Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —14→  

Confirma Herrera estas aseveraciones cuando dice que el Templo del Sol «era labrado de grandes piedras, algunas negras, y otras jaspeadas: en las portadas habían finísimas piedras de esmeralda, y las paredes por dentro, estaban chapeadas de oro, y entalladas muchas figuras».

Según Balboa eran tres los templos: uno dedicado al Sol, (Usno o Chinquin Pillaca) otro a la Luna y otro a Ticci Viracocha y dos grandes palacios: el Mullucancha y el de Tumibamba Pachacámac. En el primero de estos hizo Huainacápac poner el retrato de su madre, Mama Ragua Ocllo, una estatua del más fino oro que se encontró. La sala en la que estaba la estatua era cubierta enteramente de placas de oro. Las paredes interiores de Mullucancha estaban adornadas de muchas obras en tejidos de mullos color de coral, las murallas, enriquecidas con una cantidad de placas de oro y plata trabajadas a martillo, y los muros exteriores adornados de puntas de cristal5.

Destruida la ciudad de Tomebamba por mandato de Atahualpa cuando la guerra con Huáscar6, los materiales que quedaron fueron utilizados después por los conquistadores en la construcción de casas y templos, de Cuenca. La iglesia parroquial de San Blas, la Catedral, San Francisco, Santo Domingo, el Carmen, las ruinas del templo de la Compañía de Jesús, y muchísimas casas de la ciudad conservan en seis umbrales y en las esquinas de las manzanas antiguas aún no reedificadas, las conocidas piedras incásicas de forma trapezoidal.

En cuanto a la arquitectura funeraria, ella era muy rudimentaria, pero interesante. Como los egipcios, los aborígenes americanos de todo el callejón interandino ecuatoriano, desde El Ángel hasta Loja, enterraban sus muertos en unas sepulturas en forma de pozos circulares de 1,50 metros de diámetro y de una profundidad que variaba de dos a cinco metros, y al fondo de los cuales se abrían una o varias galerías laterales llamadas bolsones en donde se depositaban el cadáver o los cadáveres y objetos diversos. La entrada de los bolsones se conocen con el nombre de ventanas. Hay sepulturas sin bolsones. Las paredes de algunos pozos están formadas de piedras brutas cimentadas con arcilla como los de ciertas sepulturas encontradas en Yunguilla y Guano (Ethnographie ancienne de l'Equateur).

Para concluir este ya largo primer capítulo de nuestra historia   —15→   artística y resumiendo cuanto llevamos dicho, podemos preguntarnos ¿Hay arte ecuatoriano primitivo? ¿Hay caracteres que lo pueden claramente definir? Los pocos monumentos arquitectónicos que dejamos descritos y principalmente los utensilios con cierta ornamentación ya bárbara, ya bien dibujada y grabada, pueden perfectamente ser apreciados como obra de arte. La ornamentación de los utensilios nos hace sentir una cierta originalidad peculiar del arte indígena. Aquellos adornos geométricos, rara vez complicados y casi siempre sencillos, compuestos más por líneas rectas que por espirales, delatan una marcada originalidad del arte ecuatoriano.

Aún después de la conquista, las obras de arte que provienen de una cierta amalgama del arte indio y del arte europeo, llevan siempre un sello bárbaro de raza que no se pierde, ciertas líneas cierto sello en fin, que demuestra el instinto primitivo, no aniquilado aún por la inspiración del arte aristocrático oficial de la colonia, conservado con preferencia hasta el presente, en nuestras obras de orfebrería y tejidos. Porque como hemos visto, los indios trabajaron mucho en oro y plata.

La relación geográfica de 1582, perteneciente a Quito, de entre los que se conservan en la Academia de la Historia, dice al Número 164: «Las joyas de que más se precian (las indias) son unos collares de mosca o chaquira de oro o de plata; unas cuantas coloradillas o de hueso blanco y unos brazaletes de plata a manera de ajorcas».


(Cappa).                


La escultura ornamental, la única que fue practicada por los antiguos indios, demuestra un modo de ser muy particular e inconfundible, tiene un sentimiento que no es de formación voluntaria hacia cierto modo de expresión, simbólica, muchas veces; pero cuya inspiración y ejecución no sabemos decir a qué influencia se debe; y si de repente se nota algún parecido o semejanza con esculturas de otros lugares más se debe achacar en nuestro concepto, a la simultaneidad fortuita de sentimientos, que a imitación o plagio.

En presencia de las excavaciones y descubrimientos practicados en nuestra República, no es posible desatendernos de esa civilización; porque ha dejado de sí misma una imagen en una especie de escritura pintoresca, una firma y rúbrica en un tipo familiar de ornamentación cuyo estudio nos revelará cuál fue en arte su temperamento.

¿Cuál es esta ornamentación? Esta ornamentación podemos considerarla como colectiva en todos los aborígenes de América, porque todos los pueblos americanos tienen lazos de parentesco y puntos de semejanza bastante numerosos para que podamos comprenderlos provisoriamente en la misma familia y confundir sus culturas respectivas en el mismo predicamento.

Se puede explicar la ornamentación indígena por la producción de muchos millares de tipos de los cuales tomaríamos rápidamente el sentimiento general. Lo que domina en la concepción de estos adornos es lo fantástico, es el desbordamiento de una imagen causado por una mente en delirio, no siempre la evocación de formas monstruosas como en la India y el Oriente, pero sí la creación de   —16→   tejidos enrevesados, de nudos inextricables, la sucesión de líneas rectas u onduladas que aunque no repetidas hasta lo infinito como en el estilo oriental no dejan en cierto modo de atraernos hacia un horizonte de perspectivas indeterminadas.

La originalidad del estilo de la ornamentación indígena puede discutirse. Pero nos inclinamos a pensar que este arte tan primitivo, tan popular y esencialmente íntimo no es debido única y exclusivamente a una comunicación de un arte cualquiera antiguo europeo. Más que un arte prestado nos parece que es un arte de raza, aún cuando fuera una herencia lejana de familia. La decoración industrial de los aborígenes, perfeccionada como estaba en el siglo XVI debía ya contar muchos siglos de tradición nacional cuando fue puesta en relaciones con la civilización europea, decadente en arte en los siglos XVII y XVIII.

¿De dónde vino este arte? ¿A cuál arte está ligado? ¿Obedece a un sentimiento espontáneo, instintivo, dictado por la ley de un temperamento etnográfico? ¿Será oriental? En ese caso, la duda no podría subsistir sino sobre la época, la vía y el modo de transmisión de ese arte. A nuestro parecer es, un síntoma del arte universal indoeuropeo cuyas relaciones con sus fuentes primitivas, se delatan por un contacto directo no muy inmediato y que se refiere a atrasadas épocas. En todo caso no es un arte oriental degenerado, como podría creerse. Debemos partir del hecho que la estilización de las líneas empleadas en las lacerías y figuras de la ornamentación indígena reviste un carácter verdadero de personalidad. Tal vez debe ser considerado como la expresión de un sentimiento bastante sentido por los pueblos americanos para que se les adjudique un arte como propio de su genio y como uno de los rasgos distintivos de su temperamento intelectual.

Se objetará talvez el que es inadmisible determinar el temperamento de las naciones bárbaras por el gusto particular manifestado en la ornamentación. El valor de este medio de información es universalmente admitido. «Las formas ornamentales ha dicho Dresser (citado por Courajod) y el sistema decorativo empleado por un pueblo tiene más importancia que los hechos etnográficos o las particularidades de arquitectura para determinar las relaciones y las emigraciones de razas». Los aborígenes han poseído un temperamento y un carácter de arte apreciables. Así como de las canciones de gesta de los siglos XI y XII se deducen los rasgos de las épocas bárbaras olvidadas y aún de aquellas antiguas poesías primitivas, puédese indagar ante los monumentos de la escultura y arquitectura de los aborígenes, todos los diversos elementos de sus inspiraciones etnográficas.

¿Hay un intermediario entre los instintos etnográficos primitivos de los aborígenes con las fuentes del arte bárbaro europeo? Tal vez ciertas tendencias del arte aborigen contenidas en germen en el estilo incásico encuentran una explicación en el pasado hereditario de los pueblos que habitaron largo tiempo el norte de la América, después de haber pasado de Europa. En todo caso creemos que hay que tener en cuenta la larga y escasa incubación bárbara   —[Lámina III]→     —17→   que ha precedido al arte americano primitivo. Tal vez éste le debe a aquel una parte muy apreciable de su color y de su originalidad. Hay que emplear, aunque con cuidado, el método comparativo para alargar el círculo de la inquisición científica de los orígenes de nuestras artes nacionales. Hay que estudiar a fin de descubrir la parte de importación que contiene el arte primitivo ecuatoriano, como el americano en general.

Miguel de Santiago

Quito. Convento de San Francisco. Miguel de Santiago. La oración dominical, los sacramentos, las virtudes, los vicios y las obras de misericordia.

[Lámina III]

¿Fueron los aborígenes los fundadores de un arte original o tal vez llegaron a ser los continuadores de una decadencia extranjera? Tiene el arte ecuatoriano primitivo caracteres que le pueden claramente definir?

Cuestiones son éstas muy difíciles de resolver y para lo cual nos faltan datos y no poca cultura. Quizá algún día podamos estudiarlas a conciencia para resolverlas sin riesgo de aventurar hipótesis que luego de darlas como ciertas tienen por consecuencia el confundirlo todo.

  —[Lámina IV]→  

Miguel de Santiago

Quito. Convento de San Francisco. Miguel de Santiago. La oración dominical, los sacramentos, las virtudes, los vicios y las obras de misericordia.

[Lámina IV]



  —[18]→     —[19]→  
II

¿En qué estado de cultura artística se encontraba España al tiempo de la Conquista y durante la primera época colonial americana?

El siglo XV fue para la historia artística de España una época de indecisiones, dudas y tanteos; no tenía aún arte propio, y, acosada por italianos y flamencos, no se atrevía a dar un paso definitivo hacia el Renacimiento; tan grande era el comercio de obras flamencas, que contrabalanceaba perfectamente la predicación de los maestros italianos que no eran pocos los que habían venido a España desde el siglo XIV. El arte gótico siguió dominando durante todo el siglo en que con el descubrimiento comenzó a desarrollarse la conquista de América. Casi al mismo tiempo que Colón andaba en pos del apoyo español para materializar su idea, se decretaba la construcción de la lonja de la seda en Valencia que fue hecha en estilo gótico catalán y el hospital de la Latina en Madrid, primera reliquia del arte gótico castellano del fin del siglo XV, hoy día demolida. Zamora, Toledo, Ávila, Sigüenza, Gerona, Cardona y otras ciudades, aún poseen de aquel tiempo buenos restos de fachadas góticas, de estilo castellano, unas y catalán, otras.

Débese tener presente que son con frecuencia los maestros musulmanes, sobrevivientes del período de la dominación árabe, los llamados a ocuparse en la construcción de palacios o iglesias. El mismo hospital de la Latina fue construido por el arquitecto musulmán, maestre Hazan; la iglesia de la Cartuja del Paular la construyó Abder Rahman (de Segovia); el arquitecto musulmán El Rami hizo varias composturas el año 1498 en la Seo de Zaragoza y otro arquitecto de esta ciudad, llamado Mahomat de Bellico fue llamado por la Condesa de Barcelós para levantar la capilla de la Trinidad7.

  —20→  

Los siglos XIV, XV y XVI realizan la estrecha unión entre el arte cristiano y el musulmán, ya preparada en los siglos anteriores. Aún en el siglo XVII vemos todavía palpitar el arte mudéjar. Diego López de Arenas, editó en Sevilla en 1632 su Compendio del arte de carpintería que es todo un tratado de carpintería oriental, y hasta el siglo XVIII aún conservábase la tradición de costumbres e industrias orientales. Fue preciso que la Inquisición persiguiese y quemase familias moras y que los Reyes creasen una policía especial con el fin de impedir a los musulmanes esculpir estatuas y pintar cuadros de santos, para que el arte mudéjar cediera su puesto al del Renacimiento. Ya en 1480, la reina Isabel encargaba a Francisco Chacón, pintor de corte, que, en calidad de censor real velase que «ningún musulmán o judío fuese tan audaz que se atreviese a pintar la cara del Salvador ni de su gloriosa Madre, ni de ningún otro santo de nuestra religión»8.

No nos hemos de sorprender, pues, cuando al examinar nuestro arte colonial, encontremos también rastros bien definidos de arte oriental, como lo haremos notar a su debido tiempo en muchos de los artesonados de nuestras iglesias y los detalles de ciertos campanarios.

Porque aún al arte del Renacimiento se unió el arte mudéjar. Dígalo la Casa de Pilatos de Sevilla, monumento mudéjar de los más hermosos que tiene España la cual, desde el punto de vista decorativo, ofrece una mezcla armoniosa de motivos musulmanes, góticos y platerescos.

Anotemos también la personalidad propia que los españoles habían logrado conquistar en la escultura, principalmente en el tallado. Discípulos de franceses, que como maestros regentaban al principio del siglo XV los talleres aragoneses y catalanes, hicieron retablos policromados y esculpieron estatuas de una originalidad única. Los retablos españoles, de los que nosotros tenemos buenas muestra, son verdaderamente obras maravillosas en que el arquitecto y el decorador rivalizan en talento con el escultor.

Sin embargo, la acción de la escuela francesa vino a ceder el campo a la flamenca y alemana a fines del siglo XV, cuando, merced al establecimiento en Toledo de algunas familias de artistas bruseleses, esta capital confirió derecho de ciudad a holandeses y alemanes, que fueron bien pronto colaboradores de los artistas españoles y a veces sus concurrentes. Con esto evolucionó el estilo más que la naturaleza de las obras. El retablo quedó el mismo; comenzó a invadir cierto realismo expresivo, tan característico de los países del Norte en algunas imágenes del Cristo y de la Virgen; realismo que encontró su terreno tan favorable en el espíritu español que llegó a vestir a los santos con los mismos hábitos con que se visten los mortales y a ponerles sombrero y peluca naturales.

Sin embargo siguió latente el espíritu gótico. A él debemos el haber heredado tantas bellas cruces en nuestras calles y la costumbre   —21→   de elevarlas a lo largo de los caminos. A él, las preciosas viñetas policromas de nuestros cantorales, la expresiva factura de nuestros Cristos, la belleza trágica de la Dolorosa y la Magdalena de nuestros Calvarios y, en fin, todo ese realismo del que se hallaban animados los artistas españoles de los siglos XV y XVI.

***

Pero sigamos la evolución del arte en España y veamos cómo le invadió el Renacimiento y el efecto que causó en el Gótico hasta la formación del estilo plateresco en la Península.

Cuando en el siglo XV desapareció en España el feudalismo, desapareció también como consecuencia, la arquitectura ojival, que sirvió admirablemente a la política de aislamiento en que se encerraban todos y, además, porque en el terreno del arte había dado todos los frutos que podía dar. Su misión estaba realizada.

Vinieron nuevos tiempos e ideas, nuevos deseos y nuevo ambiente, y con la Reforma surgió el Renacimiento, aun cuando más ventajas que Carlos VII y Juan Hus, lograron alcanzar Dante, Petrarca, Boccaccio y esa mar de poetas y filósofos que florecían a la sombra del papado, para la nueva escuela política, filosófica y literaria de Europa que, favorecida por la Iglesia, fue el origen principal de la gran revolución renacentista.

Esta revolución hecha y ganarla en Italia, colocó a los italianos en condiciones ventajosas para ser los maestros del mundo en el nuevo arte que surgía, ya que los góticos sólo sabían la rutina del arte ojival, la práctica de construir y edificar; pero no eran arquitectos. No nos debemos, pues, admirar que, en no habiendo estos en Francia, Luis VII y Francisco I hasta Luis XIV ocurrieran a Italia por arquitectos capaces de construir obras del nuevo estilo, y que en el reinado de este último monarca se mandara a Roma artistas franceses para ser moldeados en la nueva escuela. De este modo se revolucionó la arquitectura en Francia.

En España fue sólo cuestión de moda.

Porque el arte gótico en el siglo XV y principios del XVI estaba en auge y no encomendado como en Francia, a la rutina, sino a buenos artífices. En Castilla estaba fresca y lozana la escuela de los colonias. Los españoles por tradición conservaban en su pureza y con gran veneración el principio católico y horrorizábanse sólo con la idea de la Reforma en los principios religiosos. Mientras en Francia se demolía el Louvre de Carlos V y Felipe Augusto, en España se construían recién las catedrales de Astorga, de Gerona, de Sevilla y de otras muchas ciudades y se completaban las de Burgos, Valencia, Toledo y Salamanca, al mismo tiempo que se levantaban muchos conventos y edificios civiles9.

  —22→  

Sin embargo fue preciso ceder ante el torrente y dar paso al nuevo arte. Sólo que la revolución se verificó sin la intervención de artistas extranjeros, primero en la decoración y luego en la construcción. Enrique de Egas y Pedro de Ibarra hicieron obras con elementos grecorromanos antes de las construcciones francesas del nuevo estilo.

Así nació el nuevo estilo español que ofrecía como caracteres el arco de medio punto, los cinco órdenes de arquitectura más o menos modificados en algunas molduras y en sus proporciones, los follajes, los vástagos espirales, los grotescos con animales reales o fantásticos dispuestos a la manera de arabescos antiguos y aplicados a los entablamentos, a las pilastras, frisos y tableros, la mezcla y superposición de los órdenes, los revestimientos de mármol, los medallones, las columnas, balaustradas, etc. Mas como los españoles no querían dar por derrotado al arte gótico, aún conservaron en su decoración arquitectónica muchos de los elementos del arte ojival, como los círculos trebolados y los aujes con que solían componer ajimeces y enrejados y adornar las andanas de estatuitas con afiligranadas repisas y marquesinas.

A este período de arte mixto que en Italia y Francia se llamó Renacimiento, se le apellidó plateresco en España, quizá porque en aquella edad de oro y de riquezas, los plateros cincelaban con admirable arte en el nuevo estilo arquitectónico y decorativo, millares de objetos para el culto y alhajas para los potentados y graves cortesanos de Carlos V.

En el siglo XVI tenemos en España dos estilos completamente diversos: el plateresco y el grecorromano: el primero propio y característico de la España de Carlos V, que lo cultivan artistas de gran renombre como Covarrubias, Enrique de Egas, Vidaña y otros; y el segundo peculiar de la época de Felipe II, introducido en Madrid por Gaspar de la Vega, en Toledo por el padre Bustamante y mostrado en toda su plenitud en el Escorial por la portentosa obra de Juan de Toledo y Juan de Herrera. A la implantación del estilo grecorromano contribuyeron muchos arquitectos italianos que venían a España gracias a la buena propaganda hecha por los gobernadores de Nápoles y Milán, llenos de las ideas de Miguel Ángel y Vignola, que proclamaban la pureza de la línea arquitectónica, proscribían los follajes, grotescos y adornos de toda clase tan prodigados por el primer renacimiento y predicaban lo colosal.

En los primeros años del siglo XVII comienza la decadencia de España y con ella sufre la pureza clásica de la arquitectura de los reinados de Felipe II y Felipe III. Declinando las ideas, declinan necesariamente y como consecuencia las formas. Pero España no hizo sino imitar a Italia en esa manía de ornamentación que recargaba de follajes y festones los frisos, frontones y entrepaños de las construcciones arquitectónicas y que en España atentó, no sólo a los caracteres de cada orden, sino a su esencia misma. Crescencio hizo desaparecer los perfiles del Panteón del Escorial en una mar de follajes y el hermano Francisco Bautista llegó al extremo de cubrir con hojas de acanto los capiteles dóricos de la fachada   —23→   de San Isidro de Madrid y, perdido todo respeto por el purísimo clásico, las calenturientas invenciones de Barnuevo, Donoso, Churriguerra y sus discípulos no tuvieron limite. Churriguerra, como Góngora, hizo de las suyas.

Pero Churriguerra, en realidad de verdad, vino sólo a recoger y completar la tarea de otros antepasados de él que atentaron contra el estilo severo de Herrera. Fueron los primeros culpables de esta decadencia el protegido del conde-duque de Olivares, Crescencio, que trajo a España la manera barroca del Bernini, y Alonso Cano que introdujo la del Borromino. Luego vinieron Barnuevo y Donoso mucho antes de don José Churriguerra que había de consagrar con su nombre toda la obra de quienes en un exceso de delirio llegaron a una completa destrucción y dislocación de la arquitectura.

Así, pues, tenemos que la arquitectura española del siglo XVII y primera mitad del XVIII tiene cuatro estilos: el grecorromano puro de Herrera, el grecorromano adornado de Crescencio, que termina en la mitad del reinado de Felipe IV, el borrominesco de Alonso Cano en la segunda mitad de este mismo reinado, y el churriguerresco de la época de Carlos II que se conservó hasta el reinado de Felipe V que, a principios del siglo XVIII, trajo arquitectos italianos como Sachetti y Bonavia para que, poniendo orden en tanto desconcierto y locura, restauraran el Renacimiento.

Sin embargo, en este mar de degeneración artística, no todos los arquitectos perecieron. Los discípulos de Juan de Herrera por ejemplo decoraban con exquisita sencillez el retablo de la capilla mayor de la catedral de Córdoba, al mismo tiempo que se decoraba a la manera plateresca el coro de este mismo templo.

Es una verdad generalmente admitida que el arte decorativo y sus temas se propagan con mayor rapidez que el arte arquitectónico y sus métodos. De ahí que el resultado del esfuerzo español para construir en estilo italiano del siglo XVI fue el plateresco practicado antes que por los artistas españoles, por los arquitectos góticos que cambiaron de estilo tan pronto como vieron el Renacimiento desde el punto de vista ornamental más bien que desde el constructivo. Apuntemos también de paso que mucho tiempo antes que los arquitectos góticos, los españoles sacaron las escaleras de los muros en que largo tiempo las encerraron los italianos, e hicieron con el patio árabe un sólo compuesto arquitectónico.

***

Consideremos ahora el estado en que se encontraba la pintara en España al tiempo del descubrimiento de América y en los primeros años de la Conquista.

El Renacimiento graba una fecha en la historia general del arte. Y si bien, como acabamos de decir, los artistas españoles, durante los primeros tiempos de la aparición del gran estilo, se   —24→   mantuvieron al margen del movimiento general que comunicaba Italia al mundo todo, y sus pintores, principalmente, seguían indecisos en abandonar el gótico y dejar las influencias francesas, holandesas y alemanas; luego cambiaron, al primer contacto con los precursores italianos que se presentaron en España a predicar la buena nueva. Son ellos Pablo de Arezzo y Francisco Niapoli, alumnos de Leonardo de Vinci; Micel Pietro y Paolo Esquarte, discípulo este último del Tiziano, los primeros pintores renacentistas que desembarcan en tierra española. Y si bien a fines del siglo XV y principios del XVI continúan entrando a España flamencos y holandeses, no ocasionan daño alguno, pues vienen ya italianizados. Pero al mismo tiempo se establece como era natural, una emigración de pintores españoles que van a Italia y regresan después de haberse impregnado de las nuevas ideas, y es el primero Alonso Berruguete (1480-1561), que regresa de Italia en 1520 trayendo el gusto, manera y hasta las tradiciones florentinas. Siguen sus pasos Vicente Juanes (1523-1579) discípulo de Julio Romano, Gaspar Becerra (1520-1571), Blas del Prado (1487-1557), Juan Fernández (1516-1579), Navarrete el Mudo (1526-1579), Pedro Orrente (1556-1644), Esteban March (1573-1660), Alonso Sánchez Coello (1513-1590), Luis de Vargas (1502-1567), Villegas Marmolejo, Ribera y otros más. Cada uno va llevando dentro de sí el verdadero espíritu español, tan arraigado, que en nada pudo cambiarlo el paganismo en que estaba embebido el arte italiano en ese entonces. Todos esos pintores son devotos a quienes no les hace gracia las desnudeces y mitologías de los renacentistas italianos. Vargas hizo de la pintura un acto de devoción y Juanes se daba disciplina y ayunaba para pintar10. Pero la ortodoxia del arte español la fija el Divino Morales (1509-1586) que, aunque gótico en la factura de sus obras (sin duda por no haber ido a Italia), es el tipo del pintor católico español. Puédese decir que con la técnica de los unos y la ortodoxia de este artista se forma el arte español con sus principales peculiaridades, con su inconfundible personalidad que se afirma con Alonso Sánchez Coello -el favorito de los Papas, de los duques de Florencia y del cardenal Farnesio-Pantoja de la Cruz (1551-1609) el historiógrafo del sombrío Escorial, el pintor de Felipe II, un griego de origen, que habiendo permanecido en Italia, es sin embargo más español entre los artistas españoles de su tiempo, el Greco (1518-1625) y con Francisco Pacheco (1571-1604), el maestro de Alonso Cano y Velázquez y en cuya casa solían reunirse Herrera y el Greco, Quevedo y Cervantes. Este artista que supo comprender a Velázquez mucho antes de su gran celebridad, a tal punto que le hizo casar con su hija, resumía en su Arte de la pintura la manera cómo el artista español de aquella época   —25→   concebía el arte. «El arte decía, no tiene otra misión que llevar a los hombres a la piedad y conducirlos a Dios». Ingenua sentencia que en sí reúne todo el espíritu de un pueblo, revela la manera conventual cómo se cultivaba el arte en la España de Carlos V y Felipe II y presta la clave para la inteligencia del arte religioso más peculiar que se ha producido en el mundo: del que creó las vírgenes de los dolores, y los sepulcros, los calvarios y los admirables pasos de la pasión de Cristo.

Durante la época del Greco y sus innumerables discípulos, la tradición florentina se acentúa enormemente, sube al punto más alto con el florentino Vicente Carducho (1578-1638), el decorador de la Cartuja del Paular, para atenuarse después a mediados del siglo XVII en que el Renacimiento completó su obra; España sale definitivamente de la tutela italiana y con el legendario Ribera (1588-1656) y el místico Zurbarán (1598-1663) comienza la nueva era de la escuela original española, aquella en que lo humano se impuso en su arte y encontró su príncipe en Velázquez (1599-1660).

«En la mayor parte de sus manifestaciones, observa muy juiciosamente el critico M. Paul Lafond, el arte español revela una necesidad extraña y paralela de idealidad y realidad». Y esta manera de juzgar tiene cumplida aplicación cuando se examina a los grandes maestros del siglo XVII que, aunque ya con acentuada personalidad española, se hallan todavía influenciados por los artistas flamencos, franceses, borgoñones, al mismo tiempo que por los impulsos del clasicismo italiano. Comparemos a Velázquez con Ribera, Murillo y Zurbarán. La visión ideal que en Velázquez estaba fundida en el paganismo renacentista y con la cual transformaba en dioses a los ebrios, aparece muy religiosa en Murillo mística en Zurbarán, terriblemente dolorosa en Ribera; pero en todos real. Se ve el influjo de los artistas florentinos del siglo XV tan preocupados siempre de la realidad, fascinados por la vida exterior y por los encantos de un arte que venía explorando un nuevo dominio, tenía muchos objetos tangibles y era solicitado de muchos lados para poder a la vez concentrarse y restringirse de manera de reunir en su obra los poderes deliciosos del encanto y los más profundos de la emoción.

***

Una vez que hemos examinado a grandes rasgos el estado de cultura artística en que se encontraba España al tiempo del Descubrimiento de América y durante los primeros tiempos de la Conquista y la Colonia, veamos y examinemos ahora el efecto que produjo la conquista en el arte americano en general y en el ecuatoriano en particular, cuya cultura y adelanto estudiamos en el capítulo anterior.

El arte indígena americano no era un arte rudimentario ni improvisado: su arquitectura, su cerámica y sus artes menores tenían   —26→   su léxico que lo observaban sus artistas, de modo que no puede decirse que era un elemento despreciable, que no se lo pudiese utilizar para encauzarlo y dirigirlo, según su aliento propio, al más alto grado de perfección y originalidad.

Desgraciadamente la manera cómo se realizó la conquista de América y el modo tan español que se tuvo en colonizarla, hicieron que no se aprovechare absolutamente de aquel elemento genuinamente americano para que, completado con la ciencia y experiencia del arte civilizado europeo, diere frutos que hubieren podido constituir una verdadera revelación por lo nuevos y originales.

Y no se lleve a mal esta reflexión, ya que sucesos contemporáneos han venido a confirmar que España no ha abandonado, al cabo de tantos siglos, su sistema colonizador completamente absurdo y contraproducente. El fracaso de Marruecos y los últimos desastres de la guarnición española en Melilla no son otra cosa que el resultado de ese sistema español de colonizar, por el que se procura construir una cultura sobre las ruinas de otra, sin el menor respeto al significado que ésta pudiera tener en el movimiento general de la humanidad, ni el sufrimiento que su destrucción puede ocasionar a los que la profesan y cultivan.

España ha cometido en Marruecos más errores de los que cometió en América. Y eso después de cinco siglos. ¡Y con una cultura eminentemente más respetable que la americana! Hace pocos años escandalizó al mundo con la destrucción completa de todo un barrio marroquí en Melilla para convertirlo ¡en barrio absolutamente español! Un gran escritor francés llamó la atención del Gobierno de España para que adoptara como sistema colonizador el que había dado tanta gloria a Liautey y tan buenos resultados a Francia, en la zona contigua a la de España, en el mismo territorio africano.

En cuanto a lo que sucedió en la conquista y colonización de Méjico, oigamos las apreciaciones de Cronau, escritor respetable:«Por regla general, dice, estaban envueltos los mayas en las tinieblas de la superstición, que, como hemos dicho se afanaban en mantener viva sus astutos sacerdotes. Los monjes cristianos que reemplazaron a éstos después de la conquista del Yucatán hicieron muy poco, o nada, para sacar a este pueblo de semejante oscurantismo; los gobernadores españoles, que consideraban a los indígenas como cosa propia repartiéndoselos entre sí, no hicieron nada para mantenerlos en el alto grado de cultura que habían alcanzado. La política no tenía más objeto que derribar todas las instituciones de los indios, que apenas eran considerados como seres humanos, y destruir todos los usos y costumbres que les recordasen a sus antepasados y la independencia de otros tiempos».

Este mismo autor se extiende en iguales, si no peores, consideraciones al hablar de la conquista y colonización del Perú.

No quiere decir esto lo que pretendieran hacernos decir quienes defienden incondicionalmente la obra de España en América: que colocamos en un mismo pie de igualdad la cultura artística americana y la española. No se pueden comparar dos culturas tan completamente   —[Lámina V]→     —27→   diferentes como la española y la de los aborígenes americanos, menos cuando dejando a un lado el arte, se consideran religiones y costumbres. Ya nuestro primer historiador Velasco impugnó con tesón las exageraciones de Paw y Robertson y no hemos de ser nosotros los que nos hagamos sus voceros. Ni hemos de ensalzar la cultura americana hasta decir como lo dice Cronau que era más completa que la española, ni hemos de dejar de desconocer los muchos bienes que nos hizo la Madre Patria. Nuestra proposición debe, pues, entenderse en su verdadero significado y alcance. España no sabe colonizar; así lo declaran los mismos españoles que en su mayoría no se cansan de solicitar de la Corona que abandone Marruecos. Antes se acusaba esta ignorancia a la de los conquistadores, casi todos aventureros y privados de aquellas ideas necesarias para inspirar sentimientos nobles y generosos; hoy ya no se tiene empacho en acusar al sistema mismo español todas las desgracias y pérdidas de la cultura netamente americana que España no supo siquiera conservar, por insignificante que ella hubiese sido.

Miguel de Santiago

Quito. Convento de San Francisco. Miguel de Santiago. La oración dominical, los sacramentos, las virtudes, los vicios y las obras de misericordia.

[Lámina V]

***

Después del descubrimiento de la América por Colón, y cuando éste de regreso a España, se aprestó a su segundo viaje, los Reyes Católicos dispusieron que, pagando buenos sueldos, se contrataran y despacharan hacia el Nuevo Mundo gran número de artífices y operarios de todas las artes mecánicas y que cada uno de los artífices llevara todos los instrumentos fabriles y cuanto es conducente a edificar una ciudad en extrañas regiones11. Fue este primer contingente de hombres que España mandaba a América el primer germen de la cultura y civilización, la primera semilla del arte. Es así como llegó a México Claudio de Arciniega, maestro mayor de las obras de la Nueva España, el primer arquitecto de importancia que, a mediados del siglo XVI, vivía en América12.

Todos estos maestros lo fueron de los indios americanos que con decisión y suma habilidad bien pronto se improvisaron artífices y artistas consumados en las diferentes profesiones que los españoles les enseñaban. En el capítulo CCIX de su Conquista de la Nueva España, dice el acucioso cronista del siglo XVI, Bernal Díaz del Castillo: «Todos los más indios naturales destas tierras han deprendido muy bien todos los oficios que hay en Castilla entre nosotros, y tienen sus tiendas de los oficios y obreros, y ganan de comer a ello, y los plateros de oro y de plata, así de martillo como de vaciadizo, son pintores, y los entalladores hacen tan primas obras con sus sutiles alegras de hierro, especialmente entallan   —28→   esmeriles, y dentro dellos figurados todos los pasos de la Santa Pasión de nuestro Redentor y Salvador Jesucristo, que si no los hubiera visto, no pudiese creer que los indios lo hacían».

Pero con todo esto, no se puede decir que los españoles se comportaron con los americanos como los romanos cuando conquistaron las Galias, que dieron a los francos todo su arte en cambio de la libertad que les quitaron. Es verdad que España como dejamos dicho, se preocupó desde el primer momento del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, de traer artistas, arquitectos, artífices, vidrieros, ebanistas, herreros, etc.; pero lo hicieron más bajo el impulso de la necesidad absoluta de esos preciosos elementos para una colonia que carecía de ellos, que con un plan meditado para el desarrollo y aprovechamiento del arte indígena primitivo que se hallaba en esa época muy adelantado, principalmente en México. Ni la semilla que derramó fue suficiente, ni germinó fácilmente por falta de método y cultivo. De ahí que el transporte de esa pléyade de artistas y obreros, de playas españolas a americanas, nos parece más obra de comercio que de cultura meditada. Podemos, pues, decir que los españoles ni dejaron crecer y desarrollarse el arte indígena, ni hicieron algo eficaz e intencionado para que germinara el español. Y sobre todo, fue una lástima que no lo hubieran sabido plegar al ambiente al que se le había trasplantado. Es esa la razón para que el arte español que, como hemos visto, al tiempo de la conquista americana estaba en su edad de oro, no hubiere penetrado en el espíritu popular tan hondamente como habría sido de desearse para producir una amalgama con el arte indígena, cuyo fruto tenía que ser un arte sumamente original y netamente americano. Ese debía ser el papel del conquistador español. Lejos de ser un obstáculo al desarrollo normal y regular de los instintos colectivos de los pueblos americanos, debió ser el firme auxiliar de la obra histórica realizado durante siglos en los nuevos países. De este modo el arte indígena hubiera podido prosperar, y aún mejorar y cobrar nueva vida unido al español y no perecer y hundirse para siempre, por más que el medio ambiente delate de vez en cuando el carácter de la raza en los artefactos ejecutados por sus hijos.

Porque no hay para qué hablar de un arte bárbaro americano, antecesor del arte español. La cerámica y la decoración se hallaban perfectamente desarrolladas en nuestros países cuando tomaron contacto con la cultura española.

No así la arquitectura y la escultura. Desconociendo como desconocían los indios el empleo de la madera en estas artes, no hay nada que en los primeros años de la conquista pudiera atribuírseles en cuanto se refiere a la forma arquitectónica y a la factura de ciertas molduras y detalles en piedra, menos aún en lo que se relaciona con las estatuas de madera policromadas. Este arte era esencialmente europeo y español. No se puede decir lo mismo respecto de ciertos ornamentos hechos, ya en piedra, ya en madera y ejecutados algún tiempo después, a mediados del siglo XVI, por obreros ignorantes, sí, pero habituados a ciertas formas que, en cuanto supieron la   —29→   manera de representarlos artísticamente, las pusieron espontáneamente, como algo que lo sentían con mucha sinceridad. Es así como nos explicaremos cierta intromisión de elementos extraños en la decoración escultórica de nuestras iglesias, obras primorosas del Renacimiento español. No es difícil encontrar en la iglesia y convento de San Francisco, en los de la Merced y San Agustín de Quito, groseras figuras de hombres, y de animales, o ciertas decoraciones informes, ensayos que recuerdan otra cultura, instintos etnográficos de fuentes indígenas, pero apreciables sólo cuando se ven y se contemplan con algún sentimiento. Así, pues, podemos asegurar que en la arquitectura y escultura en madera de los primeros momentos, por regla general, no se encuentra otra decoración, otro arte que no tengan sentimiento, aspecto y procedimiento de factura, exactamente idénticos a los del arte español de donde provienen.

La fe y la religión de los conquistadores no provocó en estos nuevos países ninguna manifestación personal de arte: las artes locales y nacionales se vieron obligadas bruscamente a rendir homenaje al arte español, lo que no pudo dar otro resultado que el nacimiento en las colonias de una arquitectura y escultura religiosas, cuyos elementos eran netamente españoles. Aun más: el arte hispano quedó de arte aristocrático, refugiado en las casas de los ricos y en los claustros de los monasterios, en donde principalmente encontraron cierto ambiente favorable para sostenerlo.

El elemento español tuvo, pues, una acción más bien negativa que positiva para el arte colonial americano, a cuya personalidad y progreso no contribuyó, y cuyo porvenir tampoco supo preparar. Pudo muy bien conservar, estimulando, la índole del arte americano, sin destruir lo que le era peculiar; y con alguna inteligencia sentar las bases de un arte propio utilizando, ya en las artes plásticas, ya en la música, los motivos y el carácter del arte indígena, cuyos rasgos aún subsisten. Porque, a pesar de que los españoles hicieron desaparecer la cultura de nuestros aborígenes sin apreciarla con espíritu inteligente y delicado; a pesar de la absorción de la misma raza, quedó un rastro de cultura bien determinada, propia de los indios y que -no podemos negarlo- se ha mantenido latente después de la conquista y, con la fusión de las razas y la mezcla de las sangres, ha dejado rasgos en el carácter nacional del arte ecuatoriano.

***

Pero, sea como fuese, ello es cierto que España trajo su arte a América y por consiguiente al Ecuador, es decir a Quito; porque todo el movimiento cultural de aquellos tiempos en las tierras que forman hoy nuestra República, estaba concentrado en la que es hoy su capital. Mandó también artistas, algunos de no escaso mérito, y, sobre todo, envió gran cargamento de obras de arte de todo género: el comercio entre España y las colonias   —30→   americanas influyó como era natural en la importación de cuadros religiosos, estatuas y esculturas de talla policromada, muebles de madera, y sillas de Córdoba, brocados y orfebrería de toda clase. Se sabe que Murillo pintaba de pacotilla por los años de 1639 y 1642 en que, huérfano y abandonado por su maestro que marchó a Cádiz, tenía que ver por su vida, pintando cuadros de toda clase para venderlos en la feria que el jueves tenía lugar en Sevilla. Lo que pasaba con Murillo pasaba también con todos sus contemporáneos, inclusive Zurbarán, uno de cuyos cuadros, que hoy se conserva en el Museo Británico fue encontrado en Quito. Los Murillos de la primera época no han sido raros aquí, como que la tradición recogida por nosotros de labios de artistas como Salas, Manosalvas y Pinto, asegura haberse hallado en Quito cuatro o cinco obras originales de Murillo, entre las cuales son de mencionarse la Santa Teresa de Jesús que se conserva en el Monasterio del Carmen Moderno y una repetición de una de sus inmaculadas, en el Museo del Señor Jacinto Jijón. Aún más, los españoles importaron a América no sólo pinturas de los maestros de la Madre Patria, sino aún de los italianos y flamencos. Gran parte de los cuadros que aquí se encuentran son de pura escuela italiana o flamenca; los hay también franceses, pero en menor número, casi puede decirse que son raros, principalmente los de la época del XVII. Conocemos, por ejemplo, en la colección del señor Pacífico Chiriboga, un Nattoir muy hermoso.

Otro tanto puede decirse de las obras de escultura en madera que los españoles las traían en gran cantidad: vírgenes, cristos y santos de toda clase, no sólo para los templos e Iglesias, sino también para los oratorios privados que los había muchos en las casas y haciendas de los gamonales de la colonia; y principalmente colecciones numerosas de figuras de nacimiento que se las conseguía en las ferias para transportarlos a estas tierras. Entre esas figurillas vinieron también no pocas japonesas y chinas bastante interesantes, de las que aún se hallan muchas en algunos conventos. Y no olvidemos de mencionar las obras mil de orfebrería en plata y oro, arte tan en boga en aquellos siglos de la época plateresca: cálices, custodias, candelabros, frontales, potencias, mariolas y tantos otros objetos para el culto religioso y joyas de toda clase para las ricas propietarias de la colonia.

No podía suceder de otra manera, si se tiene en cuenta que en la organización de las nuevas ciudades, nada podía poner el indio sino su mano de obra como peón para los edificios que obreros españoles levantaban en todas las comarcas del nuevo continente. De España, pues, vinieron a Quito pintores, escultores, arquitectos, ebanistas, herreros, vidrieros, plateros, etc., que prestaron sus servicios a los ricos colonos españoles, domiciliados ya en el suelo americano. Y lo que no se alcanzó a hacer con ellos aquí, se lo importó; pues para eso estaban ya formadas y prósperas las fortunas de los primeros colonos: para satisfacer los gustos de sus dueños.

Estos ricos, unas veces tomaban a su cargo el arreglo y aún la construcción de determinadas partes de las iglesias y conventos;   —31→   otras, edificaban y adornaban sus propios oratorios privados en casas y haciendas, y para todo ello necesitaban, ya de cuadros, ya de estatuas, ya de lámparas, ornamentos, candelabros, libros, sillas, espejos, etc.

Todos estos particulares influyeron de modo decisivo en la formación de ese arte colonial tan rico en Quito, tal vez más que en cualquier otro punto del dominio español en América, como lo comprobaremos en su debido lugar, arte que fue copia del español y del europeo en general, y que, al menos en sus primeros tiempos, no ofrecía rastro alguno del carácter indígena.

Los orígenes de este arte sin carácter propio, no han sido coordinados por ningún erudito, casi pudiéramos decir que no han sido siquiera rastreados. Nuestros historiadores y biógrafos no han hecho otra cosa que copiarse mutuamente y acusar a nuestros artistas, muchas fábulas que ya se escribieron también de otros. Es que las fuentes de información son escasas y el vandalismo reinante durante todo el tiempo de la República que ha perseguido despiadadamente y sigue persiguiendo las reliquias artísticas para llevarlas fuera o destruirlas del todo, impiden o al menos dificultan la labor del historiador. Hoy apenas tenemos los restos del arte colonial contenidos en las iglesias, y aún estos vemos que van desapareciendo.

¡Curioso fenómeno! Mientras los seglares reaccionan hacia el gusto colonial, aún cuando fuera más por moda que por un verdadero sentimiento artístico, los frailes de algunos conventos expulsan sin piedad, de los preciosos retablos de sus iglesias, las imágenes coloniales tan típicas, únicas que se conforman con el ambiente borrominesco de esos altares, y las sustituyen con las modernas, frutos de la actual de caída cultura artística española, u horribles partos de la escuela comercial alemana! Arrumadas deben encontrarse en las bodegas conventuales de la Merced y San Agustín las imágenes españolas, de los siglos XVII y XVIII mientras se exhiben las bonitas estatuas de un sentimiento religioso asaz forzado y que hace un contraste tan grande que no acertamos a explicarnos cómo sean preferidas a las que son obras profundamente religiosas de la sincera fe de los escultores españoles de aquel tiempo, que se daban disciplina y ayunaban antes de tomar en sus manos las gurbias y el formón.

Las colecciones particulares se van llenando de piezas artísticas, pero tan desgajadas se encuentran éstas y tan mal presentadas -inclusive aquello que se llama museo nacional- que es punto menos que imposible estudiarlas para catalogarlas definitivamente. Sin embargo a esa tarea hemos dedicado y seguiremos dedicando buena parte de nuestro tiempo, a fin de evitar en lo posible en el curso de nuestra exposición, las indicaciones vagas y poco precisas, los juicios problemáticos que para nada sirven.

A ello nos obliga también la opinión que tenemos formada de la llamada escuela quiteña de la época colonial; que ilustraron maestros como Miguel de Santiago y Gorivar, dignos de figurar al lado de los mejores artistas de cualquier país europeo. Recordemos que Quito fue en el tiempo de la Colonia el emporio de pintores   —32→   y escultores, verdaderos fabricantes de cuadros y estatuas que se repartían desde Méjico hasta Chile, y que aunque la mayor parte de ellos eran artistas de poco talento o de ninguno, no faltaron ingenios cuyos nombres y obras merecen consignarse en las páginas de la historia del arte.

Larga y gloriosa es la lista de los pintores quiteños. Desde Juan de Illescas y Luis de Ribera que pintó en la Catedral y San Francisco; el padre Vedón religioso dominicano, decorador del claustro de la Recoleta de Quito, del refectorio del convento dominicano de Santa Fe de Bogotá y del de Tunja; Miguel de Santiago, el más grande pintor de la América toda; su yerno, Gorivar González, y su hija Isabel de Santiago y el marido de ésta, don Antonio Egas Venegas de Córdova13; la madre Magdalena Dávalos tan alabada por La Condamine que la conoció y la trató, oyéndola tocar el arpa, el clavicordio, la guitarra, el violín y la flauta y viéndola pintar miniaturas y grandes cuadros al óleo; Bernabé Lobato y Simón de Valenzuela, contemporáneos, amigos y socios de taller de Miguel de Santiago; Morales, Vela, Oviedo, el hermano jesuita Hernando de la Cruz y su discípulo, el hermano Domingo, franciscano e indio de pura sangre, hasta Samaniego, José Ramírez y Juan de Benavides, Albán, Astudillo, José Cortés de Alcocer y sus hijos Antonio y Nicolás que, en unión de Vicente Sánchez Barrionuevo, Antonio de Silva y Francisco Villarroel, discípulos de Bernardo Rodríguez, fueron a Santa Fe de Bogotá, a petición de Mutis y de orden del Virrey, para dibujar y pintar las láminas de las obras científicas, fruto de la expedición botánica encomendada a ese gran sabio.

Vienen más tarde Antonio Salas, discípulo de Samaniego y Rodríguez, y fundador de toda una familia tradicional de artistas que, sin interrupción ha monopolizado la pintura en nuestro país por más de un siglo, y que con el Pincelillo, el Apeles y el Morlaco, sucedieron a Rodríguez, el restaurador de la pintura quiteña después de la decadencia que le vino con la desaparición de Gorivar y Samaniego.

Entre los escultores, tenemos entre los primeros al celebre Diego de Robles quien, cincuenta años después de fundada la ciudad de Quito, trabajó las estatuas de las Vírgenes de Guapulo y del Quinche y el grupo del Bautismo de Cristo que está en el altar mayor de San Francisco. Síguenle Antonio Fernández, autor de San Jerónimo en la Iglesia Catedral; el padre Carlos sacerdote secular, el mejor escultor y émulo de Miguel de Santiago, tan encomiado por Espejo, autor del Cristo de la Columna y San Pedro arrodillado que se encuentra en la Catedral; Bernardo de Legarda, Manuel Chili (Caspicara), autor de la Sábana Santa de la misma Metropolitana de Quito; Olinos (Pampite) autor del señor de la Agonía de la Iglesia de San Roque; Salas y su discípulo Carrillo, autor de San Vicente de Paúl de la Iglesia del Hospital y del San Francisco de Paula, y que tuvo la suerte de ir a sentarse en Atenas en la silla de Apeles para enseñar dibujo a los griegos. Y no olvidemos a Gaspar Zangarima, el famoso cuencano, llamado por mal nombre   —33→   el Lluqui, a quien Bolívar honró con el decreto de 24 de setiembre de 1822 por el que le asignaba una renta vitalicia de treinta pesos fuertes mensuales para que se perfeccionara en las diversas artes que practicaba con tanta ventaja y eran: arquitectura, escultura, dibujo, herrería, platería, carpintería, relojería, y enseñase además en Cuenca a treinta jóvenes los rudimentos de estas artes.

La escuela quiteña de arte con todos sus malos elementos que el mercantilismo supo alentarlos, tuvo sin embargo gran reputación en toda América, a la que inundó verdaderamente con sus cuadros y estatuas, aún en las épocas de decadencia y mal gusto. Perú, Nueva Granada y Chile principalmente eran sus mejores clientes; luego venían Méjico, Venezuela y otras naciones más apartadas. El comercio de obras de arte quiteño fue en la época colonial y en los primeros tiempos de la República, enorme. Casi puede decirse que no hay nación en la América española en donde no se hallen cuadros, estatuas, crucifijos quiteños. Sólo en el tiempo transcurrido del año de 1779 al de 1788 habíase exportado por el puerto de Guayaquil la bicoca de 264 cajones de cuadros y estatuas. No contamos lo que se exportó por tierra. Hasta hace unos veinticinco o treinta años el negocio seguía intacto. Supimos, por ejemplo, de un italiano que llevaba grandes remesas de cuadros de Cadena, Salas, Manosalvas y Santos Cevallos a Iquitos para venderlos en esa plaza. Y que la fama del arte quiteño no ha decaído lo prueba el que todavía lo soliciten naciones americanas como prendas de gran valor artístico, Cristos de Benalcázar y cuadros de Salas14.

El arte estaba, pues, muy adelantado y bien aclimatado en Quito, mucho más que en cualquiera otra nación sudamericana. Pruébalo la historia artística de cada una de ellas. En Argentina, la nación hispanoamericana más adelantada, su historia del arte comienza por 1810 en que asoma un pintor italiano Ángel Campone, con una escuela pública de dibujo y pintura. Y si es verdad que el 10 de agosto de 1815 inaugura el padre Castañeda en el convento de la Recolección una Academia de dibujo, Quito conoció desde los primeros tiempos coloniales escuelas de dibujo, como que los artistas españoles que primero vinieron, sea por su propia cuenta, sea por consejo o mandato de la Corona, abrieron sus estudios y oficinas que se llamaban obradores, a donde concurrían los mestizos y los indios. Por supuesto que debemos anotar que ni la   —34→   escuela del padre Castañeda ni la que fundó más tarde el gobernador Rodríguez dieron fruto alguno en el arte argentino que propiamente arranca de la época progresista de Rivadavia en que comenzaron a radicarse en Buenos Aires artistas franceses e italianos. Así pues, es a mediados del siglo pasado, 1840, más o menos, que es preciso situar el origen del arte en la Argentina.

Nada podemos añadir a lo que el escritor chileno Barros Arana dice, que en Chile no sólo faltaban pintores y escultores, sino que no existía el menor gusto para apreciar el arte, en tiempo de la colonia. Ni aún después, añadamos nosotros; porque si en 1845, el antiguo director de la escuela francesa de pintura en Roma llegó a Santiago a despertar el arte chileno, éste no correspondió a su llamada, ni cuando en 1849 se fundó la Academia de pintura que hasta el año 1870 no dio fruto alguno.

Sólo Méjico puede resistir a la comparación con el Ecuador en el terreno artístico. Pero eso no tiene gracia, si consideramos que Nueva España fue la colonia predilecta, la más importante y más antigua que en América tenía el dominio español.

Dice con razón el Licenciado don Manuel Gustavo Revilla en su interesante obra, El arte en Méjico:«El cultivo de la pintura en España fue tan considerable a partir del siglo décimo sexto y su difusión tan grande, que naturalmente trascendió a aquel de sus dominios considerado como de mayor importancia». Y más abajo añade: «No hubo, a la verdad, entre los pintores mexicanos genios propiamente dichos, pero hubo verdaderos talentos; y los que con más justo título pueden reclamar tal dictado, son, sin duda alguna, José Juárez y Sebastián de Arteaga, que marcan el punto culminante a que aquí llegose en el departamento del arte que nos ocupa».

En México, como en Quito, se pintaba en talleres desde el día siguiente de la fundación de la colonia. Consta que el padre Gante tenía su taller en el que trabajaban muchos pintores indígenas, principalmente copias de obras españolas.

Sin embargo el arte colonial mexicano está muy confundido con el propio español; pues, fue México la colonia que importó más artistas españoles, hasta momentos antes de la independencia. Díganlo: Manuel de Tolsa y Salvador de la Vega, autores de la célebre estatua de Carlos IV, uno de los clásicos monumentos ecuestres que ha producido la Escultura. Humboldt, en su Ensayo oolítico, libro II, al hablar de la Academia de Nobles Artes de México, alaba la estatua de Tolsa que tiene otra cualidad, la de haber sido fundida en el mismo país.

Brasil no tiene arte colonial muy interesante; los portugueses se portaron con su colonia muy mal; cuando, a imitación de los conquistadores españoles, bien pudieron llevar allá el arte manuelino que tan en boga estaba en los siglos XV y XVI en Portugal. Brasil no tiene sino su gran arte contemporáneo.

Transcribiremos lo que a este respecto nos ha comunicado nuestro distinguido amigo, señor Argeu Gnimaraes, actual encargado de negocios del Brasil en Quito, catedrático de docencia libre de Historia en la Academia de Bellas Artes de Río de Janeiro.

  —Lámina VI→  

Miguel de Santiago

Quito. Convento de San Francisco. Miguel de Santiago. Uno de los cuadros que simbolizan los siente sacramentos, las siete virtudes, los siente vicios, las siete peticiones del Padre Nuestro y las obras de misericordia.

[Lámina VI]

  —35→  

Son notas que ha sacado de su libro en prensa: Historia das artes plasticas no Brasil.

El arte colonial en el Brasil fue poco próspero merced a la tenaz política ejercida por Portugal en detrimento de la eclosión estética de la colonia. Sin embargo, aparecieron algunas figuras notables, de verdadera formación espontánea, genios autónomos que traducían las aspiraciones plásticas de la raza, a despecho de la oposición de la metrópoli.

La más notable fuente de arte colonial la debe el Brasil a los holandeses, que durante medio siglo, constituyeron, en Pernambuco una verdadera escuela de gran arte, con arquitectos, escultores y pintores, de los cuales algunos eran discípulos de Rembrandt (siglo XVII).



Fruto de la escuela verdaderamente nacional fueron: el escultor Lisboa, llamado por apodo «o Aleijadinho» y cuyas estatuas en esteatita deslumbraron a Sannt-Hilaire; el pintor, toreuta y arquitecto «mestre Valentim», los pintores José Leandro y Manuel Brasiliense y algunos más (siglo XVIII).

En la pintura predominó la influencia italiana y hasta cierto punto la lusitana y flamenca. En la arquitectura, casi todas las iglesias obedecieron al barroco y jesuítico portugués, desataviadas en las fachadas y en el interior adornadas en demasía con gusto pletórico, verdadera orquestación de dorados en talla y toreutica. En el orden civil se construyeron algunos edificios de noble arquitectura. Como curiosidad del tiempo colonial, cuenta Río de Janeiro los famosos «Arcos de Santa Teresa», talvez el único gran viaducto romano de Sud américa (siglo XVII).

En 1808 la dinastía bragantina se estableció en Río de Janeiro y el primer cuidado del Rey Don Juan VI y su ministro el Conde Da Barca, fue contratar en París una numerosa y selecta misión artística, fundadora de la Escuela de Bellas Artes que integró al Brasil en las corrientes del moderno arte europeo. Grandjean de Montigny plantó en Río de Janeiro varios monumentos de puro gusto clásico; Debret y Taunay celebraron en la tela los fastos del primer Imperio; otros enseñaron la escultura, la glyptica y todos los desdoblamientos del arte moderno.

Fue la fecunda enseñanza de estos iniciadores que preparó la gloriosa generación del Segundo Imperio, con las figuras culminantes de Pedro Américo y Víctor Meirelles.



Perú fue nación más aventajada; pues consta que don José del Pozo, individuo de la Real Academia de Sevilla, que vino como dibujante y pintor de la Comisión que dirigía don Alejandro Malaspina a fines del siglo XVIII, se separó en Lima de esa Comisión y fundó por su cuenta en 1791 una escuela de dibujo, que si al principio fue particular y privada, no tardó en recibir la protección del virrey Abascal, quien le estableció casi inmediatamente como pública y oficial, bajo la denominación de «Academia de Dibujo y Pintura». Sin embargo esta academia no produjo los frutos que dieron los obradores de Quito. La historia del arte en el Perú   —36→   comienza, pues, en la misma época que en las naciones arriba citadas es decir, por el año de 1840, más o menos.

En cuanto a las artes en Venezuela, oigamos lo que dice el doctor J. Semprún, en su estudio acerca de La pintura en Venezuela15.

El estudio de los orígenes de la pintura venezolana puede ser asunto para un estudio curioso, pero árido, que no cabría en un simple esbozo. La tradición y la historia conservan ciertos nombres oscuros, más meritorios ciertamente por la generosidad del esfuerzo realizado que por el fruto obtenido. Mientras las artes literarias alcanzaron auge y brillo en los primeros años de la República para oscurecerse luego y recobrar su esplendor en las postrimerías del siglo, la pintura sólo vino a tener cultivadores afortunados a fines de la pasada centuria.



No hay duda; Quito se puede vanagloriar con justo título de haber sido el único lugar de todas los colonias americanas, en que el arte tuvo su asiento permanente. La pintura y escultura fueron cultivadas con ventaja desde los primeros tiempos de su fundación y establecimiento. En el Archivo de la Corte Suprema de Quito se conserva un proceso seguido por el cacique de Cacha (Riobamba), Chagpalbay, en el cual estaba el retrato de este indio. Está vestido a la española, dice el doctor Pablo Herrera en las notas que le comunicó al padre Cappa para sus estudios críticos acerca de la dominación española en América, su colorido es regular y el dibujo bastante correcto. Desgraciadamente este retrato ya no existe. Después del doctor Herrera, estudió ese proceso el señor don Jacinto Jijón y Caamaño, actual director de la Academia Nacional de Historia, y ya no encontró entre sus páginas el retrato en referencia! Y para afirmar tan rotundamente que Quito fue la única y sola sede artística en los tiempos coloniales en la América toda, nos apoyamos en el hecho de que en Estados Unidos no empezó el arte sino en el siglo XVIII; pues, el primer pintor, Fraser, es de 1782 y su primer escultor, Powers, de 1805, sin que en tiempos anteriores hubiere habido artista alguno digno de llamar la atención.

En cambio «consta, dice muy bien González Suárez, que en Quito hubo, desde muy antiguo, una escuela de pintura, pues ya en el siglo décimo sexto se habla de pintores quiteños, y el hermano Hernando de la Cruz, jesuita del Colegio de Quito, tenía un taller de pintura en el cual enseñaba a algunos alumnos».

El padre Cappa, que recorrió todas las repúblicas americanas que formaron el antiguo gran imperio colonial de España, para su obra Estudios críticos acerca de la dominación española en América, que conoció muchas obras de arte en cada una de ellas, obras que representaban no sólo la cultura artística netamente española, sino también la mestiza, y que recogió muchos datos acerca del arte propio de cada país, en tiempo del dominio español, hace la siguiente operación al final del tomo 13 de la aludida obra, en uno como   —37→   compendio y cotejo que forma de las diversas culturas artísticas de cada una de aquellas naciones, después de estudiar las Bellas Artes en el período colonial en el Nuevo Mundo: «Pues tomando en la mano, y sin preocupación alguna, el peso de la justicia, veo que el fiel se inclina, sin oscilar una vez siquiera, del lado del Ecuador. Sólo Miguel de Santiago, en la pintura, contrabalancea y supera a todos los pintores del resto de la América del Sur». Y después añade: «otro tanto digo de la Escultura». Tal vez el padre Cappa quiso referirse a la escultura en madera; pues en ella sí tenemos una tradición artística que arranca desde Diego de Robles hasta el cuencano Vélez16.

No podemos anotar igual cosa al tratar de la arquitectura. Los españoles, a raíz misma de la conquista, tuvieron necesidad de edificios civiles y religiosos para la ocupación efectiva de estas tierras por parte de la nueva sociedad que ellos traían, y por tanto no descuidaron la venida de arquitectos que levantaron todos esos edificios públicos que en la América se encuentran y que fueron levantados en los primeros tiempos de las fundaciones coloniales. Fueron las órdenes religiosas las que más hicieron por la arquitectura en nuestro país, tanto es así que son los conventos y las iglesias los únicos edificios coloniales dignos de un estudio serio. Las casas particulares y los demás edificios civiles públicos que aún se conservan son tan pocos y tan insignificantes que no merecen atención.

Los frailes mismos trajeron consigo algunos arquitectos que fueron los constructores, no sólo de nuestros templos sino aún de las casas, y sus reparadores, cuando los terremotos las destruían. Algunos de esos arquitectos dejaron discípulos dentro del mismo convento, entre sus hermanos de religión17. Es así como se formó el hermano Antonio Rodríguez, quiteño, que construyó el templo de Santa Clara, de un sobrio y puro estilo romano. Pero, en general, los arquitectos   —38→   españoles dejaron muy pocos discípulos. Y ello se explica. La arquitectura es un arte que requiere especial disciplina y conocimiento concretos perfectamente claros, que no se los adquiere sino mediante estudios serios y metódicos de matemáticas y dibujo.

Muchos de nuestros artistas pintores se dedicaron al estudio teórico de la arquitectura; Samaniego, Bernardo Rodríguez -éste principalmente- fueron grandes conocedores del arte arquitectónico, de la perspectiva y teoría de la sombra; pero no fueron constructores. Las casas eran hechas, como hasta ahora, por albañiles que, si sabían las reglas empíricas de la construcción, carecían en absoluto de conocimientos arquitectónicos. De ahí esa uniformidad de tipos y esa pobreza artística de la antigua casa quiteña que casi no ha variado hasta hoy en que, merced a arquitectos extranjeros o nacionales, ya formados en una verdadera escuela de dibujo e ingeniería civil, se ha mejorado algún tanto el tipo de nuestros edificios.

Las artes menores fueron también muy cultivadas en tiempo de la Colonia. La orfebrería, tapicería, ebanistería, la locería, la vidriería adquirieron gran auge. Se hacían primorosos trabajos en oro, plata y bronce, verdaderas obras de arte que aun se conservan principalmente en nuestras iglesias y conventos. Los tejidos en seda y oro son maravillosos, lo mismo que las tapicerías que se trabajaban en los OBRIDORES. En San Francisco se conservan admirablemente ornamentos de brocados tejidos para el culto por las monjas de los siglos XVII y XVIII, que son verdaderas obras de arte. Quito, Cuzco y Lima anduvieron a la cabeza en la industria de tejidos de seda y oro.

Hablando de este arte dice el padre Velasco: «Los tejidos de diversas especies, los bordados que compiten con los de Génova, los encajes finísimos, las franjas de oro y plata de que un tiempo tuvo la ciudad (Quito) fábrica como las mejores de Milán etc».

Y no se diga que eran los Españoles los que cultivaban estas artes; pues es sabida la ociosidad de ellos en cuanto venían a la Colonia. Creían que el trabajo del arte era denigrante y contra la nobleza e hidalguía que ellos tanto alardeaban dejando la práctica del arte y de los oficios a sólo los indios y mestizos. ¡Cuántas cédulas tuvo que dictar el Rey de España para declarar que las artes y oficios son honestos y honrados, y que su uso no envilece a la, familia ni a la persona que los ejerce, ni les incapacita para empleos públicos, ni les perjudica en sus prerrogativas de hidalgos y nobles!

La orfebrería en la Colonia ocupó un lugar preferente: ya por el lujo de sus moradores españoles o indígenas- ya por la abundancia   —[Lámina VII]→     —39→   de oro y plata que existía en sus dominios. Añádase a esto la innata habilidad de los orfebres, heredada sin duda alguna de los aborígenes americanos, y el conocimiento que tenían de los más pequeños secretos de las aleaciones de los metales y su laminación, y no se dudará de que fueron trabajadas por los mestizos e indios americanos, tantas maravillosas obras de plata como vemos en las iglesias y conventos, lo mismo que entre los recuerdos que algunas familias conservan entre las mejores joyas de sus antepasados. Custodias, vasos sagrados, potencias, coronas, cetros, marcos, mariolas, andas, frontales, blandones, lámparas, adornos de toda clase, ánforas, jarrones, anillos, pendientes, pulseras, brazaletes, zahumadores, braceros, cadenas y preciosas figurillas, ya macizas, ya de exquisita filigrana, trabajaban en cantidad y con facilidad asombrosa los mestizos e indios de la Colonia. Los artífices ecuatorianos han hecho primores. «Tienen particularísimo talento, dice el padre Velasco, acompañado de natural inclinación, y ayudado de grande constancia para aplicarse a las cosas más arduas que necesitan de ingenio, atención y estudio...: las obras de fundición, de martillo, de cincel y de buril, toda clase de manufacturas, adornos y curiosidades... han llenado los reinos americanos, y se han visto con admiración en Europa».

Miguel de Santiago

Quito. Convento de San Francisco. Miguel de Santiago. La oración dominical, los sacramentos, las virtudes, los vicios y las obras de misericordia.

[Lámina VII]

Otro tanto podemos decir del arte de la medalla ya que en Quito y en Lima se fabricaron muchas veces no sólo monedas, sino medallas que eran distribuidas en las grandes solemnidades para conmemoración de ellas o como premio en las Universidades. «Desde los días mismos de la conquista hasta los de la independencia, dice el padre Cappa los trabajos de orfebrería y los de platería especialmente, no sólo abundaron en todo el virreinato del Perú, excepción hecha de la gobernación de Buenos Aires, sino que los hubo de delicadeza y gusto. Las medallas acuñadas en diversas y remotas fechas y la variedad de aplicaciones que se daba a la plata, tenían que hacer por necesidad inventores, a los que en esta arte se ocupaban»18.

Merecen también mencionarse al tratar de la escultura en madera, los admirables tallados que hicieron los indios mestizos quiteños en retablos, sillerías y techados de cedro primorosamente labrados para nuestras iglesias.

Ya por los años de 1610 se admiraba la habilidad de los indios de Quero, mitimaes incas, a quienes se les llamaba por apodo carpinteros. A ellos se debe gran parte de las cajas, escritorios con taraceas o embutidos de madera de colores diversos y labores de primoroso gusto y escribanías de asiento que aún son el encanto y admiración de todos.

En algunas otras poblaciones pertenecientes a la antigua presidencia de Quito, trabajábase también utensilios de madera pintada y realzada con un barniz que sacaban de cierta resina que aplicaban en los objetos mediante la acción del fuego.