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Consejos a las mujeres

Consejos a las señoritas seguidos de los consejos a las madres

Cartas a una recién casada

Soledad Acosta de Samper



La urbanidad es una alianza feliz de la moral, la gracia y la elegancia, el respeto por sí mismo y por sus prójimos, y debe ser antes de todo la manifestación de que se posee un buen corazón. Veremos rápidamente en varios capítulos cuál debe ser nuestro porte y manejo en las varias situaciones de la vida práctica, y explicaremos de paso los deberes que tenemos respecto de

  • LA RELIGIÓN,
  • LA FAMILIA,
  • LA SOCIEDAD,
  • LA URBANIDAD,
    • EN LOS TEMPLOS,
    • EN LAS CALLES,
    • EN LAS VISITAS,
    • EN EL HOGAR,
    • EN LOS BAILES,
    • EN LAS ENFERMEDADES,
    • EN LOS ENTIERROS.

No profundizaremos nada, apenas daremos algunos breves consejos y haremos unas cortas observaciones acerca de la vida práctica y nada más, es decir, que no hablaremos sino de la existencia material, por decirlo así, pero la que puede en sus manifestaciones ser la causa de nuestra dicha o de nuestra desgracia. Y esto es así, porque por falta de urbanidad y de un porte fino y cortesano, podemos hacernos crueles enemigos que se ceben en nuestra reputación y nos hagan infelices. Así, pues, es preciso que las niñas, desde que tienen uso de razón, aprendan que la vida no es sino una serie de sacrificios más o menos grandes para cumplir, los cuales necesitamos armarnos con una capa de cortesanía que haga amable esa abnegación, indispensable a toda hora, y agradable nuestra sociedad en todo tiempo y lugar. Es cierto que mucha parte de la urbanidad usual y corriente no se aprende realmente sino en el interior de nuestro hogar, pero en los países en donde impera la democracia, frecuentemente se ignoran en el seno de las familias ciertos deberes de sociedad indispensables para mezclarse en ella con lucimiento y granjearnos la buena voluntad de los demás. Allí, en donde suelen levantarse de las más íntimas capas de la sociedad familias que habían permanecido obscuras, las que no tenían por qué estar al corriente de ciertos usos y costumbres de la buena compañía, allí, repetimos, es más indispensable que en ninguna otra parte aprender las reglas de la urbanidad, pero de una urbanidad fundada en los sentimientos de la dignidad humana, nacida del buen corazón y del conocimiento de las leyes divinas, no cimentada solamente en ciertas reglas tontas y usos y costumbres que no tienen razón de ser.






ArribaAbajoI

La urbanidad en general


«Dícese (leemos en una Guía de urbanidad escrita por madama Celnart) que la sola costumbre de mezclarse en el mundo inspira el buen gusto y los modales amables y sencillos, que constituyen la verdadera urbanidad de ciertas mujeres cultas, pero este es un error. La cortesanía proviene y es el precioso fruto que se cosecha del conocimiento de sí mismas, del respeto de los derechos de los demás, del sentimiento de los sacrificios que las relaciones sociales imponen al amor propio; es la necesidad, en fin, de la concordia y de los afectos del corazón. Pero la urbanidad no es sino el barniz, o más bien la parodia de la cortesanía, pues para que esta tenga consistencia es preciso apoyarse en la sinceridad, la modestia, la amabilidad, que jamás patentice las ridiculeces y los defectos de los demás, que nunca use de chanzas sino de manera que no se pueda herir el amor propio ajeno, que se conozca que la cultura de que se hace uso no encubre la vanidad, la futileza y una observación superficial de las formas, sino que es efecto de una verdadera delicadeza, una real reserva y una ignota bondad».

En resumen, que la cultura sea la expresión completa de la civilización cristiana y el vestido que encubre una verdadera virtud y un profundo amor al bien. Una persona que carece de buena crianza es un ser que no ha cogido el fruto de la civilización; puede ser tan instruida como guste, rica, espléndidamente ataviada, tener una posición elevadísima en la jerarquía social, pero si no es cortés y no posee modales cultos, jamás se podrá decir que pertenece a la buena sociedad, aunque se la vea alternando con ella. Se necesita, en primer lugar, aprender a enfrenar los sentimientos demasiado exagerados, no dejarse llevar por la cólera, el mal humor, una alegría ruidosa, un dolor excesivo delante de la gente extraña; es preciso tener el pudor de sus emociones, las cuales, no porque se encubran, serán menos sinceras.

La persona culta es medida en sus palabras, prudente en sus expresiones. Aunque jamás supuesta, no fingirá lo que no siente: debe siempre ser natural; pero que aquella naturalidad sea amable y complaciente, sin ser falsa. No hay posición social que permita que la persona que la llena sea malcriada; y si la pobre y humilde debe manifestarse dulce y suave en su modo de ser, todavía será aun más sencilla y afable la que goza de fortuna y comodidades. El orgullo y la vanidad, la altivez y la presunción, son siempre los modales de la gente soez y sin culta educación.

Una mujer amable y graciosa es mucho más digna de ser amada que la belleza de mayores atractivos físicos, y tarde o temprano la afabilidad y la cultura sobrepujarán a la hermosura más espléndida. Pero si estas dos cualidades se unen, no hay duda que su influencia será todopoderosa. Una amable sonrisa, un movimiento de cortesanía graciosa, gana más corazones que los vestidos más bellos y un discurso entero de encomios exagerados. El gran secreto para hacerse popular entre hombres y mujeres es desear realmente el bien de los demás no solamente en la forma, sino en la intención.

La misma escritora que citamos arriba dice que san Agustín daba este aforismo como única regla de conducta: ¡Amad a Dios y en seguida podéis hacer vuestro gusto! Yo repetiré a las jóvenes inexpertas: Sed modestas, bondadosas, y no os inquietéis de los errores de vuestra inexperiencia: un poco de observación y los consejos de las personas cultas bastarán para poneros en la vía de cumplir con vuestros deberes de sociedad.




ArribaAbajoII

Urbanidad en el Templo


No hay nada más noble en el alma humana que la religiosidad, y ese sentimiento no más bastaría para comprender la distancia que hay entre el hombre y el bruto. Los animales aman, odian, sienten como nosotros en todo lo tocante al cuerpo, pero no conocen ni aman a Dios; deberíamos, pues, considerar la religiosidad como la facultad más bella que posee el hombre. Así es que, aunque se tenga la desgracia de carecer de ese distintivo de la especie humana, debemos, siempre que estemos en un templo dedicado a Dios, guardar un respeto mucho mayor que el que podemos tributar a cualquier ser humano. Es una falta intolerable la de familiarizarse con la iglesia bajo pretexto de que la visitamos con frecuencia. Una persona culta jamás entra a un templo con aspecto evaporado, mirando para uno y otro lado, sonriéndose con sus conocidos y amigas, hablando al oído a la una, apretando la mano a la otra, empujando, por vía de chanza, a la de más allá. Al contrario, pendrará al templo con aspecto grave, llevando con modestia un vestido sencillo, sin exhibir colores brillantes, zarcillos vistosos, peinados exagerados, nada absolutamente que llame la atención; pero naturalmente su traje será aseado y completamente modesto; ni arrastrará una cola que moleste a los demás, ni pondrá en evidencia los pies calzados con zapatos llenos de zarandajas, y al través de los cuales se perciban medias de colores retumbantes. Si acompañáis a una persona de respeto, le haréis campo para que entre sin incomodarse, la situaréis en el lugar más cómodo, procurando también no molestar a las demás personas. Si al tiempo de entrar al templo las ceremonias religiosas ya están empezadas, debéis quedaros abajo, en donde no turbéis con vuestra entrada la devoción de los demás. Para evitar ese inconveniente es bueno procurar ir temprano, tanto más cuanto que tu permanencia en el templo un cuarto o media hora antes de que empiecen las ceremonias religiosas es muy útil para preparar el ánimo. Además, se puede llevar un libro piadoso para leer en él durante el rato que se aguarda, y aquella lectura seria y atenta impedirá que se esté mirando a todos lados, manifestando una curiosidad impropia del sitio y del peor gusto posible, por no decir otra cosa. La complacencia y la urbanidad en la iglesia son deberes que debemos cumplir junto con nuestras prácticas religiosas, y la cortesanía en los lugares públicos es una prueba de buena crianza, que pone en evidencia el carácter y la educación de las personas. Así, nada causa mayor vergüenza a las señoras cultas que la incivilidad de gran número de los jóvenes llamados decentes, que toman los templos por lugar de recreo, y se pasean por él sin cuidarse de lo que pueden incomodar a las personas piadosas durante las ceremonias religiosas, y se agolpan a las puertas para ver salir a las mujeres, haciendo observaciones acerca de ellas, y aun dirigiéndoles la palabra. Una señorita bien educada jamás levantará la mirada sobre esos jóvenes, ni se dará por entendida de que existen: esta es la única manera de obviar un poco el inconveniente que resulta de nuestra moderna democracia, en que se ven mezcladas todas las jerarquías sociales, vistiendo igualmente los cultos e incultos, los soeces y los bien educados.

Nunca se debe conversar durante los oficios religiosos con persona alguna; ni llevar animales molestos, ni olores fuertes que puedan fastidiar a los vecinos; ni asistir a sermones cuando se tiene tos; ni dormirse, ni manifestarse impacientes o disgustadas; ni precipitarse para salir o entrar empujando a los demás; ni quitar el puesto a las que se van a confesar; ni detener a los sacerdotes en la sacristía ni en su paso por la iglesia, para consultarles; ni dirigirse a ellos sino cuando están en su confesonario y que llegue el turno de acercarse. ¡Todo esto lo sabemos demasiado! Exclamarán nuestras lectoras con desdén. Sin embargo, si no lo ignoran, ¿por qué infringen a toda hora esas reglas de buena educación? Prueba será esta, pues, de que, aunque lo sepan, no quieren acordarse de ello, y es preciso recordarles sus deberes de vez en cuando a muchas personas que se distraen, y llamarles la atención hacia sus defectos, frecuentemente involuntarios.

Las disputas que tienen lugar muchas veces en torno de los confesonarios son dignas de una grave reprimenda, y es allí principalmente en donde se conoce el grado de buena o mala educación de las mujeres. No iríais, ¿no es verdad?, a entablar una disputa en casa de una persona de respeto, por quitarle a la vecina un asiento, ¿cómo será, pues, de mal visto que vayáis a hacer eso en la casa de Dios? Tanto más cuanto que las que se van a confesar deben llevar a ese sacramento el espíritu humilde que demanda un acto tan grave, y deberían sufrir calladas el manejo impropio de las demás como una prueba pedida a su mansedumbre y rendimiento en aquel caso.




ArribaAbajoIII

La tolerancia en materias religiosas


«Si el principio fundamental de la buena crianza (dice la señora antes citada) consiste en no herir a nadie en su amor propio, sus faustos y sus intereses personales, tanta más razón hay para respetar las creencias ajenas. Burlarse de la fe, ese sentimiento poderoso, íntimo, casi involuntario, delante del cual no se atreve a elevar la voz la ley; arrancarles sus creencias y entregar al tormento de la duda a corazones antes piadosos y tranquilos, es un acto no solamente de crueldad muy grande, sino una prueba de mal gusto, de intolerancia y de descortesía. Además, la mofa que se hace al culto religioso es generalmente inspirada por el deseo de hacer brillar con palabras picantes un espíritu superficial. Pero si los sarcasmos impíos que ofenden constantemente a las personas serias son insoportables en boca de los hombres, es mucho peor cuando los pronuncia una mujer, puesto que su sexo es esencialmente religioso, y, según la expresión de Saint-Pierre es por excelencia el sexo piadoso».

Pero este defecto es muy raro entre nosotros y aun rarísimo, así es que no lo apuntamos aquí sino como una falta que pudiera notarse alguna vez si la instrucción femenina no sigue por un camino recto, que eleve los pensamientos a Dios y no que los materialice con estudios que desilusionan y quitan la fe.

Pero lo que aconsejaríamos a las señoritas es que eviten a todo trance discusiones acerca de religión. Si no se encuentran suficientemente instruidas, y si no poseen una fuerza de lógica y una elocuencia que casi nunca alcanzan las mujeres por falta de suficiente instrucción y hábitos de discutir acerca de asuntos serios, procuren a todo trance no mezclarse en controversias religiosas, una discusión religiosa mal planteada no sirve sino para ponernos en ridículo y, lo que es peor, dar motivo para que los impíos se burlen de aquello mismo que deseáis defender.

Otro escollo que hay que evitar en sociedad es proclamaros piadosas con exceso, hablar continuamente de vuestras prácticas religiosas, de vuestro confesor, del tiempo que hace que no habéis oído predicar al doctor tal y al padre cual. Esta especie de conversación es impropia en la sociedad, porque la religión merece demasiada veneración, y sus prácticas deben seguirse con un respeto tan grande que no se debe hablar de ellas sino en la intimidad de nuestro hogar y con las amigas de nuestro corazón. La familiaridad produce desestimación, y no debemos echar al viento aquello que nos produce hondo respeto.

Tampoco se debe permitir que en nuestra presencia se insulte a cosa alguna tocante a nuestras creencias, y si a una señorita le es vedado entrar en discusión, ella sí tiene la facultad y aun el deber de hacer callar a la persona que se atreva a tanto. Pero si el que habla es de tal categoría que no podamos obligarle a cambiar de conversación, al menos procuraremos no alentarle en esa vía errada, y en adelante haremos todo esfuerzo para que no vuelva a ocurrir semejante incidente, impropio en una casa respetable y que se precie de buen gusto.




ArribaAbajoIV

De la urbanidad en el interior de la familia


Hay muchas personas que piensan que la urbanidad no se debe gastar con los miembros de nuestra familia, y que mientras más corteses y amables seamos con las personas extrañas, menos debemos cuidar de manifestarnos atentos en nuestra casa. Esto prueba que aquellas maneras finas y de buena crianza no son del gasto diario, y se debe desconfiar completamente de toda persona que es malcriada y descortés en el interior de su familia. Hay muchas gradaciones en la manera de conducirnos con nuestros padres, abuelos y tíos y con nuestros hermanos y primos. Con los primeros es preciso ser respetuosos y más o menos tiernos, según el afecto que nos liga a ellos, y con los segundos amigablemente corteses. Debemos siempre tomar interés en cuanto les suceda, bueno o malo, y manifestarles nuestra simpatía con hechos y palabras afectuosas. Nuestra dicha depende en su mayor parte de las relaciones de familia: ¿por qué nos empeñamos en manifestarnos con ella frecuentemente malhumorados, y no tratamos de sobrellevarnos mutuamente nuestros defectos? ¿Por qué obligar a las personas que viven con nosotros a vernos con vestidos mal arreglados y aun sucios? Esto es faltar al respeto que nos debemos entre sí. No hay necesidad de que nos vean así, y una mujer no debe salir de su alcoba sino lavada, peinada y con el vestido arreglado. Otro tanto debe suceder con el lenguaje: la familiaridad no debe permitir usar de palabras poco cultas, de expresiones descorteses, porque nos encontramos en el seno de la familia. Debemos respetar la correspondencia de las personas que viven con nosotros: no tenemos derecho de abrir sus cartas, aunque nos lo den. ¿Cómo hemos de saber si alguien confía un secreto que no es para nosotros? ¡Cuántas personas tienen confianza con un miembro de una familia y no la tienen con los demás!

Es de muy mal gusto quejarse de los defectos de nuestros parientes, sea a los amigos de la casa o a los sirvientes, y, cuando es preciso hacer alguna observación íntima, se hará a solas y sin ningún testigo. Todos tenemos defectos: es preciso sobrellevarlos con paciencia y urbanidad. Tampoco debemos elogiar las virtudes de nuestros parientes, obligando a los extraños a que las aplaudan; la buena crianza exige que procuremos hacer agradable la mansión en nuestra casa a los que nos visitan, y por cierto que no es cosa del gusto de todos oír las alabanzas tontas generalmente de personas que nos son indiferentes. Pero si acaso tocamos con personas que tienen esas debilidades, es preciso aparentar que tomamos interés en lo que nos refieren, no por hipocresía, sino por urbanidad. Debemos siempre manifestarnos complacientes y considerados, y evitar dar una orden a nuestros sirvientes y una opinión a nuestros parientes con mal modo. No es bueno tutear a los criados, porque aquello indica indebida familiaridad o que los miramos con altivez, y ni una ni otra cosa conviene para el buen servicio doméstico. Cuando recibimos algún servicio de ellos, debiéramos, aunque sea con un movimiento de cabeza o una sonrisa, manifestar que les agradecemos lo que hacen por nosotros, sobre todo si son los sirvientes de otras personas y que no los pagamos para que nos sirvan. Los criados deben ser y generalmente son el remedo de sus amos, y debemos exigir que sean corteses y complacientes con las personas que visitan la casa; que contesten con urbanidad y que den un recado con palabras comedidas; no se les permitirá que hablen de las personas amigas de la casa y aun de las que no lo sean sin anteponer las palabras los señores González, por ejemplo, y no los González, como los sirvientes tienen propensión a decir, imitando lo que decimos nosotros. Por esto en Francia y en Inglaterra, siempre al preguntarle a un criado por alguna persona, jamás se le dice el nombre solo sin el título, el señor fulano, la señora o la señorita fulana, aunque sea hablando de una persona de la casa. Esto se hace para obligarlos a que sean siempre comedidos y no falten al respecto, ni en su ausencia, a sus superiores. Hay que acostumbrar a los sirvientes a que no se presenten nunca delante de nosotros sucios o demasiado lujosos, a que no se sienten en nuestra presencia (si no es por alguna circunstancia extraordinaria o porque su oficio lo demande así), a no mezclarse nunca en la conversación ni a contestar con términos impropios o con señas.

A más de los miramientos que debemos tener con las personas con quienes vivimos, también debemos recordar que nuestra dignidad exige que nos manejemos bien con nosotras mismas, que no estemos mal arregladas a ninguna hora ni en el interior de la alcoba ni en la cama misma. Nuestro vestido debe ser siempre adecuado a las circunstancias, a nuestra posición y a la edad que tengamos. Hay que hacer una ley para nosotras mismas y obligarnos a estar arregladas decentemente a la hora en que pueden entrar visitas, pues es cosa del peor gusto posible correr a vestirse en el momento en que entran a visitarnos, y es una gran falta de cortesía el hacer guardar antesala a los que nos desean ver. Para evitar uno y otro contingente, es que se debe estar bien vestidas y peinadas desde temprano por la mañana. La limpieza debe ser una de las mayores cualidades que tendrá una señorita, una casada y una anciana; no hay edad, posición social ni circunstancia que pueda permitir el desaseo en un ser humano. El hábito de estar sucio en el exterior prueba evidentemente bajeza de sentimientos.

En Hispanoamérica no se nota diferencia suficientemente precisa entre el vestido de una soltera y el de una casada, pero por regla general una señorita debe presentarse sencilla y modestamente vestida; sus gracias y su juventud bastarán para hacerla encantadora. Una elegante sencillez es el colmo del buen gusto, y jamás en ninguna circunstancia debe llevar vestidos demasiado recargados de adornos ni joyas de valor. Es preciso vestirse de manera que no parezca se hubiera permanecido largas horas ideando los atavíos y que se ha gastado una fortuna en ellos. El buen gusto exige que no parezcamos nunca incomodadas en el andar ni desorientadas con nuestro vestido, sino siempre naturales, aunque con modestia y compostura.

Una señorita rica no debe llevar sobre sí el aviso de la fortuna que posee, gastando mucho en sus vestidos, pero tampoco andará mezquinamente arreglada, y un término medio, decente, es lo mejor que se puede hacer. Al entrar en edad, se irán apagando los colores vistosos de los trajes, y aunque las telas sean de valor no llevarán adornos que llamen la atención; con la falla de frescura en la tez y de brillo en los ojos, armonizarán los tintes opacos y los obscuros, y así las mujeres se verán más jóvenes a medida que vayan perdiendo las pretensiones a agradar por sus encantos físicos. Jamás os presentéis con un vestido extravagante y poco modesto; el vestido del cuerpo debe ser el espejo de los sentimientos nobles de la mujer; la exageración en todo es prueba de que las facultades del alma están en desarmonía. No se deben adoptar todas las modas, pues hay muchas que no son propias sino para actrices y mujeres de mala reputación. Para vestirse bien es preciso tener juicio y mucho sentido común.




ArribaAbajoV

La conducta en las visitas


Las señoritas de buena sociedad no deben presentarse solas en ninguna casa de cumplimiento; y si no tienen una persona de su familia que las acompañe, deben buscar una señora respetable que vaya con ellas. Cuando por cualquiera circunstancia salen solas por la calle, o dos o tres juntas, no irán sino sencillamente ataviadas y evitarán mirar a los hombres al pasar; una mujer siempre se hace respetar cuando quiere; pero es preciso no dar margen a que les puedan dirigir la palabra descomedidamente con motivo de sus modales demasiado francos. Apenas contestarán el saludo que les hacen los hombres en la calle, y jamás se detendrán a hablar con ellos, ni les darán la mano, salvo que vayan con una persona respetable. Deben procurar no salir nunca, aunque sea por la vecindad, con una criada, y si no tienen quien las acompañe, no se las verá solas a muchas cuadras de su casa: una criada es el peor acompañamiento que puede llevar una señorita, aunque sea anciana y aparentemente respetable.

Una señorita muy joven no recibirá nunca sola visitas de hombres, y deberá hacerse acompañar por una amiga, si no tiene en su casa quien esté con ella.

Debemos ir a ver a las personas que están de duelo o de plácemes, aunque no les debamos visitas, y, si esto no se cumple, se acaban las relaciones con esas personas. Para estos casos el vestido debe ser adecuado a la situación de las personas; con vestidos de etiqueta, si es de matrimonio o de días, o por cualquier otro motivo que indique que en la casa están alegres; y de luto más o menos riguroso, cuando es visita de pésame. En una y otra, no se estará más de un cuarto de hora, salvo que se tenga mucha confianza; pero entonces no se hacen de cumplimiento, y es de mal gusto gastar etiquetas con las personas de mucha intimidad. Dijimos que no deberíamos aguardar a deber una visita para irla a pagar en una casa en donde hay tristeza o alegría; pero si se tardan en pagárnosla, o si vemos que han ido a otras partes y a nuestra casa no, debemos comprender que se desea cortar las relaciones y apresurarnos a hacer lo mismo. Pero es de muy mal gusto y contrario a la urbanidad y al buen sentido quejarnos de esa falta de nuestros amigos; es impropio proclamar que hemos sido desairados. No debemos manifestarnos sentidos sino con las personas de nuestra intimidad por una falta de estas, y, en donde quiera que nos hallemos con las personas que han roto con nosotros, debemos tratarlas con atención, aunque con frialdad, y evitar a todo trance que nos den explicaciones, siempre embarazosas para ambas partes.

Cuando se emprende una correría para hacer visitas de etiqueta, debemos escoger un día en que no tengamos ninguna indisposición, como ronquera, tos o dolor de cabeza, que no nos permita manifestarnos suficientemente amables, y podamos hacernos agradables a los demás.

En cuanto al tema de la conversación, en las visitas de etiqueta debe ser sencillo y que no afecte a ninguna de las personas presentes; no es permitido manifestarnos ni familiares ni pedantes; no debemos hablar nunca de los síntomas de las enfermedades que se hayan sufrido en la casa, ni hagamos alarde de nuestra ciencia y conocimientos, de nuestros estudios y ocupaciones diarias, sino superficialmente, de manera que no abochornemos a los ignorantes ni fastidiemos a los demás. En toda conversación debemos pensar lo siguiente: ¿qué será lo que más puede interesar a las personas presentes sin descender a vulgaridades? Y en seguida adoptar ese tema.

Una señorita debe tomar parte moderadamente en la conversación no permanecer callada enteramente como una tonta que no entiende o no toma interés en lo que se dice, ni lanzarse nunca en ella sin rienda, contando episodios y dando su opinión a diestra y siniestra. El buen gusto y la educación de una mujer se conocen en la medida de sus palabras y en la expresión de ellas; su dicción debe ser clara y precisa; nunca usará palabras vulgares ni de doble sentido, ni tampoco se remontará a usar de un estilo elevado, impropio en la vida real y ridículo en todas partes. Recomendamos que las señoritas estudien el capítulo que trae el Manual de urbanidad y buenas maneras de Carreño, acerca de la conversación en sociedad. En esta parte, el mencionado tratado explica muy bien las reglas que debemos seguir, así como la manera material que se debe tener en cuenta en las visitas.

Para despedirse, se debe escoger el momento en que se note una pausa en la conversación. Es cosa sabida que las personas vulgares o que tienen poco mundo encuentran suma dificultad en escoger el momento de retirarse. Si la dueña de casa nos detiene con instancia, debemos obedecerla y aguardar un momento más para satisfacer a su deseo, y en seguida despedirnos definitivamente; tampoco es cortés en la que recibe insistir más de una vez en detener a las personas que desean salir: la libertad de acción es la mejor entendida urbanidad, y cada cual sabe si puede o no prolongar una visita, cuando se ha propuesto cumplir con otros deberes de sociedad. Las despedidas no deben ser nunca largas; es una notable mala crianza obligar a los circunstantes a permanecer de pie mientras que se entabla una nueva conversación al decir adiós.

Uno de los mayores escollos para la señorita que no se ha mezclado en el mundo, o que siempre ha tenido una madre o una hermana mayor que se encuentre a la cabeza del hogar doméstico, es la manera agradable y graciosa de recibir visitas de etiqueta. Vamos a darles algunos consejos elementales, con los cuales no encontrarán inconveniente alguno para recibir las visitas de más etiqueta. En primer lugar, procurarán sentirse sin otra preocupación que la de hacerse agradables a todos, y pensar que no debemos desear para los demás sino lo que nos agradaría a nosotras mismas; usarán un vestido elegante, pero sencillo, que no las incomode en la manera de andar ni se agarre en los muebles al pasar cerca de ellos, los cuales, diremos de paso, estarán ya arreglados de modo que los visitantes los encuentren a mano sin interrumpir ni incomodar a nadie.

Las señoras no se ponen de pie cuando entra un caballero, salvo que sea un hombre anciano o de mucha categoría; si es un eclesiástico, darán un paso adelante, y si es un prelado se inclinarán con gracia para besarle el anillo pastoral, y lo conducirán hasta la puerta del salón cuando se despide. Cosa sabida es que a las señoras se harán los honores de la casa acompañándolas hasta el descanso de la escalera, o hasta el portón si es casa baja. Durante las visitas, las señoritas se informarán de la salud de los parientes de cada uno de los visitantes, si los tienen, pero no preguntando por cada uno en particular si no se tiene mayor amistad con ellos. Procurarán también no preferir ni hacer particulares atenciones a unos más que a otros. No hablarán nunca de sí mismas, ni de su buena o mala salud, sino en casos particulares; antes bien tratarán de hacer olvidar su persona, haciendo de este modo lo posible por agradar a los que visitan la casa.

El arte de escuchar es aun más difícil que el de hablar, y debemos manifestarnos interesadas aun en la conversación más árida, no por hipocresía o falta de sinceridad, sino porque es de nuestro deber hacernos tan agradables como sea posible, sin faltar a la compostura, pues en eso consiste toda la educación.

Las mujeres deben tener en toda conversación modestia, bondad y pureza de estilo, y no permitir nunca que sus palabras puedan tener dos interpretaciones. Las señoritas, sobre todo, no deben usar de un estilo familiar y de chanzas con jóvenes del otro sexo: una reserva amable y modales finos y bondadosos no podrán nunca ser criticados, y es el colmo de la urbanidad bien entendida. Jamás se debe hacer alusiones a conversaciones pasadas, ni hacer uso de palabras ambiguas y que no tienen significación reconocida, delante de personas respetables o que no estén al corriente del asunto de que se habla; es mejor evitar siempre esta clase de conversaciones, porque pueden causar disgustos y molestias.

Pero si aconsejamos que las señoritas sean amables y complacientes, de ninguna manera admitimos que sean melosas y exageradas en sus alabanzas y encomios; en todo debe haber compostura y moderación, y así es mejor que el elogio sea más bien en la insinuación que en la palabra; que se entienda, pero que no se diga a las claras, porque esto ofendería o debería ofender la modestia de la persona alabada.




ArribaAbajoVI

De la urbanidad en los bailes, en los conciertos y en los banquetes


Un baile es un campo de batalla en el cual se ponen en competencia el lujo, la belleza, la modestia, la audacia, el bueno o mal carácter, la gracia, y es sobre todo el lugar donde se puede desplegar con lucimiento el arte de vivir y la urbanidad bien entendida.

«Estas diversiones, dice madame de Celnart, presuponen riqueza, buen tono, costumbre del mundo, y por consiguiente parece un contrasentido no conocer perfectamente los preceptos de urbanidad que las rigen». Pero las señoritas que aún no han frecuentado la sociedad, naturalmente, no están al corriente de muchas costumbres que rigen en el baile y que es preciso conocer para concurrir a una fiesta de estas.

Cuando se quiere obsequiar a la sociedad con un gran baile, se mandan las invitaciones por lo menos ocho días antes para que las señoras tengan tiempo de arreglar sus atavíos.

Una señorita no deberá nunca presentarse en un baile sino a la sombra de una madre o de una señora respetable, porque de nada le servirá en algunos casos un padre o un hermano, los cuales naturalmente permanecerán separados de ella durante una gran parte de la noche.

A la entrada de los salones, y en el aposento dispuesto para el caso, las señoras deberán dejar sus abrigos, y sería muy conveniente que se adoptara siempre, cuando hay mucha concurrencia, el sistema de atar las capas y sereneros juntos con un cordón provisto de un número, dando otro igual al dueño de aquellos efectos, para que pueda reclamarlos a la persona encargada de cuidar de los abrigos; esto evita muchos inconvenientes y equivocaciones. Una señorita no entrará a los salones de baile sino apoyada con el brazo de un caballero que le buscará asiento al lado de la señora que la acompaña. Durante toda la función procurará acercarse cada vez que pueda a la persona que la debe servir de sombra. Es de suma incivilidad que las jóvenes se equivoquen en las piezas que deben bailar con tal o cual caballero, y no tienen disculpa cuando llevan su cartela en que los bailadores escriben su nombre. La compostura, la modestia, la sencillez y el buen gusto deben presidir en los vestidos y en los modales de las jóvenes. La señorita debe procurar que el caballero con quien baila no se le acerque demasiado y que jamás le hable al oído, y evitará que le diga cosa alguna durante el rato en que gira con ella al derredor de los salones. Una vez detenidos, debe continuar la conversación interrumpida en la vez anterior, pero aguardará a que el caballero le dirija primero la palabra. Nunca se reirá ruidosamente ni contestará de manera que sea desagradable a los demás. No creemos que sea necesario advertir que si el caballero falta al buen gusto floreando a su pareja, y criticando a las demás, ella manifestará su disgusto guardando un prudente silencio. Tampoco será preciso aconsejar que cuando una señorita, por algún motivo, no quiera bailar con uno de los caballeros presentes, si él la invita, tendrá que permanecer sentada durante el resto de la función. Las señoritas no se pueden pasear por los salones sino dando el brazo a un caballero, ni irán a la mesa del ambigú sino conducidas por otro.

Las bailadoras deben manifestar una serena alegría que agrada, pero nunca demasiado, ni tampoco es bien recibido que hagan mal ceño, bailen o no bailen, estén contentas o no lo estén. No es cortés hacer alarde de las numerosas parejas que las han invitado a bailar, ni tampoco manifestar disgusto si permanecen sentadas. Las señoritas de la casa procurarán que todas sus invitadas bailen, sacrificándose ellas mismas: y permanecerán sentadas si encuentran que hay algunas que no han bailado. Pero eso sí, es indispensable que la que concurra a un baile sepa bailar bien, y, si ignora ese arte, debe rehusar las invitaciones que se le hagan, pues es suma incivilidad dar malos ratos a los que bailan con ellas. Al encontrarse con sus amigas durante la ejecución de las figuras de la cuadrilla, se sonreirán con amabilidad y procurarán manifestar gracia y desembarazo cortés en las reverencias y paseos. Nunca deberán reprender con aspereza a los que se equivocan, sino al contrario ponerlos en el buen camino con un amable ademán y no manifestar sorpresa ni burla.

Es muy mal visto entre gente culta retirarse de las últimas de un baile, pues parece como si se quisiera aprovechar hasta el último mendrugo del festín. Tampoco es bien recibido entrar demasiado temprano ni demasiado tarde; en el último caso, parece como si se quisiera alardear de buen tono o que no se había logrado conseguir los vestidos precisos sino a última hora. La moderación en todas las cosas es la mejor regla que se debe llevar siempre en la vida práctica.

Todos saben que es de buen gusto salir de los bailes sin ruido, procurando hacerlo sin que lo vean los concurrentes, para no turbar el buen humor de los demás y recordarles la hora. En ese caso, no es preciso despedirse de los dueños de casa, salvo en circunstancias muy marcadas y particulares.

Si durante el baile se ejecutan algunas piezas de canto o de piano, se debe guardar un profundo silencio, y es del peor gusto, y manifiesta una falta completa de urbanidad, el conversar y reírse durante ese tiempo, ni tampoco criticar cosa alguna ni aplaudir ruidosamente.

Más o menos, las anteriores observaciones sirven para las tertulias de menos tono y de más confianza. Pero, por regla general, la confianza no debe convertirse nunca en descortesía.




ArribaAbajoVII

Correspondencia epistolar


A medida que la civilización avanza, las cartas se multiplican y la correspondencia epistolar se convierte en un arte cuyas reglas es preciso aprender en toda forma. No creemos que exista en el mundo civilizado persona alguna que no haya tenido que escribir o recibir algunas cartas en su vida.

Sería imposible formar una norma para el estilo, ni podríamos dar una regla propia para los varios casos que se presentan en la vida; pero sí aseguramos que no hay mujer educada que no sea capaz de salir airosa de aquel dilema si conoce las reglas de la ortografía y tiene buen sentido y suficiente perspicacia para comprender que jamás se debe ser difuso, y hará especial estudio para decir lo más posible en pocas palabras.

Una señorita inexperta, cuando desea escribir una carta bien puesta, deberá empezar por hacer un borrador, el que corregirá cuidadosamente y después copiará con pulcritud y esmero; a medida que vaya teniendo más experiencia, procurará hacer un esfuerzo para escribir sin borrador y que la carta salga limpiamente escrita desde el principio. Claridad, sencillez y naturalidad son las tres cualidades que deben tener todas las cartas de cumplimiento o de negocios, de amistad o de necesidad; la letra, si no bonita, debe ser sumamente clara y fácil de leer: nadie tiene derecho de molestar al prójimo proporcionándole un rato de disgusto y obligándole a adivinar un jeroglífico. La buena o mala ortografía forma el proceso de la persona que escribe, y aunque escribiera primores, los errores de ortografía desconceptúan completamente, dando clara evidencia de una entera falta de educación. El estilo ampuloso y remontado es tan ridículo como el soez y vulgar, y no debemos escribir sino como hablamos, salvo que no es lícito usar palabras incorrectas como solemos hacerlo en la conversación familiar. El purismo exagerado huele a afectación, así como el descuido en el lenguaje da idea de vulgaridad; huyamos, pues, de los extremos y tratemos de observar un justo medio en todo.

Una señorita no debe recibir nunca una carta de persona desconocida sino por medio de alguno de sus parientes más cercanos: padre, madre o hermano; y no leerá por ningún motivo un billete que le envíe un joven del otro sexo, salvo que sea su pariente, su novio (con el permiso de sus padres) o por alguna circunstancia extraordinaria. El buen tono se une siempre a la compostura, y una señorita de gusto delicado no permitirá jamás que le falten al respeto dirigiéndole cartas que no puede leer primero su madre. Es señal de suma vulgaridad y de falla de urbanidad el recibir y contestar cartas que llevan el vulgar apodo cartas de amores. Nunca se debe tener correspondencia epistolar secreta, pues aunque sea la más inocente del mundo aparentemente, no deja de acarrear gravísimos inconvenientes y puede llegar a causar muchas pesadumbres y disgustos.

Ya que hablamos de estas cosas, añadiremos que es de muy mal gusto que una señorita reciba regalos y obsequios costosos de un pretendiente, salvo que esté arreglado el matrimonio y fijada ya la fecha, y aun así, no deja de ser embarazoso, pues puede romperse el compromiso y es preciso pasar por la pena de devolverlo todo. Lo único que es lícito recibir de un joven es una fruta o un ramo de flores, tal vez un libro o una pieza de música.




ArribaAbajoVIII

Luto y desgracias


Una señorita bien educada debe manifestar siempre un buen corazón y antes que todo cumplirá con los deberes que le impone la vida en sociedad, visitando con particular solicitud las casas en que haya enfermedades y desgracias. Si acaso su presencia fuere estorbosa, por no tener suficiente intimidad en la casa en donde yace un enfermo de gravedad, mandará con frecuencia a preguntar por él y a ofrecer sus servicios. Si cree necesario menudear las visitas, estas deben ser cortas, y en ellas procurará servir realmente de algo. Es una de las faltas más graves contra la urbanidad y el buen gusto concurrir a la casa de un enfermo con el solo objeto de pasar un rato conversando con los demás visitantes y continuando o entablando coqueteos con los que van, sin ocuparse realmente del enfermo y de los dolientes.

Cuando se penetra al dormitorio del paciente, la conducta de los visitantes debe ser el colmo de la prudencia, de la discreción y del buen sentido. Nada de gritos ni de exclamaciones; jamás se debe dejar ver la sorpresa o el temor: el silencio, una actividad sin ruido, un buen humor constante y un continuo deseo de complacer sin manifestar que se hace el menor sacrificio, deben ser los distintivos de las personas que realmente quieren ayudar a sus amigos a cuidar un enfermo de gravedad. Por ningún motivo debemos pronunciar palabras desconsoladoras ni molestar al paciente haciéndole preguntas que lo puedan disgustar. En lugar de importunarlo recordándole sus males, debéis distraerle suavemente diciéndole algunas palabras agradables, refiriéndole algún corto pasaje que no pueda turbarle ni desazonarle, sino al contrario, proporcionarle algún consuelo. En fin, bastará tener un buen corazón, unido a una real y positiva delicadeza, para llevar a cabo la penosa misión de visitar a los enfermos con satisfacción de unos y de otros.

«Consolar al triste», es otro de los deberes que nos prescribe la religión, y no hay posición que nos pueda evitar el cumplir con este precepto. Al penetrar a una casa en donde ha pasado la muerte, rara persona deja de impresionarse; pero es una falta y una indiscreción manifestar demasiada pesadumbre llorando desmedidamente y dando pruebas de dolor que solo toca a las personas más inmediatas de la familia del difunto. Es, pues, falta de urbanidad y de cortesía el ir a dar función en casa de las personas que están de duelo. Las mujeres demasiado impresionables deben permanecer en sus casas cuando no puedan prescindir de manifestaciones ruidosas. Y decimos impresionables y no sensibles, porque no son las personas que más lloran y más gritan las que sienten más, sino las más inclinadas al estérico y las que no tienen suficiente poder de voluntad para domar sus repentinas emociones.

El luto, generalmente, tiene gradaciones más o menos severas, según los grados de parentesco. Así como en Europa hay cierta propensión a acortar el término del lulo, en Hispanoamérica lo exageran tanto, que hay familias que lo van prolongando hasta el punto de que ya nunca se lo quitan.

No es buena nunca la exageración en nada; y aunque más vale sentir demasiado que muy poco a los que han dejado antes que nosotros esta morada terrestre, no es bueno en resumidas cuentas llevar el rigor a su última expresión, porque causa tal fastidio entre las jóvenes de las familias, que ya temen la muerte de un pariente lejano más por la obligación de guardar un luto riguroso, que por la pena que les causa su eterna partida.

En Francia se acostumbra que una viuda vista luto riguroso un año y seis semanas, en tanto que el viudo no lo guardará sino por seis meses. El luto por un marido consiste allí en un traje enteramente negro, de lana, y cubierto el sombrero con un velo largo de crespón; al terminarlo se mezclará el negro con bastante blanco, y en los seis últimos meses se vestirán trajes de seda lila y gris claro.

El luto por padre y madre es riguroso durante un año y gradualmente aclarado, hasta convertirlo en gris claro y lila. Por tíos, hermanos y abuelos se conserva negro durante solo dos meses, los dos siguientes negro y blanco y los dos últimos lila y gris. No se guarda luto por un primo sino dos meses, y no se deja de usar traje de seda negro y cuello blanco desde el principio.

Cuando una persona viste luto, siéntalo o no, debe abstenerse de concurrir a fiestas y diversiones, y durante los primeros cuarenta días no deberá salir de su casa sino para ir a la iglesia.

Las visitas de pésame se deben pagar en la época del medio lulo, a fin de manifestar que aunque se está ya en disposición de dejar los vestidos negros para pagar visitas, no se ha dejado todavía de llorar al difunto. Se entiende que hablamos de lutos convencionales y no de los que afectan verdaderamente el corazón; porque si al fin tenemos que dejar la librea del dolor, no por eso dejamos de sentir la herida mucho más tiempo que el que guardamos de luto exterior.

En los países, en donde los parentescos se hacen sentir más, en donde los lazos de familia son más estrechos, y en donde la vida mundanal no es la regla de conducta de la sociedad, naturalmente los lutos son más severos y el vestido más rigurosamente obscuro, porque en realidad pocas son las diversiones que nos pueden distraer de nuestro dolor; pero guardémonos también de una extremada exageración, recordando que el justo medio es la verdadera regla de conducta, y que la urbanidad no es sino el deseo de hacer la vida agradable a los demás: la virtud y la amabilidad, revestidas con una capa de cultura propia de la vida civilizada a que hemos alcanzado en este siglo.




ArribaAbajoConsejos a las madres


ArribaAbajoIntroducción

Varias veces nos han pedido que demos algunos consejos a las madres acerca de la crianza y primera educación de los niños; pero nosotras no nos habíamos atrevido a hacerlo porque no nos creíamos ni con la ciencia ni la práctica suficientes para llenar debidamente tan grave cargo. Sin embargo, después de haber meditado un tanto, nos hemos resuelto a empezar este trabajo, ayudadas por varias obras en extremo útiles y científicas, escritas en inglés y francés; además de que, aficionadas siempre a indagar las causas y a estudiar hechos fisiológicos, hemos al fin acopiado materiales bastantes para empezar el trabajo. Después de pedir perdón a madres más experimentadas que nosotras en esta materia, nos atrevemos a asegurar que lo que aquí se leerá no es cosa escrita a la ligera y sin que graves autoridades nos hayan dado su apoyo. Además de otras obras y de la experiencia propia, hemos estudiado las siguientes: Consejos prácticos a las jóvenes madres, obra escrita en inglés por mistress Taylor; Consejos de una abuela a una joven madre, obra inglesa de la condesa de Montcashell; Consejos a las madres, por Tomas Bull, médico inglés, famoso para las enfermedades de las mujeres y de los niños; La Educación progresiva, por la señora Necker de Saussure, La Educación elemental, obra de M. Thery; etc.




ArribaAbajoCapítulo I

Primera infancia



I

Con tierna curiosidad y entrañable cariño recibe en sus brazos por primera vez la madre a su hijo recién nacido. Salta a la vista y compréndase fácilmente que la madre acepta como una obligación impuesta por la naturaleza, y recibida por ella con el mayor gusto, el deber de alimentar ella misma al hijo de sus entrañas.

Es cierto que hay mujeres que si sufren enfermedades contagiosas, si tienen una constitución particularmente débil, o si carecen por completo de leche, no deben alimentar a sus hijos; pero aun las mujeres delicadas pueden hacerlo con ciertas precauciones. «Es natural, dice la condesa de Montcashell, que una mujer capaz de dar a luz un hijo sano y robusto, también sea capaz de nutrirlo. Muchas mujeres se desalientan con la idea de ser nodrizas de sus hijos porque se les figura que aquello las fatigará excesivamente, y otras abandonan su misión de verdaderas madres con cualquier pretexto después de haberlo ensayado algunos días o algunas semanas. Pero una mujer que comprende sus deberes no se arredra fácilmente. Es cierto que aquellos deberes son penosos durante los primeros meses, pero esos inconvenientes no son jamás suficientes para impedir que una mujer acomodada cumpla con sus deberes; y en cuanto a las pobres con más razón deben cumplirlos...»

La fatiga mayor que tiene que sufrir una mujer en esos casos es la de creer necesario dormir con el niño, pero esto es un inconveniente en el cual no se debe pensar, puesto que es cosa conocida y recomendada por todos los médicos europeas que el niño debe dormir solo en su cuna, desde el mismo día en que nace; para evitar que tenga frío, la madre le calentará lo más posible antes de acostarlo, y, bien envuelto en franelas y en una cuna acolchonada, el niño dormirá mucho mejor que en la cama con su madre, respirando un aire viciado y con peligro de ser ahogado por ella si se descuida un momento. Si es cosa perniciosa que el niño duerma con quien le dio el ser, ¿qué diremos de la costumbre de hacerlo dormir con una criada?... Esto es tan imperdonable, tan dañoso, tan desaseado, que renunciamos a pintar todos los males que pueden provenir de semejante práctica.

Toda mujer que se casa debe comprender que dejó de ser libre y que será esclava de sus obligaciones como dueña de casa, como esposa y como madre. Su responsabilidad es inmensa, y responde de la salud de su hijo desde antes de nacer hasta la muerte de él, puesto que la desgracia de una persona puede provenir de la crianza que se le ha dado; de allí depende su salud, su carácter, sus hábitos y su virtud. La mujer debe, pues, empezar por alejar en cuanto sea posible a las criadas de la confianza de sus hijos: ellas son las que inculcan malos hábitos, costumbres desaseadas e ideas indelicadas en los niños que están con ellas día y noche. Aconsejaríamos a las mujeres que una vez que el niño tiene de uno a dos meses lo enseñen adormir sin luz en su cuna al lado del lecho de la madre, de manera que ella lo pueda sacar fácilmente a obscuras para alimentarlo o mudarlo, volviéndolo a poner en la cuna una vez que esté satisfecho. Si el niño está enseñado a dormirse dentro de la cuna y no en los brazos, él dará infinitamente menos que hacer, y será inútil tener una criada en la alcoba de noche; se la relegará a la pieza vecina, pudiéndola llamar por medio de una campana cuyo cordón la madre tendrá a la cabecera de la cama. Se procurará no enseñar a los niños a que los paseen para dormir, a no darles alimento, después de haber cumplido cuarenta días, sino cada dos horas, y después de los cuatro o cinco meses cada dos horas y media, y después cada tres horas.

La prudencia aconseja que se debe ir enseñando al niño a tomar alimento artificial desde los primeros días de su nacimiento. La leche de vaca sienta a muchos niños, pero naturalmente debe ser garantizada que no tiene mezcla. Se les empezará a dar terciada con agua: dos terceras partes de esta y una de leche, disminuyendo el agua y aumentando la leche gradualmente, hasta que quede pura cuando el niño cumpla cinco o seis meses. Se han obtenido muy buenos resultados con el sagú muy hervido, hecho en leche, y con el de carne muy ligero. Al principio no se dará al niño alimento artificial sino una vez por día; después se le puede ir aumentando, hasta que al año la madre puede ir poco a poco despechándolo, sin causarle aquel dolor y pesadumbre que suelen tener los niños cuando se hace de repente.

El problema de alimentar a los niños artificialmente ha sido debatido acaloradamente en pro y en contra durante siglos por los médicos, sin que se haya transado aún la cuestión.

La leche de burra es un sustituto bastante recomendado para reemplazar la leche humana, empleándola lo mismo que la de vaca. La de cabra se considera muy fuerte alimento, y es preciso emplearla con más prudencia y más mezcla de agua.

Sucede también que hay niños que no pueden soportar ninguna especie de leche, y entonces se debe tratar de darles sagú, gachas de arroz, de maíz o de plátano verde, etc., caldos de res, de cordero, de pollo, pero hechos sin grasa, sal ni condimento alguno, y al principio endulzándolos con un poquito de azúcar. Pero todo esto debe ensayarse con mucha prudencia, limpieza y moderación. La madre debe, personalmente, ver cómo hacen el alimento para el niño, y aun aconsejaríamos que hiciera uso de un reverbero si le repugna ir a la cocina para presenciar el cocimiento. Cada vez que se da el tetero al niño, debe lavarse inmediatamente, no aguardará que se haya agriado para hacerlo, y tenerlo seco y listo para volver a servir. En fin, para alimentar a un niño artificialmente, es preciso grande esmero y muchísima vigilancia.

Pero creemos que toda molestia es menos que la que proporcionan las nodrizas, y que es una gran responsabilidad que se echa encima una madre cuando, por no incomodarse, prefiere entregar a su hijo a una mujer que no puede dar garantías de sanidad, pues frecuentemente tienen enfermedades que los médicos no pueden descubrir aunque las examinen; de quienes heredarán una constitución viciada, un mal carácter e instintos perversos tal vez...

Hay mujeres que por moda y porque piensan que no se pueden adornar, que no pasearán y bailarán con libertad, abandonan a sus hijos en manos de mercenarias, sin caer en la cuenta de que cometen un crimen verdadero. Una mujer puede frecuentar un tanto la sociedad aunque esté criando a su hijo, si tiene método para alimentarle y si deja en su casa una persona de confianza que se embargue de cuidar al niño, una mujer debe, eso sí, tener mucho cuidado en no tomar a su hijo para alimentarlo si está sofocada, colérica, muy fatigada o ha tenido alguna grande emoción. Hemos conocido una madre que después de venir del baile le dio el pecho a su hijo inmediatamente, y este quedó muerto en sus brazos. ¡Tan peligroso así es cometer esa imprudencia! Se debe por lo menos tomar un vaso de agua fresca después de haberse reposado un rato antes de contentar al hijo. ¿Y puede creerse que una nodriza ignorante será capaz de cumplir con estas precauciones?

En cuanto a decir que una mujer pierde su belleza porque está criando, es una grande equivocación; al contrario, una madre sana tendrá mejor color y más salud durante ese periodo, y dicen los médicos que está menos propensa a enfermarse. «Es un hecho en la historia de la humanidad (dice la citada condesa) y que causa mucha sorpresa, que un deber que no necesita de que esté escrito en los Mandamientos, un deber natural en todo país y toda época, un deber respecto del cual no puede haber equivocación posible ni duda alguna, un deber, en fin, que ha sido impuesto por el Creador a todos los seres, haya sido tan frecuentemente desatendido, y que mujeres escrupulosas y llenas de buena voluntad para cumplir con todas sus obligaciones se consideren tan fácilmente exoneradas del más importante de todos!...»




II

Durante los primeros días de la existencia humana el niño que acaba de venir al mundo es un ser que no parece comprender otra cosa que chupar y dormir; cuando no está haciendo una de estas cosas, se manifiesta inquieto, turbado y afligido. «A los ocho días, dice madame Necker, empieza a seguir la luz con la mirada; y debe oír, porque cualquier ruido repentino lo hace estremecer; pero aún no está en contacto con el mundo exterior... Nada distingue claramente; todas sus percepciones son separadas y no se da cuenta de la distancia de los objetos... A las seis semanas, el recién nacido todavía no sabe si el objeto que toca es el mismo que ve y no hace aún esfuerzos para alcanzarle. Sin embargo, la faz humana le interesa ya, y si las cosas materiales no le llaman la atención, la simpatía obra sobre él; una fisonomía amable, un acento tierno le hace sonreír, y dulces emociones animan a ese tierno ser... ¿Pero quién le ha enseñado que tal o cual expresión es amable y le debe enternecer? ¿Cómo es que la fisonomía más extraña para él le obliga a imitar su sonrisa?... En esto no pueden obrar los sentidos, y sin embargo el niño se siente amado y ama a su madre o a quien lo lidia. Parece como si el alma nueva adivinara otra y le dijera: te conozco... Mientras más se estudia a los niños, mejor comprendemos que deben poseer disposiciones innatas, y que no son los objetos materiales los que le alientan el alma... En los primeros cinco meses de la vida del hombre, él no sabe qué utilidad tienen sus brazos, y no es sino muy lentamente que con la experiencia aprenden servirse de las manos. Mira las cosas y se interesa mucho en las personas antes de ocupar sus sentidos,

Así, pues, deberíamos comprender que la vida del alma del niño empieza con su vida física, y desde que abre los ojos a la luz del día deberíamos ocuparnos de su educación. Aquel cuerpecillo tan débil, tan delicado, encierra en germen todos los órganos que le harán vivir; es preciso, pues, que lo manejemos con dulzura y que le conservemos limpio y sano. Se debe lavar en un baño cuidadosamente, después de su nacimiento, con agua tibia; la mejor vasija es una palangana de palo, con un paño encima para evitar su dureza que puede lastimar aquellos miembros delicados, y según aconseja el doctor Bull, se debe lavar la cara y limpiar los ojos con una esponja diferente de la que se usa para el resto del cuerpo. Al sacarlo del baño, se debe tener preparada una almohada cubierta con algunos paños calientes de tela usada, con la cual se secará suavemente. Este método impedirá que el niño llore demasiado y que sienta dolor con las telas con que se seca. El vestido que debe usar el niño recién nacido será, dice el citado médico, suficientemente caliente, ligero y suelto, para no lastimar en lo mínimo sus miembros, y en los primeros días se le pondrá una cofia de muselina, y se conservará perfectamente envuelto en franelas, dejando visible solamente la cara.

Olvidábamos decir que cuando se saca un recién nacido del baño se debe cubrir poniéndole el paño libio por encima y no por debajo primero, para que no experimente una sensación desagradable de frío. La única parte algo apretada que debe tener el niño en su vestido es la faja; de resto, todo debe ser cómodo y abrigado. La limpieza es el primer requisito en la crianza de los niños; y desde el primer día de su nacimiento deben bañarse todos los días, al principio con agua quitada el frío, y en seguida con agua enteramente fría o puesta al sol un rato.

Se nos tachará de ser demasiado minuciosas en estos consejos, y exageradas, pero hemos pensado que no estará de más todo esto, cuando reflexionamos que hay en muchas partes la preocupación de que los niños no se deben bañar sino muy rara vez; de allí resultan erupciones, enfermedades del pecho y el desaseo que cierra los poros e impide que crezcan con robustez. Se deben usar después de cada baño polvos de arroz, pero no los extranjeros, sino polvos mandados hacer en la casa y pasados al través de un linón, para tener garantía de que son puros.

Todas las noches, antes de poner el niño en su cuna, se le debe cambiar completamente de vestido, y antes de ello refrescarlo con un baño de esponja. Esto los hace dormir y los mantiene con salud. La ropa del niño debe ser de género suave, y cuidar de que esté perfectamente seca, pero solo en los primeros días se le debe calentar antes de ponérsela.

Se ha dicho que el acto de mecer es malsano y puede producir mal efecto al cerebro del niño, pero es menos malo el mecer un poquito, es decir, de manera que no pueda lastimar al niño el movimiento, más bien que el continuo paseo que se cree indispensable para arrullarlo. Sin embargo, recomendamos particularmente la moderación en todo.

Otra preocupación que suele tenerse es que no se debe limpiar la cabeza del niño y que se dejará desaseada, porque es pernicioso hacerlo. Esta es una preocupación que no admiten en Inglaterra, en donde los niños son más robustos que en ninguna otra parte. Pero si se lava a un niño frecuentemente, no tiene tiempo de estar desaseado, y basta esa precaución para evitar el tenerlo que limpiar después. La cabeza de los niños es muy delicada hasta los seis meses, y no debe hacerse uso de peine, sino de cepillo muy suave aunque tengan mucho pelo.

Así, pues, débese acostumbrar a los niños desde los primeros días a no tomar alimentos sino a sus horas, a bañarse y acostarse a hora fija, etc.

Si se tiene una persona de con quien mandar a tomar el aire al niño, se debe hacer todos los días, después de cumplidos dos meses: pero más vale que no salgan sino con su madre si han de ser sirvientas comunes y vulgares que los sacan. Después hablaremos más extensamente acerca de la costumbre demandar los niños a pasear con las criadas; aun no es tiempo de tratar este asunto.




III

Uno de los principales requisitos, no nos cansaremos de repetir, para que un niño sea robusto, es la limpieza y el esmero en el vestir. Todas las noches -si se le ha bañado por la mañana- debe limpiarse con un paño húmedo y ponerle un vestido de dormir diferente del que ha usado en el día. No se debe aguardar a que esté con sueño para cambiarle de vestido, sino hacerlo todos los días a una misma hora para enseñarle orden desde su nacimiento. El elemento de la limpieza y el orden debe inculcársele al niño desde sus primeros días, porque esas cualidades son importantísimas en su futura existencia, y gracias a ellas adquirirá en su mayor edad las costumbres que pueden hacerle feliz y respetado.

Las piezas de dormir serán bien ventiladas y no deben tener malos olores, así como tampoco flores ni perfumes.

Se debe cuidar que el niño no reciba corrientes de aire: de allí dependen tantos catarros y anginas que llevan a multitud de niños al sepulcro en los países fríos. Aire puro, pero no corrientes de aire, es lo que necesita toda criatura humana. La manera de saber si no hay malos olores en la pieza es entrar a ella antes de que hayan salido las personas que duermen dentro; así la madre cuidadosa comprenderá fácilmente cuán nocivo es dormir en un lugar con sirvientas desaseadas que dejan en pos de sí gases deletéreos y malsanos. ¿Cómo ha de criarse sano un niño que todas las noches, durante largas horas, respira aquella atmósfera? «Muchas veces se nota (dice el doctor Bull) que un niño amanece fatigado y triste después de haber dormido toda la noche tranquilamente, cuando debería manifestarse reposado y contento. Se piensa que está indispuesto, y sin embargo no proviene aquel estado de su salud, sino simplemente del aire viciado que ha respirado durante la noche; la prueba es que al sacarlo al aire libre revive y se manifiesta de otra manera».

Es preciso atender mucho a esto y abrir todos los días por la mañana las alcobas para que penetre el aire, y si es posible el sol, que es un elemento tan purificador. «La influencia de la luz sobre los vegetales (dice el citado facultativo) es cosa conocida por todos, y no hay quien ignore que una planta que no recibe luz crece raquítica y descolorida. El doctor Edwards ha hecho curiosos experimentos acerca del desarrollo de los animales bajo la influencia de la luz. Naturalmente, esta debe tener la misma influencia sobre la salud del hombre». Es cosa sabida que los niños que se crían sin luz crecen enfermizos, contrahechos y sin color ninguno. Las piezas de dormir de los niños deberían tener pinturas alegres, agradables e instructivas, todo lo cual, aunque parezca inoficioso en la primera edad, no lo es en realidad, pues es imposible fijar el momento en que la inteligencia se despierta y la influencia que aquellas imágenes tienen sobre el alma del niño que empieza a desarrollarse.

Aunque, añade el mismo médico, la madre es la encargada directamente de influir sobre la parte física y moral de sus hijos, la sirvienta que los cuida también tiene sobre ellos grande influencia. La madre tiene muchas cosas a que atender, y no puede vigilar a cada instante a sus hijos, no así la criada, que está con ellos sin cesar; no hay duda, pues, que su intervención es grande en el carácter de los niños. No solamente con respecto a su bienestar físico influye, sino que ella tendrá en lo porvenir una gran parte en la formación de aquel carácter apenas iniciado. La sirvienta del niño debe tener genio alegre y condescendiente, pues hasta el niño de pocos días se afecta con la expresión de las fisonomías que lo rodean. Una fisonomía agria y adusta aflige al niño en tanto que el constante buen humor en los que lo sirven le enseña a imitarlo». Cuando nunca ha visto cólera en los demás, el niño aprende a domarse con facilidad, y comprende mucho antes de lo que se piensa lo mal hecho que es dejarse llevar por su malhumor. Jamás se debe tener al lado de los niños personas que tengan defectos orgánicos, que sean tartamudas, bizcas o cojas, que tengan una voz dura y pronunciación demasiado defectuosa. Los niños aprenden todo esto, porque ellos tienen tendencias a imitar lo que ven.

Las criadas deben tener antes de todo ideas de moralidad, y aunque se procurará que los niños no estén en su compañía cuando su edad les permite librarse de ellas, es cosa importantísima que se procure, en cuanto sea posible, conseguir sirvientas que por lo menos tengan la prudencia de no hablar a los niños con demasiada libertad. La nodriza debe estar siempre aseada, y se la debe obligar a peinarse y lavarse la cara y los brazos todos los días, y frecuentemente el cuerpo, así como mudarse de ropa dos veces en la semana.

Jamás se debe permitir que las criadas saquen a pasear a los niños por su cuenta en los días de fiesta, y aun entre semana. Suele, este sistema acarrear mil desgracias, y peligra la salud del niño pequeño y la moralidad del que ya entiende. Si la madre no puede salir personalmente con los niños, lo cual no es imposible a la mayor parte de ellas, o si no tiene una persona realmente de confianza que acompañe a las criadas en sus paseos, es preferible mil veces que los niños permanezcan encerrados y no respiren otro aire que el de la huerta o el jardín de su casa. Pero lo mejor para la salud del niño y de la madre sería que saliesen todos los días o cada tercer día a respirar el aire fuera de las ciudades, al campo o a los parques; y no creemos que aquello sea imposible a la mayor parte de las señoras. ¿Por qué no han de poder dedicar una hora cada dos días a pasear a sus hijos y cuidar de su propia salud? Les suplicamos que mediten en esto, y de seguro encontrarán que no nos equivocamos.




IV

Hablábamos de la necesidad que tiene el niño de respirar aire puro. Añadiremos que la madre que cría a su hijo tiene la misma necesidad, y debe hacer con frecuencia ejercicio moderado para que su leche sea sana y nutritiva. Así, pues, si las mujeres hispanoamericanas no tuvieran tanta repugnancia a salir a pasear, de seguro estarían más sanas y sus hijos serían más robustos. Todo lo que se quiere hacer con ánimo decidido se puede, y no se diga que no hay tiempo absolutamente para llevar a cabo el propósito. Casi todas las mujeres de nuestra raza oyen misa todos los días, gastando en ello por lo menos una hora. ¿Por qué no robar a la iglesia esa hora cada tercer día, para llevar a sus hijos a respirar aire puro? El cumplimiento de esta obligación es más meritorio a la vista de Dios que el estar en la iglesia dejando a sus hijos en la casa en poder de las sirvientas. ¡Una hora! Solo se les pide este rato cada cuarenta y ocho horas: ¿quién puede negar que aquello es muy posible para quien lo desea realmente?

El niño debe criarse lo más robusto posible antes de la época de la dentición, aquella crisis a través de la cual pocos son los que pasan sin enfermar. Es, pues, necesaria procurar robustecerlos (aunque no engordarlos demasiado) durante los primeros meses de su existencia. El baño, la buena y sana alimentación, el vestido abrigado y el aseo, son los elementos que se deben poner en obra para lograr este objeto. Los niños tienen disposición a tener los pies fríos; es preciso evitarlo poniéndoles botines de lana, cuidando de que no estén apretados, pues el calzado apretado, aunque sea de lana, es lo que causa el frío de los pies.

Después de haber cumplido el niño seis semanas, es preciso tratar de acostumbrarle a dormir más de noche que de día; para esto se le dormirá a horas determinadas. El hombre es un animal de hábitos, y con buen método y constancia es fácil enseñar al niño como se quiera, siguiendo un sistema con perseverancia. Las mejores horas para que el niño duerma son de las once a la una, por la mañana, y de las tres a las cuatro de la tarde. Para lograrlo se debe obscurecer el cuarto y guardar silencio. A medida que la criatura se acostumbra a dormir a ciertas horas del día, lo hará naturalmente, sin trabajo. A las seis y media, tenga o no sueño, se le deberá desvestir y preparar para dormir, y, cuando despierta en la noche, no admitirle juego ni entretenimiento alguno.

Una costumbre perniciosa tienen las nodrizas yes la de sentar el niño antes de que tenga fuerza en la columna vertebral para soportar el peso de la cabeza, y con esto suelen volverse los niños contrahechos y producirles enfermedades internas. No se debe sentar un niño antes de los tres meses, y esto apoyándole la espalda con el brazo; hasta los cinco o seis meses es que puede sentarse solo, y aun entonces se le pondrá un cojín por detrás, por si se cansa en esa postura.

Desde que el niño ha cumplido dos o tres meses, se le debe acostumbrar a que se esté acostado en el suelo, sobre una alfombra o un colchón delgado, en donde él se entretiene con cualquier cosa y se siente libre de los brazos de la nodriza. Así crece, se desarrolla y se fortalece; aprende a gatear temprano y a caminar pronto. «Los niños (dice la condesa Montcashell antes citada) que empiezan por gatear, caminan después con más firmeza, son más robustos, no se hacen cascorvos y no se caen fácilmente». Es cierto que suelen caminar más tarde que los que se enseñan por medios artificiales; ¿pero eso qué importa, si es más útil para la salud empezar por gatear? Hemos oído frecuentemente a las madres la preocupación de que el niño no debe gatear porque se ensucia arrastrándose por el suelo: pero todo lo que es natural es saludable, y si él desea ejercitarse así, es preciso permitírselo.

Nunca se debe obligar al niño a que camine por la fuerza, y a veces es muy pernicioso ponerlos en andaderas porque se cansan y se les tuercen las piernas. El niño caminará cuando se sienta suficientemente fuerte para hacerlo; hay que dejarlo seguir su instinto, porque siempre la naturaleza es más sabia que el hombre.






ArribaAbajoCapítulo II

El niño de ocho meses a un año



I

La época de crisis en la vida de un niño es la de la dentición. No se puede fijar la edad en que sale el primer diente, pues varía entre dos o tres meses (en algunos casos) hasta año y medio. La dentición es la pesadilla de las madres y la preocupación de los médicos. Toda indisposición del niño la imputan a la dentición, y frecuentemente dejan tomar cuerpo a enfermedades que no tienen nada que hacer con ese mal necesario. Dícese que mueren la sexta parte de los niños de resultas de la dentición. Pero en estos casos, como en muchos otros, se debe echar la culpa al sistema de alimentación que han tenido y a la debilidad del niño, frecuentemente agravada por un mal método de crianza. El uso del baño, del aire libre, de un dormitorio ventilado, de vestidos ligeros y abrigados, de una alimentación adecuada, hará más fácil la dentición. Además es precisa mucha vigilancia para dar a tiempo los remedios que se necesitan cuando hay ataque a la cabeza o convulsiones, por ser los síntomas más peligrosos en ese caso. Débesele tener la cabeza fresca; los gorros de lana y las gorras acolchonadas dentro de la casa son muy perniciosos.




II

La educación, según profesores muy sabios, empieza desde la primera infancia, y cuando el niño distingue a las personas de su casa, es tiempo ya de empezar a educarlo. Cuando se les acostumbra a dormir a obscuras, nunca tendrán miedo de las tinieblas, sobre todo si las sirvientas no les enseñan a asustarse. También debe empezar, desde su más tierna edad, a aprender a obedecer, a aguardar con paciencia, a no dejarse llevar por la cólera; todo esto se hará suavemente, sin elevar la voz, sin gritar, sin manifestar la menor irritación. Es preciso estudiar el carácter del niño, sus disposiciones, no asustarlo jamás, porque se hace cobarde y puede producirle enfermedades orgánicas, pero que en breve aprenda que con cólera y gritos no obtiene lo quo desea. Esto debe ponerse en práctica siempre, y con este sistema se obtiene el respeto del niño que sabe apreciar el poder de voluntad de sus padres y la confianza en lo que dicen, pues comprende que lo que le niegan no debe obtenerlo nunca. Jamás se le dirá una mentira, ni se le engañará ofreciéndole lo que no existe. Este sistema cobarde es perniciosísimo, porque el niño no tiene confianza en los que lo lidian y además se le enseña a mentir también. ¿Cómo podrá una madre corregir ese defecto en su hijo, cuando sin cesar la ha visto mintiéndole y engañándole? Un niño de un año puede comprender muy bien que lo engañan, y desde esa edad se echa en él el fundamento de un carácter bajo.

Cuando un niño se cae al suelo o se golpea, le enseñan a castigar el suelo o el mueble golpeándolo; esto los hace vengativos, y en seguida harán lo mismo con sus nodrizas, sus hermanos y su madre misma. Es cosa muy grave y seria la de criar y educar una familia; es, pues, preciso no tomarlo a chanza o fastidiarse. La madre tiene que estar siempre armada de todas armas y sobre la brecha, defendiendo a su hijo de los males temporales y espirituales. No solamente tiene que impedir que den a su hijo mal ejemplo y nociones erróneas, sino que día y noche tiene que vigilarle física y moralmente. Las que no se sienten suficientemente fuertes y abnegadas para cumplir con semejante misión deben renunciar a ser madres, no abrazando la carrera matrimonial. Es preciso cumplir con sus deberes en conciencia o no aceptarlos; esto no tiene remedio, ni hay modo de escaparse de ello.

Nunca se debe maltratar un animal, y mucho menos una persona, delante de los niños; al contrario, se les debe hacer cariños, para despertar la fuente de simpatía y de amor latente en ellos. Deben tenerse en su alcoba bonitos grabados iluminados, que los diviertan y abran su imaginación, haciéndoles comparar los objetos vivos a los pintados. Para que los niños no rompan las láminas, se pegan en un libro hecho de tela de algodón fuerte, y esta diversión barata e instructiva puede ponerse en sus manos, sin temor de que rompan el libro, enseñándolos a que ellos mismos busquen las láminas que más les agraden y se fijen en ellas libremente. «Variar sin exagerar las sensaciones del niño, haciendo intervenir, lo más posible, en sus diversiones la parte moral, dice madame Necker, es la mejor educación de la inteligencia que se puede dar en la primera infancia... Los gérmenes de todas las disposiciones humanas viven ya en el recién nacido, pero estos gérmenes no tienen todos la misma fuerza». Estos gérmenes, buenos y malos, son los que se deben vigorizar unos y destruir otros, y en esto consiste el arte de educar.

La madre vigilante, añade la citada autora, no debe nunca figurarse que un niño llora por capricho: el recién nacido no tiene caprichos, -si se examinan bien las cosas, se comprenderá que siempre hay un motivo para sus lágrimas... Creo que al tratar de entretener a los niños, los agitamos demasiado; es bueno que no se fastidien-, el fastidio es la modorra del alma-, pero el fastidio no es sino la reacción, y divertimos demasiado a los recién nacidos». En seguida aconseja con mucha razón quo no se procure hacer reír demasiado al niño, que no se le presenten demasiados juguetes vistosos, que se deje libertad al alma para ir despertándose gradualmente. Con gritos, ruido, música y risa, se atacan los nervios de los niños, pero no se toca su inteligencia, -es bueno dejar que ellos mismos hagan sus experiencias y poco a poco vayan comprendiendo para que sirven los objetos que tienen en torno suyo.






ArribaAbajoCapítulo III

La obediencia


El niño que sabe obedecer está en vía de obtener la mejor educación posible, y hay casi seguridad de que su parte moral será buena.

Solemos encontrar empero que lo último en que se piensa es en obligar el niño a obedecer. Para lograrlo, es preciso empezar a enseñárselo desde que tiene seis o siete meses, o antes. No se les dará lo que desean si no dejan de llorar, y jamás se les debe conceder cosa alguna si se les ha negado una vez. Es preciso tener valor para verlos llorar y gritar; pero si ellos saben que no valen nada sus gritos, no volverán nunca a pedir lo que una vez se les ha negado. Al principio se les manda con dulzura; si no obedecen, se hará con seriedad, y, si aún se niegan a hacerlo, la madre manifestará tristeza y sentimiento por ello.

Cuando se ha llevado a cabo este sistema desde la primera infancia, se ha adelantado extraordinariamente en la vía de la educación. Todo enseguida será fácil, pero lo primero que hay que ejercitar es la firmeza, y así es preciso pesar todo lo que se dirá al niño en la balanza de la justicia, puesto que después, aunque se haya sufrido una equivocación, no hay que dar un paso atrás concediendo lo que pide.

Un niño obedecerá sin murmurar si ha visto que su madre no miente nunca ni lo engaña. ¿Podrá haber algo de más enternecedor que la confianza de un niño en su madre? Recuerdo con profunda ternura un hecho sucedido una vez con una de mis hijas, la que tenía un terror pánico a las culebras, y por ningún motivo se hubiera acercado a uno de estos reptiles. Un día me mostraron una serpiente de madera muy bien imitada, y la llevé en la mano a la pieza en que estaban mis hijas, diciéndoles por chanza que estaba viva, pero invitándolas a que la cogieran. Todas se alejaron asustadas, menos aquella que más terror tenía a las culebras.

-¿Por qué se asustan? Dijo. Cuando mamá dice que la cojamos, es porque no hay peligro.

Y al decir esto se adelantó y tomó en su mano la culebra de madera, perfectamente segura de que ningún mal le podía suceder.

Esta confianza es la que se debe cultivar en el corazón de los niños.

Desde que la criaturita empieza a poder caminar sola, se la debe enseñar a guardar sus juguetes cuando no los necesita, y a recibir una reprimenda cuando no obedece en el acto. Que no sea preciso mandárselo dos veces nunca. De la misma manera, si están jugando ruidosamente y se les ordena que se callen por algunos momentos, es indispensable que lo hagan en el acto. «Los padres deben recordar (dice la mencionada señora Taylor) que el ruido que es para ellos agradable o indiferente puede ser un sufrimiento para los demás; así se debe ensenar a los niños a que se moderen delante de gente extraña. Hay muchas personas que piensan que el ruido y necedad de sus hijos no puede molestar a nadie. Así, es necesario enseñarlos a que en su casa no suban sobre los muebles, no griten y no se manifiesten malcriados nunca, pues eso mismo en otra casa sería insoportable, y el niño no entiende por qué en una parte puede hacer su gusto y en otra no. Es cosa extraña que personas de talento y de la mejor educación olvidan que las reglas de cortesanía son iguales en todas las edades, y que un niño malcriado es desagradable siempre».

Es muy bella por cierto aquella franqueza de la primera niñez, que todo lo refiere sin escrúpulo ni reticencia; pero como la educación es el arte de vivir en el mundo, es preciso enseñar a los niños a que no sean demasiado francos con los extraños. No que mientan, por supuesto, pero sí que no refieran a cuantos llegan las más íntimas confidencias de la casa. Cuando un niño está enseñado a obedecer, bastará entonces decirle que salga, o que se calle, para que obedezca, y con eso se evitarían muchos disgustos en las familias.

Delante de un niño es preciso cuidar mucho de lo que se dice, pues, si es inteligente, todo lo oye y observa, y corre el riesgo de referirlo o de cavilar en cosas que no le conviene saber.

Es indispensable enseñar al niño a comer limpiamente y sin distracciones. Así, hasta que llegue a la edad en que no es preciso alimentarlo por mano ajena, y que haya llegado a saber manejarse perfectamente en la mesa, el niño comerá aparte, bajo la vigilancia inmediata de su madre, sentado a la mesa y con todos los requisitos de una persona civilizada, jamás en la cocina ni con las criadas. Una vez que su conducta sea perfectamente cortés, que no derrame la sopa, que no se ensucie la cara y sepa comer con cuchara y tenedor (aunque no se le confíe cuchillo), se le podrá premiar sentándolo a la mesa de sus padres. Pero es indispensable que se le exija el silencio. La señora Campán, en su tratado de La Educación, dice: «Al primer grito del niño, al menor desorden que cause en la mesa, se le hará salir, sin que valgan intercesiones ni ruegos; con esto comprenderá que el ser admitido a la mesa de sus padres es un privilegio que se le concede, una recompensa que tratará de merecer».




ArribaAbajoCapítulo IV

El vestido de la primera niñez



I

Hay muchas maneras de vestir a los niños, y unos abogan por el sistema de tenerlos muy descubiertos y otros por abrigarlos demasiado. En esto como en todo es preciso usar de gran prudencia y sentido común. Si hace mucho frío y llueve, o el tiempo está húmedo, será inoficioso advertir que los niños deben estar abrigados.

¡Cuántos niños hemos visto atacados de pulmonía fulminante porque las madres con increíble vanidad los han mandado fuera de la casa con el pecho y brazos descubiertos! No es bueno tampoco ahogarlos bajo un cerro de franelas y acolchonados. Un justo medio es la mejor regla; además el niño que se baña todos los días en agua fría necesitará siempre menos abrigo y crecerá más robusto que los que han sido criados entre algodones.

Aconsejan los médicos que durante la dentición se tenga a los niños abrigados, por estar entonces más propensos a enfermarse del pecho y la garganta. Se debe tener particular cuidado en impedir que los niños tengan apretada la cintura ni los pies. Se comprende que, si se ajustan los miembros cuando se están desarrollando, no se llevará a efecto la obra de la naturaleza, y se echarán las raíces de mil enfermedades que al crecer van apareciendo. Yo aconsejaría que el lujo en el vestir de la infancia debe consistir en una extremada limpieza, y más vale un traje de muselina o piqué blanco, limpio, todos los días, que un vestido de seda o terciopelo, propenso a mancharse, y que no se puede cambiar en muchos meses. Un hermoso niño vestido sencillamente es mucho más notable que uno feo ataviado de terciopelo. Además, por más feo que sea el niño, si está limpio es más simpático que el hermoso tal vez sucio aunque lujosamente ataviado.

Otra desgracia que acarrea el lujo es el habituar al niño a él, y enseñarle a ser vanidoso y llenarse de orgullo, fundado nada más que en la más o menos riqueza de su vestido.

«¡Cuánto dinero se gasta frecuentemente en el vestido de una criatura! Dice la señora Taylor1, ¡un niño que no necesita nada para hacerlo atractivo! Al principio nada le importa la más o menos riqueza de sus atavíos. Pero muy pronto el niño aprende lo que vale el lujo. Los zapatos nuevos, el vestido bordado y el sombrero emplumado se convierten en estímulos para manejarse bien. Todos en la casa se ocupan de los vestidos, los admiran, los señalan a las visitas, y esto les hace comprender lo que valen. ¡Triste cosa por cierto es que las primeras nociones que se inculcan en la mente del niño están en oposición directa con los mandamientos de Dios!... Cuando Él manda que no nos fijemos demasiado en lo que comemos y vestimos, las madres se esfuerzan en hacer creer al niño que aquello es de primera importancia».

La decencia y la sencillez, la limpieza y el orden son los verdaderos elementos de la elegancia. El lujo, las ricas telas, las adornos recargados solo despiertan en el alma infantil las malas pasiones, la vanidad, el orgullo, la pedantería, y además causan la envidia y el odio en los demás. ¿Acaso semejantes sentimientos inculcados en los niños por sus propios padres no serán causa de que estos sean responsables de los vicios que tendrán sus hijos al crecer? Repito, nada más grave y conmovedor que el criar y educar niños que serán hombres y que sufrirán en este mundo y en el otro las consecuencias de los buenos y malos sentimientos que les han inculcado sus madres, sin caer muchas veces en la cuenta de lo que están hacienda.








ArribaCartas a una recién casada


I

Querida Florencia:

Me pides que, fundándome en la experiencia que he tenido en mi peregrinación por este mundo, te dé algunos consejos enteramente caseros, acerca de la manera de cuidar de la nueva casa a cuya cabeza te encontrarás muy pronto. Me dices que permanecerás algunas semanas más con tu marido en la casa de tus padres, mientras que encuentras una habitación a tu gusto, y adecuada a la renta de que puedes disponer, que no es muy crecida.

«Cuando un par de nuevos esposos, leía yo no sé dónde, se proponen buscar casa a su gusto, empiezan la faena llenos de ilusiones; uno y otro han ideado una mansión deliciosa, dispuesta como mejor les conviene, de un precio exiguo, en una vecindad agradabilísima». Pero al cabo de pocos días encuentran que aquella casa ideal no existe en el centro de la ciudad, y entonces con un suspiro se resignan a buscarla más lejos; como allí tampoco la encuentran, y la joven esposa no puedo vivir demasiado lejos de su familia, sobre todo en ciertas capitales, que tienen los inconvenientes de las grandes ciudades, sin ninguna de las ventajas, se resuelven a tomar la primera casa que encuentran, en el lugar menos malo, y con las comodidades que desean.

Dícese que se debe pagar la cuarta parte de la renta que se tiene por la casa; pero no se puede sentar regla ninguna sobre la materia, y conozco personas a quienes cuesta más la casa que los alimentos y el vestido. Pero es cosa muy dura esto de tener que pagar, sin falta mensualmente, una suma que no está en proporción con la renta que se tiene segura; así, te aconsejaría que tuvieras grandísimo cuidado en no echarte encima una obligación que podría producir graves males y la ruina, desde que se empieza a vivir. Se puede comer menos y economizar en el vestido, pero la casa hay que pagarla sin falta... o correr el riesgo de entramparse, situación la más humillante del mundo, y la que produce mayor mal humor a los maridos; te lo advierto para tu futuro gobierno.

Una vez que se ha decidido tomar en arrendamiento una casa, en lo primero que se ha de pensar es en si es sana; si no es demasiado húmeda (si es baja), -y digo demasiado húmeda, porque todas las casas bajas, si no se ventilan, son más o menos húmedas-, y sobre todo, si no la atraviesa algún caño pestilente. Aquello es importantísimo, porque primero es la salud que todo en la vida; -salud del cuerpo y del alma, se entiende, pues lo uno y lo otro irán juntos en una familia bien regulada. Se verá en seguida si los desagües son buenos, si tiene agua potable, necesidad indispensable para la verdadera limpieza, pues la economía en el agua, cuando hay que comprarla, es perniciosísima. Las casas deben tener comodidad para que se puedan sembrar flores, en tiestos o en el suelo, pues estas son indispensables para dar buen aire, buen olor y belleza a las habitaciones.

Otro requisito muy provechoso es que las alcobas puedan ventilarse, y si es posible que les entre el sol de la mañana. La cocina debe ser clara, para que no se corra riesgo de que caigan mugres en la comida, sin que se sepa cuándo. Otro tanto diré del comedor: nada tan triste como un comedor obscuro y angosto, de manera que sea difícil dar vuelta a la mesa.

Cuando se toma una casa, debe averiguarse qué clase de gente ha vivido en ella; y si el costo no es demasiado fuerte, convendría empapelar de nuevo las alcobas; dícese que las paredes guardan los gérmenes de todas las enfermedades, las cuales no se evitarán sino cambiando los papeles y blanqueando toda la casa de nuevo. También se deben examinar los suelos; y más vale hacer el gasto de nuevo que pagar después médico y remedios. Y digo esto porque si se ponen los tapices nuevos sobre los suelos sucios no se evitará el contagio.

Te parecerán quizás estos consejos muy nimios, y que no tienen novedad, pues esto mismo te lo diría tu madre, y mucho más; sin embargo, suele suceder que se descuidan tanto las más sencillas leyes de la higiene usual y corriente, que estos sencillísimos consejos podrán ser útiles a muchas personas.

Por hoy bastarán estas líneas, pues pienso seguir escribiéndole semanalmente, y no quiero cansar tu paciencia desde el principio.

Tu afectísima,

S. A. de S.




II

Querida Florencia:

Te hablé de paso en mi última de la necesidad de tener agua potable dentro de las casas. Voy ahora a explicarte por qué lo dije. En primer lugar, porque si no se tiene agua, jamás habrá suficiente aseo, aunque se compre muchísima cada día, cosa difícil en estas tierras de dificultades siempre. En segundo lugar, ¿podremos saber a punto fijo de dónde nos traen las aguadoras el agua, y en qué vasijas, sin lavar nunca, y sumergiendo en ella sus mugrientas manos la transportan hasta nuestras casas? ¿No es posible que por ese medio lleven el contagio de toda suerte de enfermedades a nuestras familias? Otro motivo: en donde la ropa se lava al aire libre con agua fría, que no mata los microbios que puede contener, es más indispensable que en otras partes hacer lavar la ropa a nuestra vista en nuestra casa, en donde tendremos seguridad de que no se la mezcla con otra ajena, y que no se la ponen las lavanderas, como suele suceder.

Así, pues, la casa que debes arrendar debe tener agua potable con abundancia y algún patio en que se pueda hacer secar la ropa al sol. No hay nada más sano que la luz y los rayos del sol. Leí, no sé dónde, que habían hecho experimentos para desinfectar ciertas ropas de un enfermo que había muerto de enfermedad contagiosa, y resultó que la manera mejor de hacerlo, es, después de lavarla, etc., ponerla al sol, que mata los microbios mucho mejor que los ácidos y el calor del fuego.

Ya te dije que la casa que arriendes debe ser capaz de ser ventilada, sobre todo las alcobas, las cuales se abrirán de par en par apenas le levantes. Estas, dicen que no deben tener cortinas de lana, porque en la cama es en donde más se guardan los gérmenes de los enfermedades; pero si no puedes tenerlas de seda, y no te parece suficientemente buena la cretona, debes hacerlas sacudir con frecuencia. Todas las enfermedades se ahuyentan con el aire puro; así, pues, no olvides que este es el elemento más necesario para la vida, y sin respirarlo no podemos conservar buena salud.

¡Cuántas familias raquíticas, enfermizas, cuya renta se consume en pagar médicos y medicinas, están en ese estado, solo porque les falta aire puro y limpieza!

Si no puedes tener cuarto de vestirte fuera de la alcoba, cuida mucho que las aguas limpias y sucias no tengan nunca mal olor, y que los baldes sean perfectamente aseados todos los días a la mañana y tarde. Este consejo te parecerá baladí, y hasta tonto; y sin embargo, ¡cuántas señoras olvidan esos cuidados! No advierten a las sirvientas sus deberes, y de allí resultan fiebres y otras enfermedades, cuyas causas no alcanzamos a descubrir.

Otro motivo de enfermedades es la falta de ventilar las camas, las cuales no se tenderán apenas se levantan los que se han acostado en ellas, sino que se deben abrir, para que les entre el aire de fuera; sacar colchones y mantas con frecuencia fuera de las alcobas, para ventilarlos, y cambiar las sábanas y fundas también, sin permitir que jamás se las vea sucias.

Así, pues, hija mía, es mucho más conveniente tener un grande acopio de sábanas y fundas que cortinas lujosas y vestidos de seda. La madre de familia debe fundar su orgullo en tener su casa aseadísima, es decir, sana, y cuidar más de la alacena en que guarda la ropa de la casa que otras bagatelas que de nada sirven.

Pero nos hemos alejado de nuestro asunto.

Una vez que tengamos la casa que hemos arrendado a nuestra disposición; que se ha mandado blanquear, empapelar y pintar de nuevo, si acaso esto no ha tenido inconveniente; que se ha hecho barrer, lavar los suelos, esterar y alfombrar las piezas principales, debemos ocuparnos en mandar pasar los muebles que hemos comprado, consultando más bien la comodidad y la duración de ellos, que no una belleza frágil y un lujo de telas que no sirve sino para dolores de cabeza. Y digo que no sirve el lujo sino para causarnos afanes y disgustos, porque en donde la servidumbre es tan descuidada, que todo debemos de vigilarlo si deseamos que haya orden y cuidado, el lujo en los muebles es una verdadera calamidad, pues la dueña de casa, en persona, tiene que presenciar la limpieza de los dorados y telas de seda, si no quiere que le dañen completamente el ajuar, que ha costado tantos sacrificios comprarlo.

Cuando se empieza a trastear, deben llevarse los muebles de cada cuarto aparte, de manera que se vaya arreglando la casa, progresivamente, sin afanes y sin pérdida de tiempo, desde la sala hasta la cocina, lo cual evitará disgustos y desorden.

No deben empezarse a sacar a relucir los adornos de sobremesa y demás cosillas frágiles, hasta que estén colgados los espejos y cuadros y arreglados los vestidos en los armarios, y que reine el orden en la casa; de esta manera se evitarán roturas y confusión.

La loza que no es del uso diario debe guardarse limpia en las alacenas, y side board, lo cual evitará pérdida de tiempo cuando se saque para ponerla en uso.

Te aconsejo que no empieces a mandar hacer de comer y que no comiencen las tareas domésticas, hasta que la cocina y la despensa se hallen en completo orden, y que el día en que dispongas por primera vez la comida, sea ya en una casa completamente organizada.

Mucho te encargo el orden y la vigilancia; pero también hay que precaverse de un defecto capital, y es el de la exageración. Que tu marido no vea las ruedas de la máquina doméstica, que no te encuentre siempre afanosa, angustiada, andando por la casa como un alma en pena; no; tu marido debe ver el orden, la buena disposición en todo, el concierto; pero no es preciso, sino perjudicial, darle quejas del servicio, ni parte de tus afanes. Así como él no le dará cuenta detalladamente de los pormenores de sus negocios, ni le hablará de los pequeños disgustos materiales que le ocasiona su empleo o su ocupación; que en la casa reine la paz, el sosiego, la tranquilidad; debe encontrar allí un puerto después de las tempestades de la vida material, que le haga desear volver a su hogar a descansar.

Pero, hija mía, si se encuentra con una mujer afanosa, que no le habla sino de sus quehaceres domésticos, que casi no le atiende a lo que dice, porque corre aquí, llama allá, regaña, se desgañita; tu marido, aunque sea un santo, se aburrirá en su casa y se acostumbrará a ver a su mujer como una especie de ama de llaves, que no piensa sino en lo que él cree son tonterías, y acabará por no hablarle de cosa alguna que le interese abriendo entre inteligencia e inteligencia una valla que después no podrás colmar.

¿Qué le importará un plato sabroso, una camisa bien aplanchada, si tú le dices que una y otra cosa te ha costado trabajo ímprobo para conseguir que las criadas lo hagan bien? A todos nos gusta cierto misterio, aun en las simplezas más pequeñas; pero si nos muestran cómo se hicieron y nos señalan la receta para hacerlas, todo pierde su prestigio, y acaba por fastidiarnos.

Pero veo que me he alargado demasiado hoy, y los consejos no deben ser nunca largos, para que se atiendan.

Tu afectísima,

S. A. de S.




III

Querida Florencia:

Antes de proseguir adelante con mis consejos acerca del arreglo de tu nueva casa, quiero traducirte un artículo que acabo de encontrar en un periódico inglés, el cual me parece que puede serte útil en tus actuales circunstancias:

«Pocas cosas hay que tiendan más a degradar a la mujer casada como el saber que su marido no se atreve a confiarle su dinero, sea porque ella no es capaz de tenerlo en sus manos, o porque él la considera indigna de esa confianza. Podrá confiarle su casa, su plata labrada, sus criados, su felicidad y bienestar, ¡y sin embargo no le entrega su dinero! Podrá después entregarle sus mayores tesoros, como son sus hijos, ¡pero su dinero no! Ella entre tanto contempla con amargura que él le pide cuenta hasta del último centavo, desconfiando de su buen juicio, y piensa que, si ella se muriera, mayor sería la confianza que tendría en la cordura de cualquiera ama de llaves que en ella, es decir, en cuanto él pueda considerar que el sexo inferior alcance a gozar de prudencia.

Por ventura ¿será que el dinero vale mucho más que la felicidad doméstica y la de sus hijos? ¿Será posible que el metal sea de mayor importancia que la discreción, cordura, abnegación que necesita desplegar una madre de familia para guiar las almas inmortales de sus hijos por el camino de la vida? Y no se crea que las faenas que tiene a su cargo una dueña de casa no necesitan serenidad de espíritu y aquella prudencia que el mismo marido tiene que tener si maneja su establecimiento mercantil o un empleo que le obliga a tener bajo sus órdenes otros dependientes, ¡Les parece fácil a estos hombres que rehúsan confiar a sus mujeres una pequeña suma de dinero para los gastos diarios, que una mujer tonta y negada podría tener orden en su casa, sanos sus hijos, prodigar cuidados a los enfermos y establecer un tren de familia!

Un observador extraño que aquello viera podría preguntar a ese marido cómo pudo casarse con una mujer tan torpe, que no es capaz de comprender que, si él le explicara cuál es la renta que tiene o la que pretende gastar, ella no alcanzaría a comprender mucho mejor que él cuáles son los gastos que se han de hacer y cuáles las economías. Podríase preguntar también si este hombre, que tanto indaga y ahorra dentro de su hogar, es igualmente económico con sus propios caprichos fuera de él. ¡Pobre mujer! ¡Pobre madre de familia envilecida! Ella desearía tener en su mano algún dinero para el vestido de sus hijos, para la comodidad de su familia, para no tener que pasar por la vergüenza de pedir y explicar hasta sus menores necesidades. Ella no tiene que comprar cigarros, ni pagar algún obsequio espirituoso a algún amigo; ella no entra al billar ni pierde dinero en cenas. Por lo general (salvo excepciones entre mujeres educadas en un lujo que casi siempre ya no lo desea la madre de familia), la mujer no desea tener a su disposición grandes sumas. Conocimos a una de estas esposas oprimidas y humilladas prorrumpir en llanto de alegría al recibir veinticinco pesos para que comprara a su gusto vestidos para sus hijos. Hemos conocido mujeres que han pedido una suma pequeña para gastos de familia a un hermano, por no tener que dar cuenta estricta a su marido de un gasto indispensable; y otra que más bien que pedir y pedir sin cesar dinero para vestir a sus niñas, cortó todos sus vestidos, menos uno, para hacerles trajes; y otra que prefirió meterse en su casa y no salir a la calle más bien que pedir a su marido que le comprara calzado que se le había acabado y a él se le olvidaba preguntarle si debería renovárselo.

No siempre hacen esto los maridos por miseria, sino porque tienen idea de que el marido es el jefe supremo de la casa y que por sus reales manos debe pasar cuanto se gasta en la familia.

Sin embargo, semejante conducta puede tener gravísimas consecuencias, pues ¿qué se puede esperar de una mujer humillada, que se trata como a inferior y que sus propios hijos la consideran como tal? ¿Sabéis lo que sucedió una vez? Que la mujer a quien no se le confiaba un centavo sin que diera cuenta de él, empezó a sacar del armario y de los bolillos de su marido dinero subrepticiamente; sus hijos aprendieron a robar, y acabaron su vida en una cárcel como ladrones. ¡Y sin embargo pertenecían a una familia honorabilísima, y su padre era considerado como un dechado de honradez!»

En mi próxima, querida Florencia, le hablaré por mi cuenta; entre tanto dile a tu marido que no imite a esos maridos económicos.

Tu afectísima,

S. A. de S.




IV

Querida Florencia:

En mi carta anterior te traduje un articulito sobre la necesidad absoluta que tiene un marido de reposar completa confianza en la esposa que ha escogido. Una vez entendido esto, el joven o nuevo esposo debe confiarle a su mujer la situación clara de sus negocios y decirle sinceramente cuál es la suma de que puede disponer para gastos domésticos. Entendido esto, se arreglará con su mujer cómo debe llegar esa suma a sus manos, sea mensualmente o por semanas, sin necesidad de que ella se vea en el caso de pedirla; pues ya sabemos que a casi todas las mujeres -con poquísimas excepciones- repugna pedir. Fuera del dinero para los gastos domésticos, la mujer recibirá una suma, según las circunstancias, para su vestido; y ella debe aceptarla siempre, aunque no la necesite, para acostumbrar a su marido a ese desembolso. Es fácil, si no tiene que gastar nada (pues una recién casada tiene siempre más vestidos de los que necesita), que guarde ese dinero, que lo atesore, y después, cuando se necesite hacer algún gasto extra, ella tendrá allí su guardado para suplir lo que falte. La idea de tener algo propio que puede emplear en limosnas, de las cuales no tiene que dar cuenta a nadie, o en hacer algún regalito, causa grande satisfacción y procura a la dueña de casa una manera de sentirse independiente.

Aconsejaríate, sin embargo, que no hagas nunca gastos superfluos; que no compres sino aquello que realmente es necesario, ni un trasto de cocina que no sea preciso, ni un adorno de sobremesa (que al cabo de pocos días ya no mirarás), ni una cinta, ni cosa alguna que realmente no es menester. Comprar para guardar en los armarios por si acaso después llega el caso de hacer uso de ello, es un absurdo. Haz el ensayo: ¿te tienta alguna cosa mucho? Sin embargo no la compres, con seguridad al cabo de una semana te alegrarás de no haber contentado tu capricho.

Otra cosa que te encargo encarecidamente: JAMÁS COMPRES A CRÉDITO; no hay costumbre más perniciosa y corruptora que tener deudas. El que compra al contado no solamente compra más barato y mejor, sino que vive tranquilo, sin afanes y sin cavilaciones; es dueño de su persona, es libre y no teme que le humillen cobrándole. Uno es siempre el obligado del que le concede el favor de darle algún objeto sin pagarlo, aunque sea un carbonero el que le haga el favor; ¿por qué, pues, ponerse en una situación inferior? Cuando no se tiene dinero no debe pensarse en comprar cosa alguna; y considerar que aquella cosa no existe es el mejor sistema.

Las niñas solteras tienen propensión a creer que la cuestión servicio doméstico es cosa fácil de arreglar; que sus madres se suelen quejar de las sirvientas sin mayor motivo, y piensan que si ellas tuvieran a su cargo el cuidado de una casa, de seguro arreglarían todo satisfactoriamente,

Pero una vez que se encuentran solas en su nueva casa, a la cabeza de varias sirvientas, las cosas varían para ellas, y entonces, después de haber pensado que sería muy fácil gobernarlas, caen en el defecto contrario, se desesperan con sus nuevas responsabilidades, se afligen con los trabajos que pasan, con las geniadas, la ignorancia, vagabundería y la desidia de las criadas, y se les amarga la vida con todo lo que tienen que sufrir.

En primer lugar te aconsejo que no recibas jamás una criada si alguna persona honorable no la recomienda con toda conciencia, y nunca con cartas de personas cuya letra no conoces; no hay nada más frecuente que llevar cartas fingidas con recomendaciones que jamás se han escrito. En esto es preciso poner muchísimo cuidado, porque es peligrosísimo recibir en nuestra casa a una mujer desconocida que puede estar al servicio de una compañía de ladrones.

Una vez que se ha recibido en la casa una sirvienta, es indispensable hacerse respetar, sin manifestar altanería; sin tratarla jamás con desprecio poco cristiano, no hay que descender a la familiaridad, no admitirle conversación, no permitirle chanzas. Es preciso que la criada vea que su señora puede mandarla con conocimiento de causa, porque sabe hacerlo también; debes presentar en tu persona el ejemplo de la laboriosidad, pues nunca te debe ver ociosa; y te aseguro que en las casas en donde las señoras están siempre ocupadas, las sirvientas no se quejan del oficio que se les exige, es decir, si no es excesivo y demasiado fuerte para sus fuerzas. En esto también se incurre en los dos extremos: o se tienen demasiadas criadas y ninguna cumple con sus obligaciones, por lo mismo que estas (las obligaciones) son tan pocas, o se pretende que una sola mujer haga el oficio de dos. Para impedir estas exageraciones es necesario, en primer lugar, que cada una haga lo que se le ha dicho que será su oficio, con el mayor orden, siempre a la misma hora y bien hecho. Si no sabe cumplir con lo que se le exige, la señora debe enseñarla y obligarla a que lo haga, no a ejecutarlo ella misma, sino que la enseñará a hacerlo. Si al cabo de unos días la sirvienta no quiere o no puede cumplir con sus obligaciones, se la debe despedir y buscar otra, sin regaños y sin gritos, pero también sin lástima ni consideraciones tontas; ya sabes la máxima de que la caridad entra por casa, y la señora de un establecimiento doméstico debe ser como el jefe de un empleo público: si sus subalternos no son aptos para su puesto, es preciso cambiarlos.

Hoy no me alargaré más sobre este punto, aunque próximamente continuaré tratando el mismo asunto.

Tu afectísima,

S. A. de S.




V

Querida Florencia:

Indudablemente cuando entramos a una casa, juzgamos de la señora por la apariencia y los modales de las sirvientas. Así, debes exigir que no se presenten nunca desaseadas, que estén peinadas modestamente, -sin crespos ni cintas de colores en la cabeza-, que usen para los oficios caseros trajes de géneros que se puedan lavar, y sin recogidos, sobrefaldas y lazos que les impiden caminar ligero, y que se agarran en todas partes. Debes darles delantales propios para que no se ensucien los vestidos, y habrá en la casa los suficientes para que los renueven con frecuencia. Las enseñarás a recibir y dar los recados con buen modo, y manifestarse siempre comedidas y respetuosas con las personas que visitan tu casa.

Debes exigir que las criadas se levanten temprano, de manera que antes del almuerzo ya los oficios del día estén muy adelantados, los cuartos aseados, las camas tendidas, y todo en orden.

Que el emblema y divisa de tu casa sea orden y aseo en todo y por todo.

Creo que para empezar, y con tu limitada renta, te alcanzarán dos criadas: tu cocinera y la que sirva a la mesa, aplanche y arregle los cuartos. Dos días de la semana, el lunes y el martes, puedes buscar una mujer que lave la ropa en la casa. Debes exigir de la cocinera, -que poco tendrá que hacer-, que haga el mercado y compre el pan, la leche y haga mandados por la tarde. Con esas dos criadas no más, reñirán poco entre sí, porque, como estarán muy ocupadas, no tendrán tiempo de disputar; si recibieres una más, tendrán todas poco que hacer, se reunirán a charlar, lo cual dará margen a molestias y disgustos provenientes de la poca ocupación.

Cada día debe traer su especial ocupación en cada casa bien ordenada, así como cada hora se señalará para algún oficio diferente. El lunes y el martes serán consagrados a lavar la ropa, y débesele entregar contada y apuntada a la lavandera, muy temprano, por cuyo motivo debes cumplir con ese deber la noche antes. Advertirás a la lavandera que no se debe refregar el jabón sobre los vestidos de franela, sino que se meterán en la espuma en una vasija aparte, si es posible en agua tibia, y después de batirlos allí se enjuagarán en agua tibia también; por consiguiente se deben dejar para lo último, porque también se aplancharán antes de que estén enteramente secos.

Las manchas de tinta se quitan con leche, y si aún no desaparecen, puede untárseles limón. Las manchas formadas con frutas se quitan metiendo la parte manchada en agua hirviendo; las de pintura, con trementina; las de vino, untándoles sal y lavando la tela en agua hirviendo.

La ropa fina debe endurecerse con almidón al que se le mezclará un poquito de sal de bórax o borato de sosa. Ninguna aplanchadora ignora que una bolita de esperma dentro del almidón da buen lustre a la ropa, como también un color agradable un poquito de azul de Prusia: pero es preciso impedir que sea mucho, y que se mezcle bien con el almidón, para que no forme vetas.

Debes comprar jabón por mayor y ponerlo a secar en las tablas más altas de la despensa, pues mientras más seco esté el jabón es más económico.

Seca la ropa, debes ocuparte personalmente en remendarla; las costureras, por lo general, hacen este oficio delicado con poco cuidado, y de los tejidos hechos a tiempo depende la mayor o menor duración de la ropa.

Por ejemplo, cuando una sábana empieza a adelgazarse en la mitad, antes de que se rompa la debes cortar y añadirla por los lados exteriores, y esto la hará durar el doble del tiempo; pero si aquella operación no se hace oportunamente, después ya es tarde, y se pierde íntegro, o es preciso ponerle remiendos, que jamás se ven bien, aunque se hagan artísticamente.

Tendrás una alacena o cajón en que arrojarás toda la ropa tan rota que no pueda servir sino para trapos. Para limpiar los vidrios deben usarse trapos de franelas inferiores, Viejas. Para muebles finos se tendrán trapos de lino gastados y suaves.

La mugre que se forma en las puertas y barandas pintadas al blanco se limpia con agua en que se ha mezclado un poquito de amoníaco.

Para que los cuchillos no se enmohezcan cuando no están en uso, se les deben untar con un poquito de aceite de comer, y envolverlos después separadamente en papel de seda. Los cubiertos de plata o plateados que no están en uso deben guardarse envueltos en papel de seda y franela; para conservar brillantes los que se usan diariamente se deben lavar de cuando en cuando con agua caliente y soda.

Para limpiar espejos basta pasarles un trapo suave empapada en agua mezclada con amoníaco. No olvides que no se debe permitir que los rayos del sol caigan sobre los espejos, porque dañan la parte interior de ellos y producen manchas indelebles.

Sobre las alfombras se forman caminos gastados, que las dañan íntegras; para evitar esto, si quieres economizarlas, pon tiras de la misma alfombra (si ha sobrado; que conduzcan de una puerta a otra. No puedes figurarte cuántos años dura una alfombra que se cuida (si es de buena calidad). La harás barrer con una escoba suave y con hojas de té, para que recojan el polvo, barriendo no hacia la pared, sino de la pared para afuera, para que la basura no quede rezagada en los rincones, y forme depósitos debajo de los muebles.

Creo que esto basta por hoy.

Tu afectísima,

S. A. de S.




VI

Querida Florencia:

Quizás considerarás mis cartas más que prosaicas, vulgares, y que no te hablo sino de cosas que toda buena criada debería saber. Pero cabalmente carecemos de buenas criadas que comprendan sus obligaciones, y tú tendrás que enseñar desde el A B C del arte de servirá cada una que recibas.

En una casa en donde no hay niños bastará barrer una vez por semana los aposentos -esto no obsta para que diariamente se limpien con un plumero y un trapo los muebles y se recojan del suelo las basuras, hebras, papeles, etc. El día en que se barre, debe ser el viernes una parte de los cuartos y el sábado otra-, pues una criada que hace otros oficios no puede consagrar el día entero a aquel.

Fuera de la barrida semanal, la cuidadosa madre de familia hará un arreglo general cada dos o tres meses, desocupará baúles, alacenas y armarios, los hará limpiar perfectamente, sacudir el polvo, botar lo inútil, y los compondrá otra vez. La mujer que lava la ropa podrá, una vez al mes, lavar los pisos de cocina y patios interiores, corredores y zaguán; y si la casa es alta y la escalera de madera, una o dos veces por semana se limpiará con trapos mojados, secándola después con limpios y secos; sea este el oficio de la cocinera o de la aplanchadora, debes de advertírselo al tiempo de recibirlas. Es preciso que esto se haga por la mañana, temprano, para que cuando salga tu marido o entre alguien de fuera no encuentre el piso húmedo; le repito una vez más: todo el arte de una buena señora de su casa es ocultar las ruedas que hacen andar la máquina doméstica; que se vea en todas partes el orden más completo y el aseo más grande, sin que se sepa cómo tiene lugar aquel milagro.

Hoy me comentaré con lo dicho, para continuar otro día con mis consejos vulgarísimos pero útiles probablemente.

Tu afectísima,

S. A. de S.




VII

El armario en que guardas la ropa de cama, manteles, fundas y servilletas, debe dividirse en varios compartimentos: en un lado las sábanas de lino, en otro las de algodón; aquí las fundas; las servilletas, los manteles acullá. Debes tener cuidado de que se use por turnos toda la ropa, poniendo debajo la recién lavada. Hay personas que atan con hiladillos las sábanas de dos en dos para evitarse el trabajo al tiempo de sacarlas.

Debes ser muy cuidadosa con las llaves de este armario; las criadas que no son honradas tienen particular afición a las sábanas, con las cuales hacen ropa interior muy a su gusto.

La ropa sucia debe tener su cajón o saco cerrado en un cuarto que no sea dormitorio, pues esta exhala siempre mal olor y es malsano dormir en un sitio en que se siente desagrado. Procura que los dormitorios de las criadas estén aparte de los tuyos; estas son poco aseadas en Hispanoamérica, y, si de raza indígena pura o negra, exhalan siempre un olor almizcloso poco agradable. Cuida, sin embargo, que el cuarto de las sirvientas sea seco y sano, y oblígalas a ventilarlo, tenerlo en orden, y, sobre todo, que no aplanchen en él, porque el olor del carbón las puede asfixiar si cierran la puerta y se acuestan a dormir sin haberlo apagado.

La señora de la casa debe hacer repentinas entradas a la cocina para ver si todo anda bien y si hay orden y limpieza en todas partes. Una de las cosas en que debes insistir es en que se tenga siempre agua caliente en la caldera, y que, cuando se gaste, inmediatamente se vuelva a llenar con fría y se ponga a calentar. Nada hay más desagradable que cuando se pide con urgencia agua caliente resulte que no la hay.

Es preciso que la cocinera barra su cocina una, dos y tres veces por día, si es necesario, y cuando se vaya a acostar la deje enteramente limpia; las cacerolas lavadas y en su puesto, de cobre bien fregadas y secas, pues bien sabes que si se dejan lo que llaman vulgarmente arrumbar, el veneno que resulta mataría a toda la familia; la mesa limpia, las tablas lavadas, de manera que al día siguiente pueda empezar sus oficios sin tropiezo.

Debes obligar a las criadas que tengan el derramadero siempre limpio: es bueno a veces para purificarlo arrojar por él un poco de agua hirviendo mezclada con jabón, o simplemente agua caliente.

En torno de la cocina harás clavar ganchos y clavos para que la cocinera cuelgue sus utensilios y tendrá su armario para guardar la sal, la pimienta y demás ingredientes de uso diario, así como para guardar las cucharas, cuchillos, moldes, etc., que necesita. En esta también se le pondrán clavos para que cuelgue lo que quiera o pueda. La señora examinará de cuando en cuando la alacena para ver si está limpia y en orden, y exigirá que todo lo que se haya usado en el día vuelva limpio a su lugar antes de que la cocinera se retire por la noche.

No olvides que debes proporcionar a las criadas los suficientes paños y limpiones, unos más burdos que otros, para el uso, y es bueno obligarlas a que los cambien con alguna frecuencia; advierte que no es nada económico ensuciarlos demasiado, porque hay que despedazarlos casi después para sacarles la mugre.

La cocinera debe tener siempre cubierta la cabeza, no solamente como medida de precaución contra la ceniza que la ensucia, sino porque así se evitará que caigan pelos en la comida.

El cuidado y la limpieza del comedor debe ser grande. Abrirase y ventilarase siempre después del almuerzo y la comida. No se permitirá que dejen ningún manjar sobre la mesa después de las comidas, sino que se hará guardar en la despensa si no es cosa que debe volver a la cocina, como tampoco se permitirá que se dejen platos sucios y cubiertos sin lavar. Es bueno que la criada ponga la mesa para el almuerzo por la noche, antes de acostarse, lo que le evitará trabajo al día siguiente, en que tiene por la mañana que hacer otras cosas.

Pero antes de proseguir, voy a recomendarte particularmente que jamás te presentes fuera de tu alcoba sin peinar, sin asear y vestida con traje o bata sucia y manchada: así como tu marido no debe faltarte al respeto sentándose a la mesa en mangas de camisa y sin lavar, tú menos todavía debes quitarle las ilusiones con los rizos enmarañados, desgreñada y sin corsé. La vida matrimonial se compone de pequeñísimos deberes y cuidados, y le aseguro que los maridos pierden así ilusiones que no recuperan jamás si no se tiene empeño en conservarlas. La familiaridad es la madre del desprecio, dicen los ingleses, y esa es la verdad. Si nos hacemos respetar, nos respetarán; pero si olvidamos las leyes de la buena educación, no nos sorprendamos de que se haga lo mismo con nosotras.

S. A. de S.




VIII

Querida Florencia:

Te hablaba en mi última de que no debemos nunca tener ni permitir ciertas familiaridades que prohíbe la buena crianza y la cultura. No digo que seas ceremoniosa, sino que te manifiestes siempre señora, culta, amable, bien criada; que seas no la prosa, no la materialidad de la vida de tu esposo, sino la poesía, la belleza ideal con que ha soñado él, en cuanto es posible, y que se conserve esa ilusión en la vida práctica y diaria.

Así, procura que la casa, y sobre todo la mesa, que será el lugar en donde os reuniréis con más frecuencia (pues, por lo general, el hombre vuelve a su casa a las horas de las comidas, y el resto del tiempo lo tiene ocupado), sobre todo, cuida de que tu mesa si no ostenta exquisitos manjares, que no es esto ni sano ni económico, al menos sea pulcra, elegante, bonita a la vista. Unas flores perfumadas en medio de ella, el blanquísimo mantel, los cubiertos y vajilla relucientes; los cristales inmaculados, el agua purísima; todo esto halaga, aun al hombre más material, tal vez sin darse él mismo cuenta de ello. Y al frente la señora bien peinada, limpia siempre y sonriente, ¿no será aquello un verdadero elemento de dicha?

Si se mancha el mantel, procura ocultarlo, sea con una servilleta o un tapetito, lo cual es bueno que en el diario siempre tengas sobre la mesa de comer, para evitar que se manche el mantel. Que las servilletas estén siempre limpias, y si se ajan demasiado, no dejes de cambiarlas, aunque no sea el día que acostumbras.

No entro en pormenores acerca de la manera como se ha de servir la mesa, porque infiero que en tu casa te han enseñado eso, y que eres capaz de instruir igualmente a las criadas. Pero sí le advierto, que si acostumbras a que te sirvan con aseo y cultura todos los días, el día que tengas un huésped, no tendrás recelo de que se hagan las cosas mal.

Cuando eso suceda, advierte de antemano a la sirvienta todo lo que ha de hacer en todos sus pormenores; pero si lo hace mal, no digas nada, no te inmutes; el huésped no caerá en la cuenta de la torpeza de la criada probablemente si tú no le llamas la atención; pero después, no dejes de advertirla y demuéstrale su equivocación, para que no vuelva a suceder.

En cuanto a la comida diaria, cuida de variarla todos los días. No está en la multitud de los platos, sino en el modo de prepararlos, el buen gusto. Sin hacer mucho alarde, sin manifestar afán ni angustia, repara lo que tu marido prefiere y lo que no come (sin decírselo a él para que no se crea demasiado importante) y nunca hagas servir lo que a él no le gusta.

Haz una listita de los platos favoritos y cuélgala en la despensa, y así no se te olvidarán; pero no caigas en el defecto de menudear demasiado lo que has notado que más gusta, porque en la monotonía está el fastidio.

Cuida mucho de la apariencia de los manjares; muchas veces las cosas gustan por su aspecto más aún que por el sabor de ellas. Sobre todo, insiste en que se mande todo caliente a la mesa, que la sopa sea buena, la carne bien preparada, el café aromático, el pan fresco. Te aseguro que si cumples todo esto, aunque tu marido sea fastidioso y delicado, preferirá siempre comer en su casa, más bien que quedarse a comer en un hotel, como hacen muchos.

Para gozar de buena salud, es preciso comer a horas. El almuerzo debe estar sobre la mesa al dar la hora que desde el principio han escogido los cónyuges, y lo mismo la comida: nunca antes ni tampoco después. En esto debes ser rigidísima con la cocinera y también con tu marido; exígele que esté en casa sin falta a la hora dicha desde los primeros días de tu matrimonio; pero consulta sus ocupaciones para no exigir lo imposible; y más vale comer más tarde de lo que desearas, que darle margen para que no sea puntual.

Ya que hablamos de puntualidad, te diré que sin esta cualidad no habrá nunca paz doméstica. Arregla invariablemente las cosas de manera que lo que ofrezcas hacer a cierta hora lo cumplas siempre. ¿Vas a hacer algunas visitas con tu marido? Pues a la hora estipulada debes estar arreglada y preparada para salir, sin olvidar por eso dejar cumplidas y en completo orden las cosas de la casa. Si te levantas todos los días a la misma hora y tienes una norma, siempre la misma, para cumplir con todas las ocupaciones, una tras de otra, todos los días a la misma hora, no tienes idea cuánto se puede hacer. El desorden es lo que quita el tiempo; y yo siempre pienso que la persona desordenada en sus acciones y que nunca cumple lo que ofrece, que siempre está atrasada y no llega a las citas a la hora dicha, debe de tener la conciencia en el mismo estado, y que jamás debemos contar con ella, ni tener fe en su palabra, ni confianza en sus procederes.

Basta por hoy, querida mía.

Tu afectísima.

S. A. de S.




IX

Querida Florencia:

Una vez que tengas perfectamente arreglado tu hogar, marcadas todas las horas del día para cada una de las faenas caseras, encontrarás que en los primeros meses de tu vida matrimonial hay horas en que tienes que estar enteramente sola. Tu marido tiene sus ocupaciones apremiantes, que lo sacan de tu lado; tus parientas, amigas y hermanas poco te visitarán después de los primeros días; entonces es posible que surja en tu mente una idea: «¡Quién tuviera una persona de mi familia que me acompañara en estos ratos de soledad!»

¡Ah! Querida mía, no te dejes llevar por semejante idea. La cruz matrimonial no puede ser cargada sino por los cónyuges enteramente solos. ¡Cuántos matrimonios hemos visto desgraciados, porque tuvieron en su casa una madre, una hermana, una parienta que acompañaba a la recién casada! No, hija mía; la mujer casada en los primeros años del matrimonio debe estar sola con su marido en su casa.

Con poquísimas excepciones, y por circunstancias raras, débese faltar a esta regla. Marido y mujer tienen que irse enseñando a la carga: pues carga es, y pesadísima, la que han escogido. ¡Cuántas veces por haber un testigo la vanidad se ofende, el amor propio se levanta armado! Una palabra burlona, agria o colérica dirigida a la mujer por el marido, o viceversa, se convierte en disgusto, en riña y hasta en separación porque había testigos.

Muchas veces la mujer no se atreve a reconvenir al marido a tiempo por alguna falta pasajera, porque había un testigo, y deja pasar el momento, y la falta se convierte en algo más grave, que hará tal vez la desgracia de la nueva familia...

Si la tercera persona interviene en las disputas de los casados, malísimo; eso empeora la situación; si no interviene y guarda un prudente silencio, peor tal vez, porque eso dará alas al que tiene la culpa del disgusto, para seguir manejándose mal.

Por otra parte, los amigos del marido, los compañeros de su alegre juventud suelen convidarle a divertirse con ellos; si él sabe que su mujer está sola, que lo espera, que no sabrá qué hacer sin él, no tiene tentación de dejarla aguardando, y rehúsa una invitación, y dos o tres, que podrían conducirlo por el mal camino. Pero si recuerda que su mujer está acompañada, aunque sepa que le hace falta, tendrá esa disculpa, y permanecerá con sus amigos en el club, allí olvidará sus deberes y se acostumbrará otra vez a una sociedad que se había propuesto abandonar apenas se casara.

Esto es muy serio, hija mía; y repito: de la vida de los primeros años de matrimonio depende la felicidad futura, no solamente la tuya sino la de los hijos que tendrás.

La mujer necesita un tacto muy grande para no perder el amor de su marido desde un principio, y debe cuidar muchísimo de ese amor, que con el tiempo se convertirá en un afecto tranquilo y sincero si ella sabe guiarlo, pero que puede cambiarse en desvío y fastidio con mucha más facilidad de lo que piensan las pobres mujeres, que no tienen otro pensamiento que amar a su marido con alma, vida y corazón.

Su casa, su hogar, su marido, sus hijos; eso es lo único que hay el mundo para la mujer virtuosa. Es preciso que te convenzas de que eso no es así para los maridos. Ellos tienen otras muchas cosas en que fijarse: la política, los negocios, los amigos, ocúpanlos más que su hogar casi siempre; pero si la esposa cumple con sus deberes, no como una tonta, no como una esclava, si sabe agradar, llamarle la atención, conservarle esas ilusiones que se desvanecen en los hombres con tantísima facilidad, entonces logrará vencer la política, los negocios y los amigos, y conservará el corazón del compañero de vida para siempre.

Pero, repito, todo depende de los primeros años; entonces es que despierta la confianza entre los dos, confianza que hará su felicidad futura; entonces es que se adquieren las buenas o malas costumbres, y que aprenden a conocerse, a considerarse, a amarse con ese amor duradero y firme, que en nada se parece a las llamas pasajeras del noviazgo. Pero si entra el marido de la calle con intención de decir algo a su mujer, y encuentra entre los dos una tercera persona; si quiere la mujer confiar algo a su esposo, y ve fijos en ella otros ojos, ambos se callan; pasa la oportunidad de abrir su corazón y se levanta una barrera entre los dos, la cual va creciendo hasta que no alcanzarán a verse nunca, y pasarán el resto de su existencia separados moralmente.

Con esto, mi querida Florencia, me despido de ti por ahora. Cuando me digas que hay esperanzas de que tu marido vea reproducido en un frágil retoño tu belleza que le cautivó en ti, o que tú puedas llevar a tus labios una frente que se parezca a la que tanto has amado, entonces volveré a escribirte para darte algunos consejos hijos de mi experiencia y de mi cariño.

Tu afectísima,

S. A. de S.




X

Querida Florencia:

Me dices que ya pronto serás madre, y que ansías obtener algunos consejos caseros, hijos de la experiencia, de la observación y la lectura, acerca de la manera de criar los niños sanos primero y bien educados después.

Estoy persuadida de que el porvenir del hombre depende casi por completo de la manera como se ha criado, es decir de las impresiones que ha recibido en los primeros años de su existencia, no solamente en lo moral, sino en lo físico. ¡Cuántos hombres y mujeres débiles y de mala salud hay que si pudiésemos averiguar cómo fueron sus primeros años encontraríamos allí la causa de sus enfermedades!

Por lo general, se prescinde por completo de orden, de reglas, de higiene racional en la crianza de los niños. Voy, pues, a darte algunos consejos, hijos no solamente de la experiencia propia, sino también de especiales estudios sobre la materia.

El niño recién nacido necesita tres elementos indispensables: quietud, calor y poca luz. No se crea que el recién nacido no oye: sí oye, pero no sabe, por supuesto, darse cuenta del ruido; y ¿sabemos acaso cómo sufrirán sus delicados tímpanos con el golpe de una puerta que se cierra repentinamente, con un grito o una voz fuerte? No lo podemos saber, pero deberíamos adivinarlo. Así, pues, el niño se tendrá en un lugar en que no se oiga ruidos fuertes.

Nada más friolento que un recién nacido, para quien el aire solo debe ser causa de sufrimiento; pero, como su piel es delicadísima, se le deberá poner vestidos muy suaves y calientes.

En cuanto a la luz, pocas personas ignoran que los niños se pueden volver ciegos si no se cuida de que sus ojos permanezcan en la sombra durante la primera semana de su existencia en el mundo; y no solamente cuando están despiertos se les tendrá en una media luz, sino también cuando duermen, cuidando de que los rayos de la lámpara o la bujía no hieran sus párpados.

Así, pues, repito, se debe guardar en el dormitorio en que está el niño recién nacido mucho silencio, grande abrigo, pero no demasiado, y una semioscuridad, -cosas todas indispensables también para la madre. A esta se le debe evitar toda agitación, toda impresión fuerte, agradable o desagradable, no solamente para su propio bien, sino para conservar la salud del niño que ella DEBE criar.

Nada más contrario a la naturaleza, nada más pernicioso, nada más cruel, nada más inmoral, -inmoral, lo repito-, como una mujer que, teniendo buena salud y suficiente leche, no quiera criar a su hijo. La que tenga intención de entregar el fruto de sus entrañas a una mujer extraña, a una mujer de mala raza, de hábitos perniciosos, que quizás tendrá en su constitución (aunque los médicos no lo descubran) alguna enfermedad contagiosa; de mal carácter, de genio díscolo probablemente: la que tenga pereza de esclavizarse, que no se case, que permanezca soltera, que no busque responsabilidades, porque una madre que pudiendo hacerlo rehúsa alimentar a su hijo personalmente es culpable en cierto modo de infanticidio.

¡Qué exageración! Dirán, probablemente, algunas partidarias de su bienestar, pero voy a probar que no exagero. No puede haber duda ninguna de que la leche de la madre tiene que ser la más adecuada para el niño que acaba de nacer; por consiguiente, esa es la que mejor lo conviene para conservarle la salud. Pero si esa madre entrega a su hijo en manos de una mujer de otra constitución, enferma, de mal genio, y el niño hereda enfermedades que permanecerán en él toda la vida, así como un genio que le puede hacer desgraciado, ¿esa madre no mata la salud física y moral de su hijo? Pues bien, ese es un infanticidio.

Naturalmente, si una mujer es un pozo de enfermedades, o que se le seca la leche, no podrá entonces cumplir con ese deber, pero esos son casos excepcionales, de los cuales no me ocupo. Sin embargo, una mujer puede ser muy débil y criar a su hijo, ayudada por el tetero, y si el estómago del niño no rechaza la leche de vaca, madre e hijo se encontrarán muy bien.

Pero volviendo al recién nacido, aconsejaría que no lo exhibieran antes de que cumpla una o dos semanas. Como el bautismo se ha de hacer pronto, según lo manda la Iglesia, lo mejor es cumplir con ese deber sin ruido ni ceremonias inútiles. La madre no tiene necesidad de estar presente en el bautismo de su hijo: lo quo le importa es que no se vaya a morir fuera del seno de la Iglesia; y no estará tranquila hasta que él haya recibido las aguas regeneradoras del cristianismo. Así, pues, te aconsejo, hija mía, que te empeñes para que tu hijo sea bautizado lo más pronto posible pues de su nacimiento, y deja la fiesta para después, cuando ya estés levantada y puedas atender a tu casa. Por otra parte, no hay recién nacido bonito, y si quieres que tus amigas lo admiren, no lo dejes ver antes de un mes, cuando tenga una apariencia agradable a la vista de los indiferentes, pues aunque a ti le parezca una maravilla, no será así para los demás.

Próximamente te seguiré escribiendo sobre la misma materia.

Tu afectísima,

S. A. de S.




XI

Querida Florencia:

En mi última te decía que la madre que no es robusta debe tratar de ayudarse con leche de vaca en tetero para criar a su hijo. En los primeros días no se necesitará eso, pues el estómago de un recién nacido apenas puede contener una cucharada de líquido, y no se le debe forzar a llenarse demasiado. En cuanto a remedios, no es bueno prodigarlos al niño, y si está enfermo, mientras menos menjunjes se le den, mejor le irá.

Los órganos digestivos del recién nacido son tan delicados que todo es fuerte para ellos, y es preciso grandísimo cuidado para no descomponerlos irremediablemente.

No están todos los médicos acordes acerca de cuántas veces por día se debe dar alimento al niño recién nacido. Muchas personas creen que cada vez que llora el niño se le debe alimentar, y que solo llora de hambre, cuando con frecuencia sucede lo contrario, y en lugar de necesitar más alimento, llora porque está demasiado lleno. Es cierto que el niño casi siempre acepta cuanto le den, pero el desdichadillo no sabe lo que hace, y se aprovecha de mamar para consolarse de su malestar.

Según mis propias observaciones y las que he visto recomendadas en buenos libros acerca de la crianza de niños, estos, desde que tienen una semana de edad, ya deben acostumbrarse a no alimentarse sino con dos horas de intervalo entre cada comida; a medida que van creciendo y que ya el estómago puede recibir mayor cantidad de alimento, ellos mismos no lo recibirán antes de tres horas de intervalo.

«¡Duerme tanto, dicen algunas nodrizas, que mientras que está despierto hay que aprovechar para darle de mamar cuantas veces se pueda!» Esta es una garrafal equivocación; el sueño alimenta al niño, y mientras que duerme no necesita de nutrirse, y por cierto que no dormirá bien si lo producen indigestiones.

De los tres o cuatro meses para adelante, es preciso hacer todo esfuerzo para que el niño duerma toda la noche y que no necesite alimentarse más de una vez en la mitad de la noche. El niño se acostumbra a todo, y si se tiene método y perseverancia con él, de seguro se enseñará a lo que se quiera.

¡Método y perseverancia! He aquí el fondo de toda educación, y la educación, entiéndelo, empieza desde el día en que nace el niño.

Cuando se puede y se quiere alimentar el niño con tetero, es preciso que la madre se ocupe personalmente del cuidado de la leche y del alimento; en esto consiste en gran parte el buen éxito de la crianza del niño: en la vigilancia inmediata de la madre, del tetero y los alimentos que se le den.

El niño necesita chupar, así es que no conviene darle el alimento con cucharilla -el apretar con las encías produce y estimula la saliva y desarrolla los jugos gástricos y por consiguiente la digestión. Sin embargo, para irle enseñando a la cuchara se le debe dar de cuando en cuando cucharaditas de agua para apagar la sed, pues la leche, sea la de la madre o la de vaca, en lugar de quitarle la sed, se la produce, y es enteramente indispensable darle agua algunas veces en el día.

Como no siempre el agua es pura, aunque se filtre y se cuide, y los niños son tan delicados, te aconsejo que para el niño hagas hervir el agua y en seguida guardarla dentro de algún aposento, para matar los microbios en primer lugar y en seguida para que no esté demasiado fría al aire libre. El agua para los niños debe ser fría, tibia jamás, salvo que estén enfermos o que tengan catarro.

En mi próxima te hablaré de la manera de acostar a los niños, etc., etc.

Tu afectísima,

S. A. de S.




XII

Querida Florencia:

Parece imposible que un niño de menos de un mes de vida tuviera suficiente entendimiento para comprender ciertas cosas; sin embargo, como ya le dije antes, desde esa edad el recién nacido comprende cuando lo pasean, por ejemplo, para dormirlo, y exige que así lo hagan cuando se llega a acostumbrar. Así, pues, es indispensable empezar a formarle buenos hábitos desde su primera edad: debe dársele sus alimentos, vestirlo, dormirlo, etc., siempre a la misma hora. ¡Si supieran las madres qué de molestias se evitarán al hacer uso de un poco de energía y perseverancia, no habría ninguna, por tonta que fuera, que no cumpliera con sus propósitos de criar bien a su hijo!

Hay sin embargo excepciones: es preciso no despertar nunca al niño para darle alimento, para vestirlo o para sacarlo de la cuna: es indispensable dejar a la naturaleza que haga su gusto en eso: cuando el niño duerme, es porque lo necesita, y hay que respetarle su sueño.

Algunas personas creen que es dañoso mecer al niño para que duerma; sin embargo, mecerlos, -con moderación se entiende-, no les causa ningún mal y sí los aquieta mucho más pronto y les enseña muchas veces a dormir largas horas durante la noche.

Es preciso que con reloj en mano se le den al niño sus alimentos cada dos horas en los primeros meses, y la madre que lo está criando debe ser esclava de ese deber hasta que su hijo sepa tomar tetero en los intervalos.

Apenas se despierta el niño por la mañana, a la hora acostumbrada, la madre debe primero bañarle el cuerpo todos los días con agua un poquito quitado el frío y vestirlo de limpio después; es provechoso mudar al niño de limpio todos los días en los primeros meses después del baño y en seguida darle su alimento. Se debe acostar todas las noches después de mudarlo de nuevo, y enseñarle desde los primeros días a acostarle despierto en la cuna, en donde dormirá más cómodamente que entre brazos, respirando el aliento de la persona que lo alza y que le quita la pureza del aire respirable. Cada vez que se le saca de la cuna debe cambiársele de posición, y muchas veces basta eso para que duerman mejor, pues como las criaturitas no se pueden mover solas, descansan mucho al cambiarlas de lado.

La costumbre de acostar al niño en la misma cama con la madre es sumamente perniciosa, y en Inglaterra, que es el lugar del mundo en donde saben criar mejor los niños, ya nadie hace tal cosa. Los médicos te dirán que, fuera del peligro que corren de ser apachurrados por la madre, es un lugar malsano, porque la persona grande absorbe todo el oxígeno, y el pobre niño sufre con el mal aire que le dejan; por otra parte, la criatura siente la vecindad de la madre, y se despierta ron más frecuencia.

Salvo en caso de enfermedad, la madre tiene el deber de atender a su hijo chiquito de noche, y no eximirse de ello jamás. ¿Por qué ha de dejarle a una sirvienta aquello que la naturaleza le manda a ella que lo haga? ¡Cuántos niños enfermos y contrahechos no conocemos porque la madre entrega a su hijo a una criada para que lo cuide de noche, por no trasnocharse ella! ¿Qué interés puede tener una mujer extraña en esa criaturita? Ninguno. Así, pues, la criada, que naturalmente no quiere trasnochar con el niño, le enseña toda clase de mañas, le da el tetero frío o hirviendo, se cae con él al suelo muchas veces, y aun he tenido noticia de que se han quemado los niños en la vela que la sirvienta ha dejado cerca para entretenerlos mientras que ella se quedaba dormida. ¿Y tendrá la madre derecho para reñir a una extraña que haga esto? Ninguno. ¿No dormía también la madre a pierna suelta?

Para quitar a los niños la costumbre de alimentarse de noche, después de los seis o siete meses, será bueno tratar de engañarlos dándoles algunas cucharadas de agua ligeramente azucarada; aquello los calma, y con frecuencia se vuelven a dormir, y al cabo de pocas noches dormirá el niño toda la noche sin despertar.

Hablo de los niños sanos, bien aseados, suficientemente nutridos y bien criados, que no tienen indigestiones, porque la madre vigila ella misma sus alimentos y observa cuidadosamente todo aquello que le puede ser pernicioso.

Es de suma importancia la niñera, -no hablo de la nodriza, cuando la madre no cría al niño o no lo alimenta con telero, pues este es un tirano del cual no quiero hablar-, hablo de la niñera. «Cuando la cocinera está de mal humor, leíamos en un periódico inglés, la comida está pésima: la carne cruda o demasiado asada, las legumbres duras y la sopa clara. Cuando la que sirve a la mesa está brava, los platos están sucios, el mantel torcido, y, por lo general, rompe un plato o una copa, que mueren en aras de su cólera; todo esto se puede sufrir sin mayores males. Pero cuando la niñera se encoleriza, los niños son los que sufren en sus delicadas personas: los aprietan, los riñen, los pellizcan, quizás les pegan al descuido… Y esto es mucho más grave».

Así, pues, hija mía, lo primero que debes hacer es buscar con tiempo una muchacha de buen genio, paciente, que sepa lidiar los niños con cariño, y a quien puedas inculcar hábitos de aseo, de orden, y puedas vigilar incesantemente. No creas que esta es fácil de hallar, y ensayarás muchas antes de encontrar la que le conviene...

Pero mi carta se ha prolongado demasiado; así me despido de ti hasta el domingo venidero.

Tuya afectísima,

S. A. de S.




XIII

Querida Florencia:

Como te decía en mi anterior, debes buscar una muchacha que sepas observa una conducta moral que sea inteligente y de carácter suave para que te sirva de niñera. Le debes enseñar sus deberes, obligarla a que se lave y se peine, que ande siempre limpia y que esté ocupada sin cesar.

Te ofrecerán probablemente alguna antigua criada experimentada para que se encargue del niño, pero te aconsejo que no la aceptes; con seguridad lo que llaman experiencia son mañas de las cuales no la podrás curar, y a quien no podrás amoldar a hábitos de aseo y de orden; al contrario, ella querrá aprovecharse de tu inexperiencia para pretender mandar en ti y en tu hijo, en lo que no debes consentir jamás. La dueña de la casa es señora en su casa: nadie debe quitarle sus prerrogativas y mucho menos una sirvienta. Así, pues, si quieres evitar camorras, busca una muchacha buena, honrada, a quien irás enseñando a tu gusto y bajo tu inmediata vigilancia a lidiar el niño. Aunque la niñera aprenda perfectamente todos sus deberes, la madre no dejará jamás de levantar, lavar y vestir a su hijo en los primeros meses de su vida, pues la criaturita es tan delicada a esa edad que realmente una buena madre no debe entregárselo a otra. Examinará sus vestidos diariamente y cuidará de que no estén húmedos o sucios. Una vez que el niño esté más fuerte, ya permitirá que la niñera lo vista; pero para levantarlo y acostarlo, la madre debe vigilar aquellos actos para impedir abusos y también para que la criada vea que ella no es indispensable, y que si no se maneja bien, la señora de la casa sabrá cuidar al niño personalmente y enseñarle a otra.

Sin embargo, como los niños no gustan de nuevas caras, es preciso primero poner mucho cuidado en la sirvienta que se reciba, para no verse en la necesidad de tener que despedirla si no conviene. Tampoco se debe desesperar del buen servicio de una muchacha ignorante que se recibe, si tiene buen carácter y buena voluntad; si obedece y es aseada, debes tener paciencia con ella y enseñarla poco a poco sus deberes y no afanarse por cambiarla.

En lo que debe insistir la madre es: primero, que nunca se dé al niño ningún alimento si no es por orden superior; y segundo, que la niñera no pegará, empujará ni pellizcará jamás al niño que tiene a su cargo, y si sabe que alguna vez lo ha hecho deberá despedirla inmediatamente sin misericordia ninguna.

En Francia empiezan a sacar a los niños a pasear en verano desde la primera semana de nacidos, pero entre nosotros no se necesita esto, pues en casi todas las casas hay patios grandes en donde el niño puede respirar aire y recibir el calor del sol. Al cabo de unos dos meses, necesita respirar más aire y se debe entonces sacar un rato todos los días a algún parque. El niño debe ir alzado en brazos de la niñera, bien abrigado, sombreado del sol, pero no demasiado envuelto. Ya cuando está más grandecito, los suelen sacar en cochecitos; pero le advierto que no hay nada más peligroso que uno de estos vehículos que arrastran por encima de los empedrados, dando al niño golpes en la columna vertebral, que le pueden ocasionar, y que les producen realmente, enfermedades mortales. Así, pues, nunca mandes al niño solo con sirvientas a pasear; es preciso que vaya a su lado una persona racional que haga marchar el cochecito por los enlosados, y al pasar las calles que vasa despacio y con cuidado para que no produzca golpes repentinos y perniciosos a la criaturita que va dentro.

En cuanto a los paseos de los niños con las criadas, después te hablaré circunstanciadamente de ello. Por ahora no me ocuparé sino del niño recién nacido, el cual continuaremos estudiando en la próxima carta.

Tu afectísima,

S. A. de S.




XIV

Querida Florencia:

¿Qué cosa es un niño adelantado? No es aquel que no se enferma jamás, que no cesa de crecer -ni de engordar- no; porque ese niño sería fenomenal: toda criatura tiene que adolecer de algunos males, aunque no fuera sino los que ha heredado de sus antepasados.

«Un niño sano, dice una escritora (Christina T. Herrick), no es un lapsus naturæ. Es una criatura que llega al mundo en buen estado, que posee una buena constitución, a la cual se ha añadido una buena crianza, con lo cual logra curarse fácilmente de las enfermedades que postran a las organizaciones débiles. Es un niño que duerme bien, mama con gusto, digiere su alimento y todas las funciones de su cuerpo son naturales; sálenle los dientes sin enfermarse; a su tiempo gatea, se incorpora, camina, habla sin dificultad. Hay muchas criaturas así en el mundo, pero cuyas madres no saben agradecer lo suficiente a la Divina Providencia su fortuna.

Una vez que se posee un niño robusto y que llega a los seis meses sin haber tenido enfermedad, se puede decir que si su naturaleza se debilita quien tiene la culpa es su madre... Es preciso no hacer experimentos con la criatura porque es robusta: despertarla cuando duerme, sacarla desabrigada al aire y darle a comer toda suerte de alimentos.

-¿No le parece a usted, me dijo una madre joven, que es bueno acostumbrar a los niños a que coman de todo? Así se acostumbra su estómago a toda suerte de alimentos. Mi hijita sabe comer como un grande, pues su papá la acostumbró desde los primeros meses a que probara cuanto tenía él en su plato. Desde los seis meses le hacía comer papas, salsa de carne, legumbres, de todo. Después le empezó a dar a probar encurtidos, ensalada, y nunca le ha hecho daño.

La niñita consabida era una criatura amarilla, gorda, pero no tenía aspecto de salud; fue creciendo más o menos enfermiza, y a los diez y seis años sufría de dispepsia, se le habían caído los dientes, tenía mal aliento y carecía completamente de la frescura de la juventud. Empero, sus padres no tenían conciencia de que ellos tenían la culpa de aquella situación».

En otro tiempo los jóvenes eran robustos, los niños fuertes: jamás se decía que una señorita sufría de dispepsia, que necesitaba bacalao y vinos fortificantes. Que cada madre examine su conciencia y recuerde cómo crio a su familia y si ella tiene la culpa de la situación en que hoy se encuentran sus hijos. Y esto sucede tan solo en las dos últimas generaciones; la prueba es esta: que los reverendos padres jesuitas han observado que, ahora unos treinta años, a ninguna madre se le ocurría enviar remedios a sus hijos al colegio; hoy aseguran que cerca del plato de cada alumno hay cajas de píldoras, polvos, cucharadas y menjunjes de toda clase; que los niños son unos merengues, que sufren de debilidad, de dispepsia, ele., etc. ¿Por qué así? Veamos cuáles son los alimentos que se acostumbra dar a los niños, lo cual, según creo, es la causa de ese estado de debilidad en que se encuentran los niños entre nosotros.

Estudiemos primero qué es lo que aconsejan las personas que han estudiado particularmente a la niñez acerca de los alimentos que son propios para la primera edad del hombre. Leche primero, después sagú con leche, puches, un caldo de carne sin condimento ninguno, un huevo fresco tibio, deben ser los primeros alimentos del niño hasta que tiene dientes y muelas; entonces se le puede dar carne asada, legumbres sencillamente aderezadas, nada de fritos, de carnes condimentadas, etc. Bajo los trópicos, no conviene vino ni bebidas espirituosas, cerveza, etc. para los niños. Ya después de los dos o tres años es provechoso darles frutas maduras después de la comida o en el intermedio del almuerzo y la comida; pero las comidas deben ser siempre a horas, y no se les permitirá comer golosinas continuamente. Si se siguen estas reglas, la digestión se hará bien y se fortalecerá el estómago, con lo cual el niño gozará entonces y toda su vida de buena salud.

El desarreglo, el desorden en las comidas, es lo que produce enfermedades del estómago y por consiguiente debilidad de todo el sistema.

Se debe de tener el mayor cuidado en expiar el menor síntoma de indisposición en los niños, y así será más fácil poner remedio al mal. La higiene es una ciencia mucho más provechosa que la de la medicina. Sobre todo te aconsejaría que procuraras dar a tus hijos los menos medicamentos que se pueda: no hay nada que debilite y destruya tanto la constitución como los remedios; así es que se debe observar, en primer lugar, el sistema preventivo, las leyes del buen sentido. Sin embargo, una vez que se vea claramente que el niño está enfermo realmente, lo mejor es llamar un médico de tu confianza y someterse a sus leyes.

Naturalmente el niño que ha estado enfermo adquiere doscientas mañas, las cuales hay que curar con paciencia apenas se mejora y continuar después con el mismo orden en las horas de las comidas, del sueño y del baño cotidiano, con el niño recién nacido se deben de observar las mismas reglas del buen sentido que con una persona grande, y acostarlo (a las seis de la tarde) y levantarlo y bañarlo siempre a la misma hora.

Tu afectísima.

S. A. de S.




XV

Querida Florencia:

Cuando el niño empieza a quererse arrastrar por el suelo y en seguida a caminar, no bastarán entonces la madre y la niñera para cuidarle, y por cierto es un oficio atontador el de andar siempre corriendo detrás del niño y entreteniéndole con juegos infantiles. Te aconsejo que busques sea una hija de campesinos o alguna niñita pobre, pero de familia honrada y que aun no haya recibido malos ejemplos, para que ayude a la niñera a cuidar del niño y jugar con él.

Nada tan útil en la casa como una china2; pero una china que no se maltrata, se entiende, a quien la señora de la casa enseña a rezar, a coser y todos los rudimentos elementales para formar una buena criada. Si la muchacha es de buen carácter y la señora sabe dirigirla, cuidar de su moralidad, no dejarla salir sola a la calle nunca: no solamente salvará un alma, que tal vez se hubiera perdido al lado de sus padres, sino que al crecer formará un núcleo en torno del cual pueden irse aleccionando buenas sirvientas para lo porvenir.

Es preciso impedir que el niño maltrate y pegue a la china, y que esta sepa también impedir que la criaturita haga daños y se lastime él mismo.

Muchas veces al enseñar a la china a rezar, el niño, sin saber cómo, y solo con oírla, aprenderá también sin dificultad ninguna.

Hay personas que no permiten que los niños se arrastren por el suelo; pero esta es una tontería contraria a la naturaleza; cuando el niño lo hace por instinto, es porque lo necesita: tiene que ensayar sus fuerzas antes de caminar, y es preciso permitirle que las ejercite a su modo. Tampoco hay que apurarle para que camine; ¿qué importa que lo haga temprano o tarde? Pero si se nota que tiene debilidad en las piernas, se le debe dar un bañito de agua con sal, por la mañana, para fortalecerlas, y sacarlo con frecuencia al sol, para que este le vigorice, pero siempre de manera que no tenga la cabeza descubierta, porque le puede dar insolación y fiebres.

En cuanto a aprender a hablar, cada niño lo hace a diferente tiempo: algunos desde los ocho o diez meses pueden decir ya algunas palabras, mientras que otros llegan a los dos o tres años sin articular cosa alguna clara. Generalmente los niños que tienen otros en torno suyo aprenden pronto a hablar, mientras que los que viven con personas grandes no más, se tardan más tiempo.

Las mujercitas son mucho más despiertas y precoces que los varoncitos. Pero si se quiere que un niño aprenda a hablar racionalmente, es preciso impedir que le hablen sandeces y se le enseñen palabras inventadas que después tiene que olvidar para hablar la lengua materna, Al contrario, se le enseñará a hablarla claro, corrigiéndole cuando dice una palabra mal dicha, y así no tendrá después que aprender de nuevo la misma cosa, y que en la escuela se burlen de él por su pronunciación equivocada.

Es indispensable que no se fomente en el niño la vanidad, sea que se le pondere por su belleza, por su vestido o por su inteligencia, elogiándolo desmedidamente en su cara; es increíble cómo entienden aquellas criaturas las alabanzas que les hacen desde su primera edad. El pensamiento, la mente de un niño es un misterio y no podemos saber nunca desde qué edad empieza a recibir impresiones, que serán los gérmenes que después crecerán de todos sus futuros vicios y también de sus virtudes; así es preciso que la madre cuide religiosamente de que no se le den malos ejemplos, aunque parezca que no tiene edad para entenderos.

En ocasiones lloran los niños de noche, y no pueden dormir porque tienen los pies fríos; y a veces las que los cuidan no caen en la cuenta de ello; para evitar eso, es bueno envolverles los pies en una franela caliente antes de acostarlos. A medida que se pasan los meses, las criaturitas deben dormir mejor y despertarse menos durante la noche.

Hay cosas que las madres no saben: entre otras, que el helado puede causar la muerte de un niño. Refería un médico que una vez le llamaron para que fuese a ver a un niño de un año, que tenía terribles convulsiones, penas le vio, comprendió que el niño moriría; la madre aseguraba al principio que no tenía idea ninguna de lo que podía causar aquello, hasta que se acordó de que le había dado unas cucharaditas de helado, que parecía gustarle mucho. El médico le dijo entonces que probablemente la criaturita estaría acalorada y que el helado causó tal revolución en la digestión, que le produciría la muerte. Hicieron cuantos esfuerzos pudieron para salvarlo, pero al cabo de una hora expiró, ¡todo por una imprudencia y para dar gusto al niño, que hizo señas a su madre que quería probar de lo que ella estaba comiendo!

Sucede frecuentemente que aunque se llame al médico inmediatamente que se note alguna indisposición en el niño, no siempre este llega pronto, y la madre debe tener algunas nociones siquiera de lo que debe hacer mientras que llega el facultativo.

Las dolencias que más atormentan a algunos niños desde su nacimiento son indudablemente los cólicos. En Inglaterra usan darles lo siguiente: a dos cucharadas grandes de agua caliente se mezcla una cucharadita dulcera de gin, y se les da esto por poquitos. Es bueno ponerles fomentos de alcohol caliente sobre el estómago, pero es preciso que no sean demasiado calientes, pues la cutis del niño es mucho más delicada que la de una persona grande. También les ponen un emplasto compuesto con una cucharada de jengibre molido, una de clavo, otras dos de canela y de nuez moscada; todo lo cual se mete entre dos telas de franela, se moja ligeramente con alcohol tibio, y se les pone sobre el vientre, ajustado al cuerpo con una banda también de franela.

Para espasmos y ligeras erupciones, es cosa excelente darles baños de todo el cuerpo, de agua quitado el frío y leche; pero si la erupción es muy general, lo mejor es consultar un médico, pues es peligrosísimo hacerla desaparecer de repente.

Apenas el niño está indispuesto, es preciso abrigarlo, no exponerlo al aire frío y darle menos cantidad de alimento; pero si empeora, lo mejor es consultar con una persona racional, y por último llamar el médico.

Tuya,

S. A. de S.




XVI

Querida Florencia:

Mientras menos oigan hablar los niños a las criadas mejor educados estarán.

Pero como la madre de familia tiene otros deberes fuera del cuidado de sus hijos, es preciso que estos tengan personas que los atiendan, así es que, como le dije antes, no hay nada tan importante en la casa como la niñera, y debes escogerla con singular cuidado: que sea aseada de cuerpo y de alma, que no diga palabras impropias, que no hable delante de ellos de asuntos que no deben oír y que sea de excelentes costumbres. Con ese motivo te aconsejé que buscaras una niña pobre que entretuviera a la criatura, la cual estará a tu lado sin el inconveniente que tiene una mujer grande y curiosa.

Ya antes te advertí que no permitieras jamás que saliera el niño solo con las criadas; si está pequeñito y aun no entiende, lo pueden maltratar, y, si está más grande, correrá el riesgo de oír y de ver cosas que te espantarían si lo supieras. ¡Cuántos ejemplos no tenemos de terribles desgracias sucedidas por la singular manía que tienen algunas madres de enviar a pasear a los niños solos con las sirvientas! Tan provechoso es para el niño como para la madre el ejercicio, el aire puro; ¿por qué, pues, no dedicar una hora en el día para sacarlo a alguno de los parques que hoy tenemos en el centro de todas las ciudades importantes?

Tuya,

S. A. de S.




XVII

Querida Florencia:

Todos los niños tienen propensión a creerse importantísimos, y pretenden que cuantos los rodean deben abandonar sus ocupaciones para atenderlos: en impedir esto debes poner gran cuidado: que el niño sepa que le aman, pero que no crea que su capricho es la ley de la casa. Si quieres que sea paciente, hazle ejercitar esa virtud desde su primera infancia, y que no obtenga lo que desea con gritos y rabietas, sino con paciencia.

No creas que el niño es más feliz porque obtiene cuanto desea; al contrario, la naturaleza humana más quiere mientras más consigue; y si le das gusto en todo, más querrá, más pedirá, hasta exigir las cosas más imposibles.

Que sepa que hay ciertas cosas que no le pertenecen, las cuales no se le darán aunque las pida; pero, como ya antes te advertí, lo que le niegas un día deberás seguir negándoselo siempre, y lo que una vez le das, debes seguirle dando.

No hay nada que disguste más a los visitantes como un niño malcriado, ni un ser que se parezca más a la idea que tenemos de un ángel como un niño obediente, amable y bien criado; debes escoger una de dos cosas: que tu hijo sea el terror de tus amigos, o que sea querido de todos. En tu mano está el que sea lo último, y debes hacer todo esfuerzo, todo sacrificio, para obtener que tu hijo se gane la buena voluntad de todos.

Se enseña al niño a ser vengativo cuando, al caer, le dicen que se vengue del suelo o del mueble que lo hizo caer; mientras que, al contrario, si se le dice que ese objeto sufre dolor, como él, el niño olvida el suyo para compadecer la causa de su propio desagrado, y así aprende a ser misericordioso.

Por último, te diré que en el niño están todos los gérmenes de las virtudes y de los vicios del hombre formado, y que una madre inteligente y observadora sabrá hacer nacer en su hijo unas u otras propensiones; labrará aquella tierra virgen, que después dará frutos buenos, o la dejará bravía, y crecerá en ella nada más que zarzas y espinas.

Tu afectísima,

S. A. de S.




XVIII

Querida Florencia:

Si acaso tu casa es suficientemente grande, el niño debe tener un cuarto propio, en donde permanezca de día, para que cuando empiece a gatear y caminar no encuentre nada que le lastime y haga daño. Ese cuarto debe ser claro, sano, que se pueda ventilar fácilmente, y en donde se le tendrá abrigado cuando sufra alguna indisposición y duerma tranquilo de día, sin que le turben el sueño. En torno de los muros se pondrán algunas láminas de buen gusto, pues no hay objeto en que desde que abra los ojos a la razón vea caricaturas que le perviertan el gusto artístico que después se le desarrollará si siempre ha tenido objetos bonitos y brillantes en que fijarse.

Desde los dos meses para adelante es preciso que el niño goce de su libertad, y jamás crecerá y se desarrollará bien si se le tiene siempre en brazos; además, el calor de la niñera es malsano, y se criará mucho mejor si se le pone en el suelo, primero sobre un grueso tapete, y, cuando ya quiera gatear, sobre una estera. Es preciso, empero, cuidar de que no entre por debajo de las puertas alguna corriente de aire, porque eso le resfriaría y aun le podría producir graves enfermedades.

Si acaso hubiere cortinas en el cuarto, se sacudirán con frecuencia; el polvo que se aloja en ellas es dañoso para los delicados pulmones del niño. Se comprende que para aquellos seres delicados todo lo que es insignificante para la gente grande es para ellos de vital importancia.

El aposento de que te hablo no debe ser dormitorio, pues cabalmente para que respire otro aire que el de la noche es que te aconsejo que tengas, de día, un cuarto a propósito para el niño.

No deben hacérsele a los niños juegos ruidosos: ellos se desarrollan mejor en una atmósfera de tranquilidad moral y física, y se les debe enseñar a que se entretengan ellos mismos con juguetillos de caucho y muñecas de trapo, que no se rompen, que no los lastiman, y con los cuales pueden dormir y romperlos si a bien tienen. Una criaturita que es preciso entretener sin cesar es cosa sumamente difícil, y se les puede enseñar a jugar solos, con algún juguetico, desde que logren agarrarlo con las manos.

Pronto pondré punto a estas cartas, las cuales nada tienen de científicas, pero que podrán ser útiles a las personas inexpertas.

Tuya,

S. A. de S.




XIX

Querida Florencia:

Para evitar que los niños tomen alimentos que les puedan hacer daño, yo lo aconsejaría que hicieras lo que se acostumbra en Inglaterra (repito, el país en donde saben criar mejor a los niños), y es no sentar a la mesa a los niños hasta que cumplan seis o siete artos. Esta costumbre tiene todas estas ventajas: primero que se hará comida aparte para ellos, sana, y que servirán siempre a la misma hora, pues no tendrán que aguardar al dueño de casa si se tarda ni a que se vaya alguna visita como suele suceder; segundo que la madre podrá atender exclusivamente al niño para enseñarle a tomar la cuchara y después el tenedor y el cuchillo como debe ser; tercero que la necesidad de servir al niño, de mandarle que se esté quieto, etc., no interrumpirá la comida de los grandes; cuarto que el marido y la mujer podrán hablar en paz y con entera libertad de lo que quieran, sin un testigo importuno y curioso como será el de la niñera que es preciso que esté presente para cuidar al niño: quinto que será un premio y una recompensa para el niño y motivo de orgullo el día en que ya se le permita sentarse a la mesa con sus padres.

Son tan rígidos en cuanto a los alimentos que se permiten a los niños en la Gran Bretaña, que refería una famosa escritora inglesa, lady Fullerton, que hasta los catorce años nunca le habían permitido probar un dulce, un confite, y la primera vez que vio un confite de chocolate sobre la mesa del cuarto de su madre y lo probo le pareció de un gusto tan extraño que creyó que era veneno.

Estas son exageraciones, es cierto, pero la verdad es que la raza inglesa es la más robusta y más sana del mundo. Considérase allí que el té y el café son bebidas perniciosas antes de los diez o doce años de edad, y el alimento que les permiten tomar ad libitum es leche. El niño necesita comer no solamente carne y arroz, sino también legumbres frescas, y de los tres años para arriba frutas en la comida; dícese que las naranjas son muy provechosas y refrescantes, así como las brevas bien maduras y manzanas asadas con azúcar.

Para que el niño tenga buena digestión y duerma bien, no se le permitirá estar comiendo dulces y bizcochos entre las comidas, y antes de acostarle tomará una taza de leche con pan, nada de chocolate ni de té, el primero porque es de difícil digestión, y el segundo porque le atacará los nervios.

Con estos pocos y sencillos consejos me despido de ti por ahora, mi querida Florencia.

Tu afectísima,

S. A. de S.







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