día en que vivís. Pero continúo con mi relato. Las flores que vende ese florero me contraen a la realidad; vais a ver de qué modo. En las numerosas versiones del suceso que voy a narrar, desempeña un papel importante una flor. ¿Qué flor era esa? Unos dicen que clavel, otros que rosa, otros que dalia, otros que jazmines. Os diré que se trata de una rosa: una bella rosa amarilla. No os anticipéis y creáis que el lance famoso es amatorio. No hay tales amores. ¡Cuán lejos estáis de barruntar lo que la gualda rosa representó en la aventura! La llevaba yo en la mano en el preciso momento en que ocurrió lo inesperado: lo que nadie podría sospechar. Y a esa rosa debí el que el lance no tuviera consecuencias funestas. ¡Ah, lozana rosa amarilla! Parece que la tengo todavía entre mis dedos; su amarillez es suavísima; su fragancia trasciende por todo el ámbito. ¿Y qué ámbito era ése? Entro ya, decididamente, en mi relato; no quiero haceros esperar más. Pero si he gastado parola, bien comprenderéis que lo necesitaba. Ya habéis visto que todos los libros, o casi todos, llevan prólogos.

  —190→  

(Se oyen voces que vienen del fondo de la casa; una vez más se suspende Cervantes.)

-¿Qué voces son ésas?

-¿No conoces la voz de Eulogio?

-¿Quién es Eulogio?

-El cosario de Esquivias.

-¿El cosario de Esquivias?

-Pero, Miguel, ¿es que no te acuerdas de que el cosario de Esquivias viene todas las semanas?

-¡Vamos, vamos corriendo a ver al cosario de Esquivias! -exclama Cervantes.

Y entre sí añade sonriente:

-Creo que las he embromado un ratito. Después de todo, ¿no es esto una aventura?




ArribaAbajo Su actitud verdadera

Se han comenzado a publicar unos primorosos folletos de divulgación del Quijote. En el primero se publica un breve, sencillo, claro, preciso ensayo de don Francisco Rodríguez Marín. El trabajo del maestro es excelente. Sabemos, leyéndolo, lo que, en resumen, necesitamos saber de Cervantes y de su obra. ¿Se quiere mucho a Cervantes en España? Existen actualmente dos sociedades cervantinas: una lleva por título «Los Amigos de Cervantes»; la otra se titula «Los Amigos de Miguel». Es casi desconocida esta última; la componen sólo siete admiradores de Cervantes. Cuando hay una vacante se cubre por elección; las vacantes son muy apetecidas. Nadie conoce esta reducida y selecta asociación. No celebra sus sesiones con motivo de fechas señaladas en la vida de Miguel, ni de efemérides notables, ni de casos singulares. Cuando le place, un día al mes, y donde le place, en algún lugar cervantino, la sociedad se reúne. Charlan los amigos de Miguel sosegadamente; discuten sin ardimiento; tal vez se lee algún trabajo que no pasa de seis u ocho cuartillas. Y eso es todo. En Alcalá de Henares, en Esquivias, en El Toboso, en Valladolid, en Castro del Río, en Sevilla, en Madrid mismo celebra sus sesiones esta sucinta sociedad. La última se celebró en Alcalá de Henares. Al saber Cervantes, en los   —191→   Campos Elíseos, que esa sesión se iba a celebrar, decidió presenciarla. Estaba Miguel en compañía -su habitual compañía- de fray Luis de Granada y de Garcilaso. Los tres, fray Luis, Garcilaso y Cervantes, son los escritores clásicos que más hondo han «sentido».

-¿Vas a hacer una asomada por el mundo? -preguntó fray Luis.

-¿Y en qué forma te vas a presentar? -interrogó Garcilaso.

Y Miguel, sonriendo, contestó

-Tenemos los moradores de los Campos Elíseos, bien lo sabéis, la facultad de poder visitar la tierra. Podemos hacernos visibles y podemos, invisibles, pasar inadvertidos. Haré yo las dos cosas: me verán y no me verán. Seré visible y seré invisible. Y en cuanto al atavío, ¿qué atavío voy a llevar sino el que, proporcionalmente, con arreglo al tiempo, pero según mi fortuna cuando vivía, me corresponde en los días actuales?

Los amigos de Miguel marcharon a Alcalá de Henares. Dieron un paseo por los alrededores de la ciudad, y como vieran una casita campesina, en ella se metieron. La casa era mitad venta y mitad masada. Tenía una anchurosa cocina de campana. Era invierno. En el hogar ardía una confortadora lumbrarada. En la casa sólo había una mujer anciana que andaba de un lado para otro, trajinando en los menesteres domésticos. Fueron bien acogidos. Se sentaron frente al fuego, y Paco Helices, el fino y sensitivo poeta, presidente de la sociedad, dijo:

-Señores: ábrese la sesión. El tema de hoy va a ser interesante. Nos hallamos en una casa rústica; lo mismo puede ser de hace veinte años que de hace cuatro siglos. La componen paredes rojizas y desnudas. Y la cocina es una cocina perenne. Perdurarán en Castilla estas cocinas en tanto que haya fuego. Figurémonos que Miguel, nuestro amigo, ha dado un paseo por la campiña y ha entrado en esta casa a reposar un poco. Lo tenemos allí, en aquel rincón, sentado en una silla de pino con asiento de esparto. ¿Cuál es, señores, la actitud de Miguel? ¿Cuál es su actitud verdadera?

-Entendámonos -dijo otro de los amigos-. ¿Se trata de Miguel joven o de Miguel viejo? ¿Es Miguel,   —192→   animoso, o es Miguel, rendido por la pesadumbre de los años y las decepciones?

-Creo -volvió a decir el presidente- que entramos, sin saberlo, en el fondo de la cuestión. Se ha dicho «rendido por los años y por las decepciones». Eso indica ya cierto estado de ánimo. En efecto, es de Miguel viejo de quien se trata; de Miguel a los sesenta años; de Miguel desengañado de la vida.

-¿De Miguel desengañado de la vida, querido presidente? ¿Acaso Miguel llegó a estar nunca desengañado? ¿No tuvo siempre esa ingenuidad noble, esa confianza infantil, esa espontaneidad cautivadora que tienen los niños y las mujeres y que le hacían ser lo que era?

-Estamos en pleno asunto -observó Paco Helices-. Precisemos, ante todo, la actitud física, material; tenemos a Miguel sentado en aquella silla del rincón. Y yo os digo: ¿cuál es su verdadera actitud?

-¿Su actitud en el continente todo, en la faz, en los ojos, en los labios, en los brazos, en las piernas?

-Exactamente, puesto que su actitud física ha de reflejar fielmente su personalidad espiritual. Su actitud física nos expresará el estado de su espíritu, sus esperanzas, sus desengaños, sus alegrías, sus dolores.

-La actitud no puede ser, en Miguel, más que la de un perfecto reposo, una perfecta serenidad.

-Pero ¿serenidad sin dejo de amargura? ¿Sin sabor de sarcasmo? ¿Sin arrequives de ironía?

-¿Y por qué sarcasmo, ironía y amargura? Miguel era un hombre extremadamente bondadoso. La vida le había vencido, es cierto; pero la bondad de su corazón le hacía conservar una serenidad inalterable. Además, señores, ¿es que cuando se ha perdido ya toda esperanza, cuando no se espera ya nada de nadie, no se tiene, siendo inteligente, como lo era Miguel, una suave, delicada, inefable indiferencia por el mundo y por las cosas, que nos coloca por encima de toda pasión, de la ironía, del sarcasmo, del despecho, de la envidia, de la ambición?

-¡Exacto, exacto! -exclamó Paco Helices-. Nos vamos acercando a la solución del problema. Ése es Miguel. Ése es el Miguel que tenemos ahí, sentado, en actitud de reposo profundo, de maravillosa serenidad.

  —193→  

-¿Es que Miguel no tenía conciencia de su valer? ¿No supo él lo que había hecho al escribir el Quijote?

-Lo supo; tenía conciencia de su valer; sabía él que sin el prestigio de otros, sin el renombre entre los cultos que gozaban otros, él valía más que esos otros.

-¿Y no habría amargura en su actitud?

-¿Y por qué amargura? Precisamente esa conciencia de su valer era lo que le daba la serenidad. Valiendo más que esos otros, él se veía mezclado a un mundo humilde, prosaico, de que otros se veían libres. Y él, entre las cosas prosaicas, vulgares, en el vivir rudo, grosero, se complacía a solas consigo mismo, en su profunda soledad, en poner serenamente en ese mundo un ambiente de espiritualidad, de comprensión piadosa, que los otros, los prestigiosos y afortunados, no podían poner. ¡Y ésa es la clave de su serenidad!

-De su serenidad -corroboró el presidente-, viéndose viejo, achacoso y sin amparo positivo de nadie. Acabó la sesión. Se disponían a regresar a Madrid los amigos de Miguel. Habían hecho la excursión en automóvil. Paco Helices dijo:

-Yo os dejo. Voy a regresar en el tren. Ya sabéis que de cuando en cuando me gusta viajar en tercera. Voy a charlar un poco con labriegos y gente popular. Hasta la noche.

Por las noches se reunía la tertulia en casa del presidente. Estaban aquella noche reunidos, cuando Paco Helices habló así:

-Os voy a contar lo que me ha sucedido en el viaje de Alcalá a Madrid. No me ha salido mal la cuenta. He cosechado algo. La cosecha ha sido de observaciones curiosas. No hay como los labriegos españoles para hablar bien. ¡Qué castellano tan vigoroso y expresivo! Pero no es de esto de lo que os quiero hablar. He visto en un rincón del coche en que yo viajaba, coche de tercera, un tipo de señor de pueblo que me ha impresionado. Era como el mismo Miguel de Cervantes. La frente ancha, los bigotes gruesos y caídos, las barbas de plata, los ojos serenos, los dientes grandes y delgados... ¡Qué profundo reposo en su actitud! Habíamos estado toda la tarde discutiendo sobre la actitud verdadera de Miguel, y, lo que son las cosas, de pronto,   —194→   sin esperarlo, se me presenta un caso de analogía tal, de tal parecido, que yo no podía apartar la vista de ese señor

-¿Y no le hablaste?

-¡Ya lo creo! Todo el camino fui charlando con él.

-¿Y qué decía?

-No decía nada notable. Eran cosas como las que se le ocurren a todo el mundo. Lo singular era la manera de decirlas; un tono de placidez, de dulzura, de profunda simpatía, que hacía que las palabras más vulgares adquirieran un valor insospechado.

-¡Es curioso!

-¡Es raro!

-¿Y el traje?

-Ya podéis figurároslo: un traje pobre, negro, muy raído, pero limpio. Y el sombrero también raído y pobre.

-¿Y no te dijo nada, absolutamente nada notable?

-Sólo poco antes de llegar a Madrid, hablando de las cosas de la vida, dijo: «Quien tema a la soledad no podrá nunca comprender el misterio profundo de la vida.» Y a punto de despedirnos, en la estación, me dio su tarjeta. Con la precipitación de la despedida no la leí. Aquí debo tenerla.

Rebuscó el poeta en sus bolsillos. Y al cabo de un momento sacó una tarjeta. Todos se acercaron para verla. El presidente de los amigos de Miguel leyó: «El amigo de sus amigos.»

-¡Raro!

-¡Curioso!

-¡Extraño!

Y como el presidente repitiera instintivamente, sin proponérselo, la frase «el que tema a la soledad no podrá comprender nunca el misterio profundo de la vida», todos se sintieron sobrecogidos. Experimentaban la sensación profunda y misteriosa de que alguien, invisible, estaba entre ellos. Y de pronto, con un solo movimiento, se pusieron en pie, e inmóviles, rígidos, estáticos, guardaron un minuto de silencio.



  —195→  

ArribaAbajoEl viaje del Parnaso

Hambre sutil


La labor ingente de don Francisco Rodríguez Marín se acrece con una nueva obra. Ha publicado Rodríguez Marín una edición crítica del Viaje del Parnaso, de Cervantes. La obra condensa un trabajo formidable. Trabajo, fina intuición, erudición caudalosa, comprensión íntima de Cervantes y de su época, resplandecen en estas páginas. Este volumen nos ofrece, además del poema de Cervantes, una historia de la literatura clásica, otra historia del estilo en el siglo XVII, un tratado de estética histórica.

Cervantes, a los sesenta y seis años, habitante en Madrid, desde su casa de la calle del León, emprende imaginativamente una larga peregrinación. Añora las andanzas de sus años mozos. Se representa el Mediterráneo, por donde él anduviera antaño. En la alta meseta castellana, a 650 metros sobre el Mediterráneo, este mar azul y sereno, este mar con irisaciones de oro en sus calas profundas, se impone a Cervantes. Con el Mediterráneo surgen en la memoria del poeta remembranzas de antiguas sensaciones. El anciano se siente joven. El anciano olvida por un momento sus cuitas del presente. No sabemos a punto fijo lo que Cervantes se ha propuesto al escribir este poema. En la obra se finge que un poeta, el propio autor, hace un viaje al Parnaso. Para llegar a Grecia desde la ribera española, desde Cartagena, hay que atravesar el Mediterráneo. En el Parnaso se congregará multitud de poetas españoles. Cervantes los va enumerando. Sobre las frentes de todos coloca Cervantes una ramita de laurel.

En el Viaje del Parnaso hay preciosos rasgos autobiográficos. No será necesario insistir sobre la pobreza de Cervantes. Nos colocan esas confidencias del autor en el centro del problema. Cervantes ha trabajado durante toda su vida. No ha conseguido una posición holgada. Cervantes ha sufrido crueles adversidades. No está ahora, en su vejez, a cubierto de la necesidad.   —196→   Se ha inculpado a Cervantes de no tener amigos. Se le ha motejado de descontentadizo. Al meditar en su situación aflictiva: a solas consigo mismo, ¿no sentirá Cervantes el ansia de un ambiente que le circuya y le conforte? Todo se puede tolerar en la vida si contamos con un apoyo moral. Todo puede ser llevadero -aun lo más amargo- si manos amigas estrechan nuestras manos. Solo, enfermo, lejos de su mujer, fracasado en su matrimonio, «muy sin dineros», como él ha dicho, Cervantes necesita, como el aire, como el agua, como la luz, ese ambiente de simpatía y de cordialidad que mitigue sus penas. Y este poema, en que él generosamente discierne elogios, elogios para todos, elogios para amigos y para enemigos, puede hacer que en torno de Miguel, viejo, pobre y enfermo, se forme esa atmósfera confortadora. No estará ya tan solo si le rodea la buena voluntad de todos. No se sentirá ya tan infortunado si le alienta el afecto de todos. Las penas serán menos si son compartidas por tanto compañero elogiado por él.

En el Viaje del Parnaso hay, entre otros pormenores autobiográficos, algo que nos parece esencialísimo. Al escribir estas palabras lo hacemos con emoción y con ternura. No quisiéramos abordar el tema. No quisiéramos tampoco acaso que Cervantes lo hubiera abordado. Nos entristece que el mismo Miguel haya hecho públicas estas congojas íntimas. Hoy Cervantes no es lo que era en el siglo XVII. Su nombre va ligado supremamente a España. Su nombre es la más bella presea de España. Y es de España misma de quien hablamos al traer a examen este doloroso asunto. Es de España misma de quien hablamos al hablar del hambre de Cervantes. Sí; Cervantes lo confiesa. Cervantes habla en su poema del «hambre sutil». El reflejo autobiográfico de esas palabras es reconocido por el mismo Rodríguez Marín. El calificativo de «sutil» aplicado al hambre nos hace meditar. Sutil no querrá decir hambre descompasada, frenética. Sutil se refiere sin duda a estrechez en el mantenimiento. Se come; pero no se come lo debido. Se come; pero no disponemos de aquellos alimentos que en nuestra salud feble, necesitamos. Podemos cubrir las atenciones diarias; pero lo hacemos malamente y con ahogos. El hambre sutil, con relación a Cervantes, es sintomática de toda una época, de   —197→   una clase social -la de los trabajadores- cerebrales y de una nación.

«¡Adiós, hambre sutil de algún hidalgo!», exclama Cervantes al despedirse de Madrid para emprender el viaje. Pero la despedida es falaz. La situación de Cervantes continúa siendo la misma. Aquí se halla, en la calle del León, en esta casa que él llama también «lóbrega». El hambre sutil nos trasporta en un vuelo a otra de las obras capitales de Cervantes: la tragedia Numancia. No existe en todo nuestro teatro antiguo y moderno obra superior, de más intensa emoción y de más honda humanidad que la Numancia de Cervantes. La Numancia hace par con el Quijote. El sentido profundo de humanidad transpira en una y otra obra igualmente. En el Quijote se interpone el velo de la ilusión. En la Numancia, la sensación de humanidad -fina piedad humana- se nos da directa y franca. El humor ha desaparecido. En la meseta soriana experimentamos sin ficciones novelescas la misma sensación que en la llanura manchega. Meseta y Mancha se nos adentran en la sensibilidad. La originalidad de la Numancia estriba en la clase de heroísmo que Cervantes nos pinta. El heroísmo de la Numancia está matizado por lo íntimo, familiar y humano. Los numantinos pretenden que la guerra, para evitar sangre y lágrimas, se reduzca al pugilato de un numantino y un romano. Las mujeres se obstinan en no abandonar a sus maridos al saber que éstos se arrojan a la muerte. Un amante sale al campo enemigo a robar un pedazo de pan para su amada. El amigo de este joven se empeña en acompañarle en tan arriesgada empresa. Ya más familiarmente, vemos cómo un niñito pide pan a su madre y le dice que él está muy cansado de caminar tanto. La sensación desgarradora del hambre se sobrepone a todo en esta tragedia. Llegamos al nexo de la obra. Lo más fuerte que existe entre los humanos -más fuerte que la muerte- es el amor. El amor salta por todo y a todo se atreve. Y aquí, en la Numancia de Cervantes, esta fuerza máxima del mundo es vencida por el hambre. La escena en que la mujer amada confiesa angustiadísima a su amado que tiene hambre se alza sobre todo lo más trágico que en todas las literaturas haya podido imaginarse.   —198→   El lector, si es sensible, permanece anhelante con el libro en la mano, sin proseguir en la lectura. «¡Adiós, hambre sutil de algún hidalgo!» No; desgraciadamente, el hambre, pudorosa hambre, recatada hambre, hambre que se encubre con dignidad, queda aquí con el amado Miguel. El problema de la libertad y el del pan cotidiano, en el caso de Cervantes, son en realidad uno mismo. Pero procede, a nuestro parecer, introducir una variante en la tesis -exactísima- de Américo Castro. Cervantes sabe lo que es la pérdida de la libertad. Años enteros ha vivido Cervantes privado de libertad. Mas al tratarse de exteriorizar su íntimo pensamiento, el conflicto que se le presenta a Cervantes es ante todo el del temor a perder su pan. La exteriorización del verdadero pensamiento puede ocasionar la pérdida de la libertad. La pérdida de la libertad equivale a una pulmonía, un ataque cerebral o la rotura de un miembro. Se soporta todo ello según las fuerzas de cada cual. La exteriorización del prístino pensamiento puede acarrear también la pérdida o el enfriamiento de las relaciones sociales que nos son necesarias. Y eso es más terrible que lo otro. Porque eso trae consigo la privación del pan cotidiano en estos días de vejez, de pobreza y de enfermedades, en que no podemos ganarlo por nosotros. De ahí los excesivos elogios de Cervantes a un Lemos o un Rojas. Y sus encarecimientos de tal medida de gobierno odiosa. Y sus loanzas ponderativas de tales o cuales reyes. Había que proceder con suma cautela. Afortunadamente, la sensibilidad traiciona muchas veces al pensamiento. El pensamiento dice una cosa y la sensibilidad creadora hace otra. En el caso de la expulsión de los moriscos, las palabras celebran la expulsión. Y la sensibilidad crea este personaje tan bueno, tan generoso, tan cordial, del morisco expulso, de Ricote.



  —199→  

ArribaAbajoAlto en El Pedernoso

Don Quijote


En marcha hacia el claro Levante. Y hagamos un alto en El Pedernoso. Cuando se sale de Madrid con dirección a Levante, pasado Aranjuez; se encuentra Ocaña. En Ocaña se bifurca la carretera. El ramal de la derecha conduce a Andalucía. El de la izquierda se dirige a Valencia, Alicante y Murcia. Después de Quintanar de la Orden nos encontramos en El Pedernoso. Nos dice Madoz que El Pedernoso se halla edificado «en terreno llano y sobre una cantera de pedernal». El término es abundante en plantas útiles y en granos. Se halla enclavado en la provincia de Cuenca y dentro del partido judicial de Belmonte. En Belmonte nació fray Luis de León. Pertenece El Pedernoso a la Audiencia territorial de Albacete. En El Pedernoso hacían cambio de tiros las antiguas diligencias. El revezo se efectuaba en esta posada en que acabamos de entrar. La posada se llamaba Nueva a principios del siglo XIX. Su patio es ancho. Ha entrado lentamente en su ámbito un magnifico automóvil. Viene, tras largo rodaje, del país de Francia. Donde antes marcaban sus huellas delebles las diligencias, han marcado sus delebles huellas los neumáticos del automóvil. Del coche han descendido un caballero francés y su secretario. El caballero se llama Paul Lelong, y el secretario, Roberto Durand. Todo ha sido mostrado en la posada detenidamente a estos dos viajeros. Durand trae debajo del brazo una abultada cartera. Con los viajeros franceses se han congregado en el mesón, por acaso, otros viajeros españoles. Nada podría decir la cortesía, el porte señoril y la reposada palabra de Paul Lelong. Su secretario escucha y asiente. A veces, sin embargo, muestra con un ligero gesto, apenas visible, su discreto disentimiento.

Paul Lelong manifiesta vivo interés por esta posada. La posada es bonita. Desde el patio, una puertecita   —200→   franquea el comedor. El patio tiene amplio techado, bajo el cual se resguardan de la lluvia y el sol los carruajes. En un ángulo reposa rotunda y tobosina tinaja. No sirve ya para los líquidos. No se guardan en ella, desde hace tiempo, ni el rico Yepes ni el exquisito Ocaña. Un arbusto, florido en primavera, surge de su angosta boca. Otra puerta, desde el mismo patio, conduce a la cocina. Allá, a la derecha, al final, se ven los muros negros del hogar. De arriba, por la ancha campana de la chimenea, desciende una viva claridad. En los altos están los cuartos de los huéspedes. En un corredor blanco se abren las puertas. Tienen las paredes un zócalo de intenso azul. Separa lo blanco de la cal y lo azul del añil una rayita negra. Todo es limpieza y orden en la casa. La luz penetra en el pasillo por una ventana enrejada. Si nos asomamos a ella, contemplaremos el paisaje manchego. La verdadera Mancha es la Mancha abocada a Levante. En El Pedernoso se da el punto inicial de la más clara Mancha. Paul Lelong y su secretario vienen a España a visitar los lugares quijotescos. Estarán en Argamasilla, en el Toboso, en Ruidera, en Puerto Lápice, en Sierra Morena. El Pedernoso les ofrece la más bella posada española. Su sencillez, su limpieza y su vivo concierto de colores -blanco, azul y negro- les prometen vivas sensaciones de arte. En la penumbrosa cocina, los ojos del caballero no pueden apartarse del fúlgido y sedante resplandor que, entre paredes foscas, tapizadas de hollín, baja del clarísimo cielo de la Mancha.

Ha llegado la hora de comer. En la venta cada cual se dispone al transitorio yantar según sus posibles. Pero Paul Lelong, caballeroso, ha convidado a todos. España es acogedora, y Francia es cordial. La venta toda está en silencio. La paz más dulce reina entre los congregados dentro de estos muros históricos. Podrá ser éste un momento del siglo XX, siglo con automóviles, y podrá ser otro momento del siglo XIX, con sus diligencias. Los artefactos son diferentes. Lo positivo es el perfecto acuerdo tácito que une los corazones. La merienda que Paul Lelong trae en la arqueta de su coche magnífico es suculenta. Puesta sobre la mesa de blanco y lavado pino, todos van participando de sus   —201→   exquisiteces. La conversación se desliza amable. Un buen Burdeos parece pedir, en correspondencia cordial de nación a nación, la réplica de un claro y fresco Valdepeñas. El Valdepeñas es traído por manos amistosas. Después de apurar un buen vaso, pasada la lengua por los labios, Paul Lelong se ha levantado lentamente. Estamos en los postres de la comida. Hay a veces en las casas manchegas, colgado en el zaguán, un manojito de las espigas mayores y mejor granadas del año. Paul Lelong ha cogido uno de estos manojos que en el muro pendía y con él en la mano se ha tornado a su sitio. Todos le miran con expectación. Y el andante francés, sonriente, con las espigas en la diestra, ha dicho:

-Estas espigas, señores, son símbolo de la abundancia en la paz. ¡Dichosos los tiempos en que la humanidad era regida por la ley del amor! Pero la Arcadia verdadera no está detrás de nosotros, en los siglos pretéritos, sino en lo por venir. Europa está enferma. La estremecen convulsiones profundas. Adolece de irritaciones inmotivadas. Se ha perdido la ecuanimidad y se marcha velozmente hacia lo inesperado. Lo inesperado -que todo el mundo espera- es la conflagración. La lucha del hombre contra el hombre constituye ya la regla unánime. No desesperemos por esto, señores. No apoquemos nuestros ánimos. No nos rindamos al pesimismo. En los mismos hechos luctuosos que presenciamos debemos inspirar nuestra fe. La humanidad sabe dónde va. Seamos finalistas, sí, finalistas de la concordia. Pongamos nuestro pensamiento en la Arcadia futura. Al igual que el hombre ha vencido otros mayores obstáculos, desde la caverna a la tierra labrada, desde la vida nómada a la vida urbana, desde el esclavo hasta el ciudadano libre, así vencerá otras etapas que quedan por vencer. ¡Bebamos, señores, por la paz y el trabajo! ¡Bebamos por el ideal de fraternidad universal que se realizará sobre la tierra!

Y todos han levantado sus vasos y han bebido.

Jean Cassou es uno de los ingenios más finos y cultivados de la Francia literaria actual. Rinde simpático culto a España. La Academia Española, en su última sesión de la primavera (19 35), le ha nombrado correspondiente   —202→   suyo en la Gran República. Jean Cassou ha restaurado viejas traducciones francesas del Quijote y ha hecho con todas un texto primoroso. Discretas notas lleva también la moderna edición. Comprensivo prólogo sirve de pórtico. La edición es maravilla de tipografía. ¡Si tuviéramos en España un Quijote así! ¡Si tuviéramos un Quijote en un solo y ligero tomo, llevadero en el bolsillo! El análogo de Maucci no llega a éste. En un volumen se han publicado todas las obras de Cervantes. Se le ha olvidado al colector el índice del Quijote. Bien es verdad que también queda olvidado el índice del Persiles. Jean Cassou y el editor de esta maravillosa colección de La Pléiade prestan un magnífico servicio a las letras humanas.

¿Y qué influencia ha tenido en Francia la obra capital de Cervantes? Repasamos in mente la literatura francesa y no lo apercibimos con claridad. ¿No lo apercibimos? Existe un libro francés escrito por el literato más personal del siglo XVIII. En ese libro, un caballero y su criado divagan por los caminos. Toda la obra consiste en el diálogo que amo y criado mantienen. Nuestro Quijote es una víctima de la fatalidad. Y Santiago, el personaje de Diderot, es un fatalista. Diderot nombra en su obra Santiago el fatalista al inglés Sterne. Los críticos, a propósito de esta obra, nombran también a Sterne. Pero presumimos que lo subconsciente de Diderot iba por otro camino. Decía el maestro Montaigne: La mémoire nous représente non pas ce que nos choisissons, mais ce qui lui plaît. La memoria no representaba a Diderot lo que él había escogido, sino lo que le placía a la misma memoria. Lo que le placía a la memoria en este caso, era el Quijote. Don Quijote y Sancho son nombrados en el libro de Diderot. El caballero y su criado, Santiago, se enredan en frecuentes pelamesas, como don Quijote y Sancho. Sancho lleva siempre consigo su bota de buen vino, y Santiago no se aparta de su gourde remplie du meilleur, o sea de lo caro. En una venta reúne Cervantes inopinadamente a personajes suyos. En otra venta congrega Diderot a diversos personajes de la novela y pinta escenas tan curiosas como las del Quijote. Un curioso impertinente da motivo a Cervantes para injerir en la novela una primorosa narración. Una curiosa impertinente, la señora   —203→   La Pommeraye, ofrece a Diderot materia para una narración maravillosa. Todo el ambiente, en fin, en la obra de Diderot acusa, no imitación directa o trasunto fiel, sino una lejana, ideal y bella resonancia de nuestro gran libro.




ArribaAbajoEl primer cervantista

Estilo


-¿Existe o no existe este primer cervantista?

-¡No existe!

-¡Sí existe!

-¡Eso no es verdad!

-Eso es verdad.

-¡Orden, señores; un poco de orden! Sí existe ese primer cervantista. ¿Y cómo se llama?

-¡Sánchez Márquez!

-¡Gómez Sánchez!

-¡Torres Gómez!

-Nada de eso, señores. Este primer cervantista se llama Francisco Márquez Torres. Son muchos los documentos que niegan la existencia del primer cervantista. Sólo de raro en raro, en algún documento aislado, se afirma su realidad indudable. Sí, Francisco Márquez Torres ha vivido. Y ha vivido en diversos parajes de España. Francisco Márquez Torres ha escrito una página fina, fervorosa, clarividente, honda, original sobre el Quijote. En la segunda parte del Quijote, publicada en 1615, Márquez Torres pone su aprobación. Y esa aprobación es un elogio entusiasta de Cervantes. Pero esa aprobación es suprimida en casi todas las ediciones del Quijote. Por eso decíamos que si hay algún documento que acredita la existencia de Márquez Torres, hay, en cambio, muchos -casi todas las ediciones del Quijote- en que se niega. Se consultan docenas y docenas de ediciones del Quijote y vemos en ellas omisa la aprobación de Márquez Torres. Se repasan ediciones del Quijote con pujos de artísticas y con arrequives de críticas, y esa aprobación es silenciada. Francisco Márquez Torres escribía sencilla y   —204→   elegantemente. Si su fragmento célebre -dos páginas y media en la edición príncipe del Quijote- nos cautiva, es por lo clara y limpiamente que está escrito. Lo concreto se funde en esas páginas con lo abstracto. No puede haber escritor verdadero sin el sentido de lo concreto. Márquez Torres tiene ese sentido. Cuando se ha explayado el autor por lo abstracto, de pronto evoca un hecho. Va a contarnos algo y desea precisar. Sí, ha ocurrido lo que él va a decirnos en tal día. Dos días después del hecho es cuando él escribe. Lo que cuenta Márquez Torres está, pues, reciente. Gravita sobre su espíritu. Se halla presente ese hecho en su sensibilidad de un modo hondo e indeleble. Esa precisión inesperada de Márquez Torres eleva de improviso todo el tono de la página. De lo abstracto -la penumbra- se pasa de un brinco a lo luminoso y tangible. Y ése es el acierto de esta página realmente maravillosa. Página que se suprime, torpe y absurdamente, en casi todas las reimpresiones del Quijote.

¿Y cuál es la psicología de Francisco Márquez Torres? Márquez Torres es capellán del cardenal-arzobispo de Toledo. Se encuentra en Madrid. El arzobispo es don Bernardo de Sandoval y Rojas. Cuando pasamos en automóvil desde San Sebastián a Madrid, o viceversa, por Aranda de Duero nos acordamos de este amigo de Cervantes, natural de dicha ciudad. El arzobispo va a devolver visita a un embajador extraordinario de Francia. Los allegados del embajador preguntan a Márquez Torres por Cervantes. Y Márquez Torres les explica -el 25 de febrero de 1615- quién es Cervantes y cómo vive. Márquez Torres es pobre. Ha de vivir todavía mucho. Muere a los ochenta y dos años. Su salud ha sido siempre quebradiza. Y en este punto entra la labor del psicólogo. Márquez Torres, débil, achacoso, ha de cuidarse mucho. No puede permitirse lo que los demás se permiten. Su vida está en constante peligro. Generalmente los frágiles de salud son los que viven luengamente. Siempre están alerta y previenen con sus cuidados todo incremento del mal. Llegan, por lo tanto, a un admirable equilibrio del desequilibrio. Como no puede cometer excesos, Márquez Torres será partidario de la sobriedad en todo. Federico Nietzsche vivía en el más bajo estiaje de vitalidad. En ese bajo   —205→   estiaje vive Márquez Torres. Era partidario Nietzsche de un estilo sobrio, estricto. Y ese estilo es el que encarece Márquez Torres. La vida está en Márquez Torres de acuerdo con el estilo. El estilo es en Márquez Torres, como en Nietzsche, una consecuencia ineludible de la vida. Ningún escritor ha expresado en cuatro palabras mejor que Márquez Torres lo que debe ser el estilo. En su aprobación Márquez Torres nos habla de «la lisura del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación, vicio con razón aborrecido de los hombres cuerdos». La lisura del lenguaje es la que emplea Cervantes. El problema del estilo era planteado en esas palabras.

Nos es grato ver en este instante a Márquez Torres viviendo una vida sutil, un hilillo de vida -pero hilillo de seda-, en un cuartito de paredes blancas, con muebles de pino y una alacena que tiene un enrejado de madera. En este instante es cuando, lleno de blanca luz el blanco cuarto, Márquez Torres establece su teoría del estilo. El estilo no es el vocabulario. La riqueza de léxico no importa nada. El estilo es la construcción. El estilo es la transición. El estilo es el movimiento. ¿Riqueza, color, fastuosidad, caudal de palabras? No, no; lisura de lenguaje. Es más fácil escribir en estilo afectado que en estilo sencillo. Decía Bartolomé Leonardo de Argensola:


Este que llama el vulgo estilo llano
encubre tantas fuerzas, que quien osa
tal vez acometerle, suda en vano.



Para recamar el estilo basta con frecuentar el diccionario. Y cuando se frecuenta el diccionario para enjoyar el estilo se tiende fatalmente a lo que notaba Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua. «Hay personas -dice Valdés- que no van acomodando, como dije se debe hacer, las palabras a las cosas, sino las cosas a las palabras. Y así no dicen lo que querrían, sino lo que quieren los vocablos que tienen.» Las especies intelectivas en la literatura española se anuncian con despaciosidad y se desenvuelven con lentitud desesperante. El escritor no va a decir una cosa, sino a ver cómo la dice. Y eso es absurdo. El vocabulario es lo   —206→   accesorio. Si el vocabulario fuera el estilo, ¿qué más grande estilista podríamos encontrar, por ejemplo, que Torres Villarroel, tan superabundante en palabras? Con vocabulario pobre, con lisura de lenguaje, según la expresión de Márquez Torres, se puede ser gran escritor. No nos dejemos alucinar por el fausto y la riqueza del léxico. Márquez Torres está aquí para llamar nuestra atención. En su cuartito blanco, henchido de luz blanca, con muebles sencillos, Márquez Torres sonríe ante nuestra duda. Dudábamos entre el vocabulario y la construcción, y ya no dudamos. Si Márquez Torres elogia a Cervantes es porque Cervantes escribe sencillamente. Con repeticiones, con descuidos, con negligencias, Cervantes va escribiendo su libro. Y ese libro, hoy que no podemos leer sin esfuerzo las novelas de Lope o los Cigarrales de Tirso -obras de dos grandes estilistas-, es leído por nosotros con vivísimo gusto.

En 1615, el día 27 de febrero, dos días después de la entrevista con los caballeros franceses, escribe Márquez Torres su aprobación. El tiempo ha ido pasando. Los años han ido deslizándose. Ya ha muerto Cervantes. Ya el mundo está lleno de ejemplares del Quijote. Ya Márquez Torres no vive en Madrid. Ya todo queda entre la neblina de lo pretérito. Tenía Márquez Torres cuando escribió su soberbio fragmento cuarenta y un años. Ahora, en provincias, lejos de Madrid, en Guadix, vive tranquilamente. Cuenta ochenta años. Dentro de otros dos expirará. Si vuelve la vista atrás, ¿qué sensación experimentará Márquez Torres al pensar en la remota página que él escribiera en 1615? Algo debe de sentir, como lo que nosotros sentimos ahora al tener entre las manos Realidad, de Galdós, o Peñas arriba, de Pereda, o La madre Naturaleza, de Emilia Pardo Bazán, o Su único hijo, de Clarín. Un mundo de sensaciones y recuerdos va unido a esos volúmenes. Esos volúmenes son para nosotros -como era a sus ochenta años el Quijote para Márquez Torres- nuestra juventud, que se ha desvanecido en la lejanía.

Don Francisco Rodríguez Marín, en el tomo VII de su edición definitiva del Quijote, nos da noticias de Márquez Torres. Otras muchas noticias guarda el maestro   —207→   para escribir una biografía detenida del primer cervantista. El acto de comprar un ejemplar del Quijote no es indiferente. Mirad y remirad bien, cuando vayáis a comprar el libro de Cervantes, la edición que os ofrecen. Coged el segundo volumen y ved si tiene la aprobación de Márquez Torres. Si no la tiene -y no la tendrá-, rechazad esa edición. La página de Márquez Torres figura -no es preciso decirlo- en la citada edición de don Francisco Rodríguez Marín. Por amor a Cervantes, por simpatía a Márquez Torres, no deje nadie de adquirir esa edición. Está pulcra y limpiamente impresa. Discretas y pertinentes notas aclaran el texto. Y el último volumen, el VII, contiene curiosas noticias y nos da esa sucinta biografía de Márquez Torres.





  —[208]→     —209→  

ArribaEpílogo, si se quiere

«¿Qué libro me indica usted para conocer a Cervantes?» La pregunta es peliaguda. Ante todo, una vida completa, exacta, minuciosa, de Miguel de Cervantes no existe. No se conoce en España la vida de Cervantes. En los días en que borrajeo esto, una popular agencia de viajes anuncia una expedición a varios lugares cervantinos. Los tales lugares se reducen, en el prospecto, a una venta quijotesca, la de Puerto Lápice, y a Argamasilla de Alba. En el anuncio publicado en los periódicos se dice que en Argamasilla es donde estuvo preso Cervantes. No hubo tal prisión en Argamasilla. La leyenda ha sido deshecha hace muchos años. La vida de Cervantes está por escribir. Biografías existen muchas: las de Mayáns, Fernández de Navarrete, Vicente de los Ríos, Morán, Oliver, Montolíu, Fitzmaurice-Kelly. Lo que falta es un libro en que por modo fino, artístico, sensitivo, se alíe la verdad a la imaginación. De todos los libros citados, el de don Gregorio Mayáns nos encanta.

¿Cómo una biografía de Cervantes publicada en 1737 puede ahora, después de tanto como se ha descubierto referente al novelista, tener atractivos? Cuando se publicó la vida escrita por Mayáns todavía no se sabía el sitio en que Cervantes naciera. Mayáns dice que Cervantes nació en Madrid. Otras patrias presuntas tenía Miguel: Alcázar de San Juan, Esquivias, Consuegra, Lucena, Sevilla. El encanto de la vida escrita por Mayáns estriba en lo elemental del libro. Lo elemental y lo primitivo. En el lugar en que había un modesto ermitorio -sancionado y venerado a lo largo del tiempo- se ha erigido una suntuosa catedral. La   —210→   catedral es una maravilla de arte. Se cifran en su ámbito la arquitectura, la pintura, la orfebrería, la vidriería, los hierros forjados, los esmaltes, los bordados preciosos. Todo está representado en la magnífica fábrica. Y sin embargo, los que hemos conocido el modesto santuario de paredes venerables, lisas, ennegrecidas por el humillo de los cirios y del incienso a través de los siglos, lo añoramos. Nos admira la catedral; pero satisfacía acaso más nuestra sensibilidad la antigua y desaparecida capilla.

Tal nos sucede con la biografía de Cervantes escrita por Mayáns. Ante la publicada por Fitzmaurice-Kelly, la de Mayáns no es nada. Pero hay en ella cierta ingenuidad que nos seduce. Hay mucho más. Debemos ser justos. Hay una fina crítica que no ha perdido lozanía. El autor no sabe de la vida de Miguel lo que sabemos ahora. Pero sabe y siente otras cosas. Las observaciones críticas de Mayáns con referencia a Cervantes son sagaces y profundas. Fue don Gregorio el más grande de los eruditos, verdadero humanista del siglo XVIII. Su amor por fray Luis de León, el gran poeta manchego, es notorio. La antología de clásicos españoles formada por él representa un plausible esfuerzo. De un manchego a otro manchego camina el espíritu de Mayáns. De fray Luis de León a Cervantes. Si fray Luis no es el más grande de los poetas españoles, es, sí, de los más sensitivos. Miguel sí que raya en lo más alto en cuanto a la prosa.

En Cervantes existe un problema de tiempo. Cervantes es tiempo como Lope es espacio. No ha sido todavía estudiado ese problema de tiempo que Cervantes nos ofrece. Pero en la biografía de Mayáns hay vagidos anunciadores de ello. No se sabe cuándo nació don Quijote. ¿De quién fue contemporáneo el Caballero de la Triste Figura? ¿En qué época vivió? Parece coetáneo de Felipe III y no lo es. En exégesis rigurosa, según el propio creador de la figura, don Quijote es antiquísimo. Debió de vivir hace ya muchos siglos. Y, sin embargo, lo sentimos a par nuestro. No nos engañan los pergaminos y la caja de plomo hallada por Cervantes. Y es porque en la fábula imaginada por el novelista existen involucraciones de tiempos. Mayáns hablando de esto emplea la palabra «retrocedimientos».   —211→   Creemos que ésa es la voz usada. Existen retrocedimientos inusitados en el Quijote, y a la vez don Quijote es de los días mismos de su creador. ¿Cómo resolver esta complicación? La solución al problema estriba en lo más íntimo del espíritu de Cervantes. La impresión total, definitiva, que la lectura del Quijote deja en el ánimo es la de tiempo desvanecido. Todo ha pasado, y no nos hemos dado cuenta de que las cosas se han huido. Todo se ha desvanecido, y aquí estamos nosotros, tan empequeñecidos, tan disminuidos, tan apocados, como todas las cosas que nos rodean. Estas cosas no son ya las de nuestra juventud. Pueden ser las mismas y no las sentimos las mismas. Atrás, en lo pretérito, queda un mundo de sensaciones, ideas y sentimientos que han formado nuestra vida más intensa y profunda. Lo vemos todo como don Quijote, al volver a su aldea la vez postrera, vencido definitivamente, veía su pasado. «Los nidos están aquí -decía él-, pero no los pájaros de antaño.»

Todo es tiempo en Cervantes, y todo es espacio -dominación tangible- en Lope. De Lope no podemos ahora ocuparnos. Nos reclama Cervantes. Y en Cervantes ésa es la sensación máxima que encontramos. Nos figuramos a Cervantes viejo ya, realizada ya su obra, sentado en la puerta de una venta, ante un camino. Su actitud es de sosiego y de melancolía. Ha recorrido el camino que lleva a este mesón. Se ha sentado un momento y ha de reanudar en seguida la caminata. ¿Le queda mucho que andar aún? El camino se aleja frente a Cervantes. Toda la vida del novelista ha sido la consideración de un camino. Un camino que se acaba de recorrer y otro camino que se va a andar. El camino, es decir, el espacio, era lo de menos. Lo importante, en este caso, es el tiempo que iba pasando en el viaje. El tiempo que quedaba atrás, en días, en meses, en años, y que no había traído nada. No traería tampoco seguramente nada en lo que quedaba por caminar. Y ahora Miguel, sentado a la puerta de la venta, viendo llegar y partir a los viandantes, medita en su infausto destino.

¿Piensan en este sino de Cervantes los que visitan los lugares quijotescos?' En una buena biografía de Miguel se nos ofrecerían atisbos de estas cuitas y meditaciones   —212→   del novelista. Las cuestiones de estética importarían menos. Se descuida, en el estudio de los clásicos españoles, la psicología. Se da preponderancia a la escolástica de lo bello. Y esta preponderancia, a costa del autor, a costa de la técnica de la obra, llega a extremos monstruosos. Fácil es, teniendo paciencia, amontonar, en el retiro del gabinete, acarreos de cultura sobre acarreos. De este modo, poco a poco, como por aluvión, se van formando esas estratificaciones estéticas tan a la española, tan a lo escolástico, que admiramos, con pasmo, con miedo, en los modernos eruditos de España. Pero ¿y la psicología? ¿Y la psicología de Lope, de Cervantes, de Quevedo? No hablemos de eso. Veces hay en que un erudito fino, copiosísimo en su saber -no lo negamos-, está haciendo esfuerzos para resolver un problema atañedero al autor estudiado por él. Se revuelven centenares de libros. Imagínanse las más peregrinas teorías. Y, sin embargo, la vida, la vida actual, nos da la clave del enigma en otro escritor de nuestros días. El tiempo ha pasado. Del siglo XVI o del XVII hemos venido al XX. Pero existe un depósito de pasiones, de intereses y de sentimientos que ha permanecido casi intacto. Tal psicología de un escritor antiguo es la psicología de otro escritor moderno. Y el problema que en el antiguo se ha dado -y que nos esforzamos por resolver- está aquí, latente y visible, en este otro escritor que nos lo ofrece para la solución del problema.

¡Cuántas biografías de ¡Miguel de Cervantes! ¿Con cuál nos quedaremos? ¿Con la de Fitzmaurice-Kelly y con las Efemérides cervantinas de Emilio Cotarelo? Debemos conocer estos dos libros fundamentales. Si deseamos conocer la vida de Miguel, a estas dos obras debemos apelar. Con esto respondo a la pregunta del inicio. Pero cuando sepamos la verdad, retornemos a las viejas biografías. ¿Por qué sabiendo que Cervantes nació en Alcalá no leer las simpáticas biografías viejas en que se defiende su nacimiento en Alcázar de San Juan? Nos hechiza este anhelo pretérito de los buenos alcazareños. No es posible ya negar la palma a Alcalá de Henares. Pero por su braveza en arrogarse el nacimiento de Cervantes antaño, Alcázar de San Juan queda   —213→   magnificada. Y siempre que en tren o en automóvil pasamos por Alcázar, percibimos, tanto como en Alcalá de Henares, la presencia invisible y bienhechora del gran infortunado.

1935.

(Todo esto que arriba escribimos, hace ya años, nos parece absurdo; volvemos a releer lo que antaño imaginamos y lo encontramos controvertible. La vida de Cervantes no la conoceremos nunca; acaso tendremos conocimiento de su vida exterior . Pero ¿y lo recóndito? ¿Y los íntimos sentimientos de Cervantes? ¿Es que conocemos el pensar entrañable de las personas que nos circuyen? ¿Y es que lo saben esas mismas personas? Navegamos en un piélago de nesciencia. Y nos creemos sabedores de todo. No sabemos lo que es el Tiempo, y definimos el Tiempo. No sabemos lo que es el Espacio, y definimos el Espacio. En el Tiempo acabamos de colocar nosotros, como un símbolo, a Miguel de Cervantes. Le vemos fluctuar entre los años, como barquito entre las ondas. Hay tal vez un camino ante su persona. Al acabar de recorrer ese camino, ¿qué hará Cervantes? ¿Y qué es lo que se habrá cumplido inexorablemente en su vida, sin que él lo sepa? Todos somos obra del Tiempo, y todos no estamos sujetos al Tiempo del mismo modo. Hay quien no es nada en el Tiempo, y hay quien es mucho; hay quien sufre dolorosamente del Tiempo, y hay quien conlleva el Tiempo cual una carga liviana. Cervantes debió de sufrir mucho del Tiempo: unas veces creería dominarlo, y de pronto, cuando menos lo esperase, se vería de nuevo sojuzgado por el Tiempo.)

1944.