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Alfonso II el Casto


RESUMEN HISTÓRICO

Alfonso II el Casto empezó a reinar en el año 791, y murió en 842. Su largo reinado fue próspero y memorable para los españoles, pues les alivió de la opresión de los sarracenos; y los que dan por cierto el ignominioso feudo a que se obligó Mauregato, suponen que Alfonso le abolió. Tuvo muchos y señalados combates contra los moros, derrotándoles, principalmente cerca de Ledos, en Asturias, y junto a Lugo, en Galicia. Conquistó Lisboa, y obligó a los infieles a levantar los sitios que habían puesto sobre Benavente, Mérida y Zamora. Ganó la batalla de Roncesvalles a los franceses en los Pirineos. También se descubrió en su reinado el sepulcro del Apóstol Santiago, en Galicia. Reinó cuarenta y nueve años.




¡Oh Cruz gloriosa y divina!
Cruz sacrosanta y excelsa,
inspira la mente mía
para cantar tu grandeza,
   para recordar al mundo
de tu origen la excelencia,
y de tu gran fundador
la santa virtud austera.
   Aquel Alfonso de Asturias,
de castidad manifiesta,
que antes de subir al trono
tantas repulsas sufriera 6;
   el de corazón magnánimo,
de esforzada gentileza,
que venciendo antipatías
ciñó por fin la diadema:
   del noble como ninguno,
del grande por excelencia,
piadoso en la paz, y afable,
osado y fuerte en la guerra;
   el que el pendón de la fe
dos veces con gloria lleva
de Lisboa hasta los muros 7,
ganando victorias ciertas;
   el terror de la morisma,
el que con faz altanera
puso espanto a Abderramán,
emir de Córdoba bella 8;
   el que al francés poderoso
en Roncesvalles venciera,
y de sus triunfos y glorias
llenó la asombrada tierra;
   el que engrandeció su reino 9
con leyes sabias y buenas,
y dio a su ciudad de Oviedo
tan elevada opulencia;
que dotó pródigamente
con mil alhajas su iglesia,
la reedifica y convierte
en Basílica soberbia 10.
   Conságranla siete Obispos,
y es de España la primera
catedral que se levanta
después de invasión artera.
   El que no contento aún
con darle una Cruz excelsa,
obra de artífices santos,
la cede joyas y rentas,
   y la otorgó privilegios
y donaciones supremas,
buscando en ella un sepulcro
donde sus restos durmieran;
   el Rey Alfonso el segundo,
cuya piedad y grandeza
moviole a ofrecer a Dios
su castidad por ofrenda.
   Y en premio de tal virtud
acaso el Señor le muestra
el sitio donde se oculta,
escondido entre unas peñas,
   el sepulcro de Santiago 11,
Apóstol de fe sincera,
el gran protector de España,
de las batallas enseña.
   Lleno de dulce alegría,
el Rey, por dicha tan nueva,
mandó levantar un templo,
que hoy llaman de Compostela.
   Y no sólo su piedad
cual Rey cristiano demuestra;
también como hábil político
costumbres reforma y crea.
   Restableció el orden gótico 12
en su palacio, que ordena
semejante al de Toledo
cuando los godos vivieran.
   Y siempre puro el recuerdo
de aquellos Reyes conserva,
grabado en el corazón
con indecible firmeza.
   Sus leyes mandó observar;
llevó también a la Iglesia
su disciplina canónica
que el orden social renueva.
   Y sus dotes de guerrero 13
no amenguan la fe sincera
que aun cerca ya del sepulcro
con nuevo vigor ostenta.
   Ya estaba como la nieve
su abundosa cabellera,
y descansaba en el ocio
de sus ímprobas tareas,
   cuando un árabe traidor 14
con dura ingratitud, negra,
pagó la hospitalidad
que Alfonso le concediera.
   Se rebeló apoderándose
de un castillo, por sorpresa,
que a pocas leguas de Lugo
sus torreones asienta.
   Tal perfidia escuchó Alfonso
con faz adusta y severa,
y al punto sus escuadrones
en orden de marcha ordena.
   Guíalos a la batalla,
con nuevo vigor alienta,
y en breve cayó a sus pies
rendida la fortaleza.
   Luego persigue al traidor
y a sus secuaces, que aceptan
una batalla reñida,
do perecieron con mengua.
   El bravo y anciano Rey,
que la insurrección sujeta,
tornó a Oviedo victorioso
entre aclamaciones tiernas.
   El pueblo henchido de gozo
premió su hazaña postrera
con vítores, bendiciones
y con ardientes protestas.
   Y aún hoy el pueblo asturiano
vivo el recuerdo conserva
del noble restaurador
de su patria independencia.
   No es raro ver en Oviedo,
en la basílica austera,
que un solemne aniversario
anualmente le celebran 15.
   Sus restos esclarecidos,
que con amor se veneran,
guarda en Oviedo un sepulcro
de humilde y sencilla piedra 16.
Él fue, nobles asturianos,
base de vuestras grandezas,
y al levantaros del polvo,
os legó una gloria eterna.
   A él debéis alto renombre,
y al brotar la estirpe regia
en vuestro suelo querido,
fue de Dios gracia suprema.
   Aún por Alfonso en los siglos
las bendiciones resuenan;
pedid al cielo, asturianos,
que sus lauros reverdezcan.


CRUZ DE LOS ÁNGELES 17

Leyenda tradicional


II


   Era una de esas mañanas
en que la brisa murmura,
y el cielo tornasolado
se envuelve en mantos de bruma;
   cuando en la tierra comienzan
a brotar perlas menudas,
y nacientes florecillas
al rayo del sol fulguran;
   cuando los pájaros cantan
y las tórtolas arrullan,
y en las ramas de los árboles
el jilguero se columpia;
   cuando... mas no importa cuándo:
sabe, lector, que mi pluma
va a relatarte un portento
de peregrina hermosura.
   Y si ha dicho que las flores
y los céfiros susurran,
es porque fue en primavera
lo que he de contarte en suma,
   y en tiempos del Casto Rey,
eso no te quede duda,
que hay autores respetables
que lo escriben y aseguran.
   Yo quisiera retratarte
aquella noble figura
del Rey Alfonso segundo,
pero no hay copia ninguna.
   Sólo sé que fue valiente,
de trato y palabras bruscas,
pero magnánimo y grande,
y de marcial apostura.
   Amó con ciego delirio
al pueblo leal de Asturias,
y por su engrandecimiento
emprendió reñidas luchas.
   Mas dejemos nuestro siglo
donde fúlgidas alumbran,
de la ilustración antorchas,
y a una época de penuria
   trasladémonos al punto
cuando alzó la Media Luna
su imperio en la hermosa España
y fue abatida en Asturias.
   Y con los ojos del alma
verás la devoción suma
de aquel piadoso guerrero
cuya memoria aún saludan
   los siglos y las naciones,
y por el orbe retumba
de sus heroicas hazañas
la voz que no muere nunca.
   Verasle en su regio alcázar
y postrado ante una urna,
que en retirado aposento
guarda una inmensa fortuna,
consistente en ricas joyas
que en sus conquistas morunas
adquirió de los infieles
y hoy a la Virgen tributa.
   Escuchadle; sus miradas
dirige a celeste altura,
y con dulcísimo acento
así sus labios murmuran.


III

   «¡Oh Santa Virgen María,
Reina del cielo y señora,
del Salvador de los hombres
augusta Madre amorosa!
   A Ti que en trono de nubes
y en un alcázar de gloria
tienes el célico asiento
donde los ángeles moran;
   a Ti quisiera ofrecer
esa multitud de joyas
en una Cruz engastadas
de bella y sagrada forma.
   Mas ¡ay! vano es mi deseo,
que tan delicada obra
no hay artífice en mi patria
que pueda emprender con honra.
   Bravos son mis montañeses
con la morisma traidora,
saben manejar la espada,
pero su ciencia es muy corta.
   En esta tribulación,
a Ti acudo, Madre hermosa,
pues que no encuentro en mi reino
quien mis deseos acoja.»
   Calló el Rey enajenado,
y elevó la vista atónita
al sitio donde escuchábase
música embelesadora.
   Era en la celeste altura
donde una grave matrona,
de arcángeles rodeada
y entre nubes vaporosas,
   apareció lentamente;
y su mirada amorosa
fijando en el casto Rey
con sonrisa encantadora,
   exclamó con dulce voz,
más que el gemir de la tórtola
y más suavísima y grata
que el murmurar de las ondas:
   «Escuché ¡oh Rey! tus acentos
desde mi trono de gloria,
y vengo a aceptar tu Cruz;
ahí tienes quien le dé forma.»
   Tendió la Virgen su diestra,
y de su célica escolta
descendieron dos querubes
en alas de una paloma.
   Vertió la naturaleza
torrentes de luz hermosa,
y su fragancia las flores,
las aves su dulce trova,
   los arroyos su murmurio,
los céfiros sus aromas,
todos al trono de Dios
en armonías sonoras
   himnos alzaron benditos,
y a la Virgen milagrosa
saludaron con amor
la luz, la tierra y la sombra.
   La Virgen desaparece
tras la nacarada bóveda,
y apareció rutilante
entre arreboles la aurora.
   Alfonso cayó de hinojos
en actitud melancólica,
murmurando una plegaria
que su gratitud denota.


IV

   «¡Al templo mis caballeros!
el casto Rey exclamaba,
vamos a ofrecer a Dios
despojos de cien batallas.
   Vamos: mas ¿quién interrumpe
de tal modo nuestra marcha?
-Es que aquí dos peregrinos
por Alfonso preguntaban.
   -¡Dos peregrinos! dejadles
llegar a mi regia planta.»
La turba de cortesanos,
de magnates y de damas,
   dejó paso a los querubes
que en nombre de Dios llegaban.
«¿Quién sois? ¿De nos demandáis
limosna, o cumplida gracia?
   -Venimos de luengas tierras,
porque supimos que guardas
hermosas joyas, y anhelas
en una cruz engastarlas.
   -Es cierto: pero ¿vosotros sabéis?...
-En nuestro celo descansa,
que ha de admirar nuestra obra
la cristiandad asombrada.
   -¡En buen hora a mi palacio
llegasteis! El cielo os guarda;
venid, en este aposento
trabajar podéis sin trabas.
   He aquí los materiales,
oro, perlas, esmeraldas,
y la madera preciosa
de la Cruz inmaculada.
   Quedad adiós, peregrinos,
yo voy al templo a dar gracias
a la Santísima Virgen
y a ofrecerla mi plegaria.»
   Los magnates tras el Rey
luego emprendieron la marcha,
siguioles la corte toda,
muchos guerreros y damas.
   En la hermosa catedral
sagrados himnos se alzaban;
la voz de los sacerdotes
subía elocuente y grata
   al trono excelso de Dios,
y el noble Rey entusiasta,
mezclando su puro acento
con aquellas voces castas,
   hasta los cielos subían
en cánticos de alabanzas.
Los acordes religiosos,
las armonías sagradas
   repetíanse en el templo
cual homenaje de un alma
que amor purísimo, ardiente,
y ternura rebosaba.
   De la caridad emblema,
de la fe y de la esperanza
era el tributo amoroso
que entre nubes de oro y gualda
el casto Rey ofrecía
de su gratitud en aras.
   Cesaron de los Obispos
las majestuosas plegarias,
y en los ámbitos del templo
aún sus notas resonaban.
   Siguió la corte en silencio
tras su Rey que se levanta,
y con el rostro encendido
dirigíase a su alcázar.
   Por un instinto del pueblo,
que venera a sus monarcas,
siguen al cortejo augusto
una multitud de almas.
   El sol sobre ellos vertía
sus purpúreas llamaradas,
y gozosa la natura
presenta sus ricas galas.
   El azul del firmamento
más rutilante brillaba,
y tras la célica bóveda
los ángeles baten palmas.
   La sonrisa de la aurora
aún conserva la mariana,
y al murmurar del ambiente
el pueblo asturiano canta.
   Y sigue tras de su Rey
con vítores y algazara,
y con anhelo vivísimo
penetran en el alcázar.
   «¡La Cruz! ¡mostradnos la Cruz
que los peregrinos labran;
la adoraremos, en tierra
nuestra cerviz inclinada!»
   Así gritaban las gentes,
en tanto que se llenaban
del palacio los salones
con multitud entusiasta.
   Acércase el casto Rey
al sitio donde dejara
a los artífices santos,
y halló la puerta cerrada.
   Mas no bien se retiró
dos pasos, cuando impulsada
por un misterioso empuje,
mostrose expedita y franca.
   Penetran... mas al momento
retroceden asombradas
ante un milagro patente
aquellas trémulas almas.
   Doblan la rodilla en tierra,
y en un grito de alabanza
prorrumpen entusiasmados
«¡Milagro! ¡milagro!», claman.
   Se oyeron mil armonías,
y por el éter volaban
dos blanquísimas palomas
entre nubes de esmeralda.
   Al penetrar en el cielo,
una música muy grata
se escuchó, y los serafines
entonaron el hosanna.
   Mas ¿qué contempla aquel Rey,
aquella corte postrada?
¡Oh! mirad; el aposento
donde la Cruz se labraba
   ilumina un resplandor
cual en noche oscura el alba.
Y suspendida en el aire,
vertiendo luces extrañas,
   está la célica Cruz
revestida de cien planchas
de oro purísimo y piedras
con gran primor engastadas.
   Obra tan maravillosa
revela ciencia muy alta,
y su hechura no es posible
sea de persona humana.
   Así murmura la corte,
y el Rey dice: «¡Es obra santa!
buscadme a los peregrinos...»
mas nadie los encontraba.
   Portento tan milagroso
el Pueblo acogió con ansia,
y en su ardiente devoción
Cruz de los ángeles llama
   al símbolo misterioso,
a aquella joya preciada
que aún hoy el pueblo de Oviedo
cual obra del cielo ensalza.
      .............................
   La tradición esto cuenta,
las crónicas lo relatan,
y de autores venerables
lo afirma la fe cristiana 18.


 
 
FIN DE «ALFONSO EL CASTO»
 
 



ArribaAbajoTercera leyenda

El triunfo de la cruz


Canto histórico sobre la matanza de las Navas de Tolosa




I

Ven, ¡oh sagrada Cruz! deja que admire
mi corazón tu inmenso poderío;
ven, que mi numen ante ti se inspire,
tu alabanza elevando el labio mío.
Ven, ¡oh sagrada Cruz! fuego respire
de mi entusiasmo el ímpetu bravío,
y pueda en altos ecos inmortales
las hazañas cantar de los mortales.

   Pueda ensalzar mi lira enajenada
de los gloriosos héroes la memoria,
que con tu amparo, ¡oh Cruz inmaculada!
ganaron en las Navas la victoria,
la memorable sin igual jornada
que a Castilla cubrió de eterna gloria,
y que llevose con tu ayuda a cabo
por el excelso Rey Alfonso Octavo.

   Aún me figuro oír los atambores
y el estruendo de innúmeros guerreros;
aún la pompa marcial de los señores,
y el belicoso ardor de los pecheros;
aún las matronas enlazando flores
que han de ceñir los nobles caballeros,
y los vítores que alzan a porfía
su corazón henchido de alegría.

   Ved la ciudad que murmurante baña
el cristalino Tajo en ondas de oro;
vedla cubierta de animosa saña
contra el infiel ejército del moro.
Del pueblo, del palacio y la cabaña
álzase un grito en entusiasta coro,
y todos a una voz con eco fuerte
exclaman: «¡Libertad!, si no la muerte.»

   Las bellísimas huertas de Toledo,
en tiendas de campaña convertidas,
alojan en su centro con denuedo
las huestes de dos cortes reunidas.
Cuando el favonio murmurante y ledo
en marzo suspiraba, mil partidas
extranjeras cubrían la ancha tierra
de aparatos belígeros de guerra.

   Los extraños y propios cooperaban
a la santa alianza enajenados;
bendiciones de Roma les llegaban,
trasformando pastores en soldados.
Niños aun, y ancianos se aprestaban
a engrosar los ejércitos formados,
y a su Dios y a su Rey ofrecen fieles
la raza exterminar de los infieles.

   Nobles cristianos, a quien nada aterra,
al peligroso estruendo del combate
dejan su hogar y vuelan a la guerra,
sin que afección alguna lo dilate;
su familia abandonan y su tierra
cuando en su pecho conmovido late
un corazón de padre, amante o esposo,
que en la lid a morir va presuroso.

   Mas no creáis ¡oh! no, que sus mujeres
cobardes lloran su fatal ausencia;
vedlas doquier, huyendo los placeres,
abrasado su pecho de impaciencia.
¡Oh! ved algunas, animosos seres,
al guerrero alentar con su presencia,
de sus abuelos relatar las glorias,
refiriendo sus ínclitas victorias.

   Escuchad de su boca los acentos,
la santa indignación que les anima,
sus nobles y esforzados sentimientos
con la entusiasta fe que las sublima.
Escuchad, escuchad; los vagos vientos
a través de los siglos, fiel estima,
de tan claras matronas, trasmitido
nos han de sus palabras el sentido.

   Una madre les dice: «Castellanos,
las armas aprestad con noble brío,
y en la sagrada empresa, cual hermanos,
exterminad al Musulmán impío.
Para la lanza sostener mis manos
débiles son; mas ahí va el hijo mío:
él es mi único amparo, mi alegría;
si el moro le venciera, le odiaría.»

   Se adelanta una joven, nueva esposa,
teñido de carmín su rostro bello,
y «¡Guerreros (les dice presurosa)!
nunca a la esclavitud rindáis el cuello;
exterminad esa morisma odiosa,
y brillará en vosotros un destello,
un noble, puro, fulgurante rayo,
de la gloria del Cid y de Pelayo.

   Y tú, mi esposo, a quien el alma adora,
luz de mi corazón, mi único anhelo,
no vuelvas de esa guerra asoladora
sin que bendiga tu valor mi celo.
Si tornas victorioso, seductora
a tu esposa hallarás, será tu cielo,
y si vencido, aunque mi vida encantes,
no llegues hasta mí, mátate antes.»

   Una amante, que tímida y sentida
ante un joven marcial llegase lenta,
lo dice: «Dueño mío, tu partida
mirando estoy sin conmoverme atenta,
¡oh! tú eres la esperanza de mi vida,
sólo por ti mi corazón alienta,
mi amor en la victoria irá contigo;
mas si te hacen esclavo, te maldigo.»

   Y todos a una voz, con eco fuerte,
entusiastas clamaban: «¡A la guerra!
perezca el musulmán, no de otra suerte
habremos de volver a nuestra tierra.
Adiós, madres y esposas; ya la muerte
que vamos a buscar no nos aterra;
tejed guirnaldas de aromadas flores,
que ciñan los gallardos vencedores.

   Tejedlas ¡oh! guirnaldas y laureles,
ése el premio será de la victoria,
y luego vuestro amor a los más fieles
y de honor una página en la historia.
Volemos a batir a los infieles,
allí la muerte está, también la gloria;
Dios y la Religión dannos su ayuda,
y la Cruz sacrosanta nos escuda.»

   Esto diciendo en júbilo inefable,
la armadura se ciñen presurosos;
el reluciente arnés, adarga y sable,
preparan, y los brutos generosos.
Cálanse el yelmo; en ademán amable
de Toledo despídense gozosos,
mil vítores alzando de alegría
al mirar que la Cruz les precedía.

   Parten al son del belicoso estruendo
de atabales y trompas y clarines,
que va de polo a polo repitiendo
el favonio que juega en los jardines.
Un sonoro clamor álzase hiriendo
de la ciudad hermosa los confines,
y mil bocas exclaman con denuedo:
«¡Castellanos, valor! ¡gloria a Toledo!»


II

   Era de junio un día caluroso,
cuando partió el ejército altanero;
de don Diego de Haro el numeroso
y aguerrido escuadrón iba primero.
Seguíanle las tropas, y animoso,
don Pedro de Aragón, Rey caballero,
aliándose a empresa tan sagrada,
llegó a ofrecer su ejército y su espada.

   El noble Rey, Alfonso de Castilla,
seguido de sus bravos escuadrones,
deja tranquilo la suprema silla,
y alienta con su voz los corazones.
Su gloria a compartir o su mancilla,
sígueles rodeado de pendones,
que demuestran la fuerza y la hidalguía
de su excelsa y temida monarquía.

   Poseída de júbilo marchaba
la castellana hueste numerosa;
leves escaramuzas levantaba
a su paso atrevida y belicosa.
En su poder cayeron Calatrava,
Alarcos, Malagón, y deseosa,
de la batalla presentar al moro,
siguen hasta las Navas con decoro.

   Las extranjeras tropas asustadas
del peligro inminente que corrían,
del castellano ejército a bandadas
con infame pavor torpes huían,
sin ver que en sus banderas veneradas
tan odioso baldón arrojarían;
y dejando los lauros de la gloria,
sólo del español fue la victoria.

   Sustituyéronles, en el momento,
de Navarra los bravos caballeros,
que con su soberano al campamento
llegaron inclinando los aceros.
Acógenles con muestras de contento
los fieles aliados placenteros,
que ante la imagen juran de María,
exterminar a la morisma impía.

   Vedlos, ya al pie de la riscosa sierra,
dando frente a las tiendas del Rey moro;
ved ya cubierta la fragosa tierra
de valientes que anhelan su tesoro.
Al fiero musulmán nada le aterra
en su trono de nácar y de oro,
y cercado de esclavos africanos
sueña con apresar a los cristianos.

   «¡Oh! vengan, dice, por Alá que es necio
el querer abatir mi poderío;
vengan estos tres Reyes que desprecio,
con su orgulloso ejército bravío.
Vengan, ya pongo a su persona precio
a mis plantas mirando su albedrío.
En mala posición se han colocado,
¡Agarenos, valor! hemos triunfado.
   El premio de esta empresa, musulmanes,
pronto habrá de tocar vuestra codicia:
pelead con valor, tantos afanes
sabrá recompensaros mi justicia.
¡Oh! muy pronto esos bravos capitanes
nos muestran su pavor y su impericia,
el alfanje ceñid, ya la fortuna
coloca ante la Cruz la Media Luna.»

   Su posición le daba ventajosa,
sobre el cristiano campo la osadía,
y en verdad que la hueste numerosa,
para lidiar, espacio no tenía.
Pero ¡ah! la Providencia generosa
les saca del conflicto, y ¡oh alegría!
su dedo les señala una llanura
donde puedan trabar liza segura.

   En inefable júbilo embargados,
dan gracias al Señor, y la Cruz santa
elevan por do quiera enajenados,
con preces mil que su fervor levanta.
El cielo les protege; entusiasmados,
al musulmán contemplan a su planta,
y ciñéndose el yelmo y los aceros
a la lid se preparan los guerreros.


III

   Era de julio un día, coloraba
apenas la mañana en el Oriente,
cuando ya en la llanura tremolaba
el pendón de Castilla libremente.
El valeroso ejército escuchaba
de su señor la alocución ardiente
que la victoria con fervor predijo,
y estas palabras en sustancia dijo:

«¡Oh! de la Cruz, sublimes campeones,
caballeros y nobles castellanos,
a enaltecer venís vuestros blasones,
batiendo a los impíos mahometanos.
Sedientos cual intrépidos leones,
pueblo leal, excelsos soberanos,
llegáis bajo el pendón de ambas Castillas
y ante la Cruz doblasteis las rodillas.

   La fe de nuestros pechos venerada
y el amparo de Dios dannos su ayuda,
su Santísima Madre Inmaculada
con su Sagrado manto nos escuda.
El arnés preparad, la hendiente espada,
el pesado lanzón, la maza ruda,
y no quede con vida un moro infame;
gota a gota su sangre se derrame.

   Ellos de nuestra tierra usurpadores,
la altiva Media Luna tremolaron,
y en sus nobles ciudades cual traidores,
solios impuros con baldón alzaron.
Ellos en sus deleites tentadores
la Cruz excelsa con sus pies hollaron,
y soñaron mirarse por ensalmo
dueños de nuestra tierra palmo a palmo.

   ¡Ridícula ilusión! ¡torpe creencia!
unos aventureros atrevidos,
sin religión y con su falsa ciencia,
juzgan anonadar nuestros sentidos,
y de los godos disfrutar la herencia,
en medio sus harenes corrompidos:
no será mientras latan corazones
que tornen mis soldados en leones.

   ¡Fuera el usurpador! ¡no más mancilla!
¡bajo el acero caiga su áureo trono!
¡siegue su raza impura la cuchilla,
que estalla el pecho de feroz encono!
Ríndanse al estandarte de Castilla,
y que mueran después, no los perdono;
justicia nos asiste, y la victoria
hoy nuestras sienes cubrirá de gloria.

   Venceréis, lo prometo; la pujanza
de vuestro hidalgo pecho me lo augura;
alzad la Cruz, y todos la esperanza
tengan en esa enseña de ventura.
Alzadla, cual emblema de bonanza,
signo de redención, estrella pura,
y no temáis del enemigo fiero
la indigna saña ni el infame acero.»

   Vítores mil alzaron de alegría
a la voz del monarca castellano,
y al grito de ¡a la lid! rompe bravía
por medio del ejército otomano.
La numerosa hueste se batía
con valor sin igual y sobrehumano;
tiembla la tierra, se estremece el mundo,
al choque del combate furibundo.

   Por do quiera se ven miembros caídos,
turbantes y corazas de guerreros,
cadáveres de infieles esparcidos,
rotos en mil pedazos los aceros.
Las lanzas empuñando estremecidos
de coraje los bravos caballeros,
con odio inmenso, su valor pujante,
la muerte dan a cuanto ven delante.

   El sol a la mitad de su carrera
se hallaba apenas su esplendor velando,
cuando tres veces rechazado fuera
el agareno con furor nefando.
Otras tres embistió, ¡vana quimera!
la Cruz sus escuadrones va mermando,
y tiembla de coraje y fuerte encono
el infiel enemigo en su áureo trono.

   Cercado de sus míseros esclavos
aguarda del combate la victoria;
mas de la Cruz los campeones bravos
pelean con fortuna más notoria.
Vedlos rogar por los sagrados clavos
del Redentor la palma de la gloria,
y «¡morir o triunfar!» un grito estalla,
redoblando el horror de la batalla.

   A cientos, a millares van cayendo,
bajo la férrea maza embravecida,
otomanes infleles, que sintiendo
van del noble español la acometida.
   Fieros redoblan su valor tremendo,
y entregando infelices van la vida.
¡Oh! nada basta a detener la saña,
el rudo empuje de la egregia España.

   Pero ¿quién un valor tan denodado
inspiró a nuestros bravos campeones?
¿quién ánimo tan grande y esforzado,
que aun absortas admiran las naciones?
   ¡Quién! ¡Oh! mirad el estandarte alzado
cruzar a los contrarios escuadrones
una vez y otra vez, y por encanto,
volver ileso el mensajero santo.

   ¡Oh! vedle con arrojo temerario
la Cruz alzada en su valiente diestra;
ved el símbolo puro del Calvario
que su favor en el combate muestra.
   Vedla llegar al campo del contrario
sin que el infiel, aunque su mano adiestra,
herirle pueda con su flecha aguda,
que el varón santo con la Cruz se escuda.
   ¡Insigne protección! el alto cielo
claro le muestra su favor divino;
lleno su pecho de ferviente celo,
arrójanse cual fiero torbellino.
   No queda un musulmán, cúbrese el suelo
de moros por doquier. Ancho camino
de gloria se presenta a la española
monarquía, ciñendo esta aureola.
   ¡Quién el numen tuviera de un Quintana,
la inspiración sagrada de un Herrera,
para pintar la gloria castellana,
y que mi voz al orbe estremeciera!
   ¡Oh! yo el valor y la grandeza hispana
hasta ignotas regiones trasmitiera;
pero ¡ay! en vano mi entusiasmo evoco;
para tan alta hazaña soy muy poco.

   Mas otros alzarán su férrea lira
con sonora y robusta valentía;
yo cantaré lo que el honor me inspira
de tantos héroes de la patria mía.
   Sagrado fuego el corazón respira,
y ante la Cruz se inunda de alegría
al ver ganada la inmortal hazaña
por los bravos leones de la España.

   Cayó la Media Luna; en vergonzosa
huida se dispersan los infieles.
¡Oh! y en su fuga la morisma odiosa
la persiguen con rabia los donceles.
   Hierve bajo la cota generosa
ilustre sangre de cristianos fieles,
y mientras tanto que su pecho late,
no abandonan el campo del combate.

   El moro Rey su trono abandonando,
su rica tienda de lujosa seda,
en árabe corcel huyó volando,
sin que la hueste aprisionarle pueda.
   De la noche las sombras vanse alzando,
murmura el aura misteriosa y leda,
y el vencedor insigne se retira
gozoso el corazón, calmada su ira.
   Rauda se extiende tan dichosa nueva
por la sonora trompa de la fama;
de Alfonso el nombre por el orbe lleva
con la voz de su pueblo que le aclama.
   El venturoso ejército renueva
de su gran devoción la ardiente llama
y en alto alzando al Redentor del mundo,
himnos entonan con fervor profundo.


IV

   ¡Gloria al Señor! ¡Al vencedor laureles!
que grabada en su pecho fe tan pura,
puso espanto y terror en los infieles,
exterminando la morisma impura.
   ¡Gloria a la Cruz! Las liras, los pinceles,
extienden por do quier tanta ventura,
celebrando en dulcísimos loores
de Tolosa los bravos vencedores.

   ¡Gloria a Toledo! Con purpúreas rosas,
del tránsito las calles alfombrando,
van mil doncellas púdicas y hermosas
a los conquistadores saludando.
   Hasta las cofradías religiosas
salen con sus imágenes cantando,
y al triunfo de la Cruz con vivo celo,
elevaron sus preces hasta el cielo.

   De hazaña tan ilustre las naciones
en sus fastos guardaron la memoria,
y del octavo Alfonso los pendones
cubriéronse de inmarcesible gloria.
   ¡Honor al vencedor! Generaciones
venideras oirán esta victoria,
que su eco fiel, al tiempo trasmitido,
será de siglo en siglo repetido.


 
 
FIN DE «EL TRIUNFO DE LA CRUZ»
 
 





ArribaDedicatoria




A S. A. R.
El Sermo. Sr. Príncipe de Asturias,



Con motivo de la guerra de África.


Duerme, señor, mientras la lira mía,
de fogoso entusiasmo arrebatada,
eleva en altos himnos de alegría
los lauros de mi patria idolatrada.
Duerme, señor, pero despierta un día
cuando mi mano trémula y cansada
suelte la pluma, y la española historia
te recuerde los ecos de su gloria.

   Duerme en tanto, señor, feliz reposa,
y confiado en la nación hispana,
esta nación magnánima y gloriosa,
que un cetro de oro te dará mañana.
Esta nación que, altiva y orgullosa,
te ofrece una ciudad mahometana,
y clavó tus pendones venerados
de Tetuán en los muros torreados.

   El pendón invencible de Castilla,
el grande, el sin rival en las naciones,
el que sin mancha descubrió en la Antilla
ignotas y magníficas regiones;
el que asombro del orbe doquier brilla
dechado de sublimes perfecciones,
y al par de hidalgo, noble y generoso,
siempre el triunfo alcanzó por valeroso.

   El que venció en Orán, el que en Granada
plantó la Cruz, y a la morisma fiera
arrojó confundida, avergonzada,
del suelo hermoso de la patria ibera.
El que extendió su gloria ilimitada
de uno al otro confín, y alzó altanera
la gran nación en ímpetus fecundos,
haciéndola señora de dos mundos.

   El que triunfó en las Navas, en Lepanto,
en Pavía, en Bailén, en Zaragoza;
el que sembró en los moros el espanto,
y sus cábilas sin piedad destroza;
el que dormido al poderoso encanto
de los laureles que su nombre goza,
miró que le ultrajaban, y rugiente,
altivo despertó grande y potente.

   Recordó su poder, su señorío,
y su antiguo renombre de guerrero,
y allá se lanza, indómito y bravío,
a defender su castellano fuero;
y cual inmenso, desbordado río,
siguieron el pendón de Recaredo,
torrentes de soldados y paisanos
a los salvajes pueblos africanos.

   Y helos allí, mostrarse de la España
los dignos hijos, de morenas frentes,
sufridos cual ninguno en la campaña,
y en la lucha arrojados y valientes.
En esa tierra a su piedad extraña
dan ejemplos de amor muy elocuentes,
y en la lid al cesar piadoso y bueno
dan su galleta al mísero agareno.

   Helos allí, señor: ¡oh cuán hermosa
es la gloria que alcanza su bravura,
y la sangre que vierten generosa
el anhelado triunfo nos augura!
al ceñir esa palma victoriosa
sonreirán sus almas en la altura,
y millares de tiernos corazones
elevan hasta Dios sus oraciones.

   Helos allí, ¡oh Príncipe querido!
conquistando un florón a tu diadema;
do se escucha tu nombre bendecido,
y de Isabel la voluntad suprema.
Una joya arrancaron al vencido,
que a tus pies ofrecieron cual emblema
de la entusiasta fe, de la hidalguía,
que todos ostentaran a porfía.

   Una joya, señor, muy floreciente,
signo de su valor, de su victoria,
que sabrá recordar eternamente
al universo la española historia.
Tú al despertar, arcángel inocente,
de tu nación admirarás la gloria,
y hoy del Jelub el plácido murmullo
a tu sueño feliz sirva de arrullo.




Al ejército español


con motivo de la toma de Tetuán


   Apenas el alba naciente sonríe,
se escucha el estruendo del ronco cañón;
también las campanas anuncian gozosas
que el júbilo llena la hispana nación.
   Tetuán es ya nuestro, nos dicen sus ecos;
Tetuán abatido su frente dobló,
la tropa española con férvido gozo
la raza africana cual siempre humilló.
   ¡Oh! ved ese ejército volar al combate,
cubrirse de gloria, doquiera triunfar,
probando que sabe, valiente y sufrido,
guardar su decoro, su afrenta vengar.
   Venid, extranjeros, y ved que Castilla
conserva su antiguo y heroico valor,
sus hijos son hijos de aquellos valientes
que dieron a España sublime esplendor.
   Aquellos que alzaron un cetro en Asturias,
que grande y potente supiera vencer,
por siglos de siglos, y siempre orgulloso,
al mundo mostrara su inmenso poder.
   Si días de gloria nos dieron los héroes,
el Cid y Pelayo y el noble Guzmán,
no es menos brillante la que hoy nos ensalza,
la toma gloriosa del Fuerte Tetuán.
   Los nuestros son dignos de aquellos guerreros,
que así enaltecieron el regio dosel,
son hijos de España, son nobles, son fuertes,
y tienen por jefe la excelsa Isabel.
   Jamás al insulto doblaran su frente,
ni pueblo ninguno domó su altivez;
sus glorias pasadas, sus hechos presentes,
colocan muy alto su nombre y su prez.
   Venid las naciones, venid los poetas,
admiren las unas, los otros cantad;
las arpas resuenen con dulce alborozo,
patrióticos himnos doquiera elevad.
   ¡Oh! todos en júbilo inmenso, inefable,
su gozo demuestran, su celo leal,
en bravos aplausos prorrumpan gozosos,
al jefe, al soldado y al pueblo inmortal.
   ¡Loor a esas tropas, ejemplo patente
de arrojo bizarro, de inmenso valor,
que en cada batalla nos da una victoria,
cubriendo su nombre de gloria y honor!
   ¡Loor al caudillo que en pueblo africano
la hispana bandera feliz tremoló!
¡Loor al guerrero que diera su sangre,
y en lucha tan santa con gloria murió!
   ¡Loor a esos bravos! ¡Loor a la hermosa
que reina en un pueblo, cuyos hijos son
héroes denodados, valientes leones,
que ensalzan gloriosa la ibera nación!




A. S. A. R.


EL SERMO. SR. PRÍNCIPE DE ASTURIAS,
al cumplir tres años.


   ¡Tres años ya que la española gente
saludó reverente,
del hispano dosel al heredero!
¡Tres años, que la aurora
nueva, luz brilladora
nos demostró en su rostro placentero!
¡Tres años ya! ¡Cuán rápidos cruzaron!
Su frente sepultaron
coronada de gloria en el pasado,
y al hundir su memoria,
dejaron en la historia
para siempre su nombre consignado.
¡ÁNGEL DE AMOR! Hermoso tu destino
te señala un camino,
que por su brillo al universo asombra;
en tu cuna se mecen los laureles
do vienen a postrarse los infieles,
y ALFONSO XII la nación te nombra.
Si los fulgores de tan gran fortuna
reflejan en tu cuna
hiriendo tu pupila soberana,
¡oh Príncipe! tu alma,
también verá la palma,
que esplendente, magnífica y lozana
conquistaron los once augustos Reyes
que con sus sabias leyes
y sus hazañas y brillantes hechos,
dejaron tal renombre,
que vivirá su nombre
siempre indeleble en los hidalgos pechos.
¡Ah! si tu vista, ALFONSO, se fijara
en esos grandes Reyes que te nombro,
su fulgor eclipsara
tu cerebro infantil, lleno de asombro.
Pero no importa: escucha, y si mi acento
grato le fuere a tu atención augusta,
yo te diré el portento
de aquellos héroes que con faz adusta
ven los usurpadores,
y que con fuerte brazo y osadía
conquistaron un trono a tus mayores
y alzaron otra vez la monarquía.
Vuelve la vista atrás; ¿ves al primero,
al Católico Alfonso junto a Lugo?
Mírale más allá, cuando altanero
supo imponer su yugo
a Ledesma, Zamora y otras plazas
donde se izara el pabellón ibero.
Fija también, señor, fija la vista
en el llamado el Casto,
por sus virtudes nobles y sencillas,
y verás que sus armas victoriosas
llevaron orgullosas
por do quiera el pendón de las Castillas.
Pero... ¿a dónde me lleva mi osadía?
¿Acaso relatar tantas hazañas
es posible en un día?
¡Ah! no; empero, basta recordarte,
¡oh Príncipe reäl de las Españas,
que en tu cuna refleja el sol brillante
que iluminó las Navas de Tolosa,
después en el Salado,
en Pavía, Bailén y Zaragoza!
Cesen, pues, los recuerdos, y la mente
que entusiasta se agita temblorosa,
admire solamente
de tu alba luz el irradiar divino,
y el brillante destino
que ofreces a tu patria venturosa.
Esta heroica nación que se levanta
del polvo en que yacía,
hoy que sus triunfos canta
de su grandeza y su poder ufana
en himnos de armonía,
tierna saluda por el arpa mía
al hijo de su augusta soberana.

Madrid 28 de noviembre.