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VII

Al occidente de Quito, en las mismas faldas del Pichincha, hay un sitio que en los primeros tiempos de la Colonia le llamaban Miraflores y era la estancia de un rico vecino, don Marcos de la Plaza, gran propietario de tierras, casado con doña Beatriz de Cepeda e Hinojosa, hija de don Lorenzo de Cepeda y por tanto, sobrina de Santa Teresa de Jesús. Cuando en 1597, el pueblo de Quito pidió al Cabildo que apoyara la fundación de un convento de franciscanos descalzos, no se pensó en el sitio en que debía levantárselo; pero cuando ya no sólo el Cabildo, sino también la Real Audiencia y el Obispo la autorizaron, el venerable fray Bartolomé Rubio, religioso austero y muy entregado a la vida contemplativa, escogió aquel sitio como el más adecuado al instituto de santidad que había establecido en Añaquito, y, al efecto, se dirigió a don Marcos de la Plaza, muy adicto a la religión de San Francisco, en demanda de un pequeño lote de terreno en Miraflores, para llevar allí a los frailes de la Orden de los descalzos de San Diego de Alcalá, que fundó dicho religioso en 1593. El rico y devoto colono no se hizo de rogar; antes bien, llevando a la misma estancia de Miraflores al escribano del Cabildo, don Francisco García Durán, hizo que éste otorgara la escritura de donación y diera posesión legal y real, inmediatamente, a fray Bartolomé Rubio, de una cuadra y media de terreno que lo había ya con anterioridad amojonado, en la estancia y tierras de su dominio, para que en ella los frailes «puedan fundar y funden el dicho Convento de San Diego de los Descalzos como lo quieren y han propuesto fundarlo en la dicha parte». Este acto se llevó a cabo el 25 de junio de 1599. Tres años más tarde, el 27 de diciembre de 1602, el mismo don Marcos de la Plaza, a solicitud de los religiosos y muy señaladamente del padre Bartolomé Rubio, por entonces guardián del nuevo convento, donó mayores tierras para que ensancharan el edificio y sus dependencias, las mismas que hasta hoy constituyen en esta ciudad el dominio de los hijos de San Francisco, llamado San Diego, aumentadas con las que diera, cuarenta años después, el 22 de mayo de 1642, doña Beatriz de Cepeda e Hinojosa, quien, junto con la cuantiosa fortuna de su marido, heredó su piedad y devoción hacia los hijos   —[Lámina XLV]→     —142→   del pobrecito de Asís. Ella les dio el terreno de la placeta, y el Cabildo, la mitad de las aguas que solían bajar antes, desde Pichincha, a la casa del Auqui Atabalipa.

Convento de San Diego

Quito. Convento de San Diego. El patio principal. El humilladero es de 1626, los arcos de 1700 y el claustro alto de 1870. En ángulo superior se alcanza a ver las pilastras de los arcos que cerraban el claustro antiguo.

[Lámina XLV]

Sobre estos terreros edificaron los franciscanos de entonces su convento de la Recolección de San Diego, retrete solitario para los religiosos que aspiraban a una vida más silenciosa y recogida, y refugio al que acudieron no pocas veces algunos de ellos, cuando en el Convento Máximo, crecían de manera espantosa, los desórdenes de una relajación disciplinaria, contrariando su buen espíritu, como sucedió durante el provincialato del padre fray Joseph de Jesús y Olmos (1747-1750) en que casi toda «la comunidad de la Casa grande se retiró a San Diego»119.

No podía ser mejor escogido el sitio para el objeto que se propuso fray Bartolomé Rubio. Apartado de la ciudad, aún ahora mismo en que se han poblado sus alrededores, aquel lugar es verdaderamente solitario, como tal vez lo soñaron los monjes de la Tebaida. El convento es una inmensa ermita compuesta de tres pequeños claustros cuadrados, de los cuales el más interior era el antiguo noviciado de los religiosos. Además hay otras dependencias, como la antigua enfermería, un huerto de regulares dimensiones y un gran bosque de eucaliptos, que antes lo fue de capulíes, de arrayanes y de cedros.

La entrada al convento está precedida de una plazoleta de piedra sillar y de ladrillo, cercada con altas murallas almenadas, a la que se penetra par una puerta de arco semicircular y techo a doble ver tiente. La plazoleta es cuadrangular, y tiene en su centro una gran cruz de piedra sobre su zócalo de lo mismo, que recuerda el año en que se concluyó esa construcción: 1625. Dentro de esta plazoleta y mirando al sudeste se ostenta, la fachada del convento y la de su pequeña iglesia. La puerta de entrada principal es sencilla, pequeña y de arco semicircular, bordeada de moldura de piedra. A ella se asciende por cinco gradas. En una de las hojas de madera que la cierran, se hallada última reliquia de la antigua puerta de madera claveteada de bronce: una rejilla del mismo metal, decorada con tres medias figuras en relieve de frailes franciscanos.

Si bien fray Bartolomé Rubio, edificó en 1600 el convento sandiegano y ensanchó esa casa y dependencias en 1603 y si es cierto que en 1625 y 1626 se colocaban los humilladeros de la plazoleta y del patio del primer claustro, no lo es menos que el actual convento, tal como existió hasta 1868 y cuyos restos vemos, se comenzó a hacer el miércoles 1.º de octubre de 1698, siendo vicario provincial de la Orden fray Sebastián Ponce de León y Castillejo; síndico, el general don Simón de Ontañón y Lastra, Caballero de la Orden de Santiago; obreros, fray Juan Vitorio Baamonde y fray Manuel de Almeyda y arquitecto un negro José de la Cruz, que vivía en el Convento Máximo y le llamaban Moreno, discípulo sin duda de fray Antonio Rodríguez y que asistía, desde antes de aquel año, a las obras del convento120.

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En 1700 se colocaba la puerta de entrada al segundo claustro; así lo dice la inscripción del año que está en el dintel de aquella y en 1714, se concluía la cocina y sus dependencias, según señala la fecha inscrita en la puerta de salida del patio de la cocina al callejón que conduce a los huertos, (patio que entre paréntesis sea dicho, contiene uno de los pocos «pilones» de piedra coloniales que aún hay en Quito). Siguiendo el ejemplo de fray Lorenzo Ponce, los padres fray Luis Fresnillo, (1713-1716), fray Buenaventura Ignacio de Figueroa (1728-1731) y fray Francisco Blanco del Valle (1731-1734) impulsaron, los trabajos. Todos ellos fueron grandes auxiliares en las mejoras materiales de sus conventos. El padre Ponce de León, hizo mucho por el Convento Máximo y por la construcción del convento y de la Iglesia de Riobamba, fray Luis Fresnillo favoreció los trabajos de los conventos de Latacunga y Riobamba, y fray Buenaventura Ignacio de Figueroa ayudó a la obra del convento de Ibarra e hizo gran parte del actual edificio de San Diego. Levantó desde sus cimientos dos lienzos del segundo claustro con un corredor de bóveda con sus bases y pilares de piedra, la sala de profundis y el refectorio; muchas celdas altas y bajas y muchos otros servicios del convento121; el padre Blanco del Valle ayudó con dinero la provincia a hacer una de las gradas de servicio, a componer el claustro y celdas altas del primer patio y sobre todo a hacer el precioso púlpito de la iglesia, que es una de las joyas de la escultura quiteña122.

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Desde 1698 en que se principió la obra de San Diego hasta el 29 de julio de 1719, se habían gastado 36 598 pesos 2 reales y ½ en las obras de los dos conventos franciscanos de Quito, exceptuando una pequeña cantidad erogada para los otros de Latacunga, Riobamba e Ibarra.

En el siglo XIX continuose con los arreglos y mejoras del convento y de la iglesia sandieganas. Desde sus primeros años, los provinciales de la Orden ayudaron a los guardianes, de San Diego en tan recomendable labor. De este modo fue cambiando mucho la forma del edificio, ya por efecto de los aumentos de cuartos y oficinas, ya por el de las mejoras y reparaciones. Para eso algunos benefactores contribuyeron con dinero y uno de ellos, don Antonio Vásconez, dejó en Ambato todos sus bienes muebles y raíces, con los que fundó una capellanía en favor de San Diego. La iglesia y la capilla de Chiquinquirá, muy especialmente, fueron en los primeros años del siglo pasado, muy mejoradas, como luego veremos.

Traspasada la puerta de entrada nos encontramos en la portería conventual, embaldosada de piedra sillar y rodeada de las tradicionales bancas de ladrillo, llamadas poyos123, al lado derecho el cuarto del portero y al izquierdo, la sala de espera, si sala puede llamarse un cuarto pobre con tres bancas y seis sillas, hoy entablado, pero ayer sólo enladrillado y con estera. Adornan sus paredes seis lienzos en sus respectivas molduras, entre los que sobresale uno de Santo Tomás de Aquino, magnífica tela, muy probablemente de Gorivar, compañera, aunque superior, del San Agustín y San Ignacio, que se exhiben en la biblioteca del señor Jacinto Jijón y Caamaño. Cuatro de aquellos lienzos representan uno a San Francisco con el Niño Jesús en los brazos; otro, a la Beata Mariana de Jesús; otro, a Santa Rosa de Lima; y el último, a Santa Rosa de Viterbo, todos de buena factura, a pesar de ciertas durezas de color y deficiencias de estilo. Llama la atención otro cuadro, que es el más grande de todos, y representa la Soledad de María, siendo una variante de otro más grande, mucho mejor y más completo que se encuentra en la iglesia, a la izquierda de la puerta de entrada, bajo el coro. La escena figura a María con el cadáver de su hijo y dos ángeles que lloran acompañándola en su dolor. El autor (del cual se encuentran muchas obras semejantes en iglesias y casas particulares) abusa mucho del negro, de manera que la coloración le resulta dura; pero da a sus cuadros un carácter especial en la representación cruda y real del dolor humano, ayudado sin ninguna duda, de ese mismo colorido negro y amarillento que, derrochado en sus cuadros, les comunica tristeza incomparable y fría. Este locutorio no existía en otro tiempo con este destino esa pieza era la sacristía de la Capilla de la Virgen de Chiquinquirá, como veremos luego.

De la portería o del locutorio se sale al patio del claustro principal en cuyo centro se levanta un humilladero de piedra, que se destaca entre higueras y rosales, sobre las paredes y ventanas de las celdas que le rodean. Lleva la fecha en que se concluyó la edificación del convento: «Acabose, dice, a 6 de junio de 1626». El patio es pequeño, perfectamente cuadrado, rodeado de veinte arcos semicirculares de piedra que reposan sobre   —[Lámina XLVI]→     —145→   sus columnas de lo mismo y encima de los cuales se levantan las celdas y claustros del piso superior.

Iglesia de San Diego

Quito. Iglesia de San Diego. Traslado del cuadro milagroso de la Virgen de Chiquinquirá, desde las alturas de Pichincha hasta la iglesia, en el siglo XVIII.

[Lámina XLVI]

A este se sube por dos escaleras, que se encuentran: la una, al lado derecho de la entrada principal, y la otra, al frente, en el corredor que dirige al segundo patio y al refectorio. Ambas son de piedra, cómodas, muy bien trazadas y hasta elegantes en medio de su sencillez. Aquella tiene hoy su pasamano de madera, en vez del primitivo de piedra labrada, que se halla en pedazos, en el patio interior de la cocina, sirviendo de pilares sobre que descansa el techo de sus corredores, caídos en el terremoto de 1868. Los corredores altos son angostos, tienen su techo bajo y se hallan iluminados con uno que otro tragaluz que producen la indispensable claridad durante el día, sin dañar el ambiente austero de santidad y recogimiento que rodea a este lugar. A un lado y otro de los corredores están las celdas de los antiguos frailes, pequeños cuartos blanqueados con cal, en alguno de los cuales aún se muestra el lecho de madera con tejido de cuero, que cubierto de estera miserable, les servía de descanso, ya de noche, ya en las horas de silencio. Algunas de esas celdas tienen una sola ventana alta en el techo, con una puerta que funciona mediante un curioso sistema de cuerdas y poleas; otras tienen dos ventanas en una de las paredes; una de setenta y otra de cuarenta centímetros en cuadro. Las puertas de entrada son de una sola hoja y sus marcos eran antes forrados de cuero para apagar el sonido si la puerta se cerrara alguna vez sin cuidado, o precipitada y bruscamente.

Tanto los corredores altos como los bajos son enladrillados, advirtiéndose en los últimos, una que otra piedra tumbal, sacadas sin duda alguna de la iglesia, cuando esta fue entablada y que llevan fechas remotas de los siglos XVII y XVIII. Las paredes ostentan algunos cuadros, casi todos despojados de sus antiguas molduras y que debieron de ser preciosas y ricas, a juzgar por las que aún quedan. Estos cuadros representan diversos asuntos religiosos: unos son simbólicos o alegóricos; otros figuran a San Francisco o algún otro santo; otros, en fin, las escenas de la Pasión de Cristo. Estos últimos constituyen toda una colección y son de regular tamaño. Creemos poder asegurar que están muy retocados y que fueron ejecutados por mano inteligente de algún verdadero artista. Lo demuestra uno que otro detalle escapado de la mano asesina del retocados, como un manto amarillo que viste la Magdalena de la Crucifixión en el cuadro que se halla al frente de la grada, junto a la portería, entre el primero y el segundo claustro bajo. Es también magnífica tela la que está en el ángulo derecho de este mismo claustro, en el corredor que conduce al refectorio: en ella se ha representado a Cristo que sale del sepulcro en momentos en que tres sacerdotes celebran solemnemente los divinos oficios. Pintada con larga pincelada, y preciso dibujo, es, indudablemente de un gran maestro.¿Será de Miguel de Santiago? Tentados estamos a creerlo. Pero sea de quien fuere, es lo cierto que es una gran pintura y una positiva joya del convento de San Diego junto a la entrada cae la iglesia hay un San Francisco, con la capucha calada y una calavera en las manos, verdaderamente impresionante y en el segundo claustro, una Virgen con el Niño, hecha de mano maestra y una colección de pequeños cuadritos, con escenas de la Historia Sagrada, muy bien tocados, pero también muy destruidos.