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De nombres propios y ajenos: las fantasías francesas de Adolfo Bioy Casares1

Lisa Block de Behar



«Nous pourrons alors mieux comprendre cette histoire d'île»2.


Jacques Rancière.                






«Al diablo las islas del Diablo»3.


Adolfo Bioy Casares.                


Sería conveniente asumir un tono hablado y casi testimonial para aproximar las reflexiones sobre los nombres propios a las circunstancias en las que adquieren un significado o varios. No se trata, entonces, de definir un significado, un concepto o más de uno, sino de sacar partido de un vacío lingüístico -la carencia de universalidad semántica propia de los nombres comunes- y de una experiencia vivida, lo vivido y de sus huellas, que los nombres propios reservan para quienes las comparten. Al hacer referencia a personas conocidas y a situaciones solidarias, se intenta privilegiar un sentido propio que deviene un «sentido de aproximación», ya que no solo se entiende como aproximación, en tanto que espacial y cordial de un acercamiento afectivo e intelectual, que es también una suerte de complicidad casi secreta con Bioy Casares y con el mundo que inventó. Entre hermenéutica y heurística, esta doble aproximación hace posible el descubrimiento de otro sentido, el sentido del humor a la Bioy Casares: un régimen spirituel - o «malicioso», como se entendería el término en francés-, la gracia irónica, que es inherente tanto a su discurso de ficción como de no ficción, literario o coloquial, una especie de secreción oculta del texto que es muchas veces su feliz secreto.

Tal vez no sea necesario aclarar que se optó por rescribir De jardines ajenos, un título de Bioy: para evocar esa extrañeza concerniente a los nombres propios, nombres de otro o de otros, nombres ajenos como los jardines de los que Bioy habla en su libro.




Vacilaciones del principio

Desde las consabidas invocaciones poéticas a las divinidades, las más remotas, hasta las aprensiones -bastante menos remotas pero no menos conocidas- confesadas por el poeta que se estremece ante la blancura que cada página aún no escrita renueva, los comienzos poéticos o narrativos han dado lugar a reflexiones dedicadas a la realización por la escritura o a las estrategias pragmáticas de la palabra en acción. No deberían descartarse, sin embargo, las elaboraciones teóricas que, con mayor prudencia, expresan aspiraciones que los poemas épicos o las angustias poéticas han consagrado.

Recordada con frecuencia, la pregunta: «¿Por dónde comenzar?»4, variación de interrogantes igualmente fundacionales y conocidas, exponía, a manera de título, desde la primera página de Poétique, una intención iniciática, fundacional -estamos hablando de los dorados años setenta- que, sin embargo no dejaba de ser una continuación, una cita, un discurso que había empezado antes y al que se apelaba. Era Roland Barthes5, en nombre de una «cofradía» casi mítica, quien se preguntaba por un principio y una acción que, como el precedente ideológico algo diferente al que aludía, no distinguía acción de dicción, presintiendo que actuaba, también por la palabra, incidiendo en ciertos atributos del acontecimiento.

Si en las instancias verbales que iniciaron el universo, la palabra y la acción se confundían, las confusiones de la actualidad y las hazañas tecnológicas que las determinan (confusiones que no son extrañas al planteo que aquí se examina) darían cuenta de la imposibilidad de sustraerse a una oposición cada vez menos nítida. Esta oposición asimila dicho y hecho en una misma entidad, corroborando la indistinción performativa de la frase hecha. «Dicho y hecho»; una frase dicha y hecha, muy usada, aunque otra frase hecha, como suele ocurrir, la replique: «Del dicho al hecho, hay mucho trecho», que suele decirse solo a medias; el resto se sobrentiende.

Desde una perspectiva diferente, pero conceptualmente similar, interpretaba Fausto6 -un personaje que tampoco es ajeno al planteo que aquí se inicia- el logos del Verbo bíblico e inaugural. Ni Palabra, ni Sentido, ni Fuerza, sino Tätigkeit, era su versión de ese principio verbal, principio de todas las cosas. Fausto entendía que esa «Acción» era la traducción más justa, adelantándose, desde la lectura de las Escrituras y su discurso lingüístico-teológico, a los problemas pragmáticos que las corrientes del pensamiento aún se cuestionan y a las diferentes disciplinas que pretenden encauzarlas.

Coherente con esa iniciación editorial del primer número de Poétique, apareció mucho después un grueso volumen que estudia el comienzo en la novela7. A partir de distintos trabajos y sistematizando la diversidad de sus aportes, el autor ordena ese recurrente interés de la literatura por el comienzo literario y de sus estudiosos por explorarlo. Musas condescendientes o tribulaciones mediante, nadie duda en reconocer que es perturbador el tránsito de un espacio al otro, como si el mundo no fuera espejo o texto o como si ambos sueños no reflejaran su imagen invertida y duplicada.

Vacilantes, autores y lectores recorren los umbrales en penumbra que habilitan el acceso a una interioridad desconocida, a una intimidad soñada, o que favorecen el movimiento inverso y similar hacia la ilusión de una salida. En español aún se puede rescatar, en el nombre de esa frontera que es el umbral, el acceso sombrío de una morada y una etimología que lo señala, pero que en otras lenguas no se registra. Tal vez fue a la sombra nostálgica de esos umbrales que a Gérard Genette se le ocurrió inscribirlos en el título de su libro8 que -por coincidencia, no por azar- también repite el sello editorial: Seuils en Seuil, el título y el nombre de la empresa coinciden. Fui testigo de su descubrimiento ante la frecuencia y ambigüedad de los zaguanes, atraído más que sorprendido, en Montevideo y Buenos Aires, por esos espacios ambivalentes, como Walter Benjamin en París, por las secretas dualidades de los pasajes, de ese lugar híbrido, público y privado, donde se cruzan calle y casa, el ajetreo urbano y la deseada intimidad.

No fue ajeno a esa perplejidad un raro texto de Borges, que anima esos espacios intermediarios comunes en épocas pasadas en las casas del Río de la Plata y que interesaron a Genette. A partir de esos pasajes (locales y textuales) empezaba el libro, pero su traducción de zaguán como «vestibule» no es feliz, como no suelen serlo los nombres de flores o de peces, casi nombres propios -si se me permite la licencia semántica- auténticos o autóctonos, que necesitan del conocimiento del entorno natural o expediente enciclopédico para ser comprendidos, de la experiencia propia o de la rigurosa erudición.

Habría que observar, además, y tampoco es una digresión, esa marcada tendencia que presenta el comienzo literario a hablar del comienzo, una necesidad discursiva autorreferencial que Barth -John, que solo suena como el apellido de Roland- supo parodiar como se merece. Barth burla las redundancias convencionales de títulos, subtítulos, prólogos, epígrafes, dedicatorias, etc.9 Son convenciones textuales que enmarcan la obra y, como los zaguanes, facilitan el tránsito, subrayando o atenuando las fronteras. Cada vez menos evidentes, habilitan un pasaje que media entre medios distintos, entre dos medios -encabalgándolos-, aparentando la restitución de una continuidad que las palabras reivindican.

Los comienzos suelen remitir a una etapa anterior al comienzo mismo y, por eso, resulta aún más difícil discernir el ingreso al texto que, para comenzar, debe apartarse de un espacio exterior al mismo. A propósito de la decisiva incidencia de los nombres propios en la génesis de La Recherche du temps perdu, Joseph Vendryes atribuía a Pierre Quint haber subrayado «el papel de la onomástica», como «la base y el centro de todo el trabajo constructivo» de la obra proustiana10. Vendryes empieza afirmando que de una buena vez: «Será necesario atender debidamente el Marcel Proust lingüista»11. Por su parte, al referirse a los nombres propios, Gilles Deleuze reconoce que «una vez encontrado este sistema, la obra fue de inmediato escrita»12. Barthes asigna a la búsqueda de esos nombres y a su hallazgo un «poder constitutivo», agregando un eslabón más a la cadena de lectores escritores magnetizados, tanto como Proust, por los nombres propios. Más aún, sostiene que la Recherche -con mayúscula- se inicia a partir del «descubrimiento de los Nombres», un descubrimiento «poético» que da curso a la reminiscencia, reconociéndola como el mayor recurso literario del que se vale el narrador de la vasta novela. Más que «un rasgo lingüístico», la reminiscencia tiene «el poder de constituir la esencia de los objetos novelescos», una especie de «caverna» proustiana donde se guarecía el sistema onomástico que sustentó La Recherche13.

A pesar del tiempo transcurrido, siguen siendo sugestivas las apreciaciones de Barthes, aunque no disimulan esas pequeñas arrugas que imprimen en las facciones los gestos de otros tiempos. Sin embargo, cuando se sabe que las preponderancias sistemáticas declinaron hace años y se exorcizó la fetichización de sus unidades constitutivas, o ya hace tiempo que no interesa discutir con similar vehemencia las oposiciones y diferencias que los sistemas requieren para mantener sus tensiones, aún se reconoce que algunas premisas quedan vigentes.

Si no dudo en adherir a la afirmación de Vendryes con respecto a la vocación lingüística de Proust, a su obsesiva fe en la etimología, «como un medio racional de penetrar el sentido oculto de los nombres y, en consecuencia, de informarse sobre la esencia de las cosas»14, tampoco dudo en estimar las reflexiones de Bioy Casares sobre el lenguaje del narrador, el de sus personajes, o en dedicar a sus «significativas» predilecciones onomásticas los rigores teóricos de un trabajo semejante. No me arriesgaría a asignar, sin embargo, al hecho de «dar nombre», y a esa preferencia por relevar los nombres propios que pone en juego, la determinación sustancial de la narrativa de Bioy, pero es cierto que esos nombres orientan las fantasías francesas de gran parte de su obra y abonan el sustrato cultural que las nutre y que, con mayor frecuencia, florece en la superficie:

«En cuanto al significado del nombre Bioy, me llegaron diversas versiones: para la que juzgo mejor, Bioy significaría "uno contra dos"; para la peor, sería una deformación de béroile, bonito; para la tercera versión, menos honrosa tal vez que la primera pero también menos ridícula que la segunda, significaría "dos robles"»15.



No es la única vez que Bioy hace referencia a la etimológica dualidad que su nombre propicia y a los desdoblamientos sobre los que desarrolla la ficción, una y otra vez, en sus novelas más importantes (La invención de Morel, 1940, Plan de evasión, 1945, Dormir al sol, 1973, y otras) y en la mayor parte de sus cuentos. Habría que volver a abrir un expediente para tratar el caso del binomio fantástico que constituye su colaboración con Borges, de las seudonimias dobles, o doblemente auténticas, a las que recurren ambos escritores reivindicando la autenticidad de genealogías ilustres16. En sus Memorias recuerda Bioy el cuento que se proponían escribir entre los tres, con su mujer, Silvina Ocampo, y con Borges, pero que nunca escribieron. Según el proyecto anunciado, habría ocurrido en Francia. Trataría sobre un joven literato que, rastreando entre los manuscritos de un escritor ya muerto, y a quien admiraba, encuentra una serie de prohibiciones. Destaco solo una, aunque son todas variadas y divertidas, paradójicas y contradictorias:

«En literatura hay que evitar:

[...]

  • Parejas de personajes burdamente disímiles: Quijote y Sancho, Sherlock Holmes y Watson.
  • Novelas con héroes en pareja. La dificultad del autor consiste en: si aventura una observación sobre un personaje, inventará una simétrica para el otro, abusando de contrastes y lánguidas coincidencias: Bouvard et Pécuchet»17.


Llama la atención la «colaboración» literaria que llevaron a cabo -o no- estos autores, entre sí, y la fervorosa flexibilidad intertextual que Borges y Bioy, cada uno por su parte, no escatiman.

En un libro que subtitula «Libro abierto», Bioy dirige al lector las siguientes líneas:

«Estimado lector: A lo largo de la vida copié en cuadernos versos breves y fragmentos en prosa que me parecieron muy atinados, o muy hermosos, o muy absurdos. Hoy me resuelvo a publicarlos con el título De jardines ajenos. Ojalá te diviertan»18.



Como en toda su obra, abundan en este «florilegio» las referencias a Francia, enciclopédicas y personales, literales y triviales, obscenas y picarescas, humorísticas en su gran mayoría. Semejante al narrador de Plan de evasión, o sus exóticos personajes, Bioy recita versos de Toulet, Verlaine, Rimbaud, Apollinaire. Los personajes de sus relatos intercalan dichos en francés («Sans rancune -decía Rudolf, en un francés pueril y cargado»19) o llevan consigo un libro de Baudelaire a una isla20, o bien, con la mayor naturalidad, se desaniman en la misma lengua: «On aura tout vu»21 deslizando, al haberlo visto todo, entre devociones y denuestos, un cruzamiento cultural que atraviesa sus propios prejuicios de signo variado.

De la misma manera que Bioy, sus personajes pasan largas estadías en París, en Villefranche-sur-Mer, en Evian-les-Bains, en Aix-les-Bains, en las radas de Cherbourg, o en Pau, la capital del Béarn, que no le pesa comparar con la capital de la patria22 y que, entrañable, aparece una y otra vez en los paisajes de sus relatos. En una de las citas que prodiga en su libro de citas, nombra a Proust pero a través de una cita de Mauriac:

«No pido más que un elogio. Que se escriba en mi tumba: "Admiró a Proust"»23.



A varias voces, cada cita deviene una tertulia de escritores, un encuentro amistoso o sentimental que, felizmente, es el significado que prevalece en el término cita, en español y que un hispanohablante no podría dejar de lado.

No sé cuál de las impresiones que Bioy confiesa en su dedicatoria al lector predomina entre las citas; como lo dice y desea, esas polifonías son divertidas pero la carnavalización del conjunto deja entrever la heterogénea «sucesión» de las danzas macabras -como alguna, particularmente hermosa, que se conserva muy cerca de aquí, en Friburgo, la Selva Negra24. Entre urnas y panteones, recuerdo el alegre homenaje en el pequeño cementerio, casi familiar, de Oloron-Sainte-Marie, donde leí, luego de brindar con un suave jurançon, los fragmentos de sus Memorias en las que evoca el caveau de los Bioy, muy cerca de la discreta tumba donde yace Jules Supervielle, a pocos kilómetros del liceo del que fue discípulo Lautréamont, y a algunos kilómetros más de la escuela donde se registró Jules Laforgue, y quién sabe cuántos miles de bearneses más, algunos con estrechos vínculos en el Río de la Plata, otros que pudieron haberlos establecido.

Los nombres propios, a los que Proust apela y consagra, evocan y definen -por la mera mención- un origen, una cultura, una comunidad presuntamente identificable: la francesa. Esa «plausibilidad francofónica»25 que, según Barthes, significa verdaderamente Francia [los itálicos son suyos], o mejor aún la «francidad»:

«Su fonetismo y a igual título su grafismo, por lo menos, aparecen elaborados en conformidad con sonidos y grupos de letras vinculados específicamente a la toponimia francesa (y más precisamente, "francienne"): es la cultura (la de los franceses) que se impone en nombre de una motivación natural: lo que se imita no está ciertamente en la naturaleza sino en la historia»26.



Sin embargo, y a pesar de enarbolar los estandartes patrios, sorprendería cualquier sospecha de chauvinismo en Proust, aunque no escaseen personajes, como varios en su novela, que la inspiren, o caricaturicen. Más sorprendería una sospecha de tal carácter en Bioy mismo, aun cuando la plausibilidad francofónica predomine en sus escritos y hasta se sienta un contertulio bastante cómodo con Drieu La Rochelle, «a pesar de su nazismo, [...] pese a ser colaboracionista en el gobierno de Vichy, algo realmente espantoso [...]"»27.

La minuciosidad de su amplio registro onomástico llama la atención en sus memorias, diarios, entrevistas, donde nos enteramos de nombres de personas, de perros, de caballos, de lugares conocidos y de otros no tanto, que considera «nombrables» o dignos de ser nombrados. Esa atenta nomenclatura insinúa, además del consabido «effet de réel», algo así como un «effet de prodige» que, igualmente efectivo, no lo deroga. La invocación de nombres articula una bisagra entre dos mundos donde la incertidumbre -más que lo incierto que, según Irène Bessière, define el mundo fantástico28-, no se aparta de la verdad, no la contrarresta ni contradice, pero deja entrever un entre mundo de eventualidades.

Algunos de los nombres que aparecen en los escritos de Bioy identifican a personas conocidas, algunas muy cercanas, de casi todos hemos oído hablar. Baste como ejemplo esta honorable mención:

«En el 73 o 75, mi amigo Edgardo Cozarinsky me citó una tarde en un café de la Place de l'Alma, en París, para que conociera a una muchacha que haría el papel de Louise Brooks en un filme en preparación. Yo era el experto que debía decirle si la muchacha era aceptable o no para el papel. Le dije que sí, no solamente para ayudar a la posible actriz»29.



Como en un film, por el prodigio del nombre, Bioy parece seguir deambulando entre nosotros, caminando con Raymond Bellour, almorzando en La Recoleta, en el mismo restorán, a pocos pasos de su casa, del que Bioy era asiduo y bienvenido parroquiano. Con Manuel Ulacia, estrechando afinidades y afectos. Hace precisamente un par de décadas, lo invitamos con Isidra Solari a Salto Oriental y allí, adonde llegó con Marta, su hija, celebramos un encuentro casi sobrenatural, que se registró en De la amistad y otras coincidencias. Adolfo Bioy Casares en Uruguay30 y en las sobrias imágenes con que Daniel Behar supo multiplicar la fotogenia de Bioy. La luz del litoral, los destellos del entorno, la presencia de Bioy mismo, la serenidad idílica del ambiente provincial y retirado parecían de un cuento, que Borges iniciara a partir de una cita de y con Bioy, con un personaje que podría proceder de un mundo fantástico, irradiando un aura no solo literaria. Casi en el cielo, el Coloquio se realizó en «Las Nubes», la casa de Enrique Amorim, construida a partir de un plano de Le Corbusier pero, al no aparecer la firma, este dato tampoco pudo ser confirmado. Por un pase mágico, como si irrumpiera en la conversación el diálogo de uno de sus propios cuentos, haciendo más verosímil o más inverosímil su presencia, Bioy habita sus ficciones o al revés:

«[...] la señorita Vaillant, discípula de Le Corbusier, que le firma los proyectos. Estuvo a punto de preguntar: "¿Cuál de los dos sale perjudicado?, pero se le ocurrió que esas palabras podían parecer irrespetuosas y las cambió por éstas: "¿Quién es Le Corbusier?". La hija contestó: "El primer nombre de nuestra profesión. El genio de la revolución de lo moderno"»31.



Debería fundamentar así hablar «de nombres propios y ajenos», ya que evocan esos jardines ajenos, el hermoso título de Bioy que se mencionaba, uno de esos libros de otros, que las citas y las voces diferentes justifican. En el caso de Proust, el registro civil justifica la «propiedad francesa» de los nombres propios, mientras que en el caso de Bioy las justificaciones podrían ser las mismas, aunque impugnadas por una sostenida ironía. En su caso no se puede pasar por alto la chispeante intención paródica que acelera el engranaje, poniendo en marcha sus narraciones, las raíces autobiográficas, donde se burla del sentimiento nacionalista, de cualquier nacionalidad y, particularmente, de aquellas que, francesa o argentina, le atañen:

«Hablaban correctamente francés; muy correctamente; casi como sudamericanos»32.



Más de un siglo antes que Bioy naciera, ya decía Ascasubi lo que diríase de él: «y como es accidental / ser francés o americano...»33, y la distinguida indistinción lo favorece. No es la única vez que Bioy hace escarnio, a dos puntas, del esnobismo latinoamericano como de los emblemas y estandartes de la cultura francesa. ¿Aludirá a los excesos de una vocacional y excesiva francofilia que los hispanoamericanos o criollos rioplatenses profesamos como admiración acrítica por una cultura que suele no disimular que Chauvin era francés? Si bien el barbarismo «drapeautique» burla la superchería patriótica, el escarnio mayor de Céline no fue ultrajar los emblemas patrios sino envanecerse de su arraigo más profundo difundiéndolo en su antisemitismo rabioso. «A los lectores de Céline les gusta que les escriban a gritos», dice Bioy34, y no tiene inconveniente en entrecruzar o superponer la vista y el oído, como las sinestesias fantásticas que inventaba el científico, impostor y siniestro, en Plan de evasión.

Aventurándose en las hazañas de una biotecnología médica perversa, que ahora ya impuestas sobrecogen menos que hace sesenta y tantos años, el narrador anticipa los avances de pantallas y probetas que han normalizado la demencia de los experimentos genéticos y sensoriales. Entre las «Correspondencias» de Baudelaire, las máquinas de La invención de Morel y las visiones provocadas en Plan de evasión, el narrador reproduce la hermosa cita de William Blake que figura en esta novela a manera de epígrafe interior:

«¿Cómo sabes que el pájaro que cruza el aire no es un inmenso mundo de voluptuosidad, vedado a tus cinco sentidos?»35.



Los experimentos sensoriales, sus correspondencias poéticas y las invenciones que los promueven, además de cruzar los sentidos, atraviesan -como el ave de Blake- el espacio tendido entre ambas novelas. Son varias las señales que intercambian narradores y personajes marginales de una a otra obra: «Este hecho sugiere que el mundo está constituido, exclusivamente, por sensaciones», anota el editor, un personaje secundario de La invención de Morel36, como se alude al invento de Morel en Plan de evasión. Contrae las sensaciones o resuelve, aún por la mera muerte, el problema de la inmortalidad.

Bioy alentaba un vehemente deseo de inmortalidad. No le alcanzaba, como al personaje del film, con «Devenir immortel, et puis mourir», sino su anhelo obsesivo era devenir inmortal y luego no morir. Según señalaba Edgardo Cozarinsky, Alain Robbe-Grillet, quien también radicaba en el cine, o en su ingreso a la Académie Française, una aspiración de inmortalidad similar, conocía las ficciones de Bioy37. Tiempo atrás, otro cineasta argentino aseguraba, en una entrevista en Buenos Aires:

«[...] una vez tuve la satisfacción de escuchar discutir a Alain Robbe-Grillet, que era el autor del libro de Marienbad, y a Alain Resnais sobre qué significaba la película que habían hecho juntos. El escritor opinaba distinto que el director. Pero los dos coincidían en que se habían inspirado en la literatura fantástica argentina. Bioy Casares en particular, porque según ellos la inspiración de esa película nació de La invención de Morel»38.



Si la ficción de Louis-Auguste Blanqui se basa en una hipótesis astronómica que comprometía la eternidad, sus fugas astrales hacia mundos paralelos condicionaron la imaginación que Borges y Bioy animaron en sus escritos, para consolarse de las limitaciones de un mundo tan exclusivo como monótono o de la convicción de una temporalidad a término pero, sobre todo, para concebir, por lo menos en las narraciones, una inmortalidad capaz de prescindir del tiempo, porque se desvanece, para radicarse, en cambio, en un espacio que siempre está ahí. El tamaño de mi esperanza39 se diferencia, como ya se había mencionado, solo en pocas letras de El tamaño del espacio40. Son numerosas y profundas las derivaciones fantásticas de la ficción de Blanqui en la obra de ambos escritores. Sin duda, las celdas carcelarias que describe en Plan de evasión, remedan aquellas en las que este temido «fantasma de la burguesía» estuvo condenado durante gran parte de su vida. Uno de sus personajes empeña sus afanes de libertad en los principios de una «bioylogía» fantástica, inducida por el propio nombre propio del autor, pero filtrada por la luz poética resumida en la serie vocálica cromática de Arthur Rimbaud. Aunque demasiado citada en las últimas décadas, no lo era cuando Bioy la transcribió, asociada a las elucubraciones biológicas de los pacientes, que no se distinguen de los presos, quienes «gozan de esa facultad, quizá benéfica, de tocar a distancia»41:

«Todo empieza en la evolución de una célula. A noir, E blanc, I rouge... no es una afirmación absurda; es una respuesta improvisada. La correspondencia entre los sonidos y los colores existe. La unidad esencial de los sentidos y de las imágenes, representaciones o datos, existe, y es una alquimia capaz de convertir el dolor en goce y los muros de la cárcel en planicies de libertad»42.



La cita es doblemente literal, pero su desplazamiento a ese contexto, tan diferente, la transforma y cambia de sentido. Paradójicos, los muros de la prisión en la novela aseguran la libertad de los reclusos. Al desplazarse el nombre propio, también cambia pero la experiencia sensorial no es tan extravagante ni tan absurda. Por denominarse Libertad, no fue menos tenebrosa la cárcel en Uruguay que todavía existe, aunque no sea la misma razón -o sinrazón- por la que se vuelve a encarcelar allí a los presos. Semejantes a otras palabras, los nombres propios se prestan a esos desplazamientos que dan significado a las metáforas, al pie de la letra o a su figuración.

En la misma novela, Rimbaud43 es el nombre de un barco, de un barco ebrio, «un bateau ivre» que navega hacia una temporada en el infierno. Traducida en forma distraída al español, la frase evoca y revoca el título del poeta pero se adecua al entorno de la Isla del Diablo, una de las islas en las que se desarrolla Plan de evasión. En aquellos días del Encuentro salteño, Bioy me decía que la mayor parte de los nombres propios de Plan de evasión los había adoptado de quienes habían luchado en la resistencia francesa. No coincide esa explicación, sin embargo, con las precisas referencias onomásticas que, en Guía de Bioy Casares, el autor revela, aunque también en esas anotaciones gran parte de los nombres propios se verifican como nombres de otros, franceses en su mayoría44. De cualquier manera, aún sin nombrar a las víctimas del nacional-socialismo se lee entre líneas, a lo largo de toda la novela, o se menciona explícitamente: «Apasiona el trabajo nuestro, el gobierno de una cárcel»45 y Castel continúa hablando como un nazi:

«-Nosotros tenemos la oportunidad, la difícil oportunidad, de actuar sobre un grupo de hombres. Fíjese bien: estamos prácticamente libres de control»46.



Contra su curiosa y constante fascinación por los nombres propios, que abarca los nombres propios ajenos, tiende a burlarse de ellos, a alterar su pronunciación hasta la obscenidad, imitando la irreverencia de juegos infantiles que los repiten y deforman en malas palabras, insultos no agresivos con los que algunos niños se divierten47. Bioy desplaza los nombres, literal y metafóricamente: van de uno a otro personaje, de la historia a la ficción, o se alternan dentro de la vaguedad recíproca de sus límites. Las destrezas poéticas de los cambios -no me atrevo a decir semánticos- ponen en jaque el canon literario y la confianza en las glorias de la historia, promoviendo «una lectura desconfiada»48. Las peripecias que un personaje, o más de uno, padecen en el drama insular de Plan de evasión darían lugar a otro «affaire» menos trágico pero tan escandaloso como el que, antonomásticamente, pudo haber iniciado el siglo XX:

«En el muelle estaba esperándome un judío moreno, un tal Dreyfus»49.



Algunas líneas más adelante50 el narrador describe al personaje y tergiversa los datos para evitar las posibles asociaciones con quien padeciera las alevosas conspiraciones antisemitas de la derecha francesa:

«[...] Dreyfus era muy ignorante: no sabía de qué habían acusado al capitán Dreyfus; admiraba a Victor Hugo porque lo confundía con Victor Hugues, un bucanero que fue gobernador de la colonia...»51.



Un Dreyfus que no es Dreyfus en una Isla del Diablo que es otra isla que se llama igual: «Al diablo las islas del Diablo», es la imprecación que figura en epígrafe y recorre en círculo esa especie de falsa tautología que, gracias al desdoblamiento referencial y semántico del nombre, o la aparente verosimilitud de empadronamientos, desplaza la identidad por una alteridad dudosa. Sin apartarse de la ignominia del affaire, pero para entreverar más el expediente de la identificación por nombres propios, casi siempre ajenos, el narrador atribuye a Nevers el delito que, también abusivamente, se había atribuido a Dreyfus:

«-Me acusan de haber vendido esos documentos a una potencia extranjera. Estoy aquí por un chantaje. La persona que descubrió ese robo sabe que soy inocente, pero también sabe que las apariencias me acusan y que nadie creerá en mi inocencia; [...]»52.



La identidad es confusa y no se aclara -a pesar de que el narrador, hacia el final de la novela, explica que Dreyfus no es Alfred Dreyfus ni Dreyfus sino Bordenave («por el informe que te mandó Bordenave alias Dreyfus»53). El «sobrenombre» desplaza otro nombre, pero el que se revela como propio es el apellido de un personaje que pertenece a otra novela54. Bioy se mofa de las coincidencias del nombre y, sin embargo, los entrecruzamientos de nombres e identidades sustentan su obra y, al mismo tiempo, la rodean de esa atmósfera extraña (no demasiado unheimlich, sin embargo) que las filtraciones de un humor indefinible contribuyen a enrarecer.

Si hace años Mallarmé señalaba que se había afectado o tocado el verso, «On a touché au vers», se diría que, por estas prácticas patronímicas de Bioy, «On a touché au nom», un toque de atención que afecta atributos y funciones del nombre.

«Como un Midas menos deslumbrante, volvemos cómico lo que tocamos»55, o por tocarlo con la misma gracia con que los tocayos56 suelen celebrar la coincidencia del nombre propio pero se divierten tanto como se inquietan. En otras lenguas, en lugar de tocayos se habla de homónimos perdiendo, por la técnica extensión de la clasificación, la referencia exclusiva a nombres propios de los tocayos y, sobre todo, el tono familiar y poco elevado que el término tiene en español. Cuando cultiva los jardines ajenos, Bioy intercala nombres propios, entre citas célebres y bromas que las burlan, y supone que una de las causas de las repeticiones podría darse por trivialidades meramente cuantitativas: «Porque los nombres son pocos, en Birmania abundan los tocayos»57.

Bioy no puede resistir las tentaciones de una vocación denominativa proliferante y anota la serie de más de cincuenta «Nombres de algunas compañías de cloacas y limpieza de letrinas», por el gusto -o el mal gusto- de nombrarlos, no más58, en la misma página donde anota, más seriamente, citas de Toulet y de Rostand. Por la mención de los nombres, acerca a los lectores o interlocutores a su mundo vital y textual; como el barniz de los pintores clásicos su buen humor los impregna de una misma tonalidad, aproximando su escritura al discurso oral, creando una familiaridad semejante a la proximidad que requieren los hablantes para oírse, burlándose de quien confunde esa cercanía con confianza: «Siempre desconfié de los diminutivos, aunque mucha gente me llamaba Adolfito (no, por suerte, mis amigos íntimos)»59.

Literal y narrativamente hablando, los nombres propios cuentan, y cuentan más aún en la figuración retórica a la que la ficción y el humor concurren (también entendido el verbo como «competencia»). Una complicidad, a medias -como todas las complicidades-, una confabulación y, como tal, una fabulación compartida y tramposa, un trompe l'oeil que, más que a las transparencias de los realismos, apela al prodigio del nombre propio. Shibboleth, mot-de-passe o password los nombres propios ajenos habilitan el pasaje por medio de una señal idiomática o cultural compartida o por el turbio reflejo de esa designación, usada como nombre-clave por quienes, por conveniencia o connivencia se valen apenas de una contraseña, identificándose como miembros de una misma tribu social, étnica, intelectual, ideológica.

El misterio del nombre parece aún más misterioso al referirse al nombre propio, a su paradójico estatuto de semántica discutible. Desde el vacío significativo a la plenitud referencial, requiere la ausencia inicial para colmarse o completarse en la situación particular en que se utiliza. Sería interesante investigar o saber qué se ha adelantado sobre la relación que existe entre la negación que el nombre propio implica y algunas de las figuras arquetípicas de la literatura: Nadie en la Odisea nombra al protagonista como Nevers nombra al de Plan de evasión, a una ciudad, o a un tópico de la filmografía. Pessoa, un poeta que empeña su nombre propio en varios heterónimos, es «persona» en portugués o «personne» en francés, significa originalmente «máscara» en griego y un objeto que fabrican las máquinas inventadas por los personajes de Bioy.

Como las metáforas de Queneau, en más de un cuento o en poesías de Borges, Nils, Nielsen o sus variantes, no son apelativos nada raros y, nihilismos al margen, si todo el Nilo está en la palabra Nilo, al final de su estrofa el nombre de un río designa menos que un nulo fluir, un accidente en el desierto, una parca realidad que no se corresponde con ninguna Idea. Las Utopías y los lugares comunes coinciden, desde las más antiguas hasta la abundante actualidad de los no lugares. Precisamente es en una «utopía», un lugar que no existe, donde se registra el siguiente diálogo:

«Yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar.

-¿Y cómo se llamaba tu padre?

-No se llamaba»60.



Las máquinas que inventa Bioy o sus personajes conceden concomitantes la conservación y la desaparición, la detención carcelaria o la fuga, un gozoso simulacro tecnológico depara salvación y condena de los presidiarios que logran escaparse sin dar un paso afuera:

«[...] el gobernador había logrado, o intentado, transmutar las sensaciones de su dolor en sensaciones auditivas. Pero como ningún dolor se presenta siempre en la misma forma, nunca sabremos qué música está oyendo Castel»61.



El nombre propio impostado arma una especie de camuflaje por la palabra misma. Por el nombre propio o por su uso desplazado, similar a los camuflajes que inventa Castel y la ilusión visual que producen, en lugar de indicar la identidad, la enmascaran. Si este personaje hace pasar las infranqueables paredes de los calabozos por la ilusión de paisajes abiertos a la espléndida belleza de la naturaleza, Bioy hace pasar, bajo el camuflaje del nombre de alguien a otro hombre, abarcando dos (id)entidades, coherente con su disposición a la dualidad. Los hace pasar por un pasaje lateral donde instala un régimen paródico, un procedimiento paradójicamente revelador de diferencias y semejanzas circunstanciales. Por el uso desviado, el nombre deviene un camaleón, un animal emblemático del nombre que identifica, que es tanto distinguir como asimilar.

Metáforas del libro o del cine, las invenciones de Bioy dan cuenta de la precaria clausura de novelas o films de donde los personajes o sus nombres escapan apareciendo en otras páginas o escenas inesperadas. Bioy sale de un cuento de Borges para celebrar ese cuento cincuenta años después de haber sido escrito. Una fuga similar, que la ficción, siempre porosa, le facilita, emprende el lector, quien puede escapar, pero hacia adentro, atravesando las cuatro paredes de un cuarto o de una celda, o entre los cuatro lados del libro o de la pantalla. Son fugas o refugios que, a veces, como en un sueño, nos permiten recoger una flor para una antología, que la vocación onomástica cultiva bajo especie de nombre propio aunque florezca en jardines ajenos.





 
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