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ArribaAbajoTercera parte

El sueño de eficacia al servicio del rey José (1808-1815)



ArribaAbajoXI.- El fin del destierro. De Salamanca a Madrid (marzo-mayo de 1808)

El fin del destierro.- La primera «Alarma Española».- Meléndez y los ocupantes franceses


Casi habían pasado diez años desde que Meléndez se había visto obligado a abandonar la capital de España, cuando se produjeron, el 17 y 18 de marzo, los acontecimientos de Aranjuez que provocaron la abdicación de Carlos IV y la ascensión al trono de Fernando VII. Una de las primeras medidas del nuevo soberano, deseoso de consolidar su popularidad atrayéndose a las personas importantes perseguidas por el antiguo gobierno o por Godoy, fue revocar las medidas concernientes a algunos desterrados célebres, como Jovellanos y Meléndez701. Apenas diez días después de la abdicación de su padre, el rey firmaba la orden que permitía al poeta volver a Madrid.

Meléndez, por medio del ministro, expresó al monarca su agradecimiento, su fidelidad y su «ardiente amor»:

Excmo. Señor,

Agradeciendo con la más reverente gratitud la Real Orden de S. M. (Dios la Gue.), para que pueda ir a la Corte, que V. E. se sirve comunicarme con fecha de 29 de Marzo, pasaré a ella con la posible brevedad a tener el honor de besar su real mano y ofrecer a sus pies el tributo de mi fidelidad y ardiente amor, no cesando en tanto de pedir a Dios que prospere su augusta persona y gue. la vida de V. E. ms. as.

Salamanca, a 2 de abril de 1808.

Excmo. Señor: J. M. V.702



Hemos intentado esclarecer en qué momento el firmante de estas líneas hizo uso de esta autorización y si, como era natural, reanudó su trabajo en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte a partir de la fecha de su indulto.

De hecho, el nombre del ex-fiscal no aparece en absoluto, en 1808, en el Libro de Acuerdos del tribunal madrileño703, y si en octubre del mismo año participó oficialmente en una actuación de la Sala, fue a título de magistrado honorario: su nombre, repetido varias veces, va siempre acompañado de la mención: Fiscal jubilado704.

A esta certeza negativa, otra fuente, sin explotar hasta ahora, nos permite felizmente añadir algunas precisiones concretas. Se trata del interrogatorio que sufrió Meléndez durante el proceso que se le hizo en Oviedo en junio-julio de 1808705.

Gracias a sus respuestas podemos seguir la huella del poeta durante el efímero primer reinado de Fernando VII:

Contestó Don Juan Meléndez Valdés a las preguntas ordinarias y más que se le hicieron (nacimiento, edad, etc. Después de recordar su desgracia ocasionada por su amistad con Jovellanos, su exilio en Medina del Campo y Zamora, su jubilación, declara que:) se le volvió su sueldo y permitió establecerse en Salamanca como doctor y catedrático que había sido de su Universidad y patria de su mujer: que, en este pueblo se hallaba, cuando de resultas de la subida del Sr. Don Fernando VII al trono706: se le llamó por S. M. a Madrid a ocupar una de las Fiscalías del Consejo, tratándose de jubilar en ella al ministro que la servía y hubiera sido el acusador de los personajes de la causa del Escorial707: que, resuelto como estaba a no salir de su quietud y vida privada, lo expuso así, y fue preciso que, segunda vez, se le instase por sus amigos y de orden del Excmo. Sr. Duque del Infantado para que obedeciese al llamamiento: que con esta detención, cuando llegó a Madrid, fue precisamente la víspera de la salida del Señor Don Fernando VII708 por cuya causa se hizo esperar su vuelta709, y así se le aconsejó por sus amigos, con cuyo justo motivo y el del peligroso tabardillo que asaltó entonces al criado que le acompañaba, permaneció en la Corte sin saber absolutamente nada del contenido de la pregunta, hasta que, en el día 17 del mes próximo pasado, se halló con un oficio del Sr. Secretario de Gracia y Justicia.



En resumen, el exiliado recibe la autorización para volver a Madrid; acusa recibo el 2 de abril; se le ofrece un puesto de fiscal de los Consejos; pero, prefiriendo la tranquilidad, Meléndez permanece en Salamanca hasta que una nueva orden apremiante le lleva a Madrid el 9 de abril, casi decidido a aceptar la sucesión de don Simón de Viegas. La marcha de Fernando y la enfermedad de uno de sus criados le obligan a permanecer en la oscuridad desde el 10 de abril al 17 de mayo, día en que recibe la convocatoria que, tras diversos episodios, le conduciría a Oviedo. Se advierte que el poeta, escarmentado por un primer ensayo desgraciado de participación en la vida pública, no pensaba en absoluto comenzar de nuevo semejante experiencia y deseaba no salir de este retiro, al cual había tomado gusto. Según Quintana, debió de intentar incluso volver a Salamanca710.

Durante este período de espera en Madrid se sitúa la composición de la primera Alarma Española711. Colford dice, muy acertadamente, que el romance fue escrito «en abril»712. Pero no se detiene en un punto que merece nuestra atención: Leopoldo de Cueto, en la BAE, da a esta obra un título vago: «Romance que el Doctor Don Juan Meléndez Valdés dirige a un amigo suyo», mientras que Colford, en su bibliografía, generalmente digna de crédito, la cita bajo dos formas:

  1. Alarma Española, Romance al excelentísimo señor Conde del Montijo, no place, 1808 (Hispanic Society of America, n.º 2083-1790).
  2. Alarma Española, romance compuesto antes del desastrado 2 de mayo a la detención del Rey Fernando VII en Bayona, Madrid, Gómez, 1808713.

Se trata, efectivamente, salvo algunas variantes, de la misma obra; pero la primera versión, citada por Colford, está precedida por una breve introducción reveladora de los sentimientos de Meléndez, en lo que se refiere a los franceses:

Alarma Española / Romance / Al Excelentísimo Señor Conde del Montijo / Meléndez Valdés.

«Mi querido amigo, puesto que desea Vm. algunas copias de mi Alarma Española para repartirlas entre sus valientes soldados y hacérselas cantar; ahí la tiene ya impresa714, y tal qual me la oyó y oyeron otros en los últimos días del mes de abril. Mi ausencia y las tristes circunstancias en que me he visto, me han impedido publicarla; pero ni la sustancia de las cosas ha variado; y el interés de clamar y obrar contra el enemigo más pérfido y cruel, los mismos son. Así, pues, repitamos los dos y repitan triunfantes sus soldados llenos de entusiasmo y amor patrio:


Al arma, al arma, españoles,
Que nuestro buen rey Fernando,
Víctima de una perfidia,
En Francia suspira, esclavo715...



Las variantes son poco numerosas:

V. 37.
Al conde de Montijo.BAE
¿Dónde están los nobles¿Dónde están los nobles
hijoshijos
De Ramiro y de Pelayo?Que a Valencia han libertado?
Buen Cid, ¿son éstos tus nietos?Estos, Jaime, ¿son tus nietos?
¿Son éstos tus Castellanos?¿Son éstos tus Valencianos?
V. 120.
El Ebro, el Betis, el Tajo. El Ebro, el Turia y el Tajo.
V. 125.
De Madrid así en la plazaDe Madrid así en la plaza
Cantaba un fiel CastellanoCantaba un fiel Valenciano.

Según nuestra opinión, el folleto de Cambridge reproduce la versión primitiva, como lo afirma Meléndez, «tal qual me la oyó y oyeron...», mientras que la lección de la BAE -cuyas variantes son lisonjeras para Valencia- debe de ser inmediatamente posterior a la vuelta de Oviedo (después del 15 de agosto de 1808), época en la cual eran numerosas las tropas valencianas en Madrid. Sea lo que sea, bajo una u otra forma, el romance patriótico fue objeto de múltiples ediciones populares (pliegos sueltos o folletos), pruebas de su gran fama y amplia difusión.

Por cierto, nos parece que Quintana es muy mesurado en sus palabras cuando dice que el poeta fue únicamente un «testigo» del Dos de Mayo:

«Meléndez no vino a la Corte sino para ser testigo de la ansiedad y afanes que precedieron al dos de mayo...»716. Meléndez fue mucho más que un simple espectador. Por su poema fue, como el mismo Quintana717, uno de los iniciadores del levantamiento, puesto que, algunos días antes de la fecha memorable -«en los últimos días del mes de abril»- incitaba a sus compatriotas a tomar las armas. Y este papel de iniciador no parece ser únicamente político, sino también literario. Meléndez, desde la primera estrofa, expone el motivo de su indignación: la perfidia francesa:


Víctima de una perfidia,
En Francia suspira, esclavo...



En efecto, se trata precisamente de la misma duplicidad que denuncian, bajo diversas formas, los otros cantores del Dos de Mayo: «la tresdoblada máscara (Hidalgo), la alevosía... que hollando de amistad los santos fueros (Gallego), la perfidia armada (Arriaza)»718.

Hemos de ver en esta acusación de perfidia la expresión de una profunda y generalizada indignación nacional719. El tema lanzado por Meléndez con esta primera Alarma se volverá a tratar una y otra vez en toda la poesía patriótica, muy abundante, corno se sabe, que florecerá a partir del Dos de Mayo. No es de nuestra incumbencia llevar este estudio hasta el detalle: señalemos simplemente que Al Armamento de las Provincias españolas de Quintana es de julio de 1808. El Dos de Mayo de Gallego, así como la oda de Hidalgo La España restaurada por la victoria de Bailén, son de 1808, mas, como indican sus títulos, claramente posteriores al mes de abril; finalmente, la obra de Arriaza es mucho más tardía. Menéndez pudo estar influenciado por la oda Al combate de Trafalgar de Quintana, que es de 1805, donde se encuentra incidentalmente el mismo tema aplicado a la «pérfida Albión»:


¡Ira justa, ardor santo!, esos crueles,
Bajo las alas de la paz seguros,
Son los que nuestra sangre derramaron
Por vil codicia, a la amistad perjuros720...



Pero el combate de Trafalgar no inspiró sólo a Quintana; suscitó una multitud de composiciones que constituyeron una verdadera «plaga poética» en 1805-1806721. ¿Debe algo Meléndez a esta multiplicidad de producciones patrióticas? No hemos creído necesario investigar esto, como tampoco la eventual influencia de los cantos patrióticos o militares franceses sobre esta Alarma. No es imposible que Meléndez conociera algunos cantos revolucionarios (por la Décade philosophique et littéraire principalmente)722.

Cualquiera que sea la contestación que se dé a estas cuestiones de detalle, ¿no es extraño ver a este mismo Meléndez, que a su vuelta de Salamanca parece ser un partidario decidido -y agradecido de Fernando VII, que, uno de los primeros, incita públicamente a sus compatriotas a la sublevación contra el invasor francés y se señala como uno de los autores más destacados de la literatura de la «resistencia», traicionar bruscamente su ideal patriótico aceptando llevar a cabo ante los asturianos una misión que le hubiera confiado Murat». Esto es lo que afirman diversos críticos723, tachando de felonía al magistrado poeta. Pero tal palinodia, desprovista de todo motivo aparente, nos parece a primera vista, psicológicamente, inverosímil.

Debemos, pues, ahora examinar de cerca las condiciones y la significación de la misión a Oviedo, así como la carta que Meléndez, según dice Somoza, hubiera escrito a Jovellanos hacia esta época, como lo hicieron Piñuela, Azanza, Mazarredo y otros, para instarle a que se uniera al grupo de partidarios del Intruso.




ArribaAbajoXII.- La comisión a Oviedo (mayo-agosto 1808)

Crítica de las versiones tradicionales (Apéndice número 10, t. II, pág. 358.- La sublevación de Asturias y la reacción gubernamental.- El viaje de los comisionados y la acogida en Oviedo.- La jornada trágica (19 de junio).- El proceso y la defensa de los inculpados.- Jovellanos y la pacificación de Asturias.- La supuesta carta de Meléndez a Jovellanos para incitarle a la traición.- El sobreseimiento


Este episodio, tratado más o menos ampliamente por los biógrafos del poeta, ha dado lugar a interpretaciones muy diversas: la razón estriba en que el fondo está mal conocido. Quintana, por motivos que ya expusimos anteriormente, no dice todo lo que sabe; y los críticos posteriores son responsables de numerosas inexactitudes, que al acumularse han terminado por deformar sensiblemente la verdad, tal como permiten tratar de reconstituirla las fuentes hasta ahora sin explotar.

Desechando deliberadamente la versión tradicional724, daremos la palabra al propio poeta y al conde del Pinar, pues Meléndez y su compañero fueron, efectivamente juzgados y su interrogatorio ha llegado hasta nosotros. Para criticar y completar esta fuente recurriremos a dos historiadores locales, cuyos trabajos, posteriores a las narraciones utilizadas hasta ahora, están sacados a veces de documentos de primera mano, aun cuando todavía conceden no poca importancia a la tradición oral725.

*  *  *

Después de la entrada de las fuerzas francesas en España, varios incidentes habían revelado que una sorda cólera se extendía por todo el país, y en particular por la región que se vanagloriaba de haber sido once siglos antes la cuna de la Reconquista: el Principado de Asturias. La marcha de Fernando VII a Burgos, y después a Bayona, enciende los ánimos; el 27 de abril, en Gijón, una imprudencia del cónsul francés Lagonier suscita un movimiento popular: la muchedumbre rompe los cristales del consulado a pedradas726. Pero lo que provocará en Oviedo la primera sublevación es el anuncio del levantamiento madrileño del Dos de Mayo y la orden de publicar el decreto dado por Murat al día siguiente. Estas noticias, conocidas en el Principado el día 9, se comentan vivamente; grupos de estudiantes recorren las calles gritando «¡Viva Fernando VII! ¡Muera Murat!», y se dirigen a la sala donde la Junta general del Principado, asamblea local que se reunía cada tres años, celebraba precisamente en ese momento una sesión. Esta asamblea elegida, a la que los fueros sólo concedían prerrogativas económicas sin gran importancia, se convirtió por obra de las circunstancias en la encarnación de las aspiraciones populares: bajo el impulso de algunos dirigentes audaces, decidió desobedecer las órdenes de Murat y tomar la dirección del movimiento que se iniciaba; sin embargo, la Audiencia, con el decano interino a la cabeza, no adoptó la misma actitud. Queriendo acabar con esta primera chispa de rebeldía, el tribunal, imitando al comandante militar de Oviedo, informó de esta agitación al Gobierno de Madrid. Este tomó dos medidas paralelas. Por un lado, Murat, lugarteniente general del emperador en España, mandó sobre Oviedo un escuadrón de carabineros reales y un regimiento, el de Hibernia; para reforzar la autoridad, ordenó al capitán general de la costa cantábrica, don J. Crisóstomo de la Llave, que se dirigiera a la capital de Asturias. Por otra parte, la Junta Suprema del Gobierno, a la cual había confiado temporalmente Fernando VII el poder, cuando se marchó, tomó una decisión que nos interesa directamente: envió de Madrid a dos magistrados conocidos, más o menos ligados ambos por sus orígenes al Principado: el conde del Pinar y don Juan Meléndez Valdés, encargándoles de una misión parcialmente verbal, cuya naturaleza y fines, desde 1808 hasta nuestros días, han sido interpretados de muy distintas maneras.

Mientras que los emisarios del Gobierno central viajaban por pequeñas etapas, sin prisa ni inquietudes, pues creían que las revueltas ya estaban sofocadas, graves acontecimientos se desarrollaban de nuevo en la capital asturiana. Bajo el impulso de hombres influyentes, el pueblo, en calma aparentemente restablecida, se había preparado activamente para una sublevación, que estalló durante la noche del 24 de mayo: a media noche todas las campanas de Oviedo y de los alrededores repicaron para dar la señal del levantamiento, cuyo primer acto fue la toma de un arsenal, donde se encontraban depositados 100000 fusiles. Al hacerse la Junta con el poder, nombró presidente al marqués de Santa Cruz de Marcenado, invistiéndole también del mando militar. Finalmente, en la mañana del 25 de mayo, Asturias declaró solemnemente la guerra a Napoleón727. Esta es la inesperada situación general que encontraron los enviados de Madrid al llegar al término de su viaje, la cual les acarrearía insultos, golpes, un largo encarcelamiento, un proceso, y faltó poco para que no les costase la vida.

*  *  *

Con ocho días de retraso, el 17 de mayo, se entera Murat de los desórdenes de Oviedo. La misma mañana de ese día, con excesivo optimismo, escribía a Napoleón: «Aunque V. M. afirme una vez más que estamos a punto de sufrir una nueva revolución porque os digo que disfrutamos de la más completa tranquilidad, no puedo menos de anunciaros que jamás podíamos esperar tan favorables disposiciones de las mentes en Madrid así como en general en toda España; muy satisfactorias son las noticias que recibimos de todas partes»728 (sic)... La carta que, con la misma fecha, pero unas horas más tarde, dirige al capitán general de Asturias (don Juan Crisóstomo de la Llave) es de tono muy diferente; reproduciremos los pasajes más significativos, ya que se hará alusión a este documento en el transcurso del proceso:

«Señor Capitán General,

El ministro de la Guerra acaba de comunicarme el informe del comandante militar de Oviedo, que contiene detalles sobre los movimientos populares que han estallado en esa ciudad. Veo con pesar la debilidad de las autoridades, que, lejos de sofocar los primeros síntomas de esa insurrección, han acabado, no sólo por darles armas, sino que han autorizado el armamento de las comarcas vecinas... [exige que su orden del día del 2 de mayo sea publicada y pregonada en todo el Principado y que sea ejecutada en todo su contenido, haciendo responsable de la vuelta al orden al Consejo de la provincia729]. Además, el ministro de la Guerra os envía la orden de ir personalmente a Oviedo y haceros cargo de la presidencia de ese Consejo. Finalmente, ordena que se envíe una fuerza armada sobre Oviedo para que se haga cargo de sus habitantes, si el desorden continúa».



Se observará que no se hace ninguna mención en esta carta del envío de dos comisarios a Oviedo. Sin embargo, el mismo día 17 de mayo se informa al conde del Pinar y a Meléndez de su misión. Es cierto que la orden que les concierne no emana de Murat, con el cual no parecen tener los magistrados ningún contacto personal, sino de la Junta Suprema730 y de los ministros de Justicia y de la Guerra. Esto es lo que nos revela el antiguo fiscal en la declaración que hace el 26 de junio, a continuación de sus cuatro compañeros731, en la fortaleza de Oviedo, donde se encuentra detenido.

Después de declarar su nombre, oficio y estado, Meléndez recuerda, no sin habilidad, la íntima amistad que desde su juventud le unió con don Gaspar de Jovellanos, amistad bien conocida, tanto en el Principado como en toda la nación, y que fue causa de su exilio en Medina y después en Zamora, hasta el milagroso descubrimiento de la calumnia y de las intrigas que le acarrearon tal desgracia... Con igual diplomacia evoca las condiciones de su rehabilitación, el ofrecimiento que le hace el rey Fernando VII de uno de los cargos de fiscal de los Consejos y las razones privadas y políticas que le impidieron ocupar este puesto. Así, pues, Meléndez se encontraba en Madrid, esperando que se utilizaran sus servicios, cuando732

«... el día 17 del mes próximo pasado, se halló con un oficio del Sr. Secretario de Gracia y Justicia en el que se le decía estar nombrado para pasar a esta ciudad, previniéndole se viese antes con él y el Sr. Ministro de la Guerra, hallando en el oficio y esquela separada, una nota de que debía acompañarle el conde del Pinar; que en su consecuencia fue a verse con este señor y juntos visitaron primero al Señor Ministro de la Guerra, y en seguida al de Gracia y Justicia, los cuales le dijeron que hubiera un alboroto en esta ciudad, y aunque era de esperar estuviese ya todo tranquilo, habla puesto la Junta los ojos en los dos para que pasasen a la referida ciudad, como personas condecoradas, y que así por su posición y opinión, como por ser originarios del país, deberían ser bien oídos, exhortasen a la paz y unidad de este Principado con las demás provincias: que había pensado la Junta en los Señores Marqueses de Valde Carzana y Santa Cruz, pero que los muchos años del primero y el no hallarse ya en Madrid el segundo, había determinado la Junta a nombrar a los dos con preferencia a otros, que también tuviera presentes: que oída esta exposición y llevando corno más antiguo la voz el Sr. Conde del Pinar, hicieran ambos por eximirse del encargo con uno y otro Ministro, y singularmente con el de Gracia y Justicia, como jefe, representándoles lo inútil que debía ser, ora estuviese del todo tranquila la ciudad, ora no lo estuviese, haciendo sobre ello cuantas reflexiones ocurrieron; a las que replicó, que, siendo como era nuestro encargo completamente pacífico, de mera exhortación, y como caballeros particulares, sería muy del agrado de la Junta el que lo aceptásemos sin réplicas, ni representaciones, debiendo tomarle como un mero paseo de recreo; añadiendo confidencialmente que él, cuando muchacho, había visto representar una comedia, cuyo título era -«Hacer que hacemos»733, y que sus deseos eran saliesen a desempeñar la comisión: que así lo ejecutaron franca y sencillamente, viendo antes y hablando con varios caballeros asturianos, sin misterio ni disfraz alguno: que además de las razones expuestas tuvo para aceptar el encargo los deseos vivísimos de venir a reconocer la cuna de sus mayores, y tal vez, abrazar en Gijón a su íntimo amigo el Sr. Jovellanos, sobre el afecto que siempre ha debido a Asturias y los asturianos de lo que podrían ser buenos testigos cuantos le han tratado y visto, así en Salamanca como en Valladolid, Madrid, y en cuantas partes ha residido, esmerándose en su obsequio y en amistosos oficios734; que habiendo salido de la Corte con su compañero, llegaron a la ciudad de León y se hospedaron en casa del Sr. Arcediano de Cea, D. Joaquín Queipo de Llano, sin que, ni en el camino, ni en esta ciudad, hubiesen tenido la más leve noticia de los últimos acontecimientos de Oviedo; antes por el contrario les dijo y aseguró el Sr. Arcediano Queipo hallarse todo en la mayor tranquilidad, por lo cual su hermano el Conde de Toreno se había vuelto a su casa de Cangas; que a consecuencia de lo expuesto, habiendo pasado en León la festividad de la Ascensión y deseando venir en una litera de este Sr. Obispo salieron el viernes de mañana de aquella ciudad: que en todo el día tampoco tuvieron noticia alguna de los tales movimientos: que al siguiente, continuando su camino, se hallaron en un lugar que le parece llamarse el puente de los Fierros con una partida de paisanos armados y otro que los mandaba, el cual los detuvo y reconoció los pasaportes que le manifestaron con la mayor franqueza y sencillez, y habiéndolos visto, siguieron su camino y llegaron a hacer noche en otro lugar, que parece llamarse Campomanes, donde ya hallaron gran tropa de paisanos armados: que ni entonces, ni en el primer reconocimiento, le pareció, como tampoco a su señor compañero, que les sería fácil volver atrás, ya por la seguridad que les daba su conciencia y encargo pacífico, y ya porque el hacerlo, sobre ser imposible tomar el camino por la tropa, era sin duda querer que se les tuviese por sospechosos, no siéndolo en modo alguno: que en consecuencia, hecha noche en Campomanes, siguieron su tercera jornada, y en el lugar de Ujo, los tomó una escolta de gente armada que los condujo hasta el de Mieres y casa del Sr. Marqués de Camposagrado, donde se hospedaron; que allí se relevó la escolta por otra que les condujo a esta ciudad en la noche del 29735, habiendo ido a apearse a la Regencia donde se hallaba la Junta formada, todo con grandísimo alboroto y acompañamiento de gentes; que habiendo entrado a la sala de la Junta y llevado la voz como más antiguo el Señor compañero hicieron manifiestos sus pasaportes, sus órdenes o más bien oficios, sin que les quedase ningún papel, documento, ni otra cosa que maliciosamente ni por ningún otro motivo reservasen736, exponiendo franca y sencillamente su misión y pacífico encargo y la rectísima intención en haberlo admitido, sin que ninguno ni el más pequeño de la ciudad, ni del Principado pudiese recelar de ellos con justicia, ni aun por sombras, nada, ni criminal, ni en ofensa suya737; que en seguida de su exposición y satisfecha sin duda la Junta de su inocente y honrado proceder, le acompañaron, como igualmente al Sr. Conde del Pinar, varios señores de ella al convento de San Francisco, donde habían determinado alojarse; que aun hallándose allí estos señores, fueron dos veces asaltados de un tropel de paisanos armados, que sin duda creían no estaban en aquel punto, o más bien temían se hubiesen fugado, según las expresiones que llegó a entender; que para aquietarlos se presentaron uno y otro con la mayor dulzura, exhortándolos a que se retirasen, en lo cual les acompañaron y se esmeraron los Sres. Vocales que allí se hallaban; que no siendo posible sosegarlos, parece se tomó el partido de trasladarle, como también al Señor Conde, a esta Fortaleza donde permanecieron hasta que se les dio permiso para volver a San Francisco, teniendo el honor de que les acompañase el Señor Marqués [Sta. Cruz de Marcenado], Presidente, y otros señores Vocales; que allí se les dejó en entera libertad, como era justo y decente; pero, que a pesar de ello, nunca salió del convento, y su señor compañero sólo una o dos veces por el mediodía a respirar el aire libre del Campo; que en este estado de cosas, hallándose los dos comiendo el martes de Pascua del Espíritu Santo, sintieron grandes golpes a la puerta de la celda, y un gentío y vocerío inmenso en la puerta del claustro; que abierta la puerta, se llenó la pieza de gente armada que nos les fue posible aquietar, antes intimidados y amenazados de ella, les fue forzoso ceder, y volver a dejarse llevar a la Fortaleza, en cuyo camino se presentó al atropellamiento el Señor Marqués, Presidente, y con su autoridad y razones, así como las de otros señores de la Junta, pudo conseguir del pueblo el que se les dejase llevar a su casa desde donde, en la misma tarde, fueron trasladados a la referida Fortaleza738; que, permaneciendo en ella739, se les intimó, como de las nueve a las diez del domingo 19 del presente, por el señor Juez Primero de la ciudad, estuviesen prontos para partir a Gijón como dentro de una hora, lo que no pudo verificarse por los acontecimientos de aquel día»740.



Aquí se termina la narración de Meléndez, que evita, por parecerle inútil, toda precisión sobre los acontecimientos del 19 de junio, sobradamente conocidos de sus jueces y del escribano. Dejando a un lado la animada narración de Arias Miranda741, cuyo contexto la hace en extremo sospechosa, seguiremos la de don Ramón Álvarez Valdés, más sobria, aunque algunos detalles puedan tener su origen en la fuente de la que nos apartamos.

La Junta creía llegada la ocasión de ver tranquilizada la efervescencia popular y, en la sesión del 18 de junio, decide el traslado de los detenidos a Gijón, en tanto se buscase un navío para conducirlos al lugar que ella fijase; avisa de esta decisión al primer juez de la capital para que éste informe a los interesados; ruega al obispo (Monseñor Hermida) que les proporcione un coche, y designa para escoltarlos al teniente coronel don Pedro Bernardo de la Escosura.

«Serían las doce y media del 19 cuando se presenta en la plazuela de la Fortaleza el coche del Reverendo Obispo. Acababa de llegar de la parte occidental el regimiento de Castropol recientemente creado, en un pie de completa insubordinación e indisciplina: la guardia destinada a la custodia de la Fortaleza no tenía orden de obrar contra el pueblo y el Capitán General no había tomado disposiciones para evitar nuevos desórdenes si se realizaba la salida de los presos. Aprovechando esta oportunidad los que concitaban al pueblo esparcen la voz de que se trata de ponerlos a salvo. Cunde a manera de relámpago, se amotina de resultas gran parte de la ciudad, y unido a ella aquel cuerpo, se dirige a la plazuela de la fortaleza. Un gastador del mismo cuerpo arranca la lanza del coche, se colocan combustibles en derredor del carruaje, y muy en breve es reducido a pavesas. Acometen acto continuo los amotinados al edificio, echan abajo las puertas, y se apoderan de Mon, Meléndez Valdés, La Llave, Ladrón de Guevara y Fitzgerald. Desde la Fortaleza hasta la entrada del campo San Francisco, a donde se les conduce para sacrificarlos, sufren cuantos insultos y malos tratamientos es dable imaginar, entregados a un pueblo desbordado y lleno al mismo tiempo de entusiasmo por la causa proclamada, de la cual los miraba como enemigos. Meléndez trata de sacar partido de este entusiasmo recitando una Oda que en loor de Fernando VII742 hubiera compuesto: oda que en lengua de otro, habría producido tal vez buen efecto, porque para el pueblo era entonces mágico el nombre de Fernando, pero en la del poeta, lo surte contrario. Enfurecido más y más, le da fuertes golpes y empellones, y le hace trizas su vestido, ensañándose al mismo tiempo en los compañeros. En vano intenta la Junta contener un desorden tan espantoso; ineficaces e inútiles son cuantas medidas adopta: ya era tarde. Hasta desprestigiada estaba su autoridad en aquellos terribles momentos; y por otra parte no podía contar con la militar. A tal punto habían llegado las cosas, y tanto se hubiera trabajado en los Clubs por los que aconsejaban a la Directiva del Representante del pueblo, que si se consuma el sacrificio de aquellos desgraciados, se habría hecho mucho más, según las listas que circulaban; pero afortunadamente se frustran sus planes.

Atadas a los árboles algunas de las víctimas que se habían de inmolar, les ocurre la feliz idea de que deben morir como cristianos y que se les permita siquiera confesar. Condescienden los amotinados y se hace salir religiosos del convento de San Francisco a prestarles este auxilio espiritual. Entretanto se preparan y confiesan; otra no menos feliz idea ocurre también a D. José Ramón Sierra, Contraste de la ciudad. Se acerca al canónigo D. Ildefonso Sánchez Ahumada, le encarece que suplique al Reverendo Obispo se lleve en procesión al lugar del sacrificio el Santísimo Sacramento que de manifiesto estaba en la Sta. Iglesia Catedral por ser la Dominica infra-octava del Corpus. Aún no habían entrado a vísperas los Canónigos y avisados a domicilio, se reúnen en corto número: baja del Tabernáculo el Sacramento el Canónigo Tesorero D. Lucas González Zarzuelo; Ahumada toma la Cruz de la Victoria: se organiza la procesión y se dirige al campo de San Francisco. Todo es obra de instantes. Adelántanse emisarios anunciando que viene Dios. Y apenas se oye esta voz y se percibe por la multitud, que pasaba de 8000 almas, el respetable canto de la Iglesia, hinca la rodilla, se suspenden las ejecuciones y se salva, la vida al conde del Pinar y compañeros743. Suceso que ofrece un testimonio irrecusable de la religiosidad del pueblo asturiano y recordaría con tierna emoción la posteridad. Incorporados a la procesión a que concurren con el Reverendo Obispo las Comunidades religiosas, pasan a la Catedral; se coloca en su lugar el Santísimo. Se canta un solemne Te-Déum, y subiendo el Prelado al púlpito, dirige la palabra al pueblo. En pocas, pero llenas de unción, le encarece el orden y la obligación de obedecer las disposiciones de la Junta. Concluido el acto religioso, vuelven a la Fortaleza el Conde del Pinar y compañeros en medio de un gentío inmenso y de un profundo silencio. Así termina la trágica escena representada en Oviedo el día 19 de Junio, día que para las consejeros y militares prisioneros pudiera haber sido el último de su existencia»744.



Al día siguiente, 20 de junio, el procurador general propuso a la Junta que se abriese una investigación, a fin de descubrir a los autores y cómplices del delito cometido la víspera y, al mismo tiempo, juzgar al conde del Pinar y sus compañeros.

Los comisarios designados, Fernández y Escosura, inician la instrucción del sumario: entre el día 22 y el 26 interrogan a los detenidos; Meléndez es el último que comparece ante ellos.

No se ha conservado el cuestionario a que fueron sometidos los cinco prisioneros, pero podemos reconstruirlo a grandes rasgos basándonos en las respuestas de los interesados y también en las quejas populares en que se apoyan los historiadores. Principalmente se acusaba a los comisarios civiles, al igual que a los militares, de haber venido al Principado por orden de Murat para ejecutar a los autores y promotores del primer levantamiento, el del día 9 de mayo: «Se amotinó el pueblo... gritando que vienen a hacer ejecuciones en los patriotas que tuvieron la principal parte en el levantamiento»745.

Es posible que esta acusación tuviera cómo origen una carta de Murat al capitán general La Llave, carta que llegó a Oviedo tres días antes que el destinatario y que el perspicaz procurador general del Principado, Flores Estrada, tomó audazmente la responsabilidad de abrir. El gran duque mandaba al capitán general pasar por las armas a cincuenta y ocho patriotas, personas distinguidas, comprometidas en los incidentes del día 9, cuyos nombres daba; anunciaba la llegada de tropas (un regimiento, más un escuadrón de carabineros) y la de dos consejeros: «Y que también debían llegar para arreglar estas disposiciones los consejeros de Castilla (sic), Conde del Pinar y Meléndez Valdés»746. El contenido de este pliego, divulgado en seguida, confirmaba las noticias que se habían recibido de Madrid acerca de la misión de los consejeros747. Finalmente, otros dos hechos venían a confirmar la sospecha que rodeaba a los magistrados: al pasar el río Candal, en el puente de Santullano, parece ser que tiraron a las tumultuosas aguas un paquete de documentos que desapareció en los remolinos; y, algunos días después de su llegada a Oviedo, una prueba que les comprometía gravemente cayó en manos de la Junta: el diputado don Gregorio Jove, encargado de censurar la correspondencia dirigida a los comisarios «recoge una carta autógrafa del gran duque de Berg en la que suponiendo a los consejeros en Oviedo, les dice que tiene La Llave orden de prestarles todo auxilio, para lo que habían llegado ya los Carabineros reales y el batallón de Hibernia y que podían ejecutar sus instrucciones»748.

La convergencia de estas precisas acusaciones podría probar el carácter represivo y de castigo de la misión confiada a los magistrados. Sin embargo, diversas consideraciones nos incitan a poner en duda que así fuese.

Primeramente, entre los documentos que copia Ramón Álvarez Valdés, que tiene ante sus ojos todo el expediente («sacado del original que se tiene a la vista», pág. 207), no figura ninguno de los documentos más comprometedores de los que acabamos de hablar: ni la orden de Murat a La Llave condenando a los cincuenta y ocho patriotas ni la carta «autógrafa» del gran duque a los dos consejeros instándoles a ejecutar las órdenes recibidas; ahora bien, no parece que el expediente fuera expurgado una vez dictada la sentencia749. ¿Debemos pensar que los jueces designados para instruir este asunto hayan escamoteado dos piezas de esta importancia y que el proceso, efectuado para dar satisfacción al populacho exacerbado, fuera «falsificado», en realidad, con la complicidad de la Junta? Álvarez Valdés sugiere esta hipótesis más o menos explícitamente750; los enviados de Madrid eran personas conocidas y emparentadas con asturianos influyentes; no hubiera sido «político» condenarlos. Y, sin embargo, ¿puede creerse que todos los miembros de la Junta aceptasen el cerrar los ojos, si hubieran tenido la íntima convicción de que los inculpados eran realmente culpables? «Desde el principio -escribe Toreno-, el marqués de Santa Cruz, pertinaz y de condición dura, no había cesado de pedir que se les formase causa»751. Aun después de su dimisión, ¿no hubiera exigido este severo asturiano el castigo de los malos patriotas?

En cuanto a las cartas sobre las que se basan las acusaciones no figuran en la correspondencia de Murat, al igual que ocurre en el proceso. Los términos de la primera, la que menciona la ejecución de cincuenta y ocho responsables de desórdenes, sólo los conocemos a través de una mención tardía y poco explícita de Flores Estrada, treinta y seis años posterior a los acontecimientos752 . En 1844, el antiguo procurador general podía recordar muy bien el número de las ejecuciones prescritas por Murat: es éste un hecho preciso y sorprendente; pero ¿no ha podido alterar algo los términos de una carta leída en 1808? Además, la expresión «también debían llegar para arreglar estas disposiciones» nos parece muy ambigua y poco verosímil. Legalizar por medio de los magistrados los actos de los militares o subordinar la acción de éstos a la decisión de los primeros no encaja en absoluto en los hábitos de los soldados del Imperio. Murat no era hombre que buscase una «tapadera» legal, a fortiori, cuando se trataba de castigar unos amotinados; estas cuestiones las zanjaba a lo húsar, sin palabrería, mediante el envío de un pelotón de caballería: así arrancó a Marchena de las garras de la Inquisición; así fue su modo de comportarse, como nadie ignora, el 2 de mayo, con el pueblo madrileño.

Por esto la acusación hecha contra los magistrados, a saber, que habían venido para hacer ejecuciones de patriotas, nos parece inverosímil e ilógica. No hay que olvidar que es el populacho en armas quien, en su exaltación, deteniendo a los consejeros, arroja sobre ellos la sospecha, e identificando en seguida su misión con la de los militares, les acusa de traicionar la causa nacional, acusación que no cesará de ganar terreno. Hay aquí un fenómeno de sugestión y exaltación colectivas, como se produce a menudo en períodos de crisis nacional, cuando el pueblo, sintiendo «la patria en peligro», ve espías y traidores por todas partes. Y la Junta, al mezclar en el mismo proceso a civiles y militares, pareció confirmar esta asimilación, y de ahí esta acusación.

Pero, dadas las circunstancias, la versión de los inculpados nos parece más aceptable, porque es más coherente, más verosímil. Ciertamente, no se puede aceptar a ciegas el testimonio de los dos enviados: se encontraban en una situación delicada y uno y otro poseían suficiente tacto y experiencia para evitar toda declaración comprometedora. Sin embargo, de sus dos relatos, hechos separadamente, y, pese a ello, perfectamente concordantes, resaltan algunos hechos significativos.

Primeramente, estos «enviados de Murat» jamás trataron directamente con el gran duque, para quien probablemente eran desconocidos. Meléndez afirma que es la Junta de Gobierno753 la que elige sus nombres, pero que ellos sólo estuvieron en contacto con dos de sus miembros: el ministro de Justicia, Piñuela, los convoca, los pone al corriente y obtiene, finalmente, su aceptación al presentarles esta misión «como un mero paseo de recreo»; mientras que el ministro de la Guerra, O'Farrill, mejor informado por sus funciones, parece haberse limitado a exponerles la situación. De hecho, ya lo hemos indicado, no se encuentra ninguna mención de sus nombres, ni siquiera de ninguna misión pacificadora en la correspondencia de Murat754. El gran duque, como de costumbre, sólo prevé sanciones militares; solamente debió de condescender al envío de los magistrados propuestos por los miembros españoles de la Junta como último recurso antes del empleo de la fuerza; parece poco probable que tuviera la iniciativa de esta medida755.

Por otra parte, los consejeros protestan vigorosamente de que jamás han recibido otras órdenes que la de exhortar a la población a la calma y la tranquilidad (Meléndez subraya este hecho en dos ocasiones, el conde en tres), que sólo han aceptado un «encargo enteramente pacífico, de mera exhortación»; en realidad, en Madrid se creía restablecida la calma, lo que les hace contestar al ministro que, en este caso, su viaje carece de objeto.

Meléndez hace observar, muy justamente, que han sido enviados a título privado, «como caballeros particulares», «como personas condecoradas»; pero es el conde quien da su plena justificación jurídica a esta observación: «Que no ha traído otra comisión ni encargo, ni jurisdicción alguna, ni fuerza, como lo acredita... el haber venido sin dependiente de Justicia, ni escribano de Cámara del Consejo o al menos de la Sala de Corte, como es la práctica cuando sale de Madrid algún individuo del Consejo a desempeñar comisiones del Consejo...»756

Ambos afirman que nunca han poseído otros papeles que los que han presentado a la Junta o que les han sido confiscados. (Así se defienden del rumor público que les acusaba de haber destruido cierto documento al pasar por el puente de Santullano.) Meléndez asegura que todos sus papeles se encuentran en su baúl, junto con sus efectos personales.

Existe aún un argumento psicológico que nos inclina a dar crédito a los dos comisionados: ¿es lógico escoger a asturianos o descendientes de asturianos para encargarles de una misión de castigo contra sus compatriotas? ¿No hubiera sido mejor dirigirse a magistrados extraños por completo a la provincia, a quienes no hubiera detenido ninguna consideración de parentesco, amistad o simplemente afinidades locales? Mientras que, si realmente se trataba de una misión pacificadora, como no cesan de proclamar los interesados, de una exhortación a la calma, esta misma cualidad de compatriotas, ¿no es una garantía de éxito, un eficaz factor de persuasión?

Continuando en este mismo plano psicológico, ¿es verosímil que el poeta de «corazón sensible», el magistrado que en Zaragoza reconfortaba a los prisioneros y socorría a las familias de los condenados a muerte, que se proclamaba en contra de la tortura y de todos los castigos crueles o brutales; que en Madrid no podía retener sus lágrimas cuando sus funciones de fiscal le obligaban a pedir la pena de muerte contra un asesino o un criminal, aceptase alegremente ir a fusilar a varias decenas de patriotas, pertenecientes a familias distinguidas, en el país de donde eran oriundos sus antepasados? Hacer de este pánfilo una especie de ejecutor de la última pena no es muy acertado; el «dulce Batilo» no tenía en absoluto espíritu de verdugo; en cambio, nada podía ser más fácil que convencer a este pacifista para ir a predicar la paz y la fraternidad en esa tierra que para él simbolizaba la amistad: la provincia natal de su querido Jovino.

Todos estos argumentos nos incitan, pues, a aceptar como muy probables las afirmaciones de los dos magistrados: su misión personal sólo debía de ser conciliatoria. Pero admitimos de buena gana que, bajo el guante de terciopelo, la mano de hierro de Murat estaba preparada para castigar con rigor; si fracasaban, los dos pacificadores debían desaparecer y, siguiendo las instrucciones verbales que habían recibido, dejar la iniciativa a los militares encargados por el gran duque, sin lugar a dudas757, de imponer rudas sanciones coercitivas.

En las cartas que por esta época escribieron Cabarrús y Azanza a Jovellanos encontramos una confirmación de esta hipótesis: una y otra insisten en que el gobierno prefiere las medidas de conciliación y persuasión a recurrir a la fuerza bruta. Y también esgrime O'Farril el mismo argumento en la carta que paralelamente dirige al gijonés que se reponía en Jadraque: «Lo que ahora pedimos a Vm. es lo que estoy cierto habría Vm. ejecutado, y es que emplee Vm. para desengañar de su alucinamiento a sus compatriotas los asturianos, aquella eloquencia tan persuasiva... Por una de aquellas combinaciones fatales para la tranquilidad de los pueblos, han creído algunos que los ministros de paz que se comisionaron para Oviedo debían ser jueces, y que por ser militar el nuevo interino presidente se trataba de emplear el rigor y no los medios de conciliación; que el enviar allí unos quinientos hombres de tropa española era ya un uso de la fuerza. Puedo asegurar a Vm. y aún jurarle que todas estas providencias tuvieron un objeto diametralmente opuesto al que se ha figurado. La elección de los sujetos, las instrucciones que se les dieron, el preferir las tropas nacionales a las extranjeras, todo lo probaría con evidencia, aun cuando yo no lo asegurase; que reconozcan y publiquen si quieren la correspondencia del Gobierno, aun en los días de la primera efervescencia, y que se cercioren, pues, cuanto quieran, si hay otro medio empleado que el de la conciliación, ni otra amenaza que la que recaía sobre los que, habiendo tomado las armas de los almacenes, no las devolviesen en un término prefijado. Protesto a Vm., también, que no se tenía ni aun el menor recelo de la conducta de ningún patricio; la unión de todos y la tranquilidad es el sentimiento que nos ha guiado en todo. Estas seguridades, apoyadas por Vm., harían mucha impresión y atraerían los ánimos al partido único para los buenos españoles». (G. O'Farrill, 15 junio 1808)758.

Es constante, además, que, a los ojos de sus contemporáneos, la misión asignada al poeta y a su colega no constituía una traición; no les acarreó ninguna infamia, ninguna cuarentena: poco después encontramos de nuevo al poeta en la Sala de Alcaldes, en el Madrid en que la Junta central ostentaba el poder759; y el conde pronto formará parte en Sevilla del Consejo de Estado760.

Pero aún hay más: un patriota tan enérgico y clarividente como Jovellanos, lejos de arrojar la piedra a su amigo Batilo, no había rechazado en principio esta misma misión que Meléndez no pudo llevar a término. En efecto, mientras que, por una parte, Piñuela, el 1.º de junio de 1808, y, por otra, Mazarredo y O'Farrill, el 10, instan al asturiano y a su amigo Arias Saavedra para «venirse a Madrid, a fin de trabajar por el bien de la patria», Azanza, desde Bayona, le escribía, el 8:

«Ruego a Vm. que contribuya a salvar nuestra patria de los horrores que la amenazan, si persiste en la loca idea de oponer una resistencia a las órdenes del Emperador de los franceses que, a mi juicio, se dirigen al bien de España. Corra Vm., pues, a Asturias y hágase allí el apóstol de la paz y de la quietud. Al emperador le han dicho que la influencia de Vm. en aquel país es grande y entre tanto que la emplee en el ministerio quiere que Vm. haga esta expedición»761.



Jovellanos contesta:

«V. E. que me conoce y sabe cuánto sería mi placer en cooperar con mis buenos amigos a hacer el bien de mi patria, se convencerá de que sólo la absoluta imposibilidad en que me hallo de serle útil me puede quitar la gloria de hacerle el sacrificio de mi vida. El encargo de ir a pacificar a Asturias con que me honra la alta confianza de S. M. I. y R. fuera para mí tanto más lisonjero cuanto... mí único deseo era retirarme a morir762 en aquel país... (si mi salud mejora, dice) no me detendré un momento en partir para Asturias, a trabajar en su sosiego (Jadraque, 12 de junio de 1808)»763.



En una carta reservada enviada por entonces al mismo Azanza, Jovellanos evoca las dificultades e incluso la inutilidad de tal empresa, pero, pese a esto, dice, «con todo, si me dejasen reparar mi salud, nada me detendrá en ir allá con mi persuasión y mis consejos...»764

El 15 de junio, los dos corresponsales vuelven a la carga, instando a su amigo para que escriba una exhortación a los asturianos, aconsejándoles escoger la paz. En su doble contestación, el 21 de junio, Jovellanos esgrime los mismos argumentos: su salud destrozada y la inutilidad de tal gestión. A partir de entonces no se habla más de la intervención del ilustre gijonés en la sublevación de Asturias, hasta su designación como representante del Principado en la Junta Central765.

[Falta en la edición] -tación a la calma es propuesto aun, esta vez por el propio Napoleón, que lo combina, como anteriormente Murat, con la presión de las armas. El mariscal Bessières, escribe el Emperador a su hermano, debe derrotar a los rebeldes; tras lo cual «mandad que algunos de los Españoles que están a vuestro lado les lleven palabras de paz, cuidando de que no vayan ministros, ni gente principal, por temor a que los retengan»766.

Si bien no creemos que Meléndez, al aceptar una simple misión de pacificación, cuyo principio admitía por su parte Jovellanos, haya traicionado a su patria, tampoco damos mayor crédito a que empujara a su amigo a la traición, como pretenden algunos críticos. Julio Somoza, ciegamente seguido por Casariego y otros, escribe:

2 de id. (junio de 1808). Recibe (Jovellanos) órdenes de Murat para ir a Madrid. No va.

Recibe órdenes de Napoleón para ir a apaciguar Asturias. Tampoco va.

Los pasajes a que nos referimos exigirían que esta afirmación fuese algo matizada; pero más interesante es lo que sigue:

Recibe cartas confidenciales de Cabarrús, Meléndez Valdés y otros, diciéndole que está nombrado Ministro del Interior en el Gobierno del Rey José. No acepta767.

Hemos buscado en vano esta carta de Meléndez entre los documentos publicados por el mismo Somoza; tampoco figura en la «Correspondencia con los afrancesados», reunida por Miguel Artola. Finalmente, el nombre de Meléndez no aparece en el Diario de vuelta del destierro, que abarca desde el 5 de abril al 23 de junio de 1808768.

Estas distintas comprobaciones no nos han extrañado, por cierto. No hay que olvidar que Meléndez creía a su amigo en Gijón; que del 30 de mayo hasta el 10 de agosto está confinado como sospechoso y, a continuación, como prisionero en la fortaleza de Oviedo; que su correspondencia está vigilada; que se ve obligado a solicitar una autorización especial para dar cuenta de su misión al ministro de Justicia (informe del 1.º de junio a don Sebastián Piñuela) o para enviar unas palabras a su mujer. ¿Se puede pensar seriamente que nuestro circunspecto magistrado escogiera este momento para incitar a Jovellanos a pasarse al campo de los «afrancesados»?769 La preocupación apologética de presentar a Jovellanos como a un decidido partidario de la insurrección desde el primer levantamiento de Asturias, la costumbre de asociar maquinalmente el nombre de Meléndez con el del gran gijonés y de afiliarlo, por otra parte, al clan de los Josefinos, llevan en este caso al benemérito Julio Somoza a apartarse excepcionalmente, y seguramente de buena fe, del rigor científico que constituye la valía de sus notables trabajos. De hecho, Jovellanos titubeó; parece ser que dudó sobre el camino a seguir: la ruina de su salud, que invoca para no ceder a las invitaciones de los afrancesados, no parece ser un simple pretexto; cuando se le llama a la Junta Central duda de nuevo por idéntica razón. Sólo después de la victoria de Bailén y de la retirada hacia el Ebro del rey José, opta el asturiano, comprobando la espontaneidad, el ímpetu y la unanimidad de la reacción popular, por la política de resistencia770.

*  *  *

En todo caso, hay algo cierto: que el proceso intentado contra los dos comisarios no desembocó en ninguna condena. Se oyeron dieciséis testimonios, pero ninguno aportó el menor hecho que, directa o indirectamente, pudiera perjudicar a los detenidos y permitiera inculparlos771. Después de un mes de investigación, el «representante del pueblo», consultado, estima que se debe pronunciar el sobreseimiento y depositar las piezas del proceso en archivos secretos, dadas su calidad y las circunstancias actuales772. Los comisarios designados por la Junta confirmaron esta opinión en su sentencia:

«Que debían de mandar y mandaban se sobresea y se pongan los Sres. D. José de Mon, conde del Pinar, y D. Juan Meléndez Valdés, del Consejo de S. M., y más contenidos en ellos en libertad de la prisión que sufren bajo las precauciones que tenga a bien dictar la Suprema Junta y juzgue convenientes, tanto para la seguridad de sus personas como para la satisfacción y pública tranquilidad anunciándolo al público y se archive la causa»773.



Dos días después de esta decisión hubieran podido ser liberados los prisioneros, pues la Junta estaba informada de todo el desarrollo del proceso y aprobaba las conclusiones de los comisarios; pero difiere la ejecución de la sentencia porque algunos de sus miembros se han visto obligados a ausentarse. Finalmente, el 8 de agosto, la Junta Suprema en sesión plenaria habiéndose informado detalladamente de todos los elementos del proceso, decide por unanimidad que los documentos en cuestión no hacen modificar la sentencia.

En virtud de esta resolución, al día siguiente, 10 de agosto, se comunica el sobreseimiento a los interesados por el escribano del tribunal, que se traslada a la Fortaleza. Cumplida esta formalidad -todo en este asunto demuestra un gran respeto de la legalidad-, los detenidos fueron puestos en libertad774. Estos hechos nos llevan a retrasar en casi dos meses, en relación con la fecha que proponía D. Arias Miranda (19 6 20 de junio), el día en que, según su expresión familiar, «cada uno tiró por su lado».




ArribaAbajoXIII.- En Madrid, en tiempo de la Junta Central, (agosto-diciembre 1808)

Madrid, evacuado tras Bailén.- ¿Volvió Meléndez a ver a Jovellanos?- La segunda «Alarma».- La huida imposible.- El juramento a José I


Puestos en libertad, el conde del Pinar y su compañero no debieron de prolongar apenas su estancia en la capital de Asturias. Pese al sobreseimiento con que habían sido beneficiados, siempre era posible un incidente; recogidos sus equipajes por los criados, nuestros dos magistrados, discreta y rápidamente, tomaron el camino de Madrid, sin duda, por León y Valladolid. Suponiendo que hicieran este viaje de vuelta con mayor celeridad que el de ¡da, debieron de llegar a la capital entre el 15 y el 20 de agosto: su ausencia había durado exactamente tres meses.

El Madrid con el que se encuentran es extrañamente diferente del que habían abandonado en mayo: ya no se veían soldados franceses. José, en efecto, había llegado al Palacio Real el 21 de julio; pero el 1.º de agosto, ante la noticia de la capitulación de Bailén, se había retirado sobre el Ebro con sus tropas; en cambio, bandas de individuos recorrían las calles, «escandalizando al son de sus guitarrillas y pidiendo limosna con aire amenazador, si muy en armonía con las navajas y puñales que mal encubrían bajo sus fajas, no tan de acuerdo con las estampas y demás objetos piadosos que exornaban sus sombreros y chalecos»775. Eran los valencianos y los aragoneses quienes, tras su victoriosa resistencia, habían llegado el 14 a la capital.

Aunque nuestro magistrado no llegó a verlos entrar, sí asistió, en cambio, al desfile de los vencedores de Bailén, capitaneados por Castaños: tras los soldados de infantería, tocados con su pequeño tricornio, el pueblo aclamó a los garrochistas andaluces, montados en sus ligeros caballos, quienes habían desempeñado un importe papel en la victoria española. Al día siguiente, 24 de agosto, en medio de un gran entusiasmo patriótico, se celebró la solemne proclamación de Fernando VII, y este entusiasmo llegó al colmo cuando, a primeros de septiembre, se supo que Junot había capitulado en Cintra. Pero, aunque España tenía tres reyes con vida, se encontraba su capital paradójicamente privada de soberano y de gobierno.

¿Qué hacía Meléndez durante estos días de alegría?

Siempre esperando mejorar de posición, y deseoso también de contribuir por su parte a los grandes trabajos que se presentaban delante de los españoles en aquella imprevista y singular situación, aguardó en Madrid la formación del Gobierno central, y confió ser empleado por él. Esta esperanza no era infundada, puesto que en aquel gobierno contaba algunos amigos, y entre ellos al ilustre Jovellanos..., que vino nombrado por sus compatriotas a tomar su lugar entre los padres de la patria776.

Que Meléndez esperase un nuevo empleo, que hubiera representado un ascenso, no ofrece duda alguna. Establecimos que, a los ojos de sus compatriotas, su misión en Oviedo no constituyó -como a los ojos del propio poeta- una prueba de afrancesamiento777. Y, cuando había puesto fin a su exilio, el gobierno de Fernando VII le había dejado entrever la posibilidad de tal promoción, ofreciéndole reemplazar a don Simón de Viegas como fiscal de los Consejos. El poeta había rehusado entonces; pero como su aventura en Asturias le había obligado a abandonar su retiro, debía estar ahora dispuesto a aceptar un cargo de este estilo.

En cuanto a la intervención de Jovellanos, no sabemos cuál pudo ser; parece, en efecto, que, durante sus respectivos exilios, los dos amigos habían cesado toda correspondencia: en los Diarios escritos en Mallorca no se encuentra ninguna mención de Meléndez; el prisionero de Bellver no anota nunca la llegada de la menor esquela de su discípulo; y creemos encontrar, en la declaración de Meléndez en el transcurso del proceso de Oviedo: «Tenía la intención de ir a Gijón a abrazar a mi muy querido amigo D. G. M. de Jovellanos», la prueba de este cese de las relaciones epistolares entre los dos magistrados. Meléndez ignoraba, aparentemente, que Jovellanos, tras un intercambio de cartas con el fiel Arias Saavedra, había ido a descansar a su casa de Jadraque778. Allí el antiguo detenido de Bellver pasó el verano de 1808.

Si los dos amigos se volvieron a ver entonces es probable que fuese en el transcurso de las dos estancias de Jovellanos en Madrid, en septiembre y en noviembre de 1808.

Informado el 8 de septiembre que era diputado por Asturias en el Gobierno central, Jovellanos abandona Jadraque el 17, para encontrarse con el marqués de Campo Sagrado en Madrid. Sólo permanece cuatro días, del 18 al 22, muy ocupado por las conferencias sostenidas en el hotel del Príncipe Pío, en el transcurso de las cuales insiste para que la Junta Central se reúna en Madrid y no en Aranjuez; tiempo perdido; se somete y el 22 triunfa la candidatura del Real Sitio. Al final de noviembre, estancia tan breve como la primera. Se consagra a la discusión sobre las medidas a tomar para salvar al gobierno amenazado por el avance francés. Jovellanos sale para Madrid el 25 de noviembre y forma una comisión agrupando diferentes miembros de los Consejos; varias reuniones tienen lugar el 26 y 27, y, el 28, Jovellanos vuelve por la tarde a Aranjuez. Sabemos que abandonó esta ciudad después de todos sus colegas de la Junta, durante la noche del 1 al 2 de diciembre de 1808.

Es cierto que Meléndez pudo ir a Aranjuez en el tiempo en que su amigo permaneció allí; pero la Memoria en defensa de la Junta Central revela tal tensión en Jovellanos, una preocupación tan constante por el bien del país y por los múltiples problemas que las circunstancias planteaban al gobierno provisional, que no creemos que los dos amigos hayan podido encontrar en las riberas del Manzanares, como tampoco en las del Tajo, el tiempo de contarse sus respectivas experiencias, ni un clima favorable a esas efusiones cordiales, que en otro tiempo les encantaban.

Así, pues, no sabemos cuáles fueron los resultados de la intervención de Jovellanos -si la hubo- en favor de Batilo. Lo que es cierto es que en octubre de 1808, Meléndez no ha obtenido el deseado ascenso. Continúa ligado a la Sala de Alcaldes de Casa y Corte; pero no ha reanudado su actividad en el seno de este Tribunal. De eso nos informan dos curiosos documentos, no utilizados por los biógrafos anteriores del poeta, y de los que se desprende que Meléndez prestó juramento de fidelidad a Fernando VII, representado por la Junta Central:

«Excmo. Señor: La Sala de Alcaldes de la Real Casa y Corte, con inclusión del Fiscal jubilado D. Juan Meléndez Valdés, animada de los mismos principios con que resistió y no prestó el juramento que el gobierno intruso exigió de ella con órdenes de 23, 24 y 27 de julio último, se ha apresurado según resulta de certificación adjunta a prestar el que han hecho la Junta Central y tribunales superiores del reino, en el mismo instante que en la mañana de hoi se le ha comunicado la real Cédula de 1.ero del corriente y sin embargo de no haber recibido orden expresa para proceder a aquel acto... Madrid, 6 de octubre de 1808»779.



Al igual que sus antiguos colegas, el ex fiscal juró solemnemente: «Ser fiel a Fernando VII, mantener los fueros, leyes y costumbres de la Nación, defender el derecho de sucesión en la familia reinante y perseguir a los enemigos de la patria, aun a costa de su misma persona, de su salud y de sus bienes»780.

Esta prestación de juramento en el seno de un cuerpo al que el fiscal sólo pertenecía nominalmente, la repetición de la fórmula «con inclusión del señor Fiscal jubilado» no dejan de extrañarnos: quizás haya que ver, por parte del magistrado, el deseo de atraer sobre sí las miradas, de recordar su existencia al gobierno que le dejaba vegetar en un retiro prematuro.

Algunos días antes, esta vez en el plano literario, Meléndez había hecho hablar de sí mismo, al publicar La Alarma Española, compuesta en abril. En efecto, el 23 de septiembre de 1808, los lectores de la Gaceta de Madrid podían leer, entre los anuncios consagrados a los «libros», la puesta a la venta de la «Armada española, romance compuesto antes del desastrado 2 de mayo a la detención del rey Fernando VII, en las librerías de Gómez y Castillo»781.

Poco después, esta vez con la mención del autor, el mismo diario señalaba la publicación de la «Alarma segunda a las tropas españolas, por D. Juan Meléndez Valdés. Véndese con la primera a real en la librería de Castillo, frente a las gradas de San Felipe, y de Gómez, calle de las Carretas. Puede ir en carta» (4 de octubre de 1808)782.

En la primera de estas composiciones, el poeta exhortaba a sus conciudadanos al levantamiento que aún no había tenido lugar783; en la segunda, apoyándose en la resistencia y éxito inicial de las tropas españolas, encuentra, para incitarlos a continuar la lucha, los acentos de un verdadero Tirteo.

Vituperando a sus compatriotas, que en pleno triunfo «han bajado la tajante espada», enumera los crímenes del enemigo, que con toda libertad asola las ricas llanuras del Ebro: saquea, fuerza, asesina sin respeto a la edad ni al honor; sacrílego, holla con sus pies la hostia consagrada, y, en sus juergas, profana el cáliz robado al altar.

¿Cómo los héroes de Zaragoza, los vencedores de Bailén, los defensores de Valencia, pueden, ante estos actos de barbarie, permanecer inactivos? No hay que esperar, pues el tirano opresor de Europa, al ver a sus tropas, antes victoriosas, que huyen llenas de temor: «Vendrá y traerá sus legiones, que oprimen la Scitia helada. No esperéis, no... Ya la cadena pesada suena en su mano... Y, en un arranque donde hay como un recuerdo de la Marsellesa exclama:


Corred, hijos de la gloria;
Corred, que el clarín os llama
A salvar nuestros hogares,
La religión y la patria.
[...]
Yo mismo animoso os sigo.
Y opondré el pecho a las balas.
Partamos, que Dios nos guía784 .



Meléndez no se marchó. Su fortuna cambió, dice Quintana785.

Lamentamos que una vez más el biógrafo se muestre demasiado discreto, y no nos haya dicho por qué Meléndez no pudo ponerse en camino. Martín Fernández de Navarrete, en su biografía inédita, da, sin embargo, toda clase de aclaraciones a este respecto y justifica así al poeta de una acusación de cobardía que no iban a dejar de hacerle:

«Meléndez volvió a Madrid cuando la gloriosa batalla de Bailén decidió el triunfo del patriotismo español sobre la tiránica ambición de Bonaparte. Las tropas francesas evacuaron la Capital, y Meléndez pudo imprimir y publicar, para que le cantasen los soldados, el hermoso romance que tituló Alarma Española y había compuesto antes de su viaje a Asturias, en los últimos días de abril. Con motivo de la lentitud en el movimiento de las tropas para perseguir a los franceses hasta el Ebro, escribió e imprimió la Alarma Segunda que publicó a fines de septiembre. Reforzados, los franceses se acercaron a Madrid a fines de noviembre. Meléndez, que deseaba huir de ellos y estaba además muy comprometido por sus Alarmas, había tratado con el Conde de Montijo y su hermana la Condesa de Contamina de escapar con ellos si se acercaban, a cuyo fin tenía dos baúles de su equipaje en casa del Conde. La Junta Central inspiró una confianza falsa al público de la Capital. Los franceses, vencido el paso de Somosierra, se acercaron precipitadamente. Las noticias llegaron de noche, y los pocos que las supieron como la mayor parte de los Grandes, lograron escapar antes que el pueblo se apercibiera del riesgo y lo estorbase. Meléndez se halló por la mañana [con] que la Contamina se había marchado precipitadamente sin que el criado que había enviado a avisar a Meléndez hubiese dado con su casa, porque en efecto se había éste mudado el día anterior de la calle del Carmen a la del Estudio Viejo. Intentó, sin embargo, por dos veces, salir de Madrid en aquel día, pero no lo consiguió»786.



No hay que dudar de que el fracaso de estas tentativas afectase a Meléndez: su temperamento emotivo no lo resistió. Ya sabemos en qué medida los contratiempos de Ávila, la injusta destitución de Medina del Campo, habían quebrantado su salud. Hubo de guardar cama y su enfermedad no parece que fuera «diplomática»:

Con estos disgusitas y comprornisos en que se vio, cayó enfermo de su reuma, de modo que estuvo postrado en cama y sin movimiento alguno muchos días. El concepto público que merecía hizo que los ministros del intruso que procuraban comprometer a su partido a todo hombre de mérito, se acordasen de él para Fiscal de las Juntas Contenciosas...



Aunque lo diga Navarrete, la enfermedad y la resistencia pasiva del poeta no duraron un mes entero. En efecto, a fines de diciembre de 1808 puede fecharse la primera prueba indiscutible del afrancesamiento de Meléndez: el juramento de fidelidad que prestó a José I.

Los archivos de la municipalidad de Madrid conservan dos legajos titulados: 1808. Juramento al Rey José Napoleón, considerados como perdidos durante largo tiempo, y que hemos tenido la fortuna de encontrar. Nos aportan, junto con la indicación de su domicilio, la prueba de que Meléndez, al igual que la inmensa mayoría de los madrileños, prestó este juramento787.

Su nombre aparece en la «Matrícula de los vecinos Cabezas de familia del barrio de la puente de Segovia, perteneciente al quartel de Palacio, que ofrecen prestar el juramento de fidelidad y obediencia al Rey de España e Indias, Don Josef Napoleón primero; en la que firmarán los que sepan y por los que no, certificará al fin el infrascripto secretario de la Diputación de caridad de dicho Barrio»788.

En la hoja 2, al dorso, se lee:

Calle del Estudio789 casa de Bringas: Q[uar]to principal: Don Juan Meléndez Valdés [firma y rúbrica].



Meléndez puso su firma en el registro de su barrio entre el 17 y el 20 de diciembre, fecha en la que se redactó esta lista. Pero prestaría juramento, esta vez oficialmente, el 23 del mismo mes.

En la «Lista de los Parroquianos de Sta. M.ª la R.l, [Santa María la Real] los quales han prestado el juramento de fidelidad y obediencia al Rey, oy, día 23 de diciembre 1808, en la dicha Real Yglesia, ante el Santo Sacramento Manifiesto, concluida la misa solemne que ofició el Dr. Don Juan Jph. Barrios, siendo éste el primero que prestó el mencionado Juramento, puestas las manos sobre los Santos Evangelios en la forma referida y en el mismo acto lo hicieron los siguientes», se lee (folio 3 y último, 2.ª columna):

Juan Meléndez Baldés790.



Ninguna indicación de lugar ni dirección. Meléndez es el sexto firmante empezando por el final de la lista. ¿Debemos ver en este detalle la prueba de una impaciencia muy moderada, la demostración de que su enfermedad no estaba curada o solamente el azar? Lo que es seguro es que pronunció la fórmula: «Juro fidelidad y obediencia al Rey, a la Constitución y a las leyes»791.

Pese al aparato oficial, solemne, de este juramento, no creemos, dado su carácter prácticamente obligatorio, que sea suficiente para afirmar la adhesión sincera de Meléndez al nuevo régimen. También había prestado este juramento de fidelidad Nicasio Álvarez Cienfuegos, cuya heroica resistencia a las autoridades de ocupación conocemos, lo que le valió morir al año siguiente, desterrado en Orthez. Observemos, además, que la fórmula a la que se suscribió nuestro magistrado no era tan comprometedora como la que se presentó en algunos otros distritos urbanos. Los cabezas de familia del vecino barrio de San Isidro el Real, por ejemplo, debían comprometerse a reconocer a José I por rey de toda España y prometer «derramar por él hasta la última gota de su sangre», so pena de ser tratados como población de país conquistado y ver su patria reducida al rango de provincia francesa»792.

Decir «sí» en semejantes circunstancias no era aún comprometerse verdaderamente. Meléndez, como la inmensa mayoría de los madrileños entonces, sólo era afrancesado de labios afuera.




ArribaAbajoXIV. El fiscal en la Junta de los negocios contenciosos (1809)

Creación de las Juntas de negocios contenciosos.- Su importancia y su funcionamiento.- La actividad del fiscal.- El dictamen sobre el proceso González-Luquede.- Su repercusión en la legislación española.- La recompensa: ascenso al Consejo de Estado


Con este capítulo abordamos un período mal conocido de la vida de Meléndez: Colford, a imitación de Quintana, lo despacha en menos de una línea. Y, sin embargo, este año de 1809 marca para nuestro magistrado la. vuelta a la actividad, a la práctica de los asuntos jurídicos, de los que había estado apartado durante más de diez años. Aprovechando la ocasión que se le ofrece de salir de su retiro, el antiguo exiliado se consagra con ardor a su tarea y se esfuerza por dar cuerpo a los amplios ideales del despotismo ilustrado, a los que no había renunciado, haciéndolos pasar a la legislación y, mediante ésta, a los hechos.

Un decreto con fecha del 6 de febrero de 1809 crea el nuevo organismo al que el Fiscal sería destinado: el artículo 1.º establecía la creación de «dos Consejos -o Juntas- compuestos de diez jueces, cinco para cada uno, con un Fiscal común a los dos; dictaminarán sobre los procesos contenciosos que estaban en curso ante el Consejo Real...».

  • Artículo III: «Las Juntas celebrarán sus sesiones en las salas donde tenía su sede el Consejo, todas las mañanas, de ocho a doce».
  • Artículo IV: «Las sentencias que pronuncien serán ejecutorias y sin apelación»793.

Otro decreto, promulgado dos días después y publicado en la Gaceta del 9 de febrero, nombra a los miembros de esta comisión y, entre ellos, a Meléndez.

«Para que conozcan de los pleitos pendientes en el Consejo Real, con arreglo al decreto de 6 del corriente, nombramos jueces de las Juntas que establecimos por él a D. Joseph Pérez Caballero, etc., y por fiscal de dichas juntas a D. Juan Meléndez Valdés, que lo fue de la Sala de Alcaldes de Madrid; todos con el sueldo de 55000 reales vellón»794.



La instalación tuvo lugar el jueves 16 de febrero de 1809, en presencia de don Manuel Romero, ministro del Interior, encargado por ínterin de la cartera de Justicia795. El 23 de febrero, todos los miembros del tribunal así como los empleados subalternos, prestaban juramento de fidelidad al rey: «Los ministros de las juntas que antes de ahora como magistrados no lo hemos hecho individualmente, juramos fidelidad y obediencia al Rey, a la Constitución y a las leyes, y los que ya tenemos prestado este juramento si fuere necesario le repetimos»796. Meléndez jura el último, cuando le llega el turno, tras los jueces de las dos cámaras.

Pero inmediatamente antes de haber participado en esta ceremonia, por la que pública y oficialmente se comprometía, al aceptar su colaboración con el régimen intruso, Meléndez había conseguido algunas satisfacciones para su amor propio. Las juntas constituían la más alta instancia del reino (excluyendo al Consejo de Estado). Este carácter se recuerda constantemente en los textos o la correspondencia oficial: «Las Juntas de negocios contenciosos que sustituyen a los Consejos suprimidos...», se lee en todas partes797. En las ceremonias públicas, sus ministros ocupan los primeros puestos, cuando no la presidencia. Esta importancia es reconocida por el propio soberano798. El 18 de febrero, es decir, dos días después de la instalación del tribunal, el ministro Romero comunica al decano, don Joseph Pérez Caballero, una invitación para la próxima recepción en Palacio: «Mañana, 19 del corriente, a las doce, recive S. M. a todas las personas que tienen entrada en Palacio...», invitación que se extiende inmediatamente a los magistrados: «Y de orden de dicho señor Decano, lo aviso a V. S. como uno de los señores Ministros de la Junta al fin expresado»799.

Es más, los jueces de este tribunal son invitados, a veces, a las veladas íntimas que gustaba organizar el rey José: «Teniendo S. M. resuelto que en la noche del mismo día concurriesen las personas de las primeras jerarquías al Gran Círculo se había servido prevenirle que admitirla gustoso a todos los individuos de dichas Juntas que substituyen al Consejo de Castilla»800. Meléndez, con gran alegría de su ambiciosa esposa, podía, pues, considerarse incluido entre los primeros magistrados del país.

Excluyendo estas invitaciones o manifestaciones de boato y algunas otras ceremonias, como los funerales de uno de los miembros de la Junta, don Carlos Simón Pontero, el 29 de abril de 1809, a los que asisten todos los jueces en traje de gala, las Juntas trabajan activamente. Un cuaderno titulado Prontuario de los acuerdos de la Junta creada para decidir los asuntos contenciosos pendientes en el Consejo Real nos informa sobre los comienzos de este tribunal (del 17 de febrero al 3 de marzo de 1809)801. Sigue en otros tomos: Decretos del tiempo de las Juntas802, que comprenden el período principios de marzo-finales de junio de 1809; este documento no aporta nada sobre julio y agosto (¿estaba el tribunal de vacaciones?) y, finalmente, continúa el 16 de septiembre con la mención de una sesión plenaria: «todos».

Gracias a estos cuadernos podemos hacernos una idea bastante precisa de la asiduidad del procurador e incluso de su actividad. Meléndez se encuentra ausente el 3 y el 13 de marzo y los 6-7-25-26-27 de abril, los 4-17-18 de mayo («Fiscal indispuesto») y el 26 de junio. A pesar de estas ausencias se deduce del Decretero que el Fiscal se enfrenta muy concienzudamente con sus pesadas funciones. Dejemos de lado las frecuentes asambleas plenarias a las que estaba obligado a asistir; los problemas suscitados ante el tribunal, así como la organización de éste, requieren constantemente su participación activa. El Fiscal aparece como el organizador, el factótum, diríase el «Maître Jacques» de las Juntas. Tras haber efectuado el cambio de sellos, recibe a los agentes fiscales, a quienes instruye en sus deberes (18 y 20 de febrero). Después se encarga de reprender a los «procuradores» demasiado indolentes, de conseguir que los agentes fiscales y los escribanos de la Cámara reúnan los expedientes en suspenso y hagan una lista de ellos. A él también incumbe examinar los decretos reales sobre los que expone su dictamen, así como velar por la ejecución de las decisiones tomadas por la corporación. La fórmula «Todo lo cual se mandó guardar y cumplir, y, para el modo de su ejecución, pásese al señor Fiscal» se encuentra constantemente en los documentos que hemos podido leer. En una palabra, todo parece converger en las manos del Fiscal.

Al margen de esta rutina cotidiana hay cierto número de asuntos de más importancia, en los que la actuación del magistrado-poeta aparece como determinante.

Desde el 17 de febrero, al día siguiente a la instalación del tribunal, Meléndez, que ha examinado los decretos reales que establecían el nuevo organismo, desarrolla extensamente en trece puntos la opinión que le piden las Juntas sobre la manera de orientar su propio funcionamiento y la puesta en marcha de sus actividades803.

No se limita a decir, con algunos adornos retóricos, que las decisiones reales han de ser «observadas y ejecutadas». Prevé su aplicación hasta el detalle. «Convendría establecer algunas reglas que sirviesen a las Juntas como de norma para sus ulteriores trabajos». Su dictamen huye, pues, de lo abstracto; es resueltamente práctico, concreto, normativo. El poeta se revela en él como un excelente organizador804. El rey desea que la justicia se imponga con rapidez; así, pues, ante todo, es necesario puntualizar, establecer la lista de los expedientes retenidos en la escribanía y no confiar a las Juntas -cuyo carácter provisional subraya- más que la expedición de los asuntos pendientes en el Consejo. Si el tribunal tiene la más mínima duda sobre este punto, que consulte a su Majestad.

Prácticamente, las Juntas no admitirán el estudio de ningún proceso o asunto nuevo (punto 2.º). Establecerán la lista de todas las consultas, asuntos administrativos o de gobierno (puntos 3.º-4.º), y obligarán a los detentadores, fueren quienes fueren, a restituir los expedientes que se hubieran llevado fuera del tribunal (punto 5.º). Se debe equilibrar el trabajo de las dos cámaras mediante un reparto adecuado de los relatores (punto 6.º); consciente de la falta de ganancias que la adopción del punto 2.º de su dictamen podrá causar a los escribanos y relatores, prevé en ciertos casos una indemnización (punto 7.º). Estos agentes subalternos tendrán que dar cuenta a diario de su trabajo (punto 8.º). Los otros artículos se refieren a la comunicación de la instalación de la Junta a los procuradores, los asuntos en curso, los procesos que se deben juzgar en la asamblea plenaria, los expedientes detenidos por los agentes fiscales. Las notas se terminan con una señal de panfilismo que sería suficiente para firmarlas. El punto 13 se titula, en efecto, «sobre la buena armonía entre las Juntas». En los casos más espinosos, el poeta cuenta con «la perfecta armonía, el celo y el vivo deseo de hacer el bien que animan a las Juntas»; se reunirán para discutir estos casos difíciles «y comunicarse mutuamente sus luces y conocimientos».

Los jueces aceptan con entusiasmo las sugerencias del fiscal, reservándose, sin embargo, el tomar las medidas apropiadas sobre los puntos 10 y 11 (asuntos en litigio o de la incumbencia de las dos cámaras reunidas); así, desde el principio, al día siguiente de la reunión de las Juntas, Meléndez obtenía un éxito profesional indiscutible: las reglas prácticas que había formulado se adoptan sin restricciones importantes y servirán de norma para el funcionamiento del tribunal hasta que éste sea abolido805.

Poco más tarde, durante el mes de abril, tiene ocasión Meléndez de demostrar, a propósito de una cuestión delicada, que no ha perdido ninguna de sus dotes de jurista que le habían hecho célebre once años antes con el asunto Castillo. Su intervención es tan brillante que las Juntas se encargan de recomendar al ministro el dictamen del fiscal como «muy digno por su elocuencia y su excelente doctrina, de los mayores elogios».

Hemos buscado el texto de esta memoria, que estaba primitivamente unido al expediente: «Que acompaña», se lee sobre la portada806. En vano. Pero el examen de los documentos que el fiscal tuvo entre sus manos para elaborar su contestación, nos ha tranquilizado: la prosa de Meléndez no se ha perdido; incluso está editada desde hace siglo y medio en los Discursos Forenses con el título de «Dictamen Fiscal en una solicitud sobre revocación de la sentencia ejecutoria en un pleito de esponsales»807. El editor anónimo ha querido que este documento pasase por una obra de 1798, época en la que Meléndez era Fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, ya que tiene buen cuidado de suprimir la fecha de la última línea: «Madrid, etc.», de reducir los nombres propios a sus iniciales y de mezclar este discurso con otros de fecha conocida: 1791, 1798 y el último de 1802.

El restablecimiento de la fecha exacta de esta obra jurídica no es, pues, superfluo, ya que permite al lector apreciar en su justo valor ciertos argumentos, ciertas teorías audaces que se encuentran expuestas en él: se comprende que un magistrado español haya podido desarrollarlas en 1809 bajo el reinado de José I, pero su expresión hubiera rayado en la inconsciencia cuando Carlos IV estaba en el trono de España.

Los voluminosos documentos contenidos en el «Registro de las Consultas...»808 marcan las etapas del largo proceso que enfrentó a Manuela González con Hilario Luquede, sobre una cuestión de esponsales. Recordemos los hechos: once años antes, Manuela González, de Salamanca, había sido comprometida por su madre con Hilario Luquede, de la misma ciudad. Muy pronto la joven quiere recobrar su libertad. Hilario la lleva ante el tribunal: primero ante el ordinario eclesiástico de Salamanca, que condena a Manuela (septiembre de 1799). Esta apela al juez metropolitano de Santiago, que revoca la sentencia, pero el tribunal de la Nunciatura confirma por dos veces el primer juicio: Manuela está obligada a casarse con Hilario o bien a observar un celibato perpetuo; la desgraciada apela entonces al Ministerio, pidiendo la revocación de esta sentencia inhumana. Tal es la delicada cuestión sobre la que Meléndez debía pronunciarse.

Sin resumir detalladamente la intervención del Fiscal809, extraeremos las ideas directrices. En pocas palabras, el magistrado deja totalmente claro el problema de fondo: jurídicamente, dada la legislación vigente, la sentencia es inapelable, Manuela está bien condenada. Pero entonces Meléndez eleva el debate: desde el punto de vista de la razón, tal sentencia es absurda y escandalosa: los «prometidos» han perdido tontamente, en proceso y contraproceso ante la autoridad eclesiástica, los diez mejores años de sus vidas, cuando el problema era pura y sencillamente un asunto familiar. ¿De dónde proviene este absurdo? De dos causas:

  • La legislación española es embrollada, y está constituida por aportaciones de diversas fechas, incoherentes, disparatadas, en los que abundan supervivencias en desuso; prevalece el absurdo, no la razón.
  • La otra causa es el enredo, la confusión entre las jurisdicciones civil y eclesiástica, debida a las usurpaciones de ésta sobre aquélla.

Meléndez subraya con fuerza el carácter esencialmente civil del matrimonio, contrato puramente temporal, que es el origen de la familia y, por tanto, de toda la sociedad. El sello religioso que ha hecho de él un sacramento no fue impuesto por la iglesia si no una vez establecido, para consolidarlo y espiritualizarlo810.

El Fiscal denuncia entonces la usurpación de competencia que se ha producido poco a poco en favor de los tribunales eclesiásticos; hace un análisis estricto de las etapas de esta usurpación: prestigio reconocido indebidamente a las falsas decretales, abuso por el clero, que fue durante largo tiempo, en razón de su instrucción y de la autoridad moral, que no se le discute, la clase dirigente del mundo cristiano811; se aprovecha de esto, continúa Meléndez, para crear numerosos casos de impedimento, a fin de poder otorgar lucrativas dispensas. Debemos, pues, corregir este abuso, que únicamente el uso ha consagrado, y dar al César lo que nunca debió dejar de pertenecerle.

Meléndez apoya estas palabras en una sólida erudición histórica, jurídica y canónica, de la que saca partido con elocuencia y habilidad. Pero no se limita a criticar: fiel a una postura que ya hemos destacado en él -y que es común a otros espíritus ilustrados de su tiempo-, llega a conclusiones prácticas y positivas y propone el remedio tras denunciar el mal.

El Fiscal llega a ponerse del lado de la razón en contra de las leyes812 y a pedir que a Manuela González se le reconozca su libertad.

Pero esta solución, aunque se tenga en cuenta, no es sino un paliativo, un mal menor. No resuelve el problema que permanece en pie. Meléndez quiere llegar al fondo de las cuestiones: hay que emprender, dice, a fin de que en el futuro sean imposibles estos absurdos, una revisión completa de la legislación española, aplicándole dos principios: a) Separación radical entre la jurisdicción civil y la jurisdicción eclesiástica; todo lo que se relacione con el interés público (individuo, familia, sociedad) concierne a la autoridad civil y solamente a ella. b) La iglesia volverá a su antigua misión, que es exclusivamente espiritual. A partir de estas premisas, la legislación civil de España ha de ser clasificada, pensada de nuevo con lógica, edificada solamente sobre la razón.

Hemos esquematizado voluntariamente, quizás en exceso, esta intervención tan rica en sugerencias de todas clases. Se apreciará en el original la evolución progresiva y ascendente que, de un simple suceso, lleva al magistrado filósofo a meditar sobre los defectos de la justicia de su país y a prescribir elocuentemente una separación radical de atribuciones entre la autoridad civil y la religiosa813.

Se concibe que Meléndez, que ya había defendido las mismas ideas en 1792 ante los canónigos de Ávila, que pretendía limitar la iglesia a sus únicas funciones espirituales quitándole la gestión de los bienes temporales, haya podido pasar fácilmente, como Jovellanos, que compartía estas opiniones, por un «jansenista». Su postura, en lo esencial, no difería de la de Voltaire; extrañándose éste de los poderes que se había arrogado el Papado, inculpaba igualmente a la costumbre y a la tradición: «Sería imposible comprender cómo tantas naciones han reconocido una autoridad tan excepcional al Pontífice de Roma, si no supiéramos cuánta fuerza encierra la costumbre»814.

Este dictamen produjo fuerte impresión en las Juntas; el registro de las deliberaciones815 nos informa que provocó una doble discusión: a propósito del litigio en sí mismo y también sobre el proyecto de ley pedido por el Fiscal.

Sobre la demanda de Manuela, los jueces llegan, mediante un rodeo jurídico, a la misma conclusión que Meléndez había extraído de la sola razón. ¿Puede Manuela González -resume el relator- apelar al tribunal de la Nunciatura? No, afirman algunos ministros, ya que una ejecutoria, por definición, no admite el recurso a otra instancia. Otros, al tiempo que reconocen la competencia de los tribunales eclesiásticos, dada la legislación vigente, admiten la posibilidad de un recurso, pues los jueces eclesiásticos han cometido un «exceso de ley» al condenar a la joven a un celibato perpetuo, pena que se puede considerar como un atentado contra el derecho natural, contra la sociedad y contra el estado de matrimonio. El «exceso de ley» es uno de los tres casos previstos para un «recurso de protección» -apelación por abuso- a los tribunales reales.

La Junta emite, finalmente, opinión de que «la interesada recurra al tribunal o a los tribunales competentes para hacer valer su derecho y obtener en justicia la libertad que pide».

Más interesante se nos antoja la deliberación relativa al proyecto de reforma jurídica propuesto por Meléndez: veremos cómo las Juntas aparecen más timoratas, menos decididas que su Fiscal.

Ciertamente, reconocen que dicho proyecto tendrá que tomarse en consideración «cuando se aborde la reorganización de la jurisdicción eclesiástica y la delimitación de sus poderes con relación a la jurisdicción real». Admiten el principio de la separación; pero, sin duda alguna, no sería oportuno proclamarlo hasta el establecimiento de un concordato entre la Iglesia y el Estado; además, sobre esta cuestión existe un expediente general en los Archivos del antiguo Consejo de Castilla: será, pues, necesaria una revisión de conjunto de este problema, revisión que, según los términos de la Constitución, incumbe al Consejo de Estado. Las Juntas reconocen la necesidad de restaurar el poder real, de devolverle la totalidad de sus atribuciones y de reintegrar a la autoridad eclesiástica en su justo lugar; por otro lado, ésta es una medida prevista por el «nuevo Código que espera el pueblo español». La Junta creería injuriar las luces del ministro al tratar de demostrar «que los contratos de esponsales y de matrimonio caen de todo en todo vajo la potestad civil y pertenecen a esa jurisdicción temporal»; pero insiste sobre la urgencia de promulgar una ley sobre este tipo de contrato y sus efectos. Si no adopta la libertad total del matrimonio, no mantiene tampoco la legitimidad de una acción judicial más que en un caso: «Contra el que se retraiga de su cumplimiento, para la satisfacción de los daños y perjuicios que hubiese ocasionado al otro contrayente». No creyendo útil fijar los plazos en los que el asunto tendrá que ser juzgado, se limita a emitir el deseo platónico de «que el pleito no dure más tiempo que el que fuere necesario...» (sic).

En una palabra, las medidas judiciales y precisas pedidas por el Fiscal se aplazan para un incierto futuro y se ahogan en un conjunto de consideraciones que las harían poco menos que ineficaces.

Y, sin embargo, el 16 de diciembre de 1809, meses después de que Meléndez hiciera su memorable exposición, recomendada, como hemos visto, a la atención del soberano, se dictó un decreto que restituía a los magistrados seculares toda la jurisdicción civil que ejercían los eclesiásticos. La Forest (informe del 18 de diciembre) precisa el sentido de esta medida: «Uno de estos decretos816 decide la supresión de la jurisdicción eclesiástica en materia temporal, invadida insensiblemente por el clero, y, reuniéndola a las prerrogativas del soberano, la introduce de nuevo en las atribuciones delegadas a los tribunales civiles». Los deseos formulados con toda claridad por Meléndez encontraban aquí su completa realización.

Pero ¿qué participación tuvo el poeta-magistrado, o su discurso, en la publicación de este decreto? Nada sabemos. La Forest dice que el proyecto del decreto estaba «preparado desde hacía mucho tiempo»817. ¿Estaba Meléndez al corriente de las principales disposiciones de este proyecto de decreto, y se limitó a tomar -no nos atrevemos a decir «plagiar»-, en su dictamen ciertos pasajes (ya que hay parecidos inquietantes en los términos)? Para ello era preciso que el decreto estuviese ya redactado diez meses antes en su forma definitiva y que el fiscal tuviese una copia del proyecto. Lo cual es poco probable. Más bien creemos que su dictamen precedió a la concesión del decreto real, sobre cuya redacción debió de ejercer una influencia directa: «Le han considerado las Juntas digno de que se tenga presente cuando se trate del arreglo general de la Policía». Parece lógico pensar que Meléndez, mediante una intervención destacadísima, atrajese la atención de las autoridades sobre un problema que estaba en el aire. Su discurso sería la ocasión, si no la causa primera, del decreto. Y, probablemente, la adopción de una medida que había preconizado tan fuerte y elocuentemente le valió al Fiscal de las Juntas su ascenso al Consejo de Estado.

Pero aún existe un detalle que nos obliga a pensar que Meléndez estuvo en relación directa con la redacción o publicación del decreto: ciertos considerandos del texto y de los comentarios de la Gaceta de Madrid -anotados en el texto de Laforest (111, 135)- reproducen con asombrosa fidelidad los argumentos expuestos por Meléndez ante las Juntas:

«Considerando que repugna al espíritu del Evangelio y a la práctica de los siglos más puros de la Iglesia818 que por las ocupaciones del foro se distraiga el Estado Eclesiástico de las funciones propias de su sagrado ministerio...819 La Gaceta de Madrid creía necesario añadir estas reflexiones: «No es mi reino de este mundo», había dicho Jesucristo820. Durante los últimos tres siglos que vieron en casi toda Europa trazarse los límites que separan al Sacerdocio del Imperio821, España había conservado en su seno una autoridad enemiga a las Luces... El nuevo decreto destruyó ese laberinto inextricable»822.



Nos es difícil admitir que tantas similitudes en los argumentos y hasta en los términos no sean sino una pura coincidencia: Meléndez no debió de desconocer el decreto, o, al menos, sus redactores. Y, en todo caso, el autor del artículo de la Gaceta debió tener a la vista una copia del dictamen de nuestro Fiscal.

Finalmente, un último hecho podría invocarse para apoyar esta hipótesis: el «Decreto por el que se manda cesar al Estado eclesiástico en el exercicio de toda jurisdicción forense, tanto civil como criminal, y se devuelve como corresponde a los Magistrados seculares»823, está seguido inmediatamente por un decreto publicado el mismo día, que reglamenta las dispensas de matrimonio: «Decreto por el que se manda a los R. R. Arzobispos y Obispos dispensar por ahora en todos los impedimentos matrimoniales». Este decreto, al igual que el precedente, lleva la fecha de 16 de diciembre de 1809824. ¿Debemos atribuir al azar este encuentro de dos problemas aparentemente sin lazo directo entre ellos?

Los resultandos que preceden al texto nos autorizan a suponer lo contrario: «Teniendo presentes los varios recursos hechos al trono por personas que han convenido en casarse y no pueden conseguirlo sin dispensa; considerando los graves perjuicios que se originan al Estado de que se dilaten los matrimonios proyectados; lo mucho que la religión y la moral interesan en evitar esas dilaciones, y lo practicado sobre este punto por varios países católicos, particularmente en España algunas veces, una de ellas en el año 1799825; y reservándonos resolver sobre este grave punto definitivamente», el rey decide que los obispos de la diócesis en la que ha de celebrarse el matrimonio examinarán gratuitamente las dispensas matrimoniales.

Nos inclinamos, pues, a ver en esta coincidencia una influencia directa de esa defensa de la juventud, de la libertad del corazón, de la razón y también de los verdaderos intereses del Estado y de la religión, que era el Dictamen de Meléndez.

Sea lo que fuere, la puesta en práctica de ideas tan apreciadas para él debió de colmar de satisfacción a este decidido partidario de las luces.

*  *  *

No parece, al menos por lo que sabemos, que las otras intervenciones de Meléndez como fiscal de las Juntas tuviesen la misma resonancia; bien es cierto que los temas tratados apenas eran susceptibles de un desarrollo parecido al del asunto González-Luquede.

El 7 de mayo de 1809 da su dictamen favorable a la ejecución de un decreto de primeros del mismo mes, que especifica que «todo eclesiástico o funcionario ausente de su destino a partir del 1.º de noviembre de 1808 era invitado a reintegrarse al mismo en un plazo de veinte días, so pena de perder su cargo y ver confiscados sus bienes; unas listas de cargos vacantes se formarían y nuevos nombramientos se harían por las autoridades competentes». Las Juntas confeccionaron las listas exigidas, pero se pronunciaron contra los nombramientos para los puestos desocupados; los consideraban inútiles, dado «el número reducido de asuntos que se presentaban en la actualidad», e inoportunos, vista la dificultad de escoger «los candidatos más meritorios».

Más curioso es el asunto en que intervino Meléndez el 26 de julio. La víspera había aparecido un decreto en que se disponía que «para mantener la tranquilidad pública se ha dispuesto formar la guardia cívica, en que puedan alistarse todos los empleados públicos». Las Juntas se reúnen; Meléndez está presente y da su opinión, desgraciadamente oral: «oído en voz al Señor Fiscal». Faltos de entusiasmo por formar patrullas nocturnas, los jueces se contentan con comunicar la medida a sus subalternos. Unen a esta decisión una opinión a la que no falta sabor: «Sin embargo de que no creemos compatibles con nuestro ministerio, edad y achaques respectivos el servicio de la milicia cívica, si todavía se considerase serlo, podrá V. S. contar con nuestras personas, como así se lo hemos hecho presente al Sr. Ministro de Justicia...» Don Pedro de Lomas, pasando por encima de los catarros y reúma, manda inscribir a los graves magistrados entre los voluntarios, sin duda para dar ejemplo, ya que están expresamente desligados de toda obligación826.

La última intervención de Meléndez en el seno de este tribunal de que hemos encontrado huella es, como la primera, de carácter práctico. Se requiere al fiscal para que dictamine sobre las modalidades de ejecución de un decreto del 18 de abril de 1809 en que se suprimen los antiguos consejos que todavía subsistían, los de la Guerra, de la Marina, de Indias, de la ordenes, de Hacienda, así como de las Juntas de Comercio y de Correos; los asuntos en trámite se confían provisionalmente a las Juntas de lo contencioso.

Hay que advertir inmediatamente, dice Meléndez, a todos los subalternos de estas instituciones suprimidas que, de ahora en adelante, dependen de las Juntas; hay también que asegurar la custodia de los archivos, papeles y muebles de estos antiguos organismos; finalmente, para la separación y clasificación de los asuntos contenciosos de los que se deben de hacer cargo las Juntas, bastará conformarse con el uso ya establecido, y con una sonrisa, ya que no se olvida de que fue él quien indicó el camino a seguir en tal caso, añade: «Puesto caso que ya las Juntas tienen adoptado sobre este punto el plan más acertado, y desempeñándolo con el celo y actividad que las anima en todas sus operaciones».

Con estas palabras, todas de alabanza al tribunal al que él pertenecía, se termina el último documento relativo a la actividad de Meléndez en el seno de las Juntas Contenciosas. Sin embargo, el magistrado permanecería aún en ellas durante más de dos meses.

El 3 de noviembre los «Decreteros» mencionan: «No asiste el Sr. Pereyra por haber sido nombrado consejero de estado con el Sr. Fiscal D. Juan Meléndez Valdés»827. El poeta y su colega encontrarían en los bancos del primer organismo del Estado828 a uno de sus compañeros, Joven de Salas, nombrado consejero el 8 de marzo de 1809. Más tarde, en 1810, Romero Valdés gozará del mismo ascenso. Las vacantes serán ocupadas por otros juristas eminentes, que han dejado nombre en los estudios jurídicos, la crítica o la historia literaria, tales como Juan Sempere y Guarinos y don Manuel Pérez del Camino, designados el 7 de junio de 1812829. Estos nombramientos confirman la importancia que hemos reconocido a este tribunal: era la antecámara del Consejo de Estado.

A lo largo de los nueve meses pasados en el seno de las Juntas, Meléndez, cuyo pensamiento había madurado, pero no cambiado, en los diez años de exilio, da muestras de gran actividad profesional: interviene, en desempeño de su cargo, en la organización del trabajo de las Juntas, en el examen de los asuntos en trámite, de los que sabe desprenderse para elevarse a consideraciones generales sobre la legislación española y las reformas que exige; es escuchado y algunas veces aplaudido por sus colegas. Tiene al fin la impresión de poder dar forma a sus ideas, de actuar según sus opiniones y hasta por la propuesta de un proyecto de ley, en los destinos de su país. A la alegría de la vuelta a la vida activa se une la de ver al fin apreciados y recompensados sus servicios por un ascenso.

¿Cómo extrañarnos, pues, de que el magistrado, profundamente herido por haberse visto alejado durante el reinado de Carlos IV de la vida pública por una decisión arbitraria, comenzase a encariñarse sinceramente con un Gobierno que, reconociendo sus méritos, satisfacía su ambición y colmaba su más querido y noble deseo: el de ser útil a su país, contribuyendo por medio de sus palabras, sus escritos y sus actos a difundir en él la «ilustración»?