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Cabeza de Oro

Ildefonso Antonio Bermejo

Busot es un lugar de 1,250 a más y distante una legua de Jijona.

Hállase la caverna de los Canelones1, situada en el elevado monte denominado Cabesó del Oro o Cerro del Hombre, y debajo de una enorme peña. Éntrase por una rampa descubierta de cerca de 15 pies de largo que conduce a la boca de la gruta. La longitud de esta es de 1,000 pies, su latitud de 600, y la altura después de la entrada, de 120 próximamente.

Su forma es parecida a un óvalo o elipse. Ya en el interior se experimenta la mayor admiración o sorpresa, pues cree uno encontrarse dentro de una suntuosa catedral gótica por la multitud de preciosas estalactitas o filtraciones que forman como columnas, estatuas, y mil rarísimos caprichos que completan la más viva ilusión.

A la derecha de la entrada se halla el Retablo, que es una inmensa filtración de bellísimo aspecto, y que se asemeja a un gran altar, y al fin de la caverna se ven algunas balsas de poco fondo llamadas cogollas, y una gran losa donde escribieron sus nombres algunos curiosos viajeros. Según algunos eruditos geólogos, esta cueva no es otra cosa que la hornaza de un volcán, apagado ya antes de los tiempos adonde alcanza la historia, pero que tiene muy cerca materias que aún están en combustión, de lo que son una prueba la temperatura de veinte grados que allí se experimenta, una especie de cráter que se ve a la parte del sur, y los muchos manantiales de aguas termales, que se desprenden de este monte, de treinta y dos a treinta y tres grados de calor, y que forman los famosos baños de Busot2.

He aquí lo que se dice de la historia de la Caverna de los Canelones.

Había un rico y grande señor árabe en Denia, llamado Cabeza de Oro, que tenía muchos barcos, siempre navegando en busca de niñas bonitas para su harem; pero inconstante hasta dejárselo de sobra, se cansaba de ellas al instante y las vendía de nuevo o regalaba a sus amigos.

Cierto día uno de sus bajeles apresó otro donde iba una hermosísima dama cristiana que viajaba para reunirse con su esposo, que era un noble aragonés que se hallaba en Italia, y se enamoró perdidamente de ella.

Aunque agotó cuantos medios le sugería su mal deseo, nada pudo conseguir de la honesta matrona, y ardiendo en ira, y con ayuda del diablo, que era su grande amigo, cavó esta gruta donde la encerró y dejó encantada, colocando un gran peñasco a su entrada que solo él podía mover por no sé qué talismán.

Todos los días venía Cabeza de Oro a visitar a su víctima, pero siempre encontraba en ella la misma resistencia, y lloraba tanto a su perdido consorte, que de sus lágrimas se formaron al cabo de diez años los estanques o balsas de que hemos hablado antes.

En tanto su esposo, que la amaba en extremo, había recorrido buscándola la mayor parte de la tierra, y guiado por la Virgen Nuestra Señora, de quien era muy devoto, llegó a esta gruta a tiempo que Cabeza de Oro se hallaba en ella. Sin considerar lo que hacía dio con su espada en la gran roca que cerraba la entrada, y como aquella tenía la figura de la cruz, deshizo el encanto rompiendo la peña en dos pedazos, uno de los que cogió debajo al maldecido moro, cuyo nombre se dio al monte.

Los dos fieles esposos, ya reunidos, se dirigieron a su país, hicieron vida santa, y fueron al cielo.

FUENTE

Bermejo, Ildefonso Antonio, Viage ilustrado en las cinco partes del mundo, Volumen 2, Europa. Madrid, F. Mellado, 1853, p. 673.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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