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De la erótica inclinación a enredarse en cabellos




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De la erótica inclinación a enredarse en cabellos

lo quinto, no toque sin causa justa a otros en las manos, rostro, ni cabeza, aunque sean criaturas, ni halague a otros animales, que con la blandura de sus cabellos suelen, no pocas, veces, causar deleites sensuales.


Tratado de la mortificación, 1778.                



A. King Kong: el pelo integral

¿Cuál es la bestia más bella (exceptuando a la ballena)? Evidentemente el gorila (hombre velludo para los griegos), bestia redimida por un beso de la bella, violador suntuoso de la calle Morgue (Poe lo perpetúa y Quiroga lo reproduce con delicuescencia acoralada), máximo exponente de la zooerastia sagrada, mejor que el cisne para Leda (niego que haya sido González Martínez quien le torció el cuello), símbolo de erótica perversidad para Kraft-Ebbing, falla de Sade y preocupación de Freud cuando fumaba una pipa encajada entre las barbas.

¿Quién supera a King Kong en esta descendencia mitológica? ¿Puede concebirse algo más sensual que un enorme monstruo enteramente cubierto de pelo? La industria cinematográfica norteamericana lo perfeccionó al confeccionarlo como rascacielo, acoplando la inmensa maquinaria, básica para ponerlo en movimiento, al país que se precia de tener las cosas más grandes del mundo, al país que todo lo mide con el superlativo: King Kong es enorme, como es enorme el tiburón que devora jovencitas y niños o el terremoto que acaba con una ciudad y con Ava Gardner. Sus afinidades con el gigantismo del discurso publicitario

HEMINGWAY ES UN CAZADOR
PERO TAMBIEN LA BESTIA

y los medios modernos de comunicación y difusión son evidentes:

King Kong tiene doce metros de alto
King Kong pesa seis toneladas y media
King Kong y su esqueleto se asientan en 950 metros de acero
y 1.400 metros de hilos eléctricos
King Kong puede hacer que sus brazos adopten diversas
posiciones
King Kong permite que su expresividad gestual sea manejada
por veinte operadores controlados a su vez por una máquina
electrónica.



-Los datos recién resumidos pertenecen a la segunda versión cinematográfica, la de 1976-.

La primera versión del King Kong es casi antropológica y fue concebida por Merian C. Cooper y Ernest Schodsack, quienes, después de visitar el África (como Hemingway) para filmar escenas de sus películas y estudiar las costumbres de los gorilas, concibieron un simio gigantesco que sembraría el pánico en las calles de una metrópoli moderna. Este fantástico ser desencadena violencias y es casi otra película -y macabra- la historia del suicidio de la mujer de Cooper después de haber matado a sus dos hijos (aquí interviene otro mito, menos poblado, el de Medea), justo la víspera de que se exhibiese la secuela obligada de la primera película, El hijo de King Kong (seguramente hijo de una bestia y no de la bella como Tarzán). Nuestro King Kong actual tiene también su secuela (¿o escuela?): El regreso de King Kong.

(lo siguiente debe entonarse a manera de letanía):

King Kong es un monstruo lascivo
King Kong persigue a las jovencitas rubias
King Kong es la venganza
King Kong es la materialización de negros que fueron linchados por el KUKUXKLAN
King Kong es el «id» realizado.



¿Puede concebirse mayor gozo erótico para una muchacha rubia limitada al desolado universo del unisex que un varón de pelo en pecho cuyo pelo recorra todo su cuerpo?

siendo el sentido del tacto el más
próximo al apetito sensitivo, es
seminario de todos los deleites sensuales,
y así es necesario mortificar los
desórdenes y abusos que acerca de él
pueda haber.



Si es sensualidad prohibida acercarse al blando pelo de un delicado animal (el gato) que despierta la concupiscencia y que la iglesia prohíbe, transgredir ese Tratado de la mortificación magnificando lo táctil como lo hacen los creadores del mito de King Kong (para deleite onírico de las damiselas de las metrópolis modernas) es recalcar lo primitivo, agigantar el grito de un discurso arcaico que se polariza alrededor de la forma espectacular que ostenta con tal violencia una desnudez poblada de cabello y una sensibilidad acrecentada hasta el delirio. King Kong resurge como su mata de pilo gigantesco destruyendo con su sola y magnética presencia cualquier tratado de mortificación que insista en desterrar el pecado del tacto, pero también como nostalgia de esa peligrosa excitación que se ha corrompido en el diario manoseo de una sexualidad pulverizada.




B. Hemingway: ¿cabellos largos, ideas cortas?

Al proponérsele a Paul Eluard la
presidencia de un cine club contestó:
De acuerdo, pero ¿pasará King Kong?


La popularidad de Hemingway había sufrido un gran descenso, si se toma en cuenta la cantidad de libros suyos que los editores Charles Scribne's Sons venden por año. Sus obras empiezan a quedar en la categoría de remnants.

Una de las razones que se alegan para esta mengua de popularidad es el excesivo machismo que troquela las creaciones de este autor de la generación perdida. Su viuda y cuarta esposa acaba de entregar, democráticamente envueltos en bolsas de supermercados, varios inéditos del novelista. Entre ellos destaca Garden of Eden, una novela comenzada en 1946, interrumpida hasta 1958, y terminada poco antes de su muerte, en 1961.

Y Jehová Dios hizo al hombre y a su
mujer túnicas de pieles, y los vistió



La importancia de esa novela edénica, centrada específicamente en la longitud de los cabellos de sus protagonistas, ofrece un gran atractivo: la constatación flagrante de que también Hemingway concebía la sexualidad como algo relativo: es decir, la posibilidad de alternar los roles masculino y femenino con sus mujeres. El signo capital de ese reconocimiento es visual y se asienta con corte exquisito en los cabellos que ambos cónyuges, los protagonistas de este jardín paradisíaco, peinan y colorean de manera idéntica para igualar su apariencia y transformar su sexo.

Y no había en todo Israel ninguno
tan alabado por su hermosura como
Absalón. Cuando se cortaba el cabello
(lo cual hacía al fin de cada año,
pues le causaba molestia, y por eso se
lo cortaba), pesaba el cabello de su
cabeza doscientos siclos de peso real



Si el signo visual de Norteamérica ha ido determinando una sexualidad única donde hombres y mujeres pueden ser intercambiables, definiendo una política del sistema de la moda; si parte de la cultura del show business ha subrayado la necesidad de acentuar rasgos femeninos en ciertos cantantes pop (David Bowie, Alice Cooper, Elton John, ahora Travolta con sus fiebres), y si el teatro y el cine han trabajado con diversa profundidad y clase el tema de la homosexualidad, el corolario lógico es calcinar el mito del machismo y para hacerlo es útil alterar el estereotipo de una de las figuras clásicas del siglo, el cazador, guerrero, amante empedernido Hemingway, violador del Kilimanjaro, matador de leones (efigie orgullosa al lado de su presa, taxinomista feliz), cazador de mujeres (y coleccionista), apasionado del toreo: ataviado con barba larga que causaba estremecimientos en las jovencitas románticas (estilo Ingrid Bergman con cabellos muy cortos). Su cuarta esposa, testigo fehaciente y actuante de la virilidad de su famoso esposo, contribuye a derribar el mito para crear otros y ofrecer en empaque (también mítico) varios manuscritos que equivalen a la cabeza de Sansón después de que Dalila, mañas arteras, lo hubo despojado de sus cabellos.

Nunca a mi cabeza llegó navaja;
porque soy nazareo de Dios desde el
vientre de mi madre: Si fuese rapado, mi
fuerza se apartará de mí, y me
debilitaré y seré como todos los
hombres.



Hemingway con el pelo cortado a la garçon se convierte en garzona y junto con su mujer, con el pelo cortado como él, completan la pareja hermafrodita, remodelando así el esquema clásico que curiosamente subraya una de las transformaciones visuales más típicas de las últimas décadas: los diversos cortes de pelo con sus distintos largos, acentuando la importancia que ha tenido siempre y para varias culturas el cabello.

Kojac, Yul Brinner y Tarzán son la
excepción a la regla de la virilidad y se
enfrentan con sus rapadas cabezas a
Sansón.



RECUERDE QUE LO PRIMERO QUE SE VE
ES SU CABELLO

La mujer, animal de ideas cortas y
cabellos largos (como los apóstoles).



¿Cuál es la verdadera imagen de este escritor? ¿La del «macho» tradicional que tanto sus novelas como el cine y hasta sus hermosas nietas, engendradas al calor de una botella de champagne, fomentan? ¿La última que recompone un manuscrito desconocido, entregado por su viuda, Mary, junto con dos manuscritos más, también inéditos, a la biblioteca John F. Kennedy, de Massachussets, aún no construida? El manuscrito de Garden of Eden, aunque no revisado del todo (ni publicado), fue rehecho a finales de 1958. Su heroína, Catherine, quiere convertirse en hombre y pretende que el héroe, David, se vuelva mujer. Esta transformación se produce debido a la longitud de los cabellos de los protagonistas y a un ideal de androginia. La pareja, en viaje de bodas, conoce a otra pareja joven, Nick y Bárbara, perseguidos por la misma obsesión de alternar sus funciones sexuales. Catherine corta sus cabellos para parecerse un muchacho y emular a su marido, y Nick se deja crecer el pelo para ser idéntico a Bárbara. Muchos de los datos incluidos en la novela tienen correspondencias biográficas con Hemingway y sus dos primeras esposas; aún más, en el libro que publicara hace poco la última mujer de Hemingway, How it Was, se incluyen unos diálogos que aclaran el manuscrito que me ocupa. Así, gracias a ese inédito, e1 típico he writer norteamericano, conocido como Ernest Papa Hemingway, corre riesgo de convertirse en un she writer, Ernest Mamma Hemingway. Lo anterior no tendría la menor importancia, o si acaso la de un chisme, si no actuase a nivel de la gran industria publicitaria que en torno a la figura del novelista construye, década, una nueva leyenda, a imagen y semejanza de la generación que le propone.

Aquí cabría incluir el libro de Mary Hemingway, ya mencionado, y la biografía llamada Papa, escrita por el hijo menor del novelista, Gregory, recién filmada y distribuida en los Estados Unidos, y la versión fílmica de a obra póstuma del escritor Islands on the Streams.

Y el Espíritu de Jehová vino sobre
Sansón, quien despedazó al león como
quien despedaza un cabrito.



A su debido tiempo su capilaridad dio origen a calumnias:

En 1933, Max Eastman publicó un artículo en The New Republic, asegurando que Heminway no «era un verdadero macho» porque «usaba pelo postizo en el pecho». Algunos años más tarde, Hemingway encontró a Eastman por casualidad: descubriose y mostró la falsedad de la calumnia; luego, abalanzándose sobre su enemigo, lo tiró al suelo, le abrió la camisa y mostró su torso flagrantemente lampiño; ambos escritores terminaron el sainete llamándose mutuamente impotentes y un comentarista agregó: «Su imagen sufrió un gran deterioro».

¡Qué hombre!, dijo una joven cuando
el mono forzó la gran puerta de
cedro en la isla.



GRACIAS A LA LANA EL HOMBRE
ELEGANTE SE PROTEGE DEL FRÍO Y LUCE

King Kong: reproducción desmesurada
y bastante exacta en las características
de lo que se cree debió ser el
antropopiteco, según las teorías
darwinianas.






C. El cabello como strip tease

Los varones de pelo en pecho miran a las mujeres de larga cabellera desparramada sobre los hombros, o detenida con un broche. La mujer fatal que recorre la agonía romántica, esa hermosa mujer, la belle dame sans merci de Keats, recoge en el cabello una verbalización que se evade, una palabra que no toca el cuerpo, una intimidad que lo desnuda al anticiparla con los cabellos. Efrén Rebolledo, mexicano y poeta modernista, empieza a revelar el cuerpo, y los cabellos, morbosamente largos; cubren la desnudez al tiempo que la marcan, descubriendo la sensualidad que deja caer vestiduras con un strip tease verbal cuyo primer ropaje desgarrado es el cabello.


Corre los cerrojos de tu alcoba
quita el broche que sujeta tu vestido
y acurrúcate en tu cama de caoba
como el pájaro en el hueco de su nido.
Desentierra tu peineta y tus horquillas
y desata tu cobriza cabellera
que desciende por tus hombros y mejillas
cual virutas de balsámica madera.



El pelo es una metonimia rigurosa: Al desatar los cabellos de su amada el poeta la descubre entera, desnuda sobre su lecho. Desgarra la vestidura y abre la verbalidad cancelando un pudor que ha dejado en suspenso cualquier palabra que desnude brutalmente lo sexual. Efrén Rebolledo parece ser el único modernista mexicano que se atreve a describir carnalmente la sensualidad, «esos pecados suntuosos» a los que se refería Octavio Paz al hablar de José Juan Tablada. La red de sugerencias que el cabello teje desde los tiempos bíblicos cuando Sansón perdía la fuerza al perder los cabellos, vuelve a enmarañar una poesía que revela, subrayándola, su relación con lo romántico. Rebolledo convoca a Hoffmann y, a través de Hoffmann, al vampiro cuando inicia un poema así:


Tengo miedo a ese murciélago con las alas extendidas
que en rico artesonado pone un triángulo luctuoso
produciendo escalofríos en tus formas ateridas
y llenando nuestras almas de terror supersticioso.



El estremecimiento del delirio que la morbosidad simbolista recarga, encuentra de nuevo viejas imágenes que el siglo XIX manosea sin reparos: una zoología erótica se sustenta en ellas y del vampiro pasamos al visitado cuervo que Poe lanzara a volar por los poemas nocturnos que en Colombia rozan el hombro de María y cargan de música de alas las noches de José Asunción Silva.

NO PODER SER EL CUERVO MÁS NEGRO
QUE LAS ALAS

Cuervo: (Diccionario de la Real
Academia) Pájaro carnívoro, mayor
que la paloma, de plumaje negro con
visos pavonados, pico cónico, grueso y
más largo que la cabeza, tarsos fuertes,
alas de un metro de envergadura, con
las mayores remeras en medio, y
cola de contorno redondeado.
Cuervo, Rufino José (Diccionario
Larousse): erudito filólogo
colombiano, nacido en Bogotá en
1844, muerto en París en 1911.
Cuervo Quoth the Raven.
«Nevermore»

Tequila Cuervo ¡de acuervo!



TENÍA EL CABELLO MÁS NEGRO QUE
LAS ALAS DEL CUERVO

Y luego aquella cabellera de un color
negro como plumaje de cuervo,
brillante, profusa, rizada, y que
demostraba toda la potencia del
epíteto homérico, «¡jacintina!»
[...] y eran una [...]
y eran una,
y eran una sola sombra larga
y eran una sola sombra larga [...]




C. 1 Rebolledo se suelta el pelo


Me acobarda verla mata de tu pelo tumultuoso
que despliega sus crespones, enlutando tu belleza
y en los hombros se divide, cual si un cuervo tenebroso
extendiera sus dos alas al posarse en tu cabeza



(también hay un cuervo marino, con
plumaje de color gris obscuro [...]
este pájaro no es de tan mal agüero
como el otro, por tanto su
sensualidad no es manifiesta)



La mujer desnuda sobre el lecho, cubierta de cabellos que le sirvan de ropaje para cubrirla y descubrirla al influjo de una verbalización, se maneja ahora como necrofilia, presente ya desde la aparición del vampiro, mito resucitado por la delicuescencia romántica y manejada por Rebolledo dentro de una totalidad que parece reiterar su origen:


¡Cuál me espanta ver tu cuadro que parece el de una muerta!
¡Cuál me asustan los rumores que perciben mis oídos!
y el enorme mastín pardo que vigila ante tu puerta,
y estirándose en la alfombra, lanza lúgubres aullidos.



La insistencia en descubrir esos influjos es traidora sin embargo: Rebolledo la troquela para velar con la palabra conocida una imagen que violentará el discurso erótico atravesando la sensualidad con el reflejo de ese «agudo rayo blanco», para luego condensarla, nítida, pero también retorcida, en la capilaridad del pubis en la que el verso se detiene para aislar ese desgarramiento tantas veces reiterado en el poema, redondeando la imagen inicial:


En la calle lanza el viento su gemido de amargura
tus tapices se conmueven con extrañas sacudidas,
y en la esfera de tu vientre, profanando tu blancura
está el fúnebre murciélago con las alas extendidas






C. 2 Rebolledo corta pelos en el aire

Efrén Rebolledo y Federico Gamboa son contemporáneos. Ambos pasan la mayor parte de su vida en pleno porfiriato, ambos lo sobreviven y transcurren por la revolución. Gamboa no vuelve a producir novelas desde que el régimen, del que ha sido diplomático, es derrocado.

Rebolledo, también diplomático porfirista, escribe varias obras después de la revolución; entre ellas La salamandra, novela erótica. Gamboa es conocido, sobre todo, por Santa, la novela de una prostituta, libro que alcanza varios tirajes que llegan a 60.000 ejemplares en vida del autor; Rebolledo se contenta con tirar sus libros en ediciones de 500 ejemplares, y Villaurrutia lo reedita también modestamente hacia los años 30. Santa fue una novela célebre (en México); La salamandra es una novela desconocida, aún ahora.

Rebolledo verbaliza el cuerpo; Gamboa lo fragmenta. La apertura verbal de Rebolledo

PARTIR EL CABELLO EN TRENZAS

SE INICIA CON LA SEPARACIÓN DE LOS LARGOS CABELLOS DE LA MUJER QUE ESPERA en el lecho, y se termina con la descripción inusitada de una parte del cuerpo femenino, antes oculto pudorosamente por la palabra o desnudado estatuariamente para perfeccionar a la naturaleza.

Entonces fueron abiertos los ojos de
ambos y conocieron que estaban
desnudos; entonces cosieron hojas de
higuera, y se hicieron delantales [...]



Cuando Rebolledo cubre doblemente con la oscuridad del vampiro «la esfera del vientre» de la amada

EXISTEN LAS HOJAS DE PARRA PARA
LAS ESTATUAS

ha pintado como Modigliani un cuerpo subversivo que lo exila de los salones de la moda. Pintar una mujer desnuda y pintarla tal como es, sin dejarla marmórea como las estatuas clásicas, o

La maja desnuda de Goya enuncia
púdicamente su dorado vello.



cubrirla púdicamente con la hoja de parra que ha velado con su impudicia la aparición de un vello cuidadosamente cancelado, se convierte definitivamente en un acto de provocación.

El escándalo con que Modigliani es expulsado de la notoriedad, mientras vivió, se equipara al escándalo con que Rebolledo es ninguneado. Y este ninguneo se apareja a una capacidad pictórica que mediante la palabra carnaliza enteramente. Es curioso que la mayor parte de la obra de Rebolledo haya sido publicada en la década del 10 al 20, es decir, en plena conmoción revolucionaria, y es significativo que Villaurrutia haya intentado darlo a reconocer en 1939.

Gamboa es un Pigmalión lascivo, pero cuando se enfrenta a los «pudores» de su tiempo y a su propio y ferviente catolicismo, reprueba a Santa fragmentándola como castigo. Santa es descrita por vez primera cuando es preparada para aparecer como «pupila» de una casa no santa con estas palabras de su narrador:

Una maniobra decente, vigilada y aplaudida por Elvira, que no apartaba la vista de su adquisición y que con mudos cabeceos afirmativos parecía aprobar las rápidas y fragmentarias desnudeces de Santa: un hombro, una ondulación del seno, un pedazo de muslo; todo mórbido, color de rosa, apenas sombreado por finísima pelusa oscura. Cuando la bata se le deslizó y para recobrarla moviose lentamente, una de sus axilas puso al descubierto, por un segundo, una mancha de vello negro, negro [...]



Un arraigo inglés al saber que estaba
escribiendo sobre cabellos, me
sugirió que escribiera también sobre
el armpit. Su pronunciación
cavernosa me impide entrar en
pormenores tan abismáticos, sobre
todo tratándose de partes nobles como
el sobaco.



Y en ese deslizarse fraudulento -y extático- de la palabra que nos ofrece fragmentada a Santa y que detiene «su desnudez pecaminosa» en los puntos suspensivos con que el pudor le cierra la boca al novelista, vislumbramos el sexo que con apariencia de pudor y con hipocresía el mismo Gamboa escamotea.

Dentro de su textualidad, Rebolledo va desvistiendo a la mujer, primero de sus cabellos para luego reintegrarla a ellos, pero en ese movimiento literario, en la acción con que el cuerpo se desnuda o se puebla de cabellos, reiteramos una subversión que los contemporáneos de este poeta nunca toleraron, disfrazando su intolerancia de desprecio.




C. 3 Capilaridad diplomática

El cabello enlutado de las japonesas preocupa a nuestro poeta que, en Nikko, ha narrado su aventura diplomática en ese país de Oriente.

Miro el cuerpo desnudo de la señorita Nieve que es todo gracia, contraponiéndolo al cuerpo de la mujer occidental que es todo plástica; demoro mis ojos en el bello kimono azul [...] y contemplo la mata de su pelo que bajo el rústico sombrero

la mata de pelo de King Kong es
gigantesca y oriental.

cae descogido sobre sus hombros. sintiéndome fascinado por la cascada de hebras lisas y abundosas, que es más negra que las lacas antiguas, más negra, pero mucho más negra que la tinta China con que la mano delicada de la Señorita Nieve traza sobre el papel de arroz las elegantes sílabas del hiragana.



(Yo [...] tomé pronto las maneras de las
cortesanas [...]: las cejas depiladas se
reemplazan por un grueso trazo negro;
la cabellera es un gran shimada cuyo
chongo no contiene la pequeña tablilla
de madera y se liga de manera invisible
por un cordón de papel takenaga
replegado [...] Los cabellos sueltos
sobre la nuca no son tolerados en
absoluto y hay que depilarlos para que
se igualen al resto[...]
Vida de una amiga del placer,
Ihara Saikaku.



El pelo convoca en Rebolledo la imagen de la corporeidad total. Y del pelo enlutado se pasa a las comparaciones:


Tu cintura es más endeble que un arbusto,
no se esparce tu enlutada cabellera,
son muy tímidas las curvas de tu busto
y muy sobria me parece tu cadera.



La mujer occidental desata su cabellera y su cuerpo aparece carnalizado y voluptuoso,

Rapunzel soltó su cabellera desde la
ventana de la torre y el caballero subió
hasta ella [...]



la japonesa oculta su sensualidad que se guarda delicada y ritual como en las danzas de las gueshas (sic)


Una guesha de tocado recogido con prolijas
elegancias, templa y templa sonriendo el oriental
chamicén de largo cuello, piel de gato y tres clavijas,
que batiendo con el plectro lanza notas de metal.



Los dos estilos de vida, los dos mundos, Oriente y Occidente, se reflejan para Rebolledo en dos formas de lucir el cabello, en dos formas de arreglarlo. Es decir, su comparación se matiza con las sinestesias clásicas del modernismo en una imagen visual que se confunde con lo táctil. El chamicén, instrumento que acompaña la danza oriental, se transforma en un cuerpo por su largo cuello, y el cabello se desparrama por la «piel del gato» propicia a la sensualidad:

Y Jehová Dios hizo al hombre y a su
mujer túnicas de pieles, y los vistió.



las dos culturas se enfrentan dislocando su continuidad por una agresión visual.

Hay entre nuestras razas un insondable abismo
y allá en el occidente disuena su kimon.



ahora de moda como la cabellera oriental



La cabellera negra de la japonesa se esconde en el tocado cancelando su sensualidad; en cambio, la mujer que el exotismo modernista invoca se convierte, gracias a su cabellera esparcida, en la mujer fatal, en la Medusa, en el mito de la belleza que calcina:


Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos
por tus cándidas formas como un río
y esparzo en su raudal, crespo y sombrío,
las rosas encendidas de mis besos.
En tanto que descojo los espesos
anillos, siento el roce leve y frío
de tu mano, y un largo calosfrío
me recorre y penetra hasta los huesos.



La mujer fatal es sombría como su pelo, por lo que Rebolledo inicia otro peregrinaje diplomático que lo lleva ahora a Noruega y, ya en ella, a las nieves clásicas asociadas a los cabellos rubios, con los que intenta la liberación del estereotipo; sin embargo, lo repite como ya lo había formulado el romanticismo mexicano en Clemencia de Ignacio Manuel Altamirano, contrastando los dos tipos de belleza por el color de sus cabellos.


Otra vez me dirijo hacia tierras ignotas
y miro, siendo presa de encontrados anhelos,
pañuelos que parecen palpitantes gaviotas
[...]Ayer, en el Japón de encantos tropicales[...]
hoy es Noruega, donde las auroras boreales
iluminan la nieve de inviolada blancura.



Las «hadas de blando pelo» parecen desencantarlo y en un trineo Rebolledo puede, «osado», besar una «trenza dorada», para travestirse, como en los cuentos de hadas, en el príncipe azul que va con su consorte al reino «donde siempre vivieron felices»

(como Rapunzel, la del rubio y
larguísimo cabello)



Robert Browning doma a las damiselas rubias.


That moment she was mine, mine, fair,
Perfectly pure and good: I found
A thing to do, and her hair
In one yellow string I wound
Three times her little throat around,
And strangled her [...]



Nada hay más hermoso que la muerte
de una mujer rubia.






C. 4 Cabellos que matan

La idealización maniquea que escinde a Rebolledo, al tiempo que los cabellos descubren un cuerpo y lo matizan de coloraciones encontradas donde lo blanco y lo negro se integran a la luz o a las tinieblas, nunca lo libera. De regreso a México la imagen de la mujer fatal, de la diabólica que perseguía a Barbey d'Aurevilly, se cristaliza en el amor pasión de una salamandra, una mujer «monstruosamente coqueta», una mujer «tan fría que con su contacto extingue el fuego». Esta mujer que opone fuego a hielo repite los estereotipos del barroco y agiganta las contradicciones simbolistas.

Admírase de que Flora, siendo toda
fuego y luz, sea toda hielo.



Elena Rivas, la belleza fatal, está a caballo entre el porfiriato y la aristocracia revolucionaria: hija de un acaudalado hacendado porfirista que pierde la mitad de su fortuna con la revolución, Elena, «siguiendo su espíritu aventurero», se casa con un militar revolucionario que aumenta su riqueza. Se divorcia, para escándalo de sus padres, «causando la estupefacción de la sociedad metropolitana, que se mantenía encasillada en las costumbres de tiempos de los Virreyes». Esta bella diabólica asusta a una metrópoli aún provinciana y se adereza con todos los encantos de las mujeres célebres: es semejante a las apasionadas mujeres que Stendhal amara; y se adorna con la fascinación del «súcubo hechicero y alucinante que se llamaba Pina Menicheli».

Evidentemente esta criatura tiene «pelo tan negro como una japonesa, pero más fino, ligeramente ondulado en vez de ser liso y mucho más abundoso».

Así presentada y equipada con una armazón de figura literaria y beldad cinematográfica de cine mudo, Elena -nótese el clásico nombre fatal- decide atrapar al poeta Eugenio León (Efrén Rebolledo), que ha escrito era versos proféticos:


Y una espesa mortaja, una fúnebre ajorca
es tu lóbrego pelo; más tanto me fascina
que haciendo de sus hebras el dogal de una horca
me daría la muerte con su seda asesina.



Y Elena, convenientemente acostada sobre la piel de un felino salvaje, se decide a trocar el condicional por el presente:

No está mala esta poesía, sobre todo la última estrofa, y es una muerte digna de un poeta. Yo haré que poniendo en práctica esta idea realice su más bella obra de arte.



Semejante a las arañas que «tejen su tela» para atrapar al macho, la bella Elena organiza teatralmente su capilaridad para poner en marcha las recetas que De Quincey ha cuantificado en su conocido ensayo Del asesinato como una de las bellas artes.

En una exposición de bellas pinturas de Rutilio Inclán, quien dedicó sus contados años al arte, en un medio ingrato donde el artista no es aguijoneado por ningún estímulo, Elena seduce al poeta.

La poesía dedicada, según el poeta León, «a una Armida certera e irresistible que no existe sino en la isla de mi fantasía», se transforma gracias al «influjo» de una «cabellera más suave que las sedas de China» en «una fúnebre ajorca», donde realidad y metáfora se confunden.

Cortándose como Sansón los cabellos para integrarse a Dalila y «desprendiendo las últimas horquillas de carey y de oro que los sujetaban, Elena dejó en libertad sus cabellos que se despeñaron por su espalda, silenciosos y pesados como un niágara negro», y después del enorme sacrificio y con «deleite digno del Marqués de Sade», se aleja para permitir que la red que ha ido tejiendo «más negra que el Infortunio, más helada que la muerte» acelere la destrucción del poeta.

Medusa tenía serpientes en lugar de pelo,
inmensos dientes, lengua aguda y un
rostro tan horrible que quien la miraba
quedaba petrificado de horror
Cuando Perseo la decapita surge de su
cuerpo cercenado Pegaso, el alado
caballo [...]



Con la doble metaforización que repite el camino recorriendo el anverso y el reverso de su trama, Rebolledo asesta el último golpe a una sociedad que siempre desconoció su sensibilidad y se convierte en esa salamandra «que no era ni macho ni hembra» y que diabólicamente lo asesina.

¿qué es la masa inerte de King Kong
derribada en el suelo?






C. 5 La cabellera de gualda

¿A qué se debe que Efrén Rebolledo, nacido en Actopan, of all places, haya cultivado un discurso erótico de cuerpo presente en la verbalización?, y, ¿por qué ese discurso erótico se llena como algunos dibujos de Diego Rivera -confrontar el de Lola Olmedo o uno de los muchos de Lola Olmedo- de capilaridades suntuosas que en lugar de vestir el cuerpo lo desnudan totalmente?

Quizá debamos añadir algunos ejemplos y dejar que hablen por sí mismos: Salvador Díaz Mirón, por su parte, suele ver el cabello a manera de ejemplo: «En la rama el expuesto cadáver se pudría [...]/La desnudez impúdica, la lengua que salía/ y alto mechón en forma de una cresta de gallo,/Dábanle aspecto bufo [...]» o en «De Idilio» aparece una pastora «Vestida con sucios jirones de paño,/descalza y un lirio en la greña[...]» De estos cabellos sucios, patibularios, emana otro tipo de concepción que contrasta con la tradicional en el que también Díaz Mirón los acaricia al galope: «Y como crin de sol barba y cabello».

El modernismo suele pasearse, antes que Rebolledo, por el cabello. Arranquemos algunos pelos: En el Ismaelillo José Martí maneja los cabellos con desaliño: «cuando el cabello hirsuto yérguese y hosco,/cual de interna tormenta/símbolo torvo [...]» Luego lo vemos escribir en los cuentos infantiles para la revista La edad de Oro, y, en «La muñeca negra», uno de los rasgos sobresalientes de la anécdota es la cabeza despojada de cabellos de la muñeca preferida frente a otros juguetes; «Hay visitas, por supuesto, y son de pelo de veras [...]» Pero frente al pelo de «veras» está el ausente pelo de la desprotegida muñeca Leonor con la que la niña Piedad habla: «¡Mamá mala que no te dejó ir conmigo, porque dice que te he puesto muy fea con tantos besos, y que no tienes pelo, porque te he peinado mucho! La verdad, Leonor; tú no tienes mucho pelo; pero yo te quiero así, sin pelo». Pero también es verdad que Martí piensa como la madre de Piedad y no soporta las cabezas sin pelo, su imagen de la mujer es como la de Rebolledo con «Tu cabeza de negra cabellera», y esa cabellera ha de ser espesa y larga, aunque no coincida con el color. Por eso Martí versifica:


Mucho, señora, daría
por tener sobre tu espalda
tu cabellera bravía,
tu cabellera de gualda:
despacio la tendería,
callado la besaría.



Y sigue como Diego Rivera si hubiera de verdad desnudado a su modelo:


Por sobre la oreja fina
baja lujoso el cabello
lo mismo que una cortina  65
que se levanta hacia el cuello
La oreja es obra divina
de porcelana de china [...]



Y como Rebolledo continúa, pero Martí sólo con el deseo:


Mucho, señora, te diera
por desenredar el nudo  70
de tu roja cabellera
sobre tu cuello desnudo;
muy despacio la esparciera,
hilo por hilo la abriera






C. 6 La poblada cabellera de Carlos Pellicer

En un ensayo que Monsiváis le dedica a Pellicer, se ostenta 36 veces la cabeza ilustre del poeta en la portada. La cabeza completamente calva determina la mirada. Y las palabras de Daniel Cossío Villegas citadas por Monsiváis lo describen así: «[...] y había que ver el espectáculo que domingo a domingo daba, por ejemplo, Carlos Pellicer. Su cuerpo bajo y menudo, aun su cabeza, entonces con una cabellera bien poblada, no podían darle la estampa de sacerdote; pero sí aquella voz...»

Tal pareciera que su cabeza hubiese ido despojándose de cabello para acoplar la voz al aspecto y al desnudarse subrayar la imagen:


Y el mar se desmelena tocando su divino
concierto matinal en sus floridos pianos.



La «huelga de adjetivos» que «paraliza el tráfico en sus versos» ha despoblado su cabeza de cabellos y nos ha dejado una cabeza enteramente limpia, sacerdotal en su calvicie. El despojo que enaltece permite castigar la forma y Vasconcelos lo asienta: «Poeta de la belleza -como Darío, a quien no por eso falta sentimiento-, Pellicer posee el decoro de esa escuela de expresión que busca en la forma un molde que la idealiza y depura».

Colores en el mar y otros poemas de 1921 nos muestran al poeta aún encabellado y por eso mismo faunesco:


Como fauno marino perseguí aquella ola
suelta la cabellera y el talle azul-ondeante.
Como fauno marino nadé tras de la ola
que distendió sus líneas como hembra
jadeante
El sol ya estaba viejo, pero era un rey
que aburrido aquel día de bañarse en el mar,
se embarcó en una nube
y apenas si tenía algo qué recordar...
Yo perseguí la ola pensando que la hora
miedo había en la ola musculada y sonora,
pero como avanzara yo sobre el litoral,
la ola arqueando ímpetus se retorció en la arena
dejando en mi lascivia tres algas por melena
y una gran carcajada de espumas de cristal [...]



Al sátiro que se enfrenta al sol, rey viejo, ya empiezan a sobrarle los cabellos: «tres algas por melena» y la cabellera pasa, total, a la naturaleza, y, en especial, al mar; «y el mar se desmelena».

En Colores en el mar las imágenes de cabellos siguen poblando el espacio: veamos «Recuerdos de Izá» (un pueblecito de los Andes)


Como amenaza lluvia,
se ha vuelto morena la tarde que era rubia.



Piedra de Sacrificios, una «Elegía», describe a México como si fuese doncella, siguiendo la tradición de López Velarde:


Le he visto todo el cuerpo a la doncella.
Tiene
las espaldas atléticas. las rodillas de nieve.
Y selváticamente levanta las pestañas.



Y antes la doncella es vista en su interior:

Tiene oro en los riñones y petróleo en las venas [...]



Y en ese mismo año, en «Seis, siete Poemas» reitera, colocando los cabellos fuera:


Déjame un solo instante
cambiar de clima el corazón [...]
dispersarme en la orilla de una suave devoción,
acariciar dulcemente las cabelleras lacias
y escribir con un lápiz muy fino mi meditación.








D. 1 Literatura púdica y literatura dependiente

El romanticismo fue erótico pero negó su eroticidad silenciándola. Sin embargo es posible encontrarla dentro de los intersticios tipográficos de las novelas que pasaron la censura tácita de las imprentas contemporáneas. María de Jorge Isaacs es una novela colombiana de un romanticismo a veces lacrimoso entregado a la luz pública en 1867. Pasa por ser una novela casta y trasnochada que reproduce una atmósfera creada en Francia años atrás y que lee con avidez, inserta dentro del mismo texto, la historia de Atala que Chateaubriand contara al iniciarse el siglo. Según esta perspectiva sería apenas una novela romántica que muestra en sus páginas impresas la historia de una dependencia y los estremecimientos manoseados de varias generaciones de lectores europeos. Su único valor, según la tradición crítica que nos conforma, residiría en el marco que al tiempo que la encuadra, la limita: la naturaleza americana que habían cantado, al despuntar el siglo, el venezolano Andrés Bello en su «Oda a la Zona Tórrida» y el cubano Heredia en «El teocalli de Cholula». María sería una continuación exuberante y voluptuosa -sin quererlo y sin saberlo- del romanticismo, un presentimiento puro del erotismo exacerbado de nuestro modernismo, primera instancia que rompe nuestra sujeción a la lengua madre, la que nos fue impuesta como un mecanismo de poder, sellándonos, y como símbolo de la conquista, junto con la religión católica. María es una judía conversa y su enamorado, Efraín, la ama castamente, jamás la llega a nombrar entera, a verbalizar su cuerpo, que permanece siempre oculto en un ritual vestimentario mediante el cual su enamorado la contempla, definiendo en las palabras que explicitan la contemplación un escamoteo erótico y un sistema de la moda. María apenas tiene pies, manos, cuerpo, pero ostenta un guardarropa de sedas, tules, muselinas, encajes y colores pasteles que destacan frente al salvaje color de la naturaleza tropical y, por ello mismo, sexualizada.

María es un signo puro enmarcado por un signo impuro. Es una sexualidad ausente enfrentada a una sexualidad perversa, agigantada, maligna, la que habrá de producir una vorágine en esa región colombiana, años más tarde, y escrita también, según los críticos, siguiendo un modernismo trasnochado. Así parecen perseguirse varios símbolos que se marcan como signos y que pueden continuarse hasta Cien años de soledad.

Una sexualidad visual, cálida, vigorosa, sensualidad natural, a veces traidora, que contrasta con la contención de la sensualidad de los cuerpos que se destacan en el marco natural.

El pudor de María «es como el de un ángel», subraya Efraín-Isaacs, pero su pudor tantas veces realzado en el discurso narrativo, naufraga en ciertas escenas impúdicamente silenciosas, subrayando la violencia interior que, exteriormente, se muestra nada menos que con una cacería de tigres. Oculta bajo el mosquitero, o bajo los suaves textiles que encubren un cuerpo femenino, está implícita, como escrita con tinta invisible, y esperando que se la descubra, toda una codificación de nuestra literatura que únicamente aguarda que se la descifre para acabar con la dependiente noción de dependencia.




D. 2 María: un beso de tus cabellos

La castidad de los amores clásicos de Efraín y María se mantiene con pudibundez y discreción aparentes: los escamoteos amorosos de los personajes se matizan debido a la intervención incestuosa de otros miembros de la familia de Efraín que hacen de la relación de la pareja una relación tribal.

El amor de Efraín por María se ha declarado y se ha aceptado. Los jóvenes han recibido permiso para casarse ¡después de que Efraín termine su carrera de medicina en Europa! La complicidad amorosa debe manifestarse por signos ocultos que permitan afirmarla y sellar su afirmación carnal. Esa carnalidad se disfraza y se soslaya como se emboza la carnalidad de los esposos cristianos mediante la sábana que cubre el cuerpo de la mujer, que sólo se acerca al cónyuge por un tajo intermedio practicado en el género.

María y Efraín intercambian cabellos al tiempo que María le confecciona calzones a Juan, el hermanito de Efraín. La ceremonia es equívoca, tanto por el tipo de confección como por los juegos sexuales de los enamorados, que utilizan al niño como «inocente» intermediario: «Juan se puso en pie sobre el sofá, entre María y yo, para hacerme admirar sus lindos calzones [...]» Efraín coquetea con María y el riño participa activamente en el juego amoroso. «Abrazome dándome un prolongado beso, y asido al cuello de María, quien volvía al rostro para esquivarle los labios, la obligó a recibir idéntico agasajo» y por si no bastase este beso en los labios que por interpósita persona menor se han dado los amantes, Isaacs añade la nota sacrílega: «Se arrodilló (Juanito) donde había estado en pie; con las manos juntas rezó devotamente el "Bendito" y se reclinó soñoliento sobre la falda que ella le brindaba».

El celestinaje del niño parece terminar en ese momento, pero en realidad señala con «decencia» su comercio pues el niño «aún no tiene sexualidad», porque Freud todavía no la señala y menos en Colombia. Los calzones y las faldas conspiran con el pelo: después del devoto rezo que hace dormir al niño, María le ofrece a Efraín un rizo de sus cabellos:

Noté que la mano izquierda de María jugaba con algo sobre la cabellera del niño, al paso que una sonrisa maliciosa le asomaba a los labios. Con una rápida mirada me mostró entre los cabellos de Juan el bucle de los que me tenía prometidos; y ya me disponía yo a tomarlos, cuando ella, reteniéndolos, me dijo:

-¿Y para mí?... tal vez sea malo exigírtelo.

-¿Los míos?- le pregunté.

Significome que sí, agregando:

-¿No quedarán bien en el mismo guardapelo en que tengo los de mi madre?



No contentos los amantes con entrometer al niño y nombrar a Dios en vano -pues que es para el amor- aparece ahora la madre de María, la judía no conversa, de la que sólo quedan algunos cabellos, cabellos que se vivificarán con los de Efraín sellando el pacto y subrayando la tribalidad de este tipo de amor.

En el guardapelo se concentraban los
deseos y a la vez todos los fetiches.






D. 3 El bucle impuro

El autoritarismo tribal que rige la casa del protagonista de la novela romántica más famosa de América se marca en todos los niveles de la trama. La interferencia del padre es total y determina los modelos amorosos y las reglas del juego, aunque éstas se definan como un escamoteo que permitiría burlar las jerarquías. Ya lo advertía yo en el «triángulo inocente» que se forma entre María, Efraín y Juanito, el hermano menor de la familia. «En la mañana siguiente tuve que hacer un esfuerzo para que mi padre no comprendiese lo penoso que me era acompañarle en su visita a las haciendas de abajo. Él, como hacía siempre que iba a emprender viaje, por corto que fuese, intervenía en el arreglo de todo, aunque no era necesario, y repetía sus órdenes más que de costumbre».

Este paternalismo se impone a María. Pero en la autoridad del padre hay cabida para el incesto. Incesto transferido pues María es hija de Salomón, el hebreo, y aunque desde niña ha sido -convertida a la religión católica-, como el propio Isaacs, de linaje de judíos ingleses, constantemente es devuelta a su origen por la insistencia del padre de familia.

María, que estaba de rodillas acomodando y le daba la espalda a mi padre, se volvió para decirle tímidamente, al tiempo que yo llegaba:

-Pues como van a estarse tantos días...

-No hagas caso, judía (así solía llamarla algunas veces cuando se chanceaba con ella), todo está bueno.



El incesto es global, es decir, abarca a toda la familia, a los vivos y a los muertos. Primero ha intervenido el padre, que en orden de jerarquías lo domina todo; luego aparecen las madres: «Dirigiéndome yo al comedor, María salía de los aposentos de mi madre, y la detuve allí».

Efraín ejerce a solas con María el tipo de autoritarismo que el padre ejerce sobre toda la familia reunida:

-Corta ahora -le dije- el pelo que quieres.

-¡Ay! no; yo no.

-Di de dónde, pues.

-De donde no se note-. Y me entregó unas tijeras.

Había abierto el guardapelo que llevaba suspendido al cuello. Presentándome la cajita vacía, me dijo:

-Ponlo aquí.

-¿Y el de tu madre?

-Voy a colocarlo encima para que no se vea el tuyo.



La ocultación de un pelo por otro implica su mezcla y la cercanía que así se establece redondea el incesto, ya marcado por la forma del guardapelo, relicario romántico donde se confunden todo tipo de bucles, y en el que ahora cito se han confundido los de todos los padres y los hijos, incluyendo los cabellos sagrados de la madre de María, sagrados doblemente porque son los de la madre muerta pero también los cabellos de una judía. Y para los judíos religiosos el cabello de una mujer debe ocultarse al mundo y sólo su marido puede verlo, y aún más, tocarlo: el cabello de la mujer judía es como el rostro velado de las árabes. Y en la selva americana donde las ramas tropicales se entrelazan con lujuria, los cabellos de los enamorados se entremezclan, enredando los linajes.

King Kong aparece frente a una muchedumbre impresionada y es el máximo de los terrores. Persiguiendo a la bella (Jessica Lange) King Kong destruye un edificio de Manhattan.






D. 4 El dictador

Otra cita puede resumir lo que señalo, es decir, el concepto tribal del amor: «En la mañana siguiente mi padre dictaba y yo escribía, mientras él se afeitaba, operación que nunca interrumpía los trabajos empezados, no obstante el esmero que en ello gastaba siempre». En el juego implícito en las tres operaciones reseñadas en esa cita, se define de nuevo el esquema patriarcal que subraya la novela. El padre dicta y el hijo es el amanuense, casi podríamos ver un antecedente de Yo el supremo de Roa Bastos. El oficio del dictador combina el dictar cartas o dictar órdenes al tiempo que se prosigue una ceremonia importante, la de privar de barba al rostro; para completar el cuadro, el padre llama a María pues «el resto de su cabellera rizada, abundante en la parte posterior de la cabeza y que dejaba inferir cuán hermoso serían los cabellos que llevó en su juventud, le pareció un poco larga».

El triángulo se instala. María corta los cabellos, el padre sigue dictando o firmando sus órdenes, el hijo escribe lo que se le dicta y se podría agregar «y María corta lo que se le dicta»:

Mira, le dijo mi padre, sonriendo al mostrarle los cabellos ¿no te parece que tengo mucho pelo? Ella sonrió también al responderle: sí, señor.

Pues recórtalo un poco -y tomó, para entregárselas, las tijeras de un estuche que estaba abierto sobre una de las mesas-.Voy a sentarme para que puedas hacerlo mejor.

Cuidado, mi hija, con trasquilarme [...]



El padre se sienta y sigue dictando. María corta «sin trasquilar», Efraín escribe. Simple escena idílica. Más su connotación empieza a definirse: La fuerza de los cabellos que la mujer debe cortar, hermosear no trasquilar -de nuevo veamos a Sansón junto a Dalila- pasa el hijo:

Comenzó a dictar, hablando con María mientras yo escribía.

-Conque te hace gracia que te pregunte si tengo muchos cabellos-.

No, señor, respondióle, consultándome si iba bien la operación.

Pues así como los vez -continuó mi padre- fueron tan negros y abundantes como otros que yo conozco.

María soltó los que tenía en ese momento en la mano.



Esta brusca actuación de María cuando el padre establece las comparaciones entre la hermosura de los cabellos, implica la rivalidad que se ha establecido. Por si no bastase esta alusión, el padre continúa mientras María detiene el corte e inicia el peinado:

-¿Sabes por qué se cayeron y encanecieron tan pronto?- le preguntó después de dictarme una frase.

-No, señor.

-Cuidado, niño, con equivocarse.

María se sonrojó viéndome con todo el disimulo que era necesario para que mi padre no lo notase, en el espejo de su mesa de baño que tenía al frente.






D. 5 Canas y rizos negros

Los cabellos encanecidos del padre se enfrentan a los hermosos rizos negros del hijo. El padre dicta sus órdenes por escrito a Efraín y verbalmente a María; el hilo conductor son los cabellos. El esquema paternalista se mantiene en el acto de dictar, pero el cambio de autoridad se determina en el encanecimiento de los cabellos que se cortan.

Cuando María se inclinó a sacudir los recortes de cabellos que habían caído sobre el cuello de mi padre, la rosa que ella llevaba en una de las trenzas le cayó a los pies. Iba ella a alzarla, pero mi padre la había tomado ya. María volvió a ocupar su puesto tras de la silla y él le dijo, después de verse en el espejo detenidamente: yo te la pondré donde estaba... Y acercándose a ella, colocando la flor con tanta gracia como lo hubiera podido hacer Emma, agregó: -Todavía se me puede tener envidia.



Y defendiendo así su autoridad, pero sobre todo su virilidad, imponiéndola sobre los cabellos de María que se enfrentaban a los suyos y ¡claro!, a los del próximo patriarca, el hijo, la escena termina con toda la inocencia y la ternura que tan bien «sabían hermanarse en sus ojos».

A pesar de la rivalidad entre padre e hijo que se establece de manera bucólica, tierna e inocentemente, el padre continúa su mandato. Efraín debe ir a estudiar a Europa y María habrá de esperarlo algunos años. Mientras, la ruina desintegra a la familia. Después de la escena del corte de cabellos que he reseñado anteriormente, el padre de Efraín recibe una carta que le comunica un desastre, el padre enferma y esta enfermedad aunada a la ruina les hace suponer a los enamorados que no habrá separación entre ellos. Pero la fatalidad se anuncia en los sueños y en la realidad. María aparece recortada en el paisaje, subida en una alta piedra;

La cabellera de María, suelta en largos y lucientes rizos, negreaba sobre la muselina de su traje color verde mortiño; sentóse para evitar que el viento le agitase la falda [...]



Esta escena continúa después de que el padre de Efraín se ha enterado de la ruina. María sueña «antenoche» o ve:

Abrí la puerta y vi posada sobre una de las hojas de la ventana, que agitaba el viento, un ave negra y de tamaño como el de una paloma muy grande, dio un chillido que yo no había oído nunca, pareció encandilarse un momento con la luz que yo tenía en la mano y la apagó pasando sobre mi cabeza a tiempo que iba a huir espantada. Esa noche soñé [...] Lo que ella me contaba había pasado a la hora misma en que mi padre y yo leíamos aquella carta malhadada, y el ave negra era la misma que me había azotado las sienes durante la tempestad de la noche en que a María le repitió el acceso; la misma que, sobrecogido había oído zumbar ya algunas veces sobre mi cabeza al esconderse el sol.






D. 6 Ave negra y cabellos

El ave negra con las alas extendidas es para Efraín Rebolledo la imagen de los cabellos de su amada, aunque esos cabellos, asociados con el vampiro, ennegrezcan la blancura de su vientre. En Efraín los cabellos se quedan en la cabeza: «Ella estaba tan hechicera como mis ojos debieron de decírselo: un gracioso sombrero de terciopelo negro [...] el ala dejaba ver, medio oculta por el velillo azul, una rosa salpicada todavía de rocío que descansaba sobre las gruesas y lucientes trenzas cuyas extremidades ocultaba [...]» En estos cabellos lascivos se detiene la voluptuosidad y el cuerpo se esconde, pero los cabellos, símbolo de la fuerza y de la sexualidad también son de mal agüero como el ave negra que preside sus amores y los precipita en el «negro abismo».

La muerte de María deja sólo lo que el discurso ha dejado ver de ella, sus vestidos innumerables, sus cartas borradas por las lágrimas que caen de los ojos de Efraín, a quien no le importa llorar «aunque sea hombre», y, naturalmente, los cabellos debidamente trenzados:

Abrí el armario: todos los aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados en él. Mis manos y mis labios palparon aquellos vestidos tan conocidos para mí. Abrí el cajón que Emma me había indicado; el cofre precioso estaba en él. Un grito se escapó de mi pecho y una sombra me cubrió los ojos al desenrollarse entre mis manos aquellas trenzas que parecían sensibles a mis besos.



Los fúnebres rizos, recuerdo de la vitalidad, de la juventud y de la sexualidad celosamente desplazada, reavivan su importancia con la muerte y Efraín osa soñar a María en la carnalidad del día de la boda, carnalidad que sólo se reviste de los negros cabellos que le han enmarcado:

Atraje sobre mi pecho su cabeza, y reclinada así buscaba mis ojos mientras le orlaban la frente sus trenzas sedosas [...]

Un grito, grito mío, interrumpió aquel sueño. La lámpara se había consumido; mis manos estaban yertas y oprimían aquellas trenzas, único despojo de su belleza, única verdad de mi sueño.



Excelente receta:

Sea lo que fuese, que los Turcos llamen rusma su composición para quitarse el vello y parte del pelo, o a una de las substancias que la componen, lo cierto es que en aquel país logran el efecto perfectamente y sin ningún peligro.

La pasta epilatoria de Macedonia es el solo compuesto que, en Europa, sirve como el de Oriente, y para obtenerle con la perfección que ya se ha conseguido, ha sido necesario hacer infinitos ensayos que debemos agradecer a su inventor.

Esta es la única receta que recomendamos a las personas que sin ningún peligro deseen hacer caer el vello de sus brazos, del pecho, del cuello, de encima del labio superior, y demás parajes que el vello afea.






E.1 En cabellos
La niña


El cabello es culpable de muchos males y también de la belleza. Su apariencia define al mundo y marca a la doncella. La joven soltera pasea por los cancioneros del siglo XVI ostentando la cabeza desnuda aunque la lleve cubierta de cabellos.


Vos me mataste
Vos me habéis muerto
niña en cabello,
Ribera de un río
vi moza virgo.
Niña en cabello,
Vos me habéis muerto.



Esta canción de Juan Vázquez subraya una virginidad que se ostenta por su capilaridad descubierta. La mujer virgen se exhibe junto al río y la enclaustrada, la que debe ocultar su cabello y cortarlo para tomar el velo, suele lavarlo, dibujada por los versos de las viejas canciones líricas:


¡Cómo lo tuerce y lava
la monjita el su cabello!
¡Cómo lo tuerce y lava
luego lo tiende al hielo!



El cabello de la virgen es cuerpo de tentación, el cabello de la que morirá virgen es cuerpo para la muerte. Las doncellas que padecen de mal de amores hablan de su cabello:


Soltáronse mis cabellos,
madre mía.
¡Ay con qué me los prendería!



La mujer casada se cubre el pelo, la soltera lo peina y lo deja suelto, en cabello:


Peinarme quiero yo, madre,
porque sé
que a mis amores veré.



La madre mira a la hija con un peine en la mano arreglándose su largo pelo. La hija confiesa que su pelo es distinto:


No tengo cabello, madre
más tengo bonito donaire.
No tengo cabellos, madre,
que me lleguen a la cinta,
más tengo bonito donaire.
[...] porque mato a quien me mira,
madre,
con mi bonito donaire.



La mujer soltera cuenta con sus cabellos largos y éstos la visten.


Por un pajecillo
de los que más quiero
me mudé camisa
labrada de negro
y peiné, mi madre,
mis cabellos hoy,
por un pajecillo
del Corregidor.



Este frenesí por asistir al arreglo de una mujer cuya belleza se centra en los cabellos largos cayendo en la cintura, constituye una erótica que circunda el mundo como el pelo a la cabeza. La joven soltera es reina y su esplendor se desnuda cuando se abre a la vista y se peina al viento. La madre escucha, el enamorado muere y los versos de amor se oyen.

Cuando la mujer encubre su cabello y no lo muestra en público, su cuerpo ya no se ofrece, pertenece como la monja a su convento y la mujer a su esposo.

Fueron sus trenzas y nada más que sus trenzas, complicadamente peinadas en cien y más sedosas y caprichosas culebras, las que cuando el implacable marido la echara brutalmente a sus pies, a fin de cumplir su cometido, las que trabaron y entrabaron sus dedos criminales, enredándose a sí mismo en desesperada madeja a lo largo del filo de su espada, obstinándose en proteger esa nuca delicada [...]






E. 2 Los cabellos de Elisa, vida mía

Nemoroso canta a Elisa y Garcilaso a Doña Isabel Freire. También Salicio canta a Galatea repitiendo los rencores del poeta. Las viejas églogas rememoran los amores y acrecientan los celos, la muerte se enreda en las palabras del poeta que descansa de sus quejas mirando unos cabellos. Antes ha dicho:


¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver con largo apartamiento
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?



Y este tema se repite en verso y en imagen en la película de Saura, Elisa, vida mía, obsesionado por la muerte y por el pelo de una mujer, la misma, Geraldine Chaplin, la única que no asistiese a otros funerales, los de su padre. Ana-Geraldine es asesinada a balazos o a cuchilladas -o con unas tijeras- y es despojada de su pelo por los lobos. El suave tacto de los cabellos que caen cuando las novicias toman el velo o el de las muñecas a quien despoja de sus cabellos el lobo anacoreta, de la otra película de Saura.

Los cabellos que encanecen no se guardan, sólo las trenzas frescas de una mujer joven o doncella. El viejo escucha las palabras de amor, cede, y se enamora de una niña y es zaherido por su tentador que dice en la obra de Rodrigo Cota.


¡Oh viejo triste, liviano!
¿Cuál error pudo bastar
que te había de tornar
rubio tu cabello cano?



Pero si el cabello cano es la primera muestra del envejecimiento, el cabello guardado en un estuche es siempre joven. Las trenzas de María sobreviven a su muerte y las de Elisa consuelan al enamorado:


Tengo una parte aquí de tus cabellos,
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan:
descójolos, y de un dolor tamaño
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan.
Sin que de allí se partan,
con suspiros calientes,
más que la llama ardientes,
los enjugo de llanto y de consuno
casi los paso y los cuento uno a uno;
juntándolos y con un cordón los ato.
Tras esto el importuno
dolor me deja descansar un rato.



Celebrando un ritual, Garcilaso, vestido de pastor, resucita a la amada y vence a la muerte detenida en un blanco paño que sirve de guardapelo. La juventud se retiene y la vida vuelve a su contacto sensualizando el dolor vuelto placer en la eternidad de unos cabellos que nunca envejecieron, conservando su color y su textura. Los cabellos de Elisa, separados de la cabeza de quien estuviera viva, reviven en las otras ninfas que la lloran:


Todas con el cabello desparcido
lloraban una ninfa delicada,
cuya vida mostraba que había sido
antes de tiempo y casi en flor cortada.





Era muy pálida así como las mujeres
que tienen la cabellera muy larga






E. 3 Del bucle a la greña

Buscando a su enamorado la Muerte lo encuentra bajo la ventana de una doncella. El romance dice:


Vete bajo la ventana
donde labraba y cosía,
te echaré cordón de seda,
para que subas
arriba, y si el cordón no alcanzare
mis trenzas añadiría.



Ni la escala de pelo salva al enamorado de la muerte. Sólo en el cuento de hadas los cabellos usados como escala garantizan el amor a los enamorados. Rapunzel vence a la bruja que la tiene encantada en una torre soltándose el pelo y lanzándolo a la intemperie, para que el caballero trepe hasta ella. Un cancionero anónimo del siglo XVI acopla cabellera y aire:


Estos mis cabellos, madre,
dos a dos me los lleva el aire.
No sé qué pendencia es ésta
del aire con mis cabellos
o si enamorado de ellos
les hace regalo y fiesta;
de tal suerte los molesta
que cogidos al desgaire
dos a dos me los lleva el aire.
Y si acaso los descojo
luego el aire los maltrata
también los desbarata,
cuando los entrenzo y cojo;
ora sienta desto enojo,
ora lo lleve en donaire,
dos a dos me los lleva el aire.



En la Biblia hay muchas muertes causadas por cabello: La de Absalón enredado en la encina, la de la fuerza de Sansón trasquilada por Dalila. El misticismo apresa a San Juan de la Cruz, uniéndolo ligeramente a un cabello:


En sólo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello,
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.



Doña María de Zayas Sotomayor cultiva a mediados del siglo XVII la novela corta a la italiana. La fuerza del amor pertenece a la serie de novelas ejemplares y amorosas. Laura es hija y hermana única. Muerta su madre, Laura es protegida y consentida por su padre y dos hermanos. Aparece un caballero que la corteja en Nápoles. Don Diego pasa las noches «revolviendo por ella sus pensamientos». Su amor tan grande hace terminar el cortejo en matrimonio. Pero los hombres son veleidosos y «Don Diego, como hombre, mudable, pues a él no le sirvió el amor contra el olvido, ni la nobleza contra el apetito». Saciado Don Diego vuelve a la conquista de Nise, mujer con la que vivió antes de su matrimonio con Laura. La noble dama pierde la hermosura mas no la inspiración y una noche le reprocha a su mudable amante su desvío amoroso, al son del arpa:


Porque si en sus cabellos
la voluntad enredas
y ella a ti agradecida
con voluntad te premia [...]



La respuesta de Don Diego no se hace esperar y furioso, como el famoso Gómez Arias del teatro de Calderón, contesta «acercándose más a ella y encendido en una tan infernal cólera, la empezó a arrastrar por los cabellos y maltratarla de manos [...]»

Los cabellos matan, enredan, son como los ojos, temibles. Aquí se degradan y se vuelven salvajes y las damas sufren vejámenes por ellos. Don Diego se enreda en los cabellos de Nise y pierde la voluntad y por eso arrastra a su mujer de la greña despojando a la imagen de su romanticismo al tiempo que la mujer rueda por el suelo.

***

Y las rubias trenzas de Melisenda, más largas que su mismo cuerpo delicado.

Trenzas que al inclinarse imprudentes, un atardecer de otoño, descolgáronse torreón abajo, sobre los hombres fuertes del propio hermano del Rey... su marido.






E. 4 Monjas coronadas sin pelo

En el Museo del Virreinato en Tepotzotlán se exhibió una exposición de la vida religiosa de la Nueva España. Esta espléndida muestra reunió una serie de retratos de monjas de diversas órdenes, retratos muchas veces anónimos, pero otras firmados por algunos de los pintores más importantes de la colonia. Los retratos, generalmente de mujeres destacadas, se ocupan sobre todo de mostrar a la monja en el momento en que toma el velo, que puede ser blanco o negro, según la orden o quizá según el gusto. También hay algunos retratos de monjas en su lecho de muerte y las unifica el rico adorno de sus cabezas, coronadas de flores y de pequeñas imágenes religiosas, con joyas sobre los hábitos; en las manos, velas con empuñaduras riquísimas cubiertas de elaborados ramilletes e imágenes. Un escudo colocado entre el cuello y el pecho convierte a la monja en un muro donde pintan también los más importantes pintores de la época. En su origen, estos retratos fueron mandados a hacer por los familiares de las monjas o por los conventos que querían perpetuar la memoria de sus más destacadas habitantes. Las monjas muertas soportan todavía el peso de los garigoleados adornos que contrastan con la palidez del rostro y los enormes nombres que las identifican como Sor María de la Luz del Señor San Joaquín, o como Sor María Petronila de Guadalupe o Sor María Vicenta de San Juan Evangelista. En uno de los cuadros se representa a Sor María Juana del Señor San Rafael -monja de la orden de Santa Clara que fue contadora, organista y priora del convento del mismo nombre en Puebla-, muerta ya entrado el siglo XIX y engalanada como cortesana, con el rostro perfilado y nítido, más propio para una función de gala que para el convento, reiterando esa impresión antes mencionada que hace de las monjas paredes donde se cuelgan los cuadros o esculturas que se coronan. Cada congregación tenía su pintor fijo (lo que me hace pensar en sacrilegio): Juan Rodríguez Juárez sólo pintaba a las capuchinas fundadoras y Miguel Cabrera, a las monjas de esa misma orden y a las profesas de Santa Teresa la Nueva; Jesús de Alcíbar pintaba a las monjas de Santa María y de Santa Clara; Juan de Villalobos, a las jerónimas y José Mariano Huerta se dedicaba a las concepcionistas.

Un enorme cuadro representa las vestimentas muy especiales de cada orden y en una pared del convento, sustituyendo el pecho de las monjas, aparecen los escudos miniaturas que decoran el retablo viviente enmarcándolo en carey o en oro de hoja para ilustrar la vida y milagros de los santos de la orden representada. Un biombo pintado explicita en imagen y en verso el sentido de los conventos y, debajo de cada representación realista de esas monjas que laceran sus tiernas carnes o portan hábitos de telas duras o cilicios en la mano, leemos: «En continua oración/piedad pedimos por el mundo ciego». O «Enferma y descarnada/pago de otros/la gula inmoderada». También éste que no necesita comentarios: «Peso enorme llevamos/ son las culpas del pueblo que cargamos». Para evitarlas, Felipe II hizo una donación destinada a fundar un convento reservado a las hijas de conquistadores pobres.

Las representaciones muestran a las monjas que fueron hijas legítimas de señores coloniales, agregando a sus largos nombres la enorme concentración de sus títulos y prebendas y en ocasiones miramos, codo con codo (o pared con pared), a la joven cuando vivía en el siglo y a la que ya ha profesado. Me quedo enfrente de un milagro: el de un rayo que protege a unas monjas y a una niña para terminar indicando cómo «la centella quiso quemar sólo la cabellera del Señor Crucificado».

Porque día a día los orgullosos humanos que ahora somos, tendemos a desprendernos de nuestro limbo inicial, es que las mujeres no cuidan ni aprecian ya de sus trenzas.

Porque la cabellera de la mujer arranca desde lo más profundo y misterioso; desde allí donde nace y tiembla la primera burbuja; que es desde allí que se desenvuelve, lucha y crece entre muchas y enmarañadas fuerzas, hasta la superficie y hasta las frentes privilegiadas que ella eligiera.






E. 5 Soltarse el pelo

Del cuerpo lo único volátil es el cabello y, para los antiguos, el alma. Por eso quizá Schopenhauer decía que las mujeres eran animales de cabello largo. Pero a diferencia de los animales a quienes no les vuela el pelo, las mujeres solían tenerlo largo y su extensión lo hacía movedizo. Los caballos vuelan y su crin se mueve: de allí viene probablemente Pegaso. Las aves tienen plumas y se deslizan con suavidad: la ligereza de ciertas mujeres las hace aves. Semíramis fue hija del aire y comparte con él sus plumas, la crin y el cabello. Con sólo mirarla «el sol se enamora». Sí, el cabello es prodigioso.

Cuando Luisa, la mujer de Jorge, en la novela de Eça de Queiroz El Primo Basilio, enferma, es necesario cortarle los cabellos. Y Jorge siente el presagio de la muerte: un estremecimiento recorre su cuerpo sólo al ver las tijeras, pues ellas son símbolo de corte al ras, de corte definitivo con la vida y aparecen como un anuncio devastador de la pérdida del cuerpo. Antes, Sansón ha perdido la fuerza: ha bastado que Dalila le haga perder la cabeza y con ella el cabello. Estar sin pelo, tener la cabeza rasurada es para Sansón la pérdida de la virilidad. Aunque ciego, Sansón es capaz de derrotar a los filisteos porque tiene de nuevo crecido el pelo.

Cuando Efraín, el novio de María (la dulce María que tantas lágrimas hizo derramar en toda América), regresa de su viaje intercontinental, sólo encuentra las trenzas de su amada, único despojo vivo de su pelo. Y no había amantes (en el sentido romántico del término) que no pidieran como muestra suprema de afecto y de compromiso un mechón de cabellos del amado (a). ¿Quién no tenía un guardapelo?

El gran filósofo Nietzsche decía de las mujeres cosas bastantes desagradables: «Las mujeres son tigres o vacas, o a lo mejor pájaros». Y es que a la mujer se le tiene a distancia como a un ser extraño que conserva aún las trazas salvajes de su primer estado. Es animal de lujo o animal doméstico, pero también animal salvaje. Todo es la mujer, menos hombre, y decimos hombre en el sentido en que siempre se ha usado esta palabra, como sinónimo de humanidad. No hay mujeres que sostengan la prueba de humanidad para el hombre; ella siempre se esconde bajo su pelo (o ahora dentro del alma, porque el pelo se lleva corto y es difícil repetir la frase típica del animal de cabellos largos e ideas cortas, que circulaba por allí). Para los antiguos, la reina Semíramis era una paloma, para el dramaturgo español Calderón, un pájaro, aún mejor, era hija del aire: hay mariposas amarillas, llamadas mariposas monarca que migran como las aves y su recorrido está vinculado al círculo de su desarrollo, como el pelo en la mujer, como las plumas en las alas del ave, ni más ni menos que Semíramis, reina oriental, mujer admirable que llena las páginas de la historia como los pájaros llenan las de la zoología. Monstruo extraño, monstruo emplumado, cuerpo extraño, cuerpo protegido y realzado por la cabellera, esa cabellera que había de ocultarse para el amado: las mujeres hebreas llevaban peluca para que sólo el esposo pudiese gozar de sus cabellos, imagen de su cuerpo, estuche de belleza, guarda insignia total.

Y es el pelo justamente el que preside cualquier intento de ambivalencia corporal. En las viejas comedias de enredos, las damas tenían que vestirse de hombres para salvar su honra o simplemente para viajar y es el pelo el que encubre o descubre. Una doncella que se viste de hombre tiene que parecerse apenas a un adolescente, es decir, a un doncel sin barbas porque las trazas equívocas del vello que cubre el rostro revelan la virilidad a punto de estallar y sólo en el momento breve en que los dos sexos pueden parecer uno; en ese momento en que los jóvenes parecen doncellas y viceversa porque la delgadez del cuerpo y la elasticidad los hace hermafroditas, sólo en ese momento, repito, es válido el travestimiento. Y conste que antes no existía el unisex, sólo en las comedias galantes y en algunas historias de mujeres no conformes con su condición esclava, recluidas en un gineceo, siempre vestidas con largas faldas, amplias e incómodas, aunque majestuosas. La mujer que se traviste o el joven que se disfraza de mujer tienen que cuidar su pelo y mantener la cara lisa y suave como los niños, que son como los ángeles y los ángeles tienen plumas como los pájaros y hemos vuelto al punto de partida: las mujeres son como las aves. Sí, porque las aves vuelan y la mujer siempre ha tenido ganas de volar, o por lo menos, siempre tuvo ganas de volar en la antigüedad, cuando cualquier paso dado era un paso en falso, un paso traicionero y contumaz, un paso que la precipitaba en la desgracia porque se había soltado el pelo. Soltarse el pelo es casi imposible ahora, apenas en el sentido metafórico, porque el pelo se lleva tan corto que cuesta desatarlo, aunque hay mujeres que conservan la melena como perfecta manera de amarrar: Las grandes divas, las grandes vedettes, las pin ups han tenido pelo, largas cabelleras que hacen tiritar de emoción a los espectadores. Y sobre todo cuando son rubias, porque los caballeros las prefieren rubias como a Marilyn Monroe, a Brigitte Bardot o a Jean Harlow. Las mujeres de pelo corto fueron guerrilleras: Ingrid Bergman en Cuando suenan las campanas y es de esperarse que su pelo crezca en la domesticidad y, cosa curiosa, al crecer dentro de la casa se pierde el encanto: todo amor a pierna suelta tiene que darse en condiciones espantosas, como en la guerra, porque en la paz sólo la mujer soltera debe conservar en su pelo la gracia, o las grandes personalidades de la historia: Por ejemplo, Medea, la hechicera, esa mujer insoportable que no tiene empacho en matar a sus hijos para vengarse de su marido, esa hechicera en quien se concentran los males naturales, esa mujer que desmiente de antemano su condición humana, esa mujer que hace repetir a los hombres las calumnias consabidas y las espantadas muecas de admiración y despecho, porque Meda (y también Circe) es maquiavélica (condición inherente a los príncipes de sangre) a pesar de ser como reptiles, de arrastrarse por tierra (envidian con todo el vuelo de las aves y Medea es capaz de volar conducida en una carroza que hacen avanzar por los aires los dragones ).

Medea y Circe son consideradas el símbolo de las pasiones naturales que los antiguos llamaban, con desprecio y con admiración, «pasiones deshonestas». Sentir una pasión deshonesta, sentir con fuerza el amor en el cuerpo, estremecerse con él, suspirar y entrecortar los aires, manifestarse, es malsano, peor, es sucio, por eso Circe vuelve puercos a los compañeros de Ulises y lo hechiza a éste, lo hace un ser sin alas, cercano a la tierra, hozando en el lodo sudoroso del amor. Circe es la naturaleza y Ulises es el alma. Curiosamente, el alma ha ensuciado a la naturaleza y no al contrario. Quizá esa sea la revancha. La razón que los antiguos daban a Ulises ha permitido la destrucción de la naturaleza, de la que la mujer es cuerpo vivo, envidiado y rechazado, repleto de sustancias milagrosas y nefastas. Pero ese cuerpo extraño que puede arrastrarse y también volar, esa síntesis de sierpe y de ave, esa Medea-Marilyn de largos cabellos y de ideas cortas es ahora la que reivindica a la naturaleza contaminada por la razón y por la idea de progreso.

Orfeo sedujo a las bestias, detuvo
a las peñas, y la voz redimió a
Segismundo, el King Kong de Calderón.








F. El discurso capilar

Los escritos corsarios del cineasta asesinado (casi podría ser el título de una serie de novelas negras) permiten apreciar el estilo periodístico de Pier Paolo Pasolini, una de las figuras más destacadas de la Italia contemporánea, sobre todo porque en él queda mucho del humanista italiano: ensayista, poeta, cineasta, narrador; el artículo que de inmediato detiene mi atención es el de los cabellos, denominado justamente el Discurso de los cabellos: signos de un nuevo lenguaje sin gramática, sintaxis ni siquiera léxico, pero que después de 1968 provocó un verbalismo «y el verbalismo ha sido la nueva ars retórica de la revolución: (izquierdismo, enfermedad verbal del marxismo)... En suma, comprendí que el lenguaje de los cabellos largos no expresaba más "cosas" de izquierda, sino que expresaba algo equívoco, Derecha-Izquierda, que hacía posible la presencia de los provocadores». En estas breves frases que organizan una semiología del discurso capilar, Pasolini hace una historia de las últimas décadas, incluyendo la figura del Che Guevara y, antes, de los revolucionarios que estuvieron en el Granma: «Llega 1968. Los melenudos fueron absorbidos por el Movimiento Estudiantil; se agitaron con las banderas rojas sobre las barricadas. Su lenguaje expresaba cada vez más "cosas" de izquierda (Che Guevara era melenudo, etcétera)». /A este respecto, Noé Jitrik me hace notar que ahora en Cuba ya no se usa la barba, es Fidel el único, pero su barba es cuidada [...]/

Las canciones de protesta y los cabellos de protesta se incorporan pronto a los productos del mercado para proferir «en su inarticulado lenguaje de signos no verbales, en su hamponesca iconografía las "cosas" de la televisión. Concluyo amargamente. Las máscaras repugnantes que los jóvenes se colocan en el rostro, tornándose obscenos como las viejas prostitutas de una iconografía absurda, recrean objetivamente sobre su fisonomía lo que han condenado siempre [...]... En realidad han retrocedido más allá de la posición de sus padres, resucitando en sus almas terrores y conformismos y, en su aspecto físico, convencionalismos y miserias que parecían superadas para siempre». Esto lo decía Pasolini en 1972. ¿Qué hubiera dicho de los punks con su hedionda fisonomía y qué de Travolta? Casualmente hoy me detuvo un anuncio en un instituto de «salud»: «Se dan clases de Travolta y de Yoga». La síntesis de los opuestos: el harikrishna sin cabellos y con la coleta trenzada, y el cabello pulido cortado con pulcritud y brillantina, en medio, las melenas de protesta, descontinuadas.

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