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El amor y lo fantástico en la obra de Adolfo Bioy Casares

Francisca Suárez Coalla





Lo nuevo para él, recapacitó, lo que hacía la diferencia no era tanto la ciudad como Julia. Sin agrandar nada, diciendo lo que es, admitía que no había conocido nada igual. Le llenaba la vida.


(La ventura de un fotógrafo en La Plata)                


Cuando Adolfo Bioy Casares tiene trece años proyecta una novela de la que tan sólo llegará a escribir el título: Corazón de payaso. Detrás de estos proyectos se esconde la intención de conmover y conquistar a su prima, de la que acaba de enamorarse. No es la primera vez que el amor se cuela en la vida de un autor que habrá de traducirlo, sucesivamente, en forma de literatura.

También, a edad muy temprana, Bioy siente el escalofrío de lo sobrenatural. El más allá lo inquieta. Los temores de la muerte aún no han dejado de acosarle. Las inexplicables intenciones de la imaginación que abren grietas en la realidad se transforman, sin quererlo, en aventuras increíbles de palabras.

A pesar del ejercicio menos sistemático del escritor, que no piensa, cuando escribe, qué lugar ocupará su obra en la historia literaria, la crítica no se equivoca al reconocer en él a un autor de relatos amorosos. A pesar de su deseo de ser realista, no es una mera casualidad ni una pura coincidencia ver a Bioy Casares como creador de literatura fantástica.

Descubrir la importancia del amor en un esquema que denominamos fantástico es nuestra tarea. Esta coincidencia, y tan reiterada, nos lleva a creer que no sea casual y que algún tipo de conexión tendrá que existir entre un tema y la forma de tratarlo. De hecho, no creemos que sobren las razones para vincular el escritor fantástico con el escritor de relatos amorosos.

Octavio Paz había dicho, con respecto a La invención de Morel, que el tema de Bioy Casares no era cósmico sino metafísico: «el cuerpo -añade- es imaginario y obedecemos a la tiranía de un fantasma. El amor es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino de la nuestra. Corremos tras de sombras pero también nosotros somos sombras».1

Entre esta concepción del amor como percepción privilegiada de la irrealidad del mundo, y la idea de las construcciones fantásticas como forma especial y lúcida de acercarnos a la realidad y reconstruirla, no hay grandes diferencias. Pero la relación va más allá de este paralelismo; el amor es, en la mayor parte de las obras de Bioy Casares, el elemento que impulsa la acción y desencadena el milagro. Este resultado funciona, a veces, como forma solapada de encubrir lo verdaderamente fantástico que es el propio Eros, el único elemento que irrumpe en el mundo de los personajes, desorganizando sus vidas, desestabilizando las coordenadas de lo aprendido y haciéndoles padecer el enigma de una experiencia ininteligible. Es el que directamente opera la transgresión, o aquel del que se sirven las intenciones de traspasar los límites y tentar lo maravilloso.

Hay en el fondo de todas las narraciones fantásticas un deseo íntimo de retornar a un estado primigenio para liberar al hombre de los pesos ancestrales que lo condicionan. Se trata de recuperar el espacio mítico de la Edad de Oro, en la que la armonía, que luego se pierde, aún era posible. Desde entonces, el hombre siente nostalgia del Paraíso y es búsqueda y ansia de comunión, como apunta Octavio Paz. De ahí el esfuerzo por atravesar las lindes que nos aíslan y separan y acceder al espacio vetado, aunque cada vez que el hombre lo intente tendrá que redimir su culpa con el castigo. Violar las fronteras, como hiciera Prometeo, es el impulso de lo fantástico, y cuando se hace se tiene que padecer la ira de los dioses y su venganza.

El amor es también una osadía; es lo prohibido que quiere transgredir el límite de la dualidad, converger en el «otro» y ser uno; pero, de igual forma, acaba siendo una experiencia del fracaso que no logra esa fusión ansiada. Detrás de ello queda el sabor amargo de sabernos solos, de sentir la distancia irremediable que nos separa y resignarse a admitir que la verdadera comunicación es algo puramente ilusorio.

El protagonista de La invención de Morel, enamorado de una imagen, acaba también convirtiéndose en imagen, y la confusión de realidad y apariencia, catalizada por medio del amor, pone en entredicho nuestra capacidad de conocimiento y simboliza la soledad de cada uno. El recurso fantástico -la máquina de Morel que reproduce imágenes en tres dimensiones, dando la sensación de realidad- es la metáfora del amor como experiencia inaccesible. El «otro» es un universo distinto del que sólo nos queda la añoranza y el angustioso deseo de llegar hasta él: «Renuncié a las palabras y me puse a mirar el poniente, esperando que la compartida visión de esa calma nos acercara. Volví a hablar. El esfuerzo que hacía por dominarme bajaba la voz, aumentaba la obscenidad del tono. Pasaron otros minutos de silencio. Insistí, imploré, de un modo repulsivo. Al final estuve excepcionalmente ridículo: trémulo, casi a gritos, le pedí que me insultara, que me delatara, pero que no siguiera en silencio». El grito ensordecedor de ese silencio se sitúa en la barrera que nos aísla y que impulsa el afán de romper sus muros, aunque luego sobreviene la venganza que es siempre a muerte. El fugitivo acabará sacrificando su vida por crear un simulacro de amor; acaso lo único que éste realmente sea. Como decía Octavio Paz, «corremos tras de sombras, pero también nosotros somos sombras». Encerrados en ese juego especular de realidades que se tornan apariencias, que son, posiblemente, apariencias, nos consolamos con crear la apariencia más perfecta. Una vez más, la satisfacción última y única del prófugo de La invención de Morel: «Aún veo mi imagen en compañía de Faustine. Olvido que es una intrusa; un espectador no prevenido podría creerlas igualmente enamoradas y pendientes una de otra. Tal vez este parecer requiere la debilidad de mis ojos. De todos modos consuela morir asistiendo a un resultado tan satisfactorio».

Por eso mismo, no extraña en absoluto que el amor sea el móvil primordial que determina la acción de los personajes. En principio, es la situación de algo extraordinario, que atrae y fascina, guiando casi instintivamente al que padece esta vertiginosa experiencia. Cuando el fugitivo de La invención de Morel siente «la realidad cambiada», podemos pensar que ese otro universo en el que, como un intruso, ha caído, viene determinado por las lentes del amor con que lo ve e interpreta; porque al final, el amor es también una aventura del conocimiento. Pese a todas las limitaciones, amplía nuestra forma de aprehender y descifrar la realidad o, en cualquier caso, nos sugiere otras. Es una nueva clave para entender el laberinto que vivimos y presentir dimensiones sólo entrevistas. Por medio del amor el prófugo intuye la distinta naturaleza de los personajes de la isla y anticipa el relativismo del «ser» cuando empieza a sospechar que se haya vuelto invisible: «[...]Ya hace tiempo que no me ve... Creo que voy a matarla o enloquecer, si continúa. Por momentos pienso que la insalubridad extraordinaria de la parte sur de esta isla ha de haberme vuelto invisible. Sería una ventaja: podría raptar a Faustine sin ningún peligro...». Lo que en principio atribuye a causas externas -la insalubridad de la isla-, se interpreta fácilmente como una invisibilidad real, en la medida en que todos «somos» si somos percibidos por alguien. El fugitivo, ignorado por los habitantes de la isla, es «de hecho» invisible y él mismo llega a darse cuenta: «Estuve horrorizado (pensé con teatralidad interior) de ser invisible; horrorizado de que Faustine, cercana, estuviese en otro planeta (el nombre Faustine me puso melancólico); pero yo estoy muerto, yo estoy fuera de alcance (veré a Faustine, la veré irse y mis señas, mis súplicas, mis atentados, no la alcanzarán); aquellas soluciones horribles son esperanzas frustradas».

Gracias al amor, Emilio Gauna siente la modificación de las cosas y percibe abismos ignotos, misterios ocultos que este nuevo lenguaje le permite desentrañar: «Los días de Gauna -el trabajo y Clara- pasaban con rapidez. En su mundo, secreto como las galenas de una mina abandonada, los enamorados perciben las diferencias y los matices de horas en que nada ocurre, salvo protestas y alabanzas mutuas».

El amor es el más antiguo, el más cotidiano y, a la vez, el más insólito cauce para provocar la metamorfosis y producir el vértigo del que traspasa el umbral; como la invención de Morel, como los experimentos de Castel en la isla del Diablo o las modernas tecnologías que actúan sobre nuestra visión de la realidad para transformarla.

En una ciudad como La Plata, donde la sensación de extrañeza surge en todo momento de falsos temores, de alarmas injustificadas, de persecuciones absurdas, el verdadero asombro y la experiencia realmente increíble es la irrupción del amor en la vida de Nicolás Almanza: «[...] recordó el vaticinio de Gentile: “En la capital de la provincia vas a encontrar novedades”. Una de las novedades tal vez fuera este apuro extraordinario, que no se limitaba a las corridas, ya que también lo sentía en la cabeza, como una fiebre. Se preguntó: “¿Será esto la famosa vida acelerada de la gran ciudad?”. Lo nuevo para él, recapacitó, lo que hacía la diferencia, no era tanto la ciudad como Julia. Sin agrandar nada, diciendo lo que es, admitía que no había conocido nada igual. Le llenaba la vida. Acostumbrarse a vivir sin verla no iba a ser fácil».

La ciudad desconocida es sólo el escenario de ese impulso mágico, de ese viaje guiado por lo irracional, de esa aventura siempre ignorada que llamamos amo y que debilita la consciencia del espacio y del tiempo: «Confiado en su buena suerte, se internó en el bosque, dispuesto a encontrarla. Tan afanosamente la buscaba, que no sacó una sola fotografía. El bosque era grande. Caminó y caminó, hasta perder la noción del tiempo (lo que nunca le había pasado)».

Pero de la misma forma que abre horizontes y amplía el ansia de lo infinito, el amor puede traicionar al que lo sufre y relegarlo «afuera» del espacio admitido y admisible. Como impulsor de la osadía que pretende rebasar los confines, la experiencia amorosa se convierte en un escándalo y convierte a quien lo padece en un ser marginal, expulsado de las esferas reconocibles de la norma, con las que choca y no se identifica. El ámbito del amor es el ámbito de lo anormal y de lo clandestino y, para poder acceder a él, hay que aprender un alfabeto distinto y recorrer las sendas de lo encantado, que no todos conocen. Por eso separa, relega y provoca el rechazo de los demás. Gauna, al enamorarse, se aleja de los amigos y su mundo se transforma. Él mismo se sabe otro y se siente molesto: «Irritado por la demora de Clara, cavilaba sobre la vida que las mujeres imponen a los hombres». «Lo alejan a uno de los amigos. Hacen que uno salga del taller antes de la hora, apurado, aborrecido de todo el mundo (lo que el día menos pensado le cuesta a usted el empleo). Lo ablandan a uno. Lo tienen esperando en confiterías. Gastando el dinero en confiterías, para después hablar dulzuras y embustes y oír con la boca abierta explicaciones que bueno, bueno.» Pero ya es demasiado tarde cuando reconoce que se está volviendo un fantasma; o que, efectivamente, sea ya un fantasma para los demás: «En la avenida del Tejar se encontró con Pegoraro. Éste, tocándolo como para convencerse de que Gauna no era un fantasma, palmeándolo y abrazándolo, exclamó: -Pero hermano, ¿de dónde salís que ni se te veía la cabeza?»

Como de otro mundo, surge el enamorado, casi sin recordar que existen universos diferentes. «Cuando los enamorados emergen de su cámara -leemos en Guirnalda con amores-, fatigados como trabajadores que vinieran de las entrañas de la tierra o del fondo del mar, cualquier incidente de la luz de la tarde en el follaje los deslumbra, como si reflejara el misterio de la vida, en cuya lumbre ardieron.»

Son seres marginados porque una fuerza misteriosa e inexplicable los domina. Pierden el control de sus actos y su voluntad se somete al influjo de poderes caprichosos que ignoran. Las consecuencias pueden ser terribles, como cuando Clara, en El sueño de los héroes, deseando ser nuevamente atractiva para su esposo, se deja arrastrar por la maravilla y permite que el destino se cumpla. Reconoce que algo la está seduciendo de tal forma que no puede de ningún modo desviarlo y sabe que, una vez cruzadas las lindes, ya nada podrá evitar sus consecuencias: «Ella pensaba: “Mejor que no lo encuentre. Si no lo encuentro, no hay repetición”». Pero al final un impulso semejante al delirio o a la locura decidirá, trágicamente el paradójico triunfo del amor: «Después dijo que debió sospechar, pero que no pudo; debió comprender que todo ocurría de una manera demasiado agradable y sin esfuerzo, como si obrara un encantamiento. Pero ella entonces no pudo comprender: o, si comprendió, no pudo sustraerse al influjo. He ahí el secreto horror de lo maravilloso: maravilla. La embriagaron, la envolvieron. Clara trató de resistir, hasta que al fin se abandonó a lo que se le presentaba como la dicha. En algún momento breve, pero muy profundo, fue tan feliz que olvidó la prudencia. Bastó eso para que se deslizara el destino». El castigo no se hace esperar y Gauna muere en el duelo a cuchillo con Valerga, que había entrevisto en el carnaval de 1927 y luego, en alguna ocasión, soñado.

El amor es, pues, en las obras de Bioy Casares, una aventura fantástica que opera como elemento de ruptura de las costumbres y de lo conocido, refugiándonos en otros territorios. Es la experiencia de lo nuevo y el enigma indescifrable que provoca el verdadero desconcierto en el enamorado. «La tomó de la mano y se dijo: “Es Julia”, lo que significa: “Es Julia, la que siempre quise”. Por fin lo sabía. O tal vez lo supo desde el primer momento». Pensaba Almanza con admiración. El amor es, además, el que decide las actuaciones diversas de los personajes; a veces de forma evidente, como en La invención de Morel, otras de modo encubierto como en Dormir al sol, El sueño de los héroes o La aventura de un fotógrafo en La Plata. Despierta, por otra parte, el anhelo de romper las fronteras y alcanzar la comunión que salve al hombre de su eterna soledad y equilibre la balanza de su existencia. Desde la muerte, Paulina, regresa en la fantasía de su amante para concebir la reunión de sus almas que aquella había impedido. El fugitivo de La invención de Morel se integra al universo de las apariencias con que se enmascara la «realidad». En El sueño de los héroes, Clara y Gauna, arrastrados por el vértigo de recuperar ese instante maravilloso y mágico, precipitan la tragedia; porque detrás del anhelo místico del amor se encuentra, casi de forma irremediable, la muerte.

Y es que, como forma de conocimiento que al hombre le ha sido reducida, acceder a su espacio es violar las reglas y producir la eterna herejía pasional. Nada tan distinto de las herejías que proyectan las invenciones fantásticas y que Bioy les ha dado forma de un modo reiterado, mediante la participación de Eros.





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