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El amor y su sombra

Santiago Dimas Aranda



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Corría el mes de mayo del año 1977 y me cupo la inmensa fortuna de organizar juntamente con una librería, la semana del re-encuentro con la poesía paraguaya a partir de la generación del 40. En aquel entonces, se me habría un amplio panorama dentro del campo cultural. Pude estar en contacto con casi todos nuestros escritores, y a su vez, permitir al público en general volver a re-encontrarse con el rico universo literario. Hoy estoy convencido que todo aquello fue un punto de partida a muchas manifestaciones posteriores.

Por esos días conocí a muchos artistas. De la música, de la pluma, de las tablas, y de la plástica. Junto a ellos, los valores del espíritu se proyectaban por encima de todo. Sin embargo, con el pasar de los años, fui descubriendo que aún allí, no podía uno escapar de las miserias humanas: privilegios, diferencias, grupos marginados, «super-estrellas». Que los jóvenes porque eran jóvenes, y los viejos porque eran viejos. Que un escritor no podía pertenecer a una generación determinada porque nunca había hecho vida social.

Hoy, a pesar de todo sigo admirando a muchos artistas. A los auténticos; a los grandes por su sencillez. A los que han sabido dar su «mano franca». Y, sobre todo, a los que han transmitido sus experiencias como enseñanza y no como propaganda personal.

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Pero siempre existen personas que salvan, que nos redimen: Don Santiago Dimas Aranda. Poeta, narrador, obrero infatigable de la palabra.

Ediciones Mediterráneo, se congratula al poner en las manos de los amantes de la creación literaria, esta novela de Santiago Dimas Aranda.

«El amor y su sombra», novela premiada en el Concurso Hispanidad 1976, da inicio a la colección de grandes narradores paraguayos, y permite emerger a un talento que ha vencido distancias y olvidos, y reclama un lugar para llegar ante el Jurado definitivo de todo escritor: el público lector.

Sea usted bienvenido Don Santiago.

Jorge Gómez Rodas

As. 19-Oct.84.





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ArribaAbajoEl amor y su sombra


ArribaAbajoCapítulo I

La incógnita


-Buenos días, señor, saludó al entrar.

-Buenas... contesté casi asustado. -Y al mirarla, vi mi imagen reflejada en dos lagrimones tensos entre sus párpados-. ¿Qué desea?

Eran las doce de un día canicular, y gastado en la dura monotonía de las máquinas mi último resto de ganas, me aplastaba contra la madera caliente de mi puerta, tratando de cerrarla.

-¿Qué desea?, repetí.

Por toda respuesta, sus ojos enrojecidos volvieron a fijarse en mí, y entonces descubrí que algo se quebraba en ellos.

Vestida de colegiala, había en su pasividad un parentesco angustioso con mi cansancio. Además, la veía vacilar.

-Bien, tome asiento, le dije; usted dirá...

Y ella se dejó caer sobre la silla, se desabrochó un botón de la blusa, se echó aire con un cuaderno. Siempre callada, paseaba la vista por el interior como inspeccionando el ambiente. Era ése un taller. Yo estaba solo. En verano, mis ayudantes dejaban el trabajo a las once.

Seguí con la mía la mirada escrutadora de mi cliente. Observaba a mi vez las envejecidas paredes de cal, las mesas de trabajo que ahora encontraba horribles, la puerta que daba al fondo, a mi comedor y dormitorio al mismo tiempo.

-¡Mi padre se está muriendo!, prorrumpió de pronto, y agregó: Mejor dicho, viene muriéndose de a poco, desde hace meses...

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Lanzado al límite de la sorpresa, la miré fijamente mientras murmuraba:

-¿Cómo es eso?

Pero ella parecía no oírme. Pensé que quizá mi pregunta fuese apresurada. Ahora miraba al techo, y yo empecé a sentir fastidio. Entonces repetí:

-¿Cómo es eso? -y agregué todavía- ¿Está, paralítico?

Ella meneó la cabeza impaciente.

-Paralítico no, pero tiene muertos los pies, las manos y también la lengua... ¡Es horrible, señor!

Aquí me desmoralicé. Tan ajeno dolor traído a mí de los pelos me empeoró el humor. Solté la puerta, la que nuevamente se abrió por su propio peso. Mi cliente se abrochó la blusa, mostrando mayor tranquilidad.

En mi reloj, las doce y diez.

Habiendo conocido y leído bastante acerca de jovencitas advenedizas, llevadas por incontrolados impulsos, que caen en situaciones de las cuales no siempre salen ilesas, no pude sin embargo evitar que ésta lograra pegárseme con su drama. Apoyándole la mano en el hombro, me atreví a tutearla:

-¿Sos estudiante?

Y ella, sin inmutarse, me dijo:

-Sí, quinto curso, profesorado normal, -como si expusiese una lección memorizada-.

Su edad no me resultaba importante en ella, aunque la notase no mayor de los diez y siete. Espigada y de aspecto humilde, parecía desenvuelta. Como los nervios comenzaban a traicionarme, decidí quitármela de encima. Le propuse me acompañara a comer. Así, de paso me cuenta todo, le dije. Y volví a cerrar.

Habíamos caminado algunas cuadras cuando se me vino a la mente la posibilidad de que se estuviese imaginando conducida por mal camino. Pero resultó que marchábamos por lugares harto conocidos para ella. Me lo manifestó con pueril cinismo, como queriendo desalentar en mí cualquier asomo de duda al respecto. ¿Por qué me veía obligado a continuar, comprometiendo mi precaria paz? Esta pregunta no se me había ocurrido entonces.

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El bar donde habitualmente almorzaba exhibía sobre la avenida su nuevo letrero decorado a la moda, con letras abigarradas de colorido vidrio donde el sol jugaba espléndidamente. Ese letrero expresaba para mí algo que traté de oponer a mi curiosa nueva angustia: «Las Delicias». Poco antes venía pensando que mi cliente se largaría ni bien llegásemos a la puerta. Pero no. Ella empezaba a formar parte de mí. Su inusitada confianza y mi evidente interés se habían confabulado para adosarme al agónico mundo del cual emergía. Me abrí paso entre mesas y parroquianos, ella pegada a mis espaldas.

Nada parecía quedarme por preguntarle, nada que no resultase anodino. A ella, en cambio, ¿cuánto le quedaría por agregar? Frente a frente, ante una mesa de bar, la comunicación se vio facilitada. Contribuía el hecho de que, arrojados al nivel común de naturales necesidades, nos unía el apetito. Llegó el mozo con una rapidez sólo explicable por la presencia nueva que veía frente a mí; quizá interés o simple curiosidad.

-¿Qué se van a servir?

Yo tenía planeado el menú:

-Churrascos, ensalada y vino para dos.

Unos ojos profundamente oscuros me lanzaron un centelleo que debí suponer señal de femenino reproche.

-¿Qué te llevó a buscarme a mí?

-Confianza, suspiró levemente tras una contracción de hombros; siempre suelo verle al pasar, desde el tranvía.

Me sentí pisando sutiles redes que hacían trepidar mi íntima seguridad. De momento no atiné a continuar. Oportunamente llegó el mozo con los platos y me dispuse a devorar el mío, sin disimulo. Bebí mi vaso de vino y al hacerlo, se me detuvo la vista obligadamente en el decrépito reloj de pared cuya manecilla vacilaba llegando al uno. Me sorprendió el hecho de que, luego de varios meses de ir y venir, de alternar mesas, ventanas y rincones, ahora notaba la falta del minutero, signo de cabal discernimiento de mi parte. A poco, dentro de la caja -más réplica de féretro antiguo que artefacto de relojería-, sonó un tañido semejante a la caída de un tenedor sobre el piso.   —12→   Habíamos vuelto sobre el tema referente al padre agónico, repasando y repitiéndolo con ánimo de convencidos masoquistas. Y habían surgido de tanto en tanto penosas lagunas incentivadas por mi apatía de calidez vinícola. Todo me parecía estar dicho sin que nada hubiese que yo pudiera hacer por ella. Nada te habría podido prometer. En eso estaba cuando, por entre las rejas de la ventana, de pronto apareció la empolvorada carota del tranvía. Tomaremos el próximo, escuché. ¿El próximo?, lo repetí como en sueño. ¿Queda lejos? Es cuestión de costumbre; a mí me parece un paso...

Media hora después, lenta y ruidosamente, remontábamos la cuesta de Ciudad Nueva. Todo nos aplastaba: los calientes asientos, la reverberación del pavimento, la vegetación agobiada de sol, el silencio resignado de la gente. ¿Por qué la acompañaba yo? La pregunta no cesaba de acuciarme. «¡Mi madre me va a matar!, me dijo sorpresivamente, mirándome a los ojos, como en son de reproche; también está enferma, ¿sabés? Todos estarán con hambre; yo debo cocinar a mi llegada; si no, nadie come. No sé por qué te mortifico, pero necesito que alguien sepa lo que me pasa».

Sentí una íntima rebeldía. Esa mujer me golpeaba siendo yo un extraño. Claro que ella parecía no pensarlo así. Después que hubimos comido y bebido juntos, parecía como si todo lo hubiese encontrado resuelto. Al menos, ya no le fue difícil ponerme en la senda de sus propósitos. Me sentía con mucho ardor debido a la canícula y al vino. ¿Qué culpa tenía yo de que me vieras cuantas veces querías, de paso, desde el tranvía? Deseaba pleno afecto a cada palabra de mi incisiva pregunta. Pero, como algunas veces ocurre, yo agresor sufrí el impacto: su indulgente silencio.

Al darme cuenta de que mi mano se había posado en la suya buscando atenuar el daño, me ensombrecí. Pero tomé esa mano, quizá deliberadamente, y sin poder evitarlo, detuve toda mi atención sobre ella, una mano nerviosa y morena, sugestiva en su abandono y pobreza. Tampoco pude evitar la idea de que mi actitud fuese inconsciente, de que tal vez obedecía al vergonzante deseo de acobardarla. ¿Por qué lo hacía ahora y no momentos   —13→   antes, en el bar, acompañados del vino oscuro y en tanto charlábamos derrochando oportunidades, hasta el punto de ponernos a perorar sobre la amistad? Entonces, ¡claro!, mi afán por insertarme en la raíz de ese dolor tan próximo a mi sentir solidario nos hundía en absurdas lagunas de angustia, sin que los diminutos regocijos fuesen capaces de salvarnos. Ahora recordaba haberle preguntado si tenía amigos, a lo que me había respondido sabiamente: eso que se llama amigo, no, porque la amistad no es lo que ustedes sienten al descubrir la rodilla de una mujer. ¡Diez y siete años! Pese al vino pude reconocer frente a mí una clara testa capaz de diagnosticarme. Del fondo de la duda, mi remiso amor propio emergió entonces aprobando su confianza y sus esperanzas, las que debí intuir pues nada cierto abrigaba, respecto a ellas, salvo el presentimiento de un nuevo enredo en mi vida de relaciones con esa súbita presencia. Mi amiga, desconocida aún, me conducía a lo suyo con tan inusitada naturalidad que mi mundana astucia nada podía oponer.

Apretado contra ella simulando huir del sol que se metía por las ventanillas poniendo temperatura de hervor en los asientos, comencé a cargosearla con pueril crueldad, apoyándole la mano confianzudamente en cualquier parte. Esperaba un gesto de rechazo, y observé en cambio un delicado mohín rematado en una sonrisa sin palabras que me desconcertó.

Ni fácil ni renuente. ¿Me habría equivocado al suponer, juzgando por sus manos, que nuestro itinerario concluiría en los grises trasmuros contiguos al barrio residencial? Desvié mi atención hacia el hueco de la ventanilla, evadiéndome por ella hacia un ayer nunca del todo ausente. A la distancia de varios lustros, al azar, me reencontré con las palabras de un viejo y pintoresco madrileño, mi profesor de filosofía: No os enredéis en lo complejo, repetía; partid de lo simple y hallaréis vuestra verdad sin sobresaltos...

¡Qué simples aquellos tiempos en que lo complejo llegaba una sola vez al año, con los exámenes!

Continuaba en la ventanilla, perdida la vista en el ámbito de mi parco mundo pretérito. La avenida había dejado de serlo entretanto, se angostaba, se achataban las casas, los baldíos crecían   —14→   en malezas. Si pudiera haberme largado en la primera esquina sin decir adiós. Las vías avanzaban ahora sobre un decrépito empedrado, superviviente gracias al tamaño descomunal de las piedras, negras, abrillantadas por los raudales y las llantas de los carros. Oí de pronto su voz:

-Aquí bajamos.

En esa esquina, las piedras desaparecían bajo la faz verdinosa de un charco.

-Tenemos que caminar hasta el fondo, me dijo.

La ayudé a saltar tomándola del brazo, sin dejar de observar el contorno, interesado en averiguar a qué fondo se refería. Desde el mismo empedrado, la maleza tendía su marañosa cortina hasta donde se perdía la vista. Viéndome mirar todo eso como cosa de otro mundo, comentó:

-¿Parece un monte, verdad? Dentro de un año, todo desaparecerá. Ya comienza el loteo. ¿Nunca saliste de la ciudad?

Me causó gracia la ironía contenida en su pregunta con relación a mi origen.

-Crecí lejos de aquí, le dije finalmente; me trasplantaron a la ciudad no hace mucho tiempo.

-¡Cuidado!, hay que saltar aquí. Llovió tanto últimamente; cuando nos mudamos aquí, no estaba este charco inmundo.

Ya en tierra firme le pregunté qué tal vivían en ese lugar, si estaban contentos, a lo que respondió con una mirada de reproche por no percatarme de su situación. Luego, demostrando comprender la posible razón que habría motivado mi pregunta, agregó: Antes vivíamos en el centro. Me refiero al centro de la ciudad, recalcó, hasta que el banco nos comió la casa. Fue por causa de una deuda que mi padre no pudo pagar. Desde entonces está más enfermo cada día. Empezó con un derrame. Creo que ya no sufrirá mucho tiempo.

Golpeó los zapatos quitándose el barro. Yo continuaba tomándola del brazo en la seguridad de que así la ayudaba. De pronto, trocando la tristeza por una clara sonrisa, me encaró:

-¿De veras no me creés que siempre te veía al pasar? Sabía que eras el único capaz de ayudarme.

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Tanta naturalidad veía en su cara que no dudé un instante en decirle sí, te creo. Continuaba a su lado envuelto en la magia de su voz quebrada, la que revivía en mí la cadencia de otras voces sofocadas, entre el follaje de mi adolescencia, entre telarañas que aprisionaban mi voluntad y dominaban mi rebeldía.

El primer bosquecillo que cruzamos, con fuerte olor a deposiciones, nos dio paso hacía un espectáculo sorprendente. En un amplio claro dejado por las primeras corpidas, un enjambre de niños de edad diversa, espaldas curtidas por el sol y el lodo, jugaban a la pelota con una bola de trapo. Al ver a mi compañera, algunos prorrumpieron a gritos:

-¡Adió, señorita Vilma! ¡Adió!

Creo haberla acompañado en su respuesta saludando con la mano en alto. Sorteábamos los charcos que los niños ensanchaban por diversión desmoronando la tierra y orinando y defecando en los bordes. Unos sin camisa, otros totalmente desnudos, las ropas desempeñaban la función de arcos.

El más pequeño de los nudistas, bien oscuro, llegó zancajeando tras la pelota de trapo que rodaba hacia nosotros, y al reconocer a mi compañera, paró de golpe.

-¡Miguelí, sinvergüenza; ponete la ropa y vamos a casa!, le increpó ella.

Sin duda, se trataba de su hermanito. Vilma se apresuró a explicarme cómo apenas ella se ausentaba, él aprovechaba para potrerear a su antojo. Entendí que nadie más podía controlarlo, y lo asocié a la idea de que en la casa todos estarían pendientes de su regreso para probar bocado. Nuevamente se me hizo la sensación de culpa ya antes rechazada.

Era la una y media de la tarde. Sin comentario, seguimos durante buen trecho cada cual en una de las huellas trazadas por los carros, hundiéndonos de tanto en tanto hasta los tobillos. Sonrió secretamente al sorprenderme explorándola de reojo. Sus bien formados pechos resaltaban dentro del delantal plegado por el viento en el ángulo de su fina cintura. Al salir en una parte despejada donde el pasto, de tan verde, invitaba a revolcarse como lo hubiera hecho Miguelí sin la dura sujeción de la hermana,   —16→   me fijé por primera vez en sus piernas, bien proporcionadas, y en un rapto de vergonzante nimiedad, detuve la atención en los zapatos bastante gastados que le afeaban los pies. Pienso que lo notó, pues la vi sonreír, y debí aceptar esa sonrisa como un reto a mi apoltronada medianía. Confieso que me sentí aturdido. Esa hubiera sido la oportunidad para ser franco diciéndole cuán incómodo me sentía frente a un compromiso que veía venir sin que lo conociera ni aceptara. Ella, con ademán de insolente dignidad, lanzando la cabellera a la espalda, marchó adelante. Y entonces, herida mi sensibilidad machista, interpreté como que me dejaba en libertad de husmearle nalgas y piernas cuanto quisiera. Y me curé.

Al rato me di cuenta de que no nos hablábamos a partir del incidente con Miguelí, y ella, como leyéndome el pensamiento, se volvió sonriente hacia mí e inició el diálogo exagerando el tono:

-¿Estás enojado?

-Yo, no.

No estaba enojado con ella sino conmigo mismo. Debí descuidar toda finura pues no insistió. Sólo me espiaba por el rabillo del ojo con prestado gesto de niña traviesa. Llegamos al siguiente y último bosquecillo donde las chircas chamuscadas saturaban el aire con olor a medicina casera. Hacía varios minutos que caminábamos metidos en la arena sin recorrer más de cinco o seis cuadras. Me detuve a la sombra del primer arbolejo para desalojar de los zapatos la gruesa arena que me lastimaba, cuando Miguelí, pequeño y pardo, trotando por la carretera metros atrás, llegó a nosotros. Al mirarme se puso hosco y tuve que acariciarle la caliente cabecita a fin de disiparle los malos pensamientos. Resultado: toda su confianza de cachorro pueblero se le agolpó en tropel, para arrojarme cantarino: «¿Tené caramelo, señor?». ¡Y qué dolor no tener un caramelo en casos así! Sin coraje para decirle que no, me hurgué los bolsillos tropezando con un par de monedas de diez que, feliz, le deposité en las manitas húmedas y sucias. La hermana observaba la escena con enfado de maestrita fanática:

-Decile gracias al señor, lo obligó.

Y el parvulito, echándole una blanca ojeada, salió al disparo, de regreso hacia la avenida.

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¡Miguelí! ¡Miguelí!

Los gritos de la hermana mayor fueron esta vez francamente inútiles. Miguelí, por cada grito que hería sus espaldas, mayor velocidad imprimía a sus magras piernecillas.

-¡Chiquilín de porquería! Es terrible; ni bien salgo yo y hace lo que se le antoja, rezongó la hermana.

Yo me reí:

-Y ahora que estás presente, también hizo lo que quiso.

Por primera vez le vi los dientes. Nos reímos, y la paz se hizo de pronto. Era la primera vez que reíamos en casi dos horas, desde que nos hubimos conocido. Tendí la mano buscando la suya, pero esta vez me la negó discreta. Comprendí. Estábamos en «su barrio». Asomaban techumbres por todas partes, entre los árboles. Era ella -me lo dijo luego- nada menos que la señorita maestra de la comunidad, razón de más para que constituyésemos el centro magnético de las miradas. De puro confundido, se me dio por preguntarle su nombre, quizá sólo por cubrir el efecto de mi leve desaire.

¿Ya lo olvidaste? ¡Los chicos te lo dijeron en coro!, me replicó.

-¡Claro!, Vilma.

No lo había olvidado. No era olvido lo que padecía sino algo peor, difícil de comprender.

Ya entrando al lugar, un viejo y descuidado naranjal circundaba la casa. A pocos pasos, un ternerillo sucio de estiércol berreó al vernos. Enredado de patas entre el cabestro y la maraña de un guayabo chato, clamaba en vano por la madre vaca, prisionera como él y flaca, que se conformaba girando la cabezota a cada berrido. La pobre se nos aproximó cuanto le permitía la soga, meneando con insistencia la cola huesuda y pelechada. Vilma, le acarició la frente protestando condolida: «Seguro que ni agua les habrán dado». Con su ayuda y con algo de la campera destreza que aún me quedaba, sacamos al pequeño de su atolladero. Posteriormente ella me dijo a manera de explicación:

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-La compramos para dar leche a papá; no traga más que líquido. -y concluyó-: todavía le debemos plata al vendedor.

Recordé entonces a la Vilma que vi al medio día, por primera vez. Recordé su voz quebrada al borde del sollozo, su desesperada confianza en mí. Ahora la veía serena, y pensando que mi compañía la confortaba, sonreí enternecido.

Sumado el orín vacuno al del enfermo desvalido y penosamente despatarrado en su abandono, toda la casa olía a establo. En un rincón opuesto de la misma pieza, bajo gruesas mantas, tiritaba la mujer, hirviendo en sudor palúdico.

-Mamá, éste es el señor que nos va a ayudar, le comunicó la hija, presentándome como a un pollo recién comprado, quietecito entre las dos camas.

-¡Por fin lo conseguiste!, pude o creí entender.

La voz emergió del montón de cobijas entre castañeteos y quejidos. Y de pronto me sentí la más sensible marioneta. Ignorante del papel que se me asignaba, ya estaba en él; y lo peor, ni me imaginaba si la tan buscada ayuda podía ser de mi alcance. Pero sí estaba seguro de una cosa: allí se me necesitaba. Vilma me condujo a un galpón pajizo, cocina y albergue al mismo tiempo de los más variados objetos. Daba la impresión de que todo ese hacinamiento de cosas en desuso fuese producto de la forzosa mudanza que Vilma me refiriera. Nada más hablamos aún. En tanto yo salía y entraba fumando y cuestionándome, ella se dispuso a fregar cubiertos atendiendo de paso el primus con la cacerola puesta a hervir. Noté que me espiaba los gestos. Al pescarle una de sus ojeadas, disimulé sugiriéndole se cambie el delantal. Te lo vas a manchar, le dije, a lo que contestó con admirable tranquilidad: «Tengo que volver a práctica a las tres». Me quedé a su lado, en silencio, reconociendo la dolorosa verdad contenida en todo cuanto me había dicho. Ahora ya no importaba qué ayuda iba ella a pedirme. Estaba pronto a prestársela. En efecto, me propuse obligarla a entrar en tema. Me impacientaba no saber de su boca para qué me trajo a la casa. Eso le dije apoyándole la mano en la espalda. Pensaba crearle así el clima de confianza que le facilitase decírmelo todo. Me miró simplemente, dándome la impresión de que no me rechazaba   —19→   por temor a mancharse la blusa. Sin embargo, no veía hostilidad en sus ojos, ni fastidio. Con voz algo turbada, luego de haberle retirado mi mano, me dijo:

-Mamá me pidió que vendiera su máquina de coser, ésa que ves ahí. Está sucia y algo oxidada pero no es muy vieja. Es para comprar remedios, ¿sabés?

No contesté. Estuve como esperando, como no comprendiéndola. Y súbitamente en guardia mi amor propio, me sentí dañado por la idea de que esa muchacha me confundía con un viejo judío, mi vecino, comprador de chatarras. Con justa molestia me trasladé mentalmente a mi taller. En la puerta de al lado, un oxidado letrero anunciaba: «Compraventa». Jamás había tratado con el anciano compraventero. Sin que nada tuviese contra los judíos en general, los usureros y compraventeros me repelían.

-Ah, continuó algo turbada siempre, también queremos vender la vieja máquina de escribir que está encima.

Ya predispuesto, más con la imaginación que con la vista, me fijé en el armatoste sobre cuya mesada se apoyaban, además de la obsoleta máquina de escribir, numerosas piezas difíciles de reconocer en medio de la heterogénea dejadez. Y no sé durante cuánto tiempo guardé silencio.



Duros venían resultándome los ribetes de mi nueva condición de tallerista de máquinas. Especializado y hecho de cierta fama en construir piezas de recambio casi tan perfectas como las originales, supliéndolas con éxito, las máquinas que llegaban a mi taller eran generalmente decrépitas, comercialmente descartadas, y había que devolverlas a la vida útil para que continúen ayudando a matar el hambre de la depauperada clase usuaria. Yo las odiaba, pero también a mí me ayudaban; eran mi pan. Del mismo modo, odiaba mi taller, pero era mi reducto de hombre libre, la dependencia reducida a su mínima expresión.

La culpa de que fuera mecánico la tenían quienes a los diez años me arrojaron a un taller, entre otras cosas, por sustraerme   —20→   de mi febril vocación musical. Es que pertenezco a una familia extemporánea, de esas que colocan al músico en una escala apenas superior a la del mendigo que defeca en las veredas.

Me endilgaron un oficio que me ayudó a vivir aborreciendo todo lo que hacía. Los golpes del martillo me pasaban por el estómago desalojando para siempre a los tañidos del arpa. Si al menos, hiciesen que abandonara mis estudios, quizá, tiempo al tiempo, sin alternativa posible, me hubiera conformado como tantos. Entonces la mecánica sería mi punto de apoyo vital y único. Mas no fue así. Mi padre, rico hacendado al comienzo de mis recuerdos, arruinado después y muerto en los trajines de patriarcales defensas, no dejó fortuna pero sí un apellido vacilante entre la cultura y la presunción. Mi madre, maestra de expoliada juventud, jubilada al cabo con lo estricto para cubrir la vergüenza, tuvo no obstante el coraje de retirarse a una morada amarga donde aprendió a luchar sin remilgos, contando en los peores tiempos con sólo y nada más que la fe puesta en los hijos entre quienes me destacaba por la edad, y sin dejar de evocar su ancestro un solo día, tanto que el aprendiz de mecánica se vio obligado a perseverar en el peregrino afán de redimir el nivel caído.

Y aconteció un día que el nombre del aprendiz estudiante apareció integrando la lista de los deportados por actos sediciosos para dolor y desconcierto de mi lustrosa familia.

Arrojado a playas desconocidas, me deslumbraron los ajenos amaneceres. Y fue entonces que el estudiante trepidó y el aprendiz lo salvó del hambre. Pero comenzaron a llover cartas en las que mi madre, temerosa del posible receso, me ordenaba marchar sin desmayos, cueste el hambre que costare, hacia la soñada meta que se me reservaba: la de Doctor.

Y debí continuar a cualquier precio y sin importar los medios. ¿Quién dijo sacrificio? La vida no valía tanto como el saber, y sobre todo, el título.

Y estudié, pero mucho más viví. Aprendí de lo estudiado, pero mucho más de lo vivido.

Por fin, vientos nuevos empujaron mis cansadas espaldas. Y   —21→   fogosamente impelido, regresé a la tierra de mis dolores, donde la primera en abrazarme fue mi adorada madre. Y la primera en hurgar en mis bolsos buscando el título. Pero mis bolsos traían sólo polvaredas y sudores. Mi vuelta respondía principalmente a la pujanza de nuevos vientos en cuyo torbellino se vaciaron mis afanes académicos ni bien hube pisado el terruño. Mi juventud, macerada según los duros dictados de mi madre, ardió al primer contacto vivo con las multitudes en ascuas. Y entonces, todo lo que me faltaba saber, lo que nunca se aprende por entero de los libros y las aulas, lo aprendí. Era que un torrente humano movido por el fogoso lema de «Libertad o muerte» me arrolló sin remedio, y rodé. Pronto me amalgamé sin embargo, pero hube de continuar rodando.

Los estribillos callejeros blandían temerarios destellos, y las consignas cubrían todos los muros de la ciudad. Leyendas hechas canciones ascendían a las torres y se columpiaban en los altos andamios.

Al esgrimir de pronto un emblema de hombres libres, no podía sino sentirme un verídico soldado de mi propia emancipación. Formidables libros me acompañaban ahora y compartían mis utópicas vigilias; libros con títulos de inusitada arrogancia que me insuflaban ansias de asaltar las barreras puestas al pensamiento juvenil por los sanchopanzas de la educación. Y con el alma ahíta de pólvora, me lancé a la conquista de una cultura simple y entera, acorde con mi nueva temperatura.

¡Adiós, carrera universitaria! ¡Adiós, vaticinios de mi madre! ¡Adiós, estéril perseverancia por colocarme en la tibia fila de los profesionales obesos!

Quemé los textos, los apuntes, toda la utilería para sonámbulos, y me aboqué a la elaboración de una sabiduría que fuera mía, sin huellas de manoseos. Ahí tenía puesta mi nueva puntería.

El taller me lo había armado yo mismo, a fin de subsistir. Y desde ese trampolín pensaba saltar al universo de las luces y la belleza. Compartían mi diminuto aposento desde Victor Hugo hasta Zola, desde Voltaire hasta Kropotkin. Posteriormente, estando en prisión, conocí a Neruda bajo las portadas de Gustavo   —22→   Adolfo Becker o Rubén Darío, a quienes guardo eterna gratitud por la cobertura.

Felizmente, aquellas rejas no duraron más de seis meses, y entonces, con mis amados ídolos y un paquete de versos míos bajo el brazo, nuevamente abrí las puertas de mi lírico taller.

Entre el polvo acumulado sobre la mesita del cuarto recuperé la fotografía de Alba, mi pequeña, ya de cinco años, pues entre todas las ligerezas cometidas, me había casado. No podía precisar cuándo lo hice, pero no olvidaba el hecho de que mi mujer jamás me visitara estando preso. La pesadilla había cesado, pudiendo haber sido yo una de las primeras bajas rebeldes en una lucha sin héroes. A Neruda se le sumaron sucesivamente Vallejo, Guillén, Campos Cervera y una decena de noveles asteroides hispanoamericanos. Entre las viejas máquinas que llegaban a mi taller, algunas ostentaban borrosas calcomanías francesas, induciéndome a revivir en lo hondo al progenitor de los perínclitos duendes de la Corte de los Milagros, mi gran maestro, o imaginar al severo Zola, cubierto de polvo, reconviniéndome desde el estante donde yacía, por mis desviaciones tan próximas al sentimentalismo. Eran puras reminiscencias, ¡claro!, un tanto vergonzantes, últimos rescoldos de idealismo pisoteados por la derrota.

El fuego, ahora refugiado en el herrumbroso submundo de una poesía consustanciada con las viejas máquinas, me otorgaba el mérito de sobrevivir sin sentirme enteramente descartado, cohabitando en las noches de la patria con la lumbre del candil y las luciérnagas, y soñando con nuevas coyunturas cuyos signos presentía entre la telaraña del silencio.



Habíamos quedado en que me aparté de Vilma molesto por el papel que me tenía asignado. Al hacerlo le dije:

-Creo que te equivocaste de puerta. El comprador de hierros viejos es mi vecino.

Vi paralizársele las manos. Luego se le enrojecieron los ojos. Y finalmente, como una niña que busca desahogo, se arrojó sobre   —23→   mí prorrumpiendo en sollozos:

-Entonces, yo le men-tí a ma-má -tartajeaba de un modo que daba lástima.

Le puse el brazo en el hombro, le sequé las lágrimas y hasta creo haberla besado en la frente.

-No, aseveré con acento emocionado, no le mentiste a tu mamá...

Al ratito se secó las mejillas con el dorso de la mano y me sonrió agradecida.

En tu taller, comenzó diciéndome con algo de duda, pensé que se podría...

-No te preocupes, la interrumpí. Tomé el primus al que faltaba dar bomba; te ayudaré, concluí resuelto; para eso vine, ¿verdad?

Puse una olla y eché aceite, algo de aderezo y la carne. Jamás vi persona con tanta gratitud en los ojos por tan simples hechos. En cinco minutos, estaba la sopa lista y servida en dos platos: uno para la madre y otro para Miguelí que espiaba metido tras los horcones, quietecito y mudo.

A su vuelta del cuarto, Vilma puso la leche para el padre, a quien ayudó a beber con calma impresionante. Yo la observaba cada vez más convencido de que no sólo necesitaba y merecía la ayuda de alguien sino, además de que ese alguien debía ser yo.

Al minuto, ya terminado el almuerzo, Miguelí apareció anunciando la presencia de un fulano, comprador de cierto carro a mulas. Venía con las bestias para llevarlo. Vilma se puso contenta.

-¡Qué suerte!, dijo, él puede ayudamos con las máquinas.

En efecto, no había más que arremangarse y alzarlas al carro.

Traqueteábamos venciendo las laderas y el arenal. Miguelí no nos quitaba la vista hasta perder al vehículo detrás de los bosquecillos de chircas.

Yo evitaba mirar a mi compañera por temor a que fuera descubierta mi recóndita preocupación. Unas máquinas oxidadas y   —24→   un mueble desvencijado por la humedad ocupaban todo el espacio útil del carro. Nosotros, apretados junto al conductor nos achicábamos cada vez que éste giraba el látigo.

-Lástima de mi papá, dijo Vilma de pronto como pensando en voz alta; se nos va y nos quedamos pelados.

El duro silencio resultante se llenó de chasquidos. El novel carrero los ensayaba con la lengua en tanto azuzaba a la mula. Lo noté molesto cuando Vilma mencionó la situación en que estaban quedando. La razón de ello hube de saberlo más tarde, y era que el carro y sus arreos iban en pago de pequeños favores en efectivo demandados por la enfermedad, resultando así una pichincha pagada en cuotas. Tal vez el hombre quiso decir «lo siento» pero le salió lo contrario: -Si yo no llevo el carro, lo lleva otro, dijo.

Y el silencio se tornó de plomo. Entonces caí en la cuenta de que hay enfermos que tardan en morir más de lo conveniente. Por fuerza entré a pensar cuán poco les quedaba por vender. ¿Después, qué harían?

En ningún momento habíamos hablado con Vilma de lo que pretendía por las máquinas, y a la altura en que habían llegado las cosas, mencionarlo resultaría una torpeza. Entonces mecánicamente extraje la billetera y le entregué una suma. Un adelanto, le dije. Ella me miró a los ojos y tomó el dinero sin atreverse a contarlo. Pasado el momento, me dijo todavía enternecida: «Yo hubiera querido que las negociaras primero».

Por toda respuesta, la abracé, creo que tiernamente. El carro andaba a paso de tortuga bajo un sol que estallaba sin piedad sobre la bestia uncida «Jheeepyyy», gritaba sudoroso el carrero. Por ahí, la mula agobiada pegó un tirón pataleando en la cuneta cenagosa; tascó luego el freno con violencia y afirmó los remos en las rocas. Estábamos en la avenida. Vilma se levantó de mi lado diciéndome: «Si llego tarde, pierdo puntos; tomaré el tranvía».

Se apoyó en mi brazo, luego en la vieja máquina de coser y saltó a tierra sin esperar a que el carro parase. Quedé mirándola correr hacia el cordón opuesto, donde, se detuvo gritándome: «¡Hasta pronto, y muchas gracias!»

  —25→  

Eran como las tres y media de la tarde. En el carro, bajo un sol impío, continué fijos mis ojos en los oxidados hierros, fija la mente en Vilma, tan ajena y próxima a la vez, dándome la impresión de ser un dolorido miembro, algo muy emparentado con mi yo físico. Me sacudí la cabeza como perro acosado, y tomando a mi propia realidad, recordé con fastidio que ese día era sábado, día de pagos, y que el dinero gastado era parte de los haberes debidos a mis ayudantes del taller. Nunca antes les había fallado.

Al cabo de unas treinta cuadras desembocamos en la calle Brasil. El sol había perdido parte de su poder quemante. Llegado que hubimos frente al taller, pude ver a mis ayudantes apostados en la esquina, escudriñando impacientes las aceras. Como no me esperaban viajando en carro, caminaron a mi encuentro algo remisos. Pero era sábado. Me ayudaron a bajar la curiosa carga. Y al punto, el buen carrero gritó: «¡Jheeepyyy!»



  —[26]→     —27→  

ArribaAbajoCapítulo II

Mi pequeña Alba


Mayo trajo lluvias y se vinieron los días frescos. Todas las tardecitas yo solía caminar veinte cuadras para ver a mi hija. Generalmente la encontraba tomando la cena. La ayudaba a terminar su plato y jugábamos hasta verla cansada. La dejaba dormida en su cuna y me iba, despidiéndome sin ruido u omitiendo el saludo simplemente. Media hora más tarde, un tranvía me dejaba frente a mi taller donde me esperaban ciertos amigos con quienes discutía sofísticados problemas estéticos o políticos. Por último solo y supuestamente feliz, escribía, rompía papeles, escribía.

Un día sábado me desperté bastante tarde. Al abrir, mis muchachos me saludaron con una sonrisa cómplice, principalmente uno de ellos, el más antiguo y de mayor confianza. El sol, ya alto, me obligaba a cubrirme el rostro.

Atendí varias llamadas telefónicas equivocadas, y cuando me dispuse a trabajar llegó Ortiz, mi amigo periodista, jovial y severo al propio tiempo. Por todo saludo me anunció:

-«La Tribuna» te publica mañana «El Adiós», malísimo; un lloriqueo en versos; así no llegarás al premio Nobel.

Pasamos al trascuarto. Mi crítico se echó en mi catre y comenzó:

-Si pensás escribir seriamente dedícale mayor tiempo, y... tenés que leer.

-¿Leer aquí, donde los libros son artículos de lujo? Además, un amigo que te preste un libro, es otro lujo. ¡Claro!, me refiero a libros; lectura barata hay a montones.

-Ningún problema... me espetó mi amigo. Tomá esa vieja   —28→   máquina y leé en ella los años de inútil sudor, los pésimos salarios, los alquileres impagos, las veladas a mate y maíz tostado, los reumas prematuros, las múltiples frustraciones de la costurera...

Al fijarme en la máquina, inmediatamente se me representó el angustioso cuadro descubierto en casa de Vilma. Me detuve pensando en ella, a quien había dejado de ver.

-De acuerdo, respondí, pero ¿no es el arte inspiración y sinceridad?

Me contestó que sí, pero que un poeta con ideas humanistas debía escribir pisando tierra firme, sin descuidar el honesto contacto con lo cotidiano.

Se me vino una frase leída en alguna parte: «Sin partir del sufrimiento, la poesía no puede descubrir la perfecta alegría». De acuerdo. Mi amigo tenía razón. Pero también un poema de amor que parte de un sentimiento real es auténtico, concluí en un murmurio, más buscando justificarme conmigo mismo; mucho más que el mejor panfleto1 poético.

-¿Amor dijiste? En todo lo que nos rodea hay amor. Sólo es cuestión de saber descubrirlo. Lo tuyo es erotismo sentimental que excluye la angustia del contorno.

Pensé por un instante que mi amigo negaba al erotismo su función motriz en las mejores creaciones estéticas. Se lo dije, y él me replicó:

-No exageres; cada tarea humana a su tiempo. Hacer poesía no es historiar ni apegarse a módulos tradicionales. Bien, pues ubícate en tu tiempo y creá. Tus poemas pueden seguir siendo de amor pero deben realizarse con todas las palabras, todos los ritmos, amores y odios propios de tu época. En la esquina donde esperás a tu chica, sufriste no solamente vos; otros habrán escupido allí seguramente la amargura de algún fracaso o habrán logrado la alegría que se te esquiva a vos. No es amor el que llora frente al espejo sino el que lucha y se realiza pese a todo.

A Ortiz, apenas podía comprenderlo. Habiendo leído sus artículos dominicales en La Tribuna, estaba seguro de no haber   —29→   notado en ninguno su reiterativa preocupación por lo popular y lo auténtico. «Creo que tu fuerte es la crítica literaria, le dije con algo de sorna, te sugiero te dediques a ella con esa honestidad que es tu prédica, y te dejes de apologías para mentecatos de la oligarquía sabihonda».

Se molestó.

-Juan, me dijo, no quise ofenderte; sos mi amigo y creo un deber de amigos el señalarse los errores. Por otra parte, es mejor que te critique yo, frente a frente, antes de que tus colegas poetas te llenen de rótulos las espaldas, que para eso tienen talento. En cuanto a tu consejo, me parece justo, te lo agradezco, y podés creerme que no me ofende ni así. Solamente que si me dedico a la crítica me leerán cuatro gatos rabiosos, prontos a dar arañazos, y nadie más. Es una manera fácil de suicidarse para un periodista. Tengo mi modo de luchar, podés creerme, pero no arriesgo mi pan.

-¡Ya lo ves!, me exalté, somos todos tibios, compañero, nada envidiables. ¿Conocés realmente la lucha? ¿Alguna prisión? ¿Te has postergado por sumarte a algún movimiento popular?

Ortiz consultó el reloj. Por toda respuesta me dijo:

-Le agregué una estrofa a tu poema. ¿Me perdonás? Le faltaba un fin vibrante. Chau.

Lo seguí hasta la puerta, pero me dejó con la palabra en la boca. Cruzó la calle al disparo y lo vi colgarse del tranvía que en ese momento pasaba.

Gasté el resto de la mañana haciendo y rehaciendo cuentas en procura de que mis ayudantes pudieran conformarse con el ingreso particularmente exiguo de la semana. En la anterior se habían borrado mis reservas al tener que reponer lo invertido en las máquinas de Vilma. Afortunadamente, al igual que todos los trabajadores del país, mis ayudantes, sin alternativa cierta, se adaptaban sin mayores problemas al diámetro de mi cinto, determinado por cada nuevo agujero.

A las doce dadas por el reloj de la Catedral, ya se habían marchado todos. Cerré dejando como siempre lo hacía entornada una hoja para dar paso al aire. En la calle caían gotas aunque el sol brillaba de tanto en tanto.

  —30→  

Bien liviano de ropas, me lavaba junto a la canilla cuando sentí pasos en el taller y una voz conocida:

-¡Hola! ¿Cómo estás?

La sorpresa me agradó, más aún porque no dejaba de pensar en ella. Pedí disculpas por la facha.

-Estás en tu casa, me replicó ella, estás en tu casa.

-Y en la tuya, le dije contento.

Era Vilma. Revelaba sosiego en el semblante. Cualquiera en ese momento la tomaría por una chica feliz. Pasó a curiosear en el trascuarto donde las colillas esparcidas por el piso daban cuenta de reciente visita. Hablaba y actuaba con seguridad. Con un suspiro de alivio se tiró sobre el elástico vacío. Quizá notaría que si llegaba diez minutos antes debía pasar de largo. Lo comentó risueña. Yo la contemplaba desde la puerta, continuando con mi afán de quitarme de las manos herrumbres y grasas de la media jomada.

-¿Por qué habías de pasar de largo? ¿Por la visita?

Hizo que sí con la cabeza. Le expliqué lo del amigo periodista que me visitaba cada vez menos y me criticaba cada vez más. Lo decía como hablando solo, desembuchando un íntimo reconcomio, ajeno al momento.

-¿Cómo estás vos? Parecés cansada.

La veía menudita, apretadita dentro del delantal. Su confianza lograba que renaciera en mí la mezcla de afecto y paternalismo del primer día.

-Cansada no, me respondió; al contrario, por fin respiro; ayer legó de la Argentina mi hermana casada; se quedará hasta que mi mamá se recupere. ¿Te imaginás eso?

-De modo que tenías una hermana casada; eso me pone contento, siento tu alivio como si fueras mi propio ser.

-Es una hermana que apenas suele escribirnos, y esta vez, al enterarse de nuestra situación, se vino, reflexionó ella. Realmente, nos dio una sorpresa. Yo no creía que pudiera venir. El marido es un tipo medio viejo y muy celoso; no la deja ir sola ni   —31→   a la esquina. No sé como pudo venir. ¿Son celosos todos los hombres?

Hecha la pregunta, cambió de tema sin esperar respuesta:

-Ahora podré estudiar un poco y acabar mis benditos exámenes; por quince días no miraré una olla ni una escoba, ¡qué alivio!

-Comparto, tu alivio, le recalqué, ¿vas para tu casa?

-No. Resolví quedarme en el centro, estudiando, hasta las tres. Tengo práctica.

Continuaba echada sobre el elástico, de cara al techo. Toda olla me parecía cambiada. Se manifestaba con claridad, notablemente comunicativa.

-Así que sos escritor... se introdujo bruscamente en mi mundo, buscando mi reacción con la mirada.

-Más o menos. ¿Y Miguelí?, evadí el asunto aludiendo al pícaro hermanito. Seguro que andará haciendo de las suyas.

Vilma asintió con una sonrisa. Luego precisó: Es indomable pero lo quiero mucho; es como si fuera mi propio hijo.

Y quedó callada. Al rato noté que tenía los ojos cerrados, y esa muestra de total confianza sin haberse siquiera asegurado de quién era yo, me impresionó. Pero, pese a ello y a que no podía tener una pizca de duda acerca de su honestidad, la tentación de averiguar hasta dónde podía llegar esa liberalidad, venció en mí. Su natural y simple comportamiento rebotaba en mis anticuados cánones. Necesitaba la certeza de si la situación que se me presentaba respondía o no a un furtivo impulso erótico. Dominado por ese pensamiento fue que me dirigí a la puerta. Pero antes de actuar, se me presentó la duda: ¿Debía cerrarla? ¿Y si lo que pasaba en esa cabecita núbil no fuera precisamente lo que a mí me obsedía? ¿Y si fuese yo a decepcionarla y a tener luego que resignar mi pobre orgullo machista?

Cerrada la puerta, quedaríamos atrapados en una soledad que suponía llena de emociones inéditas. Empecé sin embargo a dudar, y una cosa parecida al miedo me invadió obligándome a desistir y volver junto a ella. Sentado al borde del elástico, la   —32→   recorrí toda entera con la vista. Comencé por sus pies, pequeños, que ahora lucían discretas sandalias nuevas, detalle que me enterneció. Sus piernas, ya conocidas, me gustaban. Sus rodillas, pulcras, ligeras, me parecían perfectas, casi tanto como mi arquetipo de lo bello. El ruedo del delantal me impidió el acceso más allá. Anduve imaginariamente por los valles y colinas de las ingles y caderas, los pechos, el cuello, la boca tenuemente retocada al carmín. Cuando torné a sus ojos, los tenía de par en par abiertos. Me sonreían. Por alguna enrevesada razón yo hubiera preferido aquel rubor del primer día.

-Gracias por la hospitalidad, me dijo levantándose; debo continuar mi camino.

-¡Cómo!, atiné a decir, contrariado, aunque interiormente complacido por errar. ¿No te quedarás a comer conmigo? Quedate, le rogué, iré a buscar el almuerzo, comeremos aquí y leerás hasta la hora que quieras.

Y otra vez creí entrever en su actitud un fondo de zozobra. Estuvo mirándome sin responder. Sus ojos muy abiertos indagaban indudablemente la maraña de mi pensamiento:

-Te cuidaré bien, le aseguré paternal mientras me vestía de prisa; podés tenerme plena confianza.

En el momento de salir me tomó del brazo. Me obligó a sentarme a su lado. Noté que no encontraba la frase apropiada para excusarse. Bajando la mirada, humildemente me habló: «Sos una buena persona, pero sos varón; no está bien que me quede».

Y se puso de pie. La seguí hasta la puerta y decidí salir con ella. En tanto yo cerraba, aguardó confusa, refugiada en sí misma, ganando la angosta sombra del dintel. En vano habría buscado la razón que me explicase su conducta.

-Entonces, te invito a comer algo en el bar de la avenida, insistí, rogué casi, presintiendo un súbito vacío en esa coyuntura de mi soledad, sin ella. Empezaba a necesitarla. La necesitaba, sí, sin jugar a dudas. Afortunadamente, caminó a mi lado sin decirme ni sí ni no. Fijándose de reojo en mi reloj, dijo pensativa:

-Las doce y media.

Luego, sonriente:

-Hasta ahora no conozco tu nombre.

  —33→  

Un tanto rudo le pregunté si ésa era la razón de su desconfianza. No contestó.

No me lo habías preguntado, agregué entonces, y yo no tengo amiguitos que te lo digan en coro.

Pensó un instante y se echó a reír.

-Tenés buena imaginación, ¿sabías? ¿No se te ocurre pensar que esa imaginación tuya pudiera ser la causa de lo que vos llamás mi desconfianza?

Se había apoyado en mi brazo. Siguiéndole el juego la abracé, la estreché con fuerza hasta hacerle sentir la vibración de mi cuerpo. No se quejó.

En las calles ya vacías, el único ruido que escuchábamos provenía de un tranvía que penosamente escalaba la cuesta de Ciudad Nueva, a lo lejos.

La idea de que fuéramos los únicos capaces de romper el rito tradicional de la siesta se me vino repentinamente, poéticamente envuelta en la voz de mi compañera que canturreaba una cancioncilla popular. E impensadamente, la voz dejó la tonada para lanzarme:

-¿Sos casado, verdad?

La miré y ella bajó la vista. Al punto pensé que esa duda era la causa real de los altibajos en su comportamiento. Pero, ¿por qué buscaba mis atenciones y me permitía que la abrazase?

-Ni soltero ni casado, le contesté irónico.

-¡Qué raro!, sonrió, ¿es un nuevo estado civil?

Puesto que creía llegado el momento de la verdad, la encaré con franqueza:

-Ni un nuevo estado, ni nada raro; estuve casado, pero para mí ésa es historia antigua.

Ningún mohín pude notarle en la cara. Obviamente, aquello le importaba poco. Pero vino otra pregunta con una sonrisa especial:

-¿Tenés hijos?

-Sí, una niña, se llama Alba, un poco crepuscular, quiero decir triste; la madre no pierde oportunidad para decirle de mí las   —34→   peores cosas. A veces me pregunto si seré realmente el monstruo que ella pinta.

-Quisiera conocer a tu hija, se entusiasmó; ¿qué edad tiene?

-Cinco años, está con la madre, a veces consigo traerla por un día.

-¿Cómo es ella? ¡Contame!

-Con extraños se muestra un poco huraña, pero apenas estamos solos, se transfigura, es, como si de repente tuviese alas.

-Se nota que la querés mucho, reflexionó entonces Vilma; un día volverás con tu mujer por Alba.

Pude verle en los ojos el mismo signo de dolor del primer día. Sin embargo, su semblante se iluminó enseguida con una sonriente pregunta:

-¿Cuándo la traés?

-El próximo sábado; le prometí llevarla de paseo a Areguá, con el tren. ¿Te gustaría acompañarnos?

-¡Sí, claro que sí!, me contestó radiante. Traeré mis apuntes para leer algo, si puedo. Me encanta viajar en tren. ¡Qué fiesta magnífica!

También a mi pequeña le fascinaba viajar en tren, y era de esperar que le agradase la compañía de Vilma.

En el interior de «Las Delicias», el aire estaba saturado de aderezos y vahos alcohólicos. Una botella de Toro blanco presidía nuestra mesa. La sonrisa de Vilma, francamente recuperada, me hacía feliz. La miraba cada vez más atraído. Era ésa una atracción espontánea tal vez mágica, independiente del deseo puramente físico. Era, por otra parte, una atracción para la cual ella no aportaba malicia alguna; había que reconocerlo. Ni ella ni yo nos la habíamos propuesto. Un mechón ensortijado danzaba sobre su frente morena y tersa, en visible contraste con las caras parroquianas ahítas de sudor y asediadas de moscas. A medida que se vaciaban los vasos y se renovaban las botellas, las voces discutiendo ridiculeces futboleras ensordecían.

-¿Algo más, señor?

  —35→  

El mozo se me hizo oír tocándome en el hombro y apartándome mi abstracción medianamente avinada.

-No, gracias. Sólo la cuenta.

De comer ya nada deseábamos, ni de beber. Al salir miré el reloj cuya aguja solitaria temblaba sobre el punto de las trece. Y al darme cuenta un poco aterrado de que el péndulo se mantenía quieto, sentí calor. Miré a mi derredor buscando a quien pudo haberme notado víctima de semejante bobería, y descubrí entonces que a cada cual solamente le importaba su estómago. Me hubiera detenido a indagar si el temblor de la aguja era cosa real o simple fenómeno óptico si Vilma no me hubiese sustraído de mi campesina curiosidad hablándome del mareo que sentía. Además, ella iba delante. Al tratar de alcanzarla, sentí cierta sobrecarga en las piernas. La ley de gravedad o el vino me hacían trampas. Acostumbrado a dormir la siesta, no deseaba otra cosa que irme a la cama. Así llegamos a la esquina donde un centenario Ybapobó presidía la avenida y un barredor de calles roncaba imperturbable a su sombra. Ningún perro habría dormido tan feliz como ese hombre.

Al doblar por Brasil, tomé a Vilma por la cintura y comencé a besarla. Renacían en mí la brutalidad que creía superada. Aprisionándola desconsideradamente la conduje al taller, y una vez allí, mientras abría la puerta, la observaba. Menudita, morena y triste, me dije de pronto, y mi pensamiento voló hacia mi hija. La puerta se abrió, me metí en el hueco y le pedí perdón:

-Debo admitir que cuando el macho domina en mí, desaparece la buena persona. Nos veremos el sábado, le dije; ¡adiós!

Mi cariño hacia la pequeña Alba superaba cualquier afecto imaginable. Todo lo que de ella me separaba no hacía sino aumentarlo. Por eso, cuando Vilma mencionó la hipótesis de mi regreso al lado de Berta por mi hija, nada dije, pero una espina se me clavó en alguna parte esencial. Nada podía pensar de Berta que no se relacionara con el fino odio que nos profesábamos, y estaba seguro de cuán insufrible me resultaría un solo día con ella.

Tumbado sobre el catre, mirando las mohosas tejuelas, vanamente le buscaba la trama a mi gestión sentimental. El peso   —36→   enorme que soportaba mi conciencia de padre me lo impedía.

Pese a la seguridad sobre mi aptitud para tal función, el fracaso se me patentizaba al solo pensar en Berta. Me enervaban el odio y las amenazas que partían de ella y su parentela. Si todo no quedara reducido a masculladas habladurías, ya me verían convertido en cerdo embalsamado o algo por el estilo. ¿Cómo no fastidiarme pues con la aparente amistad entre Berta y yo? Solamente Alba me llenaba y fortalecía. No podía olvidar que haya reñido con la propia madre por querer acompañarme la última vez que fuera a buscarla. Ninguna duda me cabía acerca de su preferencia por mí. El próximo sábado pasaría por ella a las siete, pues el único tren salía cerca de las ocho y media. No pude evitar un aleteo de emoción por adelantado.

Amaneció un día excepcionalmente espléndido para que fuese de otoño.

En la calle, la mañana tibia invitaba al gozo. Alba se me colgó del cuello al despertarse con mi voz y me besó. La ayudé a vestirse de prisa. La madre hacía como si nada viese. Permanecía acostada, y recién cuando salíamos dijo «chau». Corrimos hasta la avenida donde llegamos juntamente con el tranvía, y media hora más tarde estábamos en la puerta del taller. Alba lucía radiante, ceñida en un vaquerito azul. Acaso ni a la luciente mañanita otoñal podía compararla.

Vilma fue puntual. A poco, en el extremo de la calle donde la avenida nacía, su inconfundible silueta apareció. Marchamos a su encuentro, y juntos los tres caminamos en dirección al ferrocarril. En un gesto muy feliz por lo inesperado, Vilma extrajo de su bolso una rosada muñeca de plástico. Al verla, y sin esperar a que se la diera, Alba saltó con ansias a tomarla. De felicidad, las manitas le temblaban. Vilma había previsto como ganarse su confianza y no se equivocaba. Ahora, una niña distinta corría por delante saltando y riendo a lo largo de la vereda. Entonces caí en la cuenta de que aquélla era su primera muñeca, regocijo insustituible que ni Berta ni yo le supimos ofrecer. Mustios de corazón, habíamos olvidado tras el absurdo expediente de nuestras disputas purificantes el pequeño y femenino   —37→   corazón de nuestra hija. Alba izaba cuanto podía su rosado júbilo invitando a todo el mundo a compartirlo.

-¡Qué sencilla es la felicidad -le dije a Vilma que la miraba absorta- y qué difícil!

-¡Y qué fácil!, me replicó entonces ella; no podés imaginarte la importancia que adquiere una muñeca en brazos de una niña.

Secretamente hube de reconocer su dedo acusador. La agudeza con que captaba mis limitaciones me obligó a buscarme justificación:

-Debiste haber llegado antes; contigo se puede tener una niña feliz, le dije.

Y me respondió otra sonrisa:

-¿Qué edad tiene tu mujer?

Veía venir esa pregunta. Adivinaba en ella un atisbo de competición embozada. Respondí sin prisa:

-Veintisiete años.

-Lo suponía, suspiró, ¿y vos?

Le dije treinta. Quería saber adónde conducía su juego. Me daba cuenta de que empezaba a revelar su verdadera personalidad, y de que algo se aderezaba en su agitada cocinilla académica. Para entonces habíamos llegado a la estación, yéndonos a ocupar nuestros asientos en el vagón posterior, Vilma y yo frente a frente; Alba al lado de papá. Ningún soborno ni otra nueva muñeca hubiese conseguido una concesión de lo exclusivo. Vilma me hacía señas al respecto. Yo, en respuesta, le guiñaba.

-La tristeza de tu nena se explica, observó de pronto al cabo de alguna reflexión; los mayores tienden más a preocuparse por alimentar su egoísmo; eso es todo; suelen envejecer peleando. Uno más que otro quiere ser el infalible, y ante el fracaso actúan como Pilatos. Si tienen estudio, peor. Ninguno se atreve a mostrar el niño que te llora dentro. Yo puedo comprender a tu hija porque todavía me gusta acariciar una muñeca. A su edad tampoco la tuve.

  —38→  

Me resultaba brusco el cambio que notaba en Vilma. Se había desvanecido en ella todo rastro de la apariencia ingenua y asustada del primer día.

Oyéndola, hubiera podido imaginarme, si quisiese, una de esas incisivas criticonas que la generalidad de los hombres teme y detesta.

-Sabés mucho para tu edad, le dije, mucho más de lo que demostrabas.

Y su réplica fue contundente:

-Ya me tragué seis años de magisterio, pilas de libros y dictados, todo sobre el niño. Es un buen tema para teorizar. En eso lo han convertido.

El tren lanzó una pitada corta; luego una larga con falsete, y partió sin prisa. Alba disfrutaba agitando los bracitos fuera de la ventanilla, en una mano la feliz muñeca, en la otra un saludo para cuanta gente veía.

Su dicha era clara como el día en elocuente contraste con su adustez de costumbre.

Llegamos a las nueve y media. Desde que hubimos abandonado el tren, la brisa nos anticipaba el grato clima del lago. Cruzamos la ciudadela de Areguá observando a cada lado de la calle mayor numerosos vestigios de alguna prosperidad pretérita. Descendimos animosos y festivos por la pedregosa y casi desértica pendiente que conducía a la playa. Tuvimos que trotar medio kilómetro para no perder de vista a la impaciente Alba que se nos adelantaba por una cuadra dando gritos. El espacioso lago con un enorme cielo dentro la excitaba. Cuando tornó a nosotros, descansábamos de la corrida a la sombra de un frondoso ingá, a pasos de la orilla. La cambiamos de ropa, nos cambiamos al amparo de unas matas y fuimos al agua. Teníamos un día de verano en pleno mayo exclusivo para nosotros.

Al rato notamos que Alba nos observaba. No le quitaba el ojo al cuerpo en malla de la nueva amiga. Me miraba como interrogándome, llena de ansiedad.

-Hubiéramos traído a Miguelí, así jugaban, le susurré a Vilma.

  —39→  

Es que yo iba a pasar el día con una compañera, estudiando naturalmente, respondió muy lista.

Alba se echó a reír compartiendo nuestro buen humor. Muy seriamente nos disponíamos a disfrutar de esa escapada tan especial para todos.

-¿En qué ha quedado la teoría de los padres egoístas? -pregunté festivo.

-Esta es mi venganza, me gritó Vilma riendo.

Nos detuvimos con el agua a la cintura, con Alba llevándola entre ambos y ayudándola a flotar. En un descuido se nos zambulló, y eso bastó para que se resistiese a continuar. La llevamos entonces a la orilla donde quedó entretenida jugando con la arena. Volvimos a la parte más profunda, y ni bien allí, oí su vocecilla gritándome: ¡Papáa, papáa, no se vayan lejos!

Le respondí que ahí nomás nos quedábamos, que la estaríamos cuidando, y se sentó a jugar tranquila. Aprovechó Vilma para quejarse mimosa:

-También a mí tendrás que cuidarme, porque tampoco yo sé nadar...

Andando de rodillas, el agua le llegaba al mentón. La cabellera, en la que no me había fijado hasta entonces, flotaba en gracioso abanico a ras de las olas.

Un rubor apenas perceptible se opuso a mi contacto, un rubor sin fuerzas ante la atracción. Comencé a besarla y pronto llegó el momento en que ambos perdíamos el control.

-Te quiero, te quiero, te quiero, aunque no esté bien, te quiero...

Mientras los susurros sugerían palabras, las entrañas cantaban al unísono precipitando lo inevitable. Ya nada me detuvo, ni su gemido ni los gritos de Alba que llegaban irrumpiendo entre nuestros jadeos. Sintiéndose poseída, Vilma lloró, no podía saber si de emoción o de pena. Por mi parte, la delirante opresión de su carne me inducía a otro tanto. Ambos, bebiendo la quieta vastedad del lago en un beso total, llorábamos.

Su boca encendida y mártir se me hacía una flor sangrante.   —40→   Todo se había transfigurado hasta el punto que Alba, viéndonos fusionados en una sombra única, había gritado una y otra vez hasta acabar en desconsolado llanto. Era lo que, inmerso en la vehemencia; había creído escuchar, pero atrapados en tan diminuto tiempo de irracionalidad, todas las prevenciones habían desaparecido de pronto. En la nebulosa que nos envolvía giraban vertiginosos nuestros propios hálitos y gemidos, nuestras propias existencias en llamas y la voz hecha lamento de una niña abandonada de momento en el terreno de la irrealidad.

Al cabo del fantástico sueño, corrí hacia la orilla seguido de Vilma. Y mientras chapoteábamos resistidos por la masa de agua, pude escuchar una voz incorpórea que me preguntaba:

-¿Y ahora, qué va a ser de mí?

Alba, cesó de llorar apenas pudo vernos. Había en sus ojos un reproche que nadie sino yo podía comprender, un reproche que en lo recóndito me mortificaba.

Densos nubarrones aparecieron oscureciendo el lago. Gacha la cabeza, mojados y agitados por el viento los cabellos, Vilma sollozaba. Alba me preguntó compadecida:

-¿Por qué llora la señorita Vilma?

Trasladé la pregunta a mi compañera:

-¿Por qué lloras?

Sus ojos enrojecidos me comunicaron toda la violencia interior que yo no imaginaba. Luego me respondió con otra pregunta; una pregunta inolvidable:

-¿Es que los sentimientos no existen, por eso hay que convertir una hermosa amistad en instrumento de un instinto animal?

Quedé mirándola. A aquel rostro, a aquella boca, a aquellos ojos, jamás los hubiera creído capaces de tanta irritación. Estaban trasfigurados.

Profundamente contrariado, escuchaba el siseo de su llanto convulso. Finalmente reaccioné:

-Te equivocás, los sentimientos existen, y la amistad, la nuestra; cuanto más hermosa, más al borde del amor. Nuestra amistad nació bajo el signo de una atracción que no podemos negar. Todo nuestro comportamiento expresaba deseo, ¿o no te das cuenta de que ambos ardíamos?

  —41→  

-¡No seas malvado!

Me dio la espalda. Comprendía que no conseguía sino enfadarla mucho más pero continué alegando, sin poder evitarlo:

-Todos, circunstancialmente somos malvados; es una facultad impuesta al macho por la naturaleza. En cuanto a nosotros, debemos reconocer que llegó el momento de la verdad. Era absurdo continuar mintiéndonos, postergando inútilmente lo que, bueno o malo, debía suceder. ¿Qué sentido tenía buscarnos, estar juntos y al mismo tiempo evitarnos? ¿Por qué ayudabas al fuego que en mí prendía? Y ahora llorás. Francamente, eso es hipocresía contigo misma.

Se levantó presa de nervios, gritándome:

-Callate, por favor. ¿Me echás la culpa de todo por depositar en vos mi confianza y mi fe?

La interrumpí tratándola de exagerada. Yo no le echaba culpa alguna; sólo deseaba comprendiese lo ocurrido, hecho natural entre personas que se aman. Debí reconocer mi posible brusquedad, pero había actuado de la única manera que un varón pudo hacerlo para vencer las inhibiciones. El hecho, una vez consumado, la asustó; hecho irreversible, sucedido sin premeditación, obedeciendo a impulsos nacidos de ambos.

-No te culpo porque de nada sos culpable, insistí; pasó. No podíamos jugar con fuego sin quemarnos.

Se me abrazó gimiendo, y con voz entrecortada me suplicó:

-Tratame al menos consideradamente; comprendé mi situación.

-Te comprendo, Vilma, y estoy apenado. La atracción fue más fuerte que la razón; eso es todo. El sexo siempre se ha comportado así desde que el mundo es mundo. No busco atenuantes para mí. Es la verdad.

Algo calmada ya, continuaba, sin embargo quejosa:

-Si por lo menos hubieras esperado que me entregara, y si lo hicieras con suavidad..., pero lo hiciste brutalmente, debajo del agua, como un...

-Como un par de personas dominadas por el deseo, la interrumpí. ¿Querés a toda costa que me sienta culpable? Sin embargo   —42→   sugería suavidad y esperar a que te fueras a entregar. En aritmética, eso es llegar a un mismo resultado por diferentes procedimientos. Lástima que en vos hayan enmudecido la maestra y la estudiante; sólo habla tu egoísmo herido. Por lo visto, deseabas jugar a la posesión sin ser poseída. Paciencia, Vilma; triunfó el demonio.

Una esquiva sonrisa vi dibujársele a su pesar; buen signo. Fue a la orilla donde se detuvo mojándose los ojos. Apenas la vio alejarse, Alba, que la miraba extrañada mientras yo la cambiaba, me preguntó al oído:

-¿Por qué te reta, la señorita Vilma?

-No, no me reta; hablábamos, nada más, le contesté.

Vilma demoraba en volver. Abrí el paquete de provisiones, descorché el vino y fui por ella. Debí usar de todo mi aprendido refinamiento para estimular su indulgencia e invitarla a comer. Me dio pena su triste sonrisa al tomar de mi mano el sandwich que le había preparado con lo mejor que había en el paquete. Finalmente almorzamos en medio de una calma muy semejante a la que suele seguir a una tempestad. Paradójicamente, una real tempestad estaba cerca y esta calma la precedía. En efecto, sobre la orilla opuesta del lago la densa cortina de un aguacero avanzaba hacia nosotros. Nubes oscuras y una fresca brisa nos anunciaban el fin del paseo. Cubrí con mi saco a la niña que se había dormido con su sandwich a medio comer. Alarmado por el brusco cambio, miré buscando algún posible refugio por los alrededores, divisé a corta distancia un rancho, y corrí a inspeccionarlo. Se hallaba sobre tierra seca, y si bien frágil, por fortuna podía cubrir contra un aguacero. Ya volvía cuando vi a Vilma con la nena dormida en brazos y el bolso de comestibles a la espalda marchando hacia el lugar. Me apresuré a cargar con Alba, y segundos después continuábamos comiendo bajo techo mientras afuera llovía. Por suerte, el incidente había contribuido a mejorar el ánimo de Vilma. Acabados los comestibles, continuamos con el vino, desde la botella, poco a poco trasladados ambos a la pura dimensión de imágenes. Nos acostamos luego cada cual de cara a nuestros íntimos y respectivos conflictos. Habitantes de una nueva desolación, subsistíamos aferrados a   —43→   sueños, vivos merced en parte a esos sueños y en parte a las vibraciones carnales, irremediablemente atrapados bajo la férula del sexo.

Despiertos finalmente gracias a los chillidos de Alba que se sentía sola viéndonos dormidos, apuradamente nos pusimos en camino a la estación de Areguá. Tomamos el tren de regreso a las cinco de la tarde. Ahora todo se desenvolvía normalmente. Vilma jugaba y reía con Alba sentada en su falda. Platicábamos. La niña nos miraba contenta, sin ansiedad, sin pelos aunque algunas palabras le resultasen misteriosas. Tomé el libro que Vilma se trajera pensando seriamente repasar algo durante el paseo, y me puse a curiosear en él. En eso estaba cuando escuché:

-Alba, Albita, feliz de vos que no tenés que ocultar lo que sentís. ¿Y tu muñequita?

Alba sonrió:

-Aquí está, mojadita y con frío.

Entonces la pregunta derivó hacia mí:

-¿Creés necesario que dejemos de vernos?

Alba la miró desorbitada. Vilma le aclaró:

-Hablo con tu papito.

-Decile a la señorita Vilma, le dije yo, que la necesitamos y queremos verla siempre, pero sin resentimientos.

-Queridita, replicó ella, decile a tu papito que el mío no es resentimiento sino dolor por una horrible caída y por habérseme roto mi linda muñequita de cristal.

Alba se puso seria al preguntarle:

-¿De veras, tenías una muñequita de cristal y se te rompió?

Los ojos de Vilma se llenaron de lágrimas.

-Sí, es cierto, la cuidaba mucho, la vestía de rosa, la perfumaba de esperanza, hasta que tuve una caída y se me rompió.

Alba suspiró:

-¡Qué pena!, pero no llorés, te puedo prestar la mía, ¡claro!, la pobrecita no es de cristal. Y sonrió entre satisfecha y apenada. Vilma la miró al rostro enternecida, la besó y agregó.

-La tuya no; cuando crezcas tendrás una muñeca de cristal.

-¿Todas tenemos cuando grandes una muñeca de cristal?

  —44→  

-Todas, le aseguró Vilma; cuando la tengas, cuídala mucho. Nunca la llevés al lago.

Su triste semblante me confirmaba la emoción contenida en sus palabras. Pensé que si continuaba, acababa en llanto. Felizmente, por la ventanilla se divisaban, entre hilachas de súbita lluvia, las sombras de las primeras casas de la ciudad. Faltaba poco para llegar y el agua continuaba.

Cuando finalmente paró el tren, había lagunas en el andén y en todas partes. Decidimos descalzarnos. La lluvia arreciaba. Con Alba en mis brazos y apretados los tres bajo mi saco, chapoteamos en los raudales hasta el taller. Cuando entramos, el agua nos corría por todo el cuerpo. Acosté a mi niña en el catre, la cambié y quedó dormida. Vilma se despojó de todo tendiéndose a su lado cubierta con la manta. Le alcancé una camisa y un pantalón míos y luego prendí el primus. Secar las ropas me llevó toda la noche.

Aquel retorno matizado de lágrimas y lluvia hubo que dejar todavía un saldo de peripecias para todos. Alba despertó temprano atacada de violenta gripe. Vilma, desvelada y nerviosa, se despidió prometiendo volver al mediodía. A poco la enfermita se puso mala. Aumentaban la temperatura y las molestias. Me pidió llorando la llevase a lo de la madre. Primeramente fuimos al doctor, de ahí a la farmacia y por último al tranvía. Trataba de endurecer los nervios y disponer el ánimo para un horrible exabrupto.

Regresé hacia las doce. Vilma no se dejó ver en todo el día; me pasé la semana sin noticias de domingo a domingo, tiempo suficiente para rememorar y sopesar cosas y hechos. Para mí, la sugerencia de no volver a vernos adquiría poco a poco el ardor de una herida. El pulso y los labios me temblaban y me invadían ideas inaceptables. Francamente, divagaba.

La producción del taller, en todo dependiente de la mía propia, fue en esos días pésima. Finalmente resolví llegar hasta su casa a buscarla. Había decidido hacerla mía definitivamente. Vendería el negocio e iría con ella al extranjero donde la haría mi esposa. A las seis de la tarde de un lunes desolado y frío dejé el trabajo y me vestí apresuradamente. Pensaba entre otras   —45→   cosas cómo actuar en el futuro de modo a convencerla acerca del plan que me parecía estupendo. De pronto, al fijarme en la hora, recordé que Vilma estaría pronta a salir del colegio; faltaban quince minutos para las seis y media. Cambié pues el rumbo elegido poniéndome en marcha lo antes que pude. Llegué a tiempo a la esquina del vetusto edificio, comenzando a observar cuidadosamente a cada una de las que salían del hall y pasaban a la capilla. Me fijaba en todas. La cabellera anudada a la espalda me facilitaría reconocerla desde el portal que tomé por atalaya. Las que iban saliendo tomaban distintas direcciones. Creo haber estado diez minutos sin pestañear. Cuando vi a la última alejarse, mis ojos estaban secos. ¿Estaría enferma Vilma? ¿Se habría internado para no verme más?

Regresé aturdido, confuso. Permanecí en la puerta del taller buen rato sin decidirme a entrar. Me daba miedo esa soledad antes tan mía. Esa noche fui un triste fantasma recorriendo las calles en busca de amparo. Detenido en cualquier esquina, de repente vi un tranvía de la línea diez, que doblaba. Lo corrí como un adolescente, me colgué sin reparar en peligro alguno, viéndome arrastrado durante breve trecho hasta poder subir. En los portales y en las callejas la noche comenzaba. Sin haberme propuesto nada cierto, esta vez me iba. Al pasar la zona de las residencias, la avenida se ensombrecía notoriamente. Al paso del tranvía, empezaban a destacarse tímidas luces de kerosén, las luciérnagas y una que otra fiesta de perros. Cuando llegué, era la noche. A través del naranjal pude ver una claridad rojiza en la casa. Mi ropa oscura me permitía avanzar sin ser visto hasta una prudente distancia. Ignoro cuánto tiempo permanecí allí sin moverme, fija la vista en el hueco donde esperaba verla aparecer. Súbitamente, un perro del color de la noche surgió husmeando el contorno. Enfocado por sus encendidos ojos, me esforcé por mostrarme amistoso, pero el muy descreído respondió enseñándome los dientes, y retirándose con sordos gruñidos hasta unos metros de la casa, fijó su línea defensiva e inició un obstinado hostigamiento que duró minutos enteros. A punto ya de ceder, vi aparecer en el hueco la sombra de un niño, sin duda, Miguelí. Apenas intenté ganar unos pasos para llamarlo, el perro se puso como un demonio. Y nuevamente la sombra de   —46→   Miguelí ocupó el charco de luz. Pude oírlo decir:

-No mamá; no es ella; ha de ser un gato, seguro.

La preocupada voz de la madre se dejó oír desde adentro incrementada por la impaciencia:

-¡Dios mío! ¿Qué le habrá pasado?

Nada pues me quedaba por hacer allí. Más valía retirarme a sitio apropiado y esperar. Así fue que retorné el sendero a través del chircal ya cargado de rocío, andando a saltos, hasta aproximarme al montecito que daba sobre la avenida. Al borde del mismo, entre las chircas y perrotabacos que cabeceaban sobre el sendero movidos por la brisa, creí distinguir una silueta de mujer envuelta en blanco delantal, meciéndose suavemente al andar. Me figuré su rostro, su cabellera anudada atrás, su frente bronceada a duro sol..., y apresuré los pasos hasta correr. Pero pronto descubrí que no caminaba, que se veía demasiado alta, y por último, cuando había llegado y pasado y vuelto, no más que arbustos con flores claras y pardas pude ver meciéndose a la luz lunar, movidos por la leve brisa.

El olor úrico ya conocido me devolvió a la realidad, viéndome obligado a cruzar al lado opuesto de la acera para continuar esperando. Aguanté hasta la llegada del último tranvía, ya pasada la media noche. Acabé entonces convenciéndome de que algo serio e imprevisto estaría abrumando la existencia de Vilma.

A las once del día siguiente sonó el teléfono. Al tercer timbrazo acudí. Estaba seguro de que sería ella. Mi mano vaciló sobre el tubo:

-Hola...

-¡Canalla! De modo que te llevaste a la nena para hacerla testigo de tu orgía... Ahora, olvídate de ella. No la verás nunca más. ¿entendés? ¡nunca más!

La andanada cayó en la profundidad de mi desolación. Era la voz de Berta, la madre de Alba. La conmoción me duró varios minutos. Los muchachos dejaron el trabajo y se marcharon. Eran las once y media. Me lavé, me puse mi mejor ropa, y ya en la calle, resolví: «No dejaré que pase el día sin encontrarla». Tal suerte de seguridad interior me trajo alivio.

  —47→  

En la parada del tranvía, esperaba paseándome impaciente. Estaba casi frente al taller. Al cabo de veinte horribles minutos, el vehículo no aparecía, pero sí nuevamente oí sonar el teléfono. Crucé la calle en cuatro zancadas, abrí apresuradamente, me abalancé sobre el tubo y... un sonido lejano, intermitente, cruel, nada más, oí. Sumamente nervioso, me puse a discar. En el colegio atendieron con prisa, se trataba de una voz de mujer, seguramente una monja.

-Hola... hola...

Demoré la respuesta pensando la forma menos grosera de hacer mi averiguación. Al notarla de poco humor, le supliqué me informase si la señorita Vilma Gallardo había hoy asistido a clase.

-¿Vilma Gallardo?

-Sí, del sexto, profesorado; quien le habla es un hermano de ella.

La monja colgó el tubo. Quizá porque lo esperaba, mi reacción fue normal. Debía encontrar otros medios. Paciencia. Pese a mi angustia, fui a comer, pero más bebí y fumé. A mi regreso me entregué al trabajo como si eso fuese realmente algo importante.

Nunca pude comprender cómo había llegado Vilma al extremo de inocencia que la llevase a desatar ella misma la tormenta. Irse a lo de Berta días después del paseo fue una audacia sin sentido. Se moría por saber cómo seguía su amiga Alba. Y ¡claro!, la niña, en un arranque de comprensible alegría, le saltó al cuello diciéndole a gritos:

-¡Señorita Vilma! ¿Viene contigo mi papá?

Más no hacía falta. Desde ese momento, Berta no pararía hasta averiguarlo todo minuciosamente. La visita de Vilma se producía cuando ya noticias suyas abundaban a través de Alba, la que incesantemente recordaba el regalo que le hiciera, el más importante de su vida.

Berta aprovechó para retribuirle su amabilidad con elogios y una gratitud conmovedora. Se cambió de ropa y todo a fin de acompañarla hasta el portón. La cándida maestrita no podía suponer   —48→   que a partir de ese momento, aquella mujer llenaría su camino de espinas. Se despidió de Berta para dirigirse a la casa de su mejor amiga y compañera de estudios, una tal Olga, también maestra y estudiante del profesorado. Si aquél día le dijesen cuánto mal iría a recibir de su mejor amiga, Vilma se habría ofendido. Como única confidente de su intimidad desesperada, era la depositaria de su fe.



Golpeó al anochecer, cuando ya me acostumbraba al dolor de no verla. Vino a buscarme para arrojar en mis brazos su enorme abatimiento. Acababa yo de vestirme. Me suplicó:

-Vamos de aquí; busquemos un lugar donde no nos encuentre tu mujer.

La conduje a un sitio cualquiera, el primero que se me ocurrió, con tal de estar libres de sobresaltos. Al rato nos encontrábamos en el más alejado sector de un viejo parque, renombrado por su encanto salvaje subsistente gracias al abandono. Con renovado tormento comenzó refiriéndome lo acontecido en el transcurso de los días que siguieron a su increíble visita. Días sin un minuto de paz. Su confidente Olga, de pronto aliada de Berta, le había facilitado a ésta la dirección particular de Vilma, la del colegio donde estudiaba, las de sus profesores y toda información útil para hacer la vida imposible a una prójima. Berta, sin perder tiempo, había visitado a las monjas del colegio informándoles ampliamente de todo respecto a mí, y a la enferma madre de Vilma para enterarla de cuanto sabía e inducirla a tomar medidas de rigor ejemplar.

Fui el último en saber que mi nombre había cobrado de pronto gran popularidad entre religiosas y alumnas, popularidad que nada tenía que ver, por cierto, con mis afanes poéticos; que los pasos de Vilma y los míos estaban siendo vigilados, y que alguien esperaba obtener la mínima evidencia de nuestros amores para ponernos ante la ley.

La saludable compañía de los árboles nos tonificaba empero. Vilma cesó de llorar y nos besamos... nos besamos...

  —49→  

-Quien mal anda..., suspiró alzando los ojos hacia las ramas ahítas de húmeda sombra, como si orase.

Dolorido, víctima de peregrina autocompasión, le pregunté por qué me rehuía. Pasé días y noches de perro, le dije, sin siquiera enterarme de lo que estaba sucediendo.

Esto está mal, me replicó; vos me lo dijiste a tiempo y no te comprendí; ahora es mejor que terminemos.

Me echó el brazo al cuello besándome febril, ensopándome con sus lágrimas.

-¿Separarnos ahora? ¿Dejarnos? ¡Ni hablemos de eso!

-¡Nos persiguen, querido; no podemos continuar!, lloraba nuevamente ella.

Traté de explicarle la importancia de la lucha cuando se la sostiene por amor.

Seríamos demasiado cobardes si nos damos por vencidos, concluí con ardor. Sólo defendemos lo nuestro, lo que nadie tiene derecho a destruir.

Me aseguró que sólo algún detalle impedía la mandasen al Buen Pastor.

-Y a vos, a la cárcel, mi querido Juan..., se lamentó; ¡soy menor!

Probé de serenarla hablándole acerca de ahorros míos con los que podíamos contar.

-Vámonos de aquí, le rogué. Huyamos a la Argentina; allá tengo amigos que pueden ayudarnos...

Es que mi resistencia se agota, estalló en sollozos que me lastimaban hondamente... -y además, tartajeó- a mi padre moribundo no lo quiero dejar; compréndeme, Juan...

Ganas tenía de condenar en ese momento la tontería que había cometido Vilma al aparecer por lo de Berta, permitiendo que ésta la siguiera hasta averiguar todo cuanto quisiese. Pero no deseando agravarle su angustia, no sólo callé mi protesta sino la abracé como nunca, y como nunca mi corazón gimió junto al suyo. Eso era amor; igual no había conocido jamás.

  —50→  

-Amor sin asidero, mi querido Juan, me dijo muy triste, habiendo leído mi pensamiento; lo nuestro es como un ave volando en medio del mar; acabará ahogándose; acabará, mi Juan.

Con energía le repliqué:

-¡No todas las aves mueren en el mar ahogadas! Hallaremos una isla donde hacer nido, aduje, con pasión; lo nuestro es hermoso y estoy decidido a luchar por él.

Se tendió en el pasto. Nos tendimos en el tibio regazo de la noche. Nada más que nuestro dolor ocupaba el diminuto mundo guarnecido de estrellas. De pronto la oí suspirar:

-¡Hermosa noche sin mañana!

Pero cada anochecer estábamos allí tendidos al amparo de esos árboles, sobre el aromado lecho de pasto. Cuando, por impedimentos insalvables, faltaba a la cita, yo temblaba. Su breve ausencia se me hacía una premonición, una herida presentida, ya doliente en la sangre.

Y día tras día continuaba el asedio de Berta y su presión sobre las monjas del colegio y sobre la madre de Vilma instándolas a destruir la condenada magia que nos unía.

Y llegó el invierno con sus noches tristes y lluviosas. Todavía subsiste en alguna parte de mi sentir el timbre de su voz despidiéndose al término de nuestra última noche. A la mañana, mi existencia flotaba lejos del taller. Descubría que aquel trabajo, mi sustento material, realmente me importaba un rábano. Ese trabajo, ese grillo que el condenado debe soportar con resignación hasta el fin de la pena, acababa mereciendo mi desprecio. Al anochecer, mi alma era un perro gimiendo bajo la lluvia a lo largo de lúgubres callejones. Vilma se marchaba. Había resuelto cortar todos los nexos con la intolerable existencia metiéndose a monja. Un camino inexplicable, tal vez el único abierto, el único aprendido, el que se le había metido a fuerza de opresión en las entrañas. Me resultaba ridícula tan súbita vocación religiosa que le nacía en semejante coyuntura. Decididamente, me inclinaba a pensar que su versátil humanidad optaba de pronto por la cruz en aras del miedo. Y maldije apasionado la acción deformadora de la educación confesional. Mas, ni   —51→   tan siquiera de eso llegaba a estar seguro. Lo estaba sí, y mucho, del hecho de que Vilma huía, que huía de mí.

El fuego que habíamos avivado entre ambos, con la propia sangre, de ambos, vuelto llama voraz, nos había consumido. Nada más que ardiente ceniza quedaba. Cualquier enemigo hubiera podido vencernos con sólo aguardar el epílogo de nuestra historia.

Desemboqué en una calle larga, fría, desconocida. A lo lejos, obnubiladas por la llovizna, se destacaban las góticas líneas de los árboles del parque.



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