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ArribaAbajoSemblanzas literarias decimonónicas: dos libros de Eusebio Blasco y otros tantos de Armando Palacio Valdés

José María MARTÍNEZ CACHERO


Universidad de Oviedo

Lo que sigue es un modesto ejercicio de literatura comparada que junta a dos escritores decimonónicos coetáneos: Eusebio Blasco (1844-1903) y Armando Palacio Valdés (1853-1938), en cuanto ambos son autores de libros en cuyo título o subtítulo figura la palabra «semblanzas»; se trata de (por parte de Blasco) Mis contemporáneos. Semblanzas varias, 1886199 y Los de mi tiempo. Semblanzas varias (segunda serie),200 y (por parte de Palacio Valdés) de Los novelistas españoles, 1878 y Nuevo viaje al Parnaso, 1879. Sin duda se conocieron, pero Palacio Valdés no tuvo mucho aprecio por la literatura de Blasco al que menciona alguna vez, situándolo en compañía y a la altura de colegas como el poeta Grilo y el dramaturgo Retes, y de quien (Blasco hizo otro tanto) no compuso ninguna semblanza.

Las semblanzas de Eusebio Blasco.

Del aragonés Eusebio Blasco escribió Cejador201 que «compuso sin descanso durante cuarenta y cinco años 74 obras dramáticas,202 poesías, sátiras, novelas, cuentos y unos treinta y cinco libros, demasiadas obras, donde derramó con despilfarro chistes y agudezas de un ingenio brillante y rico», escritura casi siempre al día, lo mismo en París203 que en Madrid, hábil y ligera, expuesta por ello a no dejar mayor rastro aunque se publicaran póstumamente unas Obras Completas suyas204 que muestran esa variedad genérica y temática.

Ambas series, que no nacieron como tales libros, están formadas por colaboraciones en diarios como El Liberal y Heraldo de Madrid; corresponden a un período de tiempo comprendido entre 1890 y 1902205 y son a manera de una antología relativamente unitaria de la actividad periodística de Blasco.

El DRAE define la voz semblanza (en su segunda acepción) como «bosquejo biográfico»; sólo dos palabras, que podrían completarse con la segunda acepción de la voz retrato -«descripción de la figura o carácter, o sea de las cualidades físicas y morales de una persona»-, requisitos que debidamente atendidos por el semblancista nos darían el perfil de la persona elegida como protagonista. Pero Eusebio Blasco tiene su propia poética de la especie literaria semblanza y a sus principios, fruto de la experiencia, procura ajustarse en la práctica.206 No se trata de componer biografías porque hacerlo «sería trabajo largo, monótono y sin interés del momento», lo cual no deja de ser un muy peregrino entendimiento de la modalidad, triplemente calificada y más bien con desacierto, lo que se refuerza con un ejemplo concreto: nuestro autor cierra la semblanza de Núñez de Arce, todavía vivo y activo, indicando que «un biógrafo diría [...]», y sigue la mención de varios datos (no sé si menudos) como lugar de nacimiento y edad actual del interesado, filiación política y actividad periodística, para concluir preguntándose si «le importará todo eso al amante de las bellas letras», señal clara de anti-biografismo y componente -el biográfico- que Blasco suele sustituir con un abundante anecdotismo no mucho más revelador que esos datos decididamente proscritos, aunque Blasco considere semejante conjunto de anécdotas como el medio pertinente para «decir cómo son, detallar sus personas, sus maneras, sus costumbres, su yo», loable propósito que creo se cumple en pocas ocasiones pues la acumulación de pequeños sucedidos por lo general irrelevantes no se corresponde con lo enunciado en esas palabras ni, tampoco, con las que siguen inmediatamente y aluden nada menos que a «un retrato moral», base o fundamento de las semblanzas en cuestión, impresionistas como hechas con «la impresión que directamente me causaron» tales personas, conocidas o amigas suyas. Y por si no se alcanzara la densidad propia del retrato moral, siempre cabe como descargo la posibilidad de (rebajando el nivel) darles el nombre de «boceto», «croquis», «fotografía» e incluso «caricatura». Cualquiera sea el nombre adoptado y el nivel conseguido, Blasco piensa que este trabajo, como testimonio directo que es y en razón del material ofrecido, será «trabajo de utilidad» en el futuro lo cual, visto desde hoy y con mentalidad investigadora, no siempre resulta cierto.

El modo utilizado para el acopio de dicho material no es otro que la «discreta observación» de los protagonistas ya que la semblanza trazada no debe convertirse en una revelación impertinente de su intimidad; de ahí, la discreción con que el autor desea proceder, máxime si se tiene en cuenta que a renglón seguido advierte sobre la manera de tratar a sus criaturas, manteniendo un equilibrio que consistirá en escribir «sin prevención contra nadie» y «sin adulación para ninguno» pues, en definitiva, se ocupa de gentes a quienes conoce, estima y respeta, y en cuya intimidad se introduce evitando llegar a los extremos reprobables de algunos periodistas franceses muy pagados del sensacionalismo.

Las personas retratadas por Eusebio Blasco no sólo pertenecen al mundo de la literatura, aunque los literatos estén en franca mayoría, sino que entre ellas hay «banqueros y políticos, actores y cantantes, pintores y académicos, actrices y novelistas, celebridades y particulares», sin que se establezca ningún orden previamente calculado pues «van todos revueltos» y en compañía de algún extranjero (Lesseps, el del Canal de Suez; Charles Blanc, un afamado crítico de arte; o la duquesa de Chaulnes, una dama de gran belleza, Sofía Galitzin, que había amado mucho). Se trata -para nuestro caso- de periodistas tan activos y notorios como José Luis Albareda, director de El Contemporáneo, que también fue ministro liberal; de dramaturgos mayores como García Gutiérrez o Tamayo y Baus; de actores como Manuel Catalina, que estrenó con éxito algunas obras dramáticas de Blasco; de poetas como Bécquer y Núñez de Arce, o de narradores como Castro y Serrano y Galdós. En ambas series alternan los vivos con los ya fallecidos y nuestro autor advierte (con relativa sorpresa): «¡Qué pocos vamos quedando ya de aquellos amigos de hace medio siglo!», lo cual si, por una parte, marca un territorio humano -el constituido por las gentes de su tiempo vital y literario, dígase las correspondientes a la época de la Restauración, un tiempo tenido por mejor en cuanto que es el suyo y, además, porque entonces «no había [como en el actual] decadentes ni estetas, ni escuelas de cosas estrafalarias que parten de Francia y que inficionan el mundo» (p. 181 de Los de mi tiempo), hace que, por otra parte, un acento expresivo de naturaleza elegiaca sea característica frecuente, frecuentes asimismo el lamento por su pérdida y el elogio de sus virtudes.207

La extensión de las semblanzas es la propia de un artículo periodístico de colaboración literaria, ligeramente sobrepasada en alguna ocasión y completada en otras con una especie de apéndice que ofrece anécdotas del interesado; nacieron como artículos de prensa y su tono y estilo son los procedentes en la escritura periodística, no muy cuidada ni tampoco brillante en el caso de Blasco, lejos de lo que en las postrimerías del XIX hacían algunos cronistas parisinos y algunos hispanoamericanos aparisiensados (como Enrique Gómez Carrillo), de quienes no se le pegó nada después de tantos años que ejerció como corresponsal en París.

No partidario de la biografía (según quedó dicho), Eusebio Blasco echa mano del anecdotismo como de componente muy a propósito para llenar páginas y dar animación al relato pero también (a su pesar) para trivializarlo; Blasco se presenta como gran conocedor de anécdotas de sus personajes, algunos de los cuales parece que fueron incesantes productores de ellas (como Albareda, cuya semblanza es una de las completadas con un apéndice titulado precisamente Cosas de Albareda, cinco páginas que son un repertorio de chispeantes hechos y dichos suyos; otro tanto ocurre con Cánovas del Castillo, de quien «no se acabaría de contar lo que en forma festiva y jovial ha dicho en su vida»). Sean dichos o hechos, lo cierto es (a mi ver) que no tienen tanto gracejo como se les supone, ni resultan tan significativos que revelen la clave de una personalidad, todo lo más algún pormenor externo como puede ser (en el actor Catalina) su afición a las mujeres, corroborada por una serie de casos. Casos y cosas, chistes, chismorreo y cotilleo, dimes y diretes es lo que son semejantes anécdotas, nunca especie de mayor entidad. Con bastante menor frecuencia aparecen en estas páginas divagaciones de vario asunto como pueden ser la relación entre el físico y la impresión que un hombre célebre puede producir a la gente en el primer momento; o la hostilidad, tan generalizada entre los españoles, a «la distinción y el refinamiento de la persona destacada» pues aquéllos se pagan mucho más de la campechanía superficial y descuidada.

Recuerdos, lecturas y la relación personal mantenida con los protagonistas de las semblanzas constituyen principalmente el material empleado por Eusebio Blasco para componerlas y su distribución a lo largo de las respectivas páginas resulta más bien desordenada, casi siempre imprevisible puesto que el semblancista escribe de acuerdo con la fluencia natural de tales ingredientes, sin ninguna falsilla previa que marque lugar preciso de colocación y por eso las analogías estructurales entre unas y otras semblanzas son muy escasas.

Las semblanzas de Armando Palacio Valdés.

El Palacio Valdés que vamos a considerar seguidamente se diferencia bastante del escritor hecho y derecho que fue, andando los años, académico, longevo de aspecto patriarcal, candidato al Nobel de Literatura, traducido abundantemente, extremos a los que pueden añadirse otros varios en el mismo sentido, cuya suma ofrece una imagen ajustada a lo que Rafael Narbona, apologeta de don Armando, llamó Palacio Valdés o la armonía.208 Estamos ahora ante su pre-historia, el período inmediatamente anterior a su comienzo como novelista, cuando su dedicación era -años 70 finales- la crítica de los libros ajenos, realizada en la prensa (diarios y revistas), período que concluye con la publicación en 1882 de La literatura en 1881 (en colaboración con «Clarín»); la serie de sus semblanzas se reparte entre los volúmenes titulados Los oradores del Ateneo (1878), Los novelistas españoles (1878) y Nuevo viaje al Parnaso (1879), informativos de primera mano, elogiosos e irónicos, objeto los dos últimos de nuestra atención en adelante.

Corresponden estos escritos a un período de juventud combativa cuando, a poco de llegado a Madrid desde la provincia natal, su autor formaba parte con otros colegas y amigos por el estilo de una tertulia en la Cervecería Escocesa (Carrera de San Jerónimo) que Ortega Munilla bautizó con el nombre de «Bilis Club» debido a la mala lengua y peor intención que ponían los contertulios en sus conversaciones, temerosas para muchas gentes del gremio, espíritu burlón y demoledor que también tenía asiento en los pasillos y salones del Ateneo madrileño, sito entonces en la calle de la Montera; piénsese que eran jóvenes alevines de literato con deseo de hacerse un hueco en la república de las letras. No extraña, pues, que, pasados los años (treinta, exactamente), en el prólogo a una edición conjunta de estos libros, Palacio Valdés hablara, refiriéndose a sí mismo, de «pluma irresponsable» y de «soltar la carcajada» como de manera habitual de reaccionar frente a cosas y personas. Otras palabras en el mismo lugar y ocasión corroboran lo dicho pues el autor reconoce, un si es no es contrito, su «arrogancia» juvenil o su actitud de «niño travieso y poco respetuoso» que le llevaba a determinadas chanzas y a análisis demoledores en estas páginas donde parece mirar muy subido en lo alto a algunas de sus víctimas, maltratándolas impiadosamente -díganlo los novelistas Fernández y González o Pérez Escrich, y el poeta Antonio Fernández Grilo-. Pero tiene asimismo buen cuidado en advertir que, pese a ciertas alusiones personales de «dudoso gusto», estas semblanzas no están animadas por la hostilidad hacia los interesados -«en mi corazón juvenil no había ni un gramo de odio»- y desea que sus censuras, cuando las haya, «ni tengan su raíz en la pasión ni se presenten tan agrias que puedan herir ninguna sensibilidad». Escritas estas semblanzas en la biblioteca del Ateneo, uno de los lugares predilectos del joven escritor, y publicadas en la Revista Europea, reunidas después en volumen y bien acogidas por el público, su autor las define como «impresiones, juicios, observaciones sobre sus lecturas».

Como componentes más empleados y relevantes de ellas cabe señalar las digresiones en que se complace el autor, cuyo asunto es frecuentemente la estética literaria, digresiones de extensión desigual, ilustración por vía teórica de algún caso concreto o, como ocurre otras veces, con validez más general y menos inmediata, serias, irónicas o festivas (que de todo hay); encontramos así generalidades sobre la Novela -«antes que nada, una obra de arte», cuyo fin «no es conmover el corazón y hacer derramar lágrimas, sino despertar la emoción estética, la admiración que produce lo bello»- y el novelista -que «ha de ser observador, sagaz e inteligente, ha de pintarnos la vida real con acierto y con verdad, nos ha de presentar en relieve caracteres y tipos morales, ha de ser novelista y psicólogo, y, además, un poco metafísico»-; sobre el realismo en la literatura decimonónica, como un afortunado movimiento liberador de las limitaciones impuestas por el romanticismo que, por una parte, había sido desdeñoso con algunos sentimientos y acciones del hombre y, por otra, había recargado de artificio «absurdo y convencional» la presentación de numerosos episodios y personajes; sobre la práctica poética de neoclásicos y románticos que, guardadores fieles de preceptos o de desmesuras, respectivamente, cayeron en una poesía «estereotipada»; Palacio Valdés hace un panegírico (así lo denomina) de la prosa, a menudo depreciada en sus valores sí se la compara con la poesía; o, por último, se ocupa en un curioso señalamiento de diversas clases de estilo literario, fisiológicamente denominados crasos, linfáticos y nerviosos. Menor relieve y presencia tienen otras digresiones cuyo asunto no se relaciona con la estética literaria.

A diferencia de Eusebio Blasco, que se servía de su relación directa con los protagonistas de las semblanzas como de componente principal de ellas, Palacio Valdés, que acaso no poseyera un conocimiento personal análogo, intercala en sus semblanzas retazos autobiográficos reales, unos, y otros, más bien ficticios, presididos por la chanza y la ironía, y así comparecen: las lecturas de la adolescencia, en las que predominaban las narraciones folletinescas; su reacción, impertinente para los demás espectadores, en el momento culminante de la representación de un drama cuyo título silencia; una novia cuya evocación le sirve para hacer algunos reparos a Valera, que en sus novelas se olvida a veces de «ponemos en contacto con seres semejantes a nosotros. Cuanto más semejantes, más nos inflamarán sus alegrías, más nos enternecerán sus desdichas»; y algunos casos más por el estilo. Anecdotismo, si se quiere, pero de contenido diferente al ofrecido por Blasco.

Quizá la semblanza crítica que Palacio Valdés compone, no deje espacio para biografismo y anecdotismo pero el rigor de su realización permite no obstante la presencia del humor («levadura jocosa» la llama), en forma de ironía hacia individuos, obras y hechos diversos y, también, como ocurrencia festiva al paso: así cuando asegura, a propósito de novelas de Alarcón como El escándalo, con pretensiones transcendentales, que «dos cosas son las que no he podido digerir en mi vida: los langostinos y la filosofía de Alarcón»; o cuando admite que la afición a los poemas simbólicos mostrada entonces por algunos poetas y lectores «es tan plausible por lo menos como la de las ostras».

En el proemio de Los novelistas españoles confiesa su autor que «no son todos los que están» pero, asimismo, tampoco están todos los que son»; esto último, porque «es preciso que el publico reconozca mi derecho a fatigarme de escribir semblanzas», fatiga que (aceptémoslo aunque se trate de una explicación burlona) supone punto final en la tarea. En cuanto a lo primero, porque esos incluidos inmerecidamente le sirven a Palacio Valdés para decir, junto a las «lindas cosas», otras «feas», estableciéndose así un equilibrio que puede darle fama de juez imparcial.

Ocho poetas (líricos y dramáticos) en Nuevo viaje al Parnaso y otros tantos nombres en Los novelistas españoles son los personajes de las semblanzas palaciovaldesianas, escritores de la época de la Restauración, el mismo espacio cronológico atendido por Eusebio Blasco, incluso con nombres coincidentes.209 Ningún criterio (cronológico, v. g.) preside la colocación de las semblanzas dentro del conjunto; son más extensas que las de Blasco, como originales destinados a una revista y acaso por esto tienen cierta apariencia de trabajo científico, a manera de ofrenda «en aras de una deidad [la crítica] en quien no creo». Eran las postrimerías de la década de los setenta y el teatro estaba dominado por Adelardo López de Ayala y por Echegaray, de larga trayectoria el primero e incorporado recientemente el segundo; sus pariguales en la poesía, celebrados entonces muy unánimemente, eran Campoamor y Núñez de Arce; seguía activo Zorrilla, sobrepasadas ya su época y estética más propias; el acompañamiento, con trato distinto para cada uno, lo constituían Ventura Ruiz Aguilera -más elogios que reparos-, Antonio Fernández Grilo y Manuel de la Revilla, vapuleados de lo lindo en sus semblanzas. Vapuleo por el estilo merecen en Los novelistas españoles Enrique Pérez Escrich, Manuel Fernández y González y Francisco Navarro Villoslada, cuyas novelas -sentimentales las de Escrich, históricas las de sus compañeros- disgustan bastante al semblancista, así como las debidas a Selgas. Tampoco «Fernán Caballero», Alarcón, Valera y Castro y Serrano se libran de ciertas advertencias aunque sus semblanzas parecen animadas por una mayor simpatía hacia los interesados. Palacio Valdés, metido en semejantes lances, tiene de sí mismo la impresión de que «me parezco al murmurador»; no tardando mucho -El señorito Octavio, su primera novela, vio la luz en 1881- abandonaría voluntariamente esta dedicación y en adelante las semblanzas, libérrimas, como de criaturas inventadas por él, serían las de sus personajes novelescos.210