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ArribaAbajoDona Bárbara71

Orlando Araujo


Doña Bárbara, es un libro ya definitivamente vinculado al ser venezolano y latinoamericano. Su estirpe de gran novela ha cruzado airosa el tiempo de la negación generacional y sus personajes, que conservan la edad de su escritura, conviven con el pueblo en la expresión cotidiana de la frustración y la esperanza.

El atrevimiento de un prólogo a un clásico del continente y de la lengua sólo tiene justificación, en una colección popular, cuando con él ayudamos al lector a establecer ciertas relaciones de tiempo y espacio literarios y motivamos algunas reflexiones sobre el oficio y la función de escribir, derivadas de la obra del autor y de la huella de su paso por el mundo: lo que el tiempo cierne y va quedando como añadidura del hombre a lo que encontró ya hecho, la lección que perdura y la armonía o el desequilibrio entre la letra y la vida.

Por impresión de borrosas lecturas, cuando no por prejuicio literario, a Gallegos suele considerársele como narrador estructural y estilísticamente homogéneo. Hay aquí un error de apreciación. Como escritor realista, de formación positivista, en sus novelas hay ciertamente una reiteración temática e ideológica que responde y expresa, casi obsesivamente, su angustia ante las fuerzas y riquezas naturales no explotadas para el provecho de la nación; angustia ante el derroche alardoso de las mejores energías del hombre de estas tierras, puestas en el azar de la aventura, en la revuelta armada y en aguardiente y amoríos; angustia ante la impotencia y resignación de los ofendidos y humillados por el ejercicio impune de la fuerza bruta. Y, en contrapartida (obsesiva también, como es propio de un temperamento hipersensible al drama de su pueblo) los enviones de la   —162→   esperanza en la fe sobre la cual se afirma repetidas veces la lucha por la justicia y la defensa de los oprimidos.

Pero esta visión activa y participativa de su mundo real y de su época se reitera en situaciones siempre renovadas, porque si algo caracteriza a Gallegos como narrador es su fecunda capacidad de cuento, el interés anecdótico y la renovada tensión del relato que agarra al lector, lo seduce y lo incorpora al ritmo de la «inteligencia ordenadora» del universo modelado; y cuando al final lo suelta, o mejor, lo desenlaza, ya el lector es un cómplice.

No es monocorde el instrumento de sus escrituras: antes y después de Doña Bárbara, Gallegos protagoniza una continua búsqueda, tantea, ensaya, avanza y retrocede. De ninguna manera se adormece en una fórmula, ni se da por satisfecho cuando Doña Bárbara lo consagra internacionalmente. Me he dedicado a demostrar esto en mis trabajos sobre el novelista. Lo han demostrado mejor que yo críticos más autorizados. Lo sigue demostrando, mejor que nadie, la nerviosa constelación de sus trabajos: Reinaldo Solar, en estructura y estilo, es obra muy distinta de Doña Bárbara; o si se quiere, no puede ser apresada en el esquema de comienzo, nudo y desenlace, para utilizar el lenguaje preceptivista con que se ha pretendido minusvaler técnicamente la novelística de Rómulo Gallegos. Canaima es un increíble poema épico del Orinoco, la culminación de los asedios de la palabra escrita sobre el inmenso río y la añadida selva. Novela homérica para decirla en voz alta, sin posible caída en la tensión del discurso. Cantaclaro es la novela que Gallegos había sacrificado para salvar, también como novela, a Doña Bárbara. El asunto es sencillo, pero no simple: el llano se le presenta a Gallegos como inmensidad, como bravura y como melancolía. Como naturaleza bravía forjadora de hombres recios. Y como tema catalizado por aquel temperamento épico y formación humanista a que aludimos antes, se resuelve en la síntesis de «Tierra ancha y tendida, toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad», es decir, en Doña Bárbara. Si después de leer a Cantaclaro (1934) volvemos a Doña Bárbara (1929) advertiremos, sin necesidad de prolijos análisis, el tremendo dominio que Gallegos tenía sobre sus materiales y sobre sus propios avasallamientos de creador: la economía narrativa de Doña Bárbara, su «inteligencia ordenadora», exigían el sacrificio   —163→   de todo un universo poético, y el autor no vaciló. La violencia de la tentación vencida y la medida de la hazaña literaria nos la da Cantaclaro, la novela de un poeta, ya no épico como en Canaima, sino juglar de amores, de rebeldías y de caminos en un vasto escenario donde el tiempo cabalga entre la soledad y la muerte.

La critica de las obras de Gallegos todavía sufre dos extremos: el de la escolaridad apologética y el del rechazo carcomido de heredadas envidias. Sin embargo, y por esa ley biorrítmica del arte que perdura, ya se va imponiendo la hora del lector auténtico: hay, por ejemplo, quienes pretenden rescatar de injusto olvido los magníficos trabajos de Guillermo Meneses mediante la negación de los trabajos de Gallegos, como si las valencias del espíritu creador latinoamericano fueran tan estrechas que no dieran cabida con holgura a dos y más estilos de expresión narrativa en un continente de genio imponderable.

Gallegos y Meneses están separados, desde el punto de vista estilístico, por la distancia que va del clásico al barroco. Desde la perspectiva del modelo galleguiano, la narrativa de Meneses resulta poco firme, con personajes reentrantes que suelen esfumarse buscándose a sí mismos, como si fueran, no personajes sino representaciones. Desde el punto de vista del modelo de Meneses, Gallegos resulta solemne, monótono, con narración sin doble vía. Sucede que los puntos de vista son creadoramente diferentes: Gallegos es todavía un positivista muy siglo XIX, firme en su fe sobre el progreso, la educación y la ley; ganado por el esquema sarmientino de civilización y barbarie y, en cierto modo, cautivo en una novelística del bien y del mal. Sus fuentes son Darwin, Le Bon y los positivistas venezolanos; en lo literario, Homero, Cervantes, Tolstoi, Zola. Meneses es un escéptico, dubitativo espíritu de vanguardia cuyas fuentes inmediatas son en lo filosófico y psicológico, Bergson y Freud; y en lo literario: Proust, Kafka, Joyce y Mann. Asimiladas al paisaje de América, la prosa de Gallegos, de período largo y ondulante, tiene curso de río grande y movimiento de anaconda; la de Meneses tiene el cristal nervioso de las mareas espiadas por los brujos y tiene vibración de cascabel. La autonomía estética y la fecunda obra de estos dos grandes narradores nos representan, sin excluirse, en la plana mayor de nuestra lengua, siempre viva en los proteicos cauces y meandros de lo clásico y de lo barroco.

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En la década del 30 al 40, varios novelistas jóvenes buscan un camino nuevo y propio. Instintivamente algunos y lúcidamente otros, ensayan nuevas formas para romper el esquema ya agotado por la llamada fórmula criollista: Uslar Pietri investiga el ser venezolano en los momentos culminantes de nuestra historia y nos da Las lanzas coloradas; Díaz Sánchez abre con fuerza la válvula del tema petrolero y escribe Mene; Antonio Arráiz, innovador en la poesía de la década anterior, nos da en Puros hombres la austeridad de un estilo que no volverá a lograr después; Meneses avanza con singular persistencia, hurgando en la vida marginal, hacia la coherencia ejemplar de una novelística que hoy enriquece nuevas exploraciones; Otero Silva se vuelca con desenfado en el barro febril de su propia circunstancia generacional y escribe Fiebre. Junto a ellos, movidos por el mismo afán de renovación expresiva, dos novelistas que vienen de experiencias anteriores, también ensayan y buscan nuevos cauces: son Enrique Bernardo Núñez y Rómulo Gallegos. El primero viene del criollismo modernista y se proyecta hacia el futuro con Cubagua; el segundo viene de cerrar un ciclo histórico de la novela venezolana, viene de Doña Bárbara, obra que culmina el de la novela criollista, lo trasciende llevándola a su más alta expresión y lo renueva, proyectando la novela latinoamericana hacia nuevos caminos y, en cierto modo, imponiendo la investigación de esos caminos. Por ello es clásica. El mismo autor habrá de salir, y sale de ella, a nuevas aventuras en el arte de narrar: ni Canaima, ni Cantaclaro son imitaciones de Doña Bárbara; El forastero es un experimento de novela política aún no bien atendido por la crítica como lo ha demostrado Luis Beltrán Prieto Figueroa; y, todavía más, las novelas cubana y mexicana, escritas en exilio, comprobaron al propio Gallegos que las obsesiones de su angustia alimentadora de fábulas no era exclusivamente venezolana.

Éticamente, Rómulo Gallegos fue hombre de una sola pieza; pero estéticamente es autor de una versatilidad narrativa cuya riqueza lingüística se ha mostrado hasta hoy superior al esfuerzo de sus mejores críticos, en el caso de la buena fe; y al encono elegante de sus detractores transnacionales, en el caso de la mala. ¿Es intocable Gallegos? Es tocable, asequible, criticable y bien legible. Sus imperfecciones se muestran así de bulto en el territorio aluvional de sus criaturas,   —165→   y si algo se impone hoy es el ejercicio de una conciencia crítica continua en la lectura y el estudio de tan vasta obra. Sobre todo por parte de los nuevos narradores a quienes Gallegos dejó el mejor legado: no imitar a los demás, sino crear a partir de lo que recibimos; si Gallegos no imitó ni siquiera a sí mismo, habría que imitarlo, no en estilo ni en factura, sino en la autenticidad con que asumió su destino de escritor y de hombre, y en el esfuerzo continuo de su oficio, siempre vigilante, hasta el final de sus días.

Finalmente, conviene aprovechar la oportunidad de esta edición popular de Doña Bárbara, y tal vez justifique la impertinencia de este prólogo, replantear aquí la pregunta que una vez me hicieron los estudiantes en un seminario sobre la obra integral del autor: ¿Cuál es el aporte de Rómulo Gallegos a la narrativa venezolana y continental? ¿Cuál es el legado de Rómulo Gallegos? He revisado la respuesta que di entonces y que anda por allí en ensayos de poca circulación. Es una respuesta pretenciosa y falla, pero es una respuesta que acepta el reto de la pregunta. Tiene, en todo caso, el valor de no esquivar la pregunta, y esa pregunta es fundamental.

Desde Manuel Vicente Romero García hasta Rómulo Gallegos los novelistas venezolanos manejaron los contextos de su época, se desenvolvieron dentro de ellos, que eran su circunstancia, y con fortuna diversa trataron de incorporarlos a su obra narrativa: fallaron, por mengua del estilo, aquellos que dieron más importancia a lo que querían y tenían que decir, con detrimento de la manera de decirlo; y fallaron, por mengua de los contenidos, quienes pusieron en el lenguaje un interés y un énfasis que restaron a los contextos sociales e ideológicos. Gallegos es el novelista que logra la expresión cabal de los contextos de su época. Con él concluye una novelística y comienza otra. Visto desde un ángulo, es el último de los criollistas, cuya narrativa él trasciende; y visto desde otro, es el precursor de una novela nueva, que se inicia vigorosamente en la década del 30, desmaya a poco andar y llega a la década de los 60 inconclusa, desorientada y asediada por una praxis nueva, dentro de la cual ya se ha iniciado, también, una renovación novelística.

El legado literario de Rómulo Gallegos podría sintetizarse del siguiente modo:

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Incorporación del lenguaje popular a la economía narrativa mediante la estilización de una conciencia lingüística no existente en la novela anterior. Así, los contrasentidos e inconsecuencias lingüísticas (popularismo y cultismo), desde Peonía hasta Reinaldo Solar, dan paso a una profundización de la interioridad existencial de los personajes a través de la autenticidad de su habla. No olvidemos que éste es el rasgo más característico de la novela hispanoamericana actual y el que ha permitido reestructurar la visión del hombre latinoamericano y de su mundo. Gallegos abre este camino y se detiene en su vista panorámica. No le sigue hasta sus últimas consecuencias por la limitación misma de su modelo extensivo y por el freno de un purismo lingüístico que le cerraba la riquísima cantera de los lenguajes prohibidos.

Nuevo sentido del paisaje. Hay en Gallegos un nuevo sentido o visión, o colocación del y dentro del paisaje y la naturaleza: en primer lugar, un alejamiento del paisaje virgiliano (Geórgicas) ofrecido en combinaciones de ciudad y campo (Caracas y sus alrededores de litoral y haciendas). Reinaldo Solar y La Trepadora rinden, todavía, tributo a esa tradición que se rompe en Doña Bárbara, donde el paisaje ya no es naturaleza amansada sino tierra abierta y salvaje. Así el paisaje deja de ser estático marco de romances y costumbres, para incorporarse como factor dinámico de lucha, como personaje. Se abandona el detallismo nativista y se ofrecen grandes conjuntos o masas narrativas mediante una técnica de selección simbólica.

Una narrativa existencial hacia afuera. El desequilibrio estético de la novela galleguiana -y, en general, de la gran novela telúrica- se advierte en la proyección hacia afuera de los personajes y de sus conflictos: el hombre galleguiano -a diferencia del hombre costumbrista- no se contenta con vivir superficialmente entre las cosas ni con sermonear continuamente a los demás, sino que se siente a sí mismo como incógnita y busca su destino, que es buscar la medida de sí mismo. En este sentido, Gallegos está dejando atrás la novelística que hereda y abriendo camino a la que ha de venir. Los personajes galleguianos, los más auténticos (Lorenzo Barquero, Marcos Vargas, Florentino), y aun los más abstractos (Santos Luzardo, Ludmila Weimar), se buscan a sí mismos, pero no mediante la exploración de su mundo interior, sino en el contacto y choque con el mundo   —167→   exterior. Ellos se miden y tratan de encontrarse por un proceso de diferenciación y de conflicto frente a la naturaleza o frente a los demás hombres. Intuyen sus fuerzas interiores y son capaces de apreciarlas sólo en la medida en que las comparan y ponen a prueba con el mundo exterior: el hombre galleguiano es un primitivo que quiere, que necesita y que lucha por llegar a conocerse a través del mundo implacable que lo asedia. Este hombre se queda en el choque, en el encontronazo. Ya no podrá ser, ya no regresará más nunca al muñeco embelesado de los idilios pseudo-románticos, ni al insulso palurdo de los costumbristas; pero tampoco alcanzará su verdadera dimensión hacia adentro, sino que presiente y ve de lejos la tierra prometida de su mundo interior. Ese personaje queda allí, en los portales de esa visión, como leyenda, como mito o como subhombre.

Esto quiere decir que Gallegos es un escritor épico, en el sentido clásico del término. Sus personajes se destacan por su individualidad heroica en cumplimiento de un destino que se le ha señalado desde afuera y cuyo secreto ellos han arrancado a los ríos, a la llanura, a la selva o a los otros hombres que encuentran en su camino. La épica en que hoy se empeña la literatura hispanoamericana sigue un camino diferente: el hombre de la novela postgalleguiana ya no pregunta «¿Se es o no se es?» a la montaña, al río o a los otros hombres: se interroga a sí mismo, y busca su destino en la exploración lúcida o intuitiva de su interioridad existencial; y es a través de este rumbo como alcanza su condición social y su lugar en el mundo, y con ello, su ubicación en una lucha que ya no puede inscribirse dentro del marco de un destino heroico al modo griego, sino dentro de una épica social y de un destino individual cuya praxis es estrictamente humana y azarosa.

Gallegos siente el llamado fascinante de esta aventura, pero no se entrega a ella, así como Luzardo siente la tentación de penetrar en el mundo interior de doña Bárbara, pero espolea su caballo y se aleja. De nuevo la atracción se ejerce con más fuerza y mayores efectos en Cantaclaro y en Canaima, en las cuales se adentra más en una narración hacia adentro, que no llega, sin embargo, a imponerse ni a perturbar la nervadura de su mitología y de su narrativa homérica. Gallegos la anuncia y la prevé, y su obra conduce hacia ella, pero como Moisés ante la tierra prometida, deberá contemplarla desde   —168→   lejos. No por eso su obra se empequeñece: como los grandes poetas nacionales, forjadores de un lenguaje, Rómulo Gallegos recibe una herencia de potencialidad dispersa y de aluvión, y devuelve el caudal coherente de una obra sobre la cual puede fundarse una literatura hacia el mundo, siempre y cuando se asimile la lección creadora del propio Gallegos: no imitarlo, sino comprenderlo y superarlo, así como él lo hizo con quienes lo antecedieron en el arte literario. En este sentido, su encuentro personal con Mario Vargas Llosa, poco antes de morir, tiene la ironía de un símbolo típicamente galleguiano: la transmisión de poderes de una novelística a otra.



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ArribaAbajoPresencia de Antonio José Torrealba en Doña Bárbara y Cantaclaro72

Edgard Colmenares del Valle


Tradicionalmente, a Antonio José Torrealba se le conoce en la historia de la literatura venezolana, sobre todo a través de la crítica de orientación biográfica y sociológica, como el informante que en 1927, en el viaje que hizo don Rómulo Gallegos a las sabanas de La Candelaria, le suministrara una «preciosa documentación» que el novelista utilizaría en Doña Bárbara y en Cantaclaro. Esto lo reconocen los críticos y el mismo Gallegos, quien en el Prólogo que escribió para la edición conmemorativa de los 25 años de Doña Bárbara (1954), del Fondo de Cultura Económica de México, señala que:

En el hato La Candelaria de Arauca, conocí también a Antonio Torrealba, caporal de sabana de dicho fundo -que es el Antonio Sandoval de mi novela- y de su boca recogí preciosa documentación que utilicé tanto en Doña Bárbara como en Cantaclaro. Ya tampoco existe y a su memoria le rindo homenaje por la valiosa colaboración que me prestó su conocimiento de la vida ruda y fuerte del llanero venezolano.


A partir de este testimonio de reconocimiento que hace el maestro Gallegos para con Antonio José Torrealba, se documentan varias referencias sobre la relación personal y literaria que existió entre ambos. Al respecto, Subero (1979: 17) recoge parte de esta información, destacando entre otros los nombres de Juan Liscano (1961: 93), Lowell Durtham (1957: 74) y Arístides Bastidas (1969: D-2).

Bastidas, por ejemplo, en entrevista que hizo a Ricardo Montilla, escribe:

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Durante los cinco días que duró su permanencia en La Candelaria, Gallegos cultivó una asidua amistad con el caporal de la misma, Antonio Torrealba, que aparece como Antonio Sandoval, Caporal de Altamira. La razón de este acercamiento estaba en la riqueza narrativa de Torrealba. Poseía un exquisito don de conversación y relataba los episodios más fantásticos sobre la vida llanera, de los cuales Gallegos atento y silencioso tomaba nota.


Pero además de estas referencias, como consecuencia de la investigación que adelantamos, sobre Torrealba hemos documentado una variada información en John Englekirk (1948), Ricardo Mendoza Díaz (1951), Ángel Rosenblat (1964), Ricardo Montilla (1964), Pedro Elías Hernández (1978), Ramón Mota Báez (1978, 1979), Oldinan Botello (1978) y Argenis Méndez Echenique (1981). De particular interés, por su carácter histórico o por lo que en ellos se afirma, resultan los trabajos de Englekirk, Rosenblat y Mota Báez.

El trabajo del profesor John Englekirk, «Doña Bárbara, legend of the Llano», data de 1947, año en que fue leído en la Vigésima Novena Asamblea Anual de The American Association of Teachers of Spanish and Portuguese. Ese mismo año, Englekirk había estado en San Fernando de Apure y allí, en la joyería Faoro, había entrevistado a Torrealba. Del vínculo habido entre Gallegos y Torrealba, Englekirk dice:

Fue Antonio quien le sirvió de guía y de constante compañero en 1927, quien lo presentó a sus amigos en el hato, y quien le proporcionó una extensa colección de copias y de otras formas de versificación popular que hallarían sitio en Doña Bárbara y más tarde en Cantaclaro. Antonio José Torrealba Osto es fácilmente identificable en el peón Antonio Sandoval que da la bienvenida a Santos Luzardo en Altamira. Lo mismo que el Antonio real, el Antonio de la novela está siempre a mano cuando Santos necesita del ponderado consejo de un viejo conocedor de las rutas del llano y de su gente.


Una vez señalada la relación habida en 1927 entre Gallegos y Torrealba y destacado el paralelismo realidad-ficción, Torrealba-Sandoval, Englekirk agrega:

Antonio Torrealba vive ahora en San Fernando a donde llegó procedente de La Candelaria unos 17 años atrás. No se presta a confusión su «cara redonda, de color aceitunado». El tiempo, indudablemente, ha tallado a este «araucano buen mozo», que se acerca a los 50 años.   —171→   Su estatura mediana y su pie izquierdo estropeado parecen acentuar sus 250 libras de peso, y desmentir que fuera el Antonio guía y consejero de otros días. Actualmente trabaja en una joyería, donde limpia y pule cuando no está regalando a cuantos le escuchan con cuentos de la vida llanera, o llenando libros de contabilidad con coplas de la tradición oral o de su propia cosecha.


Al año siguiente, este trabajo apareció publicado en Hispania (1948: XXXI, 259-270) y en 1962, el profesor Óscar Sambrano Urdaneta lo traduce y lo publica con el título de «Doña Bárbara, leyenda del llano» en la Revista Nacional de Cultura (Nº 155: 57-69). En la edición que hizo de Doña Bárbara la editorial Orión (México, 1950), prologada por Mariano Picón Salas, se menciona el trabajo del profesor Englekirk y se precisa que «el investigador norteamericano ha estudiado en su valioso trabajo lo que puede llamarse la topografía del libro». (Cfr. Gallegos, 1950: 27).

Este estudio de Englekirk y dos breves testimonios del profesor Ricardo Mendoza Díaz son las únicas referencias, anteriores al prólogo de Gallegos, que he encontrado en torno a Torrealba. De Mendoza, hablaré más adelante.

Ángel Rosenblat, por su parte, en su trabajo Los otomacos y taparitas de los llanos de Venezuela, señala que Torrealba era un «gran conocedor del llano», «nieto de otomaca pura» y, además, que «sirvió de guía a Rómulo Gallegos cuando éste llegó en 1927 al hato de la Candelaria, y le dio rica información que le sirvió para la elaboración de Doña Bárbara; en la obra aparece representado en la figura de Antonio Sandoval». Este juicio de Rosenblat, parece basarse en Englekirk, en Gallegos y en su propia experiencia, pues de inmediato agrega: «Cuando llegamos a Cunaviche había muerto hacía un año, pero había dejado una serie de cuadernos con el título de Diario de un llanero». (Cfr. Rosenblat, 1964: 284).

En ese viaje que hiciera a Cunaviche en busca de los otomacos, Rosenblat encontró los manuscritos de Antonio José Torrealba. Con él iba su discípulo de entonces Ricardo Mendoza Díaz. A partir de aquel momento los manuscritos recorrerían un largo itinerario lleno de vicisitudes y de polillas, especialmente los que se conocen como los Libretones de Torrealba.

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A su regreso de Cunaviche, Mendoza publica el 17 de enero de 1951, en Raudal, un semanario que él mismo dirigía en San Fernando de Apure, una información sobre Torrealba y sobre sus textos. Esa nota periodística es, después de la de Englekirk, la primera información que se da acerca de Torrealba. Coincidencialmente, aparece el día en que, 68 años atrás, naciera en Cunaviche «el informante de Gallegos»:

Los habitantes de esta región tienen la bondad del cuento. Todo lo dicen, lo comentan, lo explican con frases coloreadas por las comparaciones y por el tabaco que mastican o por el café que absorben a grandes tragos. Representante genuino de este tipo de hombre es don Antonio José Torrealba...


Estos rasgos, estilísticos si se quiere, que Mendoza da como propios de los cunavicheros, son, en parte, los que caracterizan el uso del lenguaje en Torrealba. A continuación se agrega:

...conocido en todos los llanos de Apure, no solamente por sus dotes de hombre alegre, sino también como el que dio a Don Rómulo Gallegos valiosas informaciones sobre costumbres, oficios, leyendas y cuentos del llano, que le sirvieron para elaborar sus novelas Doña Bárbara y Cantaclaro; también por tener la manía de anotarlo todo, desde el dicho más insignificante hasta las historias, coplas, versos, corridos, canciones, poemas, cuentos, todo tenía cabida en «sus libros».


La cita de Mendoza concluye precisando cuáles fueron los materiales que él y Rosenblat trajeron a Caracas:

Dan testimonio de estas cualidades del «renco» Torrealba -como lo llamaban cariñosamente- cuarenta y un cuadernos manuscritos, que tiene cada uno de ochenta a cien páginas, titulados Diario de un llanero y tres «libros», especie de antología, titulados Versos rústicos netamente llaneros de autores conocidos y desconocidos.


A la semana siguiente, 24 de enero de 1951, en el mismo periódico, Mendoza publicó el «Corrío del muchacho becerrero y el hombre que mandaba por adivinanzas», uno de los textos de Torrealba que aparece en uno de los tres «libros» antes aludidos.

Con relación a estos materiales, Rosenblat (1964: 285) observa que Torrealba, «sin tener condiciones literarias, fue llenando cuaderno tras cuaderno (más de cuarenta a dos columnas), con escenas, coplas, recuerdos de paz y de guerra y relatos y aventuras diversas. Las   —173→   mejores escenas son las que describen la vida animal». La intención de Rosenblat, de acuerdo con lo que él mismo afirma y de acuerdo con lo que he documentado, era la de armar una serie de relatos alusivos al llano y sus costumbres, desde luego podando el lenguaje, corrigiendo las construcciones gramaticales y transformando las estructuras narrativas:

...los hemos traído a Caracas, por generosidad de Gregorio Jiménez, su sobrino, biznieto de otomacos, que era entonces secretario de la Corte Superior de San Fernando de Apure. De esos cuadernos esperamos extraer un relato de la vieja vida llanera.


Los manuscritos, además, se «papeletizaron» en parte, con el propósito de extraer información acerca del léxico regional apureño. Alguna de esa información se incorporó al fichero del Instituto de Filología «Andrés Bello» para ser utilizada en el Diccionario de Venezolanismos que prepara un equipo coordinado por la profesora María Josefina Tejera. Allí, en el Instituto, con excepción de los que estaban en poder de Ricardo Mendoza, permanecieron, casi olvidados, hasta que la profesora María Teresa Rojas me encomendó que los estudiara. Al respecto, Manuel Bermúdez señala:

Los cuadernos de Torrealba, titulados con el nombre genérico de Diario de un llanero, permanecieron arrinconados durante muchos años en el Instituto de Filología «Andrés Bello» de la Universidad Central de Venezuela; y antes de ser devorados por las fauces del aseo urbano, gracias a la intuición crítica de la profesora María Teresa Rojas, directora del Instituto, pasaron a manos y vista de Colmenares, quien, calibrando y valorando el lenguaje y escritura de Torrealba, logró establecer una pragmática de trabajo que va a concluir con la publicación de la obra.


(Cfr. El Nacional, 26.5.84; p. A-4)                


También como parte del estudio que intentó el profesor Rosenblat con el Diario de un Llanero, Carmen de Díaz, en una nota sin fecha, destaca:

Tenemos en estudio, en el Instituto Filológico (sic) «Andrés Bello», que dirige el Profesor Ángel Rosenblat, los numerosos manuscritos de una obra que su autor, el Sr. Torrealba, tituló Diario de un llanero.


Después, entre otras afirmaciones, la Sra. Díaz sostiene:

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El Sr. Torrealba no es ni un estilista ni siquiera un escritor de primera fila, pero a mi entender, el interés de su manuscrito supera en mucho al que pudiera tener cualquier costumbrista, que dominando la gramática y a veces usando el diccionario para enriquecer su léxico, pasa a ocupar un lugar en la literatura de cualquier país. (...) Pero lo que en mi concepto da un valor inestimable al manuscrito, es el léxico, riquísimo, empleado en su redacción. (...) A veces, el léxico se hace tan realista, que llega al límite del naturalismo grosero y escatológico; pero lo que es una grave falta literaria, sigue conteniendo un indudable valor lingüístico como exponente fidedigno de la lengua hablada por estos rudos vaqueros.


Desconozco totalmente si esta nota llegó a publicarse junto con algunos textos del manuscrito, tal como lo anunciaba su autora. Del mismo modo, destaco que Rosenblat no poseía todo el material de Torrealba. Unos cuadernos del Diario de un llanero, nueve en total, se perdieron («Los primeros cuadernos -dice Rosenblat- se los envió a Rómulo Gallegos y parece que se extraviaron»). Los Libretones estaban en poder de Mendoza y hasta ahora, fue cuando llegaron al Instituto de Filología.

Actualmente, el Instituto tiene 30 de los 41 cuadernos del Diario de un llanero (del Nº 10 al 40; los faltantes quizás estén definitivamente perdidos), los tres Libretones y, además un cuaderno en el que hay un relato cuyo título es Historia de Azabache, o sea la historia de un caballo contada por él mismo junto con la de sus compañeros de trabajo.

La edición del Diario de un llanero se hará mediante un convenio interinstitucional que se firmó, con fecha 2.5.83, entre la U.C.V. y la gobernación del Estado Apure. En ese acto, la Universidad fue representada por el Dr. Carlos Moros Ghersi y la gobernación por el entonces gobernador de esa entidad el Dr. Ismael Colmenares. De acuerdo con el convenio, la Universidad se compromete a realizar: a) Un estudio preliminar que comprenda un acercamiento biográfico a Torrealba y un análisis interpretativo de sus textos y b) Un estudio léxico-semántico de los regionalismos que aparecen en el Diario de un llanero. La gobernación, por su parte, se compromete a subvencionar los gastos de transcripción mecanográfica de los manuscritos y su publicación.

La otra referencia que da Mendoza sobre Torrealba, la publicó en   —175→   El Precursor, un «órgano de expresión de la comunidad educativa del Liceo Francisco de Miranda» de Los Teques. En esa nota, fechada en marzo de 1973, curiosamente, Mendoza no dice nada con respecto a los Libretones y con relación al Diario y a su autor expresa:

Voy a cantarles algunas coplas recogidas por Antonio José Torrealba Osto en 1927, «gran amigo de Rómulo Gallegos» este renco viejo, que desde la tumba espera que se haga justicia publicando sus manuscritos. La U.C.V. tiene 41 cuadernos suyos con el título de Diario de un llanero.


Aparte de estas referencias, más adelante, aludiremos las de Mota Báez (1978, 1979) por considerarlas verdaderamente significativas en cuanto a la motivación y en cuanto al proceso de creación de Doña Bárbara y Cantaclaro.

Las citas y comentarios hechos hasta aquí, recogen y sistematizan lo que tradicionalmente se ha dicho de Torrealba y de su vínculo personal y literario con Gallegos. Basándome en esta información, de hecho histórica, y en los indicios aportados por esta investigación, he planteado que Antonio José Torrealba, además de ser el informante principal, es el referente de Doña Bárbara y especialmente de Cantaclaro. Utilizo el término referente con el valor semiológico que tiene en concepciones como las de Odgen y Richards, Charles Sanders Peirce y Charles Morris, en cuyas doctrinas se define el signo lingüístico como una entidad constituida a base de tres componentes.

De acuerdo con esta tesis, desde luego no compartida por criterios estructuralistas saussureanos, el signo lingüístico, la unidad expresiva verbal por excelencia, está formada por el referente, el símbolo y el pensamiento. El referente se identifica con el objeto, la realidad o cosa; el símbolo con el significante o la palabra propiamente entendida como estructura fónica y, finalmente, el pensamiento se asocia al significado o concepto.

Para Odgen y Richards (1954)73, los elementos constitutivos del signo lingüístico son, como ya afirmé: símbolo, pensamiento y referente.   —176→   Por esto la imagen del signo se homologa con la de un triángulo, en cuyos vértices se localizan cada uno de estos constituyentes a fin de establecer las relaciones entre lengua, pensamiento y objeto y, de este modo, representar los hechos de la comunicación. También, teóricamente, se establece que las relaciones entre uno y otro vértice, es decir, entre uno y otro elemento no son de igual naturaleza. Así, la relación símbolo-objeto es diferente de la relación símbolo-pensamiento y ésta, a su vez, de la relación pensamiento-objeto.

El triángulo, a través de sus relaciones, viene a ser un modelo lingüístico-psicológico que se ubica en el nivel de una primera metalengua, el de la Lingüística como ciencia del lenguaje.

Esta concepción del signo como estructura triádica se documenta desde la Antigüedad clásica. Entre sus seguidores en el pasado se cuentan, entre otros, Platón, Aristóteles, los estoicos, San Agustín, los escolásticos, Humboldt, Frege, etc. En el presente, además de Odgen y Richards, Peirce y Morris, están Ullmann, Baldinger y otros cuyas doctrinas en conjunto conforman las teorías referenciales del significado.

Para precisar y delimitar más de cerca los postulados de esta tesis, bastaría revisar su evolución a través del aliquid stat pro aliquo formulado durante la antigüedad clásica como explicación de la relación que hay entre la palabra o el objeto; o recordar la distinción de terminus, ratio y res que manejaban los estoicos; o la fórmula agustiniana de

verbum
dictiores;
dicibile

o a cualquier nominalista de la Escolástica con la frase vox significat mediantibus conceptibus; o, en fin, un modelo como el de W. von Humboldt que concibe el signo estructurado a base de espíritu, lenguaje y objeto, es decir, a base de tres constituyentes (los mismos que Umberto Eco describe como el semainon, el semainomenon y el pragma).

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Siguiendo también a Ullmann y a Baldinger en nuestra hipótesis, el referente es el objeto, es decir, la cosa o realidad. «La base del triángulo es en su composición diferente de cualquiera de los otros lados», de manera que entre uno y otro vértice del sistema de relaciones que se establezcan siempre será diferente. Entre el símbolo y el referente no existe una relación de hecho sino atribuida. «El símbolo y el referente no están vinculados en forma directa», en oposición «a una relación real» que se da recorriendo los lados del triángulo. Así, la relación símbolo-referente no conlleva ningún compromiso ontológico; en cambio, entre símbolo y pensamiento y entre pensamiento y referente los vínculos son causales. Del símbolo al pensamiento hay una relación directa y el pensamiento remite siempre al referente.

De este modo, cuando nombramos un objeto, un libro, por ejemplo, la relación entre el nombre libro y el objeto constituyente de la realidad es una relación atribuida, no es una relación de esencia. El libro pudo haber sido designado como mesa, como grabadora, etc., pero una vez que se ha instituido el signo y se ha establecido en una conveniencia social, o en una necesidad como diría Benveniste, ese signo remite a un significado, en este caso «libro» y el significado «libro» tiene la propiedad de evocar los elementos pertinentes para una descripción del objeto. Así, el significado se carga con los semas inherentes al objeto y todo signo, mediante su significado, nos hace pensar, de hecho, en un elemento abstracto o concreto que es el referente.

Así, desde esta perspectiva teórico-conceptual, creo, y lo planteo como hipótesis, que Torrealba es el objeto novelado y que, de este modo, Doña Bárbara y Cantaclaro, en gran medida, fabulan a base de hechos relacionados directa o indirectamente con Antonio José Torrealba. Para demostrar esta hipótesis, voy, en las próximas líneas, a destacar algunos de los rasgos biográficos que he compilado en torno a Torrealba. Me concretaré en aquéllos que, en una forma u otra, desde una perspectiva semiológica, son indicios en función de la hipótesis formulada.

Antonio José Torrealba Osto nació en San Miguel de Cunaviche el 17 de enero de 1883. Día de San Antonio Abad. Era hijo -según consta en el Acta Nº 12 del Libro de Nacimientos del Municipio   —178→   Cunaviche de ese año- de Antonio José Torrealba, «de profesión criador» y de Josefa Vinicia Osto, hija de una india otomaca y de Manuel Solórzano. Del viejo Antonio José se sabe que fue Prefecto de Cunaviche en varias ocasiones, que fue gran amigo de Cosme López Hurtado, un hombre culto y sabio que ya en su época les hablaba a sus paisanos de teosofía, de literatura, de ciencias naturales y les incitaba a aprender «aunque fuera a leer y a escribir». De doña Josefa Vinicia, en cambio, poco es lo que se recuerda. Sólo que al morir, de tuberculosis, al igual que la mayoría de los miembros de las tribus otomacas, yaruras y taparitas diseminadas por el Cajón del Arauca, del Cunaviche y del Capanaparo, dejó dos hijos. Uno, el mayor, de nombre Evaristo, de apenas año y medio. El otro, Antonio José, de sólo seis meses. Evaristo moriría el 13 de junio de 1917 y Antonio José el 14 de julio de 1949 y no el 14 de junio de 1948 como, erróneamente, se afirma. (Cfr. Subero, 1979 y Botello, 1979). Según el acta de defunción -la número 121 del Distrito San Fernando del año 49- para el momento de su muerte, Torrealba era «empleado público» y murió como consecuencia de una «diabetes congénita».

Se cuenta que al morir doña Vinicia, al pequeño Antonio José lo amamantaron con leche de yegua. Una yegua que también amamantaba un potro del que Torrealba se decía hermano. Él lo llamó Jovial. Y tal vez este hecho, mitad leyenda, mitad realidad, lo condicionó y lo marcó para siempre en sus relaciones con los hombres y con los animales. Lo cierto es que en él se sembró desde entonces un sentimiento de afecto y de amor por los caballos y por los demás animales. Cuando bañaba las yeguas de su hatajo, les ponía zarcillos, flores en las crines, en fin, las trataba como a una mujer que se ha hecho merecedora del culto de Eros. Con razón, Elizabeth Fuentes, en entrevista que me hizo en El Nacional del 19.2.84, observa que Torrealba «se creía caballo» y «quien sabe -agrega- si aquel maldeojo que lo visitó tan temprano (su pie equino) fue más bien las ganas de ser potro que lo acompañaron hasta después de viejo».

Así, el joven Torrealba creció en medio de una naturaleza salvaje, primitiva y violenta, a la que arrancó su esencia y sus secretos a través de los conocimientos que los indios, sus hermanos de sangre, le trasmitieron. Junto con ese conocimiento de la naturaleza, también   —179→   fue adueñándose de todo el significado de las tradiciones y las costumbres del llano apureño, en particular del llano del Cunaviche y del Cajón del Arauca.

Él y su hermano Evaristo heredaron del viejo Antonio José una extensa sabana que, de acuerdo con el documento de registro, el Nº 5, del Tercer Trimestre de 1886, del Distrito San Fernando, abarcaba unas «cinco y media leguas» de «terreno propio para la cría». Al morir Evaristo en 1917, el joven Antonio José quedaría como único propietario. «En verdad -cuenta Gregorio Jiménez- la herencia nunca se repartió porque eran muchos hermanos, hijos naturales del viejo que como buen llanero era muy mujeriego... Nadie procuró que le dieran su parte sino que tío Antonio manejaba todo eso y tenía todo ese gentío a su alrededor, entre ellos mi mamá y yo, que éramos Jiménez».

Algunos de los topónimos que identificaban distintos lugares de esta sabana son Las Tapias, Santa Rita Torrealbera, Burón, Merecurote, Caño Hurtaleño y otros sitios.

Puede, entonces, afirmarse que por herencia, Torrealba fue un llanero de posesión. Una posesión que, con el transcurso del tiempo, perdió al no poder cancelar una hipoteca contraída a favor de Esteban Vivas Torrealba. Según Gregorio Jiménez, el verdadero causante de esta pérdida fue el general Vicencio Pérez Soto, para ese entonces Presidente del Estado. El motivo, un tanto folklórico, en la medida en que aparece parte de esa aureola mítico-legendaria que envuelve a Torrealba, fue que Pérez Soto se enamoró de una de las dos inmensas lagunas que había en Santa Rita. Pérez Soto, entonces, le propuso a Torrealba que le vendiera ese pedazo de sabana. Torrealba se niega y como excusa pone el que la tierra que posee es una herencia del viejo y no quiere desprenderse de ella. Ante esta negativa, se cuenta que Pérez Soto se hace de la hipoteca y, de esta manera, lo obliga a entregar su propiedad. «El precio de la venta -según se lee en el Acta Nº 31, folios del 48 al 50, del Protocolo Primero, Primer Trimestre del año de 1922- es de Seis mil bolívares cuya suma la he imputado en pago del crédito que contraje a favor del prenombrado Vivas». Hay quienes recuerdan que antes de que se consumara la liquidación, varios amigos de Torrealba le recomendaron   —180→   que se fuera a Colombia, por el Arauca, y evadiera así el zarpazo de Pérez Soto. Torrealba, sin embargo, prefirió enfrentar las circunstancias.

Este hecho, decisivo en la vida de Torrealba, con todos sus antecedentes y consecuencias, Gregorio lo evoca así:

Él estuvo trabajando hasta el año 21 en su fundo. Tenía varias leguas de sabana y más de 3.000 reses, pero era apático y despreocupado. Adquirió una cuenta y cuando a poco lo embargaron, más que todo por influencias políticas porque el general Vicencio Pérez Soto le propuso comprarle el hato. «-Es que me he enamorado de la Laguna de Santa Rita»- argumentó Pérez Soto. Era una laguna grandísima y muy honda, nunca se secaba y siempre había pescado en cantidad. Entonces, bueno, le llegó el embargo y se vio obligado a entregarlo a Esteban Vivas que era el fiador de él. Entonces él salió de ahí y vino a trabajar en el hato La Candelaria, propiedad del Benemérito. También, obligado por estas circunstancias, trabajó en Palambra, en Burón, en San Pablo, Los Cocos, El Milagro y en Corozo Pando y Flores Moradas que son del Guárico.


En 1948, en «Añoranzas de mi tierra», una extensa composición en versos rústicos, una especie de diálogo con sentido tono bucólico, Torrealba evocó esta laguna y a ella, entre otros momentos de su vida, le contó su encuentro con Gallegos en Los Cañitos:



De no ir a Santa Rita
tenía veinticinco años,
donde nací y me crié
donde tenía mis rebaños.

De aquellos tiempos tan bellos
de cuando existía el llano,
ya no existen los caminos
sólo bosques intrincados.

Llegamos a la laguna,
aquella laguna bella,
no tiene cristalinas aguas
sus aguas están revueltas.
—181→

En el hato Los Cañitos
a Gallegos conocí,
es un grande novelista
a él le hablaba de ti.

Él nos sacó en su novela,
hizo conocer el llano,
en la Europa y en América,
una acción de soberano.


A esa laguna, también le hablaría de sus ilusiones y esperanzas presentes:



Ahora es el Presidente
de la amada Venezuela,
con ese hombre es que yo cuento
porque él es persona buena.

Si me ayuda como pienso
somos de nuevo feliz,
viéndote siempre a mi lado
mis coplas serán para ti.

De este modo, al perder su tierra, el dueño deviene en peón. En un peón arruinado totalmente. En esa situación, de caporal de sabana, de despensero, se lo encuentra Gallegos el año 27 en La Candelaria. Allí había ingresado como peón y había ido ascendiendo -y el testimonio es de Englekirk- por su capacidad de trabajo y por su profundo conocimiento de todas las costumbres y tradiciones del llano. Ya para ese entonces era un hombre maduro y corría su fama de versificador y de extraordinario narrador.

Al conocimiento de la sabana y al conocimiento de las costumbres y faenas llaneras, se sumaba una sensibilidad y una intuición especiales que hicieron de Torrealba una especie de ente mágico, de ser legendario, tal vez extemporáneo, que vivió como el péndulo que va de la realidad a la fantasía, como la misma vida llanera. Cuentan quienes lo conocieron que, con cierta frecuencia, se llevaba de excursión al río a los muchachos que «estaba criando» y, a veces, al llegar a la orilla, les decía «ahorita no se tiren al agua porque hay caribes y rayas». «Pasado cierto tiempo -recuerda Pedro Velásquez, uno de ellos- después que miraba hacia arriba y miraba hacia el   —182→   agua, con cierto misterio nos decía: ahora sí nos vamos a bañar porque las rayas y los caribes se fueron. Y nunca nos picó una raya ni nos mordió un caribe».

Esto, racionalmente, se explica mediante el conocimiento empírico que Torrealba tenía acerca de la naturaleza, adquirido desde pequeño en un contacto directo con la tierra, con los animales, con los indios y con los demás hombres. Los llaneros y, en general, los que conocemos nuestros grandes ríos sabemos que donde revolotean las garzas y las cotúas hay «carnada», es decir, allí anda el cardumen y tras él, desde luego, van los peces grandes, las rayas y también los caribes. Seguro que Torrealba, al ver que las garzas y las cotúas y las otras aves se alejaban, sabía que los caribes y las rayas se habían ido también. «Él -agregan- hablaba con las bestias, con los perros, con los pájaros». En este sentido, puede pensarse que poseía una rara intuición para comprender el funcionamiento de varios sistemas de signos. Esta cualidad, esta capacidad para aprehender el valor semiológico de los signos naturales, le crearon, desde luego, una atmósfera de «hombre sabio y faculto» e hicieron de él, como ya dije, un ente mágico.

De él también se dice que era un magnífico intérprete de los capachos llaneros, que componía «valses silbados» -la frase es de Carmelo Araca, otro de sus discípulos- oyendo a los pájaros cantar, y que, a pesar de su renquera (desde pequeño quedó baldado del pie izquierdo) y de sus 250 libras de peso, era un gran bailador de joropos. «Como pocos -dice Angela Faoro-. Don Antonio bailaba como una pluma. Bailando era un verdadero prodigio». Angela es la viuda de Faoro, el dueño de la joyería donde trabajaba Torrealba cuando Englekirk viajó a San Fernando a entrevistarlo. Allí permaneció hasta 1948, año en que Gallegos, ya Presidente de la República, y Pedro Elías Hernández, gobernador del Estado, por petición del mismo Torrealba, lo mandan de prefecto para Cunaviche, su pueblo natal.

A todas estas creencias y suposiciones en torno a Torrealba, se añade el que practicara el espiritismo; creyera en la Teosofía y en los Rosacruces; y, también, leyera la tradición mitológica greco-latina, la épica española y la francesa y, además, algo de Hugo, de Cervantes, Dumas, Balzac y de otros como el poeta apureño Torres del Valle,   —183→   como Arvelo Torrealba, Juan Santaella, Clara Vivas Briceño, Lazo Martí, Gabriela Mistral, Gaspar Marcano, Ismael Urdaneta, Teófilo Trujillo y varios más.

Como indicio funcional, y aun como simple curiosidad, vale la pena recordar los nombres con que identificaba a sus animales. Algunos de esos nombres, insólitos para su época si se toma en cuenta el medio, los tomó Torrealba de la tradición literaria y de lo que podríamos llamar su formación cultural asistemática. Proserpina, La Gioconda, Sandokan, Jorge Abril, Sagitario, Azabache, Vainilla, Jovial y Chichulita son nombres de bestias, caballos y yeguas, que recuerda en sus manuscritos con verdadera devoción.

En la Historia de Azabache, uno de sus textos en prosa, Azabache, que es el narrador protagonista, recuerda que «Don Rómulo conoció a mi amiga la yegua Chichulita que era ruana frontina y en su novela figura con el nombre de La Catira».

El nombre mismo de Marisela era el de una novilla que -según cuenta Azabache- era una de las «vacas de ordeño predilecta de mi dueño, que le puso el nombre de Marisela en recuerdo de la heroína de los llanos». «El nombre de dicha novilla -continúa el narrador- lo personificó (Gallegos) de nuevo en una mujer, la cual no fue una heroína como la que existió, y fue dueña del hato de Los Cañitos».

No menos curiosos resultan los nombres que dio a sus perros: Raffles, Sherlock Holmes, Stalin, Bachiller y Sam Garras, entre otros. A esta peculiaridad se agrega otro hecho importante: él solía firmar sus escritos con el seudónimo Agamenón y en sus relatos suele desdoblarse en dos personajes. Uno, Agamenón, a quien a veces identifica como su hermano y el otro, él mismo, el «Renco» Antonio José.

Sin duda, Torrealba era un ser excepcional. Ángel Méndez, en una reseña que hizo de mi intervención en las Segundas Jornadas de investigación de la Facultad de Humanidades de la U.C.V. (Cfr. El Universal, 11.10.83), destaca que Torrealba «era un civilizador. En él está implícita la tesis positivista». Tal vez por influencia del medio, de sus lecturas o de Gallegos. «La tesis -agrega- de la socialdemocracia, la de la democracia cristiana, la tesis de la civilización en procura del bienestar de la humanidad. Pero era rústico, no se puede   —184→   decir que era un escritor, en el sentido estricto de la palabra, en cambio, tenía ideas que provenían de un saber universal».

Todas estas afirmaciones, algunas de carácter anecdótico, sirven para delinear la imagen del escritor ingenuo y primitivo que fue Antonio José Torrealba, para describir su personalidad y los hechos y circunstancias en que vivió y, además -tal como lo destaca Manuel Bermúdez en el artículo ya citado-, para revelarnos a «un escritor popular de quien Rómulo Gallegos toma amplia información para la escritura de sus obras Doña Bárbara y Cantaclaro».

Torrealba, en síntesis, simboliza un personaje donde leyenda y realidad constituyen un todo indivisible que abre una perspectiva mágico-maravillosa de la que se coparticipa en cada uno de los actos cotidianos. Sus textos, entendidos como actividad metalingüística, se enmarcan dentro del primitivismo más puro y genuino que es paradigma de una temática «íntimamente ligada al paisaje y costumbres de la llanura apureña». En ellos, Torrealba no se limitó a contar sus propias experiencias o a narrar las costumbres y si se quiere a novelar la vida del llano apureño, sino que, en extenso, detalle a detalle, recuerda y deja para la historia su entrevista con Rómulo Gallegos y sus testimonios de amistad desde esa Semana Santa de abril de 1927.

Ese año, según testimonios de sus críticos, (Cfr. Subero, 1979: 17), Gallegos trabajaba en La casa de los Cedeño, un proyecto de novela que lo motivó a viajar al llano para documentarse sobre el ambiente en que uno de los personajes pasaría una temporada. Esta documentación parecía inevitable si se considera que el basamento estético de Gallegos es el del Realismo literario y que su formación ideológica deriva del Positivismo. Dentro de estas coordenadas estéticas e ideológicas ya había publicado, entre otras, creaciones como Los aventureros (1913), La rebelión y Los inmigrantes (1922), El último solar (1920) y La trepadora (1925).

Como se sabe, Gallegos va a Apure y junto con la llanura, «toda horizontes, toda caminos», en pleno Cajón de Arauca, se encuentra con Antonio José Torrealba. A partir de ese momento -y digamos esto con palabras de Englekirk- el personaje de La casa de los Cedeño «jamás regresó a las páginas del inconcluso manuscrito, ni el relato fue publicado». El llano apureño lo deslumbra y aquel encuentro con un fabulador nato como lo era Torrealba sería decisivo en   —185→   la vida de Gallegos y en la historia de la literatura venezolana. En este instante, Gallegos -según José Ramón Medina (1966: 54)- «está en la edad más jugosa para la creación, cuando el espíritu y el talento se han nutrido de los mejores zumos humanos y literarios y el instrumento de la palabra es apto para llevar a culminación feliz, en su mejor estilo, la tarea de la comunicación, principal destino de todo escritor».

Cinco días permanece en La Candelaria. Días durante los cuales aquel caporal de sabana lo acompaña a todas partes y «de su boca» le da la información que Gallegos novelaría. Desde luego, «a muchos lectores -dice Bermúdez- les ha sorprendido que tal devorador de hablas y paisajes haya podido beberse tantas leguas de sabana y de gentes en el corto lapso de una semana. Sorprende -prosigue este ensayista apureño- la propiedad y corrección con que el novelista maneja el lenguaje correspondiente a los estratos temporales, geográficos y personales del medio donde se desarrollan las dos novelas».

Esto, en verdad, llama a reflexión y plantea, desde ese mismo momento, la presencia de Antonio José Torrealba en Doña Bárbara y en Cantaclaro. Al respecto, Ramón Mota Báez ha expuesto una serie de ideas que, en una u otra forma, sistematizan y clarifican, en parte, este planteamiento en torno a la creación galleguiana. El tema no es en sí novedoso, pero siempre despierta expectativas y sugiere la revisión de algunos parámetros de la creación. A pesar de que el profesor Óscar Sambrano Urdaneta (Cfr. El Nacional, 29.4.84) afirme que esta relación «no es la primera vez que se trata» y que, además, «el propio Gallegos exaltó su amistad y reconoció su deuda con el amigo llanero».

En Mota Báez (1979c: 2), por ejemplo, tal inquietud lo motiva a afirmar que «a pesar de que Gallegos quiere concretar la participación del Sr. Rodríguez (Cfr. Gallegos: 1964) como fundamentalmente oral, circula una versión no del todo infundada de que Antonio José Torrealba le suministró a Rómulo Gallegos unos cuadernos donde él había ido realizando una serie de recopilaciones, descripciones, poemas, etc., de la vida llanera, y que son probablemente la apoyadura (sic) del nuevo Gallegos escritor que surge desde 1929 con Doña   —186→   Bárbara». Si esta versión fuera cierta, en ambas novelas de ambiente apureño habría dos niveles de metalenguaje.

En ese mismo artículo, este autor destaca que, a pesar del momento de madurez por el que atraviesa Gallegos, es imposible tal conocimiento de la vida llanera sin la presencia de una información más directa:

...por mucha madurez (Gallegos escribe Doña Bárbara a los 45 años) es inaudito el conocimiento que logra el autor en una semana en que visita por primera vez el llano; la transformación del escritor que es Gallegos con la publicación de Doña Bárbara, es de tal magnitud que se ha llegado a hablar de «milagros literarios».


Si algo caracteriza a un escritor como Gallegos, es su manifiesta intención de aferrarse a la noción de realidad. En él, la realidad aflora a través del discurso poético-narrativo porque, por su formación ideológica, él tiene una plena conciencia de los aspectos ético, sociológico, económico y político de su realidad. En consecuencia, desde esta cosmovisión, su quehacer artístico-narrativo es didáctico y reformista. Entonces, parece obvio y hasta justificable que; en el caso de Doña Bárbara y Cantaclaro, gran parte de la noción de realidad o de realismo, depende del nivel lingüístico en que se ubique uno u otro concepto, la tomara de Antonio José Torrealba.

Gallegos, como profundo conocedor de la psique e idiosincrasia humana, intuyó desde un primer momento que aquel llanero, aquel ente mágico que tenía frente a sí, era un espacio narrativo con voz propia. La diégesis y su sujeto-emisor se habían topado con un novelista. Para decirlo en fabla apureña «se ajuntó el hambre con la comía». El novelista captó, desde una perspectiva estética y lingüística, que el hombre que le daba referencias e informaciones sobre el llano, sus costumbres, sus leyendas y sobre sí mismo y que, además respondía con esmero sus preguntas, era un ente novelable. Así, el objeto, en este caso Torrealba, terminó convirtiéndose en expresión lingüística. La realidad, representada por el objeto, se hizo icono de sí misma y terminó convirtiéndose en la más elemental expresión simbólica: un discurso lingüístico-literario.

Creo, entonces, que Antonio José Torrealba es el principal objeto novelado por Gallegos en ambas novelas y éste, mediante la reconstrucción de historias y la recreación de ambientes y situaciones, se   —187→   nos revela como un verdadero artífice del lenguaje. La palabra del discurso galleguiano, además, tiene poder encantatorio. En Doña Bárbara y en Cantaclaro, el lenguaje logra un clímax poético y una dimensión artística sin precedentes dentro del ciclo de la novelística que Gallegos representa. Creo, además, que en la motivación de ese discurso estuvo una información, oral y escrita, que, desde un punto de vista lingüístico y semiológico, representa un primer nivel metalingüístico dada su intención estética. Primitiva y rudimentaria, pero estética al fin. No por ser rústico, el arte pierde su esencia y originalidad. Es Torrealba quien le cuenta a Gallegos historias como la doma del alazán, quien le relata las veladas de vaquerías, quien le habla de las supersticiones del hombre de llano, de sus mitos y creencias en muertos y aparecidos, quien lo lleva a conocer el tremedal, quien le presenta y describe psicológicamente a los llaneros del Arauca, quien le habla de sí mismo, de Evaristo, de Marisela Hortelano, de los indios, de la región del Cunaviche y también, ¿por qué no?, quien le suministra algunos apuntes y observaciones sobre la vida llanera. Entre estas notas, seguramente cuasi analfabetas, germinó la imaginación. La madurez, el dominio de la lengua y la conciencia estética de Gallegos harían el resto.

Desde luego -sostiene Mota Báez (1979d: 8)- «si Gallegos no hubiera sido un hombre preparado por el trabajo y el estudio, es muy probable que toda la valiosísima información suministrada por Torrealba se habría perdido sin pena ni gloria». O tal vez, agregamos nosotros, se hubieran quedado como curiosidades folklóricas o como testimonios de un uso muy sui generis de la lengua.

Mota Báez mismo, en el artículo anteriormente citado, desarrolla un ejercicio retórico que, como técnica y metodología del acto creador, remite al concepto barthesiano de escritura, antepuesto al de literatura. Tomando un texto de Torrealba, publicado en Cunaviche doscientos años (Cfr. Hernández, 1978), hace una descripción de la anécdota «mediante el procedimiento de llevar lo escrito en versos a prosa, utilizando algunos elementos de manera libre, como pudo haberlo hecho Gallegos».

Los versos de Torrealba son los siguientes:

  —188→  

Pero hacía mucho calor
resolví y me fui al bajío,
llegué a la orilla del río
había ahí nísperos de agua.

Ahí recordé a Gregorio
cuando él estaba niño,
el gran susto del caimán
el salvador de él fue un chigo,

Todavía existe el árbol
en la misma posición:
sesgado hacia el lecho del río
en señal de salvación.

Salí hacia Las Mayitas,
yo cabalgaba en la pampa
a lo lejos se veían
bandadas de garzas blancas.

Las corocoritas rojas,
las corocoritas blancas,
las corocoritas negras
y las garzas se espantaban.

Las cantidades de gabanes
que pasan de cuatro mil,
al conjunto de tantas aves
corresponden colores mil.

Estos versos, mediante el procedimiento ya indicado, se convierten en:

Hacía calor y me fui caminando hasta llegar al bajío: en la orilla del río había nísperos de agua. La vista de todo aquello me recordó aquella tarde de mi infancia, cuando Gregorio y yo pasamos aquel terrible susto mientras nadábamos y se nos acercó un cocodrilo. (...) Allí estaba el árbol en la misma posición, sesgado hacia el lecho del río con las ramas abiertas y extendidas hacia el cielo en señal de salvación. Después de bañarme en el agua fresca salí a Las Mayitas cabalgando la pampa. A lo lejos se veían bandadas de garzas blancas, corocoritas rojas, corocoritas blancas, corocoritas negras y gran cantidad de gabanes, casi más de cuatro mil. Era tal el conjunto de aves que multitud de colores se podían percibir: el patito tronador y el patito azulejo,   —189→   el patito tapondo, el patito bermejo; habían patos grandes que son igual al pato real y llaman forocoteros (...) y en la contemplación del centelleante cromatismo me iba regocijando, pensando en todas esas aves que eran mis paisanas y hacía mucho tiempo que no veía.


Pero la imaginación también germinó a través de un proceso metalingüístico oral. Y esta vez es el mismo referente quien explicita el código:

A mediados de abril del año siguiente, vinieron a pasar Semana Santa y a conocer los llanos del Apure varias personalidades de la Capital; en ellos vino el célebre don Rómulo Gallegos y un hermano. Don Rómulo había venido a tomar datos del llano para hacer una novela. (...) Don Rómulo salió para la despensa, donde estaba Antonio José en aquel momento despachando una herramienta para los trabajadores que iban a coger unos potrillos en los potreros. (...) Don Rómulo lo saludó (...) Antonio José le contestó (...) y le preguntó:

-¿Desea algo, señor, de aquí de la despensa?

-No, muchas gracias, deseo solamente hablar con Ud. sobre unos datos que vengo solicitando porque pretendo escribir algo del llano y don Manuel me lo ha recomendado a Ud. de un modo muy especial, que es Ud. el único que puede darme datos precisos de los que yo ando solicitando.


(«Cuaderno 35». Diario de un llanero).                


Y además, si nos atenemos a lo que dice Torrealba, se nutrió de algunos apuntes. En efecto, en su Diario y en Azabache, él insiste en la existencia de «unos papeles», especie de códice antiguo, en los que el juglar llanero Agamenón historió la vida del llano:

Don Rómulo le dijo a Antonio José lo que Toledo le había dicho con respecto al manuscrito o diario que llevaba su padre Agamenón.

-Sí, es cierto, don Rómulo, lo que José de la Cruz le ha dicho a Ud. Agamenón, desde muy pequeño, se dio a la tarea de escribir su vida y todo el llano en que él nació y conoció; él hizo ese trabajo y me encargó lo diera a una persona que quisiera escribir lo que fue el verdadero llano...


(Cfr. «Cuaderno 36»).                


A lo que agrega:

-Procuraré sacar ese diario (...) tan pronto lo saque, será para Ud., pero por los momentos le daré lo que pueda darle, sólo quiero que me dé su dirección en la Capital.

-Aquí tiene mi dirección en Caracas, de Balconcito a Cuartel Viejo Nº 6. Allí puede dirigir su correspondencia.

  —190→  

-Con demasiado gusto, don Rómulo, con esa dirección le mandaré todo lo que pueda mandarle; desde ahora le anticipo que perdone la mala letra, procure adivinar lo que le escriba, no he tenido escuela, mucho menos colegio; pero créame sinceramente, que lo que hago es de buena voluntad.


(Cfr. «Cuaderno 36»).                


Y, como si estuviera consciente que la escritura como sistema es una especie de memoria externa, recuerda otros detalles:

Dos días después se marcharon los caraqueños de los llanos; un mes más tarde, recibió don Manuel Sánchez una revista de Elite, con distintas fotografías sacadas dondequiera, en especial en el charco donde habían matado los caimanes del Caño Manglarito (...) Antonio José tuvo buen cuidado de enviarle al maestro Gallegos un buen legajo de papeles escritos, con lo mejor que él supo escoger de las costumbres del llano y algunas poesías rústicas de su sabana bravía. Un mes más tarde recibió un telegrama, donde don Rómulo le acusaba recibo de haber recibido su envío. Después, más tarde, recibió su libro con el título de Doña Bárbara, con una dedicatoria...


(Cfr. «Cuaderno 36»).                


En una relación de esta naturaleza, se hace necesario destacar que la lingüística contemporánea, sobre todo a partir de Jakobson, sistemáticamente ha llamado la atención sobre el hecho de que no sólo encontramos un empleo metalingüístico en los discursos formales y de fórmulas. Un modelo de comunicación como el literario, frecuentemente, presenta distintos niveles de metalenguaje. Uno, procede como motivación lingüística y estética de la fuente nutricia: una información oral, un texto escrito, una tradición folklórica, etc. En todo caso, se hace presente un pre-texto, una estructura precedente, que en vínculos como el de Torrealba y Gallegos se define como el referente del discurso literario propiamente dicho. En este nivel se da lo que Harald Weinreich (1981: 110 y ss.) describe como el fenómeno «de la cotidianidad del metalenguaje».

Otro nivel, un segundo, es el del texto en sí como sistema inmanente capaz de estimular una experiencia estética en quien lo decodifica. Y un tercero, que es el que tiene como referente al texto del segundo nivel. Un texto crítico, por ejemplo, que hablando con propiedad se define en función de un meta-metalenguaje.

Así, un capítulo como «La doma» en Doña Bárbara (del metalenguaje del segundo nivel) tuvo, según los manuscritos de Torrealba,   —191→   su motivación (nivel primario) en la intención de los «rústicos llaneros» de demostrarle al caraqueño cómo se amansa un potro:

-Entonces, don Rómulo, empezaremos porque Ud. se fije en el sistema de mando del servicio de la casa. Por ahorita, vamos para que vea como es que se monta un caballo cerrero en su primera doma. Antonio José había mandado a sacar un caballo con Rafael Luna y Pajarote, y le había dicho a Juan María que le ensillara la yegua castaña Gioconda para amadrinar el caballo con Rafael Luna, el cual tenía otro listo para salir a amadrinar el mostrenco que iba a montar Pajarote.

Cuando don Rómulo llegó acompañado del cojito, estaban empezando a ensillar al mostrenco. Don Rómulo se iba fijando como los llaneros se iban metiendo y lo iba escribiendo en un pequeño libreto. Los tres llaneros iban poniéndole los aperos a su caballo y lo decían en alta voz, para que don Rómulo les fuera anotando por su nombre.


(«Cuaderno 35». Diario de un llanero).                


La diferencia entre un nivel y el otro parece obvia. El novelista, creador absoluto en última instancia, describe y prescribe su morfonovelística siguiendo los parámetros estéticos y actanciales que se ha propuesto. Así, mientras en el texto de Torrealba se cuenta que el alazán fue montado ese mismo día, sucesivamente, por Pajarote, Luna y el propio Antonio José, en Doña Bárbara el único jinete posible era Santos Luzardo porque así lo requiere la historia y el sistema de relaciones intersígnicas:

¡La doma! La prueba máxima de llanería, la demostración de valor y de destreza que aquellos hombres esperaban para acatarlo. Maquinalmente buscó con la mirada a Carmelito, que estaba de codos sobre la palizada, al extremo opuesto de la corraleja, y con una decisión fulgurante dijo:

-Deje, Venancio. Seré yo quien lo jineteará.


Además, la «cayapa» hecha por los tres jinetes al alazano fractura el modelo heroico que el novelista intenta diseñar a través de Santos Luzardo. La novela se hace con el segundo nivel de metalenguaje, no necesariamente con el primero. María Nieves, por ejemplo, nunca fue peón candelariero y sin embargo, por voluntad soberana del novelista, del supremo hacedor, aparece en Altamira. Gallegos, tal vez, sólo supo de María Nieves por lo que de él se contaba:

  —192→  

Allí supe de María Nieves, «cabrestero» del Apure, cuyas turbias aguas pobladas de caimanes carniceros cruzaba a nado, con un chaparro en la diestra y una copla en los labios, por delante de la punta de ganado que hubiera que pasar de una a otra margen.


(Cfr. Gallegos, 1964: 25).                


Quizás esta manera de aprehender las cosas, explique esta incongruencia que hay en el capítulo «Coplas y pasajes» de la misma novela. Cuando «las reses van cayendo al río», con María Nieves adelante, el narrador advierte que «ya los corrales del paso se van vaciando por la manga, y en la margen opuesta del Arauca, en una playa árida y triste, bajo un cielo de pizarra, se eleva el cabildeo plañidero de centenares de reses que serán conducidas camino de Caracas, a través de leguas y leguas de sabanas anegadas...» (Cfr. Gallegos, 1954: 312). En la topografía apureña «una playa árida y triste» no es compatible, simultáneamente, con «leguas y leguas de sabanas anegadas».

Por todo esto, desde esta perspectiva, a través de la información oral o escrita, a través de su descripción y de su proyección en historias y personajes diferentes, Antonio José Torrealba es uno de los objetos novelados por Gallegos. Así, el discurso galleguiano formula un planteamiento estético basado en ese referente. Este discurso, a veces descriptivo, esencialmente realista, y con una fuerte inyección de prédica ideológica en su contenido, nos recrea no sólo algunas historias vividas o conocidas por Torrealba, sino también un complejo mundo psicológico en el que Torrealba se reparte en distintos personajes. Torrealba viene a ser, a través de esta formulación, un signo catalítico que se proyecta, incluso como eje actancial, en diversas historias y conforma la psique de varios personajes.

A manera de praxis, revisemos algunos ejemplos:

En Doña Bárbara, en el capítulo «Los amansadores», Carmelito, una vez que ha visto como la Catira coge el paso llevada por Marisela, y una vez que el peón observa que Marisela coge el paso llevada por Santos Luzardo, sale de su mutismo y con franqueza responde al requerimiento del dueño de Altamira confesándole:

-Yo no nací peón, doctor Luzardo. Mi familia era una de las mejores del pueblo de Achaguas, y en San Fernando y en Caracas mismo tengo muchos parientes que quizá conozca usted -y citó varios, gente de calidad, en efecto-. Mi padre, sin ser rico, tenía de qué vivir. El   —193→   hato del Ave María era suyo. Un día -tendría yo quince años, cuando más- asaltaron el hato una pandilla de cuatreros, de las muchas que, por entradas y salidas de aguas, andaban por todo este llano, arrasando con lo ajeno. Venían buscando caballos; pero mi viejo los divisó a tiempo y me dijo: «Carmelito. Hay que sacar de carrera esos cuarenta mostrencos que están en la corraleja y esconderlos en el monte. Llévese los peones que están por ahí y no regresen hasta que yo no les mande aviso». Sacamos las bestias, después de haberles amarrado a las colas unas ramas, para que ellas mismas fueran borrando sus huellas, y nos internamos en el monte, tres peones y yo. Pastoreando el bestiaje durante el día y velando en la noche, con el agua a la coraza de la silla, muchas veces -porque aquel año fue bravo el invierno y casi todos los montes estaban anegados- estuvimos durante más de una semana pasando hambre.


(Gallegos, 1964: 213).                


El peón cuenta su historia. Una historia que, en su primera parte, coincide con lo que fue Antonio José Torrealba. Semánticamente, este momento de la historia es un rasgo sémico del objeto que se novela. El ejemplo sirve, al mismo tiempo, para ilustrar otra incongruencia. El narrador destaca que borraron las huellas con unas ramas atadas a las colas de los caballos, sin darse cuenta que luego afirma que pastoreaban y velaban con el agua a la coraza de la silla. No había huellas que borrar porque todo estaba inundado. Un equívoco de esta índole, si bien no demerita el discurso novelesco en su orquestación y estructura, produce cierta distonía en la relación naturaleza-verdad que es el fundamento estético del texto.

En Cantaclaro, en el capítulo «Un zarpazo de Buitrago», hay también una recreación del informante-referente. En esta sección del texto, el narrador, siempre omnisciente y en tercera persona, habla de una situación en la que el Jefe Civil de la localidad propone a José Luis Coronado que le venda El Aposento:

-Mire, don José Luis -le había dicho hacía algún tiempo- Véndame El Aposento, pero véndamelo barato.

-Pero, Coronel -hubo de replicarle aquél-, si ni barato ni caro quiero yo venderlo. Además, no soy su único dueño y necesitaría el consentimiento de mi madre y de mi hermano, quienes tampoco están dispuestos a desprenderse del hato a ningún precio.

-¡Ah, caramba, don José Luis! ¿No ha oído decir que cuando a uno le proponen comprarle algo debe venderlo incontinenti, pues si no después tendrá de qué arrepentirse?


(Gallegos, 1978: 323).                


  —194→  

Después, en el mismo capítulo, José Luis recuerda a su hermano la necesidad de cubrir la hipoteca que pesa sobre el hato y, asimismo, la posibilidad de que éste caiga en poder de Buitrago ya que este último «supo que los Coronado habían hipotecado el hato y desplegando todo lo tortuoso de sus habilidades logró que el acreedor hipotecario se allanase a venderle su acción».

Si se recuerda lo que ya dije sobre la posesión de Torrealba y sobre el destino de la misma, es fácil adivinar la figura de Pérez Soto tras la de Buitrago y la de Esteban Vivas tras la del intermediario del segundo de los nombrados, desde luego todos modelados artísticamente como planteamiento ideológico y como denuncia, en función de un contexto sociológico, económico y político. Así, a nivel de la relación lengua-objeto o de un primer nivel de metalenguaje, Torrealba cuenta su drama personal a Gallegos y, a nivel de otro metalenguaje, Gallegos lo recrea en el drama de José Luis Coronado hablando con Florentino:

-No se aflija, hermano -interrumpió Florentino-. Ya saldremos de abajo otra vez. Ahora seremos dos para meterle el pecho al trabajo. ¡Y con las ganas que yo tengo de pegarme a la brega!...


-Pero es que hay algo más, hermano -replicó José Luis, pesaroso de tener que destruir aquel entusiasmo explosivo-. Hace dos días que he sabido que la hipoteca que pesa sobre El Aposento la va a tomar en traspaso el coronel Buitrago.


(Gallegos, 1978: 270).                


De Cantaclaro también son los dos ejemplos que siguen. El primero es del capítulo «Al abrigo de las matas». En éste, Florentino, en diálogo con el baquiano del Caraqueño, oye hablar de un viajero que junto con su familia llega a pernoctar a orillas del Cunaviche y, finalmente, ante la presencia de un ser de ultratumba que no los deja dormir, tiene que abandonar aquel extraño paraje en horas de la madrugada. En la novela, ese personaje es don Manuel Mirabal. A nivel del referente, Manuel Mirabal Ponce. Un llanero amigo de Gallegos y de Torrealba. El y don Rómulo reciben a Torrealba cuando éste viene en 1930 a conocer la Capital. De esta visita hay una extensa relación en el Diario. En esta relación Torrealba enfatiza el recorrido que hace por distintos sitios históricos de Caracas, acompañado de sus dos viejos amigos.

Mirabal Ponce es el mismo que en Fantoches, el 26 de noviembre   —195→   de 1925, dos años antes del viaje de Gallegos, publicó un texto cuyo título es «Florentino el Cantador». En él, se narra la historia de Florentino y, además, se incluyen algunos de los versos cantados por él en su encuentro con el Diablo:


Llaneros del alto llano
llaneros del llano abajo,
ahora mirarán hermanos
al diablo pasá trabajo,
válgame la Virgen Pura
Santísima Trinidá
el Santo Niño de Atocha
San Pedro de Bogotá...


Este texto presenta un Florentino «galanteador como ninguno», que «tenía fama de afortunado entre las hembras que siempre se disputaban las glorias de torcer los cordones de sus barboquejos». Y, aparte de reconstruir cómo fue ese legendario contrapunteo, poniendo de manifiesto la habilidad de Florentino y del Diablo para improvisar versos, precisa cómo fue el trágico final de Florentino:

Naturalmente que semejante victoria hizo crecer en mucho la fama de Florentino, mas no gozó de ella mucho tiempo porque en el verano siguiente un enorme cometa apareció en el horizonte, y aunque Braca, el llanero de más experiencia en todos aquellos contornos, aseguró que se trataba de uno de los Reyes Magos a quienes Dios enviaba algunas veces en esa forma para que se impusieran de lo que pasaba en la Tierra, se comprobó luego que no era así, cuando un día, el mismo en que desapareció el cometa en dirección de Cunaviche, se vio una gran candelada por la noche hacia el rancho de Florentino, y sólo se encontró de éste al día siguiente, como único rastro, un montón de cenizas donde estaba la casa y en el banco cercano a ella, unos huesos calcinados, acaso los del zaino-vainilla que dormía acomodado a una macoya de vetiber.


El relato sugiere la venganza del Diablo. Este Florentino, al igual que el de Gallegos, se pierde como consecuencia de su victoria sobre las fuerzas del mal. La coincidencia, en el plano psicológico y en el de las relaciones del signo, es patente. Sobre todo al final, de donde se infiere a un Diablo triunfante tarareando a solas:


Señores traigo noticias
para llevarlas al frío
—196→
y a todos les pido albricias
que ya Florentino es mío...


El segundo de estos ejemplos tomados de Cantaclaro se relaciona con el uso de los topónimos. En el capítulo «Las humaredas» se lee:

-Y se prendió la sabana- intervino el peón malicioso.

-¡Tú lo has dicho, zambo! Las chispas que cayeron hacia el naciente fueron las que abrieron el fuego en las sabanas de Arauquita, Las Mocitas, Araguaquen, Borjas y Buscarruido...


Y el sujeto-emisor del discurso, fiel a su lineamiento estético, pone en boca del interlocutor una frase que es síntesis de su poética: «Y fíjese que estoy nombrando sitios que no me dejarán mentir». Pero como si esto fuera insuficiente, el diálogo que sigue especifica más aún:

-¿Y las que cayeron hacia el poniente, qué estrago hicieron?

-Esas abrieron el potrero de Santa Rita de Urtaleño, Santa Rita Torrealbera, Las Topias, Burón, Santa Rufina, El Milagro, Palambra, San Rafael de Cunavichito...


(Gallegos, 1978: 180, 181).                


Varios de estos topónimos son nombres de hatos donde trabajó Torrealba. Otros son designaciones de sitios de su propia sabana y, desde luego, se registran en los documentos de propiedad y venta de la misma:

...los derechos de terrenos que poseemos en la posesión proindivisa denominada Las Tapias, sita en jurisdicción del Municipio Cunaviche, bajo los linderos siguientes: Norte, Río Cunaviche; Sur, terrenos del Milagro, separados por el Río Clarito; Naciente, terrenos de Merecurote y Poniente, terrenos de Carretero y Burón...


De nuevo se palpa la presencia del referente. Una toponimia, baquiana y auténtica como la de Gallegos en ambas novelas, no se internaliza tan fácilmente por quien la visita sólo una vez.

De este mismo tenor podemos citar varios ejemplos más que pueden ser cotejados no sólo a través de una interpretación biográfica o con un arqueo de fuentes, sino con los testimonios que da el mismo Torrealba en sus manuscritos. Esta proposición, en modo alguno, menoscaba la creatividad y el ingenio de Gallegos. «Gallegos -dice Bermúdez- no queda descalificado como pretendió hacerlo el colombiano Jorge Añez, en un libro de triste recordación». Pero   —197→   sí permite, como mínimo, proponer tres ideas en torno a la novelística galleguiana. La primera, ya conocida y estudiada, es la reafirmación de un acendrado realismo que le sirve de soporte estético y en el que la significación del texto se da a través de su identidad con una realidad geográfica, topográfica, sociológica, política, etc.

La segunda propone el reconocimiento de la presencia de Antonio José Torrealba como informante y como referente de las novelas ambientadas en Apure. «Gallegos y Torrealba -precisa Mota Báez (1979d)- se tendieron una mano que quedará en los siglos sucesivos imperecederamente unida a través de las obras resultantes de la amistad honesta y sincera entre el intelectual provinciano y el intelectual capitalino, entre la barbarie y la civilización».

Y por último, la necesidad de acercarse a Gallegos con una óptica diferente. Es erróneo pensar que sólo a base de una confrontación literatura-realidad se reconoce el hecho estético. La obra literaria es un sistema articulado de signos en los que se fundamenta un mensaje. Este sistema se describe en tres niveles: el pragmático, el sintáctico y el semántico. La relación Torrealba-Gallegos es una relación pragmática, no semántica como lo plantea la crítica socio-biográfica. Concebida así, esta relación enriquece el texto al ubicar al referente como vínculo signo-usuarios y permitir, al mismo tiempo, que la relación signo-significación tenga carácter inmanente. Esta lectura, esencialmente semiológica, está más cercana a la literariedad misma del texto y deslinda lo propiamente semántico y estético de lo ideológico. Lo que interesa, en todo caso, es no dejarse alienar la lectura o, si se quiere, desalienar la lectura de la novelística de Gallegos. Esta alienación no deja, a mi juicio, apreciar el sentido del texto como discurso social y ha constituido una especie de paradigma ideológico en torno a este narrador y en torno a su creación.

Antes de concluir, a fin de convalidar mi hipótesis, quiero precisar otras coincidencias entre hechos o rasgos sémicos del referente y hechos novelados por Gallegos. Obviamos, de modo expreso, las referencias a la fauna y a la flora porque estos conocimientos pueden adquirirse por otras vertientes distintas a Torrealba.

Personajes como Melquíades Gamarra, como Balbino Paiva, Carmelito López, Genoveva, el mocho Encarnación, Pajarote, el viejo Melesio y otros encuentran su motivación y su alter ego en los manuscritos   —198→   de Torrealba. De Pajarote, por ejemplo, dice que era Pablo Mirabal, uno de sus compañeros de faenas. Carmelito es Rafael Anselmo Luna. Melquíades el Brujeador era Juan Ygnacio Fuenmayor. Melesio, el padre de Antonio Sandoval es don Brígido Reyes, «un anciano de piel cuarteada, pero con la cabeza todavía negra» a quien Manuel Díaz Rodríguez en sus «Apuntes de viaje» escritos a raíz de su viaje a La Candelaria, unos tres meses antes que Gallegos, describe como un «anciano, cenceño de pies descalzos». (Cfr. 1935: 400). Curiosamente, el viejo Melesio, padre de Antonio, es el renco en la novela y no este último. Este hecho prueba el carácter catalítico que le asignamos al referente.

Situaciones derivadas de hechos como «Las mudanzas de doña Bárbara», el rodeo, los bailes y festejos, los cuentos de muertos y aparecidos, el tremedal, la muerte del tuerto del Bramador, etc., también tienen su referente a través de la versión dada por Torrealba en el Diario. Con razón, el profesor Englekirk afirma que «su regocijo y su orgullo, acentuados por los años, consisten ahora en evocar todos sus momentos con don Rómulo, en identificar nombres de lugares y de personajes en Doña Bárbara, y en detallar cualquiera de las escenas o sucesos que Gallegos roza apenas en la novela».

Con relación a Marisela, Torrealba también da su propia versión. Su historia presenta a un personaje femenino, amiga entrañable de Agamenón, de nombre Marisela Hortelano y Barquero, que «fue dueña del hato de Los Cañitos», y era hija de una india y de un padre alcohólico que la abandonaron. Como se sabe Los Cañitos es el referente de Altamira, el hato de los Luzardo. Hasta el momento, no poseo ningún documento que pruebe, históricamente, que sí existió esa tal Marisela Hortelano y Barquero. En uno de los Libretones, hay un contrapunteo, con música de Guacharaca, entre Marisela, Agamenón y Santos Ataca. Este último era un cunavichero, amigo fraterno de Torrealba. Oigamos algunas de sus coplas:



Soy Marisela del Carmen
Hortelano es mi apellido,
nombre tan raro como éste
en el Llano no lo habido.
—199→

Tiene cabellera rubia
semeja el oro brillante,
la flor del araguaney
cual un precioso diamante.

Yo sé domar los caballos
y correr en la pradera,
venzo los toros bravíos
con prontitud de llanera.

No cantemos más amores
mi querido payador,
cantémosle a Santos Araca
quien es otro cantador

Oye primo hermano Santos
lo que dice Marisela
que te desafió a cantar
siendo un maestro de escuela.

Me congratulo contigo
buen amigo, Santos Araca
arrímese al diapasón
cantemos la guacharaca.


Lo que podría llamarse la equivalencia de los personajes alcanza tal deseo de precisión en Torrealba, que éste confiesa que ni él ni sus compañeros candelarieros pudieron identificar quiénes eran Juan Primito, Mujiquita «y la pandilla de bandidos que se encontró doña Bárbara en su juventud». Por Gallegos mismo se sabe que éstos no fueron tomados del medio apureño. (Cfr. 1964: 26).

Si, para finalizar, retomamos la hipótesis, podemos concluir precisando que tanto en Doña Bárbara como en Cantaclaro, la figura de Antonio José Torrealba, como designatum y denotatum, para decirlo con términos de Morris, es decir, como referente e informante, se manifiesta en las distintas historias, en los personajes, en la precisión toponímica, en los elementos folklóricos, etc. La parte final de Cantaclaro, para mí una novela zigzagueante, con una gran historia que es la de Juan Crisóstomo Payara, pudo haberse nutrido, en ese nivel de informante-referente, de conversaciones habidas entre Torrealba y Gallegos en 1927 y en 1930. En 1931 Gallegos se va a España   —200→   y la novela aparece en 1934. El llano como objeto novelado por Gallegos es la metáfora de Antonio José Torrealba. Gallegos lo aprehende y hace de él, en distinto plano metalingüístico, lo que Picón Salas definió como «metáfora y símbolo de la tierra y la estirpe». Esa aprehensión, fundida en simbiosis de armonía, con su morfonovelística y su estilo de escritor racionalista y retórico, lo inmortalizaron.

1927 es sólo el inicio de su consagración y el año del «milagro literario». Fue, además, el año del nacimiento de dos narradores hermanados por un juego dialéctico que a la par que los unía, cada vez los distanciaba más. Uno, culto y racionalista; el otro, silvestre, pero demoníaco.

Por antítesis nació la amistad y el vínculo literario que, indisolublemente, los ataría para siempre. Testimonio de ese nexo inquebrantable fue el encuentro de ambos amigos, en Apure, cuando ya uno de los dos era Presidente de la República. De allí, el demiurgo saldría de Prefecto para su pueblo. Para la historia quedó una foto en la que -como dice Luis Alberto Crespo (1984)- «se ve su cuerpo grande, arriba, en su mulón mosquiao, enfundando sus alpargatas en los estribos de pala, mientras miraba al hombre grave que le sonreía en el aeropuerto de San Fernando como recordando aquella peregrinación a la polvareda del Arauca».

Testimonio también de esta relación, es el deseo, el anhelo de que su amigo, el Presidente, lo ayudara a recuperar las tierras que había perdido en 1922. Su propósito, y así lo expone en los versos que dedica a Santa Rita, era simple, muy simple: llevar la civilización a su tierra:



Dicen que todas las cosas
volverán a su lugar,
esto lo dijo Gallegos
cuando él iba a empezar.

Neptuno quiera entonces
que el presidente Gallegos
nos ayude con cariño a volver
lo que antes éramos.
—201→

Si don Rómulo me ayuda
yo le exijo un internado
para ilustrar a los indios
dejarlos bien educados.

Para que sean gran señores,
personas de Venezuela
y le hagan ver a sus padres
que no son lo que antes eran.

Enseñarles artes y oficios,
y a ser buen ciudadano
y a dejar la poligamia
de casar con tres hermanas.


La misma idea lo animaba en la carta que el 15 de octubre del 48 escribe a su amigo Vicente Gamboa Marcano. Desde Cunaviche, después de saludarlo «en unión a la prole» y pedirle que le salude a «Don Rómulo, Valmore Rodríguez, Guido Grosco (sic), etc., etc.», dice:

Hace un mes le escribí a don Rómulo exigiéndole una ayuda para dar un almuerzo a los niños escolares, ya que muchos de ellos no asisten sino una sola vez a la escuela por falta de alimentación, y el verano cuando fui le hablé de esto y me quedó en que sí me ayudaría con el almuerzo escolar, pero serán tantas sus ocupaciones que no se ha acordado más de esto.


Y de inmediato agrega:

Ahora, yo también le exigí una ayuda a la Junta de Fomento que es la que da más largo el crédito para que de acuerdo con Juan Salerno, ver si podíamos comprar el fundo de los terrenos que eran de mi propiedad, que es el punto mejor de esta comarca; pues tienen dos grandes lagunas donde se puede pescar todo el verano, y también se puede montar una maquinaria para un aserradero, y también se podría montar una maquinaria para hacer casabe fino, y otras cosas que se podrían ir haciendo poco a poco.


Este proyecto fue del conocimiento del maestro Gallegos quien días después fue derrocado. A poco menos de un año, con Gallegos en el exilio, Torrealba, como uno de los personajes de Berceo, «finó en paz». Era el 14 de julio de 1949 y bramaba el invierno en Apure.





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