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ArribaAbajo2. Naturalismo y simbolismo. Abandono del mundo de «La paz del sendero»: Hacia «Tinieblas...»

En 1904 encontramos también nuevas orientaciones en la narrativa breve de Pérez de Ayala. Parece que a la línea simbolista-decadente acompaña otra en la que emplea un procedimiento naturalista, aunque se manifiestan elementos simbolistas conjugados con ella. Como sabemos, el naturalismo decimonónico evolucionó a lo largo de las dos últimas décadas del pasado siglo para llegar a ser una de las corrientes que compondrían la sincrética época modernista231: del naturalismo «científico» y determinista (el roman experimental de Zola), en el que se estudiaba al individuo sometido a la ley de la herencia genética   —135→   y al medio social, se pasa, en la década de los noventa, a centrarse sobre los caracteres de los personajes, adentrándose en ellos, para llegar a un tipo de novela psicológica en la que lo puramente aparencial o fenoménico es superado en un empeño por advertir la realidad que ocultan. Esta modalidad literaria llega a ser calificada casi con un oxímoron: naturalismo espiritualista232, cuyas obras más representativas serían las últimas novelas y cuentos de «Clarín»: Doña Berta, Superchería, los Cuentos morales, etc.; o, también, la obra narrativa galdosiana posterior a la década de los ochenta: La incógnita y Realidad, por ejemplo. Unido al simbolismo, el naturalismo entra en el siglo XX dando lugar a una corriente literaria todavía mal estudiada: la llamada «segunda modalidad naturalista» o «segundo naturalismo», que José-Carlos Mainer, al tratar sobre la producción narrativa de Felipe Trigo -claro representante de esa tendencia-, define como «el entendimiento simbolista de una naturaleza brutal a la que el escritor pequeño-burgués no ve salida alguna»233.

Creo que podremos comprender el sentido de estos cuentos si los ponemos en contacto con Tinieblas en las cumbres, novela que comenzará a redactar en 1905, en la que aparece esa conjunción del naturalismo con el simbolismo. La novela cuenta, en su parte central, la ascensión que Alberto Díaz de Guzmán, joven hipercrítico, sensible   —136→   y de tendencias místicas (persigue la salvación por el arte en un mundo carente de sentido), emprende al puerto de Pinares (Pajares) acompañado por unos amigos libertinos y unas prostitutas, con el objeto de contemplar un eclipse de sol. Se establece, pues, un contraste entre la crisis de conciencia del protagonista y el ambiente que lo rodea, muy típico en el Ayala anterior a Troteras..., y que culminará en esta novela. El centro de la narración lo constituye un capítulo llamado, irónicamente, «Coloquio superfluo»: un diálogo entre Alberto y un amigo inglés, Yiddy Warble. Aquél le da cuenta de sus anhelos panteístas -cercanos al clima de La paz del sendero- y le expone su deseo de ser artista como medio de escapar de la muerte total, para vivir en la memoria de los hombres. Yiddy, personaje escéptico que ya pasó por la experiencia del misticismo panteísta y se la desaconseja, critica la visión antropocéntrica del mundo que tiene Alberto, quien, en su defensa, ha citado a Pascal. El inglés pone en cuestión la primacía del hombre -definido por su conciencia- dentro del universo: «La conciencia -dice Yiddy- es un fenómeno nervioso. Muerto el perro, se acabó la conciencia. La vida no concluye nunca; eso no, se transforma»234; y la vida es, según este personaje, esa cosa bronca que hay a su alrededor: el espectáculo de las pasiones más elementales que muestran los amigos de Alberto y las prostitutas (beber, comer y fornicar). En un último esfuerzo por querer salvar su postura, Alberto dirá:

Cierto que vivimos apegados a la costra de la tierra sin curarnos de considerar su humilde posición en el vasto conjunto de orbes. Mas esto no empequeñece el humano linaje, sino que le eleva y transporta a elevadísimo lugar. Acaso la conciencia no sea otra cosa que fenómeno huidero; pero por él todos los átomos del inmenso conjunto han de pasar   —137→   a su vez, sólo con el fin de que posean y afirmen esta verdad sublime: «Soy la conciencia del universo». Y cuando el hombre lo comprende así, es realmente parte de Dios en el Universo235.



Pero con la llegada del eclipse (símbolo y correlato del que se produce «en las cumbres de su alma»), el joven protagonista cae en profunda desolación, sintiéndose insignificante (llega a calificarse de «guiñapo de carne efímera y bestezuela inmundamente orgullosa»236) después de perder sus últimas ilusiones vitales. Alberto es un ser definido, ante todo, por su «conciencia» y alejado de la «naturaleza», incapaz de vivir espontáneamente, de gozar o padecer la vida como un fin en sí mismo, puesto que a todo otorga un valor trascendente237. Estamos muy cerca de las posturas noventayochistas encarnadas en esos protagonistas abúlicos (Antonio Azorín, Fernando Ossorio...) y caracterizadas por la oposición entre voluntad y abulia238, o entre inteligencia y vida, que tan bien supo resumir Martínez Ruiz en las últimas páginas de La Voluntad239, de cuyo inspirador, Schopenhauer, encontramos   —138→   también huellas en esa primera novela de Pérez de Ayala240: la vida es «esa cosa bronca», sin sentido, la Voluntad, que se revela en el comportamiento de los acompañantes de Alberto -«la vida no concluye nunca», dice Yiddy-; y por otro lado la Representación, la conciencia del protagonista excesivamente desarrollada que le impide actuar espontáneamente y le convierte en un abúlico. Diría que el pensamiento de Schopenhauer aparece aquí a través de la interpretación que de él hicieron los miembros de la llamada «Generación del 98»241.

Andrés Amorós, en su fundamental libro sobre la novelística ayaliana, al enfrentarse con el núcleo de esta   —139→   obra afirma: «Si tuviera que decir, en una sola palabra, el tema o problema fundamental que plantea esta novela no dudaría en afirmar: 'naturaleza'»242. El crítico percibe cómo su acción se diversifica en dos partes -las dos de la novela-: la «naturaleza feliz» de Arenales, el arcádico pueblo costero del que procede la protagonista, Rosina, mujer que es «pura naturaleza», y la que adquiere un aspecto problemático al relacionarse con la figura de Alberto: «la difícil armonía entre naturaleza y conciencia», puesto que el joven siente deseos panteístas, de unión mística con la naturaleza, pero al mismo tiempo se aparta de ella por la «conciencia». «De la tensión dialéctica -concluye certeramente Amorós- entre la conciencia reflexiva y el deseo de abandonarse en los brazos amables de lo natural surgirán, en gran medida, los conflictos anímicos de los protagonistas de Pérez de Ayala»243.

2.1. Conciencia y naturaleza

Los protagonistas de los cuentos que aquí se recogen son seres de vitalidad primitiva, simples y espontáneos, totalmente opuestos al problemático protagonista de las novelas mayores. Común a todos estos relatos es el tema que puede resumirse en la oposición conciencia/naturaleza. Esta oposición no es privativa del presente grupo, pues también aparece en el de los relatos de tono idílico, pero adquiere aquí especiales características. En los cuentos simbolistas podíamos apreciar -recordemos Quería morir, por ejemplo- que la conciencia y la naturaleza no se excluían, sino que mediante la primera se descubre el mensaje de la naturaleza: lo que antes resultaba inefable es reconocido como la voz de la tierra, la muerte. En los relatos de tipo idealista y espiritualista, como veremos, la naturaleza es un refugio apacible, en armonía con sus moradores. Aquí sucede todo lo contrario. Esquematizando podemos decir que la naturaleza -la fuerza que   —140→   actúa sobre los seres que viven más cerca de ella -puede ser interpretada en este tipo de literatura desde dos puntos de vista opuestos: o es la madre, en cuyo seno se encuentra la paz y la felicidad, o es una fuerza embrutecedora (cosa que habrá que matizar luego). Este segundo aspecto es el característico de las narraciones aquí incluidas, y el autor se encarga de señalarlo puntualmente. En un cuento de este grupo, En la Quintana, nos dice:

Pin y su gente vivían en reposo patriarcal y campesino, apegados a la costra de nuestra madre común, medrando con sus dones materiales y perdiendo día por día la conciencia de su individualidad humana para derretirse en la sustancia muda y misteriosa que por la tierra circula; más claro: embruteciéndose, que viene a ser lo mismo que divinizándose244.



Sin embargo, sobre esta paradoja final prevalece lo que puede ser considerado como embrutecimiento: la ausencia de sentimientos. Pin tiene cinco hijos y cinco cerdos; una enfermedad va acabando poco a poco con su prole, pero él es un «hombre fuerte, con la fortaleza pasiva e indiferente que la tierra enseña a quien la quiere oír»245, y permanece inalterable ante el dolor. La narración camina hacia un desenlace efectista que sintetiza su personalidad: después de comparar a los cinco cerdos con los dedos de una mano y a sus hijos con las uñas (excrecencias que al fin y al cabo pueden volver a salir), resume su postura con una simple frase:

Un mal diaño; si me da por los cerdos, me amuela246.



La oposición conciencia/naturaleza aparece encarnada en los dos personajes centrales de Espíritu recio:   —141→   don José, sentimental y afectivo, y Fuencislo, el «espíritu recio», aldeano caracterizado por su «bárbaro estoicismo», hombre «seco de espíritu... y árido de sentimientos». Este contraste de caracteres -o, mejor dicho, de espíritus- se hace patente a partir del suceso sobre el que se construye el relato: la muerte de la madre de aquél. La historia es mínima y la acción exigua: la noche del velatorio, recuerdos, evocaciones, estados de ánimo. Escasos personajes secundarios: las dos hermanas solteronas; el cura, don Ataulfo. Y algunas anécdotas de Fuencislo, quien va cobrando importancia paulatinamente hasta llegar al desenlace. Este «bárbaro estoico» es de la misma condición de Pin, pues no ha sentido el mínimo estremecimiento por la muerte de su único hijo -como tampoco lo sintió por la de su madre-, y se burla del carácter sensible del señorito, llegando a calificar de «pamemas» sus sinceras muestras de dolor. Se nos delata, también, su simplicidad mental:

Estaba éste [Fuencislo], desde un buen rato, apoyado en el muro de la escalera, con la mueca más socarrona en el rostro, y el pensamiento más primitivo y rudimentario en el cerebro, como que las células grises al entrechocarse no producían más sonido articulado que la siguiente sílaba, repetida innumerables veces: «Ba, ba, ba, ba»247.



Sin embargo, al final del relato el personaje «conciencia» queda empequeñecido ante la vitalidad pujante que se descubre en Fuencislo: se nos revela que el señorito es hijo del aldeano, fruto de unas secretas relaciones amorosas, breves pero fecundas, que en su juventud tuvo con la difunta señora; el recuerdo de aquello arroja nueva luz sobre su personalidad:

Llegó una ocasión que a Fuencislo no se le olvidaría nunca, aunque viviera cien años; estaba por encima de la génesis humana del tiempo, fuera de   —142→   las desinencias verbales de los gramáticos, de los hombres, era una infinitud presente, una eternidad cristalizada en una hora, cosa divina248.



El embrutecimiento de los seres que viven «apegados a la costra de nuestra madre común» no carece, pues, de una deliberada ambigüedad: en un primer momento se nos da la cara sombría del asunto, pero a partir de ahí -en el caso de Fuencislo- se nos van descubriendo nuevos horizontes de vitalidad, brutal, primitiva y atractiva. Todo esto contrasta con una constante de los relatos decadentes: en estos últimos la imposibilidad de una espontaneidad vital, la conciencia de la pérdida de un mundo armónico y la soledad del personaje y del artista, generan esa concepción enfermiza del mundo abocado a una muerte soñada, ese complacerse ante la decadencia; es «lo trágico cotidiano» que aparecerá en el cuento Don Paciano. Como contrapartida, y generado por esa misma ansia de vitalidad, la búsqueda de lo más primitivo y, por ende, espontáneo, es otro modo de rehusar la moral convencional; y la amoralidad es precisamente un rasgo básico de los protagonistas de estos relatos.

Acudamos ahora al título de la novelita: Espíritu recio. Es la ceñida y exacta calificación de Fuencislo. Pensemos también que lo que aquí se nos presenta son dos posturas opuestas ante la muerte. Pues bien, no está de más poner a contribución dos textos ayalianos, distanciados en el tiempo, para matizar el sentido del relato. Entre las meditaciones -sobre la muerte, precisamente- del «yo» protagonista de Quería morir, encontramos estas ideas sobre las gentes de su tierra:

[...] piensan, piensan, y pensando vienen a dar en que la vida es tan triste que no merece la pena ser vivida, si en ella no se pone cierta fortaleza de espíritu para burlar sus dolores, fortaleza que asoma al rostro en una amalgama de sonrisa y desdén. Tal es   —143→   el gesto socarrón y adusto, marrullero y grave, de los aldeanos de Asturias...249



«Fortaleza de espíritu» dice aquí para aludir a una virtud vitalmente positiva. Años después, en 1911, con clara influencia de Nietzsche, reflexiona así el protagonista de La pata de la raposa (es el fragmento más conocido de la novela):

La idea de la muerte es el cepo; el espíritu, la raposa, o sea virtud astuta con que burlar las celadas de la fatalidad. Cogidos en el cepo, hombres débiles y pueblos débiles yacen por tierra; imaginando cobardemente que una mano bondadosa y providente lo ha puesto allí por retenerlos y conducirlos a nueva y más venturosa existencia. Los espíritus recios y los pueblos fuertes reciben en el peligro clarividente estupor, desentrañan de pronto la desmesurada belleza de la vida y renunciando para siempre a la agilidad y locura primeras, salen del cepo con los músculos tensos para la acción, y con las fuerzas motrices del alma centuplicadas en ímpetu, potencia y eficacia250.



Pues en 1904 encontramos un ejemplo de «fortaleza de espíritu» que burla los dolores, de «espíritu recio» que descubrió en su juventud «la desmesurada belleza de la vida» cuando, al decir del narrador, era «el más guapo, el más arrogante mozo del concejo, con el señorío dominante de su gesto malicioso y burlador»251; y su fortaleza de ánimo no ha desmayado en la vejez, a los setenta   —144→   años252. Gonzalo Sobejano, al comentar el fragmento de La pata... aquí citado, dice: «El acento nietzscheano de la página es indudable, sólo que en Alberto esa demanda de reciedumbre y de acción aparece como un ensueño más que como un programa». Muy cierto, y ello viene a incidir sobre la interpretación que de la narrativa breve de Ayala hemos venido haciendo, como sector complementario al de sus novelas mayores: Alberto es incapaz de esa «reciedumbre», está imposibilitado para ella (por eso la sueña); pero los personajes de estos relatos breves son lo opuesto al protagonista de la tetralogía. Frente al hipercrítico e intelectual Díaz de Guzmán se levantan los seres espontáneos y primitivos de los cuentos y novelas cortas253.

Espíritu recio es también un cuento de efectos -como buena parte de los de Valle-Inclán: la anécdota del festín que el campesino se da con unos repugnantes melocotones nacidos entre dos tumbas del cementerio; la insensibilidad y sentido del humor del que hace gala al comentar la muerte de su hijo, sucedida diez días atrás; el relato de las relaciones de Fuencislo con doña Juana, la   —145→   señora; el descubrimiento de la paternidad de éste; y, como afecto final, la novelita se cierra con una escena valleinclanescamente truculenta: Fuencislo queda solo, a últimas horas de la madrugada, para velar a la difunta, y cuando el sueño lo rinde no duda en dar un empujón al cadáver, «que rodó como un cilindro», para, de espaldas a la señora, dormirse pensando: «Así como quiera, no es la primera vez». En el último párrafo se llega al máximo efectismo: un enjambre cubre la cara de la señora; una hija grita al contemplar el espectáculo, mientras el «espíritu recio» roncaba tranquilamente junto a la muerta. A partir de esta obra va desarrollándose en la narrativa de Pérez de Ayala una línea, que pertenece casi exclusivamente al sector de las narraciones cortas, a la que se puede calificar, por usar un término de referencia conocido y admitido, de «pre-tremendista»254, su culminación la hallaremos en La caída de los limones, después de atravesar por varios cuentos, como iremos viendo.

En resumen, sobre la base naturalista de esta historia, que llega incluso al detalle desagradable, se levanta una visión simbolista de la personalidad del aldeano. Don José siente «terror y admiración al mismo tiempo, ante la fortaleza del alma de aquel cínico»255, y desde esta ambigua perspectiva está visto el personaje. Si en el naturalismo el tipo del campesino solía dibujarse y concebirse como el de un ser ignorante, egoísta, cruel, codicioso, etc. -un ejemplo claro: los cuentos de doña Emilia Pardo Bazán-, con la unión del simbolismo columbramos perspectivas inéditas en esas almas fuertes, imprecisas sugerencias   —146→   que dilatan los límites de unos «espíritus» que hasta entonces eran tenidos por romos256.

2.2. La vitalidad desmesurada: «El patriarca»

Posee interés este relato, no sólo por su particular valor, sino también por ser el primer esbozo de otras narraciones posteriores; sobre todo de una fechada en 1924: Don Rodrigo y don Recaredo. Es, pues, un tema que recorre la obra narrativa breve -ya que no lo encontramos en las novelas mayores-, y que con ligeras modificaciones aparecerá en Éxodo y Padre e hijo (1910-11). El protagonista, don Alberto Menéndez de los Trojes, es uno de los últimos «señores feudales» tonitronantes y de vitalidad desmesurada, que -al igual que el duque de Casariego en El último vástago- guarda parentesco literario con don Juan Manuel de Montenegro, personaje central de las Comedias bárbaras valleinclanianas. Este relato es anterior en un año a la primera de esas «comedias», Águila de Blasón (1907), pero el personaje de Valle ya había aparecido en relatos recogidos en otros libros: Femeninas (1895), Corte de amor y Sonata de otoño (1902), aunque sin el protagonismo que alcanzará a partir de la «comedia» de 1907.

Dos sucesos de interés forman el núcleo de esta historia, los mismos que se repetirán en Don Rodrigo y don Recaredo: uno anecdótico, la muerte de la mula «Trotaconventos», ejecutada por don Alberto a punta de escopeta como castigo por haberlo derribado y descalabrado («justicia feudal», dice él); y el central: un joven sacerdote, sobrino del hidalgo, acude ante él enviado por la familia para suplicarle que se casara y tuviera descendencia, ya que, de no ser así, con él moriría el linaje. Don Alberto   —147→   rehúsa el matrimonio, pero se descubre, en la escena final, que deja innumerable descendencia bastarda diseminada por aquellos campos.

Este «patriarca» se sitúa también fuera de la moral convencional: último vástago de su dinastía nobiliaria, disemina su prole entre los «hijos de la tierra» -como hará pocos años más tarde don Juan Manuel de Montenegro en Romance de Lobos (1908)-, disolviendo su nombre entre bastardos en una voluntad de aniquilar sus blasones, que en él son adjetivos, en aras de esa vitalidad espontánea y omnipotente: en el deseo de ser «él mismo» por encima de todo.

2.3. La brutalidad: «La prueba»

La prueba es un cuento basado en La aldea perdida, de Palacio Valdés. Ya vimos la impresión que al joven Pérez de Ayala causó la lectura de esta novela: le dedicó una «glosa laudatoria» -como la califica García de la Concha-, una crítica impresionista en la que introduce pinceladas narrativas. Más tarde, en un artículo recogido en uno de sus últimos libros, Amistades y recuerdos, al evocar la figura de don Armando, dice: «Hay una novela de Palacio Valdés injustamente olvidada, lo cual no deja de causarme maravilla: La aldea perdida. Acerca de ella escribí mi primer artículo de crítica (llamémosle así). El autor parafrasea en ocasiones el énfasis descriptivo de la Iliada. La novela se desarrolla en Asturias y su asunto consiste en el luctuoso aniquilamiento de la Arcadia campesina, bajo la invasión del materialismo industrial; la agonía de un paraíso veraz y robusto ante un paraíso entrevisto y quimérico, forjado en las zahúrdas de Plutón»257.

Es éste un cuento naturalista en el que, desde un principio, se contraponen la forma de vida del campesino   —148→   (primitivo, pero noble) con la del minero, como sucedía en la novela recordada:

Los aldeanos eran nobles, presentaban el pecho, daban la cara en la pelea. Los mineros eran insidiosos y cobardes, hábiles en malas mañas. Aquéllos, sin más ciencia que la iniciación del campo -avezados a la labor del arado, cuyos cavones vienen a ser leves arañazos en la costra del terruño, o al aguadaño de la hierba, recolección de lo pletórico que se ofrece-, limitaban el alcance de sus bríos a un bélico simulacro de sus faenas agrícolas, y nunca el nudoso garrote profundizó más abajo de la epidermis de su contrincante, ni el crispado puño hizo otra cosa que arrancar alguna hirsuta greña, maraña de pilosa vegetación. Los mineros, no. Horadaban las entrañas de la tierra y sabían desgarrar las de los hombres258.



La anécdota que narra es de una violencia brutal. Xuan, campesino al que humilla el que los mineros aparezcan superiores y «más valientes», promete a su novia igualarlos en valor -ésta es su obsesión-. Acude a la taberna de los «hombres tenebrosos, vomitados del seno de la tierra», y en un denso diálogo, mientras le hacen consumir aguardiente (los campesinos bebían sidra), se le propone someterse a una prueba, cosa que acepta: arrojar a un torrente al primero que pasara por la carretera. La fatalidad hace que sea su propio padre al que tenga que matar a traición para cumplir lo prometido. Al superar la prueba, los mineros se dan por satisfechos.




ArribaAbajo3. Relatos espiritualistas y de tono idílico. La huella de «Clarín»

En el mismo período cronológico sobre el que nos estamos moviendo, y junto a los relatos que venimos citando, aparecen otros que presentan peculiares características: lejos de la melancolía de los decadentistas y de la   —149→   brutalidad primitiva y espontaneidad vital de los naturalistas, los define, en unos casos, la ternura y una visión idealista del campo, y en otros, el deseo de trascender la realidad fenoménica para captar otras realidades de tipo espiritual.

Me parece que un rasgo distinto básico de estos cuentos es la presencia de «Clarín». Resulta sorprendente que en la entrevista concedida a Julio Trenas en 1958, Pérez de Ayala respondiera a la pregunta del periodista sobre la influencia que los cuentos y novelas de don Leopoldo Alas ejercieran en su obra narrativa: «De eso no creo que haya nada en mi obra. Si bien, posteriormente, los he leído y los admiro mucho»259. Sin embargo, la crítica reconoce unánimemente esta influencia del que fuera no sólo su profesor de Derecho Natural, sino también el primer escritor asturiano- y mucho más que eso- en la época de formación intelectual de Ayala y el Maestro declarado por el aspirante a literato: avalan esta opinión, entre otros, las prestigiosas firmas de Andrés Amorós, Eduardo Gómez de Baquero, Laura de los Ríos, Andrés González Blanco, Rafael Cansinos-Assens, Víctor García de la Concha, Mariano Baquero Goyanes, J. M.ª Martínez Cachero, Manuel Fernández Avello, Juan Cueto Alas, don Julio Cejador..., por mencionar algunos, sin citar expresamente las referencias bibliográficas, pues formarían una enojosa lista. El mismo Pérez de Ayala tuvo siempre presente la figura del autor de La Regenta desde sus primeros escritos -El Maestro se titula el que le dedicó en Los Lunes de «El Imparcial» el 11 de abril de 1904- hasta sus últimos artículos, uno de los cuales, «Clarín y don Leopoldo Alas» (1942)260, nos ofrece una visión precisa de la postura que este escritor adoptó frente al mundo, y nos revela el profundo conocimiento y la perfecta asimilación   —150→   por parte de Ayala de la figura del crítico, novelista y profesor de Derecho.

Los cuentos que aquí recogemos son de ambiente rural, y en ellos la tierra aparece como «refugio apacible» o como madre que engendra seres simples y felices, alejados tanto del ámbito de la inteligencia como de cualquier tipo de reacción brutal o dañina. En la oposición conciencia/naturaleza, lo natural es aquí sinónimo de bondad, e incluso ésta se acrecienta en los seres más alejados de las formas de vida inteligente (La primera grieta, Iniciación). Comparte, de este modo, la visión que del campo muestra Clarín en sus relatos de tema rural, y en este aspecto se nos hace imprescindible acudir a Elías García Domínguez, quien de manera inteligente aclara ciertos aspectos de la influencia del autor de los Cuentos morales sobre su joven ex-alumno:

Por de pronto, Pérez de Ayala admiraba profundamente a «Clarín» y siguió muchos de los caminos iniciados por su maestro. En «Clarín» encontró justamente dos modelos funcionales, a saber, el paisaje rural como símbolo y materialización de los conflictos afectivos individuales y la ciudad -Vetusta, en La Regenta- como formalización de los conflictos interpersonales. Estos dos modelos, que «Clarín» descubrió creó a la medida de sus necesidades, están articulados de manera que se oponen y complementan uno a otro, y se alimentan también uno del otro. Pero «Clarín», por temperamento o por formación, tendía a la sublimación panteísta del campo y correlativamente a la descripción de la ciudad como organismo degradado y declinante. Quiere decirse que, en el contraste entre la ciudad y el campo, el campo asume, casi sin excepción, las cualidades positivas y «vitales». Pero si bien es cierto que Pérez de Ayala cultivó, a la manera de «Clarín», y en sus primeros trabajos, esta oposición, no es menos cierto que la trascendió, por lo menos en la intención, al crear esa imaginaria ciudad   —151→   de Pilares cuyo mercado es justamente la síntesis de aquella irreductible oposición; o ese valle de Congosto cuyos habitantes, rústicos o urbanos, se consideraban a sí mismos ombligos del mundo261.



Pero creo que la influencia de «Clarín» sobre Pérez de Ayala es menor en las obras de esta su primera época, pues sólo se reduciría a lo que podemos apreciar en estos pocos cuentos y en algunos de los ensayos críticos de mocedad: pensemos en las «pláticas» que firma con el seudónimo de «Clavigero», similares, a juicio de Ángeles Prado, a los «paliques» clarinianos262. Sin embargo, en la época de madurez -y esto no ha sido suficientemente destacado por la crítica, que ha solido pasarlo por alto- la influencia es mayor y más compleja, difusa, ubicua, impregna su postura ante el mundo como si respirara un cierto aire clariniano.

En lo concerniente a la técnica narrativa de estos cuentos, encontramos claras diferencias entre maestro y discípulo: en los cuentos de Pérez de Ayala hay más sensación de inmediatez; todo es «presentativo», y esto predomina sobre lo «narrativo». «Clarín» «predica» más; como voz narradora siempre está presente; da opiniones, completas ideas, ve a los personajes por fuera y por dentro describiéndonos sus pensamientos y haciendo comentarios sobre ellos. Es un narrador omnisciente a través del cual penetramos en el mundo que él nos quiera contar.

Pérez de Ayala tiende a la visión en presente: se ciñe a narrar y a describir el mundo exterior y no introduce digresiones, por los menos hasta 1911. Suelen ser los suyos «cuentos de situación», al contrario que los de «Clarín»; en las narraciones de éste, la historia suele ocupar un dilatado espacio temporal, mientras que en el autor de Espíritu   —152→   recio se reduce, por regla general, a unas pocas horas, o, como máximo, a un día.

3.1. Cuentos rurales de tono idílico y sentimental

El profesor Baquero Goyanes ve otro punto de contacto entre ambos escritores:

[...] quisiera aludir a la semejanza que el caso de «Clarín» ofrece [...] con los de otros escritores que han cultivado también la novela y el cuento [...]

Pienso, sobre todo, en aquellos que por ser puros intelectuales, por pecar incluso de cerebralismo en sus creaciones, hallan en el cuento, mejor que en la novela, un cauce adecuado para dar expresión, en indetenible escapada, a una ternura que, por poseerla y por no encontrar albergue suficientemente adecuado en la novela, encarne mejor en este otro género narrativo breve, próximo en su concepción a la poesía.



Cita a Pérez de Ayala y a Aldous Huxley, y prosigue:

Los ejemplos de estos dos escritores, emparejados junto al de «Clarín», facilitan el atrevimiento de mi conclusión, tan frágil a pesar de todo. Y ésta es que el cuento resulta el instrumento adecuado, el género literario idóneo para ciertos temperamentos poseedores de una ternura que les avergüenza exhibir, transparentar excesivamente. La novela suele convertirse siempre, en manos de esta clase de escritores, en un género demasiado intelectual, muy apto para la sátira, para la presentación irónica del mundo, de la sociedad, de los problemas de su tiempo.

En consecuencia, no es por ahí por donde mejor puede respirar su ternura, esa tan escondida y fragmentada ternura que se resuelve y condensa en narraciones breves, bruscos aletazos líricos, sustituidores de una poesía que se aferra a la prosa [...] para   —153→   extraer precisamente de ella todo el lirismo, toda la emoción posibles263.



Es esta ternura la que aparece en los dos cuentos, La nación y Miguelín y «Margarita». En el primero se nos narra una sencilla historia: Pachín de Clito y su mujer, Ramona, deciden comprar una vaca con la ganancia que ese año han obtenido por la venta de la cosecha de manzanas. El animal, que venía en estado, da a luz un ternero, Galán, del que se encariña la familia. Cuando Galán ya ha crecido piensa Pachín venderlo, porque «come, gasta y nunca dará cuartos». Lo lleva al pueblo (Noreña) en medio del llanto de toda la familia -mujer y rapaces-, pero, al cabo del día, regresa con el ternero porque:

No lo quería comprar nadie más que los matachines, esos cochinos matachines de Noreña, pa matarlo, pa descuartizarlo, pa comerlo. No, y mil veces no. Antes se muere el mundo de hambre264.



Radical oposición con el protagonista de En la Quintana. Miguelín y «Margarita» presenta unas características semejantes: la aventura del niño Miguelín y su yegua, «Margarita», a la que, por vieja, va a vender a la plaza de toros, sin saber a lo que estaba destinada. En compañía de un primo suyo, el niño acude a la fiesta de los toros y advierte el peligro que corría la yegua; pero después de momentos de sufrimiento, logra rescatarla y vuelve feliz con ella al campo. Los dos cuentos presentan un mismo diseño: parten de una armonía inicial, que es la vida idílica campesina; la armonía entra en crisis en un momento dado, pero al final se restablece plenamente.

  —154→  

Encontramos en ambos cuentos una influencia argumental decisiva de dos relatos clarinianos: La trampa -recogido en Cuentos morales- y el más famoso cuento de «Clarín», Adiós, «Cordera», aunque entre estos dos existe alguna diferencia: La trampa posee un final feliz (como en los cuentos de Pérez de Ayala, la armonía se restablece al final), mientras que en el segundo, el desenlace es de un denso y emotivo patetismo: se descompone el mundo armónico que formaban Rosa, Pinín y la vaca: ésta va al matadero y, años después y por la misma vía férrea, el muchacho marcha a la guerra ante la angustia de su hermana que lo ve pasar por última vez, igual que ambos vieron pasar a la «Cordera» hacia su destino final.

3.2. La religión: «La primera grieta»

Bonifacio, un sacerdote recién ordenado, es enviado como coadjutor a un pueblo, Frades. Su carácter soñador y el exceso de sentimientos hace que no dé con el tema para el sermón que el párroco le ha encomendado dar en el siguiente domingo («pues el jugo de su ternura era tan copioso que le anublaba el cerebro de manera que no daba con la tesis de la oración sagrada»265). A su servicio se ha puesto a una fámula «no solamente de edad canónica, pero que bíblica también»: un ser deforme llamado, como contraste, Ángeles; una sencilla y simple criatura de Dios que se extasiaba cada vez que el joven sacerdote interpretaba alguna pieza en el armónium. En sus paseos por el pueblo tiene sus primeros encuentros con la amargura de la vida; se tropieza con la crueldad del hombre para con los animales. La experiencia, dolorosa y conmovedora, queda sintetizada y expresada en una escena simbólica:

A su espalda, dándole sombra y frescura, levantábase una vieja higuera, y como era la sazón otoñal, con las ásperas y recias hojas se adargaban los enmelados frutos que se acostumbra a llamar   —155→   «miguelinos». De ellos los había tan madurecidos, que, agrietándose, mostraban la dorada miel por las hendiduras. El sacerdote alargó la mano hacia el fruto que le brindaba el árbol amigo y sagrado, y llevó a su boca uno, tan henchido de dulzura, que por donde quiera rompía y rebasaba. Mas como nada hay para agriar la propia e íntima sustancia como hacerla visible y patente a las inclemencias exteriores, aquel higo estaba ya acedo266.



Encuentra así el tema para su sermón: será un «acto de amor para todos los seres humildes e indefensos, por las almas incipientes y torpes que el linaje humano parece desconocer [...] En toda carne mortal se encierra un alma que lucha por hacerse manifiesta y visible»267. En esta determinación del tema ha influido tanto la visión de su fámula, Ángeles, ser incipiente y torpe, pero dotado de ternura y sentimientos, como la de los animales indefensos. El título del relato alude a esa «primera grieta» que, como en el fruto de la higuera, rompe en el corazón de Bonifacio (otro nombre significativo): su primer contacto con la crueldad del mundo.

3.3. «Clarín» y Unamuno: «Iniciación»

Como sucede en el cuento anterior, el deseo de trascender hacia una realidad de tipo espiritual es lo que caracteriza a este relato. En Iniciación, a la influencia de los relatos espiritualistas de «Clarín» se añade un claro parentesco con algunos de los primeros cuentos de Unamuno, en especial con uno, excelente, que puede servir como claro ejemplo de esa dimensión unamuniana que Carlos Blanco Aguinaga denominó, según reza en el título de su estudio, el Unamuno contemplativo268; me refiero a El   —156→   Semejante, un cuento que tiene como protagonistas a dos tontos que viven espontáneamente «dentro del mundo como en útero materno». Tras la muerte de uno de ellos, el otro, Celestino, descubre las vivencias esenciales: la experiencia del amor al semejante; el instinto de protección del más fuerte hacia el más débil; la experiencia directa de la naturaleza, y, desde todo esto, «sin darse de ello cuenta vislumbró vagamente a Dios, que desde el cielo le sonreía con sonrisa de semejante humano»269.

Sabida es la influencia que «Clarín» ejerció sobre Unamuno270 -y sobre alguno más de los noventayochistas, como afirma J. W. Kronik271- y la evolución que el escritor asturiano fue experimentando en los últimos años de su vida hacia un tipo de novela similar a la de los jóvenes del 98272. Es, pues, muy fácil que Ayala captara este clima espiritual y lo trasladara a estos cuentos.

Iniciación tiene como protagonista a un muchacho tonto, Jesusín, que es también melómano, lo cual le acarrea la burla de la ciudad (cuyo nombre no se menciona, aunque se reconoce a Oviedo: Cimadevilla, la Universidad...),   —157→   y sufre la crueldad de los hombres. La música viene a cumplir el mismo cometido que en el relato anterior, pues cuando el muchacho la escuchaba «daba tales muestras de éxtasis y goce interior, que no se dijera otra cosa sino que aquellas cristalinas notas eran invisibles redes que el alma le apresaban»273. Un día, al salir de la fábrica en donde trabajaba, huyendo de los hombres se dirigió al campo, y en su seno tiene lugar la «iniciación»: «todo cantaba con voz sencilla e ingenua [...] El alma del mundo asomaba temblorosa y estremecida como un niño desnudo, ante los ojos zarcos de Jesusín [...]; el cielo era como un gran corazón de cristal azul y sonoro. Todas las cosas decían su secreto, su gran secreto amoroso y divino [...] Aquello era lo vagamente presentido antes, cuando el alma se le ahuecaba y encogía como esperando su santo advenimiento [...]»274

Se establece, pues, una oposición clásica: campo/ciudad. Pero también naturaleza trascendente/crueldad de los hombres (urbanos, en este caso), entre los que se destaca algún «infatuado y vanidosillo» profesor de la Universidad. Como sucede en Unamuno, el hombre natural está más cercano a lo inconsciente, a lo puramente contemplativo.




ArribaAbajo4. Humorismo intelectual

En este apartado recojo unos cuentecillos que presentan diferencias muy notables con los que integran los tres grupos anteriores; aquéllos seguían unas directrices literarias históricamente determinadas: las corrientes narrativas propias de la «época modernista»; éstos quedan unidos por su humorismo y formalmente vinculados a una concepción realista del relato. Lo he calificado de «intelectual» porque este humor no nace de la simple descripción o relación de sucesos chistosos y divertidos, sino de la actitud que adopta el autor ante esos sucesos. Están,   —158→   pues, muy próximos a los cuentos humorísticos de «Clarín», en los que se contemplan, desde esa óptica, defectos de la naturaleza humana. Quiero, asimismo, mostrar mi acuerdo con la caracterización que Andrés Amorós hace del término «intelectual», aplicado a la novela: «No tengamos un concepto demasiado estrecho de lo intelectual. Para que una novela lo sea no es esencial que discuta problemas muy elevados. Lo fundamental es que la visión del mundo que nos dé sea amplia, inteligente, sabia, compleja; y, como consecuencia inevitable de todo ello, irónica ante muchas pequeñeces de nuestra vida»275.

A mi modo de ver, el más interesante de todos estos cuentos es Un mártir. Relata la historia de un zapatero, Celestino Torres, «hombre de avanzadas ideas radicales, tanto en lo político como en lo religioso»276. Se hizo masón; sus parroquianos, «obreros y algunos señoritos republicanos» acudían al principio, pero, poco a poco, lo fueron abandonando. Inventó una grasa betún a la que rotuló Trésor «en cuyo nombre juegan graciosamente las letras que componen el apellido del inventor genial». Pero aquello no lo sacó de apuros. Como su portal se encontraba en una de las calles que van a dar a la catedral, contemplando los hermosos zapatos de los canónigos que por allí pasaban «sintió su alma trocada de infinito amor divino, y, como Pablo de Tarsis, cayó de su caballo, que en este caso era una mala burra, como vulgarmente se dice, y tuvo su camino de Damasco, sin moverse del quicio de su puerta. Confesó y comulgó, e hizo vida piadosa»277. Pero con ello tampoco solucionó su situación. Cuando el «yo narrador», que vuelve de Madrid -podemos adivinar un rasgo autobiográfico-, acude a visitarlo, Celestino, que se disponía a marchar a la Adoración Nocturna, con voz temblorosa le declara:

  —159→  

-¿Querríalo usted creer? Todos los republicanos y liberales dejaron de hacer calzado conmigo. ¡Me va costando la conversión más de seis mil reales!278



Este cuento, narrado con párrafos hiperbólicos y perifrásticos para alimentar la jocosidad, tiene interés porque en él se evidencia claramente un esquemático anticipo de Belarmino y Apolonio, a diecisiete años de distancia. Torres, como Belarmino, es zapatero de portal, tiene su «tenducha en cierta calle de las más angostas y tétricas de la ciudad», profesa ideas avanzadas (Belarmino será republicano), y termina siendo un «mártir», aunque el zapatero filósofo de 1921 llega al «martirio» de manera patética y dramática: su figura es más compleja. Además, también aparece conjugada con ésta la figura de Martínez, «antiguo oficial de Belarmino» que «abrió [...] un establecimiento de calzado mecánico, La Solidez». Y, más aún, es también inventor de una crema para dar lustre: «la crema Zenitram»279. Todo ello nos aporta datos para observar el proceso de la creación ayaliana: va aprovechando unos personajes conocidos a los que aporta después una significación literaria. Sabemos, asimismo, gracias a unas anotaciones que Andrés Amorós encontró entre los papeles del escritor los nombres de las personas que sirvieron de modelo a los dos zapateros de su gran novela: «Severino Camporro = Belarmino / Rubiera = Apolonio»280. Observemos el parecido fonético: Severino - Celestino, y nos sugerirá ese posible modelo. Suscribo, por último, las palabras de Dionisio Gamallo Fierros cuando afirma que «esta breve crónica-relato está llena de atisbos de lo que menos de veinte años más tarde constituirá la gran galería de tipos humanos ayalinos. A la vez   —160→   está llena de ecos del a la vez tierno y endiablado humorismo de «Clarín»281.

De los demás cuentos, La espalera presenta un tono antisentimental, irónico, sobre lo efímero que resulta un desengaño amoroso, que se creía incurable. El delirio es «un cuentecillo terruñero», una anécdota que ha dado pie al autor para hablar, desenfadada pero sesudamente, sobre el carácter asturiano. La fuerza moral es una humorística sátira caciquil, basada en la equívoca interpretación que de lo aludido en el título hace un preceptor sofista para lograr que el alcalde y cacique del lugar actúe en las inminentes elecciones con total falta de ética, una vez que el hijo del alcalde, Martín, se muestra partidario de una ejemplaridad moral. Por último, La caverna de Platón es un cuento que encabeza y da nombre a un apartado de las Obras completas282 en el que se reúnen artículos de diversa índole: crónicas, evocaciones líricas de la infancia o de la tierra natal, cuentecillos, como el que hemos comentado antes...; obras todas ellas publicadas en 1904 en las páginas de El Gráfico. El protagonista de esta breve anécdota es don Melitón Pelayo, nombre que figura como seudónimo en algunas crónicas juveniles de nuestro autor283; aquí aparece como un amigo del «yo narrador»: «Don Melitón Pelayo es un amigo mío que vale por Pedro y Juan juntos, los dos amigos de Taine». El tal personaje es harto raciocinante y discursivo; en compañía del «yo narrador» va al circo y comenta en profundidad todo lo que allí acontece. A la salida, mientras pasean en la noche, resume su postura filosófica:

-¿Qué es el mundo -prosiguió- sino caverna donde vivimos aprisionados fuertemente, sin ver más que la sombra de lo que a nuestra espalda se hace? Desengáñese usted: no sabemos nada de nada, y   —161→   el único expediente fácil para endulzar la vida es disfrutar de las apariencias y amarlas como tales, convencidos de su deleznable condición284.



El rasgo humorístico se produce en este momento: una «moza de partido» les sale al paso y los provoca; don Melitón, «encolerizado por verse interrumpido en su perorata, le arrojó una respuesta muy poco filosófica. Y continuó hablándome de la caverna del divino Platón»285.






ArribaAbajoII. Etapa (1907-1911)

Época de transición


En 1907 Ramón Pérez de Ayala intenta dar a su vida un nuevo rumbo; así lo han advertido sus biógrafos. Recordemos que Pérez Ferrero calificaba de «homogénea» su existencia hasta la fecha señalada, y en ella hace radicar Elías García Domínguez el final de lo que considera una «etapa de transición» que se habría iniciado hacia el verano de 1904: «[...] en los primeros meses de 1907 -nos dice el citado crítico- se advierten los síntomas positivos de una reacción contra el conformismo de dilettante sin preocupaciones económicas ni ambición profesional»286.   —162→   Topamos ciertamente con un término de por sí impreciso que, en lo que concierne a la evolución de la novelística de nuestro escritor, viene usándose para clasificar a las Novelas poemáticas de la vida española, situadas exactamente en la mitad del camino entre los dos ciclos de novelas mayores. Pues bien, yo me sitúo en el lugar intermedio y entiendo como etapa de transición -en el sector que nos ocupa- aquella en la que Ayala intenta abandonar o superar el tipo de narraciones hechas hasta entonces, adscritas a las corrientes literarias que se han señalado, y se afana por encontrar nuevas fórmulas. Es, por tanto, una etapa de búsqueda que culminará con el hallazgo feliz de un estilo y una visión del mundo, de lo que hay claras muestras ya en 1911 (en las crónicas de Terranova), aunque alcanza su expresión en Troteras, correspondiendo a El Anticristo iniciar un tipo de novela corta que dará como resultado la creación de las novelas poemáticas. Desde este punto de vista, los tres relatos de 1915-16 no serían obras de transición, sino logro definitivo de un camino iniciado años atrás.

La nueva aventura vital emprendida por Pérez de Ayala, la decisión de profesionalizarse, de vivir de su pluma, quedó interrumpida -momentáneamente- a causa de un doloroso suceso: el suicidio de su padre el 11 de febrero de 1908. Sobre las causas y consecuencias del trágico hecho tenemos hoy noticias de primera mano gracias al epistolario dirigido a Rodríguez-Acosta: el dolor, el trabajo al que tiene que dedicarse incansablemente en Oviedo para salvar a su familia del desastre, las preocupaciones económicas, las peticiones de ayuda y las puertas que se le cierran, las mezquindades y egoísmos..., y el abandono de su vocación. El 2 de julio de 1908 escribe, entre noticias de angustias económicas, el siguiente párrafo:

Yo tenía que cumplir una misión en la que tendré o no éxito (eso sábelo Dios) y a ella aplico todo mi esfuerzo. Y entre tanto..., ¡adiós, nobles ideales tanto tiempo cultivados recatadamente; adiós, magnos proyectos que poco a poco se incubaban y cobraban   —163→   vida en mi mente; adiós, mi vida verdadera, para la que nací y en la que hubiera llegado a fructificar sazonadamente...! Todo esto, en una época de tremenda ebullición espiritual. Mis noches estaban llenas de grandeza latente, y mis días amarrados a mi escritorio, luchando contra el infortunio probable287.



Estado de ánimo que encontramos en las cartas de ese difícil período. En la correspondiente al 16 de octubre de 1908 confiesa haberse sentido «temporalmente en contacto con el mundo» gracias a una visita de González Blanco y Jaime Ordóñez -al tiempo que revela la fidelidad de Azorín, quien le escribe «casi todos los días»-; momentos de respiro en una vida agobiante, llena de aniquiladoras obsesiones, angustiosamente rutinaria, de la que da cuenta a su amigo Miguel en la carta fechada el 11 de noviembre de ese mismo año: «Ni tiempo tengo para leer un libro, ni para escribir una carta. Mucho menos para articular o concluir una novela Fe y Encarnación, que comencé hace tiempo y no llevaba mala traza»288.

Sus esfuerzos no tuvieron un resultado positivo. Intenta emprender otro camino para solucionar su vida, y en las últimas semanas de 1908 y primeras de 1909 nos lo encontramos consiguiendo recomendaciones influyentes con el fin de ganar la recién creada cátedra de Gramática y Literatura españolas en la Universidad de Liverpool; pero no logra su propósito y la cátedra pasa a manos del hispanista J. Fitzmaurice Kelly289. Vuelve a Madrid en   —164→   1909 y, afortunadamente, va rehaciendo su vida como escritor; va intensificando sus relaciones con la prensa periódica, publica de nuevo en las colecciones de novelas cortas dos obras (Sonreía y Sentimental Club), y emprende la carrera ascendente con la que se convertirá, en pocos años, en una de las primeras firmas del país. 1910 es el año que plasma novelescamente en Troteras y danzaderas, y el mismo en el que recoge al joven artista que dejó inconsciente (¿o muerto?) en 1907 para convertirlo en el protagonista de una tetralogía, construida a base de autobiografismo, en la que va a dar cuenta de su generación (o de su grupo social, como indica María Dolores Albiac).

El único género cultivado -aunque escasamente por Ayala en 1908 es el poético; y son las siete composiciones fechadas ese año290 las que nos permiten acercarnos al estado de ánimo del escritor. Víctor García de la Concha afirma que la muerte de su padre causó en Ramón «un brusco cambio de mentalidad, marcándole... con sello indeleble»291. Es evidente que la más directa expresión del dolor la encontramos en el emotivo poema «El barco viejo», dedicado «in memoriam» de su padre. Pero en lo que concierne a la reflexión sobre el rumbo de su propia vida es elocuente el «Preludio del segundo acto», que viene, en cierto modo, a corroborar la conciencia que tiene su autor de hallarse en el comienzo de una nueva etapa, como vengo defendiendo. El poeta se encuentra quemando obras juveniles, rememora antiguos anhelos y pasiones y, por último, hace referencia a una fecha luctuosa. Para García de la Concha esta fecha, sobre la que hay una negra cruz, es la de la muerte de su padre, suceso «que vino a cerrar una etapa». Y, a continuación, el crítico expone sus conclusiones sobre el significado del título: «El título de 'segundo acto' es impreciso en cuanto a sus límites retroactivos, ya que en el 'primero' habría que mezclar versos de la etapa preliteraria y   —165→   composiciones coetáneas, e, incluso, posteriores a La paz del sendero. Convendría más bien interpretarlo en un sentido amplio de 'nueva etapa'»292. El estudioso de la poesía ayaliana sitúa los años 1908 y 1909 bajo el signo del nietzscheanismo. Una buena muestra de ello la constituye el último poema citado293, y del mismo modo queda clara esta actitud en «El entusiasmo» y «La ilusión». Repárese en los títulos y recuérdese el fragmento de la carta más extensamente citada; en el primero de éstos el poeta se dirige al Entusiasmo:


Mi pecho está como copa vacía,
todo cóncavo, oscuro y anhelante.
Cólmalo hasta los bordes de ambrosía,
de licor ígneo e inebriante,
y que me enfervorice con provocada pasión interna,
y que el alma se me abreve de lo infinito, sin tasa;
y en cada minuto que huye que viva la vida eterna;
y los ojos y los labios que sean brasa294.

La realidad y el deseo: frente a una obligada labor aniquiladora y al conocimiento de un mundo miserable (carta número 25) se levantan estos versos que dan cuenta de esa «época de tremenda ebullición espiritual» por la que el escritor confiesa estar atravesando; vienen a ser, pues, una reacción contra la realidad que tiene que padecer a diario. Como contraste, «En la margen del torrente. Una amada muerta» quiere ser expresión de una actitud profundamente pesimista y desesperanzada, existencialista, a juicio de García de la Concha.

  —166→  

Con una beca de la Junta para la Ampliación de Estudios marcha en 1911 a Italia (Florencia), y en el siguiente año, a Alemania (Munich), donde sigue los cursos de Theodor Lipps y de Wölfflin. Cuando regrese a Madrid, a finales de 1912, habrá dado fin a la tetralogía de Alberto Díaz de Guzmán y contará con ideas sólidas sobre el papel que -a su juicio- debe cumplir el escritor en la sociedad y el tipo de literatura que pretende hacer.

En lo que concierne al desarrollo de la narrativa breve, se produce un suceso que marca decisivamente este período y que supone el inicio de una nueva época: la aparición de El Cuento Semanal, publicación que abre el fecundo capítulo de las colecciones de novelas cortas295, de tanta vitalidad en la «Edad de Plata», a las que Ayala va a destinar, a partir de entonces, la casi totalidad de sus relatos. En resumen, podemos decir que en 1907 comienza la práctica de la novela corta en nuestro autor. Hasta ese momento, la nouvelle de Pérez de Ayala es más imprecisa: fruto del desarrollo normal de un argumento que requería más páginas -Espíritu recio- o que debía aparecer por entregas en una revista -El último vástago-;   —167→   desde ahora, las colecciones de novelas cortas imponen, como opina M. Martínez Arnaldos296, un nuevo «contexto de situación»: se escribe una novela para El Cuento Semanal o para Los Contemporáneos, o para La Novela de Hoy, o para La Novela Mundial, etc., y esto crea un punto de referencia: el vehículo en el que han de ir impresas. En el período anterior se imponía sobre todo la creación de cuentos, género que tenía acomodo en las páginas de los periódicos y revistas; a partir de este año sólo encontraremos -que sepamos- siete cuentos (y unas pocas obritas que, no siéndolo, presentan semejanzas con este género): Don Paciano; Padre e hijo; El árbol genealógico; Las máximas, el eucaliptus, el vástago (versión acortada del anterior); Un instante de amor; Don Rodrigo y don Recaredo, y El profesor auxiliar; todos ellos aventajan en extensión a los de la etapa anterior.

Por supuesto que no es ésta la única razón en que me baso para delimitar el período; no es sólo que haya aparecido un nuevo cauce para la difusión de este género literario: es que la narrativa breve de Pérez de Ayala esta cambiando. En efecto, a partir de Artemisa advertimos en nuestro autor un anhelo de encontrar nuevas fórmulas y un deseo de superar el tipo de relato hecho hasta ese momento, lo que origina la inestabilidad que caracteriza al período. Esta inestabilidad se manifiesta también como diversidad. Cada novelita de las escritas en estos años es distinta a la anterior, cada una marcha por diversa ruta; sólo dos de ellas mantienen firmes similitudes y se mueven en un mismo terreno: Éxodo y Padre e hijo, las dos más tardías (1910 y 1911); pero nada tienen que ver con Sonreía ni con Artemisa, ni tampoco estas dos entre sí. En la etapa anterior, los cuentos pueden ser agrupados según corrientes literarias determinadas; mantienen ciertos rasgos comunes dentro de cada tendencia. En ésta se impone la individualidad de cada relato. Es por ello imposible   —168→   elaborar una clasificación y creo que debo atenerme a una ordenación cronológica.