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El amigo de los reyes. El lugar de Manuel Godoy en la monarquía de Carlos IV

Emilio La Parra López





«No fui yo quien formó la voluntad del rey; al contrario, la suya y la de otros me fue impuesta. ¿En dónde está aquel grado de poder que se ha querido atribuirme? Nunca se pudo ver más claramente que no era yo un valido: siéndolo, habrían triunfado mis consejos, o por mejor decir, el rey no habría escuchado más que los míos. ¿Qué era yo en tal altura donde me hallaba puesto! Una criatura suya [...] incapaz de hacer nada, aun el bien, sin un permiso suyo»1.



Estas palabras, que suenan a justificación y han suscitado el escepticismo de los historiadores, fueron escritas por Godoy en 1836 durante su exilio en París, es decir, cuando había perdido todo el poder y, mediante la escritura de sus memorias, intentaba reivindicar su actuación política y, por extensión, el reinado de Carlos IV. Godoy es generalmente considerado un valido, el último valido cortesano de la monarquía española -ha escrito J. A. Escudero2- y, en efecto, su trayectoria presenta muchos de los rasgos propios de esta figura característica de la Europa de los siglos XVI y XVII. No obstante, si damos crédito al interesado, no encaja entre los validos, pues careció de capacidad para formar la voluntad del monarca y contrarrestar la influencia de otros consejeros. Sobre esta idea, muy arraigada en él durante el exilio, abunda en sus Memorias cuando considera necesario defenderse de la acusación de ser el máximo responsable de los males de España por haber gozado de todo el poder. Así, al comentar su nombramiento como Gran Almirante y la concesión del tratamiento de alteza, reservado a los miembros de la familia real, afirma:

«Con estas nuevas gracias... creyó el rey ponerme a salvo de mis enemigos, por aquel medio sujetarme y mantenerme en su servicio, mas con la rienda siempre asida sin dejarme el poder de obrar cual yo quisiera, cual requerían las circunstancias».3



Es probable que al escribir lo anterior Godoy estuviera muy determinado por el recuerdo de un episodio fundamental en su vida, causa inmediata de su exilio y, por ende, de todas las desgracias del momento. Me refiero a su vivencia durante los días inmediatos al Motín de Aranjuez, ocurrido en la noche del 17 de marzo de 1808. La semana precedente había sido muy agitada para Godoy, ocupado en desplegar el máximo esfuerzo para lograr el traslado de la Casa Real al sur de España y desde allí organizar la resistencia frente a las tropas francesas, internadas meses antes por el norte en territorio español. Godoy suponía que Napoleón había decidido la ocupación militar de la Península Ibérica y aunque desconocía sus planes concretos acerca del destino de la monarquía española, era consciente de la amenaza que se cernía sobre él, cualquiera que fuera la determinación del emperador. Podía optar éste por destronar a Carlos IV, como había hecho con el resto de los monarcas de la casa de Borbón (el último afectado, sólo dos años antes, había sido el hermano del rey de España, Fernando IV de Nápoles-Sicilia) o bien, como se creía en los medios cortesanos españoles -de ello estaban convencidos el príncipe de Asturias, el gobierno casi en pleno y una parte importante de la nobleza- simplemente pretendería alejar del poder a Godoy. Cualquiera de estas determinaciones resultaba fatal para él a título personal, de ahí su empeño en organizar la resistencia desde el punto más alejado de la frontera con Francia. Como es sabido, Carlos IV no se decidió en el último momento a seguir el parecer de Godoy y, como el conjunto de los españoles, se vio sorprendido por los sucesos de Aranjuez y los acontecimientos subsiguientes de Bayona.

Junto a lo anterior, puede que al escribir las Memorias reavivara Godoy otros recuerdos menos trágicos, pero igualmente válidos para sustentar la opinión expresada. Podía pensar en la desaparición del Real Instituto Militar Pestalozziano, creación personal suya de vida efímera a causa de la oposición de los sectores más reaccionarios de la Monarquía, contrarios a mantener un establecimiento docente innovador. Tal vez rememorara su permanente desacuerdo con Carlos IV en asunto tan relevante como el de las relaciones con la Santa Sede, pues mientras Godoy había sido partidario de aprovechar las dificultades personales de Pío VI para lograr las aspiraciones históricas de la monarquía española -consistentes en rescatar las reservas pontificias y fortalecer a la Iglesia nacional frente a Roma- el piadoso Carlos IV le había ordenado mantener la máxima consideración hacia el sumo pontífice, renunciando, cuando fue preciso, a ciertas exigencias. Podía pensar, asimismo, en su fallido intento de reformar la Inquisición a poco de ocupar la primera Secretaría de Estado, en la orden del rey de interrumpir la campaña en Portugal cuando en 1801 estaba en condiciones -como general en jefe del ejército- de avanzar hasta Lisboa, o en su cese, en 1798, como secretario de Estado, coyuntura en la que Carlos IV no se decidió a defenderlo con firmeza frente a sus enemigos del interior y al Directorio francés. Puede que Godoy recordara, por otra parte, la influencia ejercida sobre Carlos IV por su ministro Juan Antonio Caballero, sin duda uno de los consejeros del rey aludidos en el párrafo que abre estas páginas. Carecemos de suficiente información acerca del influjo efectivo de Caballero durante los últimos años del reinado de Carlos IV, pero según todos los indicios no debió ser escaso, pues aparte de mantenerse al frente de la Secretaría de Gracia y Justicia desde 1798, que simultaneó durante algunos años con las de Guerra y Marina (fue el único en simultanear tres Secretarías durante este reinado), ejerció un férreo control sobre las ideas y la actividad cultural en un sentido contrario a las corrientes ilustradas que apoyó Godoy4.

No siempre coincidieron Carlos IV y Godoy en sus puntos de vista, incluso en asuntos graves, como se acaba de constatar, de ahí que la citada opinión de Godoy sobre sus limitaciones en el ejercicio del poder no pueda ser recibida, sin más, como una de las falsedades o exageraciones vertidas en sus Memorias en aras de la exculpación personal. Es incontrovertible, sin embargo, que Godoy alcanzó poder y honores en grado muy superior al de cualquier español de su tiempo y durante algunos años su influencia en la monarquía no tuvo parangón y fue, por supuesto, muy superior a la del príncipe de Asturias. Hasta tal punto fue notorio todo esto, que en círculos influyentes cuajó la idea de su aspiración a suceder a Carlos IV en el Trono. Tal especie era producto de la propaganda y no existieron motivos serios que la sustentaran, pero algunos, entre ellos Napoleón, amparados en su credibilidad, no tuvieron inconveniente en utilizarla de forma partidista y es evidente que el futuro Fernando VII estuvo plenamente convencido de ello5. Sin embargo, Godoy no exagera cuando afirma que al tratar de asuntos graves la voluntad de Carlos IV prevaleció sobre la suya y, por lo demás -como refleja hasta la saciedad en sus Memorias- hasta el final de sus días reconoció que cuanto era, tanto en el orden personal como en el político, lo debía al rey.

El fulgurante ascenso de Godoy en la milicia, en la política y en la Corte pareció carecer de límites y únicamente se truncó cuando Carlos IV fue obligado a abdicar a la Corona. Desde 1788 hasta 1808, es decir, durante los 19 años del reinado de Carlos IV, Godoy gozó de la entera confianza de los soberanos españoles y recibió de ellos de forma progresiva gracias, riquezas, títulos y cargos políticos, hasta convertirse en el hombre más condecorado y, por supuesto, el más poderoso de la Monarquía, por debajo de los monarcas. Pero en este tiempo la posición de Godoy experimentó variaciones apreciables, extremo que conviene resaltar para evitar ciertas confusiones.

1. De 1789 a 1792, casi tres años que podríamos calificar como el tiempo de «entrada en la corte», Godoy actuó como el cortejo de la reina y, en cuanto tal, la acompañó en sus paseos y en palacio, fue un asiduo de las veladas de los reyes y recibió regalos de ellos.

2. En noviembre de 1792 experimenta su vida un cambio súbito, un salto cualitativo, al ser designado secretario de Estado en sustitución del Conde de Aranda. Hasta marzo de 1798, es decir, durante casi siete años, ejerce su función de miembro más relevante del gobierno, sin alterar el ordenamiento político de la monarquía española.

3. De marzo de 1798 hasta enero de 1801 no ocupa cargo alguno, salvo el que le corresponde en la Corte como gentilhombre de cámara de S.M. y en la milicia (es capitán general desde mayo de 1793, pero no tiene mando efectivo de tropa). En este breve período es simplemente un cortesano, pero cortesano muy especial, pues mantiene relación personal directa con los reyes (se cartea con frecuencia con ellos, no sólo con la reina) y actúa como consejero íntimo, sobre todo en materia de política exterior. Es más, el primer cónsul Bonaparte lo considera su interlocutor en España y ordena a su hermano Luciano, embajador ante Carlos IV, que trate los asuntos bilaterales de importancia con Godoy y no con el secretario de Estado, Pedro Cevallos, lo cual constituye una irregularidad diplomática considerable y delata, al mismo tiempo, la función política especial de Godoy en la sombra.

4. En la Convención de Madrid (enero de 1801), por la que Francia y España acuerdan la guerra a Portugal, Godoy es designado general en jefe de las tropas aliadas. Este cargo se convierte en permanente en octubre de ese año, finalizada la guerra, con su nombramiento como generalísimo de los ejércitos. Godoy no es miembro del gobierno, pero goza de un poder muy superior al del primer secretario de Estado y ocupa un lugar nuevo en la Monarquía, expresamente concebido para él y por él mismo. Ésta era su situación cuando en marzo de 1808 lo perdió todo como consecuencia del Motín de Aranjuez.

La enumeración precedente permite algunas constataciones. En primer término, se comprueba que el poder de Godoy cambia con el tiempo, así como su lugar en la Monarquía y su relación con las distintas fuerzas del país. Sólo un elemento permanece invariable en las etapas señaladas: la amistad de los reyes, su extrema confianza en él y, en correspondencia, la fidelidad sin fisuras del súbdito. Estos rasgos marcan la relación entre los reyes y Godoy, tanto durante el tiempo de esplendor en España, como en los años de exilio de los tres en Francia y en Roma. Por último, la trayectoria de Godoy evoluciona en estrecha relación con los cambios políticos operados en la Francia revolucionaria. Esta circunstancia es determinante para explicar las distintas situaciones de Godoy en la política española e, incluso, su acceso al poder político. En todo caso, parece evidente, aunque no conviene elucubrar al respecto, que en otra coyuntura, es decir, en los tiempos más tranquilos del siglo XVIII y con independencia del monarca que ocupara el Trono, no parece probable que una persona como Godoy hubiera alcanzado una posición similar en la monarquía española.

Para explicar cuanto se ha dicho se suele aducir, como principal argumento, la incapacidad para gobernar de Carlos IV, su indolencia y debilidad de carácter, así como su escasa dedicación a los asuntos políticos. De acuerdo con esta interpretación, muy utilizada por los contemporáneos de Godoy y casi canonizada entre los historiadores debido a la influencia de la Historia de Carlos IV de Andrés Muriel, el rey se dejó llevar por los caprichos de su esposa, María Luisa de Parma, sujeta según el citado autor a todas «las pasiones y flaquezas de su sexo», y descargó la responsabilidad de la dirección de la Monarquía en un hombre incapaz, cuyo único mérito consistía en ser el favorito de la reina. Los estudios recientes han objetado esta explicación, así como la acusada tendencia a comparar, sin matices, el reinado de Carlos III con el de su hijo Carlos IV, ejercicio del que invariablemente sale malparado este último.

Por el momento, no ha sido posible, según mis noticias, documentar las circunstancias del comienzo de la relación de Godoy con los monarcas, que a juzgar por los testimonios más fiables se remontan a septiembre de 1788, cuando Carlos IV y María Luisa de Parma eran todavía príncipes de Asturias. No obstante, carecen de sustento las teorías que todo lo basan en ciertos episodios novelescos relacionados con amoríos de la princesa de Asturias o con la habilidad de Godoy para cantar y tocar la guitarra. En cualquier caso, el hecho de que una persona de categoría inferior accediera al cuarto de los príncipes no es muy extraordinario si se tienen en cuenta los usos cortesanos del Antiguo Régimen. Por su condición de guardia de Corps, Godoy estaba de continuo junto a las personas reales y nada tiene de sorprendente que en un momento dado y previa la recomendación pertinente -circunstancia ésta que conviene subrayar6- fuera admitido en las aburridas veladas de los príncipes de Asturias. Una vez en esta situación, era posible ganarse, por los motivos más insospechados, la voluntad de las personas reales y ser objeto de un trato deferente. Esto fue lo que ocurrió en el caso de Manuel Godoy, quien se convirtió de repente en súbdito afortunado y al tiempo que comenzó a recibir todo tipo de gracias, actuó como una especie de cortejo de María Luisa de Parma, condición ésta que, de acuerdo con la lógica del tiempo, no implicaba necesariamente el mantenimiento de relaciones sexuales.

Resulta más complejo explicar por qué Carlos IV encargó a Godoy la dirección de su gobierno. En este punto disponemos de suficiente apoyatura documental para formular una hipótesis plausible, aunque en una monarquía absoluta, como la española, bastaba la decisión real, sin más argumentos, como revela el Real Decreto del 15 de noviembre de 1792, que anunciaba la sustitución del Conde de Aranda por Godoy en la Secretaría de Estado. El cese de Aranda se justifica por «su avanzada edad» y el rey deja abierta la posibilidad de emplearlo en otras comisiones no menos importantes mediante la fórmula habitual: «por la satisfacción que tengo de su persona y del celo y amor con que siempre me ha servido». Para la designación de Godoy, por el contrario, no se da razón alguna basada en sus méritos personales o servicios. El monarca se limita a decir que recurre a él «por la confianza que me merece». Nada más dice sobre Godoy, salvo que puede continuar como sargento de Guardias de Corps7. Sin embargo, en la Real Cédula expedida el día siguiente, 16 de noviembre, referida exclusivamente al nombramiento de Godoy como secretario de Estado, el rey alude a los «buenos e importantes servicios» del agraciado, pero esto, más que una alusión personal expresa, parece, simplemente, la fórmula genérica habitual en estos casos8.

El nuevo secretario de Estado carecía de bagaje personal (ni servicios en la milicia ni en otros campos), pero podía presumir de contar con los honores, títulos y riquezas exigibles en el ambiente cortesano a quien encabezara el gobierno de la Monarquía. Bien es verdad -y el hecho molestó sobremanera a la nobleza- que todo era muy reciente y producto exclusivo y bien patente de la voluntad real. El año anterior a su promoción al primer puesto en el gobierno, había sido ascendido a teniente general del ejército y sargento mayor de Guardias de Corps, cuerpo en cuyo escalón ínfimo había ingresado sólo siete años antes; había sido armado caballero de la Orden de Santiago, se le había concedido la Gran Cruz de la Orden de Carlos III y se le había nombrado gentilhombre de cámara de S.M. en ejercicio. En 1792, sólo unos meses antes de su acceso a la primera Secretaría de Estado, el rey le había concedido un título nobiliario (primero marqués y enseguida Duque de la Alcudia, con grandeza de España) y le había designado consejero de Estado. Así pues, Godoy era grande de España y gozaba de rentas cuantiosas, proporcionadas asimismo de forma graciosa por el rey (se trata del estado de la Alcudia y de una importante encomienda de la Orden de Santiago en Valencia del Ventoso); ocupaba, como gentilhombre de cámara, un lugar preeminente en la Corte y, en calidad de teniente general, estaba situado en la cúspide de la carrera militar. Para completar el panorama, habitaba en Madrid el palacio que desde Grimaldi ocupaban los secretarios de Estado, al cual había añadido tres casas lindantes que el mismo 1792 había permutado con el rey por una casa en la calle de San Ildefonso adquirida poco antes por Godoy. Así pues, el nuevo secretario de Estado contaba con la posibilidad de agrandar su residencia para convertirla en un lujoso lugar, digno de la más alta representación cortesana.

Todo se había producido de forma tan apresurada, que resulta sorprendente. Así lo vieron sus contemporáneos, también los liberales con mentalidad burguesa del siglo XIX y, por supuesto, los historiadores de todas las épocas. Con extraordinaria exactitud calificó Larra el ascenso de Godoy como «portentosa cuanto rápida elevación»9. Portentosa fue, no tanto por su juventud, a pesar de que sus enemigos abundaran en ello para descalificarlo10, cuanto por la forma como se hizo y por el lugar que enseguida ocupó Godoy en la Monarquía. En cuanto a la rapidez, tal vez fue exigencia de los acontecimientos, sobre todo los internacionales, pero da la sensación de que no fue producto exclusivo del azar, sino resultado de un plan elaborado -con más o menos precisión- por los monarcas11. A la hora de buscar explicaciones resulta poco operativo insistir en la relación amorosa con la reina, pues no parece que esta relación, como se ha dicho, traspasara los usos del cortejo y, en todo caso, en este punto únicamente podemos movernos en el terreno de las suposiciones. Tampoco parece convincente basarse en la indolencia o en la incapacidad del rey. Carlos IV deseaba gobernar por sí mismo y, como recientemente ha puesto de relieve Teófanes Egido en una excelente visión sobre este monarca, no carecía de cualidades para hacerlo12. Es más, cuando colocó a Godoy en el primer plano de la política, el rey se ocupaba intensamente del gobierno y había llegado, incluso, a cambiar sus hábitos para despachar los asuntos de Francia cuantas veces fuera necesario, inclusive avanzada la noche, lo cual es muy significativo por tratarse de un monarca apegado hasta la exasperación a la rutina en sus costumbres13.

Godoy llegó al gobierno porque en aquella coyuntura pareció la única persona en condiciones de ejecutar la política deseada por el rey. Carlos IV estaba obsesionado por salvar la Monarquía en Francia y por garantizar la continuidad de la institución en España, así como la integridad de sus territorios, y no estaba satisfecho con la gestión del Conde de Aranda ni con la de su inmediato antecesor al frente del gobierno, el Conde de Floridablanca. Como uno y otro pasaban por ser cabeza de los dos influyentes grupos enfrentados desde tiempo atrás por lograr el poder (los «aristócratas» o «aragoneses», de un lado, y los «golillas», de otro), el rey no podía recurrir ahora a quien perteneciera a alguno de estos bandos, con lo cual quedaba excluida de la elección buena parte del personal más experimentado en la administración. Tampoco era dado al rey elegir a algún representante de los sectores ilustrados más avanzados, por su presumible relación con las ideas francesas. Por lo demás y ante todo, Carlos IV deseaba disponer de alguien fiel a su persona hasta el extremo, carente, al mismo tiempo, de cualquier apoyo que no fuera el de la Corona. Es decir, el rey deseaba imponer su voluntad, gobernar por sí mismo en aquella delicada coyuntura y para ello consideró el más indicado a Manuel Godoy, por ser «hechura suya»14.

Así pues, Carlos IV colocó a Godoy en la primera Secretaría del Despacho en el momento en que, ante el fracaso de sus ministros, decidió llevar los asuntos por sí mismo y optó por un hombre que careciera de clientela o de «partido» y de plan político propio. En consecuencia, la escasa experiencia de Godoy en materia de gobierno fue, quizá, su principal aval, pues el rey, a diferencia del proceder en tiempos anteriores de otros monarcas con sus validos, no contó con él para recibir sus consejos, sino únicamente para encomendarle la ejecución de sus órdenes y, de forma expresa y muy especial, las encaminadas a fortalecer la institución monárquica en España en tiempos de crisis en Europa. No escapó a Carlos IV la falta de preparación del nuevo secretario de Estado y al mismo tiempo de su nombramiento le asignó una especie de mentor político. Este cometido lo desempeñó Eugenio Llaguno durante poco más de un año, el período considerado suficiente para que Godoy adquiriera los conocimientos necesarios para cumplir su misión15.

Enseguida se demostró que Godoy careció de capacidad de acción por sí mismo en los asuntos capitales y actuó de acuerdo con los dictados del rey y de la reina, esta última cada vez más influyente. A la confianza real debía corresponder con la más completa fidelidad y con una extraordinaria dedicación personal al trabajo, con lo cual quedaba corroborada su condición de mero ejecutor, pero eficiente, de las órdenes reales. Tales eran las principales contrapartidas exigidas por los monarcas y Godoy no defraudó, haciendo de ellas su modo de vida, igual que había hecho poco más de un siglo antes el Conde-Duque de Olivares16. Por lo demás, durante sus primeros años en la política fundó su argumento principal para defenderse de las críticas de sus enemigos, en particular del Conde de Aranda y de sus parciales, en su fidelidad al monarca y en su trabajo.17

Hasta 1796 Godoy no introdujo novedad alguna ni en las estructuras ni en la forma de gobierno. Siguió la pauta de sus antecesores en el despacho con el monarca y con los restantes ministros, reunió habitualmente a los Consejos de Castilla y de Estado y en la línea de Floridablanca, procuró reforzar el carácter del secretario de Estado como primer ministro, acumulando competencias. Pero en 1796 se opera un cambio de matiz. La ocasión la propicia el viaje de los reyes a Andalucía. Godoy es el único ministro que les acompaña y trata con el rey los más diversos asuntos, incluso los correspondientes a otras secretarías. Al regreso, Carlos IV hizo saber expresamente al resto del gobierno la «extraordinaria actividad y acierto» de Godoy en el despacho de los negocios18. Era una forma inequívoca de proclamar su confianza en su primer secretario y, como enseguida se demostró, fue asimismo una especie de advertencia a los otros ministros. A partir de entonces, los titulares de las restantes Secretarías toman a Godoy como intermediario ante los reyes y le presentan sus planes antes de llevarlos ante Carlos IV. Éste, a su vez, no cesa de encargar a Godoy la resolución de ciertos asuntos de la competencia de los otros ministerios.

El lugar de Godoy en la Monarquía quedó, de esta forma, muy reforzado, circunstancia que puede entenderse consecuencia de su nombramiento como Príncipe de la Paz en septiembre del año anterior. Con el título de príncipe -inusitado en la práctica española de la época y reservado al heredero a la Corona- el rey lo colocó por encima de todos sus cortesanos, y no sólo de forma honorífica, pues anejo a la nueva distinción le hizo donación del Soto de Roma, fuente de pingües rentas económicas. La nueva gracia llegó como recompensa por tres importantes servicios atribuidos por el soberano a Godoy durante el breve tiempo de desempeño de su cargo: había sabido aunar la voluntad de los españoles en defensa de la Monarquía cuando fue necesario declarar la guerra a los regicidas franceses, mantuvo la integridad territorial del reino en la negociación de la paz de Basilea y garantizó la paz interior, desbaratando los intentos subversivos del «partido aristócrata» por limitar la autoridad del monarca19. Tales extremos se recogen en el decreto de nombramiento como Príncipe de la Paz: la finalización de la guerra con Francia, sin lo cual no podrían verificarse -según las palabras reales- «el bien de mis vasallos y la conservación de mis Reynos», no hubiera sido posible si Godoy no hubiera cumplido «puntualmente cuanto a este fin le he mandado»20. El rey estaba satisfecho en altísimo grado porque Godoy había culminado la misión encomendada: actuar bajo sus órdenes en defensa de la Monarquía.

Cuando en marzo de 1798 Godoy fue obligado a abandonar su puesto al frente del gobierno, estaba convencido en su fuero interno de sus merecimientos, pues había respondido plenamente a la confianza real. El ministro bisoño, que en 1794 no disponía de mejor argumentación para contrarrestar los ataques de Aranda y de Malaspina que su intensa dedicación al trabajo, ha experimentado en pocos años una notable transformación. Ahora se siente el principal escudo de los reyes y el más capaz de sus súbditos a la hora de dar consejo. Así lo indica a los monarcas de forma expresa -y con no poca amargura, pues nunca entendió su separación del gobierno- en carta dirigida en septiembre de ese año a la reina, que, como el resto de las cruzadas entre ambos, también leía Carlos IV. Tras declararse «fiel vasallo de VV.MM. y su más leal Amigo», expone cual ha sido su misión fundamental al frente del gobierno. Por una parte, consejero: «les he insinuado [a los monarcas] algunas cosas que convenían a su servicio e importaba que no las ignorasen»; por otra, escudo defensor de la Monarquía: «Mi Persona, que ha sido mirada como un broquel de la autoridad de VV.MM., ha hecho la confianza del Pueblo y la expectación de las gentes, sin que los resentimientos de algunos hayan trascendido a la opinión general (...) nadie ha osado a interrumpir el sosiego público»21.

En 1798 Godoy cree en su valía personal. Se diría que a base de recibir de los reyes honores y elogios ha llegado al convencimiento de ser el único capaz de seguir sus órdenes para dirigir la Monarquía. La correspondencia personal cruzada con los soberanos en 1799 y 1800 es una demostración elocuente de este sentimiento, sin duda alimentado por la reina. No hay carta en esta época en que Luisa, como se firma, no exprese al «amigo Manuel» su máxima confianza y amistad y, al mismo tiempo, deje de exponer quejas sobre el pésimo rumbo de la Monarquía a causa de las torpezas de quienes le han sustituido. Francisco de Saavedra, Jovellanos, Cabarrús y, sobre todo, Urquijo, son criticados de manera inmisericorde por la reina en sus misivas a Godoy, que -como ha quedado dicho- el monarca leía y no se cursaban sin su aprobación22. Era preciso enderezar el estado general de la Monarquía, cada vez más preocupante a causa del compromiso internacional derivado de la alianza con Francia y del constante enfrentamiento a Inglaterra, de las enormes dificultades financieras, de la pésima coyuntura económica interna y de la lucha por el poder entre las facciones cortesanas. Todo ello derivaba de los problemas estructurales que afectaban a una Monarquía que no había logrado superar «las barreras tradicionales», en palabras de José A. Maravall, denunciadas por los ilustrados23, pero los monarcas lo achacaron, ante todo, al mal gobierno de los sustitutos de Godoy o, dicho de otra forma, a la privación de capacidad ejecutiva de este último. De la misma opinión fueron otras personas de talante ilustrado empeñadas en la «regeneración» de la Monarquía, como expresamente afirmó el general Morla, una de ellas24.

Tras su victoriosa campaña en Portugal en 1801 durante la calificada de forma peyorativa «Guerra de las Naranjas», los reyes no tuvieron duda en encomendarle de nuevo la dirección política de la Monarquía. Pero ahora Godoy no formó parte del gobierno, sino fue situado en un puesto especial, expresamente creado para él, que constituía -como cuando recibió el título de Príncipe de la Paz- una peculiaridad en el ordenamiento político español. Las funciones del nuevo cargo, generalísimo de los ejércitos de tierra y mar, fueron especificadas por el propio Godoy en un texto escrito de su puño y letra dirigido a Carlos IV, reproducido literalmente en el Real Decreto de 12 de noviembre de 1801 por el que el monarca las sancionaba. «Mi empleo -escribió Godoy- es el superior de la Milicia, y mis facultades las más amplias: ninguno puede dejar de obedecerme, sea cual fuese su clase, pues mi orden será como si V.M. en persona la diese; mi ocupación está prescrita a reglamentos, innovación y reformas...». A continuación determina el modo de relacionarse con él los restantes mandos militares y puntualiza: «... cuando V.M. tenga la bondad de oir mi parecer en causas militares o en cualesquiera otros asuntos de la Monarquía, me mandará darlo, sin más que un corto papel de remisión por el Ministerio y yo responderé directamente a V.M.»25. Así pues, el generalísimo dispone del máximo poder, después del rey, en cuyo nombre actúa, no sólo en las causas militares, sino también, como especifica, «en cualesquiera otros asuntos de la Monarquía». No está sujeto a ninguna otra autoridad, ni al gobierno ni a los Consejos reales, y para cumplir su principal misión (proceder a «innovación y reformas») se atiene a lo prescrito por los reglamentos, cuya nueva redacción, por lo demás, es uno de los cometidos específicos del generalísimo.

El generalísimo, en consecuencia, no tiene la misión de sancionar el estado de cosas recibido, sino de cambiarlo para superar de manera eficaz desde el centro del poder, desde arriba, los puntos débiles de la monarquía absoluta. Para ello, dispone de la máxima capacidad ejecutiva, lo cual reviste un carácter novedoso, pues no tiene parangón en el sistema español, ni debe confundirse con el poder del rey. El monarca quedaba por encima de todo, en calidad de máximo depositario de la soberanía y de garante último de su ejercicio por parte del súbdito en el que depositaba su plena confianza y las facultades de éste quedaban por encima del gobierno y de cualquier otra institución26. Godoy volvía al poder para fortalecer («regenerar», se dijo entonces) la Monarquía, alterando en parte su constitución. Dicho de otra forma, se pretendió crear un sistema absolutista pleno, perfecto, en el que el monarca marcara las pautas y su fiel servidor las ejecutara, sin trabas institucionales de ninguna clase. Así lo concretó Godoy en una de sus cartas a Carlos IV: «V.M. debe gobernar. Yo no escribo mal para borradores... la reyna es buen consejo de V.M. y nada se necesita dar al Público»27. Todo queda reducido a la más alta esfera de poder, sin concesión alguna a la opinión. Como expuso la reina en carta a Godoy con inusitada fórmula que ha dado lugar a los más disparatados comentarios, la monarquía española estaba en manos de la Trinidad en la tierra, que formaban el rey, la reina y Godoy. Los ministros pasaban a la condición de meros auxiliares del generalísimo, encargado de los asuntos enojosos, aquellos que distraen la atención de los importantes28.

Sin espacio para la opinión ajena al reducidísimo centro del poder, entre el soberano y sus súbditos únicamente quedó -como ha observado Carlos Seco- el generalísimo, encargado de cumplir el papel de mediador que correspondía al monarca. Godoy trató de asumir esta función colocándose por encima de las corrientes políticas y, en consecuencia, se halló en una posición de completa soledad, que, al mismo tiempo, revistió de magnificencia. Él debía recoger las inquietudes de los españoles, él dispensaba gracias y honores en nombre del rey, distribuía destinos y decidía los asuntos graves en cualquier materia. Para ello, creó su propia corte en su residencia-palacio de Madrid. La corte del Príncipe de la Paz, a la que podía acudir cualquier individuo sin requisito alguno, se convirtió en un nuevo foco de poder que no sustituyó al del rey, sino que lo complementaba.

En esta especial posición, el generalísimo no podía alimentar un partido propio y, privado por esta razón de apoyatura social, no le era posible ejercer sobre el rey otra presión que la personal. Ni siquiera le estaba dado recurrir a sus teóricos iguales -los nobles- porque éstos le odiaron a causa, precisamente, de su estatus especial y de su enconada lucha, durante toda su vida política, contra cualquier intento de limitar el poder real y de mantener el monopolio de la aristocracia como clase política. Godoy, en consecuencia, no pudo cumplir el papel de los grandes validos de la Época Moderna, quienes -según Tomás y Valiente- fueron «instrumento institucional utilizado por la más alta nobleza para asegurarse el control político desde la cumbre del Estado». El valimiento de Godoy -si así se desea calificar su trayectoria- no pudo ser «el último gesto de una clase dominante que quiere controlar, en cuanto clase dirigente, el puesto clave de una monarquía absoluta, su cúspide»29, porque Godoy sólo era del rey y su poder (también sus riquezas y sus títulos) eran don gracioso del monarca.

Godoy reunió las características que se atribuyen a la figura del valido en la Edad Moderna30: mantuvo íntima amistad con el rey y acceso permanente a él; intervino de forma directa en el gobierno de la Monarquía hasta convertirse en una especie de «soberano suplente», como escenificó en su corte personal; lo debió todo al favor real y se presentó como consejero desinteresado; recibió del rey grandes riquezas en compensación a sus desvelos por la Monarquía y a su fidelidad en su servicio; guardó intensa dedicación al trabajo, de forma casi agotadora; se rodeó de artistas y publicistas para ensalzar su poder y fue universalmente odiado por sus coetáneos y considerado el origen de todas las medidas de gobierno desacertadas. Pero antes que la condición de «valido», en el caso de Godoy quizá cuadra más -como ha apuntado Teófanes Egido31 -la figura de «amigo» de los reyes, o como él mismo dijo, la de «un hombre de casa». Godoy emparentó con la familia real gracias a su matrimonio con María Teresa de Vallabriga y su hija, que llevaba el apellido Borbón, fue apadrinada por los monarcas. No guardó la etiqueta en la corte real y acudió a los Sitios, durante las jornadas de los reyes, cuando lo estimaba conveniente y si se demoraba su visita, la reina se lo reprochaba. Comía con frecuencia con los soberanos en palacio y cuando los invitaba a su propia residencia, la reina lo celebraba con muestras de agradecimiento. Trató con asiduidad con los reyes «temas de familia» con gran desenvoltura y sinceridad: el rey le consultaba sobre su trato personal con su hermano, el infante don Antonio, la reina le enviaba cartas y «papeles» de sus hijos, le pedía consejo sobre su educación y no pocas veces le rogó que no se disgustara por las muchas molestias ocasionadas por esto, le dio cuenta de enfermedades, estado de ánimo e, incluso, de las relaciones familiares íntimas de los soberanos con el príncipe de Asturias Fernando, etc.32. La amistad de Godoy con los reyes Carlos IV y María Luisa y su condición de «hombre de la casa» quedaron corroboradas durante el exilio de los tres. En este tiempo, Godoy siguió siendo la persona clave de la corte fantasma de los monarcas desterrados y tanto él como su familia mantuvieron con ellos una relación de estrecha intimidad. La caída en desgracia personal no tuvo lugar, en este caso, a pesar de los intentos de Fernando VII, ya monarca de España, por indisponer a su padre con Godoy cuando éstos vivían en Roma33.





 
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