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Cuarta conversación: 2 de septiembre de 1988

Fernando Sorrentino





-Aparte de la narrativa, que es el centro de tu producción, ¿alguna vez intentaste escribir poesía?

Sí, intenté de vez en cuando escribir poesía, y cuando he escrito poesía he sentido que estaba escribiendo del modo más intenso. Me parece que la narrativa es, literariamente hablando, más floja, más descomprimida, digamos, que la poesía. Por lo menos, el poco ejercicio de poesía que yo he hecho me ha dado la sensación de estar escribiendo literatura del modo más intenso: literatura en el buen sentido de la palabra, no en el sentido que hoy mucha gente le da, que la pone como una cosa fría y apartada de los sentimientos o de lo humano... No, no: yo digo que la poesía es la expresión literaria más rica y más intensa. Me encantaría escribir poesía, pero estoy siempre postergándolo para cuando sea más digno de hacerlo. Es una sensación un poco estúpida, pero que corresponde a mi conducta: estoy siempre esperando el día en que voy a escribir poesía; probablemente no la escriba nunca...

-Es una actitud que se contradice con la de muchos escritores, que han escrito poesía en su juventud y luego se han dedicado más bien a la narrativa.

Puede ser, sí. Yo realmente no noto en mí ningún cambio cronológico en relación con la literatura. Las cosas que me interesaban antes me siguen interesando ahora, y las cosas que yo hacía más o menos bien creo que sigo haciéndolas más o menos bien. Por ejemplo, escribir historias, ya sean cuentos o novelas. Y las cosas que me han dado trabajo me siguen dando trabajo: por ejemplo, escribir ensayos o escribir un prólogo o escribir memorias. El diario no me da mucho trabajo, porque es una cosa que he aprendido a hacer a lo largo de muchísimos años de escribir diarios. Yo he acumulado casi doscientos cuadernos de diarios, cuadernos de ciento y pico de páginas cada uno. Y he descubierto que he ido evolucionando mentalmente a lo largo de todos esos años. Y lo que yo creía que era una expresión interesante de un ser humano, en muchos casos me parece ahora la expresión de una especie de tonto o de loco que yo he sido. Creo que, como persona, he aprendido y he mejorado. Y creo que la persona que revelan los diarios de mil novecientos cincuenta y tantos me parece una persona un poco tonta.

-Pero esos diarios pueden servirte para escribir tu autobiografía.

Estoy seguro. Pero lo que sucede es que son tan copiosos que, si me pongo a estudiarlos y a releerlos, voy a tener casi que dejar de escribir los cuentos que estoy escribiendo... Y, en fin, como creo en esos cuentos...

-Giovanni Papini dijo algo así como que, si el más vulgar de los hombres pudiera escribir su vida con un mínimo de talento literario, escribiría una de las novelas más apasionantes...

Es probable, es muy probable...

-Y, bueno, y en el caso tuyo, con la habilidad y la experiencia narrativa que tenés, ¿no valdría la pena intentarlo?

Es que estoy intentándolo, de todos modos. Pero imperfectamente. Porque la lectura de esos diarios no tiene sobre mí un efecto estimulante. No sé cómo puedo hacer para sobreponerme a una leve depresión que me provoca esa lectura. Los diarios no me dan precisamente ganas de escribir...

-Ya veo cómo es eso. Yo solía guardar duplicados de todas las cartas que yo escribía. Y ahora la lectura de esas cartas me produce incomodidad. Y eso que en la carta uno es más precavido que en el diario, porque la carta es para otro...

Te comprendo tan bien, porque cada vez que yo he leído cartas mías... Cartas de Europa, por ejemplo, que en el 49 les mando a mis padres... Bueno: me siento incompatible con el autor de esas cartas. En muchas cosas; en otras, no. No quiero decir que siempre sea así. Pero sí en todos los casos hay algo que me molesta...

-Y bueno, es el dibujo de la personalidad. ¿Podemos decir que uno es siempre mejor ahora que antes?

No, no siempre... Sin embargo, en algunas cosas creo que sí... Ha habido una época en mi vida... No sé si ya te hablé de eso...

-¿Lo de embarazar mujeres?

Claro. Creo que ésa es una idea un poco superficial y tonta, para cualquier edad. Yo ahora creo que el que pensaba eso no tiene tanto derecho como el que soy ahora. Yo creo que ahí yo estaba imaginándome a mí mismo como un personaje de una novela, y vanidosamente quería que se dijera: «Era un gran padrillo, era tal cosa...». Bueno, era una idea realmente idiota, ¿no?

-Si no me falla la cuenta, has escrito seis novelas y cerca de doscientos cuentos, ¿no es cierto?

Es probable, sí...

-La pregunta es ésta: ¿en cuál de los dos géneros te sentís más cómodo? Y, consecuencia de la anterior, ¿qué ventajas y desventajas encontrás en uno y en otro?

Indudablemente me siento más cómodo en los cuentos. No voy a negar que, en algún momento, cuando estoy escribiendo las novelas, me puedo sentir muy feliz. Pero eso sucede, digamos, en la segunda mitad de la novela, cuando ya tengo la sensación de que voy a concluirla y que la conozco bien y, sobre todo, si la novela no me ha salido mal, si yo puedo aprobarla, conocer y manejar a los personajes, sentir que tienen alguna realidad... Todo eso me da una satisfacción grande. Y realmente en ese momento soy un buen novelista, que está contento de ser novelista. Pero, normalmente, prefiero escribir cuentos. Escribir cuentos es realizar la idea de cada uno de esos cuentos y pasar de uno a otro, y sentir que uno está creando, que tiene inventiva...: estas cosas no se sienten cuando uno está escribiendo una novela. O uno debe reprimirlas. Yo regularmente invento historias. No pasan dos o tres meses sin que yo tenga una nueva historia. Y entonces, si estoy escribiendo una novela, a esa nueva historia casi la veo con alarma, porque trae elementos que entran para desasosegarme, para reclamar que me ocupe de ellos, para, acaso, convencerme de que estoy en un trabajo que no vale la pena seguir y que lo mejor sería escribir el cuento que tengo ganas de escribir, porque cada vez que invento una historia tengo ganas de escribirla. Pero los cuentos, por otra parte, tienen también su lado malo: cuando uno escribe un cuento, y después escribe el segundo, y después escribe el tercero..., y después escribe el cuarto..., empieza a preguntarse si, a pesar de las diferencias evidentes que hay en unos y otros, uno secretamente no se está repitiendo... Porque uno es el mismo y tiene sus manías, y en todos los relatos que uno escribe esas manías encuentran un pretexto para presentarse y para reclamar la atención. Y eso puede repetirse continuamente. En definitiva, la novela es, en este sentido, más discreta, porque es una larga historia, y uno más o menos la ha ordenado... Por lo menos, yo ordeno mis novelas antes de escribirlas, para que no me ocurra llegar, por ejemplo, al capítulo 25 y no saber cómo seguir. Entonces yo tengo un plan y lo voy cumpliendo. Pero, indudablemente, ese plan que ha querido ser previsor no ha podido prever todo. Y así se van presentando problemas y por suerte también se presentan nuevas ideas que enriquecen la novela, y a uno lo asombra el hecho de que no se hayan presentado en el primer momento, ya que parecen evidentemente necesarias... Bueno, todo esto hace que el progreso de la novela tenga también sus satisfacciones... Pero la novela tiene algo de estar en el yugo, y eso es a veces un poco penoso. Y para personas que participan de la vida de una ciudad grande, como es Buenos Aires, y que tienen amigos, y que tienen compromisos, y si a estas personas les interesan muchas cosas en la vida, y no solamente escribir, sino también ver a los amigos, ver a las amigas, salir, ir al cinematógrafo..., en fin, los pretextos para la postergación son permanentes, y entonces también la novela se convierte en algo un poco permanente... Una novela de ciento sesenta o de ciento ochenta o de doscientas páginas me dura tres años, y uno siente que es como una especie de remanso donde la vida se ha detenido durante tres años. Esto parece un poco excesivo. A veces a mí me gustaría ser una persona más ordenada y poder recluirme durante tres o cuatro meses, y en ese tiempo escribir una novela.

-Se ha dicho más de una vez que hay cierta afinidad entre el poema y el cuento, ya que en ambos todo debería ser esencial, con el menor relleno posible. En cambio, en la novela en general hay páginas que sólo son nexos entre dos o más episodios...

Claro, claro, sí. En ese sentido, el cuento debe ser más intenso. Pero las intensidades de la novela pueden compensar estas cosas. Yo sé que, cuando escribo una novela, digo, por ejemplo: «Bueno, ahora al protagonista, que está en su casa, lo tengo que mandar al campo». Entonces, si en el capítulo siguiente lo pongo en el campo sin contar nada, parecería que eso es demasiado brusco, que no corresponde a la realidad; si en la realidad hubo un viaje, ¿cómo no lo voy a poner? Y entonces tengo que inventar ese viaje, y ese invento del viaje no puede ser un paréntesis sino que tiene que ser algo necesario para la novela; algo que no sea simplemente necesario para dar realismo al tiempo que ha tomado ese viaje, sino que sea más esencial. Esto es indudablemente un problema que uno no siempre se ha planteado desde el principio y que fatiga un poco... Pero, en definitiva, uno se acostumbra a esos problemas, uno los acepta y se da cuenta de que no son tan estériles como uno creía, ya que la novela está hecha de esas dificultades... Bueno, si uno quiere escribir novelas, tiene que hacer esas cosas. La novela puede salir bien o puede salir mal, pero estas dificultades no dejan de ser interesantes. De todos modos, cuando estoy fuera de la novela, siento una cierta pereza de volver a ella. Hace un rato te decía que me siento con igual capacidad para todos los géneros literarios que practico; sin embargo, acaso ahora estoy un poco cansado para escribir novelas. Aunque, en realidad, lo he estado siempre. Vos ves que, a lo largo de mi vida, he escrito seis novelas; y se han distribuido a lo largo de mi vida porque, en cada ocasión, me han cansado. Cada vez que he escrito una novela, he tenido una especie de cansancio físico después de escribirla, y mientras la escribía también, y sentía muchas ganas de estar en otra cosa. Y esas ganas te provocan una especie de desazón que puede parecerse también al cansancio. Así que no sé. Ahora preferiría no meterme en una novela. Pero no sé si dentro de dos o tres años, o tal vez antes, cuando concluya el próximo libro de cuentos, no voy a recaer en una novela, qué sé yo...

-Quiere decir que estás trabajando en otro libro de cuentos...

Estoy trabajando en un libro de cuentos. Tengo tres o cuatro cuentos ya escritos, y tengo cuatro o cinco cuentos en la mente, y pienso escribirlos...

-Hay ciertos nombres que suelen citarse como paradigma del cuentista perfecto, o por lo menos que se acerque a la perfección: por ejemplo, Poe, Maupassant y, en nuestro país, Quiroga. La pregunta es: estos tres escritores, ¿han influido sobre vos? Y, en caso negativo, ¿quiénes sí han influido?

Bueno, ninguno de esos tres es un autor que yo sienta muy próximo a mí o que me guste mucho. No, no me gustan. Maupassant me hace gracia en el recuerdo, y le tengo simpatía como persona, como ser humano, pero en general sus cuentos me parecen como anécdotas contadas: en general no me gustan, puede ser que alguno sí... Quiroga no me gusta, y me parece que escribía muy mal. Y Poe, salvo la Aventura de Arthur Gordon Pym, que me gustó mucho, me parece truculento y barato. Así que a ninguno de esos tres yo lo pondría como modelo de cuentista. Yo creo que los cuentistas que me han influido han sido... Wells me influyó mucho. También Beerbohm..., Kipling...

-¿Y Chesterton no?

Chesterton, en menor medida. Sin embargo, algunos de los cuentos de Chesterton me parecen realmente lindísimos, ¿no? Hay en él como una satisfacción en hacer con algunos cuentos una especie de teorema, y eso me cansa un poquito... Es como si él dijera: «Nada parece más difícil que este problema, y nada es más fácil que él...». Bueno, hay un poquito de un énfasis así que tal vez me moleste. Pero creo que es un autor extraordinario y me gusta mucho.

-A Chesterton le gusta mucho jugar con las ideas, con las contradicciones, con las paradojas. Claro, si eso se repite en diez o doce cuentos puede cansar, pero la verdad es que a mí no me cansa nunca...

Te comprendo, claro, porque es deslumbrante. Y te agrego que también me gusta como poeta, ya que hay mucha gente a la que no le gusta como poeta. Y alguna biografía de él, como la biografía de Browning, me ha producido una verdadera exaltación, es una maravilla realmente.

-Creo que también escribió la de Dickens.

Escribió la de Dickens también, sí. Ésta no me gustó tanto. Confieso que Dickens es un autor que conozco menos. Y no sé por qué, porque, cuando lo he leído, Dickens me gustaba bastante; pero la verdad es que no lo he leído lo suficiente. Y, en su biografía, Chesterton citaba libros de Dickens que yo no había leído... En cambio, en la biografía de Browning, se refería siempre a poemas que yo sí había leído, de manera que yo me hallaba más cómodo... Ahora bien, si yo tuviera que decir cuáles son los mejores cuentistas del mundo..., qué sé yo... Los cuentos más hermosos que he leído los hemos puesto en la Antología de la literatura fantástica; alguno estará también en uno de esos dos volúmenes de cuentos policiales1, que ahora no recuerdo bien, y a lo mejor, si ahora los releo, encuentro que tienen deficiencias... Porque los cuentos policiales en general están escritos con menos rigor que los cuentos fantásticos: no con menos rigor argumental sino con menos rigor literario. Los cuentos policiales son un poco los arrabales de la literatura. Pero ha habido alguno que me ha gustado mucho. No sé si los leyera de nuevo...

-A mí me gustó mucho el de Harry Kemelman, «Nueve millas bajo la lluvia». Pero me gustó sobre todo por el razonamiento ingenioso, porque no creo que sea muy difícil de escribir...

Es lindísimo. Y qué buena impresión causa... Y quizás uno de los aciertos que debe buscar el escritor es deslumbrar así, porque te hace pasar un momento muy bueno y el lector queda muy admirado de ese cuento.

-Hay un cuento de Poe que es parecido, que es puro razonamiento, sin ninguna acción, que a mí me encanta: «El escarabajo de oro».

Es muy lindo también. Asimismo es bastante curioso ese cuento de..., creo que es de Hawthorne... Se trata de un vendedor ambulante que llega y da la noticia de un crimen antes de que ocurra.

-No lo conozco. El que conozco es «Wakefield».

Bueno, «Wakefield» es muy lindo cuento... Y también es muy lindo cuento el de Melville, «Bartleby». Tiene tantas cosas ese cuento... Tiene una idea más bien sencilla, con ese personaje que es el dueño de la oficina y que está desesperado con Bartleby... Y Bartleby es bastante dulce, bastante bueno... Pero finalmente no tiene más remedio que despedirlo, y va a verlo al manicomio, y Bartleby está bastante triste...

-Y la gran cantidad de detalles que tiene... El cuento avanza muy lentamente. Están esos empleados, uno que está de mal humor a la mañana y otro que está de mal humor a la tarde... Al principio parece un cuento gracioso, pero después se va convirtiendo en una especie de pesadilla.

Es que es una pesadilla. Y, de todos modos, esos personajes son bastante simpáticos y son atendibles como seres humanos... Por eso, uno siente que es triste el destino de Bartleby...

-Que Dios me perdone, pero yo después quise leer Moby Dick y no pude. No podía avanzar...

Te comprendo. Yo lo leí en mi juventud y me gustó mucho. Pero no creo que pudiera leerlo ahora. Es un poco como una ópera, una cosa que está en exaltación permanente, y no sé si es soportable...

-A mí me parecía que Melville me atiborraba de informaciones que no iban a influir en el desarrollo posterior de la novela. Eso me cansaba. Claro, no puedo saber si yo estaba en lo cierto, ya que no seguí adelante. Pero no tuve paciencia para incorporar tanta información que me parecía ociosa y, bueno, abandoné Moby Dick después de setenta u ochenta páginas. Y yo ya era grande: tenía más de treinta años...

Es imprudente dejar ese tipo de libros para cuando uno es grande, porque después cuesta más leerlos. Tampoco te quiero decir que siempre ocurra así. «Bartleby» y Moby Dick parecen casi de dos autores diferentes, y es mucho más razonable el autor de «Bartleby». Pero, a veces, sucede que la novela descamina a su autor. Escribir una novela es una larga aventura, y a veces los autores quieren escribirla para... haber escrito una novela, por el solo hecho de escribir una novela...

-¿Por el prestigio del género?

Por el prestigio del género, claro. Y llenan sus páginas casi de cualquier modo, ¿no?

-Bueno, eso corresponde más bien de 1950 para acá...

No, hay también algunos escritores del siglo XIX así, muy desorbitados...

-Pero yo me refería a las extravagancias...

Ah, sí. La extravagancia... Fue como una carrera progresiva, cada vez más, cada vez más, cada vez más... Y, como había que superar al extravagante de izquierda o al extravagante de derecha, se llegó así a nunca acabar... Mi traductor ruso dijo de La aventura de un fotógrafo en La Plata una cosa inesperada: dijo que era una novela española de capa y espada... Bueno, yo nunca hubiera pensado tal cosa, pero tal vez, vista desde Rusia, puede parecer así...

-Aunque lo ven más como novelista, recordemos que también Kafka tiene cuentos perfectos...

Desde luego, desde luego. ¿Qué te puedo decir de Kafka que no se haya dicho? Es evidente que nos ha marcado muchísimo a todos. Creo que casi todos los escritores de ahora tenemos algo de Kafka, ¿no? Esa sensación de la inutilidad de las cosas, de ir aportando detalles que van agravando una situación... Ahora bien, un precursor de Kafka es un poco «Bartleby», ¿no? Y Borges mencionaba como otro precursor el cuento «El duelo», de Conrad.

-Y nombraba también a Léon Bloy...2

Es cierto. Sin embargo, por su estilo tan exaltado, a uno le cuesta poner a Léon Bloy junto a Kafka. Pero es lícito asimilar personas muy disímiles, porque a veces las diferencias son más aparentes que reales. Y está bien que Borges lo haya señalado, porque quiere decir que veía la verdad de las cosas, no la apariencia. Pero, de cualquier modo, creo que Kafka y Bloy sentían las cosas de una manera muy diversa. Borges tuvo un período de obsesión con Bloy: no podía dejar de hablar de Bloy y siempre citaba frases de sus diarios...

-Volviendo a Kafka, creo que una de sus grandes habilidades fue crear el contexto para que fuera verosímil una historia que en un autor menos hábil hubiera sido un disparate. ¿Vos tenés presente «En la colonia penitenciaria»? ¡Qué maravilla, qué maravilla, lo leí como veinte veces!

Tenés toda la razón. Ahí Kafka crea el mundo, y el que llega a ese mundo se queda o no.

-Y uno se ve obligado a aceptar esa historia que parece inconcebible. Eso es habilidad. Y contradice a quienes piensan que no es necesario el artificio, sino el sentimiento y el corazón...

Los buenos sentimientos son necesarios, pero no bastan...

-Junto con Borges compilaste una especie de suma de la Poesía gauchesca3. Sabemos que Borges le tenía más estima a del Campo que a Hernández. Yo, por lo menos, no estoy de acuerdo con eso: creo que del Campo es un autor muy simpático, pero me parece que Hernández fue muy superior a del Campo. Me gustaría conocer tu opinión sobre esto y sobre la literatura gauchesca en general.

En realidad, yo desde muy chico oía esos poemas. Mientras me preparaban el baño, mi padre me tenía en brazos y me recitaba a Estanislao del Campo, el Martín Fierro y poemas de Ascasubi. Así que casi la primera literatura que oí fue la gauchesca. También algunos otros poemas no tan buenos, como:


Cada comarca en la tierra
tiene un rasgo prominente:
el Brasil, su sol ardiente,
minas de plata, el Perú;
Montevideo, su cerro;
Buenos Aires, patria hermosa,
tiene su pampa grandiosa;
la pampa tiene el ombú4.



También «El cigarro», de Florencio Balcarce. Y también había algo de un veterano de la guerra de la Independencia, que no sé si era de Mitre o de quién era, que me conmovía muchísimo, porque el veterano estaba muy mal y era muy pobre, creo que era «El inválido»... Bueno, pero lo que te decía es que, desde muy chico, conocí las obras gauchescas, y siempre me gustaron mucho. Creo que en ellas hemos tenido una literatura muy real. Esos poemas se han escrito con ganas, y a las personas que los escribían les gustaba lo que estaban haciendo, y a los lectores -por lo menos, a los argentinos- nos gusta leer esos poemas. Con respecto a Hernández, creo que muchas cosas de su personalidad no le gustaron mucho a Borges, y tampoco me gustaron a mí. Hernández era partidario de la barbarie en contra de la civilización. Hernández era bastante federal, y yo soy más bien de tradición unitaria, y Borges también lo era. Aparte de eso, Hernández era un poco clerical, y ni a Borges ni a mí nos gustaba mucho esa parte clerical de Hernández. De todos modos, creo que no cabe la menor duda de que Hernández escribió el Martín Fierro con la musa al lado y que realmente estaba muy inspirado cuando lo escribió. No digo que todo el poema sea de un mismo nivel, pero indudablemente Hernández fue un escritor eficacísimo... Hace muchos años unas nietas de Hernández le dijeron a Borges que, si él y yo queríamos, podíamos ir a visitarlas y ellas nos iban a comunicar unos poemas de Hernández que habían recibido de ultratumba. Porque ellas eran espiritistas... Y nosotros pensamos que debíamos ir a verlas, pero la dejadez y el hecho de que uno hoy tiene que hacer unas cosas y mañana otras... hicieron que finalmente no fuéramos a conocer esos poemas. Yo no tenía muchas esperanzas de que fueran una gran revelación, pero por lo menos quería saber si eran buenos... Cuando mi padre -sabía de memoria el Martín Fierro desde el principio hasta el fin- me recitaba la pelea con el negro, a mí esa escena me parecía bastante desagradable. Y hasta me sentía escandalizado de que Martín Fierro matara a ese negro, que no tenía ninguna culpa.

-A los únicos efectos de tirarte de la lengua, diré esto. A mí me parece que Hernández escribió la primera parte del Martín Fierro con un propósito político definido: esa crítica al gobierno por la leva y todo lo demás. Pero creo que, en esos siete años que pasaron, él se dio cuenta de que podía escribir cosas mucho mejores, porque la segunda parte es, desde el punto de vista político, casi gratuita. Y entonces escribió una especie de novela, con personajes curiosos, con episodios todo el tiempo interesantes y sin esa carga de rencor político.

Claro, es cierto. Vos sos mucho mejor historiador de la literatura que yo. Sí, sí.

-Es que a lo que me gusta le presto mucha atención. De lo que no me gusta no sé nada.

Sí, sí. Todo lo que has dicho me parece lógico y bien observado. Y estoy de acuerdo. Pero lo dijiste vos, no yo.

-Entonces no pude tirarte de la lengua, que era lo que yo quería.

Ahora bien, creo que tampoco Hernández se veía escribiendo una especie de himno nacional, un libro que iba a ser definitivo para el país, y entonces puso aquella pelea como pudo haber puesto otra cosa cualquiera, ¿no? Entonces, a uno le queda que Martín Fierro, ese personaje que uno tiene que admirar tanto, ha cometido ese crimen. Es verdad, pero José Hernández no estaba pensando en eso: sólo estaba escribiendo la vida de un gaucho con bastante realismo y con gracia. Eso es lo que le dio tal vez la fuerza para que el libro sea tan bueno. Si él hubiera pensado «Tengo que escribir el personaje que va a ser el modelo para todas las generaciones futuras de argentinos», bueno, en ese caso habría escrito un libro estúpido. En cambio, escribió un libro con arbitrariedades, con arbitrariedades muy culpables, pero probablemente esas arbitrariedades son las que le dan el encanto. Porque Martín Fierro es una persona creíble, que obra con las limitaciones propias de su ignorancia, que obra en la situación rara en que se desenvolvía la vida de los gauchos. Es decir, todos tenían que ser peleadores, tenían que ser valerosos, no debían dejarse dominar por nadie en ningún momento...: esa vida era, como se dice ahora, un desafío permanente para ellos. Y no para crear filósofos ni modelos éticos, sino simplemente hombres valientes que debían sobreponerse a los peligros reales que significaban sus semejantes, y sus no tan semejantes -ya que los gauchos a los indios no los sentían como sus semejantes-. Los gauchos vivían en un ambiente muy duro y, bueno, tenían que pelear. Así que, como novelista, Hernández estuvo perfecto.

-Sobre todo cuando se desentendió de la parte política y empezó a escribir por el gusto de escribir, en la segunda parte, que es la mejor.

Sí, yo creo que es así.

-Y ahora tenemos a del Campo. ¿Qué opinás de él?

Yo creo que del Campo era una persona encantadora. Indudablemente, del Campo era de una categoría literaria muy inferior a Hernández. Pero yo le agradezco con muchísimo cariño su poema, porque para mí es un gozo permanente. No sé si, en este sentido, soy juicioso, como quiero ser para casi todas mis lecturas, o si esta lectura está estimulada por el recuerdo del texto, por saberlo de siempre, por el placer que me da repetirlo... Este placer puede ser autobiográfico, puede ser el ambiente de mi casa, puede ser una cantidad de cosas que yo no concedo como beneficio a otras lecturas. Ésta es simplemente una predilección que tengo porque siempre he leído el Fausto, siempre lo he repetido de memoria, me ha dado placer y lo recuerdo a del Campo con simpatía.

-Para volver a un tema que tocamos alguna vez: uno imagina que del Campo es una persona con la que sería agradable conversar...

Desde luego: así lo he pensado siempre.

-¿Y hubiera sido agradable conversar con Sarmiento?

Probablemente no. Porque parece que Sarmiento era un ególatra, un hombre que sentía el mayor de los respetos hacia sí mismo... Pero yo estoy dispuesto a cerrar los ojos ante esas cosas porque me gusta mucho el Facundo. También me agradan sus recuerdos de viaje...5 Sarmiento me parece un individuo que dice lo que quiere decir y a quien no le importa quedar bien o quedar mal ante los otros. Tiene una gran fuerza. Recuerdo también su crónica de La campaña del Ejército Grande, cuando acompaña a las tropas de Urquiza que vienen hacia Buenos Aires... Lo he leído con exaltación. Cuenta una doma de caballos en el transcurso del viaje; no se detenían a domarlos: seguían avanzando mientras una infinidad de gauchos domaban caballos...6 Bueno, son recuerdos extraordinarios los que tengo de la lectura de Sarmiento.

-Aparte del aspecto literario, ¿considerás que Sarmiento ha sido uno de los hombres más importantes de nuestro país?

Estoy absolutamente seguro de que sí. Sarmiento ha sido uno de los hombres más importantes del país y ha sido un civilizador del país, ha querido una Argentina muy civilizada, y el ideal que tenía Sarmiento era el ideal que aún tenemos muchos de nosotros.

-Cuando en 1940 aparece La invención de Morel, había dos escritores muy disímiles entre sí, y que ya tenían bastante prestigio: Roberto Arlt y Eduardo Mallea. ¿Cómo los veías, te han interesado, te han influido?

A Arlt no lo he conocido personalmente. Me gustó El juguete rabioso. Leí muchas de las Aguafuertes porteñas, y algunas de ellas me parecieron bastante buenas. Pero mi admiración no se extiende al resto de la obra de Arlt: me parece que está muy sobrevaluado... Creo que también Mallea está sobrevaluado. Yo era amigo de él. Creo que Mallea era muy buena persona, pero no he leído ningún texto suyo que me haya gustado. Ninguno. Tal vez Chaves sea un poco superior a otros, pero tampoco me gusta. No hay un solo texto de Mallea que me guste. Así que no es mucho lo que puedo decir de él... Recuerdo que una vez Mallea me dijo «Somos muy pocos los que escribimos bien»; pero yo no me contaba entre ellos: él sí se había incluido. Y yo siempre me he preguntado si Mallea realmente creía que escribía muy bien... Hacia el final de su vida él sentía un gran desencanto, pero no creo que fuera un desencanto sobre su obra sino sobre la estimación de su obra. A Mallea creo que le ocurrió una cosa muy patética. Quiero decir: mucha gente, que es famosa mientras vive, deja de ser famosa cuando muere: es como si esa fama hubiera necesitado de la simpatía, de la capacidad de convicción, del prestigio social, de la fuerza política, o de lo que sea, de la persona en cuestión. Desaparecido el escritor, la obra por sí misma no se mantiene. Pero con Mallea ocurrió algo peor. Mallea fue primero famosísimo en vida y después fue olvidado en vida. A veces me pregunto si el hecho de que dejara de ser director del suplemento literario de La Nación le restó la admiración de muchos posibles colaboradores del suplemento... Bueno, esto, para admitirlo, hasta parece demasiado satírico, parece demasiado craso. Pero es que realmente ocurrió algo que fue paralelo a eso: antes todo el mundo admiraba a Mallea y luego nadie lo siguió admirando... Desde luego lo que me parece más raro es que lo admiraran: yo nunca lo admiré. Pero también me parece raro cómo, de repente, dejaron de admirarlo. De todos modos, a veces encuentro personas que sienten una gran admiración por Mallea, y te aseguro que tengo ganas de que me revelen mi error y que me prueben que en Mallea hay algo muy bueno, porque él me pareció una muy buena persona. Era tal vez un hombre obsesionado, y la obsesión generalmente quita lucidez. Mallea estaba obsesionado contra cierta gente y, hacia el final de su vida, también muy irritado. Pero creo que Mallea era esencialmente un partidario del bien; era un hombre noble que quería el bien. Por qué escribía tan mal, no sé. A mí con Mallea me pasó algo raro. Yo sentía afecto por él como persona, y, sin embargo, él, en algún momento, y nunca supe bien por qué, se resintió terriblemente conmigo. Y me maltrataba casi ostensiblemente, y yo le tenía lástima y le perdonaba ese maltrato... Sospecho que una vez yo... -porque yo he revisado los hechos: ¿por qué Mallea estaría enojado conmigo?-, sospecho que una vez yo dije algo... Resulta que la mujer de Mallea era víctima de sus propios nervios, y estaba dominada por ellos. Y sus nervios eran realmente desorbitados, eran nervios terribles. A Mallea lo he visto maltratado por ella de una manera casi insoportable, y Mallea, con gran resignación, aguantaba eso y se mostraba como una persona que aceptaba la esclavitud, pero no por debilidad ni por bajos motivos, sino simplemente por cariño hacia su mujer. Entonces alguna vez yo comenté eso con un íntimo amigo de Mallea y dije que yo hubiera preferido que Mallea se liberara de esa mujer que tanto lo maltrataba, aunque también comprendía que la actitud de Mallea era muy noble. Y pienso que, a lo mejor, Mallea se enteró de esto que dije yo, y desde entonces, por lealtad a su mujer, empezó a maltratarme. Finalmente, parece que se hubiera cansado de maltratarme y en los últimos años de su vida fue muy amistoso conmigo.

-Ese episodio, ¿de qué época es?

Ese episodio puede haber sido del 64..., por ahí... Fue durante las últimas veces que él y yo estuvimos en el jurado del concurso de La Nación. Yo sentía que Mallea era abiertamente hostil conmigo. Y, como si hubiera sido un príncipe o Einstein, yo lo perdonaba a Mallea; normalmente, yo tendría que haberme enojado y tendría que haberlo mandado a la miércoles. Pero, con una especie de rara soberbia, yo lo perdonaba. Y, en definitiva, me alegro de haberlo perdonado, porque creo que todo el final de su vida fue muy duro y muy triste. Creo que él sentía su propia decadencia y sentía la tiranía de su mujer, que a su vez era víctima de algo que estaba en ella y que no era ella: era como si un demonio se hubiera posesionado de esa mujer... Y entonces -aunque se hubiera justificado que yo lo hubiera mandado a Mallea a la miércoles- me alegro de no haber contribuido con algo malo a esa triste decadencia. Era el hundimiento de una persona: era como si a Mallea todo lo hundiera, como si toda la gente lo hundiera. Y él estaba enfermo... Recuerdo que, en uno de los trabajos mandados al concurso de La Nación, el autor -para ser premiado- elogiaba a algunos miembros del jurado, y también a algunos otros escritores que no eran miembros del jurado... Y entonces lo elogiaba a Borges, me elogiaba a mí, elogiaba tal vez a Cortázar o tal vez a Arlt... Y entonces Mallea dijo tristemente: «Elogia a todos los que están de moda». Era algo patético y a la vez torpe, porque ahí estábamos dos de ésos... En fin... Yo, cuando he hablado con él, tuve la impresión de que Mallea era bastante sensato. Pero, al leerlo, no he tenido la misma impresión. Y hasta podría decir que la admiración que en una época lo rodeó le hizo mal porque ¡escribió demasiados libros...! Él tendría que haberse dado cuenta de que eran demasiados. En definitiva, creo que Mallea debió de haber sido una persona bastante soberbia. Y hacia el final de su vida estuvo tristísimo, lo cual hace que todo sea aún más patético. Como destino, el de Mallea fue un destino tristísimo. En Alemania y en Estados Unidos pasó algo parecido: la gente estaba preparada para admirar a Mallea y después se sintió decepcionada. En Estados Unidos publicaron Fiesta en noviembre, creo que le pusieron Fiesta no más...

-Hay un artículo de Amado Alonso7 que elogia muchísimo ese libro...

Bueno, Amado Alonso era un típico profesor, desprovisto absolutamente de sentido crítico... Amado Alonso leía y leía, y para él era lo mismo una cosa que otra, y, si Mallea era admirado, bueno, él tenía también que admirarlo... Cuando Fiesta en noviembre se publicó en Estados Unidos, causó estupor. Porque la crítica estaba preparada para admirarlo, y se encontró con algo que no había por dónde ni cómo admirarlo.

-Bueno, Mallea y Arlt eran mayores que vos. Pero Mujica Láinez era prácticamente de tu edad...

Creo que Manucho era un escritor de verdad. Que sentía la literatura, que podía escribir, que tenía gran habilidad para escribir. Pero creo que frustraba algunas cosas porque las encaraba erróneamente. Yo creo que a él le hizo mal la vanidad. Manucho era muy vanidoso. Y, cuando se reía de su propia vanidad, resultaba encantador y muy inteligente. Pero, puerilmente, muchas veces quería lucirse, y entonces se demoraba demasiado en descripciones de objetos, de cuartos, de telas, etcétera. Esta morosidad quita el placer de la lectura y hasta irrita. Hace que a veces uno no entre en relatos que merecen ser leídos. Yo sé que más de una vez a mí un texto de Mujica Láinez me ha producido irritación y he tenido que sobreponerme para encontrar allí lo que había de bueno, que era mucho. Porque yo creo que Manucho era un verdadero escritor y que su obra merece ser leída.

-Yo a Mujica Láinez llegué al revés. Yo lo había visto en algún reportaje en televisión, y me resultaba más bien una persona antipática. Pero, cuando leí Misteriosa Buenos Aires, me pareció una maravilla, y cambié de opinión sobre el autor. Y después hemos cambiado algunas cartas, y ahora sólo tengo elogios para él: siempre fue muy simpático y muy bueno conmigo.

Es que Manucho era muy bueno. Era muy buena persona. Oíme: él podía ser cruel por el placer de decir una cosa graciosa. Yo se la celebraba, porque sabía por qué la había dicho: él había visto la ocasión de hacer una buena frase y ¿por qué no la iba a hacer? Pero no por eso dejaba de quererte y de desearte el bien: simplemente sentía la diversión que le ofrecía ese efecto literario y, bueno, entonces hacía la broma. Pero, además, que eso esté un poco mal depende también de la valoración que le da el que lo oye. Si uno lo oye como una condena de algo, entonces se convierte en algo malo, en hundir a una persona porque sí. Pero, si lo que toma uno de eso es sólo lo que hay de gracioso y acertado literariamente, entonces no hay ninguna maldad, ya que uno no piensa mal de la víctima sino que piensa que ésta ha dado pie a una cosa ingeniosa.

-Todos sabemos que sos un gran aficionado al cine, como espectador. Y que Torre Nilsson filmó El crimen de Oribe8 y el Diario de la guerra del cerdo. ¿Quedaste satisfecho con esas películas?

No, realmente no quedé satisfecho con ninguna de las películas que me hicieron. Pero también me parece que El crimen de Oribe está bastante mejor hecha que Diario de la guerra del cerdo. Me duele decir estas cosas, porque éramos bastante amigos con Babsy y soy muy amigo del hijo, Javier. Yo soy una persona que siente los afectos más allá de todo. Entonces, me molesta bastante la idea de ofenderlo o entristecerlo a Torre Nilsson. Quiero que esto se entienda objetivamente en cuanto a la calidad de las películas, nunca como algo personal contra una persona a la que quise. Y, cuando se hizo El crimen de Oribe, a mucha gente le gustó.

-¿Cuándo fue eso?

En el 53.

-En aquella época no se exigía tanto.

Es probable. A mucha gente le gustó esa película. Y a mí me pareció pésima. Yo ya era amigo de Babsy, y le tenía también simpatía al padre...9 El padre era un director..., así sin tanta academia, ¿no? Como hombre era muy simpático, un individuo escéptico, sin ninguna vanidad... Y también la quise mucho a Beatriz... Pero lo cierto es que, con mis historias, no se han hecho películas que me hayan gustado. Creo que no todo es por culpa de los directores, aunque sí les cabe parte de esa culpa. Ocurre que el cine fantástico es difícil. Yo a veces me he preguntado por qué es tan difícil, si al fin y al cabo todo llega por el ojo. El lector lee las palabras, las manda al cerebro y se informa de lo que está leyendo. El espectador ve las imágenes y las manda al cerebro. Ahora bien, con las imágenes somos muchísimo más severos que con las palabras. Yo veo que, en el texto escrito, uno acepta y participa. Es como si el lector pudiera colaborar en la invención fantástica y quedarse pensando en ella y proponer variantes. En cambio, con los hechos fantásticos mostrados en imágenes, lo inverosímil merece una repulsa, por lo menos de mi mente, que no me permite ese trabajo de colaboración con el director de la película. Y entonces voy viendo la película con menosprecio y se me van las ganas de seguir viéndola.

-Es que, cuando uno lee, las palabras dicen y sugieren, pero también ocultan. La imagen no: uno ve lo que ve, y, si el director no ha sido hábil, el espectador no lo cree y no lo cree y no lo cree.

Claro, no lo cree, y se acabó. El cine fantástico es muy difícil. De La invención de Morel se han hecho dos versiones de las que tengo constancia: una en Francia y otra en Italia. Y creo que se ha hecho otra en Polonia, porque me la pagaron, y creo que allá, cuando pagan una cosa, es porque la hacen; pero no la he visto. Pero la versión francesa y la versión italiana fueron en cierto modo una desilusión. La francesa la vi en un pequeño hotel de París junto a sus dueños, que se sentían muy honrados de tener en la casa al autor del libro de una película que se pasaba por la segunda cadena de la televisión francesa. Hubo un corte de luz, insólito en Francia, que vino bien para salvarnos de La invención de Morel, y los cinco espectadores -el dueño, la dueña, el hijo, la hija y yo- lo sentimos como un alivio: estábamos muy aburridos con La invención de Morel. Y, sin embargo, tengo algún recuerdo bueno: visualmente era linda, los actores no eran malos, se hizo en una isla muy linda, y había un Saint Louis Blues de Armstrong anterior a los años 30... Circunstancia favorable para los que lo oíamos -porque era de una belleza extraordinaria- y favorable para los productores, porque tenía derechos más baratos por ser anterior al 30: sé que por eso lo eligieron. A lo largo de los años, esa película se ha dado varias veces en la televisión francesa. Tuvo un efecto muy beneficioso para el libro: desde entonces el libro se vendió en Francia como nunca se había vendido antes. Pero, como película, no me pareció buena. Emilio Greco la hizo de nuevo para cine con Ana Karina y otros actores buenos, en la isla de Malta, en el 71 o 72, y se estrenó en el 73 o 74. Esta película me pareció, no diría tediosa, pero sí, como dicen los españoles, «prolija», es decir bastante lenta, que tardaba en resolverse... Pero, una vez vista, la película deja un buen recuerdo. Todo es visualmente impecable. La música es agradable e introduce en esa frígida historia... (Ahora, claro, la frígida historia de La invención de Morel no fue pensada para hacer una película sino para hacer una novela. Es el relato de una persona que ve cosas extrañas, que siente sus perplejidades y que tiene de cómplice al lector en esas perplejidades y en su enamoramiento tal vez arbitrario de Faustine... En cambio, en la película todo eso es más lánguido, uno siente que se demora, que las pasiones son todas muy frías; la pasión de Morel por Faustine no es nada, la del fugitivo por Faustine es muy contenida y uno ve que está dispuesto a morir por ella, pero no la siente como una cosa turbulenta y fuertísima, que es lo que tal vez necesita el cine. Se necesita un conflicto de sentimientos fuertes y de voluntades fuertes). Y, como te decía, en esa frigidez de la película la música de los años 20 -que puede ser que sea verdadera, que puede ser que sea paródica- se siente como una nostalgia y es casi el único soplo de algo humano que hay en la película italiana. Uno de los problemas de la versión italiana de La invención de Morel es que, durante largo tiempo al principio de la película, hay un solo personaje, y ese personaje está viendo cosas inexplicables que lo asombran y que lo intimidan. Entonces ese personaje tiene que mostrar una expresión de desconfianza, temor y asombro: son expresiones que se parecen a la de la estupidez. Ese personaje tiene que exhibir, continuamente y durante mucho tiempo, una cara como de sonso. Y eso me parece que cansa. Esa conducta inexplicable del personaje -que el espectador no puede encauzar hacia ninguna hipótesis- provoca una especie de desazón y exasperación, y, cuando llega el momento de revelarse todo ese enigma, ya el espectador está enojado y no quiere oír explicaciones. El caso contrario, digamos, es la película esa que se llama en inglés The Mousetrap, basada en Agatha Christie. En esta película hay un grupo de personas en un hotel, y no pueden salir porque hay una tormenta de nieve que no permite que se vaya ni llegue nadie. Una persona muere asesinada. Primer enigma: quién es el asesino. Cuando muere una segunda persona, ya hay dos suspensos posibles: quién es el asesino y cuál será la próxima víctima. Con eso el director tiene asegurado el interés del espectador hasta el final de la película. En cambio, en La invención de Morel parecería que los enigmas son desinteresados, que son enigmas porque sí, por ser enigmas no más. Luego todo se explica, pero ya hay una especie de impaciencia por parte del espectador, que ya está desinteresado y a lo mejor ni siquiera oye la explicación final.

-En ese tipo de historias complejas hay otro problema cuando éstas pasan al cine. Y es que uno no puede volver las páginas atrás para comprender algo que se le haya escapado. Por ejemplo, en La invención de Morel y en Plan de evasión yo tuve que volver muchas veces atrás para entender alguna cosa, y en las películas eso no es posible.

Y, para peor, a mí, para hacer películas, me eligen en general las historias más fantásticas. Porque, como soy un autor rotulado de fantástico, entonces quieren elegir historias fantásticas, y sería mejor que eligieran las que no son tan fantásticas. Por ejemplo, Cavar un foso no estaba tan mal...

-Sí, yo la vi en televisión. A mí me gustó.

Yo digo la argentina, la argentina estaba muy bien...

-Sí, es la que yo vi. Actuaba Bárbara Mujica...

Claro, era ésa, la de Bárbara Mujica. ¿Vos sabés que borraron el tape? ¿Te das cuenta? Era una cosa muy bien hecha... En cambio, la que me hizo la televisión española con el mismo cuento fue malísima.





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