Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Edgar Neville: La biografía de un «Bon vivant»

Juan Antonio Ríos Carratalá



«Nos damos la gran vida los que tenemos propensión a ello, los que gastamos todo lo que ganamos no en comprar valores ni en hacer negocios, sino en vivir como queremos».


(Edgar Neville)                






Edgar Neville dominaba todas las artes de un buen relaciones públicas. Era simpático y ocurrente sin límite horario. Su facilidad para la conversación le daba numerosas ocasiones de lucir ingenio y humor en réplicas celebradas y hasta repetidas por sus contertulios. Le buscaban con la seguridad de que se llevarían algún chispazo de una creatividad nunca reservada y tasada para sus labores como escritor o cineasta. Su bagaje era más vital que intelectual o académico. Estaba repleto de experiencias mundanas que iba desgranando con el orgullo de quien sabía disfrutar de la vida. Daba la impresión de que había estado en los más variados lugares, con los más singulares personajes y en las más insospechadas facetas. Y era verdad, al menos en la medida necesaria para un sujeto poco riguroso a la hora de recordar. Brillante y cosmopolita, Edgar Neville nunca permanecía indiferente ante unos bellos ojos. Su galopante obesidad no fue motivo de complejos o melancolía. Tampoco el paso de los años, que olvidaba en lo que suponía de renuncia a determinados placeres. Siempre mantuvo «la varonía imperiosa» -así la denominó su amigo César González-Ruano-, que le llevaba a galantear con esperanzas renovadas. Y entre risas, anécdotas y miradas, era capaz de coger una guitarra, recordar sus andanzas en compañía de Charles Chaplin o narrar algunas de sus aventuras. Callaba lo desagradable y vulgar sin sentirse obligado a rendir cuentas de su capacidad para la manipulación del pasado. Al mismo tiempo, subrayaba con humor el juego del azar, omnipresente en una vida y una creación carentes de fronteras bien definidas. Y lo hacía en una constante celebración de un vitalismo impulsivo, alegre y hasta arrollador, propio de un sujeto hedonista que nunca valoró la soledad aunque leyera con admiración la poesía de Antonio Machado. Edgar Neville temía el aburrimiento y la melancolía. Su lugar estaba en una tertulia, entre amigos, sin prisas ni obligaciones. Lo encontró ya en su juventud y permaneció en él con la sabiduría de un bon vivant al que no le importaba que la Tierra siguiera dando vueltas. Él, en todo caso, era el eje de una rotación que podía parar a su antojo.

Algunos nombres parecen un seudónimo por su singularidad. Era el caso de este madrileño nacido el Día de los Santos Inocentes de 1899. Una verdadera premonición para quien disfrutaba con las bromas mientras sonreía al recordar que carecía de valedor propio entre los del santoral. No podía celebrar su santo, pero tampoco le interesaba cualquier otro tipo de ceremonia o ritual. Su humor evitaba la rigidez, la solemnidad y el convencionalismo. Quedaban resumidos en un amplio concepto de lo cursi, verdadera plaga que Edgar Neville intentaba eliminar con la ayuda de sus mejores amigos. Juntos crearon revistas humorísticas que desechaban el chiste de baturros o andaluces y el sentido común, filmaron películas paródicas de rocambolesca producción, escribieron relatos sin orden ni concierto donde la sonrisa se aliaba con lo absurdo y dieron sus primeros pasos en unos escenarios aburridos de la verborrea benaventina o el gracejo de los señoritos quinterianos. Eran autores jóvenes y renovadores, capaces de redactar por la mañana un artículo sin tema ni tesis, dibujar al mediodía un chiste gráfico de estilizadas líneas, imaginar por la tarde un guión cinematográfico de improbable rodaje y juntarse por la noche para escribir a cuatro manos una comedia porque una primera actriz les había sonreído. Crear era vivir, y lo hacían con la intensidad de quienes no se reservan para un futuro que ni siquiera imaginan.

Edgar Neville había nacido para ser feliz y singular. No contaba con un santo que le amparara en el más allá, pero sí con la fortuna de pertenecer a una familia aristocrática, cosmopolita y adinerada donde otros sujetos ya habían dado muestras de buen humor y vitalismo. El Conde de Berlanga del Duero quedó huérfano de un padre que apenas llegó a conocer. Tal vez fue la única desgracia de una infancia dorada que recreó a menudo en sus obras, cuya añoranza se extiende a una belle époque donde sintetizaba los conceptos de armonía y felicidad. El Madrid del artesano y el duque que conoció en compañía de criadas que le llevaban a jugar en los aledaños del Palacio de Oriente se convertiría en un ideal, recordado y hasta reforzado cuando el paso del tiempo y otras circunstancias desagradables le llevaran a rechazar un presente donde, sin embargo, Edgar Neville siempre encontró motivos para la felicidad. Eran los propios de un pilarista que había conseguido librarse de un tétrico internado religioso en El Escorial. Su madre no resistió oírle exclamar «¡¡¡Madre!!!» como si fuera un gañán cualquiera. Gracias a esta estratagema de su retoño, le sacó para llevarle a veraneos en Alfafar y La Granja de San Ildefonso, donde las más distinguidas familias «tomaban monte». No bastó para mejorar la salud delicada de este hijo único que tosía con aires decadentes. Juntos emprendieron un salutífero recorrido por playas como las de Biarritz y capitales como París, mientras también disfrutaban de prolongados descansos en los Alpes suizos. Las preocupantes toses dieron paso a un aspecto saludable, reforzado años después con la práctica de deportes singulares como el bobsleigh y el hockey sobre hielo, de cuyo equipo nacional compuesto por otros sportmen formó parte un Edgar Neville que reseñó sus propios partidos en La Gaceta Literaria. También aprendió por entonces un idioma como el francés que tan útil le sería y se familiarizó con sus clásicos. Nunca les abandonaría, ni siquiera en los momentos más peligrosos del frente de batalla. Era una forma de reafirmarse en su espíritu aristocrático, tamizado por un casticismo bienhumorado que le libró de la pedantería intelectual. Y, por supuesto, fue en el París de su adolescencia donde, sin la edad reglamentaria, vio las primeras mujeres desnudas en un escenario. La contemplación de la belleza nunca le dejaría indiferente. Tampoco estaba dispuesto a recrear un concepto de lo platónico incompatible con su vitalismo, verdaderamente intenso cuando de mujeres rubias y estilizadas se trataba.

Edgar Neville nunca gozó del don, o el límite, de la paciencia. El aprendizaje suponía un plazo demasiado largo para sus premuras. Prefería probar, equivocarse y volver a probar, sin detenerse jamás en los aspectos más complejos o técnicos de un mismo acto creativo. Fue un autor imperfecto que confiaba en los montadores de sus películas y en los correctores de las editoriales, pero se divirtió como pocos en su atropellada búsqueda por los caminos del teatro, el cine, la narrativa y las publicaciones periódicas. Una búsqueda sin objetivos trascendentes, incapaz de demorarse en una obra de largo alcance y basada en la chispa de su ingenio. Irregular, pues, por definición. También porosa como pocas a la hora de reflejar la única creación que realmente le interesó: su propia vida, modelada con criterio para alcanzar la felicidad por encima de todo; incluso de su conciencia, como revela en un relato de 1929 que le enfrentó a un espejo donde halló la clave de la eterna sonrisa.

Edgar Neville fue un ejemplo de egoísmo satisfecho. Nunca pretendió disimularlo y tampoco se lo echaron en cara, gracias a esa simpatía arrolladora que tan útil le resultó para ganar la sonrisa y la aquiescencia de quienes le rodeaban. Su humor era una actitud positiva e inteligente ante la vida, pero también un arma que le permitió salvar los más variados compromisos sin que nadie se lo recordara. Gracias a su fortuna y buena planta de señorito que bailaba tangos con solemnidad de profesional en los salones del Palace y el Ritz, no tardó en comprender lo innecesario de estudiar demasiado para culminar su carrera de Derecho e ingresar en el cuerpo diplomático. Sin obligaciones laborales o burocráticas, a la espera de que las influencias le permitieran estrenarse, a petición propia, en Washington. Allí se presentó con su matrimonio recién contraído y un hijo que tampoco le obligaban a nada. Pronto lo comprobó su esposa en un Hollywood donde Edgar Neville anhelaba un único objetivo: triunfar y, a ser posible, por la vía más placentera. Ángeles Rubio-Argüelles volvió a su Málaga natal con el primogénito y una relación matrimonial que ya no podría recomponerse, sin que esta circunstancia supusiera la ruptura definitiva. Era la paradoja de una relación inestable desde el principio, que se encontraba al borde del divorcio justo cuando fue derogada esta posibilidad legal. Ella estaba enamorada y nunca dejó de sentir atracción por un hombre ingenioso, activo y simpático, capaz de establecer relaciones amistosas en los más variados ambientes hasta el punto de conseguir la impunidad para lo que, en otros casos, sería motivo de problemas, marginaciones e incluso persecuciones. Y, según su criterio femenino, Edgar Neville también sabía tratar a las mujeres, sin caer en la actitud misógina del resentido Enrique Jardiel Poncela o en las preferencias tan utilitarias de un soltero vocacional como Miguel Mihura.

Algunos de quienes le conocieron hablan con admiración de la buena suerte de un audaz Edgar Neville que, según Ramón Gómez de la Serna, parecía «criado con biberón de leche de elefante traída de la India». Otros de su genuina capacidad para convertir cualquier circunstancia en algo favorable a sus intereses, incluso las multas o las sanciones. Todos coinciden en su caracterización como un bon vivant rodeado de bellas mujeres y brillantes amigos, pero casi nadie pone de relieve los esfuerzos desplegados para alcanzar tan atractivo objetivo. El Conde de Berlanga del Duero no fue un aristócrata ocioso. Tampoco actuó a golpes de capricho con una indolencia capaz de anular su voluntad. Desde muy joven desplegó una incesante actividad creativa que le llevó por las redacciones de varias publicaciones periódicas de la época, donde se estaba gestando un nuevo concepto del humor frente al rancio de los costumbristas. En las páginas de Pinocho, Chirivitas, Gutiérrez, Buen Humor... coincidió con quienes formarían parte de «La otra Generación del 27», la de unos jóvenes humoristas (Miguel Mihura, José López Rubio, Tono, Antonio Robles...) que compartían tertulias y experiencias vitales con sus homólogos supuestamente serios o los poetas. Era el caso de Edgar Neville, que ya desde principios de los veinte se sentía amigo, admirador y hasta protector de Federico García Lorca, mientras se consideraba discípulo del más mundano José Ortega y Gasset, seguidor de un Ramón Gómez de la Serna que le enseñó los caminos del humor y emocionado lector de la poesía de Antonio Machado y Rafael Alberti, que recomendaba a jóvenes como un Agustín de Foxá que no dudaba a la hora de compartir la amistad de Manuel Altolaguirre. Por aquel entonces, Edgar Neville ni siquiera imaginaba fronteras o exclusiones por razones ajenas a lo estrictamente literario. Vivía en un Madrid literario en plena ebullición, por cuyas calles y tertulias andaba con el último traje comprado en Londres y siempre con un artículo en el bolsillo, sin saber si lo entregaría en la redacción de la orteguiana Revista de Occidente o en la de Buen Humor. No era una cuestión de dudas, sino de amplitud de miras de quien supo granjearse amistades y simpatías en distintos círculos intelectuales y creativos.

Los tiempos de la bohemia literaria empezaban a quedar atrás. Edgar Neville siempre disfrutó con los tipos extravagantes, incluso pidió -en pleno franquismo- que fueran subvencionados con cargo a las arcas municipales. Eran un eficaz antídoto contra el convencionalismo, lo rígido y lo previsible; es decir, lo aburrido. No obstante, el acercamiento a lo singular no le llevó a una trayectoria biográfica que pusiera en peligro los privilegios de quien nació con fortuna y la supo mantener a pesar de los sobresaltos. Su relativo sentido de la responsabilidad no se tradujo en interés por las cuestiones financieras -para las mismas contaba con la amistad de los Fierro-, ni por la administración de unos bienes cuya propiedad le resultaba tan justificable como el aire que respiraba. Edgar Neville carecía del espíritu de propietario, que le sirvió como motivo de parodia para algunas de sus más divertidas obras. Pero, llegado el caso, supo hacer caso de las recomendaciones de su madre y su padrastro, que acababa de jubilarse prematuramente como embajador en Argentina. El objetivo era alcanzar una mayor seguridad económica por una vía sin los graves quebrantos que le provocaban los manuales jurídicos. Así, a mediados de los años veinte, realizó un sencillo ejercicio y se incorporó -aunque fuera nominalmente- a la carrera diplomática, sin ni siquiera firmar una toma de posesión que le fue reclamada en repetidas ocasiones. Eran requisitos de una burocracia que le tuvo al pairo, sobre todo cuando era un joven dispuesto a contraer matrimonio con una bella malagueña con quien compartía aires cosmopolitas. Edgar Neville supo elegir en aquella parisina carrera de caballos: la familia de la novia combinaba el férreo catolicismo de la beata Carlota Alessandri -una suegra a respetar- con la sagacidad para los negocios. Y era propietaria de amplios terrenos en Torremolinos y otras localidades de una Costa del Sol que terminaría siendo promocionada por un autor que desplegaba buen humor, incluso en estos menesteres de la propaganda y los negocios.

Su matrimonio vino precedido de largas estancias en una Málaga en la que disfrutó hasta su fallecimiento, cuando dejó en herencia la hermosa casa, Malibú, construida por su arruinado amigo Ricardo Soriano Scholtz-Hermensdorff, marqués de Ivanrrey y digno protagonista de una biografía a la espera de ser escrita por un novelista con humor. Estaba situada en una Marbella que Edgar Neville promocionó con la presencia de escritores, artistas y faranduleros. Eran tiempos donde la posible falta de ética no implicaba la más vulgar chabacanería. Mucho antes, en aquellos años veinte de juventud e inquietudes creativas, Edgar Neville coincidió en Málaga con quienes formaron parte de tertulias e iniciativas de amplia repercusión para la poesía del 27. Su atropellado vitalismo no sentía por entonces la llamada del verso, pero con su recordada alegría divirtió a un grupo poético que le recibió como un aristócrata singular. Elegante hasta el punto de despertar la admiración e imponer la moda de la combinación del pantalón de franela, color marfil, y la chaqueta cruzada azul marino con botones dorados, gracias también a su por entonces apuesta figura Edgar Neville alternó en círculos donde encontró la amistad de Manuel Altolaguirre y otros jóvenes que visitaban las dependencias de la recordada Imprenta Sur. Allí editó con emoción su primer libro -Eva y Adán (1926)-, una recopilación de relatos humorísticos que aportaba aires renovadores bien acogidos en círculos donde impulsó representaciones teatrales y otras iniciativas que aunaban vanguardia, diversión y juventud.

La amistad con el primoroso editor y poeta se truncó a principios de 1939, cuando Edgar Neville entraba con las tropas triunfantes en una Barcelona que acababa de abandonar un Manuel Altolaguirre al borde de la locura y la desesperación. Quedaron separados durante largos años de exilio y un accidente de automóvil, en agosto de 1959, impidió un reencuentro que sólo pudo tener lugar en el homenaje al amigo fallecido, escrito y dibujado con emocionada sensibilidad por quien nunca olvidó aquellos luminosos años de juventud pasados en Málaga, sin que ninguna sombra anunciara la trágica ruptura de una década después: «A veces, al cerrar la Imprenta Sur paseábamos Manolito, [Emilio] Prados, Lorca y yo», escribe un Edgar Neville que ilustra en 1962 los poemas de su amigo con un dibujo cercano a la estética lorquiana, la del poeta añorado para quien pidió un reposo en la Alhambra que hiciera realidad el verso de Antonio Machado. Fue inútil. Pronto otras voces más broncas le recordaron que todavía no había llegado el tiempo de la reconciliación.

Los felices veinte lo fueron en efecto para un Edgar Neville que no estaba dispuesto a esperar autorizaciones y coyunturas favorables para pasarlo bien. Ya lo demostró poco antes cuando siendo adolescente se atrevió a estrenar una sicalíptica obra, La Vía Láctea, para que una afamada vedette de la época luciera sus encantos en el madrileño Chantecler. La visión de las turgentes artistas de Pigalle le marcó con huella indeleble y, apenas dejados atrás los pantalones cortos, Edgar Neville estaba dispuesto a convertirse en un señorito atrevido, con bastón y algo calavera. El episodio terminó con una abrupta orden gubernativa que sería recordada entre sonrisas por un autor que, pasado el tiempo, contaría otras divertidas anécdotas protagonizadas por la censura de diferentes etapas políticas. A diferencia de Fray Constancio de Aldeaseca y demás censores de atravesado humor, Edgar Neville nunca se preocupó de los pecados de cintura para abajo. Tampoco de una moral que le parecía cursi. Acabaría, ya en pleno franquismo y en una revista como La Codorniz, ironizando sobre las majas desvestidas o filmando películas donde aparecía una cupletista barbuda, con la seguridad de que no excitaría las bajas pasiones de los espectadores de los años cuarenta, tan hambrientos en todos los sentidos.

Unos frustrados amores con la bella Ana María Custodio, futuro icono del cine republicano, le llevarían en 1921 al Regimiento de Húsares de la Princesa que combatía en las tierras de Abd-El-Krim. Era la versión de Edgar Neville, repetida con variantes circunstanciales a lo largo de los años. Los datos nos indican que le tocaba acudir a la llamada de la Patria, aunque fuera como soldado de cuota, durante un breve período y en oficinas desde las que, se supone, escribió crónicas guerreras con seudónimo digno de una astracanada: «El voluntario Ben-Aquí». Aquello no fue «la forja de un rebelde» al modo de Arturo Barea ni motivo de enfrentamientos con el poder como los protagonizados por un ya alucinado Ernesto Giménez Caballero, pero -llegado el momento- sabría hacerlo valer en su reformulado currículo.

A Edgar Neville le gustaba hablar de amores, pero no era un hombre de una sola pasión, siempre estuvo dispuesto a compaginar varias sin ni siquiera buscar una mínima homogeneidad. También en el campo artístico, pues las músicas de los ambientes sicalípticos le interesaban tanto como el flamenco. Un fandanguillo y un fox-trop, según él, tenían algo en común: no fallaban nunca a la hora de animarse. Siendo todavía un estudiante de Derecho, consiguió que su madre le financiara una escapada a Granada para asistir al recordado encuentro organizado en 1922 por Manuel de Falla y Federico García Lorca. Disfrutó como pocos -lo podemos comprobar gracias a varias fotos-, admiró desde entonces a un maestro cuya música intentaría llevar al cine norteamericano de la mano de Charles Chaplin y se hizo amigo de un joven poeta cuya muerte en 1936 le dolió en lo más hondo. Tendría tiempo de rendirle homenajes, como al duende y el misterio de un flamenco que asoma en sus películas a la menor oportunidad. Con criterio, pues a Edgar Neville le gustaba sentar cátedra de flamencólogo en las largas noches de juerga en un Madrid donde su presencia era imprescindible.

Los individuos de simpatía arrolladora suelen orientar a su favor cualquier circunstancia. La estancia en Granada también le permitió comprobar que allí le sería fácil aprobar una carrera universitaria que no le interesaba. Trasladó el expediente y unos pocos meses después ya era licenciado en Derecho, dato tan ajeno a la voluntad de Edgar Neville como la memorización de la lista de los reyes godos. Lo suyo era el ambiente de las tertulias y las redacciones de las publicaciones periódicas, que aparecían y desaparecían al ritmo propio de las inquietudes de una legión de jóvenes autores. Con ellos compartió alegrías, largas noches y un desprecio generacional por lo que consideraban acartonado, viejo y cursi. Una cultura que, en el caso de nuestro autor, apenas conoció mediante el estudio. Tenía prisa, ansias de vivir y divertirse. Y el retiro del lector no siempre era compatible con un vertiginoso ritmo de vida cuya cátedra estaba en la mesa de alguna tertulia de café. Allí aprendió del magisterio de Ramón Gómez de la Serna, pero Edgar Neville recorrió aquel claustro nocturno a la búsqueda de los más variados maestros. Así disfrutó del sentido de la extravagancia que admiró en Valle-Inclán o de la elegancia mundana que caracterizaba a Don José, un Ortega y Gasset que reía con un joven capaz de mezclar la filosofía con los paseos en coche acompañado de las criaturas más bellas de aquel Madrid. Edgar Neville no supo de la vida a través de los libros. Apenas tuvo tiempo de trasladarla a unas páginas escritas deprisa y corriendo, sin rematar, como tantas veces le recordaría su amada Conchita Montes.

Y en mayo la feria de San Isidro, cita obligada para un señorito castizo que consideraba a su amigo Juan Belmonte como la cima a la que dirigir la más rendida admiración. No escribió la singular biografía del maestro porque se le adelantó Manuel Chaves Nogales, que le acabaría llamando para otros menesteres periodísticos. No obstante, el mundo de los toros aparece con frecuencia en los relatos y películas de un Edgar Neville que, fiel a sus principios estéticos y vitales, no gustaba de exaltar lo previsible o lo convencional. El torero podía ser un pusilánime interpretado por Antonio Casal o el protagonista un sufrido portatoreros, perdido por las calles de Madrid con un maestro a hombros del que espera una propina. Siempre aparece la fiesta vista desde un ángulo marginal o paradójico, compatible con una afición que le llevó por ferias y ciudades tras los pasos de las grandes figuras de su época.

A Edgar Neville le gustaba escandalizar a las lectoras de las terceras de ABC, a esas Doña Encarnación y Doña Purificación entradas en años y carnes que tanto juego le dieron con sus afanes para adelgazar mientras hablaban por no callar. Lo conseguiría cuando afirmaba que su calendario tenía las fechas muy pequeñas y las fotos enormes, pues mostraban los encantos de unas chicas de Play Boy que circulaban gracias a una relativa clandestinidad. Eran los escándalos con sordina permitidos a quien aparecía como incorregible, mientras evitaba la conciencia del paso del tiempo y procuraba dar lecciones de saber envejecer, ya desde bien joven. Uno de los secretos era una programación donde las fiestas marcaban el ciclo vital. Los carnavales de su juventud constituían un momento señalado con sus tipos estrafalarios y la vuelta al revés de un mundo ajeno a lo serio y solemne durante unos días de disfraces, bailes y desfiles callejeros. Aparecen a menudo en sus películas, con esa estética solanesca que se convierte en homenaje al maestro y amigo en una magnífica obra: Domingo de carnaval. Pero también estaban presentes en su experiencia personal, incluso en épocas de prohibiciones que le parecían absurdas. Edgar Neville, aunque fuera recluido en los salones de alguna distinguida mansión, siempre gustó del disfraz, del cambio momentáneo de personalidad en un juego que tendía a confundir deliberadamente con la realidad. Era uno de sus más divertidos privilegios.

Una juventud de fiestas, amores, tertulias y viajes debía dar algún paso hacia la responsabilidad y el trabajo. Edgar Neville, por fin, tomó posesión en el Ministerio de Estado e hizo las gestiones oportunas para que su primer destino fuera Washington, a pesar de que había obtenido una de las peores calificaciones en las pruebas de ingreso. Nadie recuerda sus tareas en aquella legación diplomática que apenas pisó, salvo para tramitar los permisos necesarios que permitieran a sus sirvientes malagueños acompañar al joven matrimonio, que brilló en los salones de otras legaciones más dispuestas a organizar fiestas donde las damas lucían hermosos vestidos y los caballeros esmoquin ajustado a lo Fred Astaire. Pero Edgar Neville sintió, sobre todo, el atractivo de Nueva York, que consideraba el centro del mundo por su juventud y vitalidad: «Aquella masa cosmopolita de Nueva York daba a la ciudad el verdadero sello americano. La ciudad vivía perfectamente en su tiempo. Las doce del día en Nueva York eran las doce del día del tiempo. La multitud era joven, alegre y rebelde. Bebía a torrentes para reírse de la ley absurda, y bailaba y reverenciaba el goce de la carne sin hacer caso a prédicas pospaganas». Allí completó su novela Don Clorato Potasa, cuya excelente segunda parte da cuenta de sus incursiones por barrios y ambientes que le fascinaron sin perder el sentido del humor. Eran tiempos de depresión y crisis, pero por aquel entonces, 1929, estaba a punto de escribir el cuento cuyo protagonista se mira al espejo y decide que para ser feliz era preciso olvidar la conciencia y la ética. Ese espejo siempre estuvo presente en la trayectoria de Edgar Neville.

Los destinos diplomáticos nunca eran eternos y a plena satisfacción de los funcionarios. Alguien, en el Ministerio de Estado, se olvidó de engrasar adecuadamente una máquina burocrática capaz de destinar a Edgar Neville a Caracas. Ante semejante provocación, decidió tomarse unas vacaciones, prolongarlas hasta lo que fuera necesario para el olvido de sus superiores y disfrutar del sol de una California que le pareció algo vulgar, aunque el ambiente de Hollywood le fascinara. El cine era su pasión. Ya había mandado crónicas desde Nueva York para La Pantalla dando cuenta de los estrenos en Brodway y las andanzas de las más fascinantes estrellas. Ahora podía conocerlas, convivir con ellas, incluso recibir las confidencias de seres tan maravillosos como Dolores del Río. Pero antes era preciso dotarse de algo muy español: una carta de recomendación. A través de José Ortega y Gasset, consiguió que el Duque de Alba le mandara una con destino a Douglas F. Fairbanks, que debía algunos favores a un noble omnipresente y poderoso en las más insospechadas facetas. El joven matrimonio fue bien recibido en Hollywood y, la misma noche de su llegada, ya estaba cenando con quienes hasta entonces eran sus ídolos de la pantalla. Algunos, en el Madrid de la época, discutían y escribían acerca de Charles Chaplin. Edgar Neville le divertía con un inglés imposible y las ocurrencias de un apuesto aristócrata español que, a partir de ese día, tuvo acceso libre a las mansiones más reservadas. Pronto empuñó la raqueta, se puso ropa deportiva y dejó constancia fotográfica de unas compañías que causarían envidia y asombro en una España que, desde aquella California, ni siquiera parecía estar en el mapa.

Hollywood era diversión, fiestas y glamour. También lujo, que llegó hasta cotas sólo imaginables en los cuentos orientales cuando Edgar Neville fue invitado a San Simeón, la mítica mansión de William Randolph Hearst y Marion Davies que Orson Wells recrearía para asombro universal. Aquel esplendor, con los detalles más insospechados, sería evocado a menudo por un Conde de Berlanga del Duero algo irónico cuando hablaba del mal gusto de unos multimillonarios sin tradición de varias generaciones. Lo suyo era de nacimiento, pero también tuvo que buscarse la vida en unos estudios cinematográficos que le enseñaron un oficio todavía de pioneros. Edgar Neville escribía por entonces cartas a sus amigos donde les hablaba de su entusiasmo por el cine, de las enormes posibilidades de un arte necesitado de talento y de que, si se acierta, «uno se forra en este país». Eran argumentos convincentes para quienes ganaban algunas pesetillas por colaboraciones en las publicaciones periódicas y sabían de las dificultades para estrenar. Lo de escribir guiones por encargo de una productora dispuesta a pagar lo verían como una quimera de otro mundo.

Edgar Neville nació en el momento justo y en el lugar adecuado. Y así siguió, al menos si se atiende a su trayectoria biográfica anterior a la Guerra Civil. Una prueba es que su llegada a Hollywood coincidió con los inicios del cine sonoro y la necesidad, ante la ausencia de sistemas de doblaje, de rodar varias versiones en diferentes idiomas de una misma película. Era la oportunidad perfecta y pronto Edgar Neville llamó a sus amigos para que la aprovecharan. Acudieron actores y autores hasta formar una colonia que protagonizó divertidas anécdotas, se fotografió para dar cuenta de su felicidad con las más envidiables compañías y, a su vuelta, relativizó con sentido crítico y humor una experiencia que para algunos fue decisiva. Es el caso de Edgar Neville, que en los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer aprendió un oficio cinematográfico que intentaría trasladar, en lo posible, a un país donde la pobretería y la improvisación todavía marcaban las escasas iniciativas relacionadas con el cine.

Los amores con algunas estrellas rubias y sofisticadas -también alguna morena nacional- duraron lo mismo que aquella coyuntura tan favorable. Los avances tecnológicos hicieron innecesarias las citadas versiones y la colonia española volvió para contar una experiencia que, por el contraste, parecía del más allá. Edgar Neville se habría quedado a gusto en Estados Unidos. No tenía prisa por regresar a un país donde había nacido una II República que saludó con alegría, incluso con singular voluntad de compromiso en una carta dirigida a José Ortega y Gasset. Pero la acompañaba con la foto de una sugerente bañista y el filósofo ahora convertido en diputado comprendería los motivos que retenían a su joven amigo: «Hoy llegan los periódicos con los detalles de las elecciones y con su gran triunfo. No tiene usted idea de la pena que tengo de no estar ahí para expresarle mi entusiasmo a grandes voces. Pero yo no soy como ustedes que se divierten, y me tengo que quedar aquí, junto a piscinas y náyades, fastidiado sin aportar nada a la estructuración de España» (27-VIII-1931). Algo aportó, pues le propuso suprimir términos y realidades tan cursis como el catastro y los pósitos. Al mismo tiempo, le ofrecía una gestión personal para que la cadena periodística de William Randolph Hearst difundiera el mensaje de la Agrupación al Servicio de la República. En California no contaban las pequeñeces. No era, además, la primera intervención de Edgar Neville en cuestiones políticas, pues había ayudado a su amigo Ramón Franco en la frustrada conspiración republicana que acabó en un paseo aéreo por el cielo de Madrid. Puestos a conspirar, el Conde de Berlanga del Duero nunca dejó de estar con los más singulares y hasta estrafalarios sujetos.

Los años republicanos de Edgar Neville fueron de éxitos y amores. Tras algunos intentos un tanto rocambolescos y paródicos que ni siquiera cobró, pronto encauzó su carrera cinematográfica con la dirección de El malvado Carabel (1935) y La señorita de Trevélez (1936). Ambos largometrajes contaron con una positiva respuesta del público y la crítica. También escribió diálogos para otros directores, participó en varias iniciativas cinematográficas y publicó reseñas en la prensa madrileña. En las mismas a menudo lamentó la españolada, la pobretería y la falta de aires internacionales de un cine que, sólo en los dos últimos años de la II República, encontró su línea en consonancia con un público dispuesto a apoyar. El polifacético Edgar Neville tuvo tiempo para estrenar una comedia ya escrita algunos años antes, Margarita y los hombres (1934), y publicar recopilaciones de los relatos humorísticos e irreverentes que iba repartiendo por las redacciones de la época (Música de fondo, 1936). Era por entonces conocido como un «fino humorista», que brillaba en las más contrapuestas tertulias y mantenía amistades con colegas, artistas, faranduleros, toreros y filósofos, sin desechar la de algunos políticos que sonreían ante el ingenio de un noble con carné de Izquierda Republicana, dispuesto a alternar con quienes estaban destinados a enfrentarse poco después y siempre atento al amor, que por aquellas fechas se concentró en una joven refinada, culta y bella que se llamaba Concepción Carro. Estudiaba Derecho, hablaba inglés a la perfección y, tras compartir con su amante las tareas de la crítica cinematográfica, se marchó a un selecto colegio norteamericano para completar su formación. Edgar Neville, reacio a la hora de poner límites al disfrute de la juventud y la belleza, fue a esperarla a la salida del colegio, aunque tuviera que cruzar el Atlántico con el dinero ganado gracias a La señorita de Trevélez.

Con el paso del tiempo, la llegada de la dictadura y el inicio de un proceso de depuración que le enfrentaría con su pasado, aquellos meses del Frente Popular se convirtieron en una pesadilla de asesinatos y robos. Edgar Neville los pasó saboreando el éxito de una película fresca e imaginativa, publicando un libro repleto de un humor sin las ataduras de lo rancio y artículos en páginas de un inequívoco republicanismo mientras viajaba por Estados Unidos en compañía de una joven deslumbrada. Ella veía alternar a su enamorado galán con las más afamadas estrellas, que le tuteaban y, entre confidencias de amoríos y separaciones, le recordaban anteriores encuentros. Allí surgió la vocación de actriz en quien sería conocida como Conchita Montes, una joven con deseos de entrar en la carrera diplomática que, después de dos meses fascinantes, emprendió el regreso a España el 1 de julio de 1936. En aquel barco que partió de Nueva York, Edgar y Conchita pasaron unos días ajenos a lo que se les venía encima. Sus vidas estaban pendientes de un hilo y el azar, como en las mejores obras del fino humorista, empezaba a ser el protagonista de un peligroso juego sin que nadie pudiera controlarlo.

Edgar Neville llegó a un caluroso Madrid cuando se sucedieron los asesinatos de Joaquín Calvo Sotelo y el teniente Castillo. Uno por cada bando y en pocas horas. Sus entierros fueron los últimos actos políticos de una breve etapa democrática que había sido vertiginosa como la trayectoria de un hombre que, en aquella capital de rupturas y enfrentamientos, sólo tenía claro que deseaba mantener el privilegiado status que le había proporcionado felicidad. Utilizó sus mejores armas dialécticas, recurrió a las amistades que conservaba en ambos bandos, mintió con una habilidad poco habitual, difundió historias en las que se reservó el papel de héroe y, ante todo, pronto asumió que para alcanzar su objetivo sólo debía fidelidad a sí mismo. Su simpatía tenía que resultar arrolladora, oportuna y consciente, propia de un autor que afrontaba el capítulo decisivo de su más importante obra, la única en la que se mostró meticuloso y constante: su vida, como he intentado explicar en Una simpatía arrolladora: Edgar Neville, 1936-1939 (Barcelona, Destino, Col. Imago Mundi, 2007).

La rocambolesca trayectoria de Edgar Neville durante la Guerra Civil ha sido un misterio mantenido y manipulado hasta fechas recientes. El propio autor sembró dudas y falsas pistas en varias entrevistas, tergiversó algunos hechos para adecuarlos a la imagen de sí mismo que intentaba difundir y, ante la comisión ministerial que le depuró como miembro de la carrera diplomática, llegó a inventarse un pasado a la medida de las nuevas circunstancias. No era fácil justificar su carné del partido liderado por Manuel Azaña, sus amistades con destacados republicanos que nunca había ocultado, los enfrentamientos con la «tradicional estropajosería», algunas obras de contenidos poco ortodoxos y, sobre todo, el nombramiento como secretario de embajada destinado en Londres. Corría el mes de septiembre de 1936 y, oficialmente, Edgar Neville seguía fiel a una II República que le ascendió y le confió un destino en una legación especialmente importante. El embajador, Pablo de Azcárate, recibió con perplejidad una postal de su futuro subordinado fechada en el sur de Francia. Le anunciaba su pronta incorporación, que se demoró durante un par de semanas a la espera de solucionar problemas personales y familiares, mientras hacía llegar a Burgos su disposición a colaborar con los sublevados. Eso sí, evitando cualquier contacto directo con personas que no fueran de su absoluta confianza. Edgar Neville era consciente de sus antecedentes, que pasarían a engrosar fichas policíacas que, afortunadamente para él, no fueron tenidas en cuenta durante su proceso de depuración como diplomático. Le habrían llevado directamente al paredón.

Pablo de Azcárate fue discreto acerca del comportamiento de Edgar Neville en Londres. Nunca confió en él y le apartó de cualquier responsabilidad hasta que la situación se hizo insostenible pocas semanas después. Ante la comisión de depuración y en unos informes exculpatorios que mezclan confesión, fantasía y petición de amparo, el hasta entonces secretario de embajada imaginó las más singulares actividades de boicot. Le gustaba ser su osado protagonista, como en la historia de la frustrada compra de aviones para el gobierno republicano. La realidad resultó más vulgar y, ante la evidencia de su comportamiento, el ministro Álvarez del Vayo acabó dando la orden de su vuelta al Ministerio. Edgar Neville nunca tuvo la más mínima intención de acatarla, pero tampoco se sumó a la representación oficiosa de la Junta de Burgos en Londres. El diplomático que había sido expulsado de la carrera por la República sabía que, en su caso, era preciso incorporarse a la zona controlada por los sublevados, demostrar un entusiasmo que no le repugnaba y realizar cuantas tareas fueran necesarias para hacerse perdonar su pasado. No fue un cínico, sino un certero calculador que pronto sabría del riesgo de su empresa. La nueva España que en tantas proclamas se anunciaba no estaba dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva, ni siquiera con quienes mostraban públicamente su arrepentimiento y estaban dispuestos a colaborar. Durante una larga temporada, Edgar Neville prescindió de los trajes de corte londinense para dar paso a una camisa de tela algo basta, pero de un azul que estaba de moda.

Edgar Neville, en compañía de Conchita Montes, se traslada a París poco antes de que en La Gaceta de la República quedara reflejada su ruptura oficial con una España que era mucho más que un régimen político. Desde finales de 1936 hasta la primavera del año siguiente, vivió sin problemas gracias a la ayuda de sus familiares belgas y amigos como el comediógrafo Marcel Achard, que había conocido cuando preparaban guiones para Maurice Chevalier. Edgar Neville podría haber continuado en la capital francesa en compañía de tantos otros españoles que pretendían quedarse al margen del conflicto, a la espera de una resolución todavía incierta. Él se libró de los apuros económicos que eran frecuentes en aquella colonia. Tenía trabajo y dinero, pero sabía del peligro que corría si no se apresuraba a presentarse ante los sublevados. La obtención del correspondiente salvoconducto se convirtió, pues, en una obsesión, que reflejaría en un relato donde la propaganda se mezcla con circunstancias de la experiencia personal: Don Pedro Hambre (1937), publicado en la revista falangista Vértice cuando la pesadilla había pasado.

El Conde de Berlanga del Duero realizó múltiples gestiones para garantizarse una incorporación al bando nacional que no incluyera sobresaltos, mientras también descansaba en una Biarritz por entonces algo frentepopulista, repleta de modistillas y mecánicos que disfrutaban por primera vez de unas vacaciones pagadas. Desde Salamanca recibía cartas de amigos aristócratas y católicos que le recomendaban prudencia, pues corría el peligro de ser fusilado si se presentaba con sus antecedentes. Edgar Neville siempre supo que hasta los dogmas son negociables y el pasado también. En la primavera de 1937 se dieron las circunstancias que esperaba y, tras las discretas gestiones llevadas a cabo por personas interpuestas, apareció en la capital salmantina, no fue fusilado y hasta -al cabo de pocas semanas- obtuvo la confianza de quienes le encargaron tareas de propaganda en el frente. Sólo se escandalizaron los católicos de comunión diaria que le seguían considerando «republicanizante», pero él nunca asistió a misa porque se repartía una escasa ración de pan. Esas bromas las pudo repetir entre los partidarios del más encendido falangismo, mientras se disponía a filmar documentales y noticiarios en los frentes de batalla, escribir relatos propagandísticos bien pagados y repartir promesas a través de los altavoces dirigidos a las trincheras republicanas, para escándalo de quienes no aceptaban sus peculiares y reconciliadores argumentos amparados en el falangismo de su amigo Dionisio Ridruejo.

La actividad de Edgar Neville durante la guerra fue incesante, mientras avanzaba un proceso de depuración que le apartó temporalmente de la carrera diplomática. Necesitaba acumular numerosos méritos, «con grave riesgo de la integridad física», para que los oportunos recursos surtieran efecto. Siempre recordó aquellos meses como una etapa de camaradería compartida con excelentes amigos, dispuestos a olvidar la tragedia para aprovechar cualquier resquicio que permitiera una broma: «Por un día de batalla hay muchos en que la guerra es una gigantesca excursión campestre en la que todos son jóvenes y alegres. Hay el barro y las ratas, pero ¡qué elevación en el sentido de la camaradería! ¡Qué de situaciones pintorescas y cómicas! ¡Qué tipos...!». Edgar Neville anotó algunas de esas bromas en un diario escrito en francés, el idioma de unos clásicos que siguió leyendo -según él- en el mismo frente de batalla mientras degustaba raciones de caviar ruso. No era cuestión de dejarse contaminar por el polvo y el barro. Había que preservar una imagen de sí mismo, a pesar de tantos e inevitables cambios que nunca alteraron su humor, la carta de presentación que le abrió las más dispares puertas.

Las actividades de Edgar Neville relacionadas con la guerra culminaron en el invierno de 1939 con la entrada en Barcelona, donde filmó el último de sus documentales al servicio del Departamento Nacional de Cinematografía: ¡Vivan los hombres libres! Permanecía bajo el amparo de Dionisio Ridruejo y en compañía de un jacarandoso grupo de intelectuales próximos al falangismo, pero el proceso de depuración no estaba resuelto y sabía que no le convenía presentarse en un Madrid a punto de ser tomado. No era prudente, tampoco para Conchita Montes. La solución estaba en Italia, donde el citado líder falangista había firmado un acuerdo de cooperación cinematográfica. Gracias al mismo, antes de terminar la guerra Edgar Neville estaba disfrutando de las ventajas de Cinecittá. Allí, alejado de penurias y peligros, pasó algunas semanas a la espera del primer trabajo al servicio de los hermanos Bassoli. Pronto le acompañó su amante, que se libró así de dar enojosas explicaciones para que fuera sobreseído definitivamente el caso que le llevó a prisión en San Sebastián tras regresar a una España que había abandonado, probablemente, con pasaporte diplomático de la República. Ella también había expiado su pasado y contaba con sus correspondientes méritos ante el nuevo régimen. Ahora ambos pretendían iniciar una nueva etapa en Roma, lejos de un añorado Madrid que convenía dejar atrás hasta que el tiempo y el olvido surtieran el debido efecto.

El rodaje de Frente de Madrid (1939) tuvo lugar en un ambiente de entusiasmo propio de quienes se sentían vencedores. La película estaba basada en una novela de Edgar Neville que había sido traducida al italiano y, como en otras obras del mismo período, mezclaba la inevitable carga propagandística con elementos autobiográficos, siempre hábilmente manejados a la búsqueda de un lugar legítimo entre los vencedores. También terminaba con un abrazo simbólico entre un falangista y un miliciano condenados a morir en tierra de nadie. Algunos lo consideran propio de un espíritu de reconciliación. El deseo del espectador o el lector alumbra interpretaciones con una base equívoca. Edgar Neville, en la línea de Dionisio Ridruejo y unos pocos más, pensaba por entonces que el nuevo régimen podía integrar a una parte de los vencedores, a aquellos que manifestaran su arrepentimiento y se dejaran alumbrar por «la Verdad Suprema [...] al grito de ¡Arriba España!». Otros, más drásticos y en el poder, optaron por una división tajante que sería mantenida durante décadas. Una de las primeras pruebas la tendría el director de Frente de Madrid cuando la película se estrenó en España tras haber realizado un nuevo montaje. Las opiniones favorables que cosechó en la Italia fascista y en la Alemania hitleriana se transformaron en frialdad y reservas cuando fue exhibida en el Palacio de la Música, aunque el público respondiera positivamente. Hubo críticos que lamentaban lo blando de la película en su retrato del ambiente republicano. Otros cuestionaban el simbólico desenlace... El resultado fue una silenciosa desaparición de la versión española, sin que el director osara levantar la voz en público. Acababa de ser readmitido en la carrera diplomática, estaba en Madrid con Conchita Montes y su pasado le aconsejaba sobreactuar en otra dirección. Muchos años después, en una entrevista concedida a Marino Gómez-Santos, todavía mantuvo silencios sobre un episodio ejemplar para entender la dureza y la cerrazón de la posguerra, incluso entre quienes militaron en el bando vencedor.

La familia de Edgar Neville recuperó la práctica totalidad de sus bienes y pronto el ya obeso cineasta pudo reanudar una existencia de lujo, que asombraba a algunos y provocaba la envidia de otros. Era el caso del joven actor Fernando Fernán-Gómez, que se entrevistó con un director que le propuso un singular contrato para ahorrar costes. Su conclusión fue rotunda: «Ya tenía perro, chalet, coche, piscina, amante, secretaria y mayordomo, cuando los demás teníamos café con leche». Edgar Neville nunca ocultó su riqueza, a pesar incluso de una tacañería de la que su amigo Antonio de Lara, Tono, contaría divertidas anécdotas. Le gustaba organizar selectas fiestas en su mansión donde, según Antonio Díaz-Cañabate, se servían exquisitas viandas imposibles de encontrar en el Madrid de la posguerra. La sobria camisa azul había quedado olvidada en algún rincón y, en 1944, el cineasta apareció en Primer Plano con aspecto relajado y veraniego, llevaba una camisa blanca que apenas disimulaba su galopante obesidad. Era la presentación en sociedad de su nueva mansión, que disponía de piscina y jardín al modo californiano. La periodista da cuenta de su asombro y la describe para admiración de unos lectores sin posibles referencias comparativas. Edgar Neville, poco después de enseñarle un piano recién importado de Estados Unidos, le explica que los directores de cine deben ser ricos, pues es la única forma de poder elegir buenos guiones. Sabía que había otras vidas al margen de la riqueza, incluso una parte de su obra se caracteriza por la presencia de lo costumbrista y popular, pero nunca le interesó más allá de un estilizado juego donde podía subrayar lo singular y amable. La Historia, con su inevitable evolución, no contaba. La consideraba una amenaza capaz de sembrar dudas que ensombrecían el recuerdo del «dulce vivir antiguo». Edgar Neville dejó atrás aquellas doce horas de una calle neoyorkina y, puestos a transigir sin menoscabo de la felicidad, decidió quedarse en el armónico Madrid del aristócrata y el artesano, donde encontró una inspiración imposible en el del burgués y el trabajador, que borró con la libertad del creador que sólo se siente obligado consigo mismo.

En aquella capital de los años cuarenta algunos escribieron versos sobre una aterradora cantidad de muertos, pero otros consideraron que era preciso formar parte del «todo Madrid», es decir, de un selecto grupo que repartía sus días entre fiestas, academias artísticas, tertulias y cachupinadas donde se lucía una alegría mundana e ingeniosa. Sus miembros formaban parte de los vencedores, pero se sentían diferentes, hasta cierto punto ajenos a la rigidez de las sotanas y los uniformes, que contagiaba a quienes no los llevaban. Como Ramón, «el rey de los pelmazos» que, en La vida en un hilo (1945 y, en su versión teatral, 1959), es capaz de hacer «más daño con su aburrimiento que un asesino». Es ingeniero, burgués y vasco, partidario de dormir con la ventana abierta y de levantarse temprano para hacer gimnasia. Todo un peligro contrapuesto a Miguel, el artista vital y sonriente que con sus imprevistas iniciativas desafía los prejuicios de «los Sánchez». Mercedes, la tercera protagonista, debe elegir bien, como un Edgar Neville que siempre se mantuvo alejado de otros tantos Sánchez que hacían visitas de cumplido, educaban a los niños en la senda marcada por «el buen Juanito» y contaban insufribles chistes de baturros.

La actividad cinematográfica de Edgar Neville durante la posguerra fue intensa y productiva. Su proverbial capacidad de adaptación le permitió comprender pronto los mecanismos de una nueva realidad donde se podía hacer buenos negocios, que a su vez le facilitaron el camino para sacar adelante una producción con personalidad propia que todavía nos asombra. Ese camino estaba lleno de obstáculos. Apenas fue transitado por otros cineastas y unos espectadores acostumbrados a un cine más convencional. Películas como La torre de los siete jorobados (1944), La vida en un hilo (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), Domingo de carnaval (1945), La ironía del dinero (1955) y El último caballo (1950) dieron cuenta del peculiar mundo creativo de quien supo nadar contra corriente, ajeno a una opinión mayoritaria que nunca le interesó. Entabló polémicas -dentro de lo que era posible en los medios periodísticos de la época- con quienes preferían una cinematografía nacional repleta de héroes y exaltadora de la patria, trabajó con una intensidad notable, se divirtió sin los agobios que alteraban a otros directores y, al final, sacó adelante un conjunto de películas que justifican su destacado y singular papel en un cine español que conoció y describió como pocos. Lo podemos comprobar mediante la lectura de su novela Producciones García (1956), ambientada en la II República para mayor seguridad, pero su picaresca se mantuvo en lo esencial a lo largo de un franquismo cuyos excesos dogmáticos aburrían a un cineasta inquieto e imaginativo.

Edgar Neville también fue hábil a la hora de mantener un espacio privado de libertad en una sociedad tan cerrada como la española de la posguerra. Convivía con Conchita Montes sin estar separado de su esposa ni dejar de interesarse por otras pasiones más pasajeras, acudía a las tertulias madrileñas donde había un conato de liberalismo reducido a la educación y las buenas maneras sin renunciar a las relaciones con representantes del integrismo como el padre Venancio Marcos, era amigo de toreros y flamencos al mismo tiempo que se codeaba con filósofos y académicos, sufrió los efectos de la censura sin romper su amistad con algunos censores que le recibían con simpatía, se apresuró a quitarse la camisa azul sin dejar de acudir a los antiguos camaradas para solventar algunos problemas personales y familiares, fue diplomático con ascensos sin pisar jamás una legación en el extranjero... Siempre, en definitiva, supo hacer uso de su arrolladora simpatía para mantener el norte de una brújula que marcaba el camino a su felicidad de bon vivant.

El norte de esa brújula no era una dirección única. Se podía concretar en diferentes mujeres capaces de despertar su varonía imperiosa, incluso en una vejez nada resignada, o en las diversas actividades que desarrolló gracias a su polifacética personalidad. Cuando la legislación cinematográfica cambió y no le permitió utilizar los recursos con los que había sacado adelante sus películas, Edgar Neville pensó que era el momento de volver al teatro, como también lo hiciera por entonces un Miguel Mihura que lanzó pestes del «infierno del cine» sin concretar los motivos económicos que tanto le preocuparon. Era la ventaja de quienes no sabían de caminos específicos o separados a la hora de trabajar en el cine y el teatro. Y en los escenarios Edgar Neville encontró una fórmula capaz de conectar con el único público que podía llenar los teatros y darle un eficaz apoyo: la comedia de la felicidad.

La vida en un hilo (1959) y El baile (1952) fueron sus dos grandes éxitos teatrales, centenarios en los escenarios durante varias temporadas y traducidos para su representación en distintos países. La cabecera de cartel siempre era Conchita Montes, referencia inexcusable para la elegancia femenina de la época y con encanto a la hora de encarnar jovencitas, damas y ancianas de esa modalidad de la alta comedia que tanto gustaba a los matrimonios de los sábados por la noche. Edgar Neville se sorprendió al comprobar que la misma fórmula no funcionó en otras ocasiones, pero insistió en una comedia de la felicidad que en su caso jamás resultó una impostura. Ni siquiera cuando se representaba en la Zamora de los años cincuenta, adonde la compañía Ozores-Puchol acudió en vagones de tercera mientras el autor lo hacía en un descapotable acompañado por la todavía deslumbrante Conchita Montes. Era una cuestión de estilo personal, nada timorato a la hora de exhibir los motivos de una felicidad que sólo se le escapaba en contadas ocasiones. A veces a causa de productores que se daban a la fuga sin pagarle o por aventuras filiales que terminaban en una comisaría. También le disgustaban la violencia que percibía en múltiples reacciones y una envidia que nunca sintió. Y, por supuesto, el aburrimiento, pero se supo burlar de él como lo hiciera de una obesidad que le llevaba a alternar en una clínica madrileña con marquesas que hacían un régimen a base de acelgas sin sal. Edgar Neville sabía que su enfermedad le provocaba el sueño en los momentos más inoportunos y terminaría con él, pero ya había preparado su ocurrente epitafio y no era cuestión de lamentarlo en letanías propias de quienes hacían visitas a domicilio.

Los últimos años de Edgar Neville fueron menos brillantes desde el punto de vista creativo, pero igual de intensos que el resto de su trayectoria en esa búsqueda de la felicidad que le llevó por los más diversos caminos. Nunca renunció a sus tertulias con los viejos amigos de una generación de humoristas que marcaría época, ni a las salidas nocturnas que terminaban a altas horas de una madrugada que le parecía corta a quien jamás madrugó. Edgar Neville protestaba en sus terceras de ABC, pues no comprendía los motivos del cierre de todos los locales cuando todavía quedaban noctámbulos como él y sus amigos, repartidos por un circuito que fue renovándose con los años e incorporando nuevos asiduos, sorprendidos ante la vitalidad desplegada por aquel orondo y ocurrente señor que sabía dar lecciones de envejecer. Las impartía quintaesenciadas en anécdotas que se divulgaron con rapidez y ejemplos prácticos. Y hasta, pasadas por el filtro de lo lírico, las llevaba a la letra impresa de unas poesías enamoradas que editaba en folletos publicados en Málaga bajo el cuidado de Ángel Caffarena, cerca del domicilio de una joven que le devolvió un entusiasmo nunca extinguido. Por sus títulos teatrales le imaginamos ante una relación presidida por un Prohibido en otoño (1957), más bien en invierno, pero los Veinte añitos (1954) le llevaban a un nuevo homenaje a la belleza y el deseo, circunstancias básicas de una felicidad que, junto con su humor, mantuvo con la fuerza de un hedonista enamorado de la vida.

Edgar Neville encontró tiempo para otra de sus pasiones: la pintura. En sus domicilios madrileños disfrutó de una excelente colección -incrementada a menudo gracias a sus dotes para la amistad-, que le salvó de varios apuros de liquidez y exhibía a los amigos con satisfacción y orgullo. También cultivó este arte con entusiasmo de aficionado que, en el último tramo de su trayectoria, sabía de las dificultades para emprender tareas que dependieran de otras voluntades. Su época había pasado. Su testamento vital y cinematográfico, Mi calle (1960), no se correspondía con un presente que se le escapaba ni tenía una proyección de futuro. Estaba volcado en una etapa de infancia y adolescencia, la que siempre añoró por su armónica e inmutable felicidad que asociaba a paseos por los más distinguidos lugares de un Madrid tan recurrente en su obra. Era por entonces el niño mimado por la fortuna que, como su maestro Ramón Gómez de la Serna, no estaba dispuesto a compartir el mundo adulto de los adultos. Prefería el juguetón, irresponsable y azaroso de los veraneos en La Granja y Alfafar en compañía de familiares atrabiliarios, mientras se preparaba para recorrer cortes junto a su siempre amada madre y a la espera, gracias a la carta de presentación que en esta ocasión sustituyó al azar, de una llegada al Hollywood más rutilante. A los treinta años Edgar Neville había culminado buena parte de sus deseos, pero otros muchos le fueron surgiendo en una etapa republicana que fue de amores y éxitos para quien, a los ojos de los demás, seguía siendo un mimado de la fortuna. No estaba dispuesto, como era previsible, a que tanta dicha desapareciera por una inoportuna guerra, en la que renunció a parte de su pasado para buscar un nuevo espacio donde seguir siendo protagonista. Pasó momentos difíciles y miedos nunca confesados, pero salió adelante sin que su imagen pública quedara demasiado salpicada por un nuevo régimen que le aburría y le beneficiaba, a pesar de algún roce cuyas huellas reservaba para su diario nunca publicado y ahora retenido. Mientras tanto, iba engordando y sonriendo, repartiendo muestras de ingenio por los más diversos lugares y ambientes que conoció gracias a su espíritu viajero. Su maleta siempre estaba dispuesta. Y nunca demoró una respuesta cuando se trataba de emprender una nueva aventura que pudiera satisfacer una curiosidad mantenida hasta el final. La de un niño dispuesto a sonreír, aunque el tiempo le acarreara experiencias, contradicciones y paradojas que supo manejar para proyectar una imagen de arrolladora simpatía, capaz de desarmar incluso a quienes tuvieran razones para pedirle cuentas atrasadas. Que las tuvo y esquivó con la sabiduría mundana de un bon vivant tacaño cuando de dinero se trataba, pero espléndido a la hora de dejarnos unas contradictorias huellas personales que merecen ser evocadas en tiempos de una amenazante y decorosa uniformidad.

Edgar Neville, «un remolino de desconcertantes paradojas», murió el 23 de abril de 1967 -en primavera, según Antonio Mingote, para no molestar a quienes asistieran al funeral-, pero en su proyectado epitafio pensó más en la sonrisa que en el aburrido descanso eterno: «Aquí yace Edgar Neville, que al final se quedó en los huesos». Pocos días después, un amigo desde la infancia, Luis Escobar, escribía estas líneas:

Edgar Neville ha sido un perpetuo anacronismo.

Ha sido un cínico sentimental,
un egoísta abnegado,
un epicúreo estoico.
Un talento prolífico que ha escrito poco.
Un castizo internacional.
Un diplomático que jamás ha pactado.
Un finísimo ingenio alojado en una caja desmedida.
Por haber amado tanto la vida,
y quizá para sorprenderle un poco,
le habrá recibido Dios con su más amplia sonrisa.

Tal vez se trate del Dios que recibe a los agnósticos capaces de imaginar a un Ser Supremo cansado de que siempre le den la razón y ateo por influencia de «un tal Fernández», que le llevaba la contraria. Y, puestos a dialogar con Él, Edgar Neville le contaría las enamoradas andanzas de la vaca María Emilia -dispuesta a salir a la calle con sus esplendidas ubres- y uno de Hacienda, ministerio donde a menudo resumió todo lo que le aburría. Seguro que, a estas alturas, Edgar Neville ya está bien situado, aunque sea en el modesto espacio de nuestra agradecida memoria.





Indice