Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Dramaturgia mexicana: Fundación y herencia

Guillermo Schmidhuber de la Mora



Portada




ArribaAbajoProemio

En el año en que este Proemio es fechado, México celebra el centenario del natalicio de Rodolfo Usigli, 1905-2005. El aprecio de la obra tetra-genérica de este autor -drama, ensayo, narrativa y poesía- ha ido in crescendo después de su muerte en 1979. Usigli se ha convertido en el dramaturgo latinoamericano por antonomasia; únicamente dos dramaturgos argentinos pudieran competir con él sin detrimento de méritos: Roberto Arlt y Samuel Eichelbaum, los tres pertenecientes a la generación 1924, según el conteo propuesto por Arrom y que es utilizado en el presente estudio. Otro dato esclarecedor es que los programas doctorales de literatura española e hispanoamericana en los Estados Unidos incluyen los nombres de estos tres dramaturgos en su «reading list» oficial como estudio obligado. Indiscutiblemente son los tres mayores dramaturgos de la América que se comunica en español, y los títulos de sus obras más conocidas son: El gesticulador, Saverio El Cruel y Un guapo del 900, de Usigli, Arlt y Eichelbaum, respectivamente, las tres piezas son muestra de la mejor dramaturgia del teatro hispanoamericano moderno en la segunda y tercera décadas del siglo XX.

Si comparamos el número de puestas y la atención crítica que cada país brinda a sus dramaturgos, fácil será comprobar que Argentina reconoce la deuda que tiene con el teatro perteneciente a las décadas tercera y cuarta; mientras que México es un país que brinda un exiguo reconocimiento a sus dramaturgos. La atención que las políticas culturales de México ofrecen al teatro es pobre para los teatristas y nulo para los dramaturgos. Como prueba está que únicamente cinco de los siete tomos del Teatro completo de Rodolfo Usigli han sido editados, y para completar la edición de su obra completa, aún faltaría el volumen de poesía y el de narrativa. Todos los teatristas mexicanos reconocen El gesticulador, pero pocos se han adentrado intelectual y estéticamente en la obra usigliana.

El presente libro es una investigación que tiene la finalidad de presentar los logros de la generación de dramaturgos y teatristas de los años veinte y treinta que es considerada fundadora del teatro mexicano. Diversos trabajos críticos anteriores han estudiado el desarrollo teatral de este periodo en México; sin embargo, han destacado en demasía aquellos esfuerzos que proponían la escisión entre el nuevo teatro y el teatro tradicional. La mayoría de los estudios críticos han analizado los frutos del trasplante cultural europeo, en un intento de valorar las aportaciones de la vanguardia, sobretodo la aportación del Teatro de Ulises. En consecuencia, estas apreciaciones críticas han puesto sordina a la contribución individual de dramaturgos y teatristas, que desde su plataforma personal, trataban de contribuir a la evolución del teatro mexicano. Es ejemplificador estudiar algunos de los autores verdaderamente experimentalistas, como Víctor Manuel Díez Barroso, Juan Bustillo Oro, Mauricio Magdaleno y Francisco Navarro, quienes no estuvieron involucrados en los grupos promotores de un nuevo teatro. De igual manera, Rodolfo Usigli fue un creador en soledad, ajeno a todo gremio. Por otro lado, las valiosas contribuciones de teatristas como María Teresa Montoya y Alfredo Gómez de la Vega, por citar sólo dos, han pasado a un olvido inmerecido, ya que los estudios dedicados al teatro mexicano de estos años han destacado la importancia indudable de la dramaturgia y de los grupos teatrales, pero han señalado con parquedad la contribución escénica de actores y directores.

Varias son las aportaciones que este estudio pretende presentar. Recordar es revalorar. Crece la apreciación crítica del Teatro de Ahora y de las aportaciones dramatúrgicas de Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno, y se afirma que es injustificado que estas contribuciones hayan sido reducidas al olvido. Igual acontece con el dramaturgo jalisciense Francisco Navarro Carranza, quien no ha sido incluido en las historias del teatro mexicano, acaso porque pasó buena parte de su vida trabajando como diplomático en el extranjero; como un dato a su favor está que fue el único dramaturgo de su generación que tuvo en vida montajes en Alemania y en Cuba. Autores como Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, han alcanzado gran aprecio crítico, pero han quedado relegados como dramaturgos a pesar que su teatro posee valor continental.

Los dos capítulos finales del presente estudio están dirigidos a hacer una evaluación de la generación 1954, según el conteo propuesto por Arrom, con dramaturgos de la talla de Elena Garro, Héctor Azar y Hugo Argüelles. Posteriormente se presenta un comento sobre la generación 1984, que ha sido calificada de Nueva Dramaturgia Mexicana. He tenido la suerte de conocer personalmente a varios de los miembros de la generación fundadora -Usigli, Luis G. Basurto, Bustillo Oro-. A todos he conocido de la generación 1954, pero con algunos he tenido una mayor amistad -Elena Garro y Hugo Argüelles-. Me honro en pertenecer a la Nueva Dramaturgia Mexicana, la que en un conteo generacional es calificada de 1984, y por esa razón el último capítulo de este libro es un escrito testimonial, más que una apreciación crítica de esta última generación. A pesar de haber vivido lejos de la capital mexicana, he podido conocer y convivir con todos los miembros de mi generación, con el distanciamiento que da el mirar desde la provincia mexicana y, por nueve años, desde el extranjero.

Si en la desiderata de todo teatrista mexicano debiera quedar escrito la necesidad de un montaje anual de las mejores obras citadas en el presente libro -El gesticulador y las Coronas de Usigli, Invitación a la muerte de Villaurrutia, Masas de Juan Bustillo Oro, por nombrar a tres autores-, resultaría igualmente apremiante el reeditar estas obras en tirajes populares para que las nuevas generaciones puedan leerlas. Igual de perentorio es el publicar la obra dramática de Elena Garro, aunque esta dramaturga de raigambre usigliana pertenezca a la siguiente promoción de la generación 1924.

Si montar es labor ardua, el publicar sufre aún mayores restricciones. Por esta razón agradezco especialmente a la Universidad de Guadalajara el apoyo para que los profesores miembros del Sistema Nacional de Investigadores de Conacyt podamos presentar al ojo del público nuestras investigaciones.

Dedico este volumen a la generación calificada de Nueva Dramaturgia Mexicana, a la que pertenezco como autor de piezas teatrales, con la esperanza de que sepamos recibir la rica herencia que las dos generaciones anteriores a nosotros nos han legado, y de que podamos pasar la estafeta dramatúrgica a las generaciones futuras. El teatro mexicano somos todos.

Una vez más dedico este libro a mi esposa Olga Martha Peña Doria y a mis tres hijos, Erika, Martha y Guillermo, porque han sido testigos de mi dedicación a la investigación y al estudio del teatro mexicano. Este libro es el septuagésimo quinto que publico, en un conteo de ediciones individuales y compartidas.

Guillermo Schmidhuber de la Mora
27 de octubre de 2005






ArribaAbajo- I -

La herencia del teatro en México


Sor Juana Inés de la Cruz

Sor Juana Inés de la Cruz

(Fragmento del retrato de Cabrera)

Para poder comprender los derroteros del teatro mexicano en el siglo XX, hay que volver la mirada al pasado y reconocer sus años formadores mediante un escrutinio crítico que revalore los movimientos y las obras que sirvieron de punto de partida al teatro en México. El álgido nacionalismo de los años veinte y treinta fue consecuencia de la revolución mexicana. Mientras Diego Rivera y José Clemente Orozco cubrían paredes con el arte del muralismo, mientras José Rolón y Carlos Chávez con un movimiento musical trataban de integrar la musicalidad de los antiguos mexicanos con la vanguardia musical europea, y el ballet clásico pasaba a compartir escenarios con la danza folklórica mexicana, la literatura dejaba testimonio del movimiento revolucionario en la narrativa y en los cuentos de la Revolución. ¿Pero qué sucedía con el teatro?

Los anales de la historia de México del siglo XX han guardado testimonio de los logros artísticos de pintores, músicos, bailarines y narradores, pero han menguado la contribución a la identidad nacional de dramaturgos y teatristas, a pesar de que la fundación del teatro mexicano como movimiento hegemónico tuvo lugar en esos mismos años. Todas las artes indagaron la identidad del mexicano, ya fuera con el pincel, el pentagrama, el paso dancístico, el cuento y la acción humana. La historia del arte conserva los logros nacionalistas de la plástica, la música y la danza, la historia literaria ha valorado la novela y la cuentística de la revolución, pero ninguna historia oficial rememora el teatro como testimonio del ser y del pensar del mexicano posrevolucionario. Varios de los dramaturgos vivieron la aventura de la frustrada candidatura presidencial de José Vasconcelos y dejaron constancia del México que querían modelar políticamente. Algunos de estos autores fueron dramaturgos, como Rodolfo Usigli, Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno. En forma paralela, la generación fundadora del teatro mexicano moderno también incluye a escritoras que tanto crearon para la escena, como formaron parte del movimiento feminista en los años en que se proclamaba la creación de una nueva mujer mexicana posrevolucionaria y se reclamaba para ella el derecho al voto. Estas dramaturgas fueron Amalia de Castillo Ledón, María Luisa Ocampo y Catalina D'Erzell. Los triunfos autorales y colectivos tanto de hombres como de mujeres merecen ser recordados junto a los logros artísticos de la plástica, la música y la danza.

El teatro hispanoamericano ha sido estudiado principalmente con dos enfoques críticos: el continental, que ha permitido analizar la concordancia y disparidad de las generaciones de teatristas, y el unitario, que enfoca una obra bajo diferentes ópticas críticas. El primero ha presentado una visión horizontal y sintética del teatro existente en los diecinueve países hispanohablantes de América (veintiuno si son incorporados los teatros puertorriqueño y chicano); mientras que la segunda alcanza una visión vertical y analítica. Esta doble perspectiva puede ser enriquecida por un enfoque intermedio que permita un punto de vista simultáneamente sintético y analítico, horizontal y vertical, al reconstruir críticamente una etapa teatral en forma total. Este enfoque mixto resultó particularmente adecuado para los objetivos críticos de este estudio, ya que permite un escrutinio de la evolución del teatro mexicano en los dieciséis años previos a la creación de El gesticulador. Los resultados de las búsquedas para la creación de un teatro nacional, tanto los certeros como los fallidos, permitieron el advenimiento de un teatro mexicano hegemónico, es decir, que alcanzó la supremacía nacional.


ArribaAbajoEl teatro cuando Nueva España era parte del Imperio Español

Para comprender el devenir teatral de los años formadores del teatro mexicano, hay que señalar las influencias literarias y teatrales que sirvieron de materia prima para crear este teatro, sobre todo de la influencia peninsular que permaneció a lo largo de la historia del teatro en México. Existen discrepancias en la documentación de la primera representación teatral en México. García Icazbalceta la fija el día de Corpus Christi de 1528, según consta en las actas del cabildo de ese año que registran la petición de la cesión de un solar de donde «saliesen sus oficios»1. Sin embargo, Usigli afirma que «a pesar de todo, nada aparece aún claramente con relación a las representaciones», y señala el 20 de junio de 1538 como la primera representación en castellano citada por las crónicas, sin negar que hubiera otras anteriores de las que no tenemos noticia (México en el teatro: 20). Knapp Jones difiere de los anteriores (Behind: 462), y sugiere la representación en náhuatl de «El último juicio», referida por Motolinía2, llevada a cabo en 1533, con la posible autoría de fray Andrés de Olmos (1491-1571). Por nuestra parte aceptamos el año de 1533 para la primera representación teatral en Nueva España, por lo que el teatro en la geografía mexicana cuenta con una tradición de más de 470 años.

Durante el periodo colonial, el teatro del Siglo de Oro fue representado en ambos lados del Atlántico; en el nuevo continente gustaban especialmente las obras de Lope de Vega, Rojas Zorrilla, Calderón y Moreto. Por ser novohispánico, la figura preclara de Juan Ruiz de Alarcón (1581-1639), pertenece tanto a la historia del teatro peninsular como a la del teatro mexicano. Sus comedias pertenecen al periodo lopista y poseen gran capacidad de observación de la experiencia humana y una nada común habilidad para trasmutar elementos morales en elementos estéticos. Es notable su creación de personajes con rigor sicológico, cuya ejemplaridad de comportamiento muestra virtudes tales como la sinceridad, la discreción y la cortesía. Su teatro es comparable al de Molière. La más conocida de sus piezas, La verdad sospechosa, fue imitada por Corneille en Le Menteur, pieza que a su vez sirvió de inspiración al italiano Carlo Goldoni para escribir su obra Il Bugiardo (1750) y, de igual manera, al inglés Samuel Foote, con el título de The Liar (1764).

En la generación poscalderoniana, brilla la genialidad de sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), que es la autora que cierra con su obra el barroco español. Su teatro cuenta con tres autos sacramentales (El cetro de José, El mártir del Sacramento, San Hermenegildo y El divino Narciso) y tres comedias (Los empeños de una casa, Amor es más laberinto -con la coautoría de Juan de Guevara-, y La segunda Celestina -en colaboración con Agustín de Salazar y Torres3. Además de sus dieciocho loas independientes y sus veintidós villancicos dramáticos. En una suma total, el corpus dramático sorjuanino cuenta con cincuenta y dos títulos. En el siglo XVIII vivió un dramaturgo y actor con obra meritoria, Eusebio Vela (1688-1737), autor de catorce piezas.




ArribaAbajoEl teatro mexicano en el siglo XIX

Al cabo de las guerras de independencia de México que pusieron fin al imperio colonial español, el teatro no se desligó de la tradición peninsular, como lo comprueban, las obras dramáticas de José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) y el triunfo escénico en la madre patria de Manuel Eduardo de Gorostiza (1789-1851); las comedias de este último parecen «escritas para un auditorio español, sin que en parte alguna se trasluzca la oriundez americana del poeta», como lo afirma Menéndez Pelayo (Historia: 108-109). Históricamente la obra de Manuel Eduardo de Gorostiza constituye un puente entre el teatro de Leandro Fernández de Moratín y el de Manuel Bretón de los Herreros, ambos peninsulares.

El romanticismo mexicano recibió la influencia española además de la francesa. Las obras de Fernando Calderón (1809-1845), Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842), Pantaleón Tovar (1828-1876) y, posteriormente, José Peón y Contreras (1843-1907), presentan influjos románticos nacidos de Antonio García Gutiérrez y de José Zorrilla. El autor de El Trovador vivió casi cinco años en Cuba y en México, vino a América en enero de 1844, resentido por ciertas injusticias españolas, pero México pareció curarle, pues gozó allí de gran prestigio. García Gutiérrez recogió distinciones y laureles, como dramaturgo y como héroe romántico, pues luchó al lado del ejército mexicano contra la invasión norteamericana. En su estancia en América, García Gutiérrez publicó Los alcaldes de Valladolid y El secreto del ahorcado, ambas en Mérida, Yucatán (1844), además de Los hijos del tío Tronera, en la Habana (1846). La mujer valerosa, escrita en México, fue publicada en Madrid (1844)4. Por su parte, José Zorrilla vivió en México un total de diez años. Fue nombrado director del Teatro Nacional por el emperador de México Maximiliano de Habsburgo (1866), pero su cargo no tuvo permanencia por la caída del imperio al año siguiente. En América únicamente escribió poesía, ya que su pluma dramática se había secado5.

El destino del teatro mexicano durante el Modernismo fue precario. Destacan varios autores que escribieron teatro desde una estética alejada del Modernismo: Manuel José Othón (1858-1906), poeta que escribió varias obras bajo la influencia de Echegaray; Federico Gamboa (1864-1939), quien fue el que más se acercó al naturalismo, aunque agregándole matices costumbristas superfluos; Amado Nervo (1870-1919), excelente poeta que jugó a escribir teatro con un libreto de zarzuela (con música de Antonio Cuyás), un divertido diálogo en el que sor Juana es personaje y varios diálogos costumbristas que él mismo calificó de teatro mínimo; y Marcelino Dávalos (1871-1923), indudablemente el más completo dramaturgo de su generación. Dávalos es autor de piezas desiguales con influencias que van desde el melodrama echegariano, como El último cuadro (1900), hasta al costumbrismo mexicano, como El crimen de Marciano (1909), pieza que presagia la Revolución Mexicana; entre sus obras destaca Así pasan (1908), sobre la vida de una actriz. La trascendencia de estos dramaturgos mexicanos fue limitada; aunque los temas de estas obras ya barruntaban lo mexicano, la estética y la estructura dramática aún pertenecían al siglo XIX.

El nuevo siglo acusa la presencia en la escena de compañías españolas que hacían giras americanas. La compañía de María Guerrero inaugura en México el siglo con Casa con dos puertas mala es de guardar de Calderón de la Barca, el 1 de enero de 1900. Entre este año y 1914, visitan a México las compañías peninsulares de Antonio Vico, la de María Guerrero y Fernando Díaz en dos ocasiones más, la de Francisco Fuentes, la de Leopoldo Burón, la encabezada por Enrique Borrás, y la de Miguel Muñoz. Apenas terminada la lucha revolucionaria, aparecen nuevamente en México María Guerrero en 1921 y la compañía de Isabelita Fauré en 1922 (Pérez Gutiérrez, «Pervivencia»: 49-50).

El crítico norteamericano Frank Dauster resume el teatro hispanoamericano del final del siglo XIX y de los albores del siglo XX con estas palabras: «Las tablas están dominadas por una mezcla no muy feliz del género chico, realismo frecuentemente de carácter social, y el Romanticismo trasnochado estilo Echegaray» (Historia: 25). La influencia benaventina y de los hermanos Álvarez Quintero fueron definitorias para el teatro que se escribió en Hispanoamérica en los primeros lustros del siglo XX. Cuando Benavente hizo su primer viaje a América en 1906, percibió la predilección del público bonaerense por el teatro andaluz de los Quintero, acaso porque «El patio, Las flores, y El genio alegre pudieran parecer obras de costumbres argentinas», como él mismo lo dejó escrito (El teatro del pueblo: 126).

Una prueba irrebatible de la presencia del teatro español en México es la que aporta el análisis de las obras llevadas a los escenarios mexicanos. La actriz mexicana María Teresa Montoya menciona 513 obras actuadas por ella durante el periodo comprendido entre la primera década y 1956, año en que escribe sus memorias. De estas obras, 251 son españolas y 262 del resto del mundo, incluyendo las mexicanas. De las obras españolas, destacan 39 de Benavente, 29 de los hermanos Álvarez Quintero, 26 de Linares Rivas, 12 de Echegaray, 10 de Martínez Sierra y 10 de Muñoz Seca. Del teatro clásico sólo se incluyen una de Calderón y otra de Tirso. Son mexicanas solamente 83 piezas, perteneciendo la mayoría a los años posteriores a 1938. La presencia más notable después de la española es la del teatro francés, con 103 obras. Conviene apuntar que únicamente 14 piezas pertenecen a autores del resto de Latinoamérica, a pesar de las dos giras de la compañía Montoya-Mondragón por la América hispánica, y a su costumbre de montar una obra local en cada país visitado. Con todo lo parcial que se quiera, esta información subraya el hecho de que los escenarios mexicanos recibían el influjo del teatro español hasta bien entrado el siglo XX.

De la primera estancia de Valle-Inclán en México (1892) no quedó huella, acaso porque era un «mozo de veinte años que pretendía bullir una revolución y ser general», según sus propias palabras6. Sus experiencias en este país serían recordadas en la Sonata de estío y, sobre todo, en Tirano Banderas. En 1921 regresó invitado por José Vasconcelos para celebrar el centenario de la independencia mexicana. Otros dramaturgos españoles que visitaron México fueron Jacinto Benavente, en 1923, y Gregorio Martínez Sierra, en 1927.

La presencia influyente del teatro español en el periodo anterior a 1922 y, sobre todo, la permanencia de su influencia durante el periodo formador hasta 1938, han sido atemperadas por la crítica, especialmente por la mexicana. La razón de esta percepción puede encontrarse en el deseo inconsciente de apartar al incipiente teatro del árbol de la tradición hispánica, para así coadyuvarlo a recorrer los caminos promisorios de una vanguardia que se pensaba liberadora. Las relaciones del teatro mexicano con el teatro español han sido duraderas y fecundas, ya que la influencia del teatro peninsular fue el factor primario para el desenvolvimiento del teatro mexicano durante el siglo XIX y las dos décadas primeras del siglo XX. Posteriormente, ambos teatros partieron por caminos bifurcados, aunque aún conservando algunas interesantes correspondencias.

En las tres primeras décadas del siglo XX, pueden ser identificadas tres corrientes que prevalecían aisladas, con raíces propias, público cautivo y creadores independientes:

  • El teatro tradicional bajo la influencia del teatro español.
  • El teatro de búsqueda mexicanista.
  • El teatro experimentalista o de vanguardia.

Al final de los años treinta, las tres corrientes se sumaron en un sublimado que dio origen a un teatro mexicano con una estética distintiva y una escena perteneciente a un movimiento hegemónico.

En el capítulo V se presentará la confluencia de las tres corrientes que sirvió de fundamento para el advenimiento de un teatro que merece el epíteto de mexicano no sólo por razones geográficas, sino principalmente por su esencialidad dramática. Y en los dos últimos capítulos, se presentan los logros de la generación 1954 y los alcances de la generación 1984, cuyo predominio continuará siendo efectivo hasta el 2013, al siguiente año devendrá la aparición de una nueva generación de dramaturgos mexicanos.




ArribaAbajoEl teatro hispanoamericano al inicio del siglo XX

El inicio de la actividad teatral en el Río de la Plata había tenido su origen en la presentación de Juan Moreira (1884); aunque su florecimiento mayor fue en la primera década de este siglo. En las dos décadas siguientes, se llevó a cabo en Buenos Aires y en la ciudad de México la etapa teatral que Frank Dauster llama «experimentalista» (Historia: 25), por su interés en poner en la práctica escénica y dramática los modelos europeos, como lo hicieron inicialmente el Teatro de Ulises (1928), en México, y el Teatro del Pueblo (1930), en Argentina.

Otros países prosiguieron la búsqueda de un teatro hispanoamericano: Cuba, con el Teatro de Arte de la Habana «La Cueva» (1936), y, más tarde, Puerto Rico, con el Grupo Areyto y las labores del Ateneo Puertorriqueño, ambos bajo la guía de Emilio Belaval. Los dramaturgos que propusieron con sus obras el advenimiento teatral hispanoamericano pertenecen a la generación de 1924, según el conteo generacional propuesto por José Juan Arrom7. Esta periodización se inicia en 1504, año que fija el final del periodo isabelino y el regreso del cuarto viaje de Colón, y presupone la aparición de generaciones literarias en periodos regulares de treinta años, divididos en dos partes, calificadas de primera y segunda promoción. Los dramaturgos estudiados en el presente libro pertenecen a tres generaciones:

  • La generación 1924 (decimosexta), cuya obra va de 1924 a 1953, y son calificados de vanguardistas.
  • La generación 1954 (decimoséptima), con predominio de 1954 a 1983, calificada de reformistas y realistas.
  • La generación 1984 (decimoctava), con obra predominante de 1984 a 2014, y autores calificados de Nueva Dramaturgia Mexicana.

Para situar estas tres generaciones conviene mencionar la generación anterior que fue la 1894 (decimoquinta en aparecer), con predominio literario entre 1894 y 1923 y cuyos autores conformaron la segunda generación romántica.

Durante el Modernismo, el teatro hispanoamericano conservó muchas de las características que tenía antes de que este movimiento fuera el detonador creativo que permitió a las letras de la América hispánica cruzar el umbral de las grandes literaturas de la historia mundial. Por eso, notar la ausencia del Modernismo en el teatro hispanoamericano es tan doloroso como esclarecedor. El corpus crítico dedicado al Modernismo es mayúsculo para la poesía y la narrativa, pero no para el teatro, que inclusive no alcanza el epíteto de modernista, a pesar de que varios escritores pertenecientes a este movimiento escribieron dramas, como el cubano José Martí, autor de Abdala, Adúltera, Amor con amor se paga, y algunas piezas inconclusas; el mismo Rubén Darío, con tres obras teatrales hoy perdidas: Cada oveja, su drama Manuel Acuña, y La princesa está triste; y el argentino Enrique Larreta, con piezas modernistas de escritura posterior. Se podría reflexionar sobre la ausencia de dramaturgos de la talla de los poetas modernistas y sobre la falta de un despertar modernista también en el teatro. Por desgracia, la dramaturgia hispanoamericana, y por ende la mexicana, no llegó a experimentar «un cambio que hace época, una nueva instrumentación», ni menos «un renacimiento, una dinámica de porvenir», un tiempo en el que «el escritor hispanoamericano se sintió por primera vez influyente en el mundo cultural de su lengua», «con el confinamiento de las literaturas comarcanas»8. El Modernismo fue una oportunidad y un riesgo; la poesía y la narrativa vislumbraron el promisorio sendero y arriesgaron para ganar, mientras que el teatro no llegó a vivir ese riesgo. Su estética permaneció sujeta al postromanticismo y al realismo decimonónico, sin llegar a descubrir fórmulas dramáticas propias que le permitieran llevar a la escena los temas americanos. Por eso es conveniente para analizar el devenir del teatro hispanoamericano, comprender los dispares derroteros que han seguido los géneros literarios. Contrariamente a la novela y la poesía que se independizaron de la literatura española a partir del Modernismo, el teatro hispanoamericano -y más marcadamente el teatro en México- siguió perteneciendo al tronco de la tradición teatral española. La separación entre ambos sucedió en el periodo en que se centra este comentario crítico, teniendo como consecuencia el advenimiento de los teatros nacionales. Tanto en Argentina como en México, el teatro buscó derroteros propios que llevaran a la escena la realidad social imperante en esos países, intentando dramatizar la búsqueda de lo nacional, a base del uso mimético del lenguaje y de la recreación escénica de la geografía regional. En el umbral del siglo XX, el teatro del cono sur alcanzó un periodo de madurez. Gregorio de Laferrère (1867-1913), Roberto J. Payró (1867-1928), y Florencio Sánchez (1875-1910) escribieron obras que sobrepasan en calidad a las obras de autores mexicanos de esos años.





IndiceSiguiente