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De huipil o terciopelo


Pilar Gonzalbo Aizpuru





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En el principio fue la violencia, el desconcierto, el miedo y la ira. Alguien podría creer que éste no era tiempo de mujeres, que la guerra era un espacio destinado exclusivamente a los hombres. Pero las mujeres también estuvieron allí, de uno y otro lado; muchas indígenas y muy pocas españolas. Las hijas de Moctezuma y de los señores de Tlaxcala, respetadas compañeras de los más distinguidos capitanes, y las mujeres del pueblo, capturadas como botín y cuyo valor dependía de sus atributos físicos o de sus habilidades para cocinar y tejer.

Entre las castellanas se menciona a once, algunas de las cuales empuñaron espada, capitanearon grupos de ataque y dominaron por sí mismas territorios que luego obtendrían en encomienda: María de Estrada, conquistadora de Hueyapan y Tetela, Catalina López, María de Vera y Francisca de Ordaz, calificadas todas como mujeres muy valientes, autoras de «grandes hechos»1. Junto a ellas, las que fueron esposas o hermanas de los soldados y que como Beatriz González curaron las heridas de sus compañeros y no pocas veces escucharon sus últimas palabras2.

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Las novohispanas de los primeros tiempos fueron quienes tuvieron que improvisar un modo de vida y se vieron obligadas a reaccionar frente a situaciones para las que no estaban preparadas. Ellas inventaron una manera de ser y de vivir que hizo posible desde el primer momento una difícil convivencia. Vestidas de huipil o terciopelo, con tocas monjiles, lutos de viuda o llamativos adornos, fueron compañeras de los soldados y de los artesanos, madres y nanas de sus hijos, trabajadoras en el campo y la ciudad, y forjadoras, en gran medida, de las rutinas de la vida doméstica y de los elementos peculiares de la cultura colonial.


Las mujeres de huipil: esclavas y trabajadoras


¡Mira quién, que no merece
una mujer de huipil!3



Del lado indígena hay testimonios que hablan del heroísmo de las mujeres que soportaron el asedio de Tenochtitlán, de las que fueron entregadas como obsequio a los conquistadores y también de las que cayeron en cautiverio durante las batallas y quedaron como esclavas. Sabemos que los soldados competían por ellas y que las valoraban de acuerdo con sus criterios estéticos y utilitarios.

Poco después de la conquista de Tenochtitlán, sucedió que para retirar el quinto del botín correspondiente a la Corona, se congregaron todas las «piezas» en una casa, donde se herraron con la «G» indicadora de que habían sido obtenidas en guerra. Pero sucedió que también don Hernando se reservó otro quinto, además de que sus allegados escondieron y se apropiaron de las indias que seleccionaron según su gusto. Y, según expresa Bernal:

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... sobre esto hubo grandes murmuraciones contra Cortés, de los que mandaban hurtar y esconder las buenas indias [...] y ahora, el pobre soldado que había echado los bofes y estaba lleno de heridas por haber una buena india, y les habían dado naguas y camisas, habían tomado y escondido las tales indias4.



A partir de entonces fueron muchos los que no volvieron a confiar en su capitán a la hora del reparto y conservaron junto a sí a las indias que tenían como compañeras, sin aceptar que les pusieran la marca de la esclavitud. Ellas, por su parte, se mantenían dóciles mientras recibían un trato soportable, pero huían cuando alguno de los soldados las trataba mal.

Según el criterio de teólogos y juristas, había formas legítimas e ilegítimas de esclavitud, y los españoles incurrían en frecuentes abusos. Por eso, desde 1532 se prohibió hacer uso del hierro con la población indígena; y a partir de 1542 se inició el proceso de liberación de todos los esclavos indios5. En el norte, donde numerosos grupos mantuvieron por largos años la resistencia, se permitió hacer esclavos en determinadas circunstancias; pero era difícil justificar la esclavitud de las mujeres por su participación en la guerra, de modo que prácticamente no quedaban indias esclavas en la ciudad de México a mediados del siglo XVI. Hacia estas fechas, ya en los contratos se mencionaba el derecho a disfrutar de su trabajo por determinado número de años, a diferencia de las negras, de cuya persona disponía el propietario. Su precio de compra era, por lo tanto, muy inferior y aun hubo casos en que se deshizo la operación de venta, al demostrarse que según la ley tenían derecho a la libertad. Los precios de las esclavas indias alcanzaron durante   —140→   los primeros años un máximo, excepcional, de 1336 de oro común7. En ocasiones se celebraba venta global de minas o tierras con esclavos de ambos sexos y sus herramientas. En estos casos el precio individual era difícil de apreciar, puesto que picos, martillos, bateas y otros instrumentos podían valer tanto o más que el indio que los utilizaba8. Uxto, guatemalteca fugitiva, se vendió en 5, si bien su nuevo amo tuvo que duplicar la cantidad cuando la tuvo de nuevo en su poder. Parece obvio que el precio de una esclava de carne y hueso fuera muy diferente del de los presuntos derechos de propiedad9.

En caso de enfermedad, la esclava quedaba liberada del servicio. Una constancia notarial advertía a su dueño que no la buscase ni molestase puesto que se encontraba incapacitada para el trabajo10. Sucedió en una ocasión que la esclava abandonada a su suerte durante una grave enfermedad, se restableció, a pesar de todo, y entonces fue reclamada por sus antiguos amos. Ante la Audiencia, ella presentó su alegato mediante un lienzo pintado en el que describía su situación, la forma en que había llegado al parecer a:

... lo último de la vida, y estando ella así muy al cabo, le había dicho que se fuese a do quisiese, que hedía con la enfermedad, y la había echado de su casa [...] por lo cual era visto haberla desamparado,   —141→   y después ella había sanado con la ayuda de Dios y sin la de su ama [...] por tanto que no la tomase ni molestase más sobre ello11.



Algo más benigna fue la suerte de las mujeres indias que se ocuparon en el servicio doméstico en casa de algunos españoles o que tuvieron que hilar algodón para pagar el tributo correspondiente en mantas. Las ordenanzas prohibían que se encerrase a las tejedoras en patios o corrales, pese a lo cual hubo encomenderos que desobedecieron, y a los cuales se les recordó, severamente, que las mujeres eran libres de tejer en su vivienda y en el tiempo y forma que les acomodase12.

Las que trabajaban como sirvientas tenían derecho a percibir un salario de al menos 20 al año, que en ocasiones tuvieron que reclamar judicialmente, a la vez que exigían que se las dejase en libertad de regresar con su familia13. Por el contrario, cuando la convivencia era grata, se establecían lazos de afecto cristalizados en los legados testamentarios que algunas señoras dejaron para sus criadas14.

Los misioneros admiraron la fortaleza de carácter y la devoción de las mujeres indias recién bautizadas, de las que relataron hazañas que ellos interpretaban como prueba de su formación cristiana. Una doncella hermosa, pero de baja condición, cortejada por dos hombres al mismo tiempo, rechazó   —142→   sus proposiciones y no sucumbió a la violencia, hasta que al día siguiente «por guardarse con más seguridad, fuese a la casa de las niñas y contó a la madre lo que le había acontecido, y fue recibida en la compañía de las hijas de los señores, aunque era pobre, por el buen ejemplo que había dado y porque Dios la tenía de su mano»15.

Las autoridades virreinales fomentaron los matrimonios tempranos de los indios, con lo que atendían los consejos de los religiosos y propiciaban una estrategia de recuperación demográfica exigida por las circunstancias16. La tradición prehispánica coincidía en esto con la nueva política, de modo que fueron frecuentes los matrimonios de jóvenes entre los catorce y los dieciocho años. Algo más difícil fue desarraigar la poliginia de los señores, que la asumían como privilegio y responsabilidad, ya que siempre había sido compromiso de los nobles afianzar mediante el matrimonio las alianzas con los vecinos, y se convertía en timbre de orgullo mantener en su hogar al grupo de mujeres con sus respectivos hijos dentro del rango correspondiente. Cuando los religiosos les reprochaban su comportamiento, ellos contestaban que también los españoles tenían muchas mujeres, y al aclarárseles que aquéllos las tenían para su servicio, advertían que «ellos también las tenían para lo mismo»17.

En documentos de alrededor de 1550, correspondientes a las comunidades de Tepoztlán y Molotla, los matrimonios del común eran monógamos, mientras que dos señores de mayor rango, identificados como tecuhtli, tenían cinco esposas cada uno; otros seis o siete nobles de menor categoría tenían dos mujeres18. Estas reminiscencias del viejo   —143→   orden tardaron poco tiempo en desaparecer, no sólo por la vigilancia de los frailes sino, sobre todo, porque, carentes de tierras y vasallos, los antiguos señores tampoco pudieron mantener a una numerosa parentela. A lo largo de todo el periodo colonial, el matrimonio en los pueblos de indios fue, en términos generales, universal y temprano19.

Durante los primeros años, cuando los franciscanos alentaron ambiciosos proyectos de educación indígena, algunas doncellas indias se encerraron en casas de recogimiento, en las que sirvieron de maestras a las jóvenes que ingresaban para recibir instrucción cristiana. Una de ellas, Ana de la Cruz, doncella de Tlatelolco, fue muy apreciada por los religiosos, que recibían de sus manos limosnas para engalanar sus templos20.

En las cocinas y en los tianguis, en el lecho de los hombres, en el estrado de las mujeres o junto a las cunas de los recién nacidos, las mujeres indias que vivían en las ciudades aprendieron pronto a entender y hablar la lengua castellana, de modo que no sólo podían defenderse por sí mismas sino que acompañaban a los hombres cuando se presentaban ante las autoridades a defender algún pleito. En esas ocasiones, según cuenta Gómez de Cervantes, aunque el indio fuera muy principal, hábil y entendido:

... no aparecerá ante la justicia sin llevar consigo a su mujer, y ellas informan y hablan lo que en razón del pleito conviene hablar, y los maridos se están muy encogidos y callados; y si la justicia pregunta   —144→   algo que quiere saber, el marido responde: «aquí está mi mujer que lo sabe»; y esto en tal manera que aun me ha acaecido preguntar a un indio y a muchos ¿cómo te llamas? y antes que el marido responda decirlo la mujer; y así en todas las demás cosas; de manera que es gente que está rendida a la voluntad de la mujer21.



Junto a estas mujeres indias, pobres con decoro, trabajadoras, capaces de adaptarse a la nueva situación, que vestían el huipil como signo de su posición en la sociedad, también hubo españolas que vistieron andrajos o que aceptaron con gusto el atuendo de las indias. Éste les permitía acogerse a comunidades en las que no tendrían que sufrir al mismo tiempo la miseria y la vergüenza. Al menos fue el caso de Juana González, viuda de conquistador, pobre y vieja, que andaba «por los montes»22. Otras, igualmente miserables, vivieron de la caridad de familias españolas.




De terciopelo y damasco


No tengo yo dos sayuelos
y veo a cien mil mujeres
arrastrando terciopelos23.



La vida de las ciudades abría espacios para todas las aventuras, encubría todos los pecados y alimentaba todas las ambiciones. Las mujeres castellanas llegaban dispuestas a disfrutar la fortuna que sus padres o maridos habían obtenido, cotizaban sus cualidades en la feria matrimonial y encontraban   —145→   medios para valerse por sí mismas en caso de que el matrimonio no resolviese su situación.

La rudeza de los conquistadores contrastaba con el refinamiento de los funcionarios reales, que al menos temporalmente lograron establecer costumbres de galantería muy del gusto de algunas señoras. Durante el gobierno de la Primera Audiencia, 1528-1530, las esposas y amigas de los oidores llegaron a sentarse en los estrados de la sala de acuerdos de la Audiencia, haciendo ostensible la influencia que ejercían sobre sus galanes. El presidente Nuño de Guzmán se inclinaba por doña Catalina, la esposa del contador Rodrigo de Albornoz, quien era recompensado con propiedades y encomiendas. La esposa del regidor Villarroel era favorita del oidor Delgadillo, mientras Matienzo se inclinaba por una joven, viuda de Alonso de Herrero, que fue procesado por la Inquisición. Doña Catalina, como soberana de la improvisada corte de amor, supo sacar provecho de su posición, haciendo uso del trabajo de los indios para que le construyesen unas tiendas con cuyo alquiler aumentaba su patrimonio24.

La llegada de la Segunda Audiencia frenó aquellos excesos. Pero la capital revivió los juegos cortesanos cuando treinta años más tarde regresó a la Nueva España don Martín Cortés, el hijo legítimo del conquistador, que impuso la moda de los bailes, banquetes, juegos y mascaradas. En sus correrías nocturnas salían hasta cien caballeros, que lanzaban flores a los balcones y platicaban con las mujeres a través de las rejas o entraban en las casas a continuar la tertulia galante25.

Mucho más exigentes con el comportamiento de las mujeres de su familia que de las ajenas, los hermanos Ávila, los más allegados al Marqués, no toleraron que su hermana estableciese una relación amorosa con un mestizo, al que dio palabra de matrimonio. Tan pronto como se enteraron,   —146→   la obligaron a ingresar en un convento, obligando al novio a embarcar hacia España. Se resistió ella a profesar, hasta que la convencieron de que él había muerto. Veinte años más tarde regresó el exiliado y, antes de volver a verlo, ella se ahorcó de un árbol de la huerta del convento26.

Los tiempos turbulentos de la Primera Audiencia fueron también de inseguridad para las doncellas indias, que podían ser víctimas del capricho de los grupos influyentes. Así, el hermano del licenciado Delgadillo secuestró a doña Inés, joven principal que se hallaba interna en el recogimiento femenino dispuesto por el obispo Zumárraga27.

Para la mayoría de las mujeres, el destino deseable era el matrimonio, pero para contraer matrimonio hacía falta aportar una dote y no todas las doncellas españolas disponían de ella. Pocos de sus paisanos estaban dispuestos a renunciar a su valiosa libertad sin el aliciente de una fortuna apreciable o de una prometedora recompensa por méritos del futuro suegro. Quienes escribían a sus parientes de la Península Ibérica pidiéndoles que vinieran a reunirse con ellos, recomendaban que las doncellas se casasen en España, donde saldría más barato, y que los mozos esperasen a cruzar el océano, para conseguir una rica dote28.

Muchas indias se casaron con españoles y muchas más vivieron amancebadas temporal o indefinidamente. Las jóvenes herederas de tierras o cacicazgos, pertenecientes a la nobleza prehispánica, fueron novias muy solicitadas por los españoles, que así se beneficiaban de la fórmula legal que daba la herencia a las mujeres y la administración de los bienes a sus maridos.

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Isabel Moctezuma, hija del tlatoani, que fuera esposa de Cuitláhuac y de Cuauhtémoc, compañera ocasional de Hernán Cortés, con quien tuvo una hija llamada Leonor, fue propietaria de la encomienda de Tacuba, y casó sucesivamente con Alonso de Grado, Pedro Gallego de Andrade y Juan Cano de Saavedra. Su hermana, doña Leonor Moctezuma, casada con Cristóbal de Valderrama y encomendera de Ecatepec, adoptó con fervor la fe cristiana y las costumbres castellanas, aprendió a utilizar los recursos de la burocracia colonial y reclamó mercedes correspondientes a su rango29.

Igualmente fueron solicitadas por españoles las hijas de los señores de Texcoco, Chalco, Cuauhtitlán, las de varias cabeceras de Tlaxcala, algunas de Oaxaca y, en general, todas aquellas que aportaban al matrimonio una sustanciosa dote en tierra y tributos30. Pero, por otra parte, la posición de bienes familiares no era requisito para enlazar en matrimonio con un castellano: en el año de 1534, de los ochenta vecinos de la ciudad de Puebla de los Ángeles, treinta y ocho tenían esposa castellana, veinte estaban casados con indias y los restantes permanecían solteros o declaraban que su esposa se encontraba en Castilla31.

Durante los primeros años de régimen colonial, la muerte del marido implicaba la pérdida de la encomienda, pero a mediados de siglo se modificó la situación y fueron muchas las que heredaron pueblos y tributos, de modo que Cholula, Tizapán, Tezalco, Xicaltepec, Acayuca, Ecatepec, Tasmalaca, Pungarabato, Tlapa y otros muchos pueblos y «poblezuelos» estuvieron en manos de mujeres. Y ya que la   —148→   decisión real protegía de este modo a las viudas, al menos un marido en ejercicio de celos post mortem dispuso en testamento que su mujer perdería la herencia en tierras y dinero, en caso de que se volviera a casar32.

Aproximadamente 13% de las mujeres viudas de quienes tenemos noticia, contrajeron nupcias nuevamente, al menos una segunda vez. Y tampoco faltaron las que llegaron a un segundo matrimonio estando vivo el primer marido. Algo curioso es que cuando la Inquisición detuvo a Luisa de Vargas por el delito de bigamia, ambos maridos se pusieron de acuerdo para ayudarla a escapar33. Ana Hernández, la Serrana, corrió con peor suerte, al demostrarse que había tenido simultáneamente cuatro maridos34.

Ya que los hombres gozaban de mayor libertad y movilidad, era más frecuente que ellos resultasen ser casados dos veces. Doña Felipa de Araujo, viuda del conquistador Cristóbal de Olid, después de comprometerse a pagar 5 000 ducados como dote, pidió anulación del segundo matrimonio, al descubrir que su nuevo consorte tenía esposa en Castilla35. Doña Felipa se conformó con la recuperación de la dote; en cambio Elena de Loyola, al descubrir que su marido tenía esposa en Castilla, lo denunció ante el Tribunal del Santo Oficio36.

De los conquistadores que presentaron probanza de méritos ante la Real Audiencia, con miras a obtener beneficios, por lo menos 14% informaron que su esposa era de la región, y seguramente estarían en la misma situación otros muchos que no aportaron datos acerca de su situación   —149→   familiar. Entre las viudas de conquistador, veinticinco volvieron a casar con castellano, y de las que permanecieron viudas, quedando por lo tanto como cabezas de familia, algunas tuvieron que sustentar a hijos legítimos y naturales, propios o de sus maridos para lo que solicitaron ayuda de las cajas reales37.

Mucho menos frecuentes que los matrimonios de india y español fueron los de española e indio, pero tampoco resultan totalmente insólitos. Al menos sabemos que casaron con castellana tres descendientes de Moctezuma y, en Michoacán, otros tres del cazonci38.

Más de la mitad de los primeros conquistadores y pobladores españoles casaron con hija de conquistador, no importando el que fuera mestiza, aunque siempre se prefería que fuera legítima, puesto que así se facilitaba la herencia de privilegios. Muchas viudas, indias o castellanas, casaron dos y hasta tres veces, aportando a nuevas nupcias la herencia obtenida de los anteriores esposos difuntos.

La escasez de mujeres españolas contribuía a facilitar las nuevas nupcias de las viudas e incluso las autoridades llegaron a presionar a las mujeres que habían heredado tierras o encomiendas para que abandonasen pronto tal viudez. Juana de Mansilla, cuyo marido había ido con Cortés a la expedición de las Hibueras, fue azotada por negarse a seguir las recomendaciones de los oidores de la Primera Audiencia que la instaban a casarse de nuevo39.

La legislación y el discurso piadoso recomendaban a las mujeres docilidad y recato, pero la supuesta sumisión a la voluntad de su cónyuge podía quebrantarse cuando las circunstancias lo propiciaban. En ausencia de los hombres, atraídos por aventuras bélicas, por el señuelo del oro o por la ilusión de nuevos amores y mayores libertades, las   —150→   mujeres quedaban como dueñas y señoras de casa y fortuna. Con frecuencia figuraban como apoderadas del ausente para administrar los negocios familiares; e igualmente recibían poderes de sus padres o de otras mujeres40.

Cuando requerían de la licencia marital, podían solicitarla a los funcionarios públicos, que la otorgaban para resolver la situación. Casi siempre por necesidad, y algunas veces por despecho o capricho, mujeres casadas hacían y deshacían tratos, hipotecaban o rentaban propiedades comunes e incluso vendían bienes del marido. Doña Victoria de Salas, criolla, vendió los esclavos de su marido ausente para recuperar la dote que él administraba41, mientras que Beatriz de Cobos vendió una esclava de su propiedad para pagar deudas de él42. A veces, estando ambos presentes, ellas actuaban como propietarias o encomenderas y ellos con carácter de representantes43.




Soltería y viudez, hábitos y lutos

Pese a la exigencia de dote, no eran muchas las mujeres que quedaban solteras a lo largo del siglo XVI. Más difícil resultaba el matrimonio para las que tenían pretensiones de aristocracia, pero carecían de bienes de fortuna que las respaldasen. Éstas podían refugiarse en conventos, colegios o   —151→   beaterios, ya como monjas profesas, como sempiternas «niñas» o como recogidas o beatas, o bien permanecer «en el siglo», en compañía de algún pariente o administrando personalmente sus bienes. Las de condición modesta establecían sus propios negocios o se empleaban en el servicio doméstico o en algunos oficios.

Luisa de Torres emprendió un negocio de panadería y frutería en Taxco, en sociedad con un panadero, aportando ella 185, más su propio trabajo y el de dos indias naborías44. Las hermanas Francisca y Marta Rodríguez Magallanes administraban sus estancias en el valle de Toluca y negociaban con la venta de puercos45. Catalina Díaz, con negocio de bebidas, invertía más de mil en la compra de vinos, vinagre y jerez para su negocio46. Catalina de Velasco, hija de conquistador y con una hermana monja en la Concepción, atendía una casilla-tienda en el barrio de Tlatelolco47. Luisa Gutiérrez, morena libre, alquiló una tienda que incluía una trastienda habilitada como habitación48. Y varias mujeres que se declararon solteras dejaron algunos bienes a sus hijos naturales, o los pusieron como aprendices en el taller de algún artesano, y ocasionalmente recibieron legados o donaciones de los hombres con los que estaban amancebadas49.

Las mujeres viudas eran aún más activas que las solteras en la administración de negocios, sobre todo cuando el difunto había dejado algún comercio o taller en funcionamiento. Lo deseable en esas circunstancias era encontrar   —152→   nuevo marido, que se hiciera cargo de la empresa familiar; pero a falta de pretendientes o a sobra de edad, podía servir un yerno, en quien se depositaba parte de la responsabilidad, sin perder el control de los bienes. Doña Isabel Gómez, castellana, quedó viuda en 1580, con cinco hijos, de los que el único varón profesó en la Orden de San Agustín. El negocio del difunto, de corambres y carne de ganado vacuno, no había sido muy próspero, de modo que quedaron tantas deudas como beneficios. La señora fundó con su único yerno una compañía de cordobanes, con la condición de que el joven matrimonio residiría en el domicilio de la suegra, en el cual se encontraba también la sede del negocio. De este modo, el yerno se ocuparía de las gestiones foráneas, mientras que la viuda, siempre sin perder la dignidad y el recato propios de su edad y condición, seguiría controlando la empresa familiar. Mano de obra libre y esclava, gastos domésticos y de los talleres se mezclaron en la contabilidad, que dos años después indicaba el éxito obtenido: con un capital inicial de 14 121, al cabo de dos años obtuvieron ganancias de 6 99550.

Otra viuda laboriosa, Francisca de Cabrera, sin compañía masculina, se ganó la vida con una tienda de vinos, jamón, sebo, cera y otros productos, además de otorgar pequeños préstamos con interés51. Una mujer emprendedora, arriesgó 1 050 en la compra de catorce mulas destinadas a una empresa de arriería, que habría de transportar mercancías entre México y Veracruz52.

Ana López, quien fue maestra de niñas indias mientras su marido tenía una escuela de niños, había recogido en su hogar a varias huérfanas, de las cuales le quedaban   —153→   siete por casar cuando pidió ayuda para dotarlas53. María de Ribera, india, atendía el negocio de ropa que tuvo en sociedad su difunto esposo, del cual le correspondía la parte equivalente a 2 30054.

No siempre los maridos dejaban algunos bienes a sus esposas. Muchas tuvieron que acogerse a la caridad de los vecinos y algunas perdieron sus propiedades para pagar deudas o para cubrir el costo de las mandas testamentarias. Crispina, india del barrio de San Juan, y sus cuñados tuvieron que vender las casas que les pertenecían en común para pagar las misas que Felipe Diego, marido de Crispina, había encargado que se dijesen por su alma55. Las casadas rara vez iniciaron negocios por su cuenta, pero sí participaron en los de su marido, ya como apoderadas durante su ausencia o ambos conjuntamente. Doña Beatriz de Vera participó en una compañía de comercio. Doña Guiomar Bazán vendió cien toros de su estancia en 350. Y doña Beatriz Hernández firmó un convenio para la explotación de minas, que posteriormente fue refrendado por su esposo56. La fundación de mayorazgos se hacía conjuntamente y las obras pías estaban a cargo de las mujeres preferentemente.




A hierro y fuego

El momento en que los indios se vieron libres del hierro de la esclavitud fue también el que dio comienzo a la llegada masiva de esclavos negros. Los primeros procedían de Sevilla y se identificaban como criollos, bozales o berberiscos.   —154→   A partir de mediados del siglo, aumentó el comercio y se generalizó su presencia en las casas de las familias medianamente acomodadas. Aunque las escrituras de compra-venta tienden a evitar las descripciones negativas, que podrían devaluar la «mercancía», hay ocasiones en que el bajo precio indica que la esclava en venta era un quebradero de cabeza para su amo. Por 160 de oro común se vendió a Elvira, calificada por el vendedor como borracha y puta. Natia, vieja de origen Biafara, se traspasó en 150, mientras que Cata, de Guinea, costó 408, justa 375 y Bárbola fue canjeada por doce cargas de cacao, equivalentes a 350. También a veces los esclavos podían formar parte de un lote junto con caballos57.

La crueldad de la marca a fuego en la cara aún parece más intolerable cuando la escritura describe a la mujer como joven y de buen cuerpo, para detallar a continuación el pomposo nombre de su amo grabado en ambas mejillas. Tan frecuentes como las operaciones de venta eran las donaciones de esclavas, ya de los padres a sus hijos o de hermanos a sus hermanas, tomó dote para el matrimonio o como apoyo económico para las que quedaban solteras. Porque siempre se esperaba que la esclava trabajase, incluso fuera del hogar, para acudir a socorrer las previsibles necesidades de su ama.

Compradas, vendidas, hipotecadas y transmitidas en herencia, las esclavas-objeto intentaban obtener la manumisión, pagando con sus ahorros el precio fijado por su libertad. Bárbola, esclava de Hernán Cortés, trabajaría durante dos años en un obraje de pastelería para aprender a hacer pasteles, destinados a la casa del marqués del Valle. Transcurrido el periodo de aprendizaje, ella recibiría 130, con los cuales pagaría su rescate, más una saya, y quedaría en condiciones de comenzar a ejercer su profesión como mujer libre58. Luisa de Torres obtuvo de dos amigos el préstamo de   —155→   105 para comprar su libertad, a cambio del compromiso de servir a ambos durante cinco años. Isabelica obtenía junto con la manumisión 40 de dote «para ayuda a casalla». Y Esperanza, Biafara, tuvo que ser vendida, en vista de la reincidencia en sus escapatorias, debidas a que su marido, también esclavo, residía a cierta distancia. Su nuevo amo garantizaba la posibilidad de que el matrimonio se reuniese con frecuencia59.

El afán de libertad podía quedar frustrado por veleidades de algunos amos, como doña Leonor Andrade, que tras haber ofrecido en testamento la libertad a sus esclavos, revocó la cláusula y los dejó en herencia a sus hijos, para que continuasen en servidumbre. La norma de vender a las madres con «sus crías» podía romperse alguna vez, cuando la señora decidía quedarse con el recién nacido para ella, deshaciéndose de la madre mediante una venta que la trasladase a un lugar distante. La esposa estéril podía así acoger al pequeño, probablemente mulato, y adoptarlo como miembro de la familia, con muchas probabilidades de acertar en cuanto a los lazos de sangre60.

Los tratos comerciales con seres humanos podían llevar consigo complicaciones de muy diversa índole. Un enconado pleito entre dos familias se originó cuando un propietario hipotecó a su esclava por varios años, durante los cuales estuvo en poder de un amigo del primero. Fallecidos ambos, los herederos reclamaron la devolución, previo pago del préstamo, y protestaron al comprobar que la otra familia retenía a los cinco pequeños mulatos nacidos a lo largo de los años que duró la hipoteca. La discusión se centró en torno de los supuestos derechos de usufructo, mientras la madre quedaba separada de sus hijos61.

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Mujeres de tez blanca, negra o bronceada, encerradas entre rejas claustrales, sometidas a la esclavitud o atrapadas por convencionalismos de prestigio social, reaccionaron de tal modo que llegaron a aprovechar en la mejor forma posible los escasos recursos que la sociedad les ofrecía en busca de una vida digna, durante el siglo de hierro novohispano.








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