Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —88→  

ArribaAbajo7. Clasificación de la narrativa breve

Como resultado de las reflexiones hechas en las páginas precedentes, me atrevo a confeccionar una ordenación crítica del conjunto de los relatos de Pérez de Ayala que sirva como base para abordar el estudio detallado de cada uno de ellos en un contexto que complete y explique su sentido; de este modo se procurará no considerarlos como obras aisladas y suficientes, sino como piezas de una obra total, situadas en un momento preciso de la evolución de la estética y el pensamiento de su autor. La ordenación puede ser resumida del siguiente modo:

    PRIMERA ÉPOCA: 1902-1911

    BAJO EL SIGNO DEL MODERNISMO


  1. Etapa 1902-1906.
    1. La época modernista. Pérez de Ayala, escritor simbolista.
      1. Obras primerizas: Cruzada de Amor. El otro padre Francisco.
      2. Ambiente de La paz del sendero: Quería morir. La aldea lejana. La rifa de la «xata»: Una glosa laudatoria y una crónica.
      3. Relatos sobre la soledad, la vejez y la muerte: Tío Rafael de Vaquín. Viudo (fragmento de las «Memorias de Florencio Flórez»). El «Raposía». La última aventura de «Raposía». La dama negra (tragedia de ensueño).
      4. El caso de El último vástago.
    2. Naturalismo y simbolismo. Abandono del mundo de La paz del sendero: Hacia Tinieblas en las cumbres.
      1. Conciencia y naturaleza: Espíritu recio. En la Quintana.
      2. —89→
      3. La vitalidad desmesurada: El patriarca.
      4. La brutalidad: La prueba.
    3. Relatos espiritualistas y de tono idílico. La huella de Clarín:
      1. Cuentos rurales de tono idílico y sentimental: La nación. Miguelín y «Margarita».
      2. La religión: La primera grieta.
      3. Clarín y Unamuno: Iniciación.
    4. Humorismo intelectual: La caverna de Platón. Un mártir. La espalera. La fuerza moral. El delirio.
  2. Etapa 1907-1911. Puede ser considerada como etapa de transición: búsqueda de nuevos caminos. Época de tanteos: se caracteriza, pues, por la diversidad de estilos y temas. Marcada decisivamente por la aparición de las colecciones de novelas cortas. Escasa en el número de relatos:
    1. Artemisa: naturalismo y simbolismo.
    2. Sonreía, última novela decadente.
    3. Lo trágico cotidiano: el cuento Don Paciano.
    4. Semejanzas con el Valle-Inclán de las Comedias bárbaras: Éxodo y Padre e hijo.
    5. Relato y ensayo: El árbol genealógico y Las máximas, el eucaliptus, el vástago.
    6. Relato tragicómico o cómico-burlesco: Un instante de amor.
    7. Precedentes inmediatos de Troteras: Los «relatos» de Terranova y sus cosas: Mascarita: ¿me conoces? Suprema entrevista. La vieja y la niña.
    SEGUNDA ÉPOCA: 1912-1928

    NOVELAS POEMÁTICAS


  1. Los fundamentos: 1912-1915: El Anticristo (Ejemplo). La araña.
  2. —90→
  3. La consolidación: Prometeo. Luz de domingo. La caída de los Limones. Novelas poemáticas de la vida española.
  4. Otra visión de la vida española: Castilla (1920-1922): Pandorga. La fiesta del árbol. El pueblo. El hombre. El asno. Estampa.
  5. Cuarto menguante.
  6. El ombligo del mundo. Compendio del arte narrativo ayaliano: «Grano de Pimienta» y «Mil Perdones». La triste Adriana. Don Rodrigo y don Recaredo. Clib. El profesor auxiliar.
  7. Justicia. Novela última.




  —91→  

ArribaAbajoSegunda parte

Primera época (1902-1911): bajo el signo del modernismo



ArribaAbajoI. Etapa 1902-1906


ArribaAbajo1. La época modernista. Pérez de Ayala, escritor simbolista

Como sabemos, y así quedó apuntado en las primeras páginas, Ramón Pérez de Ayala inicia su carrera literaria en el campo del simbolismo: conoce el movimiento poético francés a través de Le Mercure de France, revista a la que estaba suscrito cuando era estudiante de Derecho en Oviedo; amplía sus conocimientos con la lectura de diversos libros pedidos al país vecino por medio de su librero (Miguel Pérez Ferrero cita expresamente los nombres de Verlaine y Mallarmé); traduce versos de algunos de estos poetas y los va publicando en El Progreso (que no El Porvenir) de Asturias... Todo parece indicar que este periódico sacó su nombre fuera de los límites provincianos y puso en contacto al joven ovetense con los modernistas madrileños139, a los que conocería personalmente poco después. Sabido es también que en los simbolistas encontró el aprendiz de poeta los modelos para sus primeros frutos (recogidos por José García Mercadal en el vol. II de sus O. C.) y, con la lógica evolución y depuración, para buena parte de su primera obra lírica: los poemas de La paz del sendero (1909), y parte de los que constituyen El sendero andante.

  —92→  

En el terreno de la narrativa, Pérez de Ayala se inicia, según confesión propia140, inspirado por el modernista Valle-Inclán: la impresión que le causó la lectura de Sonata de Otoño (libro que recibió con dedicatoria de su autor) lo movió a escribir su primera novela corta, la inencontrada Trece dioses (junio-julio, 1902), un relato de tono simbolista-decadente, como podemos suponer si atendemos al modelo inspirador. La influencia del escritor gallego sobre el asturiano es notoria y duradera, según iremos viendo; pero, curiosamente, se reduce al ámbito de los relatos breves, sin llegar de una manera decidida a sus novelas mayores: el Valle-Inclán de Jardín umbrío y las Sonatas seduce al joven asturiano en aquellos primeros años de nuestro siglo, pero también el de las Comedias bárbaras se advierte con nitidez en algunas narraciones de hacia 1910-11. No han dejado de señalarse las cercanías existentes entre el expresionismo caricaturesco tan abundante en Ayala y la «estética sistemáticamente deformada» propia del esperpento, aunque es evidente que la degradación grotesca de personajes y ambientes llena la narrativa ayaliana desde Tinieblas hasta El curandero de su honra, pero también desde La última aventura de «Raposía» o Espíritu recio hasta Justicia, y es posible que este procedimiento alcance su plenitud en Troteras, en El ombligo del mundo, y desde luego, en las novelas de la segunda época. Creo que podemos afirmar, con Norma Urrutia, que no estamos en este caso ante una imitación, sino más bien se trata «de una coincidencia de sensibilidad y de época»141. Por otra parte, lo «normativo» de las novelas de Pérez de Ayala podría ser, en su sentido último, lo contrario de lo esperpéntico, pero ambos comparten el procedimiento expresionista degradador para descalificar aquella parte de la realidad sometida a este tratamiento, que en el caso del escritor ovetense es todo aquel que viola o peca contra las normas de la moral natural,   —93→   quien no vive sinceramente o incumple su deber de desarrollar sus potencialidades humanas, como trataremos de ver en su momento.

Las traducciones, el relato y alguna obrita más, también desconocida (el cuento El milagro del padre Padial y, seguramente, varias poesías originales), preceden su viaje a Madrid. Pero en su ciudad natal Pérez de Ayala era conocido, ya en 1902, como modernista -pensemos en el sentido despectivo que entonces tenía este término-, y de tal es acusado en las tres sátiras exhumadas por Agustín Coletes Blanco de entre las páginas de El Carbayón (meses de julio y agosto). En dos de ellas se hace referencia a la recién publicada novelita Trece dioses, y la que corresponde al 16 de julio ostenta el elocuente título «Pérez-modernismo». Del mismo modo era tratado por El Zurriago Social, dominical que vapuleaba sistemáticamente a El Progreso y a La Aurora Social. En el último párrafo de su artículo, Agustín Coletes se pregunta por la existencia de un grupo modernista cuya cabeza visible, por ser el blanco de las sátiras, es la de Pérez de Ayala142. No podemos dar satisfactoria respuesta a este interrogante, pero sí apuntar que en aquellas fechas ya había entrado en contacto con una persona, notablemente mayor que él, cuya influencia debe ser subrayada: me refiero a don Rafael Zamora, marqués de Valero de Urría, centro, a su vez, de un grupo selecto de ovetenses en el que se integró el joven «modernista»143.

Antón Rubín, a quien debemos la más documentada   —94→   semblanza de este personaje144, lo imagina en el Oviedo finisecular «alto y corpulento, con marcado aire cosmopolita y trayendo al recato de la silente 'Vetusta' el escándalo europeo del dandysmo». Don Rafael de Zamora y Pérez de Urría había nacido en París, el 21 de noviembre de 1861145. Estudia Letras, bajo la tutela de José María de Heredia; se gradúa por la Sorbona y obtiene la licenciatura en Derecho por Salamanca. En la capital asturiana se casó el 5 de enero de 1891 con doña María del Carmen Sierra y Unquera, y allí se establece definitivamente hasta su muerte, el 20 de mayo de 1908.

Un dandy en un Oviedo tan cercano todavía a «Vetusta» debía de llamar la atención lo suficiente como para ser considerado un extravagante «modernista». La amistad que comentamos parte, al parecer, de 1902. Por sus conocimientos, Valero de Urría fue requerido por la Universidad para pronunciar conferencias dentro de las actividades de la «Extensión Universitaria»; los temas hacen referencia a sus saberes sobre música (fue socio fundador y presidente de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, y también compositor), literatura griega (Homero, mitología...)   —95→   y literatura francesa; y es precisamente una conferencia sobre Baudelaire146 la que mueve al aprendiz de escritor a elaborar una documentada reseña, que aparecería sin firma en El Progreso. El conferenciante acudió al periódico para informarse sobre persona tan versada en lírica contemporánea, y de aquí nació la relación amistosa que duraría hasta la temprana muerte del marqués.

Valero de Urría había escrito versos en lengua francesa (fruto, tal vez, de sus relaciones con José María de Heredia; la familia del marqués procedía asimismo de Cuba) y alguna composición suya figura en la Antología del parnaso francés, editada por Lemerre. Profundo conocedor del griego clásico, trabajó durante mucho tiempo en una traducción «parnasiana» de la Iliada, que terminó y nunca ha podido ver la luz en letra impresa; también dejó inacabada una traducción de la Odisea. Con fecha de 30 de abril de 1904 escribe una carta contestando a la condesa de Pardo Bazán, quien se había interesado por sus actividades literarias, y le informa: «El 'Boceto heroico' sobre Héctor, y otros apuntes que tengo del mismo género, no son más que la resultante de una traducción directa del griego que estoy haciendo de la Iliada, siguiendo en todo las fórmulas de la escuela parnasiana y de Leconte de L'Isle, en la parte literaria...»147. Es, por último, autor de un original libro que recibió elogios dignos de tenerse en cuenta por proceder de quienes proceden (Pérez Galdós, F. Grandmontagne, Cristóbal de Castro, J. López Pinillos, Francisco Navarro y Ledesma, Azorín, Pedro González Blanco...); su título: Crímenes literarios y meras tentativas escriturales y delictuosas. Perpetrados por el profesor D. Iscariotes Val de Ur, catedrático de Paleografía, Criptología y Zoophonia en la   —96→   Universidad de Polanes. Publicados, comentados y precedidos de una biografía del mismo por Rafael Urdeval, telarañista. Su discípulo y albacea148. El estilo de este insólito escritor tuvo su influencia, al decir de A. Rubín, en la formación de la prosa de Pérez de Ayala. Con motivo de la publicación del libro, en el homenaje que se le tributó en Oviedo, Ayala leyó un poema al que contestó «Val de Ur» con un soneto en alejandrinos muy parnasiano, lleno de resonancias helénicas: habla de la «Hélade divina», de «Phoibos Apollon», «Delphos», «myrtos de Salamina», los «brazos de Amphitrita»...; quiere cantarle «un pean de victoria» con su «phorminga gala» cuyas cuerdas exhalan un «espero son», etc.149. A la vista de todo esto, y teniendo en cuenta que la mitología clásica y este tipo de transcripción directa de los nombres griegos abunda en las referencias satíricas de El Carbayón a Trece dioses, podemos deducir que Rafael de Zamora tuvo su parte de influencia en la creación de esta primera novela corta, y deberíamos unir este magisterio al de Valle-Inclán, declarado por el escritor muchos años después; y es muy posible, asimismo, que este docto marqués fuera el más destacado de entre esos «almos compañeros» de los que hablaba la Oda despampanante. Por otro lado, iremos viendo cómo el marqués de Valero de Urría aparece en algunos relatos de Pérez de Ayala, encarnando (o inspirando) algunos personajes; el más importante de ellos: el Juan Pérez de Setiñano, en Prometeo.

En la novela inconclusa Pilares (1915) este Setiñano, catedrático de griego de la Universidad, hombre que habla emitiendo frecuentes locuciones homéricas y que destaca en la mediocridad del ambiente, aconseja al joven Xuanón que abandone el soñoliento lugar y salga al mundo   —97→   a emprender su propia aventura vital. El mismo escritor, en el poema Epístola a mis paisanos (De vuelta y de paso en la tierra natal), confiesa:


Pero escuché el consejo homérico:
«Sé un hombre, sal de Grecia,
pon la mira en el blanco
adonde un interés universal converja»150.

El «consejo homérico» pudo haber salido de labios del admirador y traductor de Homero, sobre el que construyó el personaje de Setiñano; y en la novela, como tantas veces, utilizaría un material autobiográfico para dicho episodio. El hecho es que en el otoño de 1902 -aunque la fecha de su marcha no esté aún suficientemente documentada- Pérez de Ayala se encuentra ya en Madrid151.

En la capital de España entra en contacto con los modernistas: su admirado Valle-Inclán, Villaespesa, etc., y participa, junto con Pedro González Blanco, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Martínez Sierra y Carlos Navarro   —98→   Lamarca, en la fundación de la revista Helios, cuyo primer número aparece en abril de 1903 (aunque fue concebida y planeada a lo largo de 1902). Helios, como señala Patricia O'Riordan, «parece que empezó con el propósito de propagar el simbolismo francés en sus páginas»152. En ella publicó Pérez de Ayala, junto con poemas, cuentos y artículos críticos, un manifiesto modernista, titulado Poesía, del que transcribo un párrafo:

Las almas de los poetas modernos abandonan los antiguos asuntos baladíes y poco nobles, la contemplación impersonal limitada, de lo externo en el cosmos, para seguir con ritmo de arrobamiento, en sus estrofas místicas el vuelo de la Sophia Santa. A la antigua concreción machacona y vulgar en la métrica, de un pensamiento prosaico, ha sustituido el poema simbólico que tiene iniciaciones de sentimientos inefables, nebulosidad evocadora de música, y entraña bajo las gráciles ondulaciones rítmicas conceptos universales, no por abstrusos menos poéticos. El aparato formal, el juego externo de la rima y de las unidades métricas, todo lo que antaño caía bajo el imperio cominero y meticuloso de Polymnia, ha sufrido honda renovación y se muestra en fragante florecimiento. Los fuegos de artificio se oscurecen ante la luz interior de las almas videntes153...



Con este lenguaje preciosista, tan propio de la época, se nos proponen las ideas básicas del simbolismo: la vaguedad y ambigüedad del símbolo en la búsqueda y expresión de los «conceptos universales», los anhelos de trascendencia, la plasmación indirecta de sentimientos inefables, la referencia a la música evocadora de estados   —99→   anímicos, etc.154. Atendamos a voces autorizadas: José Olivio Jiménez encuentra en el simbolismo «dos aspectos raigales y por lo demás inextricables: una técnica, fundada en el arte de la sugerencia, al servicio de un modo de exploración o penetración trascendente y de un correlativo método de conocimiento, que lo convierten de hecho en una metafísica y una epistemología»155; y Anna Balakian, en su fundamental estudio, afirma: «[...] entre la heterogénea miscelánea de elementos asociados al simbolismo hay tres dominantes y constantes: la ambigüedad de la comunicación indirecta, la filiación a la música y el espíritu decadente»156. Si a la luz de estas conclusiones analizamos el texto de Ayala, comprobaremos cómo se ajustan los juicios del escritor modernista a los que la crítica actual establece como elementos caracterizadores del movimiento simbolista.

En los primeros días de 1904 aparece en las librerías una obra gestada en el año anterior: La paz del sendero, uno de los textos fundamentales del simbolismo, muy influido por Francis Jammes y George Rodenbach. Vierte aquí el autor sus experiencias íntimas y sus meditaciones, durante el verano del año que ha finalizado, en el campo astur, concretamente en Noreña, lugar en el que veraneaba con su familia157; en ese ambiente reflejado en el libro, según opina Víctor García de la Concha, «la naturaleza   —100→   cumple una misión trascendente: sirve de fanal a través del que se atisban las verdades ocultas y de marco en que se realiza -instrumento, a la vez, para realizarla- la purificación del alma de los elementos materiales que la esclavizan al tiempo y al espacio»158; la misma misión cumple en varios de los cuentos que rodean temporalmente ese libro poético. Densas reflexiones sobre el simbolismo despertó esta obra en Pedro González Blanco, autor de una elogiosa -e interesante- reseña crítica159.

Pero no puede hablarse del simbolismo ayaliano sin mencionar la decisiva influencia que Maeterlinck ejerció sobre nuestro escritor: la figura del autor de La Intrusa llena el centro de su época modernista. Dionisio Gamallo Fierros subraya el hecho, e incluso llega a calificar de obsesión este gusto por la obra del escritor belga160. El período de influencia se extiende desde 1903 a 1904, y los hitos más representativos serían la publicación de La dama negra en Helios (agosto, 1903); el extenso artículo en el que queda patente la devoción hacia el «maestro», «Maeterlinck», en La Lectura161; el estreno de su adaptación de La Intrusa en Oviedo (el 21 de diciembre de 1904) y el de la obra dramática que escribió en colaboración con Antonio de Hoyos, Un alto en la vida errante (31 de diciembre del mismo año)162, palmaria muestra del «teatro interior»   —101→   aprendido en esas fuentes. No es difícil encontrar rasgos maeterlinckianos en los cuentos de aquellos años: la presencia callada de la muerte, la plasmación de un dolor diluido en el ambiente, la morosidad narrativa (más bien «presentativa»), la búsqueda de la interioridad anímica, etc., se percibe claramente en Quería morir o en Viudo..., por ejemplo.

Se puede afirmar que Pérez de Ayala vivió literariamente «bajo el signo del modernismo» hasta 1911; pero esto no constituye una época uniforme, sino que advertimos un fundamental cambio de actitud que se produjo hacia 1905, cuya expresión más elocuente es Tinieblas en las cumbres, en particular el «Coloquio superfluo», capítulo «prescindible» que esa novela contiene. A este texto se remite Víctor García de la Concha para señalar su importancia también para la evolución de su obra poética, pues marca el comienzo de «una nueva preocupación temática y estética: la de El sendero andante»163, una vez que ha abandonado el mundo de La paz... Del mismo modo -y paralelamente- en el terreno de la narrativa breve encontramos en esas fechas un cambio de orientación, que precede en unos meses (puesto que ese cambio ya es perceptible en relatos de 1904) al comienzo de la redacción de la novela antes citada: del simbolismo decadente y maeterlinckiano se pasa al predominio de un tipo de relato naturalista-simbolista, cuya primera muestra sería Espíritu recio. En el ámbito de los relatos breves, el «modernismo», entendido en esta nueva modalidad, se extendería hasta 1909, fecha de Sonreía, última novela corta de tono simbolista-decadente en la que es notoriamente perceptible una postura irónica; pero también hasta 1910 (Don Paciano, atendiendo al tipo de los personajes protagonistas) o 1911, últimos reflejos modernistas llevados al terreno mítico de las Comedias bárbaras.

Es evidente que el escritor asturiano abandona la actitud de adhesión y militancia modernista, de estrecho   —102→   compromiso con una estética simbolista, para adoptar una postura crítica hacia esa misma estética, aunque sin dejar de utilizar sus procedimientos. Así, las obras centrales de este período, las tres primeras novelas de la tetralogía de Alberto Díaz de Guzmán -de 1905 a 1911-, son palmariamente modernistas, con su protagonista problemático, hiperestésico, hipercrítico y abúlico, desorientado normativamente en un mundo al que no puede adaptarse. Encontramos también en ellas esa conjunción naturalista-simbolista que caracteriza a la novelística del «modernismo», lo que las vincula estrechamente con su época, pero las singulariza la postura desde la que están narradas. Carlos Longhurst ha visto muy bien cómo en Tinieblas el escritor se mantiene distante y construye muy desde fuera su obra, e incluso llega a adoptar «una actitud burlona y satírica hacia el esteticismo modernista»; en suma, según el citado crítico, Pérez de Ayala con esta novela «no sólo está a la cabeza de los que inauguran la nueva narrativa tras la quiebra de la novela realista decimonónica, sino que por añadidura sabe distanciarse e incluso reírse de la novedad»164. La misma actitud percibimos en La pata de la raposa: el prisma esteticista desde el que Alberto contempla el mundo -siempre lo ve desde el arte o la literatura- lo lleva a recibir una visión errónea de la realidad, a vivir en un mundo mixtificado y a padecer una existencia sin sentido; al tiempo que, con frecuencia, sus expresiones verbales rozan el ridículo, por lo afectado.

Para 1911, nos dice María Dolores Albiac, «las posturas modernistas quedan descalificadas»165; y a esta misma fecha hacía referencia Víctor García de la Concha para situar el momento en que Ayala hace explícita su postura frente al «modernismo» convencional decadentista166.   —103→   Al año siguiente, en la novela que inaugura toda una nueva época y que cierra la anterior, Teófilo Pajares representa al poeta -«gárrulo urdidor de palabras»- que encarna lo más obsoleto, estéril y, por ende, inauténtico, del arte llamado modernista. Pero ya en 1911, en las crónicas de Terranova, nos había aparecido Huevillos, un esbozo de Teófilo, quien, como el personaje de Troteras, creaba un arte falso y ridículo cuyo pecado consiste en trasmutar directamente la realidad cotidiana más vulgar en ficción embellecida, en lugar de intentar hallar el sentido profundo de dicha realidad.

José María Martínez Cachero en un excelente artículo que debe ser leído para completar lo mucho que en estas líneas se ha dejado por decir167, nos habla del cambio y la doble postura de Pérez de Ayala: en (o dentro de) y ante (contra) el «modernismo». «1916 -nos dice- es un año en que se produce la coincidencia de ambas actitudes con y contra, a saber: muerte de Rubén Darío (Nicaragua, 6 de febrero) y estreno en Madrid de La Leona de Castilla, drama de Francisco Villaespesa»168. Como hemos podido ver, esta actitud viene de años atrás: desde 1911, fecha en que su arte se distancia definitivamente de la estética modernista, y aún más, desde 1905, cuando, empleando dicha estética, sabe mantenerse en una postura crítica ante ella169.

  —104→  

1.1. Obras primerizas: «Cruzada de amor» y «El otro padre Francisco»

Si en la clasificación que sirve de base a esta parte del trabajo destaco estos relatos en un primer apartado, lo hago movido por dos motivos principales: primero, porque así parece aconsejarlo el autor; en segundo lugar, porque presentan unas características peculiares que no volverán a aparecer posteriormente. Veamos ambos motivos.

En la «Noticia del autor» que aparece al frente del volumen Bajo el signo de Artemisa -que es el que cobija estos dos relatos-, tras declarar que reúne allí «novelitas   —105→   de mocedad», confiesa: «Las dos primeras las escribí siendo casi un niño. Adviértase, por eso, en ellas cierto carácter de ejercicio o gimnástica o scherzo literarios, como es uso en las doncelliles campañas de un escritor bisoño»170. Con esto quedan definidas y clasificadas por su creador, quien se complace en descubrir al público sus imperfectas obras primerizas, sin rubor y con bastante desenfado. Ahora bien, uno de esos ejercicios literarios había sido publicado, como ya dijimos, en Helios, en el mes de junio de 1903, aunque su fecha de composición lo sitúa en el año anterior; Ayala contaba entonces veintidós y se encontraba algo lejos de ser «casi un niño», como afirma en 1924. Sin embargo, a Cruzada de amor se le puede aplicar perfectamente lo confesado por su autor, y el relato se explica muy bien de este modo. Por su estilo, parece anterior al de 1902, pero lo que hasta fechas recientes -1980- no sabíamos es que fue publicado en 1904 en la revista catalana Hojas Selectas171, y esto plantea un problema de datación difícil de resolver con exactitud.

Gamallo Fierros apunta con inteligencia que, en buena lógica, quien ha asimilado en 1903 el arte de Maeterlinck, no podía entrar en 1904 «retrocediendo a un tipo de novela histórica romántica, sin mérito de reelaboración de ambiente, a lo Flaubert, ni siquiera el desarrollo de un argumento propio para adultos»172. Y lo imagina «revolviendo textos de su adolescencia literaria» y rescatando éste para enviarlo a la revista barcelonesa.

Por otro lado, si confrontamos el texto de 1924 con el de su primera aparición impresa encontraremos notables   —106→   diferencias. En la primera salida, la novela se subtitulaba «Historia de los tiempos medioevales», y cada uno de sus doce capítulos iba encabezado por un epígrafe, que fue suprimido posteriormente. Las variantes abundan, se ha retocado, pues, el texto del relato y se le ha añadido un párrafo final alusivo a lo oportuno de la muerte del protagonista antes de llegar a conocer a su amada, puesto que la amada perfecta siempre es un ideal:

Tuvo además la fortuna de que la señora de sus pensamientos jamás cerca de él le dio celos con otros, ni puso mala cara, ni le dijo una simpleza, ni le causó una decepción. Ventajas de amar una amada remota, que es como enamorarse del ideal que uno mismo ha engendrado. Y si la novia de nuestros sueños se hallase en la luna, mejor. Es decir, esa novia perfecta siempre está en la luna173.



Esta conclusión pertenece a la madurez del escritor. El subtítulo de 1924, «Novela romántica», alude con claridad a su entronque literario, puesto que se encuentra más cerca de la novela histórica que comenzó a cultivarse en la época romántica, y que se continúa publicando y leyendo a lo largo del XIX, que de la narrativa modernista (las sugerencias, el preciosismo decadente, el afán por trascender la realidad, están prácticamente ausentes), a la que Ayala contribuirá con los relatos que rodean temporalmente la primera aparición del que nos ocupa. Puede resultar interesante, en este sentido, recordar lo que el profesor Montesinos apuntaba sobre la gestación del «modernismo»:

Sería imposible hacerse cargo de los destinos de los hombres del 98 (me atrevería a decir que lo mismo ocurre con los modernistas americanos) sin tener en cuenta hasta qué punto el ambiente que respiraron estaba impregnado de romanticismo. Sobre todo, en las remotas provincias. Podría ocurrir que   —107→   en las capitales, un más enérgico oreo -los incontenibles aires de afuera- disipara o adelgazara las esencias románticas, pero en la provincia éstas se adensaron por mucho tiempo... Hasta que no se haya estudiado suficientemente este punto, no se comprenderá bien cómo y por qué el «modernismo» no fue otra cosa que el culteranismo de lo romántico -como la literatura culterana fue el modernismo de la petrarquista174.



Podemos comprobar que entre las lecturas juveniles de Pérez de Ayala, anteriores a estas fechas, las obras de autores románticos tienen la primacía: Miguel Pérez Ferrero nos dice que en el Colegio de la Inmaculada de Gijón leyó todo Zorrilla y el duque de Rivas175, y que en el último curso de bachillerato, en Oviedo, leyó la obra completa de Espronceda «en una edición catalana, Arte y Letras»176. Sin embargo, a todo lo dicho hay que anteponer algo esencial: el tono paródico del relato. Nos encontramos ante una obra humorística. El escritor emplea un estilo ampuloso, grandilocuente, para narrar las aventuras de Godofredo de Rudel, el «cruzado de amor» que marcha desde Bretaña hasta Trípoli para servir a la dama de la que se había enamorado por referencias de unos peregrinos. El centro de la historia es, sin duda, el episodio que transcurre en Provenza, en las «Cortes de Amor» del castillo de Fontignac (Provegnac, en 1904), en las que Godofredo hace gala de sus condiciones trovadorescas177.   —108→   Dedica también algún párrafo a describir la cruzada de San Bernardo y la marcha del ejército cristiano. Introduce de vez en cuando notorios y divertidos anacronismos -de los que nos avisa en el prólogo de 1924; Gamallo Fierros advierte rasgos pre-cunquerianos en la novelita-, así como citas eruditas y referencias clásicas (el elogio de Baltasar Castiglione a Isabel la Católica; explícitas alusiones al Quijote y calcos cervantinos; se menciona a Esopo, Fedro, Apeles, Jasones y Argonautas, Galeno, Horacio, Amadís, Cleopatra, Judit, etc.): la obra está hecha desde la cultura de un joven aprendiz de escritor. El léxico culto es abundante, así con los arcaísmos, «deliberadamente intensificados» a juicio de José Manuel González Calvo178, que alimentan el tono humorístico: «yantar», «priesa», «aína», «oribe», «poseído de pavura», «los nuestros pechos», «la vuesa merced»...

El humor y la parodia hacen su aparición desde el primer párrafo: Godofredo de Rudel, príncipe de Blaye, «paseaba su melancolía» acompañado por su fiel bufón Pipolín («más fiel, a decir verdad, que divertido») y su perro Ciclón, «un lebrel canela, ya viejo, que en su vida había perseguido liebre alguna»179. La escena es un anticipo de aquella famosa de Troteras en la que se nos detallan sucesivamente los puntos de vista de cuatro personajes: don Sabas, Rosina, Pajares y Rosa Fernanda (termina el narrador señalando lo interesante que sería conocer el   —109→   punto de vista del galápago llamado Sesostris). Pues bien, aquí también se nos muestran los pensamientos de cada uno: Godofredo, naturalmente, soñaba con una mujer, pero no del norte, que es lo que tenía a mano, sino con una belleza meridional «apasionada y ardiente como el sol». Pipolín: «¡Ay! Entonces como ahora, los bufones no pensaban maldita la cosa.» Pero, sorprendentemente, con el perro no sucede igual, ni tampoco lo que años después sucederá con Sesostris:

Ciclón, el viejo lebrel, también iba presa de amargas meditaciones. Es de advertir que así como en las épocas clásicas de Esopo y Fredo los animales poseían la facultad de hablar, en los tiempos a que nos referimos, aunque habían perdido ésta, conservaban aún la de pensar. Pensaba el can anciano que Folquet, el pícaro cocinero, de algún tiempo a aquella parte, venía disminuyéndole la ración, con descaro y sin límites. Y por más que daba vueltas en su sesera canina, no atinaba con el modo de poner fin a tal desmán180.



Y cerca ya del desenlace, una buena muestra de la utilización de esa ironía que confiere un aspecto jocoso al relato la podemos encontrar en un momento grave y trascendente, aquel en que el de Rudel, camino de Trípoli, cae enfermo:

Aunque la nave era de las veleras más avisadas y agudas, a Godofredo parecíale tan torpe y lenta, que su tardanza le causaba no floja congoja, ya que él hubiérala querido ver pareja con su acalorado pensamiento; y esta desazón trocóse en inquietud, la inquietud en decaimiento y el decaimiento en un tabardillo de mucho cuidado, al decir del mercader, que se preciaba de entendido en la medicina; por donde ha de verse cómo el mal de amores produce tabardillos, aunque el buen Beltrán creyese que la   —110→   tal enfermedad veníale al príncipe del gran calor que a todas horas en sus espaldas y cabeza recibía»181.



Ahora bien, junto al tipo de prosa habitual en esta novela, cuyo ejemplo pueden ser los párrafos arriba mencionados, nos sorprende algún fragmento aislado, al comienzo de la obra, de clara inspiración valleinclanesca, que contrasta fuertemente con el resto de la narración. El protagonista piensa en «aquellas nobles damas, llenas de honestidad y adornadas de virtudes»182. Y un poco más adelante, los peregrinos que llevan a Godofredo las noticias de la belleza de Melisenda son presentados de este modo:

Eran dos peregrinos. Venían vestidos de tosco sayal pardo, raído, andrajoso, sembrado de grandes conchas bautismales cogidas en playas distantes. Bajo el amplio chambergo, que para resguardarse del sol llevaban, pendían las hirsutas cabelleras, greñosas, empolvadas. Las secas manos, acartonadas por el sol del Sur, aprisionaban con angustia el bordón, en cuyo extremo la calabaza mostraba su redondez hidrópica. Los pies aparecían hollados de sangre por los abrojos de un camino de penitencia. Los dos mendicantes estaban llenos de unción y santidad. El uno era viejo, casi valetudinario, como esas esculturas góticas esculpidas en madera oscura sobre los sitiales de los coros. El otro era joven. Entrambos tenían los ojos cansados, mates, de agua estancada, circundados de grandes ojeras cárdenas, ojos que se perdían en las elevadas esferas del arrobo místico183.



Parece clara la referencia a Corte de amor (Florilegio de honestas y nobles damas) y es evidente el estrecho parentesco que el texto citado guarda con Flor de santidad   —111→   (Historia milenaria), publicada en ese mismo año de 1904, aunque es el resultado de la fusión de varios cuentos que han venido precediéndola, el más importante de los cuales, Ádega, data de 1899. De haber seguido por este camino, Pérez de Ayala habría compuesto un relato prerrafaelista, y habría contribuido al enriquecimiento de esta corriente dentro del modernismo peninsular, pero estos fragmentos se quedaron aislados, dentro de una obra de tono muy diferente.

Lo dicho hasta aquí me lleva a una conclusión sobre la historia del texto: supongo que la novelita fue compuesta años atrás -coincido plenamente con Gamallo Fierros- y sería, en efecto, un ejercicio literario realizado sobre una historia ya existente con desenfado y buen humor. Este relato sería retocado en 1904 y se le incorporaron entonces los fragmentos de inspiración valleinclanesca (más modernos que el resto de la narración). El texto tal vez fuera escogido por su autor para su publicación por no ser, en ese momento, algo totalmente pasado de moda, pues, por el tema, quedaba relacionado con la corriente prerrafaelista, entonces en boga. Las características de la tercera redacción -la de 1924- ya quedaron apuntadas.

Pero desde ese carácter básico de ejercicio literario hecho con cultura y humor, que es lo que define a esta novelita, tal vez lo más digno de ser resaltado sea el uso de esa ironía de tono paródico que baña toda la obra. Parece ser que el joven Ayala se complace en destruir el mundo romántico que atrae su imaginación. En esta ambigüedad se mueve Cruzada de amor: por un lado, el hecho de que desde el recuerdo, en 1924, califique Ayala la Historia de los trovadores de Víctor Balaguer -de donde sacó el asunto- «libro de lectura la más sugestiva para un muchacho»184, delata ese recreo imaginativo del joven escritor y una cierta complacencia sentimental con la historia narrada (naturalmente, en la novela se advierte el   —112→   gusto por la evasión imaginativa hacia los escenarios y ambientes descritos); por otro lado, el carácter cerebral y autocrítico de nuestro autor -que ya se advierte en estas primeras obras- lo mantiene a distancia, usando casi constantemente una ironía que impide su compromiso con la historia narrada185, lo que produce ese tono paródico que destruye el sentimentalismo habitual en esta clase de relatos.

Diferente actitud encontramos en El otro padre Francisco. Pérez de Ayala se nos muestra aquí más directamente, complaciéndose con la figura de su admirado Rabelais, protagonista de esta aventura apócrifa. Por lo pronto, lo primero que se advierte es la notable evolución que ha sufrido la prosa del joven escritor, quien se ha puesto al día: ya no tiene nada que ver con ese estilo retórico, imitación y parodia de la novela histórica de la época romántica; estamos ante una prosa fluida, con tendencia a la musicalidad, muy modernista y sensual. Pero presenta también unas características peculiares: está convenientemente apartado no sólo cualquier atisbo decadentista, sino lo que pueda mermar el radical vitalismo y esa atmósfera de «alegría de vivir» que impregna todo el relato. En el primer párrafo se nos muestra el escenario de los   —113→   acontecimientos, cuidando bien su caracterización y destacando los rasgos pertinentes a la historia; como es obvio, emplea un estilo inspirado en el Valle-Inclán de Jardín umbrío, en el que se ha eliminado el tono melancólico y decadente:

El jardín del monasterio sonríe, recatado en la penumbra tibia de la tarde otoñal. No es un jardín místico [...] Es más bien un parque pagano, afrodisíaco, poblado de rosas carnales, pinos eréctiles y olorosos laureles, cuya regalada sombra es propicia a la égloga. Los árboles indolentes rozan entre sí las ramas con suave temblor de voluptuosidad bucólica. La hierba, crecida, se rinde blandamente al halago de un viento indolente cargado con aromas prolíficos, enervantes186.



Es un cuento sin acción: sobresale la creación de ambientes voluptuosos y alegres (la primera parte es una conversación, en este jardín «afrodisíaco», entre el fraile escritor, protagonista de la historia, y Juanita, «una moza fresca y copiosa como manjar de prior») y la descripción del personaje central. Todo converge hacia la breve anécdota final, que es la que justifica el relato: la suplantación de la imagen de San Francisco, en su hornacina de la iglesia, por el cuerpo vivo del «otro padre Francisco», el jovial Rabelais, y la consiguiente paliza que recibe de manos -y pies- de sus afrentados compañeros de orden.

Igual que el de la novela anterior, el texto de este cuento ha sido convenientemente retocado para su segunda aparición impresa, en el volumen de 1924. Además de contener numerosas variantes, el título ha sido modificado (Una aventura del padre Francisco se llamaba en Helios) y se le ha añadido un subtítulo (Cuento drolático) y un importante párrafo en el que Francisco Rabelais, antes de ser apaleado, lanza en un breve discurso unos consejos   —114→   a los hombres todos, resumen apretado de la intención (o «mensaje», como se decía hace unos años) del cuento. En la varias veces citada «Noticia del autor», éste declaraba que «esas líneas juveniles, trazadas con mano impaciente ante la vida incógnita, aún no vivida, quizás traslucen algunas adolescentes intuiciones y actitudes humanas que en el correr de los años venturosos hubieron de robustecerse y afirmarse. Digo, quizás»187. Pues bien, estas «adolescentes intuiciones» se encuentran aquí, y son recogidas y subrayadas en el fragmento añadido veintidós años después:

Fetiche por fetiche, tanto vale este mísero costal de miserias, pecados y altos pensamientos, que es el pobre padre Francisco, como aquel vaso de pureza y santidad que fue el pobrecito de Asís, el seráfico Francisco. No adoréis ídolos humanos. Seguid lo que de natural y de sobrenatural haya en los hombres más hombres: la inteligencia magistral, el corazón ardoroso, el instinto fuerte. Hermana Paloma, sí; y hermano Lobo. Y también, hermano Macho Cabrío. Alegría, alegría. Aleluya, aleluya. Buscad y sorbed el sustentífico meollo. Haceos libres, amigos, dejando libre vuestra humanidad aherrojada. ἔστε ἄνδρες ψίλοι [εστε ανερ Φιλου]188 (sed hombres, amigos)189.



Este discurso incorporado en 1924, en el que se percibe la influencia de Nietzsche, entronca con uno de los temas básicos de las novelas «normativas» o «poemáticas»: el de la búsqueda de los valores vitales, de la plenitud humana, que encarna en personajes de vitalidad ascendente como los protagonistas de El Anticristo o el de «Grano de Pimienta»..., por poner dos ejemplos. Y esto se encuentra de manera precoz en la versión de 1902: frente a los zafios y mortecinos religiosos de su comunidad, el «otro» padre Francisco lanza su entusiástico grito vitalista, enseñando humanidad a los hombres.

  —115→  

No habría que desvincular la figura del autor de Gargantúa y Pantagruel, tal como aparece en el cuento, de la del hombre que descubrió al joven Pérez de Ayala la obra y personalidad del escritor francés: el marqués de Valero de Urría. Sabemos que don Rafael de Zamora tenía gran predilección por Rabelais190, y podemos percibir su presencia en la configuración del protagonista del cuentecillo. Me parece claro que Ayala puso bastante de su amigo en el personaje; e incluso diría que utilizó al marqués para dar breve vida literaria a este padre Francisco. Los rasgos que caracterizan al personaje lo delatan: su enorme cultura clásica (el relato está lleno de estas referencias, incluso aparecen citas -de Teócrito, en un caso- en caracteres griegos); la inteligencia y el amor a los placeres carnales, y la exhortación a ser un hombre completo -como aparece en el texto antes copiado-, habitual en la mayor parte de sus apariciones en la obra de Pérez de Ayala, como iremos señalando.

Es notable la diferencia entre estos dos relatos. En el último, Ayala no utiliza la ironía distanciadora, sino, al contrario, se siente comprometido con lo narrado, expresa sus convicciones y admira al protagonista. Ejercicio literario, aquél, del que el escritor se mantiene distante, y cuento vitalista, éste, en el que se entrega alegremente, pueden ser los rasgos más destacables de estas narraciones. Ambas tienen en común dos aspectos que no volveremos a encontrar en la narrativa ayaliana: la recreación del pasado (Edad Media, siglo XVI), y otra cosa más importante: el optimismo.

1.2. Ambiente de «La paz del sendero»

Quería morir, uno de los primeros relatos del joven Pérez de Ayala, fue publicado en las prestigiosas páginas de Los Lunes de «El Imparcial» el 1 de febrero de 1904. Según García Mercadal, fue el mismo Ortega Munilla quien lo invitó «para que probase su pluma por ver si alcanzaba   —116→   el grado de novedad y excelencia que tal colaboración requería». Y, a continuación, el recopilador de la obra ayaliana nos subraya el valor autobiográfico de la obrita:

Tomó el joven astur [...] unas cuartillas [...] y, ni corto ni perezoso [...] pergeñó un trabajo breve, sencillo y sentimental, reflejo de un instante desgarrador de su vida, que habría podido figurar en sus Memorias, si alguna vez hubiera pensado en escribirlas. Alea jacta est proferido antes de liquidar un amor de muchacho, y antes de lanzarse a las batallas donde ganar sus entorchados de gran escritor [...]»191.



Quería morir es un cuento simbolista y decadente relacionado con el ámbito de La paz del sendero, publicado en ese mismo año. El protagonista medita rodeado por una naturaleza que le sugiere esas «verdades ocultas» de una forma no racional: en una tarde otoñal «apacible y solemne como un culto» se siente poseído por un sentimiento inefable que no acierta a expresar, «que desligándose de las ataduras concretas del lenguaje, tomó la forma de cosquilleo dulcísimo que me runruneaba por dentro. Estaba discurriendo musicalmente, según quería Hegel, y más tarde Schopenhauer; pero la misteriosa canción con la cual vibraba mi alma como arpa en un acorde final, negábase a brotar de los labios»192. Le dan la solución unos versos recitados por su novia («¡Qué triste es la vida!/ ¡Yo quisiera morir!» en el «rancio e inmenso salón, que da al norte de la casa infanzona», adonde ha acudido en una visita crepuscular -decorado y ambientación muy frecuente en las narraciones del Valle-Inclán de aquellos años-. El protagonista-narrador desentraña, de este modo, el misterio que lo rodea:

Y es que la idea de la muerte noble, santa, con grandeza, envolvía el campo como un pensamiento   —117→   infinito; era la voz de la tierra que yo no atinaba a descifrar; era la letra de la música que me cosquilleaba en las últimas profundidades del pozo de mi espíritu193.



La naturaleza le enseña su gran verdad oculta, en el atardecer de un día otoñal, mediante la forma (artística) que para Schopenhauer era casi una revelación de la Voluntad misma. La música, según Anna Balakian, también era considerada en el simbolismo «como una forma no objetiva del pensamiento, que activa la mente más para sugerir que para dictar conceptos y visiones»194. Por otro lado, la muerte es el centro de sus reflexiones, con lo que tenemos perfectamente dibujado el cuadro de una actitud decadente: «[...] 'decadencia' -nos dice la autora citada anteriormente- en el sentido simbolista [...] es el estado de espíritu del poeta hechizado por la crueldad del tiempo y la inminencia de la muerte. Se trata de un embelesamiento en sí mismo y en los misterios de una fijación interior sobre los incomprensibles límites de la vida y la muerte; son las delicias del supersensible»195.

Encontramos expresadas también ciertas ideas de La paz del sendero, prosificando casi algunos versos: «El fenecer   —118→   de la tarde flotaba en nuestras almas»196, leemos en el cuento; y en el poema «Nuestra Señora de los Poetas»:


He venido de visita
a este palacio tan viejo.
Hay crepúsculo en mi alma
y hay crepúsculo en el cielo197.

Y algunos otros párrafos dedicados a las vacas o a la luna (tan presentes en el libro poético): «[...] las vacas [...] dejaban caer en el crepúsculo el triste tremor de sus esquilas»; o «la luna, como el alma de la noche, difundía en el paisaje la melancolía de su luz aterciopelada y cariciosa»198. Del mismo modo hallamos prosificaciones en el artículo crítico -con ribetes de relato- La aldea lejana (Con motivo de «La aldea perdida»)199: «Cuando atardece en el cielo hay tristeza crepuscular en las almas», con la misma idea de raigambre romántica, pero de cercano estímulo verlainiano, de identificar el estado de ánimo con la naturaleza, o de utilizar la naturaleza como correlato objetivo de los estados de ánimo; también encontramos aquí resumida la idea central del poema «Dos valetudinarios»: «Desde mi lecho veo a los muebles adoptar posturas de seres adoloridos y recatarse discretos con espesas gasas de penumbra; en el suelo, sus sombras se alargan hasta la alucinación. Un sillón grave, taciturno, es   —119→   compañero mudo que vela cerca de mí, persona querida, que aguarda mi voz; su actitud es resignada y maternal»200. Pero ni La aldea lejana ni La rifa de la «xata» son relatos, y si los he mencionado aquí es sólo porque presentan ciertas relaciones con La paz..., como sucede con el cuento que hemos comentado. La aldea..., es, al decir de García de la Concha, «una glosa laudatoria hecha desde un punto de vista absolutamente subjetivo»201. El escritor nos relata cómo en una tarde de enfermedad (con una ambientación palmariamente decadente) leyó la novela de su paisano Palacio Valdés, y la sensación que le produjo. La rifa de la «xata» es una crónica de tipo lírico y sentimental en la que la vaca astur alcanza una categoría mítica: «Los campesinos saben poner en su amor a las vacas cierta religiosidad perspicaz y panteísta, una adoración muda, solemne, como de culto, algo idolátrica. Porque las vacas son ídolos caídos; atraviesan la vida con parsimonia lenta y ritual, sesudas, resignadas como dioses pretéritos, nostálgicas de las grandes pagodas del Indostán y de los policromos pedestales egipcios»202. Idea esta última muy cercana a Valle, quien habla del llanto del «dios antiguo al extinguirse su culto»203.

1.3. Relatos sobre la soledad, la vejez y la muerte

Bajo este epígrafe reúno seis cuentos (o cinco y una breve pieza teatral de especiales características, como veremos) que, aunque también presentan una estética simbolista-decadente, mantienen diferencias temáticas y ambientales con La paz.

Común a estas narraciones, como reza el título, es el tema de la caducidad de la vida, la melancolía, la soledad,   —120→   y todo ello adecuadamente ambientado dentro de una estética decadente. Los protagonistas son seres enfermos (el joven de La dama negra; el narrador de Viudo; el sobrino del sacerdote protagonista de Tío Rafael de Vaquín) o ancianos que guardan un pasado de esplendor y misterio (El «Raposín»). Se mueven en ambientes otoñales y crepusculares o nocturnos, pues la muerte de la naturaleza acompaña la muerte de la vida o de unas ilusiones; o, aún más, el ambiente cerrado y enfermizo de un invernadero es un lugar simbolista y decadente bien utilizado en La dama negra.

Podrían estos cuentos agruparse en torno a La paz del sendero, que sería la obra fundamental de aquellos años, de la misma manera que los poemas simbolistas compuestos por entonces son clasificados por García de la Concha como «Poemas del ciclo temático de 'La paz del sendero'»204. Sin embargo, estos relatos guardan ciertas particularidades. En Quería morir, que, aunque obra en prosa, pertenece al ciclo temático y ambiental del libro poético, la muerte es percibida y sentida como «la voz de la tierra»; pero es una muerte «noble, santa», que llena el universo entero: nos revela todo ello una voluntad de «integrarse en lo sobrenatural sin perder el contacto con la tierra» -puesto que es la misma tierra la que lleva al narrador- protagonista a su experiencia trascendente y de acoplarse a una armonía soñada en un mundo que se ha vuelto hostil, del que el autor modernista tiende a evadirse o marginarse205. El mundo, que se presenta como fragmentario, es inasible, y el poeta, como sucede en La paz..., aspira a trascender la realidad y a vislumbrar la totalidad; incluso de los objetos y de las pequeñas cosas inanimadas extrae un alma, como sucede en el poema «Dos valetudinarios», que citamos a propósito del artículo La aldea lejana. La nostalgia de una armonía imposible, aspecto   —121→   básico en el simbolismo-decadentismo, y el rechazo del mundo cotidiano es lo que caracteriza ampliamente a estos poemas o narraciones que, en definitiva, tienden a la «evocación musical y sensorial de principios universales», sintética definición que tomamos de García de la Concha206. Sin embargo, el anhelo de totalidad queda como una utopía, y lo que se impone es un profundo sentimiento de soledad, que se hace patente en el momento en que la soñada armonía se desvanece: y esto es lo que distingue a los relatos que aquí consideramos. El cuento Tío Rafael de Vaquín es, tal vez, el más explícito en este sentido: Tío Rafael es un «sacerdote independiente» que vive una existencia apacible en la paz de un pueblo costero, acompañado solamente por su sobrino, al que ama mucho. Su vida transcurre plácidamente entre paseos, lecturas y la misa diaria, un «culto misterioso y recatado, lento, solemne, en que hay arrobos y transportes místicos»207; pero este mundo armónico se desintegra: el sobrino se va volviendo loco y, tras una escena brutal, es encerrado en el manicomio. Tío Rafael se queda solo:

Vuelve a su casa, sube a su bohardilla. La luna, sobre un cielo límpido, vierte la urna de su luz pálida, tenue, y entrando por la galería, dibuja en el pavimento cuadros de plata. El telescopio yergue su silueta sobre los haces luminosos, propicio a toda suerte de observaciones siderales. Acércase a él Vaquín y mira al azar, a donde le señala aquel misterioso dedo de oro. Mira y no ve nada. Los vidrios están sucios. Los limpia. Vuelve a mirar. El cielo está turbio: las estrellas se quiebran, como reflejadas en agua movible que las rompe208.



La soledad queda, pues, subrayada y aumentada por esa imagen, convertida en símbolo, del telescopio: vínculo   —122→   de unión con el universo que, en ese momento, invierte su función apuntando hacia la soledad del protagonista, que alcanza límites de una soledad cósmica. El hombre solo en un punto del universo oscuro.

Este breve cuento, en cuyo estilo se percibe la huella del Martínez Ruiz de Diario de un enfermo, está narrado, en tercera persona, por Florencio Flórez, personaje que será, a su vez, el «yo narrador» de Viudo (relato subtitulado Fragmento de las «Memorias de Florencio Flórez»). Adopta esta obrita la forma de un diario en el que el protagonista, que se encuentra convaleciendo de una enfermedad en la finca de un amigo, va apuntando sus impresiones. La atmósfera decadente nos aparece desde el principio. Hay una correlación entre el protagonista y la naturaleza, pero también se impone la diferencia entre ambos:

Desde la ventana de mi cuarto se abarca con la vista el valle de Camoca. Ese no tiene neurastenia ni desazones. Se muere todos los otoños y resucita en todas las primaveras. Ya empiezan a curvarse las hojas de los álamos, amarilleciendo; algunas han caído al suelo; el viento las arrastra con dulzura y parece besarlas en breve susurro. Me siento languidecer como las hojas casi mustias bajo este cielo de un azul tímido, litúrgico, entre estos horizontes violeta, amoratados. ¿Por qué el color negro simbolizará el duelo, el luto, la viudez? A mí me parece más triste aún, más íntimamente triste, cierto tono de violeta indeciso; el tono del cielo cuando muere el sol, el tono de las ojeras de Bernardito (el hijo de mi amigo) cuando llora209.



Como podemos comprobar, al igual que sucedía en el cuento anterior, no es Valle-Inclán el que inspira estas líneas, sino quien todavía se firmaba José Martínez Ruiz: el tono es idéntico al de algún cuento de Bohemia o, más aún, al de la novela Diario de un enfermo (1901), que es   —123→   de donde arranca directamente Ayala. Incluso emplea esas derivaciones tan azorinianas, de las que es muestra el término «amarilleciendo».

La anécdota es muy ligera, como corresponde a un relato simbolista -pues lo que importa es crear un ambiente, sugerir estados de ánimo-: el enfermo va anotando un hecho minúsculo: la muerte de la compañera del palomo Morito, un ave aristocrática, «el patriarca del palomar». Ella era una «paloma plebeya» llamada la Pinta (el nombre que llevará en 1921 la protagonista de Belarmino y Apolonio). Lo que vivamente impresiona al hiperestésico anotador es el dolor «resignado, silencioso y conmovedor de un estoico» que cree percibir en el «viudo»:

Aquella pena recatada, discreta, sigilosa, oculta bajo la sombra tibia del macizo de violetas, perdida entre los murmullos rumorosos de los surtidores del jardín, apagada por el bullicio arrullador del palomar indiferente, gárrulo, me oprimía el alma con una obsesión o un remordimiento210.



Esta obsesión por el dolor va aumentando a lo largo del relato. Pero el desenlace, anticlimático, es una enseñanza y una decepción para el protagonista-narrador: a la mañana siguiente, Morito estaba arrullando a otra paloma «canela, aristocrática y fina como él, con el mismo cerco sangriento en los ojos».

Con El Raposín y La última aventura de «Raposín» volvemos a encontrarnos en las cercanías del Valle-Inclán de Jardín umbrío. Presentan ciertas diferencias, aunque participan del mismo personaje: «Raposín» es un anciano del que se cuentan terribles hazañas como bandolero, aunque nunca se ha podido probar nada. Pretende vivir con una nieta, a la que quiere profundamente, pero su marido se lo impide. El viejo gasta todas sus ganancias, obtenidas vendiendo periódicos en la estación del pueblo,   —124→   en regalos para la nieta, y con esto va ablandándose el cónyuge. Cuando le nace un nietecillo el cuento alcanza el en clímax emotivo al que tendía: el contraste entre el legendario anciano y la criatura:

En el bautizo estuvo a punto de perder el sentido. Temía que se le deshiciese en sus manos, calludas y seniles, la leve figurilla del recién nacido. Le pareció una atrocidad el acto de derramar agua fría sobre el cráneo tierno y untar de sal la boca en capullo. No atinaba a vocalizar las palabras simbólicas del rito romano, ni pudo percatarse, en su aturdimiento, de la inquietud de los monaguillos al acercarse al ya legendario cuerpo del bandido y criminal211.



En La última aventura de «Raposín», el acento recae sobre el sentimiento de soledad y sobre la pérdida de una vitalidad pujante. El protagonista había sido un «espíritu fuerte, un alma astuta. Hubiera conducido pueblos y tiranizado naciones, porque sabía que los hombres andan en rebaño, sumisos ante el vigor de la voluntad, cuando no engañados por la perfidia de una inteligencia maliciosa. Pero las altiveces incubadas en crisis de energía habíanse quedado atrás con la adultez y fortaleza del cuerpo, haciendo del corazón vaso acrisolado y limpio en la adversidad, bien dispuesto a recibir néctar de puros amores. Volvió a los hombres, y los hombres huyeron de él o le hostigaron, ya decadente»212. El título alude a la anécdota central: un sacerdote, grotesco, soez y torpe, pretende aprovechar el estado melancólico del anciano para sonsacarle en confesión la verdad de sus fechorías pasadas. El «Raposín», astuto como indica su apodo, se vale de aquella confesión para robar al clérigo e imponerle silencio; luego, por voluntad propia, se deshace del botín, arrojando las monedas al río. Abunda en este relato, junto   —125→   con la visión de la interioridad del personaje central, la presencia de una naturaleza otoñal finamente matizada. La escena del robo, en fin, recuerda otras semejantes en Valle, en particular la del cuento Juan Quinto (recogido en Jardín umbrío), invirtiendo la actitud de los protagonistas.

La dama negra es una pieza dramática muy influida por La Intrusa de Maeterlinck. Su subtítulo, Tragedia de ensueño, la pone en relación con dos obritas dialogadas de Valle-Inclán: Comedia de ensueño y Tragedia de ensueño (forman parte ambas de Jardín umbrío). La segunda de ellas, cuyo, título es idéntico al subtítulo de Ayala, arranca también directamente del escritor belga213, por lo que deben presentar semejanzas en el tratamiento, aunque no en la historia narrada, que es muy diferente.

La obrita, como no es extraño en este tipo de piezas simbolistas, está escrita no tanto para ser representada como para ser leída; de ahí la importancia que se concede a la introducción o presentación del escenario, a las abundantísimas acotaciones, muy cuidadas literariamente -como siempre sucederá en Valle-, y hasta a un desenlace más apto para ser imaginado que para ser escenificado. La acción, que se desarrolla en un invernadero desde el que se contempla un desolado jardín otoñal en el crepúsculo214, cuenta la afanosa lucha que La Madre, El Anciano y Una Joven que viste de Blanco, mantienen con El Hijo (el personaje central, un ser enfermo) para apartarlo de su obsesión por La Dama Negra, quien hará su misteriosa aparición al final de la obra -cuando el crepúsculo   —126→   se muestra más sangriento- para llevarse la vida del muchacho. Como vemos, La Dama Negra es la misma Intrusa; pero la decoración, el escenario de Ayala es más espectacular que el del dramaturgo belga:

En el fondo, a través de los espesos vidrios glaucados del invernadero, se ve el jardín. Es un jardín otoñal y moribundo. El aire gime con inflexiones cromáticas entre los árboles, que tiemblan ateridos. Los mirtos languidecen amarilleando. Los macizos tienen surcos de color pardo, como arrugas seniles, y han perdido sus formas verdes. Las hojas secas crujen en los senderos. Los surtidores lacrimean quejumbrosos. Un ciprés verdinegro y sólido se inclina ceremoniosamente; sus movimientos son rítmicos, majestuosos. A lo lejos, la reja del parque, en cuyos hierros, primorosamente forjados, el orín ha dejado huellas sanguíneas.

En el cielo, sobre un fondo ceniciento de tarde triste, las nubes apiñan gigantescas forma de pesadilla o delirio215.



Es evidente que este escenario se encuentra en las antípodas del que hemos visto descrito en El otro padre Francisco.

A medida que la conversación entre los cuatro personajes progresa y crece la tensión, el crepúsculo va evolucionando y mostrando formas cada vez más inquietantes; hasta que, después que El Hijo hace una descripción de La Dama Negra, en la que queda patente su amor, la naturaleza señala con su inquietud la presencia de una sombra tras la reja del jardín («El viento gime con angustia. Los árboles se agitan como poseídos de pavoroso temblor», etc.), una «negra silueta que se destaca sobre la luz rojiza del crepúsculo agonizante», al tiempo que El Hijo muere.

  —127→  

Reconocemos aquí los rasgos que Susan Kirkpatrik216 señala como semejanzas entre La Intrusa y la Tragedia de ensueño valleinclanesca, pero que superan el mero cotejo entre estas dos obras para definir buena parte del teatro simbolista que nace de Maeterlinck: el referirse a los personajes mediante nombres genéricos en lugar de propios (en nuestro caso, La Dama Negra, El Hijo, El Anciano, La Madre, La Joven que viste de Blanco); la selección de objetos e incidentes que pertenecen al contexto de la obra, pero que también son simbólicos (el invernadero, el jardín muerto, el crepúsculo,...); la presentación de la llegada de la muerte por una serie de fenómenos naturales, que son signos (la inquietud que presentan los árboles, el agua del estanque, las hojas, todo animado por ese viento que «gime con angustia»); y el uso de la acotación escénica muy elaborada, que, en el caso de Pérez de Ayala, fue escrita para ser leída (en las páginas de Helios). Además, la situación central no representa una lucha activa contra la muerte, sino una espera angustiada y patética: en La Dama Negra, El Joven se entrega amorosamente a ella, pues no puede ser ganado por los tres personajes que lo empujan hacia la vida.

1.4. El caso de «El último vástago»

La novela corta que ahora nos ocupa, publicada en seis entregas en la revista Hojas Selectas, llama la atención en primer lugar por no acomodarse al esquema estructural básico de la nouvelle tal y como lo esbozamos páginas atrás. El autor la dividió en cinco capítulos y un epílogo, que ocupan en la citada revista la extensión de cuarenta y seis páginas, a doble columna y con quince   —128→   dibujos217. En la segunda edición de las Obras Completas de Aguilar -donde fue recogida por primera vez- ocupa setenta y tres páginas; es el más extenso de los relatos breves de Ayala.

La verdad es que El último vástago no es una nouvelle, si pensamos en los rasgos caracterizadores aludidos: narrar una sola historia sin que desviaciones, digresiones, personajes secundarios, anécdotas, etc., perturben su unidad; hay, pues, que buscar la concentración, la continuidad en el desarrollo de la acción, para conseguir crear un «efecto único». Sin embargo, la obra que nos ocupa es más bien un producto híbrido del roman y la nouvelle: emplea los procedimientos de aquél dentro de las dimensiones de ésta, con lo cual todo queda precipitado y desequilibrado. Abundan, además, en este relato los cambios de estilo: el primer capítulo está todo él narrado en un tono caricaturesco, expresionista, que degrada sistemáticamente cuanto aparece: un mitin republicano, sus personajes, el ambiente...; puede calificarse de pre-esperpéntico:

De sobremesa abotargáronse los rostros y entorpeciéronse los ademanes. Todo era fraternidaz, igualdaz, libertaz, según el presidente del Comité, que echaba la comida por los ojos y la bebida por los pelos. Algunos párpados carnosos caían pesadamente y llenos de sopor sobre las turbias miradas. Narices y mejillas tomaban los tonos carminosos y purpurinos del crepúsculo, las sílabas se entremezclaban en la boca y salían como masa a medio masticar. Epaminondas, que era muy avisado y vivo, miraba aquel cuadro de zafiedad plebeya que repugnaba con los más escondidos gustos de su espíritu ambicioso, hipócritamente disfrazado en la lucha de   —129→   preeminencias y altos puestos. Pensó que era imposible el mitin como aquellos bárbaros siguieran bebiendo, con lo cual, tal vez, peligraría el resultado de la elección218.



Sin embargo, la mayor parte de la obra es claramente modernista y decadente: el protagonista, Fernando Valvidares, marqués de Soto; su mansión; su amor desdichado; los personajes más cercanos a él; los ambientes tristes y crepusculares en que se mueve, etc. Los elementos integrantes de la obra se encuentran desmesurados, como si el autor se quisiera volcar en cada uno de ellos, acentuando todo lo que utiliza (pero también revela falta de preocupación por organizar la trama). Las descripciones de los paisajes, que con frecuencia adquieren un tono realista muy cercano al de Palacio Valdés, ocupan excesivas páginas; e igual sucede con las historias secundarias, como las de los padres de Mariana, protagonista femenina, desarrollada prolijamente, y la de su hermano Francisco, causante de la ruina familiar, que participan del tono mencionado. Todo ello oculta la línea argumental. Es preciso observar que el conflicto central queda apuntado difusamente al final del segundo capítulo (aparecido en aquella revista en la tercera entrega, cuando la obra llevaba ya dieciocho páginas), y confirmado, después de bifurcaciones argumentales, al final del capítulo tercero (en la cuarta entrega). Precisamente el empleo de las técnicas de la novela dentro de las dimensiones de la novela corta hace que la obra sea algunas veces confusa, sobre todo porque cada uno de los temas apuntados no puede tener el desarrollo que requiere, quedando, pues, frustrados y mal definidos. Asimismo hay que tener en cuenta que el tono simbolista-decadente, que es el esencial en la novela, origina una merma de la acción y un aumento de las descripciones de estados de ánimo, análisis de subjetividades y gusto por la creación de un ambiente enfermizo y crepuscular, sugerente: en la obra se establece un balanceo entre   —130→   lo argumental (la narración de unos hechos) y lo descriptivo-subjetivo, en el que suele tener más peso el segundo elemento.

La historia central está construida sobre la personalidad de Fernando Valvidares, último vástago de una noble familia, y sus relaciones amorosas con Mariana, la protagonista, que se verán frustadas al casarse ésta -no por amor, sino por conveniencias familiares- con don Epaminondas, orador republicano, candidato a diputado y rival político de Fernando. No se establece un conflicto abierto entre ambos pretendientes, sobre todo porque el carácter abúlico del marquesito -junto con un malentendido: sus relaciones con una joven de noble linaje, con la que rompe pronto- lo predetermina ya hacia la renuncia y el sufrimiento. La melancolía y la abulia son los rasgos principales del carácter del protagonista; su retrato es bastante elocuente:

[...] parecía un príncipe de Velázquez, decadente, esbelto y melancólico. Tenía el cabello castaño con visos metálicos, muy suave y dócil, y graciosamente vuelto en los cabos. Las cejas trazaban dos arcos firmes, negros y bien dibujados como las alas de esas aves que detienen su vuelo y flotan bajo el azul [...], las pupilas obscuras, humedecidas y tristes [...], y todo el conjunto de tan alta nobleza y serenidad como un rey joven, destronado prematuramente219.



Radicalmente opuesto a Fernando es el orador republicano, don Epaminondas, quien queda ridiculizado cada vez que aparece en la novela (sometida siempre a una visión expresionista degradadora): es insincero, arribista, vulgar, ignorante y, además, sufre de pirosis:

Así como a la media hora de la comida comenzábale a enrojecer el rostro, y un Eolo interior y protervo, en insondables enredijos de las vísceras   —131→   soltaba sus odres inflados de gases ardorosos y expansivos. Como el simún en el desierto, aquella ola de fuego digestiva calcinaba entre pecho y espalda la distinguida cenestesia del diputado220.



La oposición se establece clara: espiritual, culto y refinado, Fernando; ridículo y grosero, Epaminondas. Y cada uno tratado con diferente estilo: simbolista-decadente el primero, expresionista caricaturesco el segundo. Pero el diputado republicano ocupa muy poco lugar en el relato, y quien lo llena enteramente es Valvidares, moviéndose en una naturaleza triste -en consonancia con sus sentimientos-, en los indispensables atardeceres y en las estancias del palacio señorial. Hay prolijas descripciones en el tono más decadente y preciosista, llegando a veces al ridículo, como cuando califica al fiel jardinero Pin de «director espiritual de las flores»221.

Parece que por primera vez el escritor asturiano utiliza rasgos autobiográficos para la construcción de un personaje. Joaquín Forradellas, entre las causas que determinaron el olvido de esta novelita por parte de su autor, señala «el autobiografismo [...] aún no bien depurado»222. En efecto, Fernando se ha educado en Inglaterra (pensemos en el amor de Ayala por las formas de vida de ese país, al que posiblemente haya visitado dos años atrás); manifiesta un carácter irónico («por aquellas tierras [...] habían enseñado a Fernando a burlarse de ciertas cosas muy seriamente»)223; siente afición por las lecturas y la pintura; y, más importante, encontramos en él ese desdoblamiento que luego aparecerá en Alberto Díaz de Guzmán y que es un rasgo de su autor: actuar y, al mismo tiempo, observarse desde fuera. Por otro lado, las visitas vespertinas a casa de Mariana recuerdan las de Quería   —132→   morir o las que se mencionan en La paz... Pero aquí termina todo; el resto es pura literatura y búsqueda de una emotividad fácil al gusto del público lector al que iba destinada, para lo cual crea a este personaje que sufre por amor y que se obstina en el sufrimiento -bastante tópico en este tipo de relato sentimental- hasta llegar a límites masoquistas: al entregarse de lleno a su dolor experimenta en él «una voluptuosidad picante y perversa que le causaba cierto placer sutil e inesperado»224.

No estoy totalmente de acuerdo con la conclusión a que llega J. Forradellas sobre esta novela; después de afirmar que El último vástago no es una novela simbólica, dice:

Es, pues, en una extrapolación que no creemos exagerada, la entera España la que es un «último vástago», la sociedad toda, tal como está planteada la que se ve abocada a una descomposición o muerte sin remedio -como la de Fernando, como la de Esperanza (otro nombre aún) en Sonreía...-. No sirve para nada, si no es para empeorar, la sustitución de lo no vital, de una sensibilidad superfetatoria y abúlica, sin verdadera conciencia de lo real, por algo absolutamente inútil, por una sensibilidad tópica, y con una inconsciencia total: no puede servir para nada la sustitución de Becerriles por Chorizos; el cambio debe afectar a algo más profundo225.



No creo que este último vástago venga a representar tanto: «la entera España». Fernando es aquí el campeón del ideal decadente (con lo que esto supone de callejón sin salida), y don Epaminondas está más cerca de representar al «vulgo municipal y espeso» que a otra cosa. Me parece que el modelo seguido en su mayor parte por Ayala, al que debemos remitirnos para entender la obra es, como   —133→   tantas veces, Valle-Inclán»226. Es precisamente ese mundo valleinclanesco (el de las Sonatas, principalmente la de otoño) el que aparece en El último vástago: fuera de la grosera realidad cotidiana, que encarna Epaminondas, es donde se mueve Fernando, despreciando la política (su candidatura le tiene sin cuidado) y alternando la melancolía con el esceptismo y la abulia. ¿No es, acaso, Valle-Inclán el que parece dictar un fragmento como éste?:

Aquella misma noche, la niña rubia hizo merced a las almohadas de su larga cabellera, fluida y luminosa como una aparición. De dar vueltas a un lado y otro soltáronsele las trenzas y la muchedumbre sedeña de sus cabellos de oro corrió esparcida en la obscuridad, estremeciéndose de tarde en tarde con los sollozos. ¡Pobre lámpara de oro que había de arder en un tabernáculo no elegido!227.



Del mismo modo, el tío del protagonista, el duque de Casariego, está hecho a imagen de don Juan Manuel Montenegro, es un «señor feudal regazado en la montañosa comarca unos cuantos siglos»228; el pueblo llano (labriegos, mineros, matarifes...) es servil, incluidos los republicanos; y en algunas descripciones de Mariana se advierten rasgos prerrafaelistas229.

En resumen, el mundo de Fernando es un mundo sin salida y sólo conduce a la muerte; mejor dicho, el mundo que encarna Fernando ya ha muerto, y ha sido suplantado por el burgués, grosero y materialista. Pero, con todo esto, Ayala ha construido una historia sentimental plagada   —134→   de tópicos sobre el amor desgraciado de un agraciado joven, con un personaje artificioso y falso, y estructurada con una evidente falta de medida y organización. Es posible que esta novelita sea el resultado del estado de ánimo desengañado y de los propósitos que expresa en una carta a Miguel Rodríguez-Acosta unos meses antes de la aparición impresa de El último vástago: el 27 de octubre de 1904 le comunica su decisión -por suerte no seguida salvo, tal vez, en este caso- de «trabajar, no con noble ahínco y desinteresado fin de arte, sino en coña y buscando por todos los medios lícitos o ilícitos estéticamente el halago fácil de esas malas bestias -los editores y directores de periódicos- y ese animal inmundo -el público-. 'El vulgo es necio y pues lo paga es justo hablarle en necio para darle gusto'»230. Quizás esto pueda explicar su posterior olvido.