Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817)

Tomo I

George Demerson



Portada



Imagen




ArribaAbajoPrólogo

Interesado desde hace largo tiempo por el problema de la incomprensión entre los pueblos -problema de perpetua y siempre ardiente actualidad-, emprendimos primeramente el estudio de una cuestión a la que en tiempos el doctor Carlos García había dedicado un libro: las relaciones entre españoles y franceses. Buscando un período de crisis en el que las posiciones endurecidas, las pasiones inflamadas pusieran más en evidencia los rasgos que deseábamos resaltar, creímos encontrar en «La Francia revolucionaria e imperial vista por los españoles» este privilegiado campo de estudios. Pero muy pronto la imposibilidad de acceso a ciertas fuentes, como los documentos de Estala y, en parte, los de Forner, la correspondencia de Jovellanos y Meléndez entre 1782 y 1808, y las doscientas y pico cartas inéditas de Goya localizadas, pero inaccesibles, nos hizo renunciar a un proyecto que no podíamos realizar tal como lo entendíamos.

Sin embargo, entre los escritores y los artistas, cuyas principales obras ya habíamos examinado -Jovellanos, Moratín, Marchena, Arriaza, el Padre Alvarado y Goya-, se encontraba uno que nos pareció a la vez imperfectamente conocido y digno de serlo mejor: Don Juan Meléndez Valdés.

Ignorado completamente en la actualidad fuera de España, no del todo olvidado en su país, Meléndez gozó en vida de una gran celebridad. Sus contemporáneos, que lo tenían por el «mejor poeta de la época» (la expresión es de Martín Fernández de Navarrete), lo colocaban sin titubear a la misma altura que un Garcilaso o un Lope de Vega. Estos juicios, casi unánimemente favorables, encontraban un eco más allá de las fronteras, en Alemania, en Inglaterra, en Italia y en Francia. Sobre todo en Francia, donde durante medio siglo el nombre de Meléndez simbolizó las letras hispánicas y su renacimiento.

Así, pues, nos ha parecido interesante seguir la carrera de este hijo de Apolo, que, tras haber brillado momentáneamente en el firmamento de la literatura fue arrojado no al Erídano, sino a las ondas del Leteo. El actual desinterés nos parece, al menos en parte, injusto. En efecto, como poeta, Meléndez tiene sus límites, que seremos los primeros en señalar. Pero supo devolver al verso español una fluidez, una simplicidad, una armonía que había perdido en los excesos de un gongorismo exagerado o en las triviales vulgaridades de un desolador prosaísmo. Introdujo sobre todo en la poesía hispánica una nueva forma de sensibilidad que no es de su invención, pero que nadie más que él era capaz de aclimatar en su país; por esto, la obra de Meléndez es fecunda, ya que, indiscutiblemente, es el precursor del romanticismo en España.

No ver en él más que al poeta es, por otra parte, empobrecer considerablemente su personalidad en extremo compleja. Efectivamente, Meléndez fue poeta por gusto si no por vocación; pero no fue solamente el agradable versificador de encantadoras anacreónticas que demasiado a menudo nos presentan: fue también jurista por formación, humanista por inclinación, filósofo por convicción. Hombre de estudio y biblioteca, lo fue igualmente de acción.

La misma multiplicidad de sus dotes, unida a la fatalidad y a la injusticia de que fue víctima varias veces, explica, sin duda, que su vida fuese desordenada, dolorosa y, para decirlo todo, fracasada. Su existencia, en efecto, no podría representarse como una recta perfecta -esa flauta de caña en que soñaba Rabindranath Tagore-, ni por una curva serena y regular, o una parábola armoniosa. Por el contrario, su proyección es como una línea de sierra dentada, una línea quebrada, trágico símbolo de incertidumbre, desgarramiento y angustia. Esta existencia contrariada es, además, una vida fracasada por frustración. Meléndez no pudo actualizar sus mejores posibilidades, jamás pudo realizarse plenamente. En las páginas siguientes extrañará el frecuente empleo del condicional. Meléndez hubiera podido ser consejero de Castilla, Regente de la Cancillería, ministro... La suerte decidió de otra forma. Y cuando por ventura la suerte parece favorecer los proyectos del poeta, el destino, malignamente, se burla de él: si alcanza al fin puestos de primer plano es en un gobierno cuya autoridad se ve cada vez más discutida, un «gobierno municipal», cuyo poder real tendrá pronto como límite los muros que rodean Madrid. Los cargos que ocupa, los honores que se le conceden, son despreciados, irrisorios. Meléndez, pues, aparece solamente en el libro de la Historia corno el bosquejo o boceto del personaje que hubiera podido ser.

La aparente falta de ilación de este destino basta, sin duda, para explicar el carácter contradictorio de los juicios que han sido emitidos sobre él. Esto se debe a que fueron dictados frecuentemente por la pasión y a que los criterios adoptados -filosóficos, literarios, jurídicos, religiosos, morales, políticos, patrióticos- son casi siempre exclusivos unos de otros. Así, el lector no prevenido, según el ángulo bajo el cual se acerca al poeta, descubre o bien a uno de los escritores que dieron mayor brillo a las letras de su país o bien a un librepensador, un «libertino» de los más despreciables, o un jurista eminente, o incluso uno de «esos traidores que vendieron España» al extranjero. Cosa curiosa, las pasiones no se han calmado en absoluto con los años. Y al principio de este siglo, mientras las autoridades oficiales le elevaban un mausoleo que debía compartir con otros españoles ilustres, no faltaron algunos retrasados inquisidores que clamaron escandalizados y gritaron: «En lugar de traer aquí a esas gentes para enterrarlas en los cementerios de Madrid, hubiéramos debido quemar sus restos y dispersar sus cenizas a los cuatro vientos para hacer reflexionar a los traidores»1. «Esas gentes», cuyas cenizas se querían arrojar al Manzanares, eran nada menos que Goya, Moratín y el mismo Meléndez.

Despertada la curiosidad por estas polémicas tardías, emprendimos en este laberinto de opiniones divergentes o contradictorias la difícil aproximación a la verdad. Y si nos hemos arriesgado es porque bastante pronto tuvimos la impresión de que entre los legajos de los archivos podríamos encontrar algunos trozos intactos del indispensable hilo de Ariadna. Comprobamos, en efecto, que existían numerosos documentos desconocidos o sin explotar, referentes a nuestro autor, en las colecciones públicas o privadas, principalmente en España. Y esta observación nos decidió al fin.

Para evitar volver a caer en los errores de una crítica fragmentaria -y, por tanto, parcial- era necesario dejar de lado sistemáticamente toda limitación, todo principio, todo criterio preestablecido, todo juicio categórico. Intentando comprender, explicar, y no juzgar ni difamar, hemos tenido la preocupación constante de mantenernos en una posición equilibrada. Contra las malintencionadas afirmaciones de cierta crítica, tratamos de volver a dar una oportunidad a Meléndez. Por consiguiente, nos hemos esforzado en unir, dentro de lo posible, lucidez y simpatía, acercándonos a él para verle vivir, captar sus reacciones e intentar interpretarlas. ¿Es necesario decir que esta aptitud behaviorista obliga a intensificar hasta el detalle el estudio biográfico? Todo hecho, por mínimo que sea, puede ser significativo. A medida que nuestra familiaridad con el poeta, a lo largo de una convivencia de casi diez años, se iba haciendo más estrecha, nuestra simpatía, de voluntaria y casi sistemática como era al principio, se convirtió en espontánea. En resumen, no creemos que esta actitud -siempre consciente- nos haya cegado el proponernos, si no una justificación, al menos una explicación de la conducta del magistrado, especialmente bajo la ocupación francesa.

Convencido de que no se puede separar al hombre de su medio -sobre todo cuando se trata de Meléndez-, fuimos partidarios de volverlo a situar en el marco de su familia, en su hogar; hemos insistido sobre sus amistades, sobre los medios intelectuales donde se formó y enseñó, sobre los diferentes grupos sociales que frecuentó en las ciudades donde le obligaron a residir sus funciones de magistrado, su retiro forzado y, más tarde, su compromiso en el gobierno intruso. Incluso nos hemos aventurado algo en el dominio de la Historia, esbozando el estudio de ciertas instituciones, en cuyo seno ejerció su actividad, especialmente durante la ocupación francesa. En fin, hemos analizado las circunstancias históricas que rodearon los momentos más decisivos de su vida. En una palabra, hemos intentado pintar a Meléndez Valdés en su tiempo, en su ambiente, en la encrucijada de las influencias que se ejercieron sobre él. Este retrato de cuerpo entero que hemos procurado ejecutar a grandes pinceladas no hemos querido que se destaque sobre el triste telón incoloro del fotógrafo, sino sobre un fondo vivo, por el que circulan numerosos de sus contemporáneos, como en la Pradera de San Isidro, de Goya.

La parte mejor conocida y más estudiada de su obra es la poética. Sin duda, esto es justo, ya que Meléndez llegó a la celebridad como Restaurador de la poesía española. Cuando ha habido ocasión hemos contribuido al conocimiento de este aspecto de su producción. Sin embargo, cualesquiera que sean los méritos del poeta, no es siempre éste quien nos ha parecido más atractivo. En general, nos ha interesado más que impresionado; nos atrajo tanto por sus ideas como por sus versos. Ideas que no eran todas originales, que no eran todas nuevas en la época; algunas recorrían Europa desde hacía lustros. Pero en España no eran aún familiares en el último tercio del siglo XVIII. Ahora bien, Meléndez, abierto a todas las corrientes de pensamiento de su tiempo, adoptó y, más tarde, buscó vulgarizar mediante sus escritos, para el bien de su país, estas concepciones extranjeras. Suministra al historiador de la literatura española un caso privilegiado sobre el cual estudiar la penetración de las ideas europeas en España y las vicisitudes que conocieron al principio en la Península. Así, pues, nos hemos interesado tanto en el Meléndez filósofo como en el Meléndez poeta. Y este «filósofo», si fuera mejor conocido, creemos que merecería ser colocado al lado de un Jovellanos y, a menudo, a su mismo nivel. Varias veces, él mismo proclamó la importancia que otorgaba a las ideas, mientras aseguraba que la poesía no fue nunca a sus ojos más que una agradable diversión. En el estado actual de nuestra documentación, el pensamiento de Meléndez nos aparece como ecléctico y enciclopédico: meditó sobre todos los grandes problemas, sobre todas las cuestiones esenciales de su país y de su tiempo. Pero esta meditación jamás fue un puro ejercicio intelectual, un simple juego dialéctico. Estos problemas los sintió de corazón, los vivió hasta la angustia.

Esta circunstancia ha hecho apasionante la investigación a que nos hemos entregado. Tras el autor, también hemos tenido la alegría de descubrir al hombre, un hombre que a la vez «llevaba en sí la forma entera de la humana condición» y permanecía estrechamente ligado a su época y a su patria. De tal manera que, finalmente, por medio de Meléndez y gracias a él hemos vuelto a encontrar, sin duda de forma indirecta e incompleta, pero con la posibilidad de estudiarlo sobre un caso concreto, in vivo, por decirlo así, el problema que nos preocupaba inicialmente: las relaciones entre Francia y España a fines del siglo XVIII y principios del XIX; la vida de Meléndez nos permite evocar uno a uno, de paso, los principales aspectos de esas relaciones. También nos permite constatar a lo largo de su desarrollo la considerable influencia ejercida por Francia. El poeta fue atraído, como por un astro de primera magnitud, por la civilización de nuestro país, que entonces brillaba en todo su esplendor. En último término, esta atracción explica, sin duda, que el hijo de Ribera del Fresno viniera a morir en tierra francesa, en Montpellier. Le agrade o no al buen rey Basilio astra inclinant, et -nonnumquam- determinant.

Pese a la aportación no despreciable de documentos, el presente estudio no tiene la pretensión de renovar totalmente la materia. No quiere ser sino un complemento y, eventualmente, una corrección de los que le han precedido. Nuestro paso, pues, no será siempre regular. No nos detendremos largamente en los puntos bien establecidos de la biografía y de la obra melendeciana, ni en el análisis de las grandes ediciones de 1785 y 1797, inteligentemente hecho por Quintana, y que nos limitamos a recordar. Habiendo esclarecido Salinas y después Colford el prerromanticismo de Meléndez, no hemos creído necesario colocar en el centro de nuestro estudio este importante problema literario: lo evocaremos solamente cuando haya ocasión. En compensación, haremos más lento nuestro paso cuando un nuevo hecho merezca ser señalado al lector: así, por ejemplo, los orígenes familiares del poeta, sus lecturas y su biblioteca, su boda, sus obras perdidas. Así también los años 1808-1817, en que está en contacto directo con los franceses, ya en España, ya en nuestro país: todos los biógrafos precedentes han sido excesivamente discretos sobre este período, sin embargo, esencial, pues se trata de un autor afrancesado.

A pesar de estas variaciones de ritmo, de estas diferencias de apreciación o de encuadre, no creemos dar una imagen fragmentaria, incompleta o caricaturesca de Meléndez y su obra. Al contrario, nuestra esperanza, en todo caso, nuestro deseo, pues éste fue nuestro objetivo, es que, en vez del personaje desconcertante, inconsistente, incluso incoherente, que presenta cierta crítica tradicional -non... invenias etiam disjecti membra poetae-, pueda el lector descubrir en estas páginas un Meléndez reconciliado con Batilo, un hombre que, superando sus aparentes contradicciones, encuentra en una vigorosa idea directriz el eje en torno al cual, en esa unidad profunda que es indispensable a toda actividad del espíritu, se organicen lógicamente su personalidad y su vida.

*  *  *

A lo largo de nuestra investigación hemos contraído una infinidad de deudas que tenemos el grato deber de reconocer aquí. Sin la ayuda recibida nos hubiera sido imposible llevar este trabajo a su término. No podemos citar a todos nuestros colegas, a todos los archiveros y bibliotecarios, españoles y franceses, que, con una amabilidad que ha decuplicado su valor, nos han prestado una ayuda eficaz. Queremos hacer constar especialmente nuestro agradecimiento a don Ramón Paz y Remolar y a don José López de Toro, director de la sección de Manuscritos y subdirector de la Biblioteca Nacional de Madrid, respectivamente, que nos han dado las más amplias facilidades para consultar el precioso depósito que está a su cargo. En su persona rendimos homenaje particular a todos los miembros, tan competentes y abnegados, del admirable Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos.

Nuestro cordial agradecimiento se dirige a todos nuestros amigos: el señor Nigel Glendinning, profesor de la Universidad de Oxford, cuya sólida erudición sólo es igualada por su extrema amabilidad; el marqués de la Encomienda y don Mariano Nieto y Lledó, de Almendralejo; don Adolfo Castillo Genzor, de Zaragoza; don José Luis Cano y don Felipe Ximénez de Sandoval, de Madrid; doña Manuela Villalpando. y don Juan Vera, de Segovia; todos han contribuido a facilitar nuestras investigaciones; también al marqués de Legarda, que, con una generosidad tradicional en su familia, nos abrió los ricos archivos de Martín Fernández de Navarrete en el castillo de Ábalos. Saludamos con respeto a la memoria del doctor Marañón, a quien con sumo gusto hubiéramos sometido el presente estudio, según un deseo que él nos había expresado varias veces.

En Francia nos satisface expresar nuestra más deferente gratitud a M. Marcel Bataillon, administrador del Colegio de Francia, que con benevolencia animó nuestra vocación hispánica y tuvo la paciencia de guiar nuestras primeras investigaciones; al llorado Gaspar Delpy, maestro exigente y paternal, a quien debemos el haber emprendido esta tesis; a MM. Robert Ricard y Aristide Rumeau, cuyos múltiples consejos y claras y pacientes advertencias nos fueron infinitamente útiles para llevar a feliz término la preparación, redacción y publicación de esta obra; al rector M. Jean Sarrailh (†), que ha tenido la amabilidad de interesarse por nuestras investigaciones y animarnos a continuarlas.

¿Y cómo olvidar a dos amigos muy queridos a quienes nunca podremos pagar nuestra deuda?

Don Antonio Rodríguez Moñino, el incomparable conocedor de la literatura y de la bibliografía hispánicas, desaparecido poco ha, que ha seguido de cerca cada una de las etapas de nuestro trabajo, nos ha dado innumerables consejos apropiados, y, con una generosidad y un desinterés insólitos, nos prestó varias decenas de documentos diversos. Ojalá los propietarios de los manuscritos inéditos siguieran un ejemplo tan noble: como don Antonio Rodríguez Moñino, se asegurarán, haciendo esto, la estima de los investigadores y el agradecimiento de todos los amigos de las letras españolas.

En cuanto a don Ricardo Espinosa Maeso, administrador de la Universidad de Salamanca y gran descubridor de documentos, para quien los archivos castellanos no tienen ningún secreto, fue para nosotros un mentor insustituible. Evocamos con emoción su amistosa hospitalidad y, durante las veladas otoñales en torno al brasero, las amenas conversaciones sobre esto y aquello, siempre instructivas para el que esto escribe. A este brillante helenista, sucesor de Unamuno, a este erudito especialista de los siglos XVI y XVII españoles, paradójicamente debemos una buena parte de nuestro conocimiento tanto de la España actual como de la España eterna.

No podemos terminar sin testimoniar un afectuoso agradecimiento a nuestra Egeria familiar, a quien la preparación de este trabajo no ha conseguido agotar la paciencia. Su abnegación silenciosa ha hecho posible la, finalización de este estudio, y sus lúcidas y oportunas críticas nos han permitido paliar algunos de sus defectos.

Lyon, 25 de marzo de 1961.






ArribaAbajoPrimera parte

La apacible carrera de las letras (1754-1789)



ArribaAbajoI.- Extremadura y Castilla. Infancia y adolescencia

La familia de Meléndez.- Ribera del Fresno.- Almendralejo.- Primeros duelos y primeras penas.- Los estudios en Madrid.- Las estancias en Segovia.- Muerte de su padre y de su hermano Esteban


Al abordar el estudio de Meléndez Valdés encontramos tanto en los escritos en prosa o en verso del poeta como en las biografías que le han sido consagradas numerosas referencias que permiten hacer revivir con el pensamiento al que fue llamado «restaurador de la poesía española». Pero el lector hace pronto una observación: estas referencias sólo se vuelven seguras y numerosas cuando Meléndez, cerca de los veinte años, estudiante en Salamanca, afirma ya su triple vocación de poeta, de humanista y de legista. Hasta entonces lo que sabemos de su infancia y de su adolescencia permanece muy impreciso. Sabemos por Quintana que Meléndez nació en Ribera del Fresno, en Extremadura, el 11 de marzo de 1754; que sus padres fueron «don Juan Antonio Meléndez Valdés... y doña María de los Ángeles Díaz Cacho..., personas virtuosas las dos y pertenecientes a familias nobles y bien acomodadas»2. Como el muchacho mostró tempranamente una inteligencia despierta, sus padres alentaron estas felices disposiciones, le hicieron aprender latín allí mismo, y seguidamente le enviaron a Madrid a proseguir sus estudios. Cuando, a los veintitrés años, asiste el poeta a la muerte de su hermano, que le afecta profundamente, dice de sí mismo ser triplemente huérfano, ya que, después de sus padres, pierde su único y último apoyo familiar. Tal es el esquema sobre el cual, siguiendo a Quintana, con mayor o menor imaginación, trabajan los biógrafos del poeta. Pero ninguno añade el menor detalle preciso a estas indicaciones esquemáticas y vagas. La composición de la familia, el lugar que en ella ocupaba el niño, la profesión de su padre, los recursos y el rango social exacto de sus padres, la actitud de éstos hacia su hijo, la fecha de su fallecimiento respectivo, son otros tantos puntos oscuros sobre los cuales el lector se plantea vanamente múltiples preguntas. Preguntas legítimas en toda investigación biográfica, si es que queremos, con la psicología moderna, reconocer al medio familiar en el que transcurre la infancia, una influencia primordial sobre el ulterior desarrollo de la personalidad; pero preguntas esenciales cuando se trata, como en el caso de nuestro poeta, de una persona excepcionalmente sensible, en la que el contacto con el medio ambiente provocará, durante toda su vida, reacciones de una, vivacidad extrema y a menudo dolorosas.

Hemos intentado hallar respuestas en diversos archivos parroquiales, notariales o municipales de la provincia natal de Meléndez a algunas de estas preguntas.

*  *  *

El 24 de marzo de 1754, en una casita baja de la calle principal de Ribera del Fresno, modesta e inarmónica, desprovista de todo escudo3, una familia se encontraba reunida en torno a una cuna: momentos antes, don Juan Fernández Pablos, vicario de la iglesia parroquial Santa María de Gracia, había bautizado e impuesto los santos óleos a un recién nacido, al cual había dado los nombres de Juan Antonio Esteban Eulogio. El niño, venido al mundo trece días antes, era hijo legítimo de don Juan Antonio Meléndez Romero Compañón y Guijarro y de doña María Cacho Montero de la Vanda, vecinos ambos de Ribera4. En esta fecha, los padres del nuevo bautizado no eran ni del todo jóvenes ni recién casados: don Juan Antonio Meléndez5 había nacido en Salvaleón, el 24 de septiembre de 1708, y doña María Cacho Montero había visto la luz en Mérida, en abril de 1714. Así, pues, tenían, respectivamente, cuarenta y seis y cuarenta años en el momento de la ceremonia que evocamos. Estaban casados desde hacía veintiún años, habiendo tenido lugar las velaciones en Alburquerque, el 11 de junio de 17336.

Sabemos, por la correspondencia de Batilo con Jovellanos, que Meléndez tenía un hermano mayor, Esteban. La expresión «el único que me ha quedado»7, que emplea en una de sus cartas, da a entender que hubo otros, muertos prematuramente; en efecto, los registros parroquiales de Alburquerque y de Ribera confirman que en el hogar de los esposos Meléndez nacieron otros hijos; he aquí la lista de los que hemos podido localizar en los libros de bautismo de los dos pueblos citados durante los escasos momentos en que estos documentos han podido estar a nuestra disposición:

  • Antonia María, nacida el 9 de julio de 1734.
  • Esteban Antonio, nacido el 20 de octubre de 1739.
  • Vicente Antonio, nacido el 3 de septiembre de 1742.
  • Agustina Isabel Antonia Serafina, nacida el 28 de agosto de 1745.
  • Isabel Antonia Serafina, nacida el 21 de abril de 1748.
  • Isabel Cecilia Bárbara Antonia, nacida el 22 de noviembre de 1752.
  • Juan Antonio Esteban Eulogio, nacido el 11 de marzo de 1754.
  • Manuel Antonio Serafín, nacido el 14 de marzo de 17568.

Varias razones nos inclinan a pensar que tal lista es incompleta. En primer lugar, el plazo relativamente largo que transcurre entre el nacimiento de Antonia María, primer retoño cuya existencia conocemos, y el de Vicente Antonio; en segundo lugar, el hecho de que después de 1757 el matrimonio Meléndez ya no reside en Ribera. En todo caso hay algo cierto: Antonia María, Vicente Antonio, Isabel Antonia, Isabel Cecilia y Manuel Antonio murieron en la infancia o muy jóvenes y seguramente antes de 1761, pues en esta fecha no se hace referencia a ellos en los documentos que hemos encontrado9. Quizá fueran de constitución delicada, como el último citado: nacido el 14 de marzo de 1756 Manuel Antonio, le fue dada el agua de socorro al día siguiente y hasta el 13 de abril no fue llevado a la pila bautismal. Quizá fueran víctimas de esas epidemias que diezmaron a intervalos la población infantil de Ribera del Fresno: en ciertas épocas, los registros de defunción llevan al margen, en lugar del habitual nombre del difunto, la mención «párvulo» o «ángel», que se repite en lamentable letanía folio tras folio.

De los ocho hijos, cuya huella hemos encontrado, y que, como su padre, tenían por patrono a San Antonio, solamente tres llegarían a la edad adulta: además del poeta, Esteban y Agustina, que tenían, respectivamente, once años y medio y ocho años y medio más que él.

Seis meses después del nacimiento de Juan Antonio, otro acontecimiento, un duelo esta vez, turbaría la vida familiar de los Meléndez en la persona del jefe de familia, del patriarca don Juan Básquez Romero Guijarro y Compañón, abuelo paterno del pequeño Juan. Nacido en el valle de Santa Ana (en el distrito de Jerez de los Caballeros, muy cerca de la frontera portuguesa), establecido en Salvaleón, donde se había casado con una joven del lugar, doña Isabel Rodríguez Meléndez Cázeres y Obando, el abuelo Básquez, desde su viudez, residía frecuentemente en casa de su hijo Juan, en Ribera; allí le sorprendió la muerte, el 14 de septiembre de 1754; el término «sorprendió» no parece demasiado fuerte, ya que, si los documentos no nos inducen a error -las fechas, escritas con todas las letras, son perfectamente explícitas-, en este mismo día del 14 de septiembre, don Juan Básquez dictó su testamento (en ese momento se declaraba, según fórmula habitual, «enfermo de cuerpo», pero conservando todo su conocimiento y gozando de todas sus facultades mentales), expiró y puede decirse que acto seguido fue inhumado en un sepulcro desocupado de la capilla de Nuestra Señora del Valle, en la iglesia parroquial de Ribera del Fresno10.

Esta desaparición colocaba brutalmente al padre de nuestro poeta, de más edad que su hermano José y su hermana María, a la cabeza de los Básquez Romero, «familia noble y bien acomodada», si damos crédito a Quintana.

Estas palabras, «noble» y «bien acomodada», no deben, sin embargo, confundirnos: es necesario, para interpretarlas adecuadamente, situarlas en la España del siglo XVIII y aclararlas mediante documentos de archivo.

Candidato a la licenciatura en 1782, Meléndez debe exponer su genealogía bajo fe de juramento ante notario y en presencia de tres testigos, que confirmarán sus palabras; hablando de sus abuelos y de sus padres, precisa:

Todos los quales han sido y son Christianos viejos, limpios de toda mala raza de moros, judíos ni los nuevamente convertidos a Nuestra Santa Fe Catholica, antes bien tenidos y reputados por Hijos dalgos (sic) como ofrezco justificar y que esta es mi genealogía y por tal le juro a Dios y a esta + en forma, y la firmo en Salamanca, a veinte y ocho de septiembre de mil setecientos ochenta y dos11.


Así, pues, esta nobleza que se compromete a probar el futuro licenciado no es de las que se fundan sobre algún rico mayorazgo o algún lucrativo cargo hereditario. Es la nobleza que deriva de la limpieza de sangre, la del «cristiano viejo», cuyo linaje quedó exento de toda alianza judía o árabe. Es ésta la «hidalguía» que las provincias vascas reclamaban globalmente a Felipe II para todos sus habitantes.

De hecho, el testamento de don Juan Básquez Romero12 nos revela que el firmante era un hidalgo modesto, mucho más cercano, si se nos permite una comparación con el conocido mundo del teatro de Lope, de un Nuño o de un Peribáñez que de un Comendador de Ocaña. El anciano reconoce que debe seis fanegas de trigo a su compadre Lorenzo Pérez, que se las había prestado; debe cuatro a otro vecino; a su hijo Juan Antonio le es deudor de seiscientos noventa y un reales, más otra suma cuyo importe exacto no recuerda. Deudor descuidado, don Juan Básquez tampoco es un acreedor muy riguroso. Su yerno le debe la renta de una casa en Salva, león, su hijo José la de un jardín, un sobrino la de una viña, un compadre el precio de un burro que le había vendido, etc., probado todo esto por papeles confiados a la custodia de su hijo Juan. Así, pues, se trata del testamento de un labrador, un cultivador, un propietario rústico, ciertamente desahogado, pero que no debemos tomar por un gran señor. Meléndez, que jamás tuvo pretensiones nobiliarias -al contrario, como en Francia La Bruyère quiere «ser pueblo»-, coloca a su familia en su verdadero sitio:


    Fueron mis padres, mis mayores fueron
todos agricultores; de mi vida
vi la aurora en los campos13 .


Permítasenos, para corroborar esta afirmación, copiar aquí una de las cláusulas del citado testamento, que arroja alguna luz sobre la figura bastante oscura del padre del poeta:

Yten mando y es mi voluntad se le de por vía de manda, legado, o como mas en dro aia lugar a mi hijo Juan Antonio el importe del tersio y quinto de todos mis bienes Dros y acciones quanto me per tenecen y pueden pertenecer, en que lo mejoro según puedo y Dro permite en atención a el Beneficio que de él siempre he recibido socorriendo mis necesidades así en su casa como fuera de ella y en el tiempo que estuvo soltero porque cuanto adquirió con renta del rei sin embargo de que como bienes castrenses era suio cuanto adquirió me lo entrego y con ello adelante mi caudal no desfalcando por dha razon el que tenia adquirido y otras buenas obras que yo y mi difunta mujer su madre recibimos de él y en remuneracion de todo le hago este legado y mejora para que como suio propio le posea y goze con la vendizion de Dios y la mia.


Se desprende de este párrafo que don Juan Antonio era un hombre laborioso, económico, un hijo respetuoso, afectuoso y lleno de atenciones para con sus padres; parece ser, si la mención de «bienes castrenses» no nos engaña, que sirvió en las tropas del rey o tuvo algún empleo en relación con el ejército. Sin embargo, cuando nació su hijo hacía mucho tiempo que había finalizado esta carrera militar: don Juan Antonio había vuelto a su provincia, rico en larga experiencia y modesta fortuna, adquiridas ambas recorriendo España, y allí se casó con doña María Cacho de la Vanda, quizás incluso antes de dejar el uniforme. Desde entonces ignoramos todas sus actividades. Sin duda, administraría las propiedades que su mujer aportó en dote y reemplazaría cada vez más a su padre, envejecido, en la explotación de las tierras familiares.

Como el testamento del abuelo Básquez no va acompañado de inventario, es imposible hacernos una idea precisa de la fortuna de la familia. A lo más, podemos adelantar que don Juan Antonio poseía en Ribera «unas casas de morada sitas en la calle del Cura»; pero son unas humildes casucas, como aquella en que nació el poeta; una de ellas se vendió en 1763 por 1350 reales14.

Hasta donde nos es posible saberlo, pues los registros de sesiones del Municipio de Ribera son muy incompletos, el padre del poeta no ejerció ningún cargo importante en el pueblo. En 1756 y 1757, lo encontramos elegido mayordomo de la Cofradía de Nuestra Señora del Carmen15. Es verosímil que asumiera ya este cargo desde hacía varios años, pues el Ayuntamiento, enemigo de cambios, reelegía automáticamente, de elección en elección, a los titulares de estos «oficios menores». Para que esta práctica fuera modificada era necesario un caso de fuerza mayor: muerte o ausencia.

Así ocurrió con don Juan Antonio Meléndez, sustituido en sus funciones de mayordomo de la cofradía de Nuestra Señora, a partir de 1758, por el notario Pedro Fernández Azulado. En el transcurso del año 1757 -Juan Antonio hijo tenía entonces tres años-, la familia Meléndez abandonó el pueblo de Ribera.

¿Cuál fue el motivo de este traslado? Nos vemos reducidos a conjeturas. ¿Quizás un asunto de intereses? ¿O algún cargo del que se hubiera visto investido el padre de Batilo? ¿Quizás, sencillamente, la necesidad de facilitar al mayor de los hijos, Esteban, cuya vocación religiosa se confirmaba, la continuación de sus estudios de teología? De todos modos, la familia Meléndez, desplazando sus lares aproximadamente cinco leguas, se instaló en el vecino pueblo de Almendralejo16.

Es allí, probablemente, y no en su pueblo natal, donde el pequeño Juan hizo sus primeros estudios17, bajo la dirección de su padre, que profesé al benjamín un afecto particular; también es cierto que el niño, a su vez, se distinguía por su temperamento sensible, por su amabilidad y su viveza de ingenio. Don Juan se esforzó en no mimarlo y se esmeró en «dar al hijo desde su niñez una educación propia de su clase y acomodada a las buenas disposiciones que, desde luego, comenzó a manifestar; apenas sabía leer y escribir (en lo que tardó muy poco tiempo) cuando ya su padre cuidaba de proporcionarle libros que formasen su corazón y le inspirasen sanas ideas de moralidad y de virtud y buen gusto en la literatura»18. Estas lecturas dirigidas muy pronto no sirvieron sino de complemento a los estudios más sistemáticos que emprendió el joven don Juan Quintana nos asegura que estudió en «su patria» -su provincia natal-, además de la lengua, española, el latín. A este propósito, Almendralejo ofrecía ciertamente más recursos que la aldea de Ribera, donde las humanidades no gozaban de mucho crédito19.

Esta aplicación en el estudio, por el que mostraba un gusto evidente, no impedía al muchacho hacer correrías después de la clase o durante las vacaciones con los otros chiquillos de la comarca. Jamás Batilo se preció de haber sido educado como un «señorito», tal como nos da a entender Quintana. Por el contrario -aunque quizás este cuadro esté un poco arreglado para mejor encajar en su contexto-, nos describe su infancia como la de un niño aldeano íntimamente ligado a los trabajos de los labradores y que encuentra un vivo placer en esta vida rústica:


...el arado,
El rudo apero, la balante oveja,
El asno sufridor, el buey tardío,
Gavillas, parvas, los alegres juegos
Fueron la dicha de mi edad primera20 .


A veces, en medio de sus juegos, se para a contemplar la actividad de los aldeanos; estas observaciones le proporcionarán más tarde materia para descripciones precisas:


    Al forzudo extremeño habréis mirado
Más de una vez sobre un montón de mieses
    Burlar de Sirio, abrasador los fuegos,
Lanzando al viento los trillados granos
Con el dentado bieldo, o de la aurora
Los rayos aguardar sobre la esteva21 .


En Almendralejo, Meléndez, inmerso hasta los siete años en esta vida despreocupada y estudiosa, iba a conocer su primera gran pena, el primer desgarramiento de su sensibilidad. Su madre, de salud frágil, agotada por los repetidos embarazos, entristecida por la muerte de varios de sus hijos, sentía declinar sus fuerzas. El 14 de junio de 1761 manda llamar al notario José Pérez para dictarle sus últimas voluntades. Hace constar que ha nacido en Mérida y que actualmente habita en Almendralejo; a este título expresa el deseo de ser enterrada en la iglesia parroquial de este pueblo y pide que se digan sesenta misas rezadas por el reposo de su alma. Declara haberse casado en Alburquerque, en la iglesia de San Mateo, con don Juan Antonio Meléndez, de quien tiene tres hijos: don Esteban Meléndez, sacerdote, que ha recibido las órdenes menores; don Juan Antonio y doña Agustina. (Se observará que no menciona a los otros hijos muertos en la infancia y que no se respeta el orden de nacimientos.) Abordando las cuestiones financieras, doña María evoca su contrato de matrimonio y cierta herencia que le correspondió de su tía doña María Montero de la Banda, esposa de don Alexandro Gordón, que residían en Alburquerque; mas no da ni cifra ni precisión de ningún género. Los dos párrafos siguientes, que nos aportan interesantes detalles sobre la familia, merecen ser citados in extenso:

...Ygualmente declaro que para la manutencion y gastos de mi hijo Dn. Esteban Antonio Meléndez en sus estudios mayores, que ha tenido hasta ahora de filosofía y teología emos gastado de conformidad entre el dicho mi marido y yo hasta el presente dia con el citado nuestro hijo seis mil reales de vellon, cuia cantidad es mi voluntad se tenga presente para cuando llegue el caso de la dibision y partizion que se haia de hazer con los otros sus hermanos mis hijos.

Mando y es mi voluntad que a mi hija Doña Agustina Ant.ª Meléndez, por el mucho amor que siempre le he tenido y tengo y lo vien que ella conmigo lo a echo y haze con su asistencia a mis enfermedades (aunque no es menor el que tengo a los demas mis hijos, ni ellos han faltado ni faltan a su filial amor y cariño) se le den por una vez zien ducados de vellon de mis vienes assi dotales como hereditarios y adquiridos, en cuia cantidad la mejoro en aquella forma vía y forma que el Dro permite, los que aiga de perzebir y perziba además de los que lexitimamente le tocen y pertenezcan de dhos mis vienes que así es mi última y deliberada voluntad.


Termina del modo habitual, afirmando que no cree haber contraído deudas con nadie, pero rogando que se paguen aquéllas que pudiesen aparecer después de su muerte; en fin, designa como albaceas testamentarios a su marido y a don Benito Martín Ortiz, sacerdote, e instituye como herederos universales de sus bienes a sus tres hijos22.

Doce días después de haber hecho testamento, doña María pasaba a mejor vida. Pese al deseo que había expresado, fue enterrada no en la iglesia parroquial, sino en el convento de San Francisco de Almendralejo, en el transcurso de una bella ceremonia: como precisa curiosamente el acta de defunción, hubo misa mayor y responso, cantados por tres celebrantes, a expensas de su marido, que se comprometió a pagar estos gastos (27 de junio de 1761)23.

Aparentemente, este duelo no trajo consigo ningún cambio notable en la vida familiar de los Meléndez: Agustina, que iba a cumplir dieciséis años, ya instruida por su madre en los trabajos domésticos, tomó las riendas de la casa, que asumía, de hecho, desde que doña María había caído enferma. El pequeño Juan continuó sus estudios, y, bajo la dirección de su padre, aún más tierno y afectuoso que antes, reanudó el curso de sus lecturas. Sin embargo, tenemos fundamento para creer que esta muerte marcó profundamente al futuro Batilo. Bien es cierto que no consagrará ningún poema a la muerte de su madre, mientras que la de su padre le inspirará los diálogos fúnebres titulados Tristemio, hoy día perdidos; el romance XXXII, La ternura maternal24, es mucho más una composición literaria inspirada en Rousseau, y particularmente en la última parte del Emilio, que la expresión de unos recuerdos personales. No importa. Inconscientemente quizás, pero durante toda su vida, el poeta quedará marcado por esta muerte; el afecto de su padre, de Agustina y de Esteban, los atentos cuidados de Evarista, no podrán borrar la impresión de trágico abandono que entonces sintió el huérfano; y creemos que se debe buscar en esta brutal frustración del amor maternal un elemento explicativo de esta sensibilidad excesiva, de esta necesidad, proclamada tan a menudo, de afecto, de amistad, de calor cordial, que manifestará largo tiempo, al menos, hasta el fin de su vida de estudiante; y no se trata en él de una actitud dictada por la moda del tiempo: este auténtico complejo de huérfano, Batilo no lo perderá, y veremos por qué, sino casándose con doña María Andrea de Coca y Figueroa.

La calma que había recuperado, tras su duelo, la familia Meléndez, no sería de larga duración: menos de dos años. Algunos días después de haber celebrado el noveno cumpleaños del menor de sus hijos, don Juan Antonio cayó enfermo a su vez. Obligado a guardar cama, «sintiendo acercarse la muerte», hace llamar al notario local para poner en orden sus asuntos humanos (3 de abril de 1763). Prevaliéndose de su condición de vecino, pide ser enterrado en la iglesia parroquial de Almendralejo; recuerda su boda con doña María Cacho Montero, los «tres hijos que hoy superviven» y los recursos del matrimonio, de los que dan fe el contrato de boda y la carta de pago de dote. Dos párrafos que hacen pareja con los del testamento de doña María, anteriormente citados, nos interesan directamente:

Ítem, es mi voluntad mejorar como desde luego mejoro en aquella vía y forma que por Dro. a lugar a dho D. Juan Antonio Meléndez, mi hijo, por el mucho amor que le tengo y ser el más Pequeño de dhos mis hijos en el tercio y remanente del quinto de todos mis bienes, dros, y acciones.


Después de haber ordenado que se paguen sus deudas o se perciban las sumas que se le deben, continúa:

Ítem nombro por tutor y curador y legítimo administrador de las Personas y bienes de dhos mis tres hijos aun siendo los dos mayores... a Don Diego Pérez Lorenzo, regidor perpetuo de la [villa] de Ribera a el que suplico acepte dho nombramiento y que administre dhos bienes y eduquar en el Santo temor de Dios mis hijos como acostumbré.


En fin, designa como albaceas testamentarios a don Martín Benito Ortiz (al que su mujer había investido dos años antes con las mismas funciones) y a don Manuel Moreno, los dos sacerdotes y vecinos de Almendralejo, a quienes encarga de pagar sus deudas y este testamento por medio de una almoneda de sus bienes. Lo sobrante se repartirá entre sus tres hijos, a los que instituye herederos universales. Y firma con una letra desarticulada, de enfermo grave, sus últimas voluntades25.

Seguros de estas indicaciones hemos buscado en los libros parroquiales de Almendralejo, e incluso de Ribera, el fallecimiento del firmante, y, paralelamente, en las actas notariales de estos dos pueblos, la almoneda anunciada: en vano. Lo que hemos encontrado, en cambio, es que el 28 de abril de 1763, don Juan Antonio vendía una de sus casas de Ribera, venta que rubricó con mano mucho más segura que su testamento26. Tras un grave aviso, el moribundo recobraba así, con el gusto de vivir, la dirección de su familia y la gestión de sus negocios.

A partir de esta fecha, y hasta el segundo año que Meléndez pasará en la Universidad de Salamanca, los protocolos notariales de Extremadura no nos revelan nada más. Ignoramos cuánto tiempo habitó aún la familia en Almendralejo y en qué fecha volvió a Ribera del Fresno, donde su presencia se atestigua por lo que sigue. Creemos que es después de la marcha de su hijo más joven a Madrid, donde va a seguir los cursos de filosofía, cuando don Juan Antonio abandona Almendralejo para instalarse cerca de su hija Agustina, casada entretanto con el médico de Ribera, don Pedro Nolasco de los Reyes. Lo mismo que antaño, su padre, don Juan Básquez, había dejado Salvaleón para residir, al menos intermitentemente, junto a su hijo y su nuera.

Esta marcha, este primer cambio por el que el pequeño Juan se evade de su medio provincial y familiar, Quintana lo pasa completamente por alto: «Aprendió el latín en su patria y la filosofía en Madrid, en las escuelas de los padres Dominicos de Santo Tomás». Navarrete, en su Noticia..., inédita, es afortunadamente más explícito:

Concluida su primera educación le envió el padre a Madrid a estudiar la filosofía en los Dominicos de Santo Tomás, encargando su cuidado a un tío, primo de su padre, capitán de guardias españolas, llamado Valdés; quien, como viesela aplicación y talento y amabilidad del genio de su sobrino, llegó a amarle con singular ternura; estimación que supo captarse también de los lectores y catedráticos de Santo Tomás, que, como testigos más inmediatos de su aplicación conocían en las conferencias sus adelantamientos y aplaudieron mucho una composición poética que hizo para solemnizar el día de Santo Tomás de Aquino, y que como otras que ya escribía con afición, presagiaba el camino que se le preparaba para llegar con gloria a la cumbre del Parnaso Español.


En 1767-1768, Meléndez hizo en Madrid su primer año de filosofía, siguiendo el curso de lógica:

Primum artium cursum, Logicae scilicet27 .


La continuación de su estancia en Madrid es menos clara en las biografías tradicionales del poeta. El Curriculum vitae presentado en 1778 por Meléndez candidato a la cátedra de instituciones civiles, vacante entonces en la Universidad de Salamanca, precisa que había hecho con éxito «tres años de Philosophia en el colegio de Santo Tomás de Madrid, dos en los Reales Estudios de San Isidro, el primero de Lengua griega y el segundo de Philosophia moral»28.

Esto sumaría en total cinco años: de 1767 a 1772. Pese a este testimonio, que coincide con los términos de los Procesos de oposición para la obtención de las cátedras de Leyes de Toro (1780) y de Volumen (1780), Emilio Alarcos, basándose en un certificado de escolaridad madrileño, reduce a tres los años de estudio de Meléndez en Madrid: uno en Santo Tomás y otros dos en San Isidro. «Obsérvese -escribe- que, aunque el Proceso dice tres años de Filosofía en Santo Tomás, la transcrita certificación del convento sólo habla del primer curso de Artes»29.

Otro dato, fechado también en 1780, y que escapó a Alarcos, zanja la cuestión:

El Bachiller Don Juan Meléndez Valdés, opositor a las cáthedras de leyes, tiene los títulos y ejercicios literarios siguientes: Doce años de estudios mayores, tres en Philosophia en el colegio de Santo Thomás de Madrid: dos en los Reales Estudios de San Isidro, el primero de Lengua Griega y el segundo de Philosophia Moral, y siete en Leyes en esta Universidad30.


Meléndez residió, pues, cinco años en Madrid, de 1767 a 1772. No es ocioso puntualizar este detalle, ya que nos va a conducir a revisar otro punto tradicionalmente admitido de la vida de Meléndez.

Los primeros biógrafos del poeta le hacen ir directamente de Madrid a Segovia, donde durante dos años: «Estudiada la Filosofía, o lo que entonces se enseñaba como tal, sus padres le enviaron a Segovia, por los años de 1770, para que estuviese en compañía de su hermano, don Esteban, secretario de cámara del obispo de aquella ciudad, don Alonso de Llanes, deudo también suyo, aunque lejano»31.

Observemos de pasada que las afirmaciones de Quintana son muy vagas: «por los años de 1770», y que añade a las indicaciones de Navarrete un detalle erróneo: en lugar del padre nombra a «los padres» del poeta, porque, evidentemente, ignora que doña María (a quien sólo él llama «María de los Angeles») está muerta desde 1761. La redacción de Navarrete, que pudo leer Quintana, era, sin embargo, la siguiente:

Cumplidos en el año de 1770, los tres cursos de filosofía que ganó en los Dominicos de Santo Tomás, fué a Extremadura a ver a su familia, y desde allí vino a poco tiempo a Segovia, donde se hallaba su hermano Don Esteban Mz Vs., secretario de Cámara del YImo. Sr. Obispo de aquella Diócesis, Don Alonso de Llanes, después arzobispo de Sevilla, conexionado con la madre de Meléndez, en cuya compañía pasó hasta el año de 177232.


Nada se opone a que retengamos como muy verosímil el viaje de 1770 a Extremadura; pero es imposible hacer lo mismo respecto a la estancia a orillas del Clamores y el Eresma de 1770 a 1772. Francisco de Munsuri había indicado ya en opúsculo desigual sembrado de observaciones pertinentes las dificultades que lleva consigo esta afirmación33; observa, apoyándose en un manuscrito de la Catedral de Segovia, que hasta el 28 de septiembre de 1774, don Alonso de Llanes y Argüelles no hizo su entrada en la capital de su diócesis y el 30 del mismo mes fue oficialmente entronizado; además, entre 1770 y 1774, las «Publicatas» están firmadas por el obispo titular, don Juan José Martínez Escalzo, y por su secretario, don Juan Antón Martínez Ubago. Hasta el 20 de noviembre de 1774 no aparecen por primera vez los nombres y firmas de Msr. de Llanes y de su secretario, don Esteban Meléndez Valdés34. La observación de Munsuri corrobora la nuestra: si el padre de Batilo acepta separarse de este hijo tan querido para enviarle a vivir «en compañía de su hermano, don Esteban», no pudo hacerle partir para Segovia, donde éste no se encontraba todavía; lo enviaría a Madrid, pues es allí donde retienen a Esteban sus funciones. Una carta del poeta deja entender, por otra parte, que Msr. de Llanes había residido en Madrid antes de su nombramiento en Castilla la Vieja y que es en la capital donde entabló amistad con el abate Meléndez35. Allí es, pensamos nosotros, donde conoció al joven poeta, cuyos méritos apreció y a quien exhortó a proseguir sus estudios en Salamanca. Es verosímil que las estancias de Meléndez en Segovia, cerca de este prelado y de su hermano, no sean anteriores al otoño de 1774, localizándose durante las vacaciones universitarias.

Un último hecho viene aún a confirmar esta hipótesis: la muerte de don Juan Antonio Meléndez padre en Ribera. El 13 de agosto de 1774, once años después de haber dictado el testamento que arriba hemos analizado, muere el padre del poeta, a los sesenta y seis años. «Murió en la comunión de los fieles, recibidos los santos sacramentos y recomendada el ánima». Fue enterrado, «con caxa propia», en la capilla del Valle, con la orden de que se celebrasen 360 misas rezadas por el reposo de su alma; la cuarta parte de estas misas, es decir, 90, debía ser pagada por colecta pública36. El acta de defunción precisa que «texto por ante Jacinto Antonio Antúnez, escribano», que era, en efecto, en esta fecha oficial ministerial de Ribera. A no ser que haya un error (pues pudo el moribundo afirmar que había hecho el testamento que ya conocemos y el sacerdote añadir mecánicamente el nombre del notario local en el acta de defunción), es poco probable que este documento aparezca en los archivos de Almendralejo: desde hace lustros, los protocolos de Ribera del año 1773 y parte de 1774 están dados por perdidos en el registro de control; debemos, pues, abandonar la esperanza de encontrar el segundo testamento del difunto, así como la almoneda que quizá siguió al fallecimiento; ninguna huella de tal almoneda se conserva en los documentos posteriores -1775, 1776, 1777- que hemos examinado.

Al haber acaecido la muerte de don Juan Antonio durante las vacaciones escolares, en una época en la cual el estudiante no iba aún a Segovia, no queda excluido que el moribundo hubiera tenido el último consuelo de entregar el alma entre los brazos de su hijo preferido, cuyos primeros éxitos universitarios, e incluso literarios, le pagaban el cuidado que había puesto en instruirle. No sabemos con precisión cuáles fueron los sentimientos de Batilo (hacía un año, en esa fecha, que Meléndez había adoptado este seudónimo poético) hacia este padre tierno y atento que había dirigido su educación hasta los trece años: la desaparición de Tristemio, constituye en este sentido una pérdida irreparable37. Sin embargo, la desesperanza que sintió el poeta a la muerte de su hermano Esteban, y de la cual esta vez nos quedan testimonios epistolares y poéticos, borrará un poco, como se verá, en el corazón tan emotivo del joven, el recuerdo de ese padre que tanto le había amado.

Desde entonces, Meléndez es huérfano y sufre cruelmente por ello; tiene necesidad de un apoyo, de un protector; es Esteban, naturalmente, quien va a representar este papel de tutor, mientras que Agustina, en la lejana aldea natal, se ocupa de su marido y de sus hijas. Esta situación explica por qué, a partir de 1774, el estudiante salmantino preferirá al fastidioso viaje y la estancia sin gran atractivo de Ribera, la compañía de su hermano en la vecina ciudad de Segovia.

El planteamiento de estos distintos hechos nos permite, pues, reconstruir con alguna exactitud las etapas de la vida del poeta y su cronología durante estos años de adolescencia:

  • 1767-1770, tres años de Filosofía en el colegio de Santo Tomás de Madrid.
  • 1770-1772, dos años de estudios (griego y, más tarde, Filosofía moral) en la misma villa, en San Isidro.

Durante estos cinco años de estancia en Madrid, el joven extremeño fue presentado por su hermano a Mons. de Llanes, que le impulsó a continuar sus estudios en Salamanca; desde el 8 de noviembre de 1772, reconocido «hábil p.ª oír ciencia», Meléndez comenzó, en efecto, sus estudios superiores, y había terminado con éxito los dos primeros cursos cuando sobrevino la muerte de su padre. No hay pues ninguna interrupción en los estudios de Batilo; y esos dos años, de 1770 a 1772, que sus primeros biógrafos le hacían pasar románticamente entre sueños y lecturas, en la biblioteca del palacio episcopal de Segovia, deben ser definitivamente desechados como pertenecientes al dominio de la ficción y de la fábula.

Sin embargo, es cierto que Meléndez vivió en Segovia, y el relato que nos hace Navarrete de tales estancias sigue siendo, con una diferencia de cuatro años, perfectamente aceptable. Meléndez, escribe, se reunió con Mons. de Llanes y con su hermano, don Esteban, y vivió en su compañía, leyendo excelentes libros, muy apreciado del obispo que gustaba de su conversación y le llevaba a pasear en su compañía y favorecido de la amistad de algunos canónigos instruidos y del conde de Mansilla a quien, aunque ya de edad, se aficionó tanto Meléndez por su instrucción y selectos libros que poseía, que pasó en una amistad recíproca y fina que duró hasta la muerte del conde38. Estas relaciones que contrajo en Segovia le estimularon a pasar allí las vacaciones mientras estudió en Salamanca, ya por gozar la compañía de los amigos, ya por obsequiar al señor obispo que le daba mensualmente asistencias para continuar sus estudios, deseoso de que aprovechase sus buenas disposiciones en honor de nuestra literatura y beneficio del estado; viajes que repitió aun después de muerto su hermano D. Esteban39, mientras permaneció el señor de Llanes en Segovia y hasta que se verificó su traslación al arzobispado de Sevilla40.

Conocemos aquellas pocas personas instruidas que encontró Meléndez en Segovia: además del conde de Mansilla, eran el licenciado don Joaquín Antonio Ron y Valcarce, vicario general de la diócesis; don José Antonio González Vigil, «Mayordomo y Tesorero del Ilm.º Sr. obispo» y canónigo de la catedral; también fray Bartolomé de Esquivias, capuchino, y el R. P. Camayo, del convento de San Agustín41. Estos religiosos no se preocupaban sólo de cuestiones teológicas; estaban abiertos a los problemas de la época, de los cuales discutían con los laicos. Todos se preocupaban principalmente en devolver a Segovia su perdido lustre de opulenta ciudad industrial y textil. Preconizaban el desarrollo de la ganadería, de la agricultura, del progreso técnico en todas sus formas; en una palabra, no nos sorprendería que fuera en Segovia donde Meléndez sintiera despertar su curiosidad por las Sociedades Económicas de Amigos del País: algunos habitantes de la vieja ciudad, entre ellos el conde de Mansilla, se esforzaban, en efecto, hacia esta época, en fundar en Segovia una de estas sociedades42.

Esta ciudad, donde le gustaba residir, donde contaba con tantos amigos y simpatías, iba a ser para el joven Meléndez el escenario de una tragedia desgarradora: la lenta agonía y muerte de su hermano Esteban. El 14 de abril de 1777 escribía a Jovellanos desde Salamanca:

Acabo de recibir la triste noticia de que un hermano mío está en Segovia malo de bastante peligro y sacramentado; es el único que me ha quedado; él me ha criado, a él debo las semillas primeras de la virtud, y muertos ya mis padres a él sólo tengo en su lugar, y él sólo es capaz de suplir en alguna manera su falta.

¡Qué noticia para mí, y cuál estaré! Yo salgo de aquí por la mañana a cumplir con mi obligación y asistirle o morir de dolor a su lado43.


De hecho, don Esteban estaba muy grave: una hemoptisis brutal, señal de una tisis muy avanzada, reveló que estaba perdido. El enfermo hizo su testamento el 11 de abril, el mismo día, sin duda, en que se avisó a su hermano. Después de las fórmulas habituales, menciona su parentesco con «Don Juan Meléndez Valdés, Profesor de Leyes y cánones en la ciudad de Salamanca» y con «Doña Agustina Meléndez Valdés, casada con Don Pedro Nolasco de los Reyes, en la villa de Ribera», entre los cuales reparte sus bienes. Ciertas cláusulas demuestran claramente el papel de tutor que ejercía respecto a su hermano, así como el auténtico cariño que sentía por el joven:

Asi mismo, es mi voluntad que todo quanto aparezca y resulte haber dado a dho mi hermano Don Juan Meléndez y Valdés en qualquiera ocasión, con qualquier motivo, se lo perdono y remito, y de todo ello le hago formal donación sin que, por ninguna razón, ni derecho, se le pida ni impute en quenta cosa alguna.

Ygualmente lego y hago donación al propio Don Juan Meléndez y Valdés, mi hermano, de todos mis libros, ropas que se hallaren propios míos al tiempo de mi fallecimiento.


Deja un trozo de terreno a la hija mayor de su hermana y, para lo restante, remite a «un papel, o esquela, que se hallará escrito entre mis papeles, firmado de mi propio puño y letra, según acostumbro, que quiero y es mi voluntad se tenga por parte esencial de mi testamento». Designa cinco ejecutores, entre ellos al propio obispo, para, que se encarguen de vender sus bienes en almoneda, paguen todos los gastos y repartan el saldo entre su hermano y su hermana, únicos herederos44.Pese a algunas mejorías pasajeras, que vuelven a dar un poco de esperanza a los que le rodean, el fatal desenlace sobreviene el miércoles 4 de junio de 177745, dejando desamparado, hundido, «huérfano», al desgraciado estudiante46.

Afortunadamente, no le faltan consuelos en esta prueba47. La viva simpatía de Mons. de Llanes y sus allegados, las cartas afectuosas que recibe de sus amigos alejados -como Jovellanos-, la tierna solicitud de sus compañeros salmantinos, logran reconfortarle y arrancarle de la desesperación. Meléndez, al encontrar en el trabajo, en el que se sumerge de nuevo, una derivación bienhechora, recomienza sus interrumpidos estudios, y, en el otoño, pasa con éxito los exámenes que no pudo hacer al principio del verano. Desde entonces está salvado, gracias a sus «amados libros». En la adversidad siempre se volverá hacia ellos, ya que le sirven de consuelo:


Fausto consuelo de mi triste vida
Donde continuo a sus afanes hallo
Blandos alivios que la calma tornan
       Plácida al alma;


y describe su acción apaciguadora y reconfortante en la oda XXXV, que les dedica:


Vuestro comercio el ánimo regala,
Vuestra doctrina el corazón eleva,
Vuestra dulzura célica el oído
       Mágica aduerme.


(BAE, pág. 196b)                





ArribaAbajoII.- Años de formación. Las alegrías del estudio y de la amistad (1772-1778)

La Universidad y la formación de Meléndez.- Cadalso, la anacreóntica y el espíritu crítico.- Jovellanos y la nueva orientación poética.- Otros amigos: Tavira, Fray Diego González, Forner, González Candamo, don Ramón Cáseda, Salvador de Mena...- El cambio de ideas al margen de la Universidad salmantina: libros y libreros


Se objetará, sin duda, al observar las fechas entre las que situamos la formación de Batilo, que parece muy tardío el año de 1782 para cerrar este período: en efecto, desde 1776, Meléndez, todavía estudiante, comienza a enseñar en calidad de profesor auxiliar, y en 1781 obtiene por oposición la cátedra de Humanidades de la ilustre Universidad. Sin embargo, adoptamos esta fecha porque Meléndez sufrió los exámenes que le valieron el grado de licenciado en 1782 (no sería doctor hasta 1783, pero la obtención del birrete doctoral no implicaba nuevo examen) y, sobre todo, porque a partir de dicho año es cuando puso fin a aquella inconstancia sentimental, a aquel mariposeo del corazón que reflejan muchos de sus poemas; se hizo plenamente consciente de sus responsabilidades humanas fundando un hogar.

Durante estos diez años de vida en Salamanca, Meléndez recibió muy diversas influencias, que nos esforzaremos en poner de relieve: el problema es importante, si es cierto que el «dulce Batilo», muy permeable al medio que le rodeaba, registraba como «blanda cera» la huella de las presiones que sobre él se ejercían. De hecho, aunque de muy distinta manera, la enseñanza universitaria, las amistades y los libros le marcaron simultáneamente con huellas profundas.



LA UNIVERSIDAD Y LA FORMACIÓN DE MELÉNDEZ

Esta cuestión ha sido minuciosamente estudiada por don Emilio Alarcos en un largo e interesante artículo48. Nos limitaremos a recordar las etapas de la escolaridad del poeta, remitiendo al lector para los detalles a los numerosos documentos citados por el antiguo discípulo de Unamuno. Durante el año escolar 1772-1773, Meléndez, matriculado en la Facultad de Derecho, sigue los cursos de Instituciones Civiles, las explicaciones de textos jurídicos, y asiste a las sesiones de la Academia de Derecho de la Facultad. De acuerdo con el plan de estudios impuesto por Carlos III a la Universidad, el programa de este primer año comprendía los libros I y II de las Instituta de Justiniano, explicados con las Notas de Heinecius y los Comentarios de Vinnius, mientras que las Instituciones de don Antonio Torres permitían confrontar el código latino con la legislación española. En cuanto a la Academia, que se reunía los domingos por la tarde, cada una de sus sesiones consistía en una exposición hecha por un estudiante adelantado, seguida de una discusión dirigida por uno o varios profesores.

Si damos crédito a Alarcos, Meléndez sacó de este año un doble beneficio: el gusto por los estudios jurídicos y la «convicción profunda de que la Jurisprudencia... debe ir acompañada del estudio de la Historia, de la Filosofía y de las Bellas Letras».

El hecho es que el antiguo alumno de San Isidro no abandona los estudios clásicos: desde el primer año asiste a las clases de griego del padre Zamora, profesor de gusto exquisito y refinado, y participa en las reuniones literarias de los sábados (las sabatinas), que tenían lugar al aire libre o en una sala, según el tiempo, y en las cuales un estudiante recitaba de memoria algún pasaje de griego o de latín, lo traducía y explicaba después los versos, las alusiones mitológicas o históricas, analizaba su estilo o la versificación, entablándose a continuación la discusión general en latín entre el que comentaba y los otros participantes. Lo que choca, en este primer año, es la bivalencia de Meléndez, que realiza a la vez estudios literarios y jurídicos. Esta dualidad es importante porque informará no sólo el período salmantino de sus estudios, sino incluso su vida entera. A partir de esta época ya se entrevé en Meléndez al jurista y al humanista que nunca dejarán de coexistir en él.

Otro hecho notable, y que, como corolario del precedente, se impone a la atención, es la curiosidad de espíritu del joven estudiante, su insaciable avidez por conocer, que se hace patente en su correspondencia con Jovellanos, pero que excluye -anotemos el hecho sin tardar- todo diletantismo, toda superficialidad. El estudio para él es cosa seria. No satisfecho con su doble actividad universitaria, Meléndez se traza un plan de trabajo personal para completar y ampliar su cultura: lee todo cuanto se relaciona con la historia del Derecho, con las circunstancias sociales o políticas que explican la promulgación de las leyes, su interpretación y su modificación a lo largo de los tiempos; intenta descubrir las bases filosóficas de la evolución del sentido jurídico. Desde el primer momento este principiante demuestra que tiene una concepción muy amplia y muy moderna del Derecho y de sus problemas.

En el curso siguiente (1773-1774), tras haber superado satisfactoriamente los exámenes finales del anterior, aborda el segundo año con el mismo espíritu, aunando siempre el derecho con las letras. Estudia ahora los libros III y IV de las Instituta, comentados por los doctores Navarro y Blengua y por un bachiller; frecuenta con asiduidad la Academia de Derecho; pero, sobre todo, incrementa su instrucción jurídica con abundantes lecturas al margen del programa universitario: La Filosofía moral y el Derecho Natural de Heinecius; la Historia del Derecho Civil y las Antigüedades del mismo autor, los Rites romains de Neuport, las Révolutions romaines de Vertot. Durante este curso es cuando nuestro estudiante conoce a Cadalso, entabla amistad con él y se dedica en su compañía, no sólo a la poesía anacreóntica, sino también a la meditación del Droit de gents de Vattel y del Esprit des lois de Montesquieu.

Ni los desahogos del corazón ni el culto de las musas ni siquiera los duelos familiares (su padre acaba de morir en agosto de 1774) impiden a Meléndez asistir con la asiduidad de antaño a las clases de Derecho del tercer año, que versan sobre el Digesto, ilustrado por las obras de Cujas y de Gravina; en junio de 1775, el joven «legista» interviene en uno de los veinticuatro debates públicos y solemnes que la Facultad organizaba entre las Fiestas de San Lucas y de San Juan, disertando Sobre el tema De praestantia monarchici status. Simultáneamente, bajo la ática férula del maestro Alba, perfecciona sus conocimientos de prosodia, métrica y mitología greco-latinas, comentando textos de Horacio y Homero. Este es el último curso en que se le verá, como discípulo, frecuentar las clases de letras clásicas. Consciente de sus progresos, Batilo quiere obtener la confirmación oficial: poco después del comienzo de las vacaciones, el 23 -de agosto de 1775, a propio requerimiento se somete a un examen público, efectuándolo con gran brillantez, y tras una «función muy lucida» recibe el grado de bachiller en Derecho.

En 1775-1776, Meléndez se inicia en el Derecho Real (Leyes de Toro y Nueva Recopilación). Se le autoriza a hacer sus «explicaciones de extraordinario», especie de aprendizaje práctico indispensable para los candidatos que quieren postular seguidamente al grado de licenciado: cada «explicación», que dura una hora, se divide en dos partes: una exposición de media hora, seguida por una discusión con los asistentes. Como estudiante legalista que es, Meléndez ya no sigue aquel año los estudios de humanidades y se ve promovido al magisterio: durante dos meses ocupa en calidad de sustituto la cátedra de Lengua Griega. Estos ejercicios y clases, que toma muy en serio; la ampliación del campo de sus lecturas bajo la influencia de Jovellanos, con quien comienza a escribirse; su ardor en el estudio (empieza a aprender inglés, traduce a los autores griegos y corteja asiduamente a las musas), todo esto mina su salud, ya vacilante desde hacía un año: una brutal hemoptisis, que revela un principio de tuberculosis, inquieta vivamente a sus amigos; pese a la indocilidad del enfermo, que no está de acuerdo en disminuir sus actividades, el reposo obligado, el aire libre, los paseos por el campo, en casa de la amable Ciparis, le reponen en menos de dos meses (fin de septiembre-noviembre de 1776).

Mediante un acto público (12 de diciembre de 1776), sobre el tema De Jure tutelarum apud Romanos, el convaleciente inicia su quinto año de estudios, consagrados a las Leyes de Toro y a distintos aspectos de la legislación española (Prima de Leyes); prosigue sus «explicaciones de extraordinario», tras haber reemplazado durante un mes al maestro Alba, profesor de Humanidades.

Sobreviene entonces la enfermedad y muerte de su hermano Esteban (abril-junio de 1777), que le afectan profundamente, obligándole a interrumpir todo trabajo durante la primavera de 1777. Sin embargo, reconfortado por sus amigos, vuelve animosamente al trabajo durante el verano y supera el examen el 26 de septiembre. Su actividad no disminuye durante el año siguiente, ni mucho menos; no contento con seguir el tercer curso de Derecho Real y con hacer los ejercicios de prácticas previstos, Meléndez, que confirma sus condiciones de factótum, es nombrado sustituto del doctor Blengua, y durante un mes se encarga de enseñar las Instituciones Civiles, lo cual no le impide pensar en defender en un debate público «nada menos que las cuatro poéticas de Mr. Batteux» y tomar a su cargo un «pupilo», función que le obliga a documentarse concienzudamente sobre la educación, aunque, según dice, no le satisface ningún tratado.

Con el año escolar 1778-1779, el séptimo que pasa en Salamanca, Batilo alcanza el final de sus estudios de Derecho. Ya no tiene que asistir a clase, sino solamente hacer, con sus últimas «explicaciones de extraordinario», unas prácticas en el bufete de don Manuel Blengua, abogado de los Consejos Reales al mismo tiempo que profesor de la Universidad.

El 19 de octubre de 1779, Meléndez, que ha tomado parte durante el curso en dos ejercicios públicos49, ve sancionar con un último «aprobado» su aprendizaje de jurista.

No había esperado esta confirmación oficial para entrar en el servicio activo; paradójicamente, el estudiante en Derecho es durante todo este curso profesor de Letras; el 26 de octubre de 1778, la Universidad, prefiriendo su candidatura a la de su eterno competidor Ruiz Bárcena, le escogió para ocupar -en calidad de sustituto- la cátedra de Humanidades del maestro Alba. Se trata de explicar a Horacio, lo que entusiasma a nuestro poeta.

Pese a todo, estas funciones de interino no podían colmar los deseos de Meléndez, que quería obtener una plaza «en propiedad». Entonces es cuando se manifiesta de manera asombrosa aquella bivalencia que ya observamos desde su entrada en la Universidad. Durante cerca de tres años Meléndez será candidato, con gran eclecticismo, a todas las cátedras de Derecho y de Letras que se declaren vacantes. Desde octubre de 1778 -fecha en la que, aunque comienza su último año de estudios, es ya bachiller, grado que le permite presentar su candidatura- pretende la cátedra de Instituciones Civiles, que es ganada por un doctor sobre otros veinte opositores. En 1780 lleva a cabo otros dos intentos, según Alarcos, para obtener una cátedra de Derecho, la de Volumen, y más tarde la de Leyes de Toro. En realidad hay que añadir, según el testimonio de un documento ya citado, que escapó a la atención de Alarcos, una tercera: la oposición a la cátedra de Digesto, vacante igualmente en 178050.

Si consideramos que Meléndez, en este mismo año, aún encuentra tiempo para defender el tratado De tractis en una sesión pública, de componer la égloga Batilo, que le valdrá el 18 de marzo el premio de la Academia Española, no podemos por menos de extrañarnos de su facilidad y capacidad de trabajo o de la simplicidad del oficio de profesor en esta época, ¡ay!, ya bien terminada.

La consagración de sus méritos poéticos por la Academia Española inauguraría para Batilo una era fasta: en todos los planos le vemos recoger el fruto de los incesantes esfuerzos realizados desde hacía ocho años.

En primer lugar, tenemos su éxito en la oposición para proveer una de las dos cátedras de Humanidades vacantes: son examinados ocho candidatos entre el 15 y el 28 de enero de 1781. Meléndez es interrogado el día 19; se envían los expedientes a Madrid, y el 9 de agosto se hace saber que «se había servido nombrar S. M. a D. J. Meléndez Valdés para la primera cátedra de Humanidades, y para la segunda a D. Joseph Ruiz de la Bárcena».

Finalizadas las clases, Meléndez, que se había trasladado a Madrid para conocer a Jovellanos y también, sin duda, intrigar un poco a fin de asegurarse el nombramiento, se procuró un gran éxito poético leyendo en la solemne distribución de premios en la Academia de San Fernando, el 14 de julio de 1781, su oda A la Gloria de las Artes.

De regreso a Salamanca, profesor titular de Letras, pero todavía simple bachiller, después de haber explicado a Horacio durante un año, se decide, por fin, a pasar las pruebas de la licenciatura -en Derecho, naturalmente-, pruebas terribles a juzgar por el temor que expresa. Se le examina el 28 de septiembre de 1782 del Digesto y del Código, con entera satisfacción por parte de sus jueces, que le confieren el grado al día siguiente.

Hasta marzo de 1783 no recibirá su grado de doctor; ya no se trata de un examen, sino de una simple formalidad, de una satisfacción de amor propio muy costosa; de ello podemos convencernos leyendo en el artículo de E. Alarcos la curiosa lista de «propinas», regalos y diversiones (bombones, guantes, refrescos e incluso alboradas) que los «doctores con pompa» debían ofrecer a toda la jerarquía universitaria y a la masa estudiantil. La borla, que recibía entonces, marcaba para el poeta la coronación de diez años de estudios encarnizados y brillantes, durante los cuales había enriquecido su espíritu, pero también -y no solamente en las aulas- formado su juicio y su gusto. Meléndez declara en efecto que, más que a sus maestros, se considera deudor de su formación a sus amigos: principalmente a Cadalso y Jovellanos51.



CADALSO

Si Quintana y los demás biógrafos de Meléndez han evocado esta interesante figura del siglo XVIII español, es porque el encuentro con este personaje eminentemente simpático fue decisivo para el joven Batilo52. Meléndez no vacilará en escribir más tarde que se lo debe todo: «Sin él yo no sería hoy nada... Él me cogió en el segundo año de mis estudios, me abrió los ojos, me enseñó, me inspiró este noble entusiasmo de la amistad y de lo bueno, me formó el juicio, hizo conmigo todos los oficios que un buen padre con su hijo más querido»53.

Leemos en Quintana un retrato, un elogio más bien, de este culto oficial, ya conocido por su tragedia de Sancho García (1771), por la sátira en prosa Los eruditos a la violeta (1772) y por los poemas que acababa de publicar con el título Ocios de mi juventud (1773). El autor de la Noticia alaba su talento para la poesía, su extensa cultura, el conocimiento de los hombres y de las instituciones que adquirió en sus viajes al extranjero, su sentido del patriotismo y de la «virtud». Bueno, agudo, satírico a veces, pero jamás mordaz, era de trato agradable, lleno de indulgencia y de franqueza; no se encuentra en él, como tampoco en Meléndez, la menor envidia humana o literaria; en fin, añade Quintana, Batilo debe a Cadalso su gusto por la anacreóntica y los progresos que hará en este género. De modo que «la elegía que Meléndez compuso con ocasión de su muerte será, durante tanto tiempo como dure la lengua castellana, un monumento de amor y gratitud al mismo tiempo que modelo de bella y elevada poesía»54.

Encontramos un eco de esta profunda amistad en la correspondencia -mitad latina, mitad española de Cadalso, publicada por Foulché-Delbosc en la Revue Hispanique de 189455: «¿Qué mejor obsequio que el de la amistad pudieron hacer los dioses benévolos a los hombres virtuosos, para que éstos puedan soportar de la mejor manera posible las miserias de la vida humana? En verdad, nada aporta consuelo a los humanos, nada, salvo la amistad...; y yo puedo decir con pleno derecho que a tu lado he encontrado ese precioso don del cielo, lo mismo que al lado de algunos amigos que, como dice nuestro querido Ovidio, he amado con fraternal afecto»56.

He aquí otro pasaje dirigido al mismo «dilectissimo Batylo»: «Si se pudiese conseguir que el tiempo retrocediese (pero el destino no lo permite y nunca volverá el día que huyó irrevocablemente), querría vivir de nuevo toda mi juventud a fin de pasar más años contigo, en momentos muy dulces iluminados por tu adolescencia y adornados por tus delicados poemas, fruto de tu talento»57.

Podríamos multiplicar las citas, ya que Cadalso aborda este tema incontables veces:


La pluma, repitiendo, qual solía
De la sacra amistad el dulce empleo58.



A veces, Dalmiro instruía a sus jóvenes amigos mientras paseaban:


En pláticas gustosas e inocentes
Las orillas que baña el Padre Tormes,
[...]
O el ámbito magnífico, ostentosa
De la Plaza Mayor de Salamanca59.



Durante el invierno de 1773 a 1774 se pasaban:


La noche oscura y larga
De enero, juntos con preciosas libros60.



Una carta a Moratín padre detalla lo que eran estas reuniones íntimas: «Los sonetos se leerán en la Academia de Meléndez y su compañero (Yglesias), que juntos me hacen tertulia dos horas todas las noches, leyendo nuestras obras o las ajenas, y sujetándose cada uno de los tres a la rigurosa crítica de los otros dos»61.

La prueba del afecto que Cadalso sentía por Meléndez nos la da el hecho siguiente, que no ha recogido ningún biógrafo del poeta: Cadalso, que aparece a menudo obsesionado por la idea de la muerte, como si tuviera la intuición de su fin prematuro, lega sus manuscritos a Meléndez: «Si por casualidad me sobreviniera la muerte en esta árida parte del mundo, dejaría a nuestro querido Batilo todas mis obras manuscritas como prueba de amistad. Si el destino favorable permite mi vuelta, me devolverá esos manuscritos que entonces me serían más preciosos por haber pasado por las manos de un amigo tan querido. Pero si debo morir, llorad, amigos, llorad...»62.

Este deseo fue, sin duda, respetado (o bien Batilo se había hecho con una copia de los inéditos de su amigo), pues tres semanas después de la muerte de Cadalso escribía a don Salvador de Mena una carta, de la que sólo conservamos unos extractos: «Tengo también algunos versos suyos inéditos mejores sin comparación que los publicados por él, como cosa de setecientos. Quisiera también darlos a luz»63. Y veremos que Meléndez intentó, en 1789, editar las Cartas Marruecas, añadiéndoles además un complemento de su cosecha64. Así, el poeta-magistrado procuraba pagar su tributo de «amor y gratitud» al que había amado a su querido «sobrino» más que a nadie, más que a sí mismo65.

Fuera del campo de la poesía, el discípulo debía a su maestro un doble e inapreciable beneficio: le había abierto los ojos y formado el juicio. Meléndez, al llegar a Salamanca, estaba lleno de respetuosa admiración hacia la venerable Universidad y de deferencia por los profesores que allí dispensaban sus enseñanzas; algunas observaciones humorísticas, algunas bromas chistosas de Cadalso bastaron para desengañarle; en sus conversaciones, así como en sus cartas, el irrespetuoso militar debía de burlarse de la «...doctísima Universidad, donde no se enseña mathemática, phísica, anatomía, historia natural, derecho de gentes, lenguas orientales ni otras frioleras semejantes, pero produce gentes que con voz campanuda pondrán sus setenta y siete mil setecientos setenta y siete silogismos en Baralipton frisesomorum ú Sapesmo sobre cómo hablan los ángeles en su tertulia, sobre si los cielos son de metal de campanas, u líquidos como el vino más ligero, y otras cosazas de semejante entidad que Vmd. y yo nunca sabremos, aprenderemos, ni estudiaremos»66.

Tales agudezas, que el carácter festivo, el humor y el genio irónico de Cadalso debían hacer frecuentes, tenían que dar materia de reflexión al más conformista.

Pero, tras la crítica agradable, Dalmiro presentaba a, su discípulo los consejos provechosos: le incitaba a ser «de aquellos que siguiendo por carrera o razón de estado el método común -el método escolástico- se instruyen plenamente a sus solas de las verdaderas ciencias positivas, estudian a Newton en su cuarto y explican a Aristóteles en su cátedra»67.

Puso en su mano el Droit des gens de Vattel y el Esprit des lois de Montesquieu68. Así, pues, parece ser que a Cadalso, gran viajero, como se sabe, y que hablaba corrientemente el francés, además del inglés, el alemán y el portugués, debe Meléndez su afición por las lecturas francesas. Ignoramos en qué época aprendió Batilo nuestra lengua, que no era objeto de enseñanza oficial; la estudió, por tanto, «a solas», quizás en Madrid, bajo la dirección de su hermano; pero ello poco importa: el joven comienza a leer con entusiasmo las obras francesas a partir de su encuentro con Cadalso.

Es, pues, innegable que Meléndez debía a Cadalso buena parte de su formación. El oficial fue para Batilo mucho más que el simple consejero poético que se ve generalmente en él; fue su maestro de pensamiento, le acostumbró a la reflexión personal y le orientó hacia la cultura extranjera, sobre todo francesa, de la que Meléndez sacaría el método y los elementos de una meditación original. Mejor que en la frase citada tan a menudo: «Mi gusto, mi afición a los buenos libros, mi talento poético, mi tal cual literatura, todo es suyo»69, Meléndez expresa su agradecimiento en una carta escrita a Cáseda, poco después de la muerte del coronel; confiesa todo lo que debe al desaparecido, cuyas extraordinarias cualidades evoca con emoción: «...¡Cuántas veces nos viene a la memoria su alegre risa, sus festivas sales, sus sabrosas y entretenidas conversaciones! ¡Cuántas sus conceptos saludables, aquellos divinos consejos que nos formaron el corazón y nos introdujeron al templo de la virtud y de la filosofía! ¡Oh, querido Hormensindo!, a él solo deben Arcadio y Batilo que las musas les den sus blandas inspiraciones, y Apolo su lira celestial; a él deben que, libres de las nieblas de la ignorancia, busquen la Sabiduría en su Santuario Augusto, y no se contenten con su mentida sombra; a él deben el ver con los ojos de la filosofía y la contemplación las maravillas de la naturaleza; él fue el primero que sublimó nuestros tiernos ojos hasta los cielos y los hizo ver en ellos las inmensas grandezas de la creación; él nos enseñó a buscar en el hombre al hombre mismo, y no dejarnos seducir de la grandeza y el poder; la blanda persuasión corría de su boca, corno la miel que liban las abejas en los días del floreciente abril; su pecho era el tesoro de las virtudes; su cabeza, el erario de la filosofía, Pero, ¡ay!, todo esto acabó ya...»70. Es cierto: esa muerte sellaba irrevocablemente una etapa de la vida de Batilo. Pero hacía más de un lustro, cuando escribía esta carta, que Meléndez ya no se encontraba sometido directamente al magisterio intelectual de Cadalso. Seguía ahora los consejos de otro guía: don Gaspar Melchor de Jovellanos.



JOVELLANOS

Tan importante como la de Cadalso, pero muy diferente tanto por su orientación como por las circunstancias en las que se ejerció, fue la influencia de Jovellanos. Tradicionalmente, desde Quintana, se fija en 1781 el primer encuentro de los dos amigos; pero se sabe que en esta fecha ya hacía cinco años que el magistrado y el estudiante sostenían una activa correspondencia. Don Eustaquio Fernández de Navarrete relata cómo nació esta amistad epistolar. Parece ser que fray Miguel de Miras, religioso en Sevilla, hizo a Jovellanos el elogio -bastante poco académico- de fray Diego González: «Yo tengo allá en Castilla un fraile que deja chiquitos a todos los poetas de nuestro tiempo». Jovino escribió a Delio, quien, acompañando a sus propias obras, envió a su nuevo corresponsal algunos ensayos poéticos de Batilo y de Niseno (el padre Juan Fernández de Rojas)71. Desde entonces, el intercambio de cartas no se interrumpió jamás entre Jovino y Batilo hasta 1798, época en la cual los dos amigos exiliados, vigilados por la Inquisición, se vieron obligados a disminuir, disfrazar o quizás interrumpir todo intercambio epistolar: en los Diarios de Jovellanos redactados en Mallorca ya no se encuentra el nombre de Meléndez

Gracias a esta correspondencia y a la huella que ha dejado en el diario del noble asturiano estamos mejor informados sobre las relaciones que existieron entre el economista y el poeta que sobre los lazos que unieron a Dalmiro y Batilo. De las cuarenta y tres cartas publicadas o inéditas que conocemos de Meléndez, treinta y cinco (o sea cinco de cada seis) pertenecen al período que aquí nos interesa (1782 o años anteriores); y de estas treinta y cinco cartas, veintisiete están dirigidas a Jovellanos72. Estos documentos insustituibles nos informan de que a partir de 1776 la influencia del magistrado gijonés no solamente parece añadirse a la del oficial gaditano, sino que la suplanta un poco. Meléndez sostuvo relaciones epistolares con Cadalso73 después de que éste hubo abandonado Salamanca; pero estas cartas de Batilo no nos han llegado, y el nombre de Dalmiro no aparece sino raramente bajo la pluma del estudiante salmantino en los documentos que de él nos quedan.

El papel de Jovellanos parece al principio idéntico al de Cadalso: es también él el amigo, el consejero intelectual y literario. Pero este papel será mucho más duradero, ya que el magistrado sobrevivirá treinta años al militar.

En el plano humano, Jovellanos hace igualmente las veces de un excelente padre. Consuela al poeta con expresiones afectuosas cuando la muerte de Esteban: «Las dos últimas cartas de V. S..., al paso que me consolaron, me costaron infinitas lágrimas; pero lágrimas de amistad y nacidas de la ternura de mi corazón a las expresiones de V. S.».74, contesta el joven, a quien ofrecía, hospitalidad en su casa de Sevilla. Pero, sobre todo, a petición del propio interesado, que se encuentra solo y sin apoyo, asume el papel de tutor del «huérfano»: «Ahora más que nunca necesito de mis amigos, confiesa Batilo, y de V. S. sobre todo. Tenga V. S. la molestia de dirigirme como cosa propia y como si fuera mi hermano mismo»75.Esta curiosa fórmula, reveladora de una personalidad poco segura, la siente vivamente, ya que la recoge de nuevo el 2 de agosto de 177776.

Aceptando inmediatamente este papel, Jovellanos le reprocha dulcemente su falta de valor y de decisión y su excesiva sensibilidad: «Los juiciosísimos cargos que V. S. me hace en su favorecida, escribe el estudiante, en orden al exceso de mi sentimiento, me dejan confundido y sumamente alentado». En términos que ya le hemos visto emplear a propósito de Cadalso, promete enmendarse: «A V. S. confesaré debérsele todo, porque desde hoy más V. S. ha de ser mi hermano y me ha de dirigir y aconsejar como mi hermano mismo... Yo de mi parte prometo a V. S. no desmerecer, en cuanto me sea posible, este nuevo título de un amigo tal como V. S».77.

Consejero moral en ocasiones, Jovellanos es, sobre todo y constantemente para Meléndez un consejero intelectual. Le sugiere algunas lecturas, como la del jurisconsulto francés Domat: «¡Qué excelente obra la del Domat! Yo no me harto de leerla, cada día con más gusto y provecho... Con el aviso de V. S., la hice venir de Madrid»78. Como ya lo hacía Dalmiro con Batilo y Arcadio, Jovellanos envía a su joven amigo algunos de sus poemas, pidiéndole su parecer e incluso correcciones: la traducción del Paraíso perdido, de la que tratan en la correspondencia a partir de 1777 hasta agosto de 177879, ilustra perfectamente esta colaboración80.

Otras veces le envía obras manuscritas o impresas de escritores contemporáneos, o bien solicita una opinión sobre una obra o sobre un autor: Iriarte81, La Raquel de Huerta, que Meléndez estudia largamente82; las poesías de Trigueros83, etc. De esta manera, obligando a Meléndez a dar forma a sus observaciones, Jovellanos desarrolla en su corresponsal el gusto literario y el sentido crítico. Estos intercambios y las reflexiones que suponen sobre las lecturas hechas son eminentemente provechosos para el futuro profesor de Letras. Consciente de la excesiva ductilidad del carácter de su protegido, Jovellanos intentaba, sin duda, por este camino formar su juicio y obligarle a afirmar su personalidad.

Por otra parte, no se limita a esto el papel del magistrado: predicando con el ejemplo con su versión de Milton, incita a Meléndez a traducir a Homero: «Excitado de lo que V. S. me dice, he emprendido algunos ensayos de la traducción de la inmortal Ilíada, y ya antes alguna vez había probado esto mismo»84. Pero sobre todo, y ahí es verdaderamente en donde su influencia suplanta a la de Cadalso y se revela mucho más amplia, se propone, no sin éxito, desviar a sus «amigos de Salamanca» de la fácil y vana poesía anacreóntica:


¿Siempre, siempre
Dará el amor materia a nuestros cantos?
De cuántas dignas obras, ¡ay!, privamos
A la futura edad, por una dulce,
Pasajera ilusión, por una gloria
Frágil y deleznable, que nos roba
De otra gloria inmortal el alto premio85.



Es cierto que hasta entonces Meléndez apenas había escrito más que poesías ligeras y fáciles, indiscutiblemente agradables, pero desprovistas de sinceridad y de originalidad. Había compuesto, sobre todo, anacreónticas, imitando, por supuesto, al poeta de Teos, pero también a Horacio, Ovidio, Catulo, Propercio y, entre los españoles, a Esteban de Villegas y a Cadalso86. Igualmente había ensayado desde muy pronto, 1771-1772, antes incluso de llegar a Salamanca, un género específicamente español: el romance; nos hace saber esto por una carta que envía desde Salamanca, el 6 de octubre de 1777, a Jovellanos: «Ahí remito a V. S. la docena de romances que dije en mi última: son fruto de mis primeros años y algunos tienen ya más de cinco o seis; mi modelo fue Góngora, que en este género de poesías me parece excelente; el de Angélica y Medoro.- Entre los sueltos caballos -Servía en Orán al Rey -Aquel rayo de la guerra, y otros así me parecen inimitables»87.

A partir de entonces, Meléndez maneja con soltura el heptasílabo y el octosílabo. Pero en cuanto aborda otros géneros y se pone a emplear el endecasílabo, sus composiciones de principiante revelan una gran torpeza. Este es el caso, por ejemplo, de la elegía a la muerte de la Filis de Cadalso88: «Rompa ya el silencio el dolor mío», que es del otoño de 1773 o de 1774, y en la cual el poeta imita servilmente la elegía de Nicolás Fernández de Moratín a la muerte de la reina madre doña Isabel de Farnesio89. El plan, las imágenes, los procedimientos: invectivas contra la muerte, exclamaciones, suspiros, presagios, hermoso desorden producto del arte, las mismas imágenes, el cambio de ritmo final, todo procede de Moratín padre (y a través de él, en parte, de Garcilaso); pero el discípulo de Cadalso no sabe ser conciso: se reitera, cae en la verbosidad y la declamación, en el falso sentimentalismo y el artificio, cuando no en el ridículo. No comprendemos bien el entusiasmo con que Dalmiro celebraba esta artificiosa composición90.

En cambio, comprendemos mejor que Jovellanos, molesto por estas lágrimas ficticias y por los graciosos cuadritos de la anacreóntica siempre renovada, quisiera sacar a sus corresponsales salmantinos de este atolladero literario. ¡No!, exclama con vehemente protesta; hay que buscar temas dignos de eterna memoria y reivindica la gloria de guiar bien a sus amigos:


Dejadme al menos en tan noble intento
La gloria de guiar por la ardua senda
Que va a la eterna fama, vuestros pasos91 .



Metódico, asigna a cada uno su tarea: a Delio, la filosofía moral; a Batilo, la epopeya nacional; a Liseno, el drama histórico, patriótico y psicológico.

A decir verdad, sus consejos no se siguieron al pie de la letra; y Batilo, que jamás cesó de componer o al menos de publicar anacreónticas, como Colford ha demostrado, abandonará uno tras otro sus proyectos épicos92: «Al doctor Don Plácido Ugena, sobre no atreverme a escribir el poema épico de Pelayo»93

«Cuando V. M. y mi amigo Jovellanos pensaron en que yo trabajase alguna cosa a la conquista de Menorca, dexó de hacerse por ser ya tarde, yo quedé ofrecido para la expedición de Gibraltar... Oda o Canto Épico que saldrá sin dilación a la empresa»94, es el título que da a su epístola V. Veinte años antes, escribía a Llaguno:

¡Ay! La empresa literaria tuvo el mismo éxito que la expedición militar contra el Peñón. En cuanto a la oda El Paso del Mar Rojo, es una versión de la Vulgata y una imitación bastante mediocre de Herrera95. Incluso en la traducción épica, jamás logrará Meléndez llevar perfectamente:


A sus dorados labios la sonante
trompa para entonar ilustres hechos96 .



Apenas iniciada abandona su versión de la Ilíada, y los fragmentos que poseemos de la traducción de la Eneida no nos hacen sentir demasiado la pérdida de los seis primeros cantos que estaban acabados97.

De hecho, Meléndez se atribuyó más bien la tarea asignada por Jovellanos a Fray Diego González:


       ...asocia
Tu musa a la moral filosofía
Y canta las virtudes inocentes
Que hacen al hombre justo y le conducen
A eterna bienandanza. Canta luego
Los estragos del vicio y con urgente
Voz descubre a los míseros mortales
Su apariencia engañosa, y el veneno
Que esconde y los desvía dulcemente
Del buen sendero y lleva al precipicio.
Después, con grave estilo, ensalza al cielo
La santa religión de allá abajada
Y canta su alto origen, sus eternos
Fundamentos, el celo inextinguible,
La fe, las maravillas estupendas,
Los tormentos, las cárceles y muertes
De sus propagadores y con tono
Victorioso concluye y enmudece
Al sacrílego error y sus fautores98 .



Existe aquí todo un programa de odas filosóficas y morales que debía atraer a Meléndez. Efectivamente, algunos años más tarde, Jovellanos comprobaba con satisfacción que Meléndez había modificado su «manera» y compuesto varias obras «morales llenas de profunda y escogida filosofía». Pero, con exquisita discreción, silenció su papel de consejero, dejando para Meléndez únicamente el mérito de esta innovación. «Ha creído, escribe a Ponz, que envilecería las musas si las tuviese por más tiempo entregadas a materias de amor»99.

La opinión, generalmente admitida, según la cual es Jovellanos quien sustrae a los poetas salmantinos del género anacreóntico para orientarlos hacia la poesía «filosófica» es, pues, completamente aceptable. Y como en este campo las fuentes de inspiración de Batilo son en su gran mayoría francesas -o inglesas, pero a través de traducciones francesas-, no es excesivo afirmar que la influencia de Jovellanos, continuando en esto a la de Cadalso, favoreció el afrancesamiento intelectual de su discípulo y amigo.

En una carta notoriamente posterior a la Didáctica, que ya hemos citado, Trigueros, al agradecer a Jovellanos por haberle comunicado algunas poesías del cenáculo salmantino, formulaba exactamente la misma opinión que él, sin haber leído aparentemente la epístola de Jovino, de la que no hace mención100.

Existe, finalmente, otro punto sobre el cual el gijonés, tomando en serio su oficio de mentor, pudo ejercer sobre Batilo una influencia decisiva. Aunque Meléndez, a decir de Cáseda, fuera ambicioso101, aún no había hecho nada para que su fama rebasara los límites de un círculo bastante estrecho, casi exclusivamente salmantino: algunos estudiantes y profesores, el grupo de amigos que se había forjado Cadalso a orillas del Tormes102, sus corresponsales literarios (como don Tomás de Iriarte y Nicolás de Moratín), los religiosos del convento en donde residía fray Diego González, un pequeño número de familias salmantinas y, en fin, los círculos sevillanos, y después madrileños, que frecuentaba Jovellanos. Algunas decenas de personas en total y en su mayoría provincianos.

Fue Jovellanos quien animó al tímido Batilo a enfrentarse con un público más amplio, el de la capital, quizás para el concurso de la Academia Española en 1780, y seguramente para la lectura, en sesión plenaria de la Academia de San Fernando, de la oda A la Gloria de las Artes, en 1781. Seguidamente, el austero magistrado continuará ejerciendo el papel de empresario o de «manager»: en 1784 incitará a Batilo a publicar su primera colección poética, y comprendemos que el autor se la dedicara; en fin, no cejará hasta que Meléndez publique su segunda edición vallisoletana, en 1797. En este sentido, Jovellanos es el artífice de la gloria de Meléndez, quien, escrupuloso y timorato, quizás no se hubiera decidido jamás a dar sus obras a la imprenta.



LOS AMIGOS103

Uno de los más nobles e «ilustrados», al que Meléndez dará siempre pruebas de afecto y agradecimiento, fue don Antonio Tavira104, futuro obispo de Osma y entonces predicador del rey.

Más aún que a Jovellanos, debe el poeta novel a monseñor Tavira sus primeros éxitos públicos y la buena acogida que en conjunto le hizo la sociedad madrileña. «Tavira fue también quien introdujo a Meléndez Valdés en las mejores casas de Madrid y dio a conocer su mérito al ministro Roda105; por manera que el más célebre de nuestros poetas líricos y el mejor de los prosistas fueron sostenidos por él en los primeros pasos que dieron al entrar en el mundo literario. En verdad no podían presentarse en él con mejor padrino. El motivo que tuvo para recomendar el mérito de Meléndez fue su Égloga en alabanza de la vida del campo: prendado de las bellezas de tan deliciosa composición, sostuvo en la Real Academia Española, de la que era individuo, que merecía ser premiado por ella, como lo fue, en efecto, en 18 de marzo de 1780. Con no menor delicadeza que acierto caracterizó el verdadero mérito de la égloga, diciendo que toda ella estaba oliendo a tomillo. Desde entonces se vio ya que España tendría también su Anacreonte»106.

En la oda filosófica X, que parece ser de alrededor del año 1780, y que le dedica, Meléndez confirma plenamente no sólo este último hecho, admitido ya desde hacía tiempo, sino también todos los términos del Memorial:


Sí, Dulcísimo amigo,
La amistad es la joya más subida;
Yo la gozo contigo,
Mi alma a la tuya unida
[...]
Por ti yo gozo el lado
De aquel varón en que el hispano suelo
Tiene su bien cifrado
[...]
Tú el lado venturoso
Me das de tus amigos; tú fomentas
Su afecto generoso;
Y mi cantar alientas
Y de mi humilde musa a todos cuentas107.



Y le da una prueba de su afecto y amistad en la oda XI; esta oda, dedicada a Tavira «en la muerte de una hermana», recuerda en más de un detalle el consuelo de Malherbe a Du Perrier: ¿Es aventurado ver en estos versos:


El día en que florece108 ,
Cual delicada rosa,
Que se agosta y fenece



una trasposición de la admirable estrofa IV, que llora en todos los recuerdos:


Et, rose, elle a vécu ce que vivent les roses,
L'espace d'un matin?



Menos importantes que el futuro obispo de Salamanca -no eran, al menos todavía, académicos-, otros hombres de letras merecen una mención en este capítulo sobre las amistades de Meléndez, ya que constituían la compañía habitual del poeta durante sus años de estudiante.

No parece que Liseno, (fray Juan Fernández de Rojas), émulo de Batilo en la época de la Epístola didáctica de Jovellanos (1776), haya ejercido una influencia más sensible y duradera sobre el joven poeta que la que ejerció Mireo (el padre Miras de Sevilla), con el cual debió de cesar toda correspondencia cuando Jovellanos fue llamado a Madrid.

Cosa muy distinta ocurre con fray Diego González, Delio, quien en ciertos aspectos merecería un puesto de primer rango, al lado de Dalmiro y de Jovino109. Este religioso agustino también animó al joven estudiante; a él debe en parte Meléndez el gusto, que nunca dejó de manifestar, por Horacio y por fray Luis de León; sabemos que Delio conocía de memoria la obra lírica de estos dos poetas, que se complacía en recitar.

En todo caso, fue considerable la influencia humana, si no la literaria, de fray Diego. Durante estos años, el estudiante de Derecho frecuenta cotidianamente su celda; y hay que ver con qué afecto, con qué solicitud fray Diego vigila la salud de su protegido cuando en 1776 da lugar a inquietudes: «Batilo está muy amonestado por mí para que no piense en otra cosa que en su perfecto restablecimiento. Actualmente está tomando leche de burras y, así en su juicio como en el mío, se halla notablemente mejorado. Con toda frecuencia, voy a sacarle de su posada y llevármelo a gozar del campo. Había comenzado a contestar a la epístola didáctica y yo le he mandado con todo imperio que no prosiga por ahora, so pena de incurrir en el desagrado de V. S., a quien doy nuevas gracias por la singular fineza con que desea y solicita la salud de este amable joven. Yo, en calidad de apoderado de V. S. para este efecto, no dejaré de maniobrar hasta conseguir su restauración. Quisiera estar... de noche a su lado» (para impedir que lea, porque «Batilo es muy incontinente en punto a libros»)110.

Meléndez se sintió profundamente conmovido por este cariño paternal, por esta amistad, a veces un poco autoritaria y regañona. Su mayor alegría para él, la suprema felicidad sería vivir «entre Delio y Jovino»111. Para testimoniar su agradecimiento a este abnegado mentor le consagra tres odas, titulada una «A Delio, por su excelente y devotísimo sermón del Sacramento» (pronunciado el 19 de junio de 1778)112; la segunda, «Al maestro fray Diego González, que se muestre igual en la desgracia»113, y finalmente, la oda filosófica VII, «De la verdadera paz»114.

Si añadimos a los precedentes el nombre de Arcadio (Iglesias), que frecuentaba, las clases de Humanidades y de Teología en la Universidad, y a quien Batilo encontraba en casa de Cadalso, o en el estudio de fray Diego González, habremos pasado revista a los principales amigos salmantinos que la tradición asigna generalmente a Meléndez durante sus estudios.

Sin embargo, hubo otros.

Delio recibía a veces tal o cual escrito de un antiguo estudiante de la Universidad, don Juan Pablo Forner, que leía a sus «contertulios». Forner, cuya presencia en Salamanca sólo está atestiguada desde enero de 1771 a fines de 1772 y cuyas huellas se pierden seguidamente durante dos años, quizá conociera personalmente a Meléndez115. Según los extractos de las cartas citadas por L. de Cueto, podríamos pensar que existía poca simpatía entre Batilo y Amintas: «A Batilo no le congenian las producciones de Amintas; parécenle duras y desabridas»116; o también: «Me congenia el juicio que V. S. ha formado de las composiciones de Forner, notándolas de nimiamente confusas, en medio de las muchas bellezas que uno y otro advertimos en ellas. Batilo es más severo con ellas; pero lo atribuyo a la genial oposición que tiene por el autor»117.

Pese a esta doble afirmación de antipatía, pese a la indiscutible diferencia de carácter entre los jóvenes, hay que hacer constar que Forner, que sabía atraerse tantas enemistades tanto en el plano humano como en el literario, se comportó en dos ocasiones como verdadero amigo de Meléndez: le dedica su quinto discurso filosófico sobre las «Perversas inclinaciones de la razón»118, cuya fecha ignoramos. Pero este poema, en su aspecto afirmativo:


Vive el mortal de la apariencia vana,
Batilo, y con la insana
Locura que le incita
Por hacerse mayor su ser limita...



arece ser la respuesta al segundo discurso de Meléndez, en el cual éste plantea la cuestión:


¿Nació, Amintas, el hombre
Para correr tras la apariencia vana,
Cual bestia, del placer...?119



Más clara aún que este intercambio de corteses dedicatorias literarias es la intervención pública de Forner en favor de la égloga Batilo, premiada por la Academia en 1780. Sabemos que Iriarte, molesto por haber sido vencido en este concurso, vertió su bilis en sus largas Reflexiones. Forner, como siempre sin concesiones, redacta un largo Cotejo de las dos églogas que ha premiado la Academia de la Lengua, donde toma resueltamente la defensa de la obra de Meléndez, mientras ataca irónicamente la composición de Iriarte120. Las relaciones entre el autor de las Exequias de la Lengua Castellana y el poeta afrancesado han sido, pues, mejores de lo que nos hizo suponer la antipatía inicial de Batilo, que compartiría tres lustros más tarde Jovellanos.



*  *  *

Antes de cerrar este capítulo de las amistades salmantinas quisiéramos evocar a otros tres personajes que no dejaron su nombre en la literatura, pero que ocuparon un lugar escogido en el corazón del poeta.

El primero es un sacerdote, don Gaspar González de Candamo, profesor de hebreo en la Universidad desde 1778 a 1786121. A este título formó parte de los tribunales ante los cuales Meléndez sufrió algunos exámenes. Seguramente fue un juez bondadoso, pues cuando se efectuó la encuesta que precedió a la boda del poeta (1782), Candamo declaró ser originario del mismo pueblo que el padre del licenciado, razón por la cual «conoce muy bien al declarante, desde hace más de ocho años, y especialmente desde que empezó a cursar sus estudios literarios en esta Universidad»122. Ya había dado Meléndez a su futuro testigo una prueba de su confianza encargándole junto con otros dos amigos -Francisco Ibáñez y Salvador de Mena123- de tomar posesión de la cátedra que había obtenido por oposición en 1781124.

En la epístola V, que dedica al «dulce Candamo, su tierno amigo», el poeta nos describe a éste como al compañero de sus mejores años, refugio y consolador de sus penas, confidente de sus tristezas, cuyo corazón es un tesoro de bondad y de virtud125. Alaba su curiosidad de espíritu, su gusto de la observación, su sed de conocer. Pero, sobre todo, evoca los recuerdos de su amistad: las tranquilas conversaciones, las charlas con el corazón en la mano en medio de la ondulada campiña o en las risueñas márgenes de algún riachuelo; ninguno de ellos buscaba, más que un solo ornamento para su espíritu: la verdad; su corazón ardía con generoso entusiasmo por la virtud. Discutían del hombre, de la dignidad de su esencia del oscuro laberinto de su corazón y de sus pasiones. Candamo defendía con tanto fuego la causa de los pobres, víctimas de la adversidad, que las mejillas del poeta se bañaban de lágrimas. En su íntima conversación se esforzaban en extraer de las escorias del error y del interés la verdad que habían tomado la heroica resolución de amar por encima de todo; alternaban las lecturas provechosas con las bromas agradables.

Pero estas horas exquisitas, evocadas con complacencia, no bastan a Candamo:


«...Tantas, tantas
Celestiales delicias en mis brazos
Detenerte no pueden...»,



exclama tristemente Batilo. En efecto, don Gaspar nos aparece como un perpetuo insatisfecho: le vemos solicitar diversas canonjías. En noviembre de 1782 es candidato a una «prebenda magistral» de la catedral de Oviedo, para la que pide una recomendación al Claustro126. Tres años después es efectivamente magistral, pero en San Isidoro de León, función que no se compagina fácilmente con su profesorado; obligado a ir a Madrid para activar algunos asuntos de su iglesia, estancada en los Consejos, ha de confiar sus clases a un sustituto (1785)127.

En 1786 el canónico se ausenta de nuevo: leemos en el Registro de Asistencia -Libro de Multas-, en la hoja correspondiente a la Cátedra de Lenguas Santas del mes de octubre de 1786: «Gozava esta Cátedra el Sr. dn. Gaspar Candamo, Colegial en el de Nuestra Señora de la Vega; leió hasta 29 octubre, en que hizo ausencia voluntaria»128.

Una carta de Meléndez a Llaguno y Amírola nos informa de las circunstancias que rodean esta ausencia y nos proporciona de paso algunos detalles que completan el retrato moral del hebraísta salmantino.

De entrada, el profesor de Humanidades presenta a Candamo como un verdadero amigo «en toda la extensión de la voz»; ha solicitado una cátedra de Teología, y Meléndez se permite recomendarlo fiado en el ardiente amor (de Llaguno) a las letras y el mérito. Candamo es «...el más distinguido entre todos los teólogos de esta Universidad, bien a pesar de la envidia, que no perdona medio de denigrarle. Su talento, su gusto, su aversión a los malos estudios y sus declaraciones contra ellos le han adquirido aquí mil enemigos y hacen que vaya en las censuras y consulta pospuesto a malos teologones, que se hace indispensable extirpar, y no promover y adelantar si se quieren de veras restablecer las letras, como tanto se pregona». He aquí la ocasión para Llaguno de proporcionar a la Universidad un maestro excelente, de defender a las letras contra los prejuicios y la ignorancia, de dar a Batilo «un placer indecible»; que Llaguno diga una palabra, una sola, en favor de este amigo, y su elección es segura: «Si mis ardientes súplicas, si los intereses de este estudio, si las buenas letras, si el mérito denigrado pueden con Vm. alguna cosa, diga esta palabra, informe a S. Exc.ª, abogue por la justicia, y yo le seré eternamente agradecido a ello», concluye Meléndez con este ardor que es habitual en él cuando tiene conciencia de defender una causa verdaderamente justa (Salamanca, 7 de octubre de 1786)129.

Pero esta petición, bastante audaz, no fue, sin duda, tomada en consideración, pues no se encuentra rasgo alguno del canónigo en los archivos universitarios salmantinos después del 18 de noviembre de 1786, día en que pidió al Consejo la autorización para trasladarse a la capital para arreglar «ciertos asuntos importantes». Fue a continuación de estas gestiones cuando el teólogo partió para Méjico con el título de canónigo de la catedral de Guadalajara, según nos informa la epístola V de Meléndez130. Nuestro autor invoca dos clases de móviles contradictorios para explicar esta partida: unos desinteresados e incluso altruistas: el deseo de conocer al hombre bajo los diferentes climas en que lo ha colocado el Creador, la bondad, la caridad, que incitan a Candamo a llevar las luces de la civilización a los buenos salvajes mejicanos. Los otros, que concuerdan mejor con la carta a Llaguno, son, indudablemente, menos nobles: herido en su amor propio, lastimado en su susceptibilidad, Candamo, cediendo a imperativos de «pundonor vidrioso», decidió abandonar aquel país que no reconocía sus méritos. Esta última explicación, aunque menos ideal, está, sin duda, más cerca de la verdad.

Meléndez se encargó de arreglar diversos asuntos, de su amigo ausente, al cual había comprado algunos libros de su biblioteca. Una hoja titulada «Cuentas de don Gaspar de Candamo», conservada en la Biblioteca Nacional de Madrid, menciona, entre otros gastos repartidos entre noviembre de 1786 y agosto de 1789, una suma de 100 reales, entregada puntualmente cada mes por el poeta «a las monjas de San Pedro», que son probablemente las hermanas del canónigo131.



*  *  *

El segundo amigo de Batilo es Menalio, dicho de otro modo, don Salvador de Mena, sobre el cual sólo hemos obtenido información de orden universitario.

Su expediente personal132 nos indica que don Salvador de Mena y Perea, originario de la villa de Belmonte, obispado de Cuenca, entró «con veca de porción en el Seminario Consiliar del S.or San Fulgencio de Murcia», el 26 de octubre de 1763, para estudiar filosofía; pasó todos los exámenes y mereció siempre la mención de «sobresaliente». Sostuvo ejercicios públicos al final del tercer año de filosofía y tercero de teología en la Universidad de Gandía, que le otorgó el título de doctor. De 1771 a 1773 siguió dos cursos de Instituciones civiles en Alcalá de Henares. El 9 de noviembre de 1773 fue autorizado a inscribirse en la Facultad de Derecho Canónico de Salamanca. Fue entonces cuando trabó amistad con Meléndez, quien quizás lo presentara a Cadalso. ¿Se trata del «teólogo» varias veces mencionado en la correspondencia del militar? Lo seguro es que la vida universitaria mantuvo en contacto a los dos estudiantes: el 11 de mayo de 1775, don Salvador sostuvo públicamente un acto «pro Universitate» sobre una cuestión de Derecho. Tras algunas dificultades de procedimiento, resueltas finalmente en su favor, se le permitió pasar, el 4 de diciembre de 1775, el examen para el grado de bachiller en Derecho, que obtuvo «nemine discrepante». El 12 de diciembre de 1776, Mena intervino como «medio» en una defensa de tesis pública, en la que Meléndez disertaba De Jure tutelarum apud Romanos133. Dos años más tarde, se invierten los papeles: Salvador de Mena defiende el tratado De Usuris en una controversia pública, y Meléndez se encuentra entre los legistas que le dan la réplica134. ¿Es necesario recordar que en 1781 Salvador de Mena fue uno de los tres amigos de Batilo encargados por éste, en su ausencia, de tomar posesión de su cátedra de Humanidades? En el poder que el interesado envía a sus representantes se precisa que don Salvador era «licenciado»135. A este título le vemos solicitar en 1782 la cátedra de Instituciones Civiles de Salamanca. Tampoco esta vez tuvo suerte; faltó poco para que su candidatura fuese rechazada, porque «el oficial de secretaría que havía firmado por él no havía tenido poder especial para ello». Algunos profesores -los doctores Oviedo y Reiruard- pusieron objeciones a su candidatura; Mena se explicó en una memoria, y al fin se decidió «que al licenciado Salvador de Mena se le tenga por lexítimo opositor»136.

Nada más sabemos sobre este personaje, si no es que debió de recibir las órdenes, pues Cueto le llama Padre Mena, y que para merecer la amistad de Batilo debía de estar abierto a las nuevas ideas. Este le consagra dos composiciones, que seguramente pertenecen al «período salmantino»: la oda «A don Salvador de Mena, en un infortunio»137, y la epístola a Menalio «Sobre la ambición»138, desarrollando una y otra temas generales; y es también a Mena a quien expone, en la emocionante carta que hemos citado, todo lo que debe a Cadalso (16 de marzo de 1782)139. En esta época, Menalio ya no debía de residir en Salamanca.



*  *  *

El tercero de estos amigos, don Ramón Cáseda y Esparza140, fue también compañero de estudios de Forner, Iglesias y Meléndez, y amigo de Cadalso. El Marqués de Valmar escribe que era aragonés.

En realidad, era navarro: «D. Ramón Cáseda, natural de Pamplona», especifican los libros de matrícula salmantinos. Hubo de nacer en 1753, tal vez en la Parroquia de San Nicolás -en 1772 dice que tiene diecinueve años-. Sus padres, Francisco Ramón de Cáseda y Teresa Esparza, natural de Pamplona y de Miranda de Arga, respectivamente, eran cristianos viejos «sin mezcla ni nombre de moros, judíos, agotes ni penitenciados por el Santo Oficio». El abuelo y el padre de Cáseda eran escribanos reales. Pertenecía, pues, el estudiante a una familia de ministros subalternos de la ley y de la justicia.

Empieza sus estudios en el Convento de Santiago, Orden de Predicadores, de Pamplona, pasando luego a la Universidad de esa ciudad, donde aprueba los tres cursos de Artes en 1770-1772. En noviembre de 1772 es reconocido hábil a oír ciencia en la Universidad de Salamanca, y se matricula en la Facultad de Leyes. Prosigue normalmente sus estudios, sustentando en agosto de 1777 un acto mayor en Leyes. El 30 de aquel mes sufre el examen para el grado de bachiller (en el cual no se luce mucho, pues tiene dos aprobados y un suspenso, o sea, una R. de reprobación). A partir de esas fechas no se halla rastro de Cáseda en la Universidad de Salamanca. El «bachiller Cáseda» asiste en calidad de pasante al estudio de don Ramón de Ibarra, en Pamplona, hasta que el 10 de julio de 1781 solicita ser recibido como abogado de los tribunales del Reino.

Don Ramón siguió, pues, buenamente la carrera de su abuelo y de su padre.

«De pelo castaño y ojos castaños claros, encendido el rostro, la cara algo picada de viruelas», este joven era de carácter algo difícil. El Marqués de Valmar, que tuvo la suerte de manejar una copiosa documentación, cuyo paradero actual se ignora, describe a Cáseda como un muchacho altivo que hacía del desdén y desprecio de los demás un medio seguro de medrar. Tenía un carácter apasionado, violento, al par que rígido e inflexible, y no demasiado escrupuloso (gran admirador de Cadalso, Cáseda coleccionaba las cartas y autógrafos de éste y, en su afán, no vacilaba en apoderarse de los que llegaban para sus compañeros ausentes...). No se llevaba muy bien, por cierto, con Iglesias y Meléndez, cuyo genio, según él, «humilde y blando», no se emparentaba con el suyo. Pero al mismo tiempo que despreciaba a sus dos condiscípulos, inconscientemente les tenía envidia por la simpatía que les mostraba Cadalso y por las dotes poéticas, de que daban abundantes pruebas, mientras que él era «poeta harto escaso de imaginación» (Valmar), «pésimo poeta» (Ximénez de Sandoval).

A pesar de estos defectos y de esas prontitudes, hubo una época en que Meléndez consideraba a Cáseda como un verdadero amigo. Varias cartas, escritas entre 1777 y 1786, demuestran que los dos profesores de Leyes mantuvieron una activa correspondencia, en la cual criticaban obras literarias o jurídicas contemporáneas, se aconsejaban lecturas, se regalaban grabados o libros y, en fin, se portaban como auténticos amigos. Si bien Meléndez no dedicó a su compañero navarro ninguna epístola u oda, en cambio, las cartas que le dirigió echan, indudablemente, alguna luz sobre la vida material y afectiva, la psicología y las preocupaciones intelectuales de Batilo estudiante en Salamanca.

Iniciado en las Humanidades y en los estudios jurídicos por las clases de la Universidad, en la reflexión personal y en la literatura por los consejos de sus amigos, Meléndez sufrió, además, otra influencia, cuya importancia exacta es difícil de precisar: la de las lecturas que le acercaron a un pequeño grupo de espíritus bastante poco conformistas, al que parecen haber pertenecido Candamo y Mena, y más tarde Cienfuegos y Marchena. Quintana habla de un renacimiento que se manifestaba en Salamanca en todas las ramas del saber en la época en que allí estudiaba Meléndez141. Esta afirmación, en absoluta contradicción con los textos que hemos citado de Cadalso o del propio Batilo, se refiere, sin duda, a un período un poco posterior a aquel en que Meléndez seguía los cursos del Alma Mater Salmanticense. Pero lo que no parece dudoso es que existiera en la ciudad, alrededor de los años 1780, una gran corriente, una auténtica marea ascendente de nuevas ideas, cuya resaca batía los muros del viejo bastión escolástico. Al hablar- de Marchena, que también fue durante un tiempo estudiante salmantino, Emilio Alarcos afirma: «Si, en 1791, Marchena escribía: «He leído todos los argumentos de los irreligiosos, he meditado, y creo que me ha tocado en suerte una razonable dosis de espíritu filosófico», parece natural que... leyera buena parte de esas obras «irreligiosas» durante los años que pasó en Salamanca. El ambiente cultural de la vieja Universidad era entonces muy favorable para la circulación de aquellas especies». Jovellanos nos proporciona la prueba consignando en su Diario algunos años más tarde: «Toda la juventud salmantina es port-royalista, de la secta pistoyense. Obstraect, Zuola y, sobre todo, Tamburini andan en manos de todos; más de tres mil ejemplares había ya cuando vino su prohibición; uno sólo se entregó. Esto da esperanza de que se mejoren los estudios cuando las cátedras y gobierno de la Universidad estén en la nueva generación. Cuando manden los que obedecen. Cualquiera otra reforma sería vana»142.

Le interesa el asunto, ya que vuelve a él algunas semanas más tarde: «...presto se reformará este método: hay ya muchos partidarios del Lugdunense y del Gazaniga, muchos port-royalistas y tamburinistas. La mudanza está hecha, porque las nuevas y buenas ideas cundieron por los jóvenes; serán viejos y ellas con ellos»143.

Evidentemente, estas ideas se extendían mediante las obras impresas; así lo afirma Menéndez y Pelayo, citando como libros cuya lectura se practicaba corrientemente en Salamanca: La Loi naturelle de Voltaire (después del Essai sur l'homme de Pope y de las Nuits de Young) y, más aún, el Emile, la Nouvelle Heloïse y el Contrat Social, de Jean-Jacques Rousseau144.

Alarcos le hace eco en estos términos: «Por otra parte, los libros franceses se vendían abundantemente en Salamanca. Cuantos intelectuales bullían por entonces en esta ciudad leían con avidez aquellos libros que venían a infiltrar en la mente de los mejores españoles una nueva ideología. Unos, como Marchena, Picornell y algún otro, se identificaron con aquellas doctrinas y las llevaron hasta sus últimos límites; otros, como el propio Meléndez, como Cienfuegos y como Quintana, aunque las acogieron en su espíritu y las expusieron más o menos veladamente en sus escritos, fueron más prudentes y supieron mantenerse en el justo medio145.

La penetración de las ideas subversivas, en los años que precedieron inmediatamente a la Revolución francesa, fue tan activa que preocupó al Gobierno, lo mismo que al Santo Oficio. La lucha contra dicha penetración reviste tal carácter de urgencia que la Inquisición abandona la refundición del Indice de 1747, empezada en 1783, para consagrarse a persecuciones individuales e inmediatas. «En los últimos tiempos se han introducido en el reino muchas obras prohibidas, que se leen y conservan como si se hubiesen declarado corrientes... Dan por disculpa que el escaso número de índices y de edictos condenatorios es causa de que se ignore su prohibición»146.

Conocemos al menos los nombres de los libreros por intermedio de los cuales se alimentaban estos lectores heterodoxos. Las actas de las sesiones de la comisión de la Biblioteca universitaria -que manifiesta un resurgir en su actividad entre 1787 y 1789- contienen numerosas facturas o recibos firmados por varios libreros locales: Luis Roca, Joseph Rico y Juan Barco. Los anuncios publicados algo más tarde en el Semanario erudito y curioso de Salamanca nos permiten localizar a estos comerciantes: en 1797, Luis García Rico «poseía una tienda en la plaza Mayor, junto al estanco en la casa de la Universidad» (en la esquina de la actual calle del Prior). En la misma plaza, la librería de don Juan Barco le hacía directamente la competencia: en 1793 es él quien se ocupa de la venta del Semanario Erudito. Mas cuando andaban a la busca de obras modernas, filosóficas o extranjeras, no era en estas casas donde se detenían los eventuales lectores de la última década de siglo; estudiantes y profesores empujaban la puerta de don José Alegría, calle de la Rúa. En su tienda se encontraba, al lado de las obras clásicas en latín o en español, un surtido asombroso de títulos extranjeros, franceses sobre todo, en cuya venta parecía haberse especializado147. A él recurrían los bibliófilos. Jovellanos iba a revolver en sus estanterías. El 13 de octubre de 1791 compró el Tamburini; el 24 le pone de excelente humor un buen negocio: «Hoy compré un Catuto, Tibulo y Propercio de Baskerville, en casa de Alegría, como el Horacio que compré el sábado, ambos por treinta y dos reales; valdrían sesenta nuevos, y están bien conservados»148.

Poco más tarde, en Gijón, se mostrará menos satisfecho: «Llegó una remesa de libros de Salamanca, carísimos sobremanera; no se encargará otra a Alegría» (6 de octubre de 1794).

También Meléndez era un buen cliente de esta librería ilustrada; más adelante encontraremos el testimonio irrefutable149. Sería del más alto interés encontrar los libros de cuentas y los catálogos (manuscritos o impresos) de la casa Alegría; seguramente arrojarían nueva luz sobre el problema de la circulación de las ideas europeas y francesas en la península Ibérica. En vano hemos buscado estos documentos, tanto en Madrid como en la ciudad en que Alegría tenía su comercio; la lista de las adquisiciones de la Biblioteca universitaria -entre las cuales se encuentran Helvetius y Condillac (suministrados por Rico)- sólo los sustituye en pequeña medida150.

Lo seguro es que Meléndez, desde su regreso de Zaragoza -en efecto, no parece que Alegría abriera su comercio antes de 1790-, se puso en contacto con este proveedor muy al corriente de las novedades europeas, y que desde entonces, y sobre todo entre 1798 y 1808, le compró por carta o directamente numerosas obras.

*  *  *

Clases oficiales de la Universidad, contactos personales con algunos hombres de talento adictos a las nuevas ideas, en fin, lecturas abundantes y diversas, tales nos parecen haber sido los tres factores que han contribuido de manera más clara a la formación intelectual de Meléndez. Hay que precisar que si la primera de estas influencias cesó de ejercerse casi por completo hacia 1780; si la segunda disminuyó constantemente de importancia a medida que se iba afirmando la personalidad del poeta y la vida le iba separando de sus amigos, la tercera, por el contrario, fue constante e ininterrumpida: incluso, y sobre todo después de 1798, durante los períodos de exilio y soledad, influyó en el ánimo de Batilo, que a lo largo de toda su vida continuó siendo un «lector» apasionado.





IndiceSiguiente