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Dos noticias históricas del inmortal botánico y sacerdote hispano-valentino Don Antonio José Cavanilles

Antonio Cavanilles y Centi



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ArribaAbajoDedicatoria a la Excma. Sra. D.ª Antonia Cavanilles y Federici, Condesa viuda de Cerrageria

En loor de la Sabiduría, y de la nacional cultura; por el amor patrio y la ciencia de erudito maestro, doctamente anotado y enriqueció, acepte, Madre mía, este homenaje. Juntos ofrezcámoslo a la memoria esclarecida de nuestros ínclitos Mayores.

EL CONDE DE CERRAGERIA




ArribaAbajoAdvertencias preliminares, por el Dr. Eduardo Reyes Prósper

EL CONDE DE CERRAGERIA considera como el mayor timbre de gloria que le enaltece, el contar entre sus antepasados al inmortal botánico español Antonio José Cavanilles y al distinguido historiador, jurisconsulto y literato Antonio Cavanilles y Centi, no tan conocido en nuestros días como fuera en justicia deseable.

La NOTICIA HISTÓRICA que del botánico ilustre escribió su sobrino Cavanilles y Centi, abuelo del actual Conde de Cerrageria, estaba inédita; la NOTICIA DE LA VIDA LITERARIA del sapientísimo sacerdote valenciano, escrita por el discípulo predilecto, en cuyos brazos murió Cavanilles, se publicó hace más de cien años en dos Revistas, que dejaron también de imprimirse, ya en remota fecha.

Publicar ambos estudios bio-bibliográficos era labor patriótica que anhelaba realizar el Conde de Cerrageria. Sumó a los datos por mí reunidos, documentos y obras de su biblioteca particular, acrecentada incesantemente, y me rogó que anotase el discurso de su ilustre abuelo y escribiera las bio-bibliografías de éste y del gran botánico aragonés M. La Gasca.

Deseando divulgar la Ciencia española y la alta valía de sus antepasados, el Conde recurrió a mi modesto peculio intelectual. He escrito la labor difícil, que se me encomendara, pensando en el resurgimiento de nuestro país y auscultando el latido del corazón de la juventud española, que ansía en las glorias pasadas cimentar las futuras.

DR. EDUARDO REYES PRÓSPER






ArribaAbajoNoticia histórica de D. Antonio José Cavanilles, por D. A. Cavanilles y Centi

Excelentísimo Señor:

Al presentarme, por primera vez, ante esta Corporación sabia y respetable que me honró, dignándose admitirme en su seno, ignoro cómo expresar el sentimiento profundo de gratitud que rebosa en mi corazón. Al verme en este recinto donde se oyeron las voces de Campomanes y Jovellanos, de Vargas Ponce y de Marina, y de tantos célebres varones; donde hoy se escuchan las de tantos dignos Académicos que ilustran a la Nación con sus escritos, no puedo menos de reconocer mi insuficiencia y de confesar mi pequeñez. En mí, la Academia no ha premiado el mérito sino la aplicación, y, si he deseado asociarme a sus doctísimas tareas, fue sólo para ilustrarme con su doctrina y para escuchar más de cerca sus lecciones.

Careciendo de méritos propios que presentar en este día, permita V. E. que ocupe su atención con la noticia histórica del primer botánico español, con quien me ligan vínculos estrechos de la sangre, y que me felicite de encontrar en mi familia un asunto enlazado con la historia literaria de la Nación y propio, por lo tanto, del Instituto de este Cuerpo sabio. Permítame V. E. que pague de este modo una deuda sagrada que me impuso la Naturaleza, y séame lícito, además, habiendo ofrecido a la consideración de la Academia un asunto árido y estéril, tratar hoy de un punto más ameno y de un objeto más grato.1

En tiempos menos ilustrados, sólo eran tenidos por verdaderos méritos, el mérito militar y la gloria funesta de las armas. ¿Quién hubiera osado entonces levantar su voz, para ensalzar la sencilla modestia y la inerme virtud...? Si es cierto que el guerrero vive en la historia, también lo es que el literato nunca deja de existir. Vive en sus obras, alienta en sus escritos, habla a todos los hombres, los instruye, los deleita, sin que el tiempo obscurezca su voz, ni la muerte consiga aniquilar su imperio. Así, Plinio vive entre nosotros a pesar del transcurso de tantos siglos, y así vivirá siempre el padre de la Botánica española.

Nació mi ilustre tío, el Sr. D. Antonio José Cavanilles(Anotación 1)2, en 16 de Enero de 1745, y Valencia se gloría de ser su patria. El idioma rico y armonioso del Lacio le franqueó bien pronto la entrada en el santuario de las Musas, y la ciencia de Euclides fijó sus ideas, le dispuso a la exactitud y le hizo codiciar el descubrimiento de la verdad. No saciado con la filosofía de su tiempo y disgustado de las argucias escolásticas, buscó la luz en las obras de los extranjeros. En sus actos públicos y en las academias privadas hizo resonar los verdaderos acentos de la filosofía; hablaba una lengua desconocida hasta entonces, y Newton, y Condillac tuvieron un discípulo y un admirador.

Estudió la más sagrada de las ciencias que trata de la Divinidad, y, haciendo en ella rápidos progresos, fue el asombro de sus maestros y el modelo de sus contemporáneos. Adornaban ya su frente las borlas de maestro en Artes y de doctor en Teología, cuando pasó al Principado de Asturias con el Regente de aquella Audiencia, y en Oviedo ascendió a los honores de Presbiterado.

El Colegio Fulgentino gemía en la ignorancia y la obscuridad; el docto Rubín de Celis, Obispo de Cartagena, queriendo hacer un bien a la Humanidad, reformó los estudios, dotó las Cátedras, y llamó para las enseñanzas a aquellos varones conocidos ventajosamente, que pudiesen dar realce al nuevo establecimiento y difundir la verdadera ciencia. Allí lució Cavanilles en la explicación de la Filosofía, y su nombre, llevado por la fama, hirió los oídos del anterior Duque del Infantado.

Se lamentaba aquel Señor de la indolencia en que se hallaba sumida la parte más ilustre de la Nación española. Veía con dolor que el orgullo, la disipación y la ignorancia, habían reemplazado a la modestia, la virtud y la ciencia. No había Guzmanes, ni Pachecos, ni Rebolledos, ni Mendozas. Los sabios y los artistas gemían sin protección, y se amortiguaban poco a poco las luces que, tanto en el orden moral como en el físico, deben venir de lo alto. Quería, buen ciudadano, que se difundiesen los conocimientos por su patria, y, buen padre, que se ilustrasen sus hijos, y llamó a sí al laborioso Cavanilles. ¡Cuánto celo, qué conocimientos, cuánta erudición desplegó entonces! Tan distante de la austeridad literaria como del lujo científico, enseñaba sólo lo útil, lo necesario, lo cierto. No llenando sus deseos las obras elementales que servían para instrucción de los jóvenes, consiguió, a fuerza de trabajo y de estudio, metodizarlas, reformarlas y ponerlas al nivel de los conocimientos europeos. No era la Lógica en su pluma una ciencia de palabras, un laberinto de cuestiones atribuidas al gran Aristóteles, y heredadas de los árabes; era la ciencia de la exactitud, la enemiga del error, la antorcha de la verdad. No era la Geografía una noción material de globos y de mapas, sino el verdadero conocimiento de la situación, culto, gobierno, productos, riqueza y carácter de los pueblos. No llenaban las páginas de su Historia pomposas descripciones de guerras, ni afectados discursos de caudillos. Auxiliado por la crítica, buscaba en los sucesos las causas que los motivaron, y presentaba a los hombres como fueron y como debieron ser.

Una ocasión favorable se presentó a Cavanilles de ensanchar la línea de sus conocimientos, cuando en 1777 se dirigió con sus discípulos a la Corte de Francia. Sin este viaje, hubiera tal vez quedado oculto uno de los mayores talentos botánicos. Observa, examina, inquiere; sus ojos, acostumbrados a ver, distinguen el mérito real del aparente y, sin deslumbrarse por la locuacidad francesa, ve los progresos de la razón y conoce los verdaderos adelantos del saber. ¿A dónde dirigirá sus pasos? ¿Cuál será el objeto preferente de sus estudios?... Fluctúa... duda... pero habla su corazón, y se decide. Nada más útil, nada más digno que el estudio de la Naturaleza; eleva el ánimo al conocimiento del Omnipotente, purifica el corazón, da goces reales y proporciona el bienestar de los hombres.

Recorrió la Física, que despertaba entonces en Francia, y en la que sobresalía Viera y Clavijo. Le enseñó la Química los principios constitutivos de los seres, sus propiedades, su composición y descomposición. La Mineralogía y la Zoología le contaron entre sus alumnos, y solamente la Botánica no le veía alistado en sus banderas. Mas, una casualidad feliz le hizo bien pronto dirigir sus miradas al imperio de Flora. No bien oye al Duque repetir, con una planta en la mano, la lección que acababa de escuchar, cuando nace, súbita en él, la afición a esta ciencia, cuando conoce su vocación a este género de estudios, cuando consagra a ellos su aplicación y sus talentos. Desde entonces sólo vivió para la Botánica y para la gloria, y, salvando con pasos colosales los principios de la Ciencia, no bien comenzó a ser su alumno cuando llegó a ser su profesor.

Justo será que me detenga en este punto y que enlace la historia de la Botánica con el elogio de su reformador.

Los vegetales sembrados, al parecer sin orden, por la mano del Omnipotente, ocupan todo el ámbito de la tierra, el seno de los ríos, la profundidad de los mares. Nacidos para utilidad del hombre, satisfacen el mayor número de sus necesidades. Las flores que nos adornan, los frutos que nos regalan, el lienzo que nos abriga, el pan que nos alimenta, ¿qué son sino producciones del reino vegetal? Y el papel en que expresamos nuestras ideas y cuyo descubrimiento mudó el aspecto de las ciencias, ¿a qué otra clase pertenece? Las naves que condujeron a Colón y Magallanes fueron antes elevados robles, gala y adorno de las montañas, y las velas que las movían, ¡bajo cuán distinta forma crecieron en nuestras llanuras!

La Botánica es la ciencia que enseña el conocimiento de los vegetales: su cultivo, sus propiedades, sus usos en la economía y en las artes, no pertenecen ya a esta ciencia, aunque tienen con ella relaciones muy inmediatas. Estos diversos ramos del saber no pueden ser adquiridos sin el conocimiento de la Botánica, del mismo modo que no se pueden aprender las ciencias físicas sin el auxilio de las matemáticas.

Este importante ramo de las ciencias naturales gimió al principió en la obscuridad. Casualidades felices hicieron conocer las virtudes de algunas plantas y se dirigieron los hombres al estudio práctico de ellas. Mas los errores sofocaban las verdades y, por cada descubrimiento cierto, había un número crecido de ensueños y quimeras. Unas plantas servían para facilitar la memoria, otras protegían los amores, otras, en fin, queridas de Pluto, servían para las predicciones y los conjuros. Teofrasto (Anotación 2) y Dioscórides (Anotación 3) entre los griegos, y Plinio (Anotación 4) entre los romanos, descollaron en esta clase de estudios, mas Dioscórides sólo menciona seiscientas plantas, y Plinio unas mil tratando de sus aplicaciones a la Medicina y al arte mágico. Los genios más ilustres, los favoritos y predilectos de Flora, sólo conocían un corto número de vegetales, después de haber empleado en su estudio todo el curso de su vida. Y no podía menos de ser así: carecían de un sistema que los guiase, no habían dividido en secciones tan inmenso campo, no habían observado separadamente cada uno de estos grupos, y sólo conocían individuos separados, sin orden ni conexión alguna. Semejantes a los chinos, morían sin haber aprendido su alfabeto.

La ciencia, pues, no existió hasta que nacieron los sistemas: se conocían, es cierto, hechos aislados; pero faltaba el hilo de Ariadna y era impenetrable el laberinto. La Agricultura había hecho, grandes adelantos porque es una ciencia experimental, y desde Columela (Anotación 5), que nos conservó el cultivo de los romanos, hasta Herrera (Anotación 6), que nos enseñó el de los árabes (Anotación 7), hizo cuantos progresos eran posibles, teniendo que luchar a cada paso con los obstáculos de una viciosa legislación. Empero, la verdadera Botánica no debemos buscarla hasta los últimos siglos.

Es cierto, señores, y me complazco en decirlo por el singular aprecio con que miro las obras de este autor, que San Isidoro (Anotación 8) fijó la atención en las plantas, y que menciona algunas y describe sus usos. Mas este ilustre varón, a quien diez y siete años después de su muerte calificó el Concilio 8.º de Toledo de Doctissimus atque cum reverentia nominandus, juicio confirmado por el transcurso de cerca de trece siglos, no trató de propósito de esta materia, sino incidentalmente, en sus Etimologías.

Baitar, o Ebn el Beithar (Anotación 9), célebre médico árabe, natural de Málaga, escribió una obra sobre las virtudes de las plantas. Este autor, que murió en 1216, herborizó en su patria y en otros países, lo que me hace creer que los árabes conocieron los huertos secos o herbarios, que tantas ventajas reportan a la ciencia.

Raimundo Lulio (Anotación 10), el monstruo de su siglo, el omniscio en su tiempo, que, como todo hombre grande, fue blanco de horribles censuras y objeto de excesivos elogios, escribió de Gramática y Retórica, de Filosofía y Alquimia, de Teología y Derecho, de Náutica, de Medicina y de varios ramos de ciencias naturales, y, si bien debemos creer que entre sus inmensas producciones no olvidaría tratar de las plantas, no hay obra suya especial sobre este ramo.

Arnaldo de Vilanova (Anotación 11) escribió De virtutibus herbarum. Este ilustre valenciano, que floreció en el siglo XIV, y que los franceses trataron de hacernos creer que pertenecía a su nación, fue un hombre general en toda clase de ciencias.

En el siglo XV nada hallo escrito (Anotación 12) sobre esta facultad en España. Sostenían entonces el honor de las letras, entre nosotros, el celebrado y fecundo abulense, D. Alonso de Cartagena, Fernán Pérez de Guzmán, señor de Batres, Juan de Mena, y D. Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana.

Mas en el siglo XVI vemos ya el lujo científico: escuelas, jardines, viajes botánicos, descripciones y láminas exactas, y admiramos las tentativas de clasificación de Gesnero (Anotación 13) y Cesalpino (Anotación 14). Los adelantos de las letras, los estudios físicos, las noticias del Nuevo Mundo y de sus admirables producciones, inflamaron el ánimo de los sabios españoles. Gonzalo Hernández de Oviedo (Anotación 15), oriundo de Asturias y nacido en Madrid por los años de 1478, publicó en 1526 la Historia natural y general de las Indias, describiendo sus vegetales. Juan Jarava (Anotación 16) publicó en 1557 su Historia de las yerbas y plantas. En 1560 murió en Segovia, su patria, Andrés Laguna (Anotación 17), dejando la traducción de la obra de Dioscórides, ilustrada con anotaciones y con las figuras de innumerables plantas exquisitas y raras. Esta traducción, publicada en 1586, fue hecha en el mismo sitio donde estuvo la quinta Tusculana, propia de Cicerón y célebre por varias de sus obras. Laguna tiene el mérito singular de haber llegado a conocer la fecundación de las plantas.

Nicolás Monardes (Anotación 18), el portugués Cristóbal da Costa (Anotación 19) y los jesuitas Cobo (Anotación 20) y Acosta (Anotación 21), describen también los vegetales de América. Empero, ninguno alcanza la celebridad del toledano Francisco Hernández (Anotación 22), amigo íntimo de Ambrosio de Morales y médico de Felipe II. De orden y a expensas de aquel Monarca, que fundó en Aranjuez el primer huerto botánico que existió en España3 y que por esto y su protección a Hernández mereció bien de la ciencia, fue a examinar las producciones naturales de América. Mil doscientas plantas tenía pintadas cuando le vio el padre Acosta en Méjico. Constaban sus trabajos de diez y siete tomos dedicados a Felipe II; mas la muerte de Hernández, la quema de la Biblioteca de El Escorial en 1671, y más que todo la mala estrella, compañera siempre de nuestras grandes cosas, hizo que se extraviasen muchos de sus trabajos y que otros luchen, inéditos, con el polvo de las bibliotecas, perdidos para la Nación y para la gloria del autor. Francisco Jiménez publicó en Méjico una parte de las noticias de Hernández. Antonio Reccho dio a luz en Roma, por orden del mismo Rey, dos tomos con el título Francisci Hernández rerum medicarum Novæ Hispaniæ thesaurus. El célebre D. Juan Bautista Muñoz descubrió en la Biblioteca del Colegio Imperial de San Isidro siete tomos de las obras de Hernández, anotados por el autor; parte de ellos fueron publicados, por el laborioso Don Casimiro Gómez Ortega (Anotación 23), en tres tomos en cuarto. Mas estos trozos, dando a conocer el mérito de Hernández, acrecientan la pena por la pérdida de la obra. Y ¿cómo pasar en silencio a Benito Arias Montano (Anotación 24), que, en la tercera parte de su Historia naturæ, ilustró las plantas de que habla la Sagrada Escritura, siguiendo el sistema de Cesalpino, y manifestó sus grandes conocimientos botánicos? ¿Cómo no mencionar al toledano Lorenzo Pérez (Anotación 25), que viajó por Italia y por Asia y a quien se deben, entre otras cosas, unos índices de plantas en que coloca el nombre latino, el castellano y el adulterado por el vulgo? Y por último, ¿cómo no recordar las obras inéditas de Bernardo Cienfuegos (Anotación 26), natural de Tarazona, que, en siete tomos, existen en la Biblioteca Nacional de Madrid?... (Estante letra L, números 76 y siguientes).

Concluyó con nuestra fama militar nuestra gloria literaria, y se eclipsó en el siglo XVII, nuestra buena estrella. A la sazón, es cierto, decayó la Botánica en toda Europa y no volvió a aparecer hasta el tiempo de Tournefort (Anotación 27), en 1694. Gesnero, padre de la verdadera ciencia Botánica, había sido el primero que tratara de clasificar las plantas, distinguiéndolas por las flores y sus frutos, sistema mejorado por Cesalpino. Tournefort, siglo y medio después, adelantó esta tentativa de clasificación, señaló los géneros, y redujo a ellos las especies. En sus sistemas, las flores demostraban la clase, los frutos distinguían los géneros, y las hojas y los demás caracteres señalaban las especies. Formó, pues, Tournefort catorce clases, seiscientos setenta y tres géneros y ocho mil ochocientas cuarenta y seis especies.

Empero Linneo (Anotación 28) fue el Legislador de la Botánica. Conoció que se había formado el sistema de Tournefort sobre caracteres variables e incompletos, y publicó en 1755 su Sistema sexual, esfuerzo admirable del entendimiento humano; sistema que no tuvo rival hasta que De Jussieu (Anotación 29) publicó el suyo, de familias naturales, en 1789. Linneo, como todo genio, comprendió en su reforma todas las partes esenciales de la ciencia; clasificación asombrosa, nomenclatura exacta, descripciones acabadas y concisas, todo se encuentra en las obras del Plinio de Suecia, que hicieron una revolución literaria en el Orbe.

Mas, en una de sus obras, hablando Linneo de España, dijo: que su flora era tan rica como desconocida. Esta expresión, repetida en Madrid al Ministro Carvajal y Lancaster por Roberto More, individuo de la Sociedad Real de Londres, estimuló su amor patrio y le hizo contestar al literato inglés, que pronto rechazaría España tan denigrante acusación. Efectivamente, por medio del Marqués de Grimaldi, nuestro embajador en Suecia, se manifestó a Linneo que el Gobierno español deseaba tener a su servicio a uno de sus mejores discípulos. Loeffling (Anotación 30), discípulo el más amado de Linneo, vino a España, a sueldo de nuestro Gobierno, en 1751; trató con los que cultivaban entonces la ciencia entre nosotros, y, herborizando en los alrededores de Madrid, formó su Flora Matritense, comprensiva de mil cuatrocientas plantas. Los Ministros Carvajal y Ensenada dispusieron una expedición científica en que Loeffling iba de primer botánico. Se hizo éste a la vela en Cádiz en 15 de Febrero de 1754, con destino a América; herborizó en Canarias, Cumaná y Guayana, y murió en las misiones de Caroní, pueblo situado junto al río de su nombre y en la confluencia del Orinoco, en 22 de Febrero de 1756. Sus dibujos existen en el Jardín Botánico, y Linneo dio a luz con el título de Iter Hispanicum la obra póstuma de su discípulo, dedicándola a Fernando VI. Los demás individuos de la expedición regresaron en 1761, sin haber producido otro resultado.

En 1777 salió de Cádiz otra nueva expedición para el Perú, en que Ruiz (Anotación 31), Pavón (Anotación 32) y Dombey (Anotación 33), iban en busca de tesoros botánicos. Mas, a pesar de haberse incendiado en Chile el herbario y los manuscritos, de haber naufragado en Peniche el buque que conducía los trabajos de los viajeros, se ha dado a luz la Flora Peruana, y hay materiales para adelantar la publicación.

La expedición de Pineda (Anotación 34) alrededor del Mundo, salió de Cádiz en 1789; en ella Don Luis Neé (Anotación 35) iba de primer botánico. El herbario de Neé fue disfrutado por Cavanilles, y el tomo séptimo de sus Icones debía comprender los helechos que recolectó aquel viajero en su larga expedición.

¡Con qué lujo científico se inauguró, pues, la nueva Era! Cada localidad tenía su Flora: Quer (Anotación 36) y Barnades (Anotación 37) publicaron Floras españolas; Mutis (Anotación 38) escribía la de Nueva Granada; Asso (Anotación 39) la de Aragón. En todas partes se formaban huertos botánicos, se dotaban cátedras para la enseñanza, y un Gobierno ilustrado gastaba sus rentas en aclimatar en su país a los sabios extranjeros, y en dirigir a sus colonias expediciones científicas.

Fácil es brillar en las tinieblas, adquirir fama en tiempos de ignorancia; empero, ¡cuán difícil en medio del lujo científico aparecer grande, adquirir un nombre cuando la ciencia está en su esplendor, descollar entre sus contemporáneos cuando todos aspiran al mismo fin! Ésta fue la suerte del ilustre botánico español.

Unido por los vínculos de una estrecha amistad con los hermanos De Jussieu, con Dombey, con Thouin (Anotación 40), honor de la Jardinería francesa, que dio al mundo el fenómeno literario de que un simple jardinero ascendiese a la Academia de las Ciencias, se ilustró Cavanilles con los consejos de tan grandes hombres, disfrutó los tesoros que tenía a su cuidado, y tuvo a su disposición los famosos herbarios de De Jussieu, Sonnerat (Anotación 41), y Commerson (Anotación 42). Mas, en este tiempo, cuando se hallaba consagrado a Flora, llegó a sus oídos el acento de la Patria, villana y cobardemente calumniada. Mr. Masson, sin examen y sin crítica, hablaba del estado de España, cuya lengua, costumbres e instrucción desconocía. Pintaba al Gobierno español sumido en la indolencia e imbecilidad; con hipócrita compasión se lamentaba de la ignorancia de los españoles y denigraba al Clero, a la Magistratura, a la Nación entera... Cavanilles, ausente hacía siete años de su Patria; extranjero en París; sin libros, sin el lleno de noticias que hubiera adquirido en España, emprende la grande obra de detener el torrente de la opinión que inundaba a la Francia e inundaría en breve, a la Europa. Escribe en la lengua de Racine y Fénelon; su obra merece el aprecio de nacionales y extranjeros, su nombre es conocido ventajosamente en la República de las Letras. Contesta con hechos a las aseveraciones infundadas; destruye con la fuerza vencedora de la lógica, los sofismas de sus contrarios; no trata, como otros apologistas posteriores, de lisonjear la ignorancia nacional; no desconoce los descubrimientos felices de nuestros vecinos. Como sabía lo que verdaderamente valíamos, conocía lo que nos faltaba. Menciona nuestra industria, nuestra población, nuestros esfuerzos en el camino de la sabiduría. Habla de nuestro gran siglo en el que precedimos a toda Europa en la carrera de la civilización; en el que no había, en el mundo, militares más valientes, navegantes más atrevidos, escritores más aventajados, ni artistas más ilustres que los de España. Observa, después, las causas que contribuyeron a nuestra decadencia y, llegando a la época en que escribía, hace resonar la fama de nuestros modestos literatos. El nombre de Campomanes, luminar del foro, el más sabio y el más celoso de nuestros patricios; los nombres de Ulloa y Jorge Juan, de Mayans y de Bayer, de Feijóo y de Sarmiento, de Meléndez y de González, de Ayala y Moratín el padre, son conocidos de los sabios y llaman la atención del mundo literario. Y, si hubiese escrito veinte años después, ¿qué no hubiera dicho del autor de la Ley agraria y de ti, festivo Inarco, Terencio español, padre de la escena nacional...?

Pero volvamos a la Botánica. ¿Qué resiste al talento y a la aplicación...? Dedicado con particular esmero al estudio de aquellas plantas que, por tener los estambres unidos por los filamentos, fueron llamadas por Linneo Monadelfas, llegó a descubrir, además de géneros mal determinados y especies mal clasificadas, plantas desconocidas y nuevas en los jardines y en los herbarios, con que enriquecer esta clase. En 1785, a los cuatro años de aprender la Ciencia, y a los cuarenta de su edad; publicó en París la primera Disertación acerca de la Monadelfia, a la que siguieron otras nueve, que acabaron de publicarse en 1790, formando tres tomos en folio, comprendiendo setenta géneros, de los cuales diez y ocho nuevos, con un número crecido de especies, formando un todo de seiscientas cuarenta y tres plantas, representadas en doscientas noventa y seis láminas, dibujadas casi todas por su mano. Dillenio, Scheuchzero y Plumier dedicaron sus tareas a una familia determinada de plantas, y su trabajo había merecido el aprecio de los literatos: el de Cavanilles excitó su admiración. Veían en su obra, voces nuevas para explicar nuevas verdades, veían despuntar el genio en cada una de sus páginas, admiraban sus descripciones acabadas, su lenguaje lacónico y elegante, y la exactitud de sus observaciones. Cuantas dotes se apreciaban separadas en los literatos de primer orden, se hallaron reunidas en el botánico español, y todos, colocando su obra entre las clásicas de la Ciencia, confesaban, a una voz, que había salido perfecta de su entendimiento, a la manera que Minerva salió armada de la cabeza de Júpiter.

La Academia de Ciencias de Francia alabó la obra y estimuló con sus elogios al autor; la Sociedad Filomática de París, la Médica y la de Agricultura del mismo punto, la de Ciencias de Upsal, la Sociedad Linneana de Londres, la de Berlín de Escrutadores de la Naturaleza, la Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo y todos los cuerpos científicos de Europa trataron de tenerlo en su seno, llamándolo, en sus diplomas, Botánico ilustre, reformador de la Ciencia, águila de los Botánicos españoles.

El Gobierno, y séame lícito pagar este tributo a su memoria, el Gobierno español alentó a Cavanilles, premiándole con ascensos en su carrera, remunerándole en París y ayudando a la publicación de sus obras, con generosa y larga mano.

Mas esto mismo le produjo émulos; sus glorias encontraron enemigos, su reputación era un escollo para la medianía. Era entonces la época, en España, de las contiendas literarias. Sedano, Iriarte, Forner, Huerta y otros varios literatos se hacían cruda y sangrienta guerra, en que tampoco se desdeñó de quebrar alguna lanza el ilustre Jovellanos. Los botánicos imitaron a los poetas: Gómez Ortega, hombre docto y literato distinguido, Ruiz, y algún otro de menor nombre, escaramucearon contra el nuevo adalid.

Dos eran los puntos de su impugnación; el 1.º, que se había separado de la doctrina de Linneo; y el 2.º, que había formado sus géneros, en parte, sobre plantas secas. Efectivamente estas observaciones merecen mencionarse, porque demuestran el estado de la Ciencia entre nosotros. Linneo había hecho una impresión fuerte en el ánimo de nuestros naturalistas. Conocían el mecanismo de su sistema; pero obraban arrastrados por la autoridad, no por el convencimiento; cautivaban su razón en obsequio de un hombre a quien admiraban, sin atreverse a juzgarle. No se elevaban a su altura, carecían de su genio, y copiaban hasta sus defectos, exagerándolos. Así, los que imitaron a Lope, equivocaron la facilidad con el desaliño poético; los imitadores de Góngora, ángel de tinieblas según la hermosa expresión de Maury, hundieron la poesía en la afectación y culteranismo, y los secuaces del arquitecto Bernini produjeron los monstruos con que Rivera y Churriguera afearon nuestras ciudades.

Cavanilles, por el contrario, cuando se aparto de Linneo, tuvo motivos justos, suficiente razón. No es, dice él mismo, el espíritu de novedad el que me movió a separarme de las huellas de tan insigne maestro, sino el amor a la Botánica y la detenida observación de la Naturaleza. Linneo cometió errores, fruto de circunstancias particulares, que no amenguan su gloria ni disminuyen el crédito de su gran ciencia. ¿Qué hubiera hecho si, hubiese visto los nuevos géneros? Linneo sólo conoció veinte y una especies de Sida, y Cavanilles publicó ochenta y dos, en su primera Disertación.

El 2.º punto todavía es menos exacto. Cuando el Botánico no puede examinar plantas vivas, recurre a los herbarios, invención feliz que adelantó extraordinariamente los progresos de la Ciencia. En los rigores del invierno estudia en ellos las producciones de la primavera, y en el clima benigno de Europa, los vegetales del ardiente suelo de África. Linneo, y todos los ilustres botánicos, han hecho mucha parte de sus trabajos sobre estos ejemplares. Sería, sin duda, mejor que el botánico observase siempre la Naturaleza, llena de vigor y vida; mas esto es, impracticable. Fácil es examinar, de este modo, las plantas naturales o aclimatadas en un país, mas, ¿cómo observar así el número inmenso de las que pueblan el globo? La mayor parte de los vegetales florece en la primavera y otoño; los ardores del estío desecan la Naturaleza y los fríos del invierno adormecen la vegetación. El botánico que sólo examinase plantas vivas tendría que suspender sus trabajos durante la mayor parte del año, durante el tiempo más acomodado al estudio y más amado de los estudiosos.

A la manera que el viajero instruido ofrece materiales al político y al estadista, el botánico que viaja suministra datos al botánico que observa. Si es cierto que el viajero tiene el placer de mirar vivas las plantas que recoge, no lo es, que se detenga a examinarlas y describirlas mientras lo están, y mucho menos que llegue a dibujarlas en aquel estado. Corre los valles, pisa los montes, y nada se oculta a su penetrante investigación. Semejante al guerrero que conoció una vez el bárbaro placer de conquistar, el botánico que herboriza anhela también nuevas tierras, nuevos mundos a donde dirigir sus pacíficas conquistas.

Cavanilles reunió todas las producciones de sus émulos en un volumen y las dio publicidad, sometiéndolas al juicio de los sabios. Esta conducta hizo enmudecer a la crítica.

El modo más digno de acallar a los rivales es trabajar nuevas obras, elevarse a una altura inaccesible a sus tiros, pasar, por decirlo así, la región de las nubes. Cavanilles lo hizo así: su gran obra Icones et descriptiones plantarum quæ aut sponte in Hispania crescunt aut in hortis hospilantur, empezó a publicarse en 1791, y consta de seis tomos con setecientas doce descripciones y seiscientas láminas dibujadas por él mismo, comprendiendo una multitud de nuevos géneros y especies, y un número considerable de observaciones, que sirvieron para adelantar la Ciencia. Todos los ramos de la Botánica fueron tratados con igual superioridad, y la clase Cryptogamia fue ilustrada, por primera vez en España.

El Gobierno le encargó que viajase por el país: fruto digno de tan ilustrada disposición, es la insigne obra que con el título de Observaciones sobre el Reino de Valencia comenzó a publicar en 1793. En ella se muestra estadista y filósofo profundo, escritor elegante, hombre versado en todos los ramos de las ciencias naturales, geógrafo distinguido, y anticuario ilustrado. Esta obra sola, hubiera formado la reputación de un escritor.

Nuevo campo de los triunfos de Cavanilles fue la enseñanza de la Botánica. Director del Jardín, trató de que saliese de la estéril esfera de un huerto de placer. Lo dividió en Secciones que comprendían las diferentes clases botánicas; aclimató en él las plantas exóticas, cuyas semillas pudo proporcionarse, formó los invernáculos, dispuso y ordenó el sistema de riegos; formó la Biblioteca, y le legó, a su fallecimiento, su excelente herbario. Coincidencia singular, sin duda, señores: un valenciano, D. Honorato Pomar, fundó un Jardín Botánico en Madrid en tiempo de Felipe III; Cavanilles, valenciano también, lo elevó a su mayor lustre. Todos los sabios extranjeros, todos los Establecimientos Botánicos de algún nombre de Europa estaban en continua correspondencia con el jardín Botánico de Madrid, y este comercio de ideas, esta riqueza de observaciones, esta comunicación de producciones literarias, contribuyeron extraordinariamente a los adelantos de la Ciencia.

Precedido por el rumor de su fama, comenzó en Madrid la explicación de la Botánica. Un número crecido de sujetos ilustrados se apresuró a oír las explicaciones de tan sabio y elocuente profesor; fue estrecho recinto el de las aulas y hubo precisión de habilitar para las lecciones uno de los grandes invernáculos, donde hoy se halla la Biblioteca. Fueron sus discípulos más amados: La Gasca (Anotación 43), Rojas Clemente (Anotación 44), Rodríguez (Anotación 45), y Soriano (Anotación 46), que conservaron la tradición de sus doctrinas. Incansable en la enseñanza, dispuso unos elementos científicos en que recopiló todas las mejoras que le debe la ciencia. Fijó la nueva nomenclatura, vaga e indeterminada antes; redujo a quince las veinte y cuatro clases en que Linneo dividió las plantas, y elevó la Botánica a una altura de que nunca debiera decaer.

Al mismo tiempo, y ocupado en tantos trabajos literarios, escribía los Anales de Ciencias Naturales en compañía de Herrgen, Proust, y Fernández, formando una obra que ha merecido el aprecio de los literatos extranjeros, obra que nació por su estímulo y cesó con su muerte. Tenía dispuesto el tomo séptimo de sus Icones, y el primero de la nueva obra que con el título de Hortus Regius Matritensis pensaba publicar; pero, en medio de sus planes botánicos, de su afán literario, rico en esperanzas de vida, lleno de gloria científica, oyó sonar la hora de su muerte. El día 7 de Mayo de 1804 suspendió, sintiéndose enfermo de un dolor cólico, la explicación en la Cátedra, y el día 10 a las once y media de la noche dejó de existir, a los cincuenta y nueve años de edad. El Gobierno dio muestras de su dolor por tan grande pérdida, y mandó que su retrato se colocase en la Sala de lecciones del Jardín, para estímulo de la juventud; desgraciadamente no llegó a ejecutarse..., mas su memoria vivirá en sus obras, y un árbol, que lleva su nombre y crece en los Andes, la conservará en los fastos de la ciencia (Anotación 46).

Fue Cavanilles de crecida estatura, esbelto, de gentil presencia, de fisonomía agraciada, de ameno y afable trato. Piadoso y benéfico, fue el modelo de un naturalista católico. Compañero y amigo de todos los sabios de su tiempo, vio brillar y desaparecer de la escena a Pérez Bayer, al historiógrafo de Indias Muñoz, con quien tuvo constante y estrecha amistad, a Risco, a Campomanes. A su vez tuvo que dejar esta morada de destierro; lloráronle, con sus parientes, sus discípulos, sus amigos; sintieron su muerte cuantos amaban la gloria nacional, y honraron su memoria todos los Cuerpos Sabios de Europa que vieron, con su pérdida, eclipsado el astro botánico de España...

Una sola palabra, Señores... Si una muerte prematura no hubiese robado al botánico español, yo no sería hoy heredero estéril de su nombre, sino que, auxiliado con sus consejos y amaestrado con su doctrina, tal vez hubiera cultivado con éxito la misma ciencia...; con alguna confianza hubiera podido entonces presentarme en este día.

Mas hoy..., la indulgencia de la Academia tendrá largo campo en que ejercitarse... Feliz yo, si, correspondiendo al honor literario que acabo de recibir y por el que, una y otra vez, ofrezco el tributo de mi agradecimiento, logro ilustrarme al lado de tan dignos Académicos y si puedo, en algún modo, secundar sus generosos esfuerzos para que no se apague la llama del saber histórico, confiada al cuidado de tan ilustre Corporación.

Madrid, 25 de junio de 1841.

Excmo. Señor:

ANTONIO CAVANILLES

(Rubricado.)

Acad.ª, de 25 de junio de 1841.

Lo leyó su autor en esta junta.



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