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ArribaAbajoIII. Otra visión de la vida española: «Castilla» (1920-1922)

Los relatos que aquí agrupamos, claramente diferenciados del resto, vienen a constituir un paréntesis en la época de las novelas poemáticas; aun alejados de esa original fórmula literaria, mantienen con ellas ciertas constantes temáticas: la falta de vitalidad de la vida española (reflejada en unos pueblecillos castellanos), y, por consiguiente, la imposibilidad que tienen sus habitantes para poder acceder a una vida plena. Estas tres obras en prosa, junto con dos romances (La Cenicienta y Los buhoneros478) y algunas otras composiciones que, al parecer, no llegaron a lograrse479, iban a formar un libro, Castilla (o Castilla gentil, como lo llama en otra ocasión). Ángeles Prado, en un excelente -como todos los suyos- trabajo480, estudia estas composiciones, aporta nuevos   —258→   datos y concluye que en este libro, por su construcción, se iba a «dar el salto desde lo costumbrista prosaico hasta lo universal lírico», al igual, pues, que en las novelas poemáticas, «donde se arranca de una base localista y particularizada para desembocar en intuiciones de vigencia eterna»481. Pero, por los elementos de que disponemos, no se llega a pasar del primer estadio.

Pérez de Ayala, en un artículo, nos informa de cómo se fueron gestando estas obras durante un descanso estival en un pueblecito de Tierra de Campos482:

[...] durante aquel estío, paralelamente a Belarmino y Apolonio, iba yo trazando la silueta, la historia, la psicología y la biografía de aquel pueblecillo (y de otros, sus mellizos) en crónicas, estampas literarias, poesías y romances, y hasta una novelilla... La novelilla se publicó en La Prensa con el título de Un pueblo castellano, y posteriormente en Madrid en La Novela de Hoy, con el título de Pandorga, y no   —259→   tengo por qué ocultar que despertó curiosidad y alabanza483.



Pandorga, la más extensa de las tres composiciones, no es en rigor una novela, sino una especie de boceto caricaturesco en el que se funden elementos ensayísticos, teatrales y narrativos (como siempre, Pérez de Ayala se nos muestra innovador). No hay, desde luego, anécdota unificadora, y es el espacio físico, el pueblo de Tierra de Campos así llamado por el escritor, el que cumple esa misión484. La obra está dividida en tres partes: «Escenario», «Entremés» y «Drama»; y cada uno de los epígrafes define su contenido.

En «Escenario», capítulo de tono más general como base caracterizadora que es, se nos muestra el lugar con pretensiones de abarcarlo desde varios puntos de vista: parte de la biología evolucionista -el pueblo es un organismo vivo, y como tal está sometido a la necesidad de adaptarse al medio y a la exigencia de progreso y evolución- para llegar a su geografía física, su historia, su vida social, carácter y fisonomía. Se detiene el escritor en comentar e interpretar su historia. En un párrafo nos dice:

En fin, que el pueblo de Pandorga, en eso de la adaptación al medio, sin duda está vivito y coleando.   —260→   Pero lo que es en lo de la exigencia de mudanza, aumento y novedad, está más que difunto, puesto que está momia. Desde que nació, hace ya muchos siglos, claro que no se ha movido del sitio; esto nada tiene de particular. Pero lo admirable es que desde hace varios siglos no ha medrado ni ha menguado, ni se ha percatado del curso del tiempo, ni ha marcado en sus anales ningún suceso notorio.

Y así va tirando el pueblo de Pandorga, como muerto vivo, en maravillosa inmovilidad, que se asemeja al estado de beatitud en que es de presente continuo. Sólo que este andante sin variaciones está colmado de trabajos y escaseces485.



Sin embargo, esta atonía presente oculta un pasado activo: «Pandorga carece de historia en los postreros cuatro siglos, porque en los otros diez anteriores fue uno de los pueblos más afligidos por la Historia486: por allí pasaron los romanos (esto pertenece a la «puericia prehistórica»), pero, en realidad, la historia comienza con los godos, de los que quedan restos inciertos y mezquinos; siguen los moros, quienes dejan como reliquia las dos Medinas; los cristianos, o sea, «ricos homes o magnates pendencieros», levantaron recios castillos (hoy, corralizas para el ganado o cobijo para gitanos) y desde ellos «movían guerra al rey». Con la llegada de Carlos V, los nobles, «con achaque de defender las libertades castellanas», arrastran a los plebeyos, y éstos en la derrota de Villalar resultan deslomados, mientras los «ricos homes» quedan «tan ternes y honrados». Los pandorgueños se desengañaron entonces de la Historia y se echaron a dormir; y así siguen. Al igual que Guadalfranco, el pueblo queda personificado: tumbado en la cuneta, sin ánimo para salir de su sopor. Del paso de las diversas razas, los lugareños han heredado los rasgos constitutivos de su   —261→   carácter: indisciplina (de los iberos), estoicismo (romanos), altivez (godos) y pereza (moros).

Esta visión, en clave humorística, de la Historia de Castilla guarda sus distancias con la propia de la generación del 98, señaladamente con la que Unamuno designó mediante el término «intrahistoria». No se contrapone en Pérez de Ayala esta vida callada y monótona a la Historia, como si aquélla -la intrahistoria- fuera el fondo, la sustancia del progreso, el presente vivo en el que hay que ir a buscar la tradición eterna; y la Historia, el presente superficial que cuando pasa a ser recogido en los libros se convierte en un pasado muerto487. En Pandorga no se advierte esa «sustancia del progreso», sino parálisis, ausencia de vitalidad. La Historia es vida que discurre pujante, a la que Castilla no se incorpora; de ahí que no pueda aspirar a su plenitud. También Ángeles Prado afirma al respecto: «A diferencia de los escritores del 98, que bucean en el pasado, petrificando en él el presente (España eterna, intrahistoria, eterno retorno), la mirada de Pérez de Ayala se dirige a éste penetrando en las raíces históricas de la realidad, pero con la vista puesta en un desarrollo hacia un porvenir problemático»488.

Los dos capítulos siguientes nos dan, en distinto tono, dos anécdotas reveladoras de la vida pandorgueña. En el «Entremés», fragmento narrativo de clara disposición teatral (como indica el epígrafe), se nos presenta una escena de carácter jocoso. Narra, con una técnica expresionista, aquello que constituye la máxima diversión para las gentes del pueblo, la agonía y muerte de uno de sus habitantes -en este caso se trata del único gordo del lugar- se reúnen en torno al lecho y conversan empleando frases hechas y refranes sin cuento: este acontecimiento   —262→   viene a suponer «tres o cuatro días seguidos de zarandeo, de expectación, de sociabilidad, de obligada elocuencia...»489. La deformación caricaturesca, que redondea el tono humorístico, se acerca bastante al esperpento, con los mismos recursos de animalización y cosificación de los personajes; así, las «viejas amojamadas» del villorrio tienen «sueño de liebre», y cuando escuchan la llamada de la hija del agonizante, «se incorporan en el camastro, tiesa la oreja»490. Las del tío Fulgencio «son enormes, delgadas y de color morado; dos abanicos inútiles, porque no se puede dar aire con ellos para respirar mejor»491. Las caras de los viejos y viejas que asisten al trance son «rugosas», como frutos puestos a secar en el sobrado, camuesas del último otoño492. Asimismo, el cura tiene aspecto «rubianco y pachucho de gato capón, que ya no caza ratones», y el monacillo, «morro afilado y nervioso, ojos bailadores, de azabache, como ratón en la casa donde no hay mantenimiento»493. Para desconsuelo de los asistentes, el tío Fulgencio no muere. Como contraste, en «Drama», la muerte de una vaca escuálida a la que la de otra vecina ha «quebrado la tripa», alcanza proporciones trágicas, y desencadena un proceso judicial que acaba arruinando a las familias en litigio.

Ángeles Prado vio cómo el tema básico de este grupo de obras es la pobreza494. En el mismo tono está narrada La fiesta del árbol; una anécdota con segunda intención que cuenta cómo para poder pagar el lunch con que se obsequia a los diputados que asisten a la celebración de «la fiesta del árbol», en la que se planta un simbólico pino en la plaza del pueblo de Villascopezo, tiene el municipio   —263→   que talar y vender como madera la única arboleda de los contornos495.

El pueblo. El hombre. El asno. Estampa es una bella pieza literaria prácticamente desconocida. No ha sido recogida en las Obras completas ni en ningún otro volumen, y por ello -y por su brevedad- me he decidido a transcribirla aquí496:

APOSTILLAS

El pueblo. El hombre. El asno. Estampa.

Ésta es una estampa vieja, descolorida, cenicienta. La ceniza tiene dos colores descoloridos, dos reminiscencias de color, dos aprensiones de color; unas veces el azul cinéreo, otras el rubio cenizoso. Estos dos descoloridos colores son los que tiene la estampa; el azul cinéreo en el cielo, el rubio cenizoso en la tierra. Tierra y cielo son como dos trozos de tela usada y desvaída, hilvanados, allá en el horizonte, por unas toscas puntadas de hilo gordo, que fue negro y es ya verdinegro: una fila de chopos. Cielo y tierra son la remendada capa de un pobre.

La tierra es como burdo paño casero. Las lanzaderas han dejado señalada su ruta de vaivén en   —264→   largas y regulares estrías: los cavones del arado. Este burdo y mal cardado sayal es hirsuto, tiene una áspera pelambre de tono algo más rubio; la paja de los rastrojos.

La recia estofa de tierra y paja por una parte se arruga, se abullona, se frunce; un pueblo. En el pueblo no hay un ladrillo, ni una piedra. Todo es adobes y tapiales; tierra y paja.

¿No hay una piedra? Sí, hay muchos y grandes sillares de piedra azulina y cenicienta; casi el color del cielo, pero un poco más frío y acerado. Todos estos sillares se amontonan, sin designio de hermosura, en la mole enorme de la iglesia, con su torre. La iglesia aplasta al pueblo. La iglesia, de perfil y a distancia, es semejante a una de aquellas planchas antiguas, alimentadas con carbón de encina, el pecho de bajamar, y su chimenea, alzándose sobre el pecho al modo de largo pescuezo; se llamaban planchas de vapor. Esta enorme plancha parece dispuesta para alisar, para aplastar, para planchar las arrugas y rebujos que le han salido a la recia estofa de tierra y paja.

Por el hueco de una de estas arrugas camina un hombre. Todo él es de color rubio cenizoso. Anda como un sonámbulo. Lleva sobre los hombros la carga de cincuenta años. Muchos meses del año no duerme arriba de tres horas. Ha comido siempre lentejas agusanadas, sopas de sebo, pan de una semana y queso empedernido. Ha bebido un vino que sabe a vinagre. No sabe cantar.

A par del hombre va el asno. Es rucio, de color rubio cenizoso. El camello es el barco de los grandes mares arenosos del desierto. El asno es el camello de los páramos y las estepas de barro; la chalupa de las lagunas desecadas y estériles. El camello resiste dos semanas sin comer ni beber; el asno, una semana. Al asno nadie le apercibe el pienso. Él mismo se procura el sustento comiendo los cardos que crecen   —265→   al borde de los caminos y en los eriales. Este asno conduce a lomos un costal voluminoso y pesado, que amenaza aplastarlo. Las frágiles patitas tiemblan y se entrecruzan, a punto de quebrarse.

En tanto, los vanos vencejos, que se alimentan de mosquitos, vuelan en anillo alrededor de la fea torre.

El pueblo, el hombre y el asno llevan una carga demasiado pesada desde hace demasiados años. ¿Años? Siglos. Querido Ignacio, pintor de Castilla; tú bien lo sabes.

Ramón Pérez de Ayala

Valdenebro de los Valles. Septiembre 1920



Esta «Estampa» -es un texto puramente descriptivo- se acerca en su tono, más que las anteriores, al criticismo noventayochista (aunque convendría decir, de forma más exacta, regeneracionista), por su visión dolorida y triste de Castilla; incluso nos parece encontrar ecos de un verso de Campos de Castilla de don Antonio Machado («y atónitos palurdos sin danzas ni canciones»497), cuando afirma de este otro palurdo apesadumbrado: «No sabe cantar». Sin embargo, la separa de las visiones lírico-críticas de los hombres del 98 el tipo de imágenes que emplea, con las que degrada aún más la realidad y la somete a sistemática deformación: la tierra y el cielo son «tela usada y desvaída», «burdo paño casero», que se abullona y se frunce. La iglesia semeja una plancha de carbón, etc. Encontramos también alguna greguería, como la referente al camello-barco «de los grandes mares arenosos del desierto» y asno-camello-chalupa de los páramos   —266→   y «las lagunas desecadas y estériles». Todo ello, más el cuidadoso empleo del color en estas descripciones (unos «colores descoloridos», muy sutilmente matizados), conduce a la referencia, y envío, a Ignacio Zuloaga, con la que termina.




ArribaAbajoIV. «Cuarto menguante»

En 1921 Pérez de Ayala publica en La Novela Semanal «Cuarto menguante», y este texto, convenientemente reelaborado y ampliado, vuelve a aparecer dos años después convertido en la primera parte de su novela Luna de miel, luna de hiel498, conservando, como tal parte, el mismo título. El relato versa, como sabemos, sobre una errónea educación sexual planeada y dirigida por la madre de Urbano, el protagonista, doña Micaela Cano, mujer que comete el pecado de querer dominar la Naturaleza, apartando de su hijo todo aquello que tenga que ver con el sexo. Como es de rigor, Urbano queda condenado al fracaso, que se consuma al no poder consumar su matrimonio con Simona, muchacha de casi su misma condición. Al final, y como sucede de forma habitual en las novelas de esta segunda época, tanto extensas como cortas, el error no tiene consecuencias funestas, puesto que se intenta rectificar: en este caso será la Naturaleza la que se encargará de educar sexualmente a Urbano y Simona, como queda insinuado en el desenlace de la novela corta («Dafnis y Cloe redivivos. Nihil novun sub sole», son las palabras que la cierran), y corregir así, normativamente, la viciada educación social que han recibido. El tono con el que está narrada, el mismo, claro está, que el del resto de la novela de 1923, no se diferencia mucho del que apreciamos en no pocos pasajes de El ombligo del mundo. Andrés Amorós lo define con precisión: «[...] la narración mantiene un difícil término medio entre el lirismo de la ingenuidad, la farsa grotesca y el esquema ensayístico. La armónica   —267→   combinación de tan distintos ingredientes es uno de los caracteres que singularizan a Pérez de Ayala dentro de la novela española contemporánea»499. Por ser, en realidad, parte de una obra más extensa, las «Novelas de Urbano y Simona», su estudio ha sido hecho por el profesor Amorós en su libro fundamental. En lo que a nosotros respecta, tiene interés realizar un cotejo entre los dos textos -el de 1921 y el de 1923- y sacar algunas consecuencias; pero esto, para no romper la línea que venimos siguiendo, lo veremos en un apéndice.




ArribaAbajoV. «El ombligo del mundo». Compendio del arte narrativo ayaliano

Este libro de novelas poemáticas se encuentra situado justo en el centro de la segunda época: fue publicado en 1924, aunque tres de los cinco relatos que lo componen ya habían visto la luz con anterioridad, sin los poemas que los preceden500: como en 1916, Pérez de Ayala reserva la versión definitiva y completa para el libro; un libro que parece haber sido concebido unos años atrás501. Es obvio que en este caso no puede hablarse de la pertenencia de estos relatos a una «época de transición», sino a la de plenitud creadora, y que si todavía conservan vestigios del signo de «tinieblas sobre las cumbres», no es menos cierto   —268→   que en las cinco narraciones se tiende a la «recreación en presente de algunas de las normas eternas y los valores vitales», tal y como su autor dijo de las novelas escritas a partir de Belarmino y Apolonio502. En El ombligo del mundo encontramos el repertorio de temas, estilos y preocupaciones característico de las novelas «originales» de su autor.

Diríamos que, en un aspecto esencial, tres de estas novelas cortas se diferencian de las de 1916 y se asemejan a las extensas de su período temporal: en el reconocimiento de las normas y los valores vitales que encaminarán hacia la plenitud a Urbano y Simona, y a Tigre Juan y Herminia, una vez que superen los erróneos comportamientos anteriores. De este modo, Adriana salvará su matrimonio, y don Recaredo se enfrenta decididamente con su problema: la necesidad de perpetuar su casta, imperativo que está por encima de (y en pugna con) la esterilidad a que ha sido condenado por su condición de eclesiástico; mientras que «Grano de Pimienta» es fiel siempre a su pujante vitalidad. Por el contrario, los comportamientos erróneos y vitalmente infecundos llevarán consigo el castigo, su «sanción inmanente»: así, terminarán mal, topándose con la muerte, el hidalgo apodado «Mil Perdones», el cura don Olegario Pandora, alias «El Padre Eterno», y el protagonista de Clib, Generoso Vigil. El profesor auxiliar es un caso aparte, que consideraremos en su lugar oportuno. Al mismo tiempo, frente al clima lírico-dramático de las tres novelas poemáticas anteriores, estas cinco se caracterizan por la presencia constante del humor: todas ellas podrían llevar el subtítulo que en su manuscrito original llevara Justicia, «novela humorística»503.

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También en este libro la diversidad de relatos se encuentra neutralizada por una profunda unidad, que no es sólo la del pensamiento que los sustenta, con ser esto tan esencial, sino la del espacio en que suceden: son varias actuaciones humanas, encerradas en ese breve universo que es el valle del Congosto. El lugar viene caracterizado en el fundamental prólogo: un valle cerrado entre las altas montañas y el mar, nunca totalmente visitado por la luz del sol, y cuyas dimensiones -siempre relativas- lo acercan, según el punto de vista de sus habitantes, al valle de Josafat (es el mayor entre los otros vallecitos de los contornos), aunque, en opinión del narrador, comparado con aquél no es mayor que «una concha de almeja». Ángeles Prado ha visto, de manera inteligente, las connotaciones simbólicas del lugar y cómo ya desde la primera oración «quedan aludidos estos estratos múltiples del universo novelesco: lo regional, lo nacional y lo universal»504. No está de más abundar en ello y señalar un texto de su autor en el que reflexiona sobre el sentido que el espacio adquiere en la obra poética, y que puede ser aplicado al imaginario (aunque no tanto) valle de este libro:

[...] el poeta vive por encima del espacio y fuera del tiempo. Para el poeta todos los lugares, ya sean Babilonia, Aquisgrán, Jauja o Pekín, son «utopías», es decir, negación de un lugar determinado; pueden estar en todas partes y en ninguna. Y en cuanto al   —270→   tiempo, un centauro o la burra de Balaam no hay inconveniente en que los concibamos como contemporáneos nuestros, con voz actual. La máxima superación del espacio y del tiempo se ha de verificar finalmente en el valle de Josafat, olla podrida y hervidero de todos los lugares y todos los tiempos. Entre tanto los mortales todos aguardan acudir a aquella última cita, los poetas la anticipan y presienten, puesto que, como vates, contemplan el mundo sub specie aeterni505.



Este lugar «utópico», construido con claras referencias asturianas, tiene unas características que lo definen: está aislado, encerrado entre las montañas y teniendo al mar como su salida natural y la vía de contacto con el mundo exterior: el narrador nos dice que es «la única ventana» abierta sobre el mundo; precisamente por este encierro en lugar angosto (sugerencia fonética de su nombre, Congostó), el sol no lo ilumina nunca por completo, y así se encuentra de continuo en «perdurable penumbra crepuscular». Es también un lugar venido a menos: hay restos de antiguos edificios, ruinas de un castillo feudal, restos románicos...; en una casona gótica con aspilleras está instalada la Administración de Correos, y aprovechan una aspillera baja como buzón; los más antiguos escudos heráldicos hacen referencia a la época en que los habitantes eran cazadores de ballenas, mientras que hoy «pescan con caña en el cieno de la dársena». La época de decadencia viene a comenzar en el siglo XVIII, según se desprende del tipo de «gongorismo heráldico» característico del siglo, «pues el mucho aparentar nace con la conciencia del dejar de ser»506. La vida religiosa, asimismo, carece de todo valor trascendente y sirve para remediar mezquinas frustraciones: de las tres iglesias del lugar, la   —271→   apodada Ropero de las Desesperadas alberga a las Hijas de María; la segunda, Salvamento de Náufragos, debe su mote a que allí se celebra la Adoración Nocturna, lo que permite a los esposos «saturados de cónyuge» poder escapar del hogar; la tercera iglesia, La Madre Eterna, cuyo apodo le viene de su hinchada cúpula, resulta estar dedicada a San Ramón Nonnato. Los clérigos, por supuesto, viven de espaldas a una vida espiritual, alimentan en los feligreses una moral mojigata y se preocupan, ante todo, de sus intereses materiales.

Si el lugar está aislado del mundo, es penumbroso y tiene mermada su vitalidad, pues no se ha recuperado de su decadencia, ya secular, de la misma índole son sus habitantes. Cada cual «se considera, a sí propio, ombligo del mundo»; son, como los define el Sr. Hurtado en Clib, antisociales: encerrados en su egoísmo, necesitan de los demás para ejercerlo plenamente; tienen pocas luces, puesto que no pasan de ejercer un tipo de «inteligencia rutinaria»: juzgan por las apariencias; nunca abordan en profundidad lo que la realidad les ofrece; discuten acaloradamente por cosas superficiales y se dejan llevar por sus impulsos primarios; lo contrario de lo que se concluía en La Araña al glosar el nombre de Recio de Tirteafuera. Sólo un grupo se diferencia ostensiblemente del resto de la población: los apodados Escorpiones e Intelectuales; son osados por vestir a la usanza extranjera: llevan «chanclos Boston» en vez de almadreñas y fuman en pipa: «He aquí toda la modernidad del valle de Congosto: un atavío externo y un humo de fragancia morosa, como aliento del mundo remoto e imposible»507. Para concluir con este panorama humano, y como expresión social, las clases sociales en el Congosto son más bien castas que «jamás se mezclan ni cruzan»: los campesinos, marineros, menestrales y artesanos y una clase media que «abarca desde mercaderes con tienda puesta hasta las familias de añejo patrimonio, reducido ya a un rédito sobre manera   —272→   parvo»508. Carecen, pues, de elementos activos y emprendedores; no van más allá de esa clase media estancada. Todo ello nos presenta un conjunto de seres insolidarios y mortecinos, aislados, rutinarios, carentes de vitalidad; son, en definitiva, «sombras incorpóreas» que divagan por aquella penumbra constante ejecutando cada uno su propia «tragicomedia cotidiana».

Es evidente que este angosto y penumbroso valle, con sus mortecinos habitantes, recubre una realidad mucho mayor que la que puede ocupar en su presunta localización geográfica, y queda aquí reflejado uno de esos temas esenciales que atraviesan la obra madura de Pérez de Ayala: el que se refiere al «problema de España»; la crítica de la vida nacional. Sirve, por ello, de fondo común, de base sustentadora de los relatos; de espacio unificador.

El lector, por su parte, se encuentra ya prevenido desde el poema inicial, escrito en segunda persona, y conoce la actitud que debe adoptar. El poeta nos hace una llamada de atención y nos aconseja: debemos ser conscientes de nuestras limitaciones y usar de los cinco sentidos para observar la realidad; no debemos ensimismarnos, sino permanecer vigilantes («Sobre tiempo y espacio eres una atalaya»). Pero también sabemos que no debemos «atracarnos de realidades y saciarnos de las cosas visibles», sino «permanecer en todo punto en una postura crítica»509: comprender de manera inteligente lo que nos aparece510.

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Sobre el tema apuntado en el prólogo, se manifiesta en el primer relato la segunda línea temática, muy representada en el libro: la aspiración del hombre a su plenitud511. Sin duda alguna, «Grano de Pimienta» y «Mil Perdones» es la novela más representativa del tema de la «vitalidad ascendente» o «sentimiento entusiástico de la vida». Ya en el poema inicial se contrapone el gerifalte que vuela dilatadamente y que vuelve al puño de donde partió, pero trae consigo la presa (la sabiduría), y un hidalgo, una «sombra más negra» (como casi todos los habitantes del valle), paseando por las «sombrías callejas, al pie de los campanarios»; va atado desde su misma entraña por una cadena: el pasado. Como advirtió Ángeles Prado, en este libro poemático emplea su autor un sistema de imágenes «compuesto de elementos simbólicos que se refieren al vuelo, junto a otros que configuran la gravitación hacia la tierra»512; representa de este modo, poéticamente, a los seres que encarnan los valores vitales positivos y las conductas que se alejan de ellos.

El relato desarrolla el tema expresado en los versos: su base argumental es la oposición entre «Mil Perdones», el hidalgo empobrecido que «se alimenta de ilusiones y se embriaga de palabras generosas»513, y «Grano de Pimienta», hombre activo, eufórico y vital. El motivo de esta oposición es el amor por «Cerecina»514, la sobrina del sacerdote   —274→   apodado «Padre Eterno». «Grano de Pimienta» se afirma en su vitalidad y denuncia el ambiente esterilizador en que se mueve. Dice a la muchacha:

No entiendes que soy el solo hombre en todo el valle. No entiendes que mis locuras y disparates son porque quiero vivir, porque me siento vivir, porque no me acomodo a quedar en esta soledad muerta, entre esas apariencias de hombres. No soy «Grano de Pimienta», sino de dinamita. Y tú eres fuego. Si me inflamas, salta el valle en mil añicos515.



El tema de la oposición entre apariencia y realidad es muy importante en esta novela: todos los personajes llevan apodos que apuntan a su dimensión aparencial, como se había adelantado ya en el prólogo. La acción se desarrolla por los años de la Primera Guerra, y refleja el conflicto entre aliadófilos y germanófilos; el hidalgo «Mil Perdones» causará la admiración de buena parte de sus paisanos debido a su semejanza con el kaiser (lo que da pie al aliadófílo Pérez de Ayala para criticar a sus contrarios516), cosa que le satisface en extremo y que asume hasta llegar a la locura. Por su parte, «Grano de Pimienta» ha rechazado rotundamente el mote de «el Diputadín», con el que estaban empezando a aludirlo, por su parecido con el hijo del diputado, lo que para los habitantes del lugar es un hecho digno de estima: «No quiero ser siervo de un parecido -ha dicho-. Quiero ser yo distinto de todos, libre y desmandado. Quiero volar a mis locuras»517 (clara referencia al poema inicial).

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Al final de la obra, el hidalgo muere enajenado, después de sufrir una «parálisis general», mientras que «Grano de Pimienta» pasa de adinerado comerciante -situación a la que llega después de algunos años de ausencia de su ciudad- a bolchevique, y vuelve al pueblo (como el gerifalte con su presa) para casarse con «Cerecina». En este momento afirma abiertamente:

[...] La experiencia me ha enseñado que con poca diferencia el mundo es como el valle de Congosto. Pero yo sigo siendo grano de dinamita, más que de pimienta518.



También «el Padre Eterno» (así apodado por ser el párroco de «La Madre Eterna» y por su conocida fecundidad genésica) muere ensimismado una vez que el progreso (el ferrocarril) le ha partido su «paraíso terrenal», un huertecillo, que era su punto de articulación con el Universo, regado por tres arroyos a los que denomina Fe, Esperanza y Caridad: los cuadros de hortalizas se empapan con las tres virtudes teologales. El relato es uno de los más divertidos e imaginativos de su autor, y a ello contribuye la estética expresionista empleada para degradar o ridiculizar las formas de vida del valle, y alguna cosa más. Así, en un momento en que un submarino alemán aparece por las aguas cercanas, el hidalgo y «el Padre Eterno», furibundo germanófilo, se dirigen a él en un vaporcillo para entregar al capitán un memorial destinado al kaiser; la escena está descrita en jocosos términos esperpénticos:

El submarino flotaba en la trémula superficie semejante a una cenicienta rata ahogada, por la forma y el color. Y el vaporcito avanzaba a ligeros saltos, emitiendo a intervalos ruidos secos, al modo de estornudos, como perro con moquillo519.



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El encuentro del hombre con las normas de la moral natural aparece, de manera similar a como se produce en las «novelas normativas» (Luna de miel... y Tigre Juan...), en La triste Adriana. El esquema argumental básico lo aclara: los protagonistas pasan de un estado de infelicidad por el incumplimiento de las normas, a un estado de dichosa esperanza cuando rectifican sus conductas. Adriana y su esposo, el poeta Federico, se caracterizan por vivir inmersos en un mundo ficticio; los dos se engañan creyendo ser algo distinto de lo que en realidad son: ella «se pasaba el día, cuándo leyendo folletines, cuándo extraviada en imaginaciones quiméricas. Desde niña no había hecho otra cosa que soñar»520 (igual que los protagonistas de las novelas de 1916); y lo que más la atraía era creerse adúltera e imaginar desenlaces funestos. Federico es un poeta caracterizado por su insinceridad:

Federico vegetaba por su lado, a distancia inmensurable de Adriana. Amaba tanto y de manera tan ardiente en sus versos a todos los seres y las cosas de la tierra, el cielo y los mares, derretido en ternura universal, pues se decía poeta panteísta, que fuego no le quedaba una migaja de amor efectivo que emplear en la vida cotidiana521.



El paradigma normativo se encuentra aquí en los seres que viven más cerca de la naturaleza: Xuanín «el Sapo» y Espera «la Calandria» (pareja que forma un contrapunto con la central); aquél es poeta también, pero no artificial, como Federico. Es de advertir que en la obra literaria de Pérez de Ayala los auténticos poetas son estos seres más «naturales» («esos versos... tienen perfume, melodía, y dentro de ellos se palpa un cúmulo de fuerzas activas»522, dice un personaje de esta novelita), frente a los que se denominan «poetas» partiendo de una insinceridad   —277→   radical, del artificio mixtificador, como sucede con Teófilo Pajares en Troteras, con Federico o con Telesforo Hurtado en La pata de la raposa; todo ello está en consonancia con ese concepto ayaliano de la poesía, a la que tantas veces define como «lo elemental».

Del encuentro de Adriana con la naturaleza (la «moral natural»), representada en esa pareja mencionada, nace su toma de conciencia, lo que la llevará a luchar para conseguir el amor de su marido, y emprende un camino, marcado simbólicamente a lo largo del relato, desde las tinieblas iniciales hacia la luz. Así, la novela se cierra felizmente con el anuncio de que, de este amor mutuo, nacerá un hijo -como sucederá en El curandero de su honra-: «Al hijo de nuestro amor, Salvador te llamaremos»523.

Está claro que el nombre de Adriana es, como indica Ángeles Prado, un anagrama de Ariadna; y a ello, unido en la mitología con la musa del teatro, alude en los normativos versos iniciales: no hay fatalidad; todo depende de nosotros mismos.



Descubre la tramoya de tu misterio, que aún desconoce tu esposo Esquilo. Nada hay fatal, de acá del cementerio. Al moverte, tú misma tiras del hilo.

¿Los mortales, juguetes de los dioses? Mentira
del flojo, del nesciente, del falsario.
Melpómene, del hilo que te aprovecha, tira.
Eres la reina de tu escenario524.

Sobre el imperio y primacía de los impulsos vitales por encima de imposiciones sociales alejadas de la naturaleza trata el cuento situado en tercer lugar. La vitalidad es el rasgo básico que define a los dos hermanos, don Recaredo Castañeda, «cura castrense de Pilares», y don Rodrigo,   —278→   un señor feudal fecundo y tonitronante, que recoge lo mejor de los anteriores y «descomunales» don Cristóbal (Éxodo y Padre e hijo) y don Alberto Menéndez de los Trojes (El patriarca). Este relato es una nueva versión del último cuento mencionado, aunque notablemente enriquecida: don Rodrigo, que se encuentra apremiado por ineludibles deseos de procrear, marcha al campo, a su mansión familiar, para visitar a su hermano e intentar convencerlo de que debe casarse y, así, hacer continuar su casta, en trance de extinción. El hidalgo, naturalmente, rehúsa, pero aquellos contornos están llenos de descendientes bastardos (como sucede con los anteriores personajes, ante todo la afirmación de su propia personalidad).

Pero el centro de interés en este relato está en el problema del sacerdote castrense: se establece, desde el principio, un contraste entre la condición eclesiástica de don Recaredo y su primitiva vitalidad: «Todos nosotros somos casta de bárbaros, de paganos»525, declara complacido; sobre todo, se alude a su condición de hombre frustrado (virilmente frustrado), puesto que su condición de religioso le prohíbe procrear; de ahí las peculiares sensaciones que va experimentando:

Entonces, desde la niebla de su carne hasta la niebla de su espíritu, se elevó una convicción entrañable, mística, que le saturaba. «Lo que dentro de mí ruge es la exigencia de la especie, el clamor multicentenario de mi casta, que no se resigna a extinguirse sobre la tierra. La sana barbarie de los Castañeda, levadura turbulenta, tiene derecho a pervivir en tanto dure la masa floja de la vida humana»526.



Todo queda en este relato muy atado a lo telúrico. La niebla es un motivo permanente y simbólico: es la «leche densa de las tetas negras de la tierra», como se dice en   —279→   el poema que precede a la narración; es el vaho que emerge de la tierra, difuminando las «formas permanentes», en el que se confunden las fuerzas primitivas e irracionales: «las pasiones, los instintos, las imaginaciones, los pensamientos, las sensaciones...»527. Como vemos, se trata de algo identificable con la Voluntad schopenhaueriana. Parece ser que también don Recaredo adquiere al final la «función normal masculina» cuando huye con Melania «la Prieta», muchacha a la que el autor califica de «espíritu de la tierra» y la relaciona con la bíblica Sulamita, lo que es muy revelador.

Como sabemos, el desenlace de este cuento está en estrecha conexión con los sucesos que se desarrollan en Justicia (1928): Melania trae la noticia del crimen de Tinoco y se escucha un rumor de muchedumbre que se acerca.

Sin duda alguna, el relato más cerebral de Ramón Pérez de Ayala, aun por delante de La Araña, es Clib. En él, el escritor quiere expresar directamente su concepción del mundo y el sentido que debe tener la correcta actuación del hombre: la base filosófica que sustenta sus obras de madurez. En realidad, se encuentra más cerca del ensayo «novelizado» que del relato propiamente dicho; y aun dentro de este segundo período, en el que todos los elementos de su novelística están dispuestos en función de esa «tesis previa» -como ya apuntara Norma Urrutia528-, esta novelita destaca por su excesiva carga intelectual, que se hace patente y presente en las abundantes irrupciones de fragmentos meditativos en los que se exponen y desarrollan las ideas centrales. Clib es, ante   —280→   todo, una reflexión sobre la norma en la actuación humana; a ello se alude con precisión en el poema inicial:


Amigo:
Cuando estás más enajenado,
o acaso ensimismado en tu vacío profundo,
tanto más eres juguete del Hado.
No pretendas creerte ombligo
del mundo.
..............
No te escondas: tesoro sepultado.
No te derrames: cántaro vertido.
Tu corazón, umbral siempre franqueado.
Y tu amor sea con todos compartido529.
..............

Los pecados por «exceso» y por «defecto» (siguiendo las indicaciones de Julio Matas) contra la norma en la actuación humana vienen a estar representados aquí por la enajenación y el ensimismamiento, dos posturas opuestas que vienen a ser la misma, igual que sucedía en La Araña con las nociones de longitud y latitud (vuelta a la derecha o a la izquierda que «son la misma cosa, sólo que son todo lo contrario»); así se caracteriza a los habitantes de Reicastro (la capital del valle de Congosto), seres antisociales por excelencia. Ángeles Prado señala que mientras en las otras tres narraciones «el acento tónico recae sobre la trayectoria individual, en Clib adoptará el autor un enfoque que va a permitirle concentrar su atención en una modalidad de la vida colectiva»530.

El señor Hurtado, «jefe» de los Escorpiones o Intelectuales, personaje de mucha labia, resume en las seis primeras páginas el sentido de la obra. En una conversación -más bien soliloquio- con un forastero que acaba de llegar a la ciudad, le va informando sobre el carácter   —281→   de los reicastrenses: «son por idiosincrasia antisociales; lo cual, repare usté, no es lo mismo que insociables»531; son egoístas, pero necesitan de los demás, porque el egoísmo se satisface a costa ajena: el egoísta «es antisocial, pero necesita de la sociedad, y es, por tanto, sociable»532. El arquetipo de la antisociabilidad lo encuentra el señor Hurtado en una casa de juego, pues allí todos «quieren salir ganando con detrimento de los demás, en lugar de producir bienes comunes»533.

Estas ideas se particularizan y ejemplifican con la historia que a continuación nos aparece: la de Generoso Vigil, el protagonista de la novela corta. Hombre que llega a ser dominado por el juego, descubre en él un sentido -erróneo- de la vida entendida en términos de ensimismamiento y enajenación, con lo que se convierte en lo opuesto al hombre libre tal y como lo entendía el escritor: «Entiendo por hombre libre -nos dice en otro lugar- aquel que ciertamente conoce y se atiene a los móviles y fines de su conducta, ora abandonándose a la fluencia del instinto, ora guiándose por los cauces geométricos de la razón. El hombre libre, ése sí, es ya un medio para la libertad aumentativa de los demás...»534. La norma que Generoso Vigil viola es la misma que se desprende del «hecho estético esencial», tal y como era concebido en Troteras: «La confusión (fundirse con) o transfusión (fundirse en) de uno mismo en los demás»535; y la que alumbra a las virtudes que deben acompañar al «creador que posea de consuno espíritu lírico y espíritu dramático»536: la tolerancia y la justicia. Más directamente   —282→   se nos muestra el «imperio de la norma» en El sendero innumerable: en la «Polémica entre la tierra y el mar»: los opuestos quedan conciliados al final en ese anhelo de «confusión» o «transfusión», para emplear términos ayalianos; y aún más en el «Coloquio con Sant Agostino»537: los hombres serían hermanos -dice el poeta- si se pudieran «trocar en sus contrarios» aunque sólo fuera por un breve instante. En Clib vuelve a repetirse todo ello: ante los argumentos de Generoso Vigil, quien mantiene que la vida es juego y que lo esencial en el hombre es la «enajenación para afirmarse» y la «afirmación para enajenarse», donde los extremos de ensimismamiento y enajenación se unen en su anormalidad -el hombre, ombligo del mundo, en conclusión-, Hurtado, portavoz del autor, expresa la solución normativa con estas palabras:

¿Ombligo del mundo? Si eso tan solo fuéramos, nada seríamos. Somos piernas, con que el mundo avanza; brazos con que se modifica; corazón, con que siente; conciencia, en donde se reconoce y clarifica el orden universal. Equilibrio, equilibrio. No nos ensimismemos, hasta abolir a nuestros semejantes; ni nos enajenemos, hasta preterir los deberes para con nosotros mismos. Pongámonos, con dejación momentánea y comprensiva, en el lugar de los demás hombres, en cada caso concreto. Tolerancia, libertad, y a la postre justicia538.



El profesor auxiliar, relato que cierra el libro, se distingue notablemente de los otros cuatro. En primer lugar, los hechos no suceden en el Congosto, sino en Pilares, en cuya Universidad padece el protagonista, don Clemente, las penalidades anejas a su condición de profesor auxiliar, aunque en grado superlativo.

  —283→  

No es el de este cuento539 un tema habitual en Ayala, ni mucho menos; es más bien extraño, sobre todo dentro de esta segunda época. El sufrido y estoico profesor no aspira a ensanchar sus estrechos horizontes vitales (se diferencia así de los más positivos personajes ayalianos): es un ser mediocre que se siente feliz con su pobre patrimonio y con el amor de sus hijas, aunque los alumnos lo pongan, con mucha frecuencia, en situaciones difíciles. Don Clemente es un hombre bueno, en verdad, pero no con el pleno sentido que Pérez de Ayala asigna a este concepto. En un interesante y poco conocido texto leemos:

Esta primera condición es la de hombría de bien, hombría cabal: vir bonus. Las palabras y en consecuencia los conceptos van degenerando de tal suerte que hombría cabal apenas si quiere decir nada. El primer grado de degeneración comenzó por estrechar el significado de vir bonus, hombre cabal, a la conducta ética; luego se estrechó, dentro de la conducta ética, a la sobriedad en el ejercicio del sexo; por último, ya hoy se califica de hombre bueno a quien no puede ser otra cosa, un desdichado, un pobre hombre... Vir bonus, lo mismo que buen caballo o buena escopeta, indica el ejemplar que reúne el mayor número de excelencias, y necesariamente de eficacia, entre los de su especie; en el caso del hombre, inteligencia, imaginación, voluntad, diligencia, probidad, sencillez, franqueza, liberalidad..., y hasta una hermosa hipostasis (sic); pero esto último es la añadidura, que a pocos les ha sido   —284→   otorgada. Esta integridad humana u hombría cabal es condición inexcusable en toda actividad noble»540.



Todo esto caracteriza al personaje vitalmente positivo, como «Grano de Pimienta»; nuestro profesor auxiliar es, más bien, un pobre hombre. Al describirlo, el narrador lo pone como ejemplo de la «fisonomía estoica»; descubre en su rostro «nobleza de carácter y estrechez de inteligencia», y en el estado de su ropa adivina «la escasez de sus medios de fortuna y la dignidad de su vida»541. Es pobre, bondadoso, digno y poco inteligente; pero está tratado con ternura, y esto no es muy frecuente en Ayala. Su singularidad radica en el modelo que aquí sigue: es un cuento de clara inspiración clariniana542: el protagonista, al igual que los mejores personajes de don Leopoldo Alas, es uno de esos seres que «siguen su propia virtud» y es fiel a los valores que rigen su pobre e insignificante vida -aunque a veces sufran-, y por ello es feliz; y tendrá su recompensa final cuando un alumno, el que más se distinguía en la clase por su agresividad contra él, al ir a su casa con ánimo de intimidarlo, se enamore de una de sus hijas y termine formando parte de la familia.

Este cuento, tal vez, viene a presentar otra posible actitud vital digna: la del que se conforma con sus limitaciones y asume sus fracasos sin que ello afecte a su carácter y modifique su natural bondad. Será, pues, otro ejemplo dentro del repertorio de actitudes y actuaciones humanas que encontramos en El ombligo del mundo.



  —285→  

ArribaAbajoVI. «Justicia». Novela última

Según nos informa Andrés Amorós -ya lo hemos señalado con anterioridad-, Justicia tenía en el manuscrito un subtítulo que no conserva en su aparición impresa: «Novela humorística». Este calificativo de «humorística» alude a una realidad, es cierto, pero se hace necesario aclarar que se trata de un humor amargo, corrosivo, pesimista. Yo diría que nos encontramos ante la obra más pesimista de Pérez de Ayala: Justicia es un esperpento que muestra con su peculiar estética expresionista una realidad social moralmente degradada. Tanto el título como el subtítulo preterido tienen un sentido irónico, sarcástico casi, puesto que, como afirma Ángeles Prado, «lo que va a mostrarnos es la ausencia de todo sentimiento de justicia por parte del pueblo reicastrense»543.

El título hace referencia expresa a la máxima virtud que Ayala pretendía despertar en sus lectores por medio de su obra literaria: es la finalidad última de sus escritos544. La búsqueda de la justicia como estado último para la perfección moral del individuo llena toda la segunda época, desde su fundamento en Troteras hasta El curandero de su honra (1926), y la que nos ocupa. Recordemos que en Troteras el arte auténtico es aquel que prepara al hombre «para recibir dignamente el advenimiento de dos grandes virtudes, de las dos más grandes virtudes,   —286→   y estoy por decir que las únicas»: «la tolerancia y la justicia»545. Y en El curandero... se llega a unas precisas conclusiones que iluminan el sentido de esa novela corta publicada dos años después:

He aquí mi dictamen: debemos ser tolerantes para luego poder ser justos. Cuando yo comprendo, con la cabeza y con el corazón, la causa poderosa de un ajeno maleficio, y me apiado sinceramente del malhechor, y, más aún, llego a sostener que no pudo por menos de obrar de aquella suerte, y que cualquiera otro, reunidas todas sin excepción e idénticas circunstancias, hubiera hecho otro tanto; en este caso yo soy tolerante. Pero, a seguida, cúmpleme ser justo, porque mi Razón me muestra de modo palmario que aquel maleficio merma la razón de ser del hombre que lo ejecutó, hasta el punto de justificar en ocasiones la pena capital; y de otra parte perjudica y ofende la razón de ser de los demás hombres. Con esto de la pena capital no me refiero al castigo impuesto por los tribunales de justicia, sino al que impone la misma naturaleza; como si dijéramos, el hombre que se mata por temeridad, el que revienta de una comilona, el que se aniquila o enloquece, de tanto beber. Debemos ser justos, por caridad hacia el malhechor y en merecido tributo al hombre que se esfuerza en aproximarse a su plena razón de ser546.



Apliquemos este razonamiento, fruto del aprendizaje vital de Tigre Juan, a Tinoco y tendremos expresado el juicio normativo y correcto sobre su crimen; lo contrario de lo que sucede en el relato. Podemos también recordar los argumentos del señor Hurtado (citados hace poco), con que hacía frente al «error» de Vigil en Clib: ni ensimismamiento   —287→   ni enajenación; debemos intentar situarnos en el lugar de cada uno, en cada caso concreto: «Tolerancia, libertad, y a la postre justicia». Como podemos comprobar, el escritor viene repitiendo una misma idea, que podemos encontrar en numerosos ensayos y poemas -vease El sendero innumerable-: a la justicia se llega mediante la comprensión profunda de cada particular manera de obrar; mediante la tolerancia. En ello estriba la hombredad, «en la universal simpatía comprensiva; sentimiento de tolerancia y emoción para la justicia»547.

Si reiteradamente vamos encontrando estas formulaciones positivas de la virtud, también se nos han presentado actuaciones opuestas: las raíces del comportamiento de los reicastrenses están en las novelas poemáticas de 1916. En Luz de domingo, el abuelo de Balbina pide una justicia que es en realidad una venganza (desea tomar la justicia por su mano); y los habitantes de Cenciella muestran su falta de sensibilidad para esa virtud al burlarse de los deshonrados. La caída de los Limones se cierra abruptamente con las palabras de aquel republicano -«¡En este país no hay justicia!»- que delatan su condición brutal; al tiempo que los de Guadalfranco se vengan cobardemente de los caciques una vez que han sido ejecutados. En Justicia culmina esta línea; está ausente el espíritu de comprensión y tolerancia y predomina el deseo de venganza unido al de diversión cruel.

Hemos dicho que nos encontramos ante otra novela poemática, aunque no se la haya calificado así ni figure en un volumen bajo este rótulo. Ello es evidente, y Ángeles Prado ha acertado al situarla en su edición de El ombligo del mundo en el lugar que debe ocupar, inmediatamente después de Don Rodrigo y don Recaredo, cumpliendo con lo que el mismo escritor había previsto al ir esbozando el libro de 1924: esta novela figuraba en aquella   —288→   lista como «Histerismo (Justicia)»; si la obra no llegó a ocupar aquel lugar y vio la luz cuatro años más tarde que el libro, se debe a contingencias que desconocemos548.

La obra pertenece al mundo novelesco del Congosto (la acción sucede también en Reicastro, como «Grano de Pimienta», La triste Adriana y Clib), pero no está alejada de las novelas de 1916. Si nos damos cuenta, aparecen los cuatro puntos fundamentales que advertíamos en aquellas obras maestras: los protagonistas viven de quimeras e imaginaciones; y aquí es el pueblo, protagonista colectivo, el que queda calificado como «aburrido e imaginador, resignado y humorístico»549. Es evidente que son seres frustrados, y esa frustración radical es la causa de sus crueles impulsos, de su deseo de venganza «por diversión». No es menos notable la presencia de la muerte: las cinco beatas; el ajusticiamiento de Tinoco; y los dos linchamientos que no se llegan a consumar: el de Melania y el imaginario del diputado liberal. Por último, la atonía y la brutalidad -las dos aquí- impregnan el ambiente de Reicastro. A esta novela se le puede aplicar lo que el profesor Mainer advertía en las tres novelas poemáticas: «A la vista de estos relatos de 1916 resulta evidente que el problema de España ha pasado a ser, para Ramón Pérez de Ayala y para los intelectuales de 1910-1920, la patética inadecuación del país para la convivencia civil, la irrefrenable tendencia a la incivilidad, la propensión a la envidia. La denuncia de la brutalidad...»550. Justicia, la última novela poemática, viene a ser, pues, compendio y resultado de los dos ciclos anteriores.

  —289→  

En esta novela se cumple otro designio del escritor, ya expresado en Troteras, precisamente en ese pasaje en que Alberto reflexionaba sobre cómo el arte auténtico debe preparar al público para el reconocimiento de las dos grandes virtudes, las cuales «no se sienten; por lo tanto, no se transmiten, a no ser que el creador de la obra artística posea de consuno espíritu lírico y espíritu dramático»551. Pues bien, en Justicia se hace patente esa unión del espíritu lírico con el espíritu dramático. Veamos cómo.

Al leer la novela, podemos comprobar un cambio de estilo que aparece al final del capítulo tercero (está dividida en siete): los tres primeros capítulos, muy breves, tienen como protagonista al gitano Tinoco, el calderero enamorado de Melania «la Prieta» o «el Ángel de azabache»; desde el fondo oscuro de su herrería, situada por debajo del nivel de la calle, la muchacha le aparece recortada en la ventana como una «visión empírea». Desea unirse a ella e interpreta de forma particular lo que el «Ángel» moreno le dice, metafóricamente, que debe hacer para liberarse de las cadenas: «Martillo tienes, y brazo fuerte». Sus cadenas vienen a ser su mujer, su suegra y sus tres cuñadas, que viven con él: cinco desagradables beatas que lo aborrecen y zahieren de continuo; y los cinco eslabones partidos son las cinco cabezas aplastadas bajo la fuerza de su maza. Esta novela, como poemática que es, se inicia también con un poema en versículos, la «Balada del calderero apasionado», que nos introduce en el espíritu del protagonista. A partir de aquí los tres primeros capítulos están narrados en un tono lírico, con abundantes imágenes poéticas que nos muestran el mundo interior de Tinoco, en el que lo «prodigioso» tiene un papel muy importante. Vemos el crimen desde el mismo punto de vista del criminal, y por ello lo comprendemos. En esto radica el espíritu lírico, que Alberto define como «capacidad de subjetivación»; o sea: «vivir por cuenta propia y por entero, con ciego abandono de uno mismo y   —290→   dadivosa plenitud, todas y cada una de las vidas ajenas. En la mayor o menor medida que se posea este don, se es más o menos tolerante»552.

Pero en el final del capítulo tercero se produce el paso del espíritu lírico al dramático, que es la «capacidad de impersonalidad, o sea la mutilación de toda inclinación, simpatía o preferencia...»553; y frente a la prosa poética con que estaban narrados los sucesos anteriores, se hace uso, hasta el final, de una técnica expresionista, puramente esperpéntica, una «superación del dolor y de la risa», como decía aquel personaje de Valle-Inclán554. El pueblo de Reicastro, que se erige en protagonista de la mayor parte de la obra, desea castigar el crimen y, una vez preso Tinoco, deciden buscar a Melania, a la que juzgan causante del hecho; en ese delirio colectivo se advierte la mezquina condición de las gentes: seres frustrados, como antes hemos dicho.

  —291→  

Había brotado en el alma popular, desde sus raíces oscuras, un violento impulso venatorio que no podía ya amansarse hasta ser satisfecho. Aunque reclamase pan y justicia, lo que el pueblo necesitaba era una víctima de circo, con que causando, para contemplarlos, sufrimiento y agonía, eliminar fuera de sí, transitoriamente, la agonía y sufrimiento que a él, por el simple hecho de vivir, le causaban, sin acertar a distinguir cómo, ni de dónde, ni por quién.



Por eso gritaba indistintamente ¡justicia! y ¡venganza!, como si fueran la misma cosa. El hambre de justicia era hambre de olvido, por diversión555.



El pueblo, en demanda de justicia, acude a Macarrón, el diputado del partido liberal democrático, quien, pensando sacar tajada electoral, les halaga el oído y les promete «justicia y pan». Consigue que el juicio se celebre en Reicastro y para ello «se habilitó el gran salón de bailes y espectáculos del 'Clib', que así se titulaba el Casino local»556, de manera que el tribunal, acomodado en el escenario, tenía sobre sí las dos máscaras (cómica y trágica) del teatro. Macarrón, que actuó como acusador privado, no sólo le imputa un crimen contra natura, sino que además lo delata como bolchevique, semita (como los judíos) y gitano; o sea, lo opuesto de un guardia civil.

Hay una notable novedad en esta obra: los Intelectuales o Escorpiones pierden los rasgos negativos o las reticencias con que estaban vistos en algunos pasajes de El ombligo del mundo; son un grupo incomunicado, «recelados y rehuidos en el pueblo, porque tenían el feo vicio de hallar mal las cosas malas de la sociedad donde vivían... y, lo que es peor, de decir lo que pensaban»557.

  —292→  

Se destaca así su aislamiento y falta de operatividad social. Pues bien, son precisamente dos individuos de este grupo quienes actúan como defensor y como forense, causando el coraje del público y empeorando la situación del acusado, porque actúan razonablemente. El defensor delata el estado patológico mental de Tinoco (lo que era cierto) y las causas sociales del crimen («por no existir el divorcio»); y también expone ideas cercanas a las que encontramos en los escritos ayalianos: hay que tender hacia una legislación super natura, «o sobre la naturaleza, por cuanto la supera, apoyándose en ella, y no otra cosa son civilización y cultura, pues para domeñar a la naturaleza es imprescindible comenzar por desentrañar y obedecer sus leyes inderogables. El edificio social, sin firmes y cimientos de naturaleza, se desmorona»558. Y aún más, el forense argumenta sobre la noción de normalidad con las mismas reflexiones que hemos podido leer páginas atrás, en un ensayo aquí citado: «¿Qué es la normalidad? -se pregunta este personaje-. Comúnmente se cree que normalidad es lo usadero, el tipo predominante, el tipo medio. Se llama persona normal a una persona vulgar y como cualquiera otra. Pues no, señor. Normal es lo que se ajusta a la norma. Y la norma es el ideal de perfección»559. El escritor traslada a este Intelectual, casi al pie de la letra, fragmentos de sus propios artículos. Son, pues, sus más firmes convicciones las que caen en el vacío, las que no sólo no son comprendidas, sino que despiertan el enojo de la gente. No aventuramos mucho al deducir que en esta novela Pérez de Ayala se nos muestra pesimista sobre la posible eficacia social de las pretensiones reformistas de su grupo generacional; por lo menos, delata la enorme distancia que existe entre el grupo de los intelectuales y la base social sobre la que intentan actuar e influir. Las ideas generales que exponen en el juicio, inteligentes y profundas, suenan extrañas en aquella realidad,   —293→   no son operativas. Como se esperaba, Tinoco es condenado a cinco penas de muerte.

Sucede un cambio radical. Los jesuitas hacen frecuentes visitas al condenado en su celda, y logran difundir la idea de que no sólo se ha arrepentido, sino que casi se ha convertido en un santo; y se habla del hijo pródigo, María Magdalena y Dimas, el buen ladrón. En resumen, que los jesuitas convencen al pueblo, con astucia y poco esfuerzo, de que el propio reo ha visto la luz y ha reconocido que la causa del crimen han sido «las ideas disolventes» del «nefando liberalismo», y que el «inductor había sido, pues, Macarrón». Se cuentan milagros del santo reo y se pide su indulto. El día de la ejecución, al izar la bandera negra, el pueblo, apesadumbrado, vio cómo un rayo de luz abría un boquete azul en el cielo, «por donde penetrase el alma de Tinoco». Después de esto, los reicastrenses deciden linchar a Macarrón; y en su opinión lo hicieron, pues describen con pelos y señales el suplicio del diputado; pero todos saben que eso sólo está en su imaginación. En realidad, Macarrón había huido.

Manejado fácilmente por fuerzas opuestas, el pueblo de Reicastro es todo lo contrario de un pueblo libre. Esta última novela, también «de la vida española», muestra una sombría realidad: en ese medio degradado no hay ya lugar para personajes positivos y ejemplares, y el ácido del esperpento no deja casi nada sin corroer. Los únicos seres con cierta vitalidad son los más elementales: Melania y Tinoco, que aspiraban a la libertad -allí imposible; por eso son odiados-; y el mismo don Rodrigo, que aún conserva su imperativo carácter de señor feudal. Pero también muestra el escritor la inoperancia de su grupo: los intelectuales. A la vista de este relato da la impresión de que, después de varios años, no se haya conseguido nada; no hayan llegado a ningún sitio, y se encuentren inmovilizados en el mismo lugar de partida. No es extraño, pues, que ésta sea su última novela. A partir de aquí, Pérez de Ayala se dedicará a exponer sus ideas, a diario, en multitud de artículos periodísticos y, en su momento oportuno, a la acción política.