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El año que rompí contigo. Capítulo primero

Jorge Eduardo Benavides






- I -

En Lima, capital mundial de la desesperanza, el tiempo había empezado a remover despacio sus dedos lentos de garúa y niebla depositando charcos, fango y una suave pátina de melancolía sobre las calles. Los parques no podían disimular su abandono de animal famélico, hirvientes de maleza y de tierra reseca donde los chicos levantaban remendados campos de fútbol cuyos límites imprecisos aceptaban la irrupción de transeúntes distraídos. Los edificios del centro, antiquísimo reducto de prosperidad, respondían con sombras y hollín a los bocinazos impacientes de un tráfico vespertino y perdido en las caóticas rutas siempre improvisadas a causa de la defensa neurótica de embajadas y locales oscuramente necesarios para que el herrumbroso mecanismo estatal siguiera funcionando sin desmoronarse a causa de los frecuentes atentados. En las calles, apenas transitable por culpa de un gentío gris de zombies, flotaba un paisaje inextricable de olores violentos: orines esquinados que empezaban a horadar las paredes de quincha, naranjas peladas y frituras caseras mezclándose con el humo turbio que exhalaban los micros descascarados y repletos, sobacos y pelos sucios de una multitud indigente que estiraba las manos para pedir unos soles, para comprar un pancho, para vender un huachito de lotería, que hoy juega míster, hágame caso, para arrancar una cadenita o un reloj dorado, lujos tentadores a los que cedía una masa fluctuante de ladrones camuflados por el maquillaje de miseria que vestían todos, y que echaban a correr descaradamente entre la gente impasible que comía pollo frito y grasiento en los snacks envejecidos. Desde allí, desde el centro de Lima donde resistían bancos y oficinas, gente bonita y blanquinosa escapaba hacia San Isidro, Monterrico, San Borja y Miraflores, donde persistía escasamente un ligero respiro de barrio decente y burgués a sus horas, de casas coquetas y edificios flamantes, ajenos por completo al cáncer que empezaba a carcomerles las orillas donde se instalaban mercadillos y ferias artesanales con sus regateos huachafos que eran sólo el anverso de la medalla, juegos necesarios de correspondencia entre cholos y blancos, tan distintos de los juegos nocturnos de las discotecas y bares, restaurantes y cines que se abrían mimosos para respirar un tiempo irreal, vago territorio de la levedad occidental en Lima, capital mundial de la desesperanza.

Para muchos, durante un tiempo fue sencillo escapar sin pretextos de la sarna limeña: bastaba con cerrar los ojos al noticiero, no transgredir nunca las fronteras de la ciudad transitable, intuir -sin preocuparse demasiado por ello- que Lima también tenía su south of the border, aunque para el caso se abriese al norte, al sur y al este, allí donde se alzaban las cuadradas chozas de paja sobre aquellos inmensos campos eriazos donde se apostaba el hambre nunca saciado de los pobre cholos que rumian su resentimiento de siglos: miles de ojos que acechaban la ciudad prohibida y que fueron invadiéndola sin pudor, como una mancha mestiza que se arrogaba el derecho de protestar, formar sindicatos, de estudiar y hasta de existir ante el escándalo de la gente decente, para quienes bastaba con encogerse hombros ante la insolencia o maldecir un rato la alarmante cholificación del centro cuando un trámite cualquiera -un giro bancario, una minuta de compraventa, un poder amplio y general- obligaba a recorrer sus calles coloniales o adentrarse en los edificios solemnes de los bancos a cuyas puertas se asilaban, como emisarios de la pobreza creciente, mendigos o vendedores de lotería, ambulantes o niños de mirada decrépita. Ante ello bastaba simplemente con hilar un camino de araña entre Monterrico, San Isidro, La Planicie y Miraflores, una armazón inexpugnable y geométrica de bicho sedentario.

Bastó en realidad con tan mínimas cosas para seguir sintiéndose vivo hasta hacía poco, lavándose el asco del día con cubalibre y marlboros de contrabando; con las chicas lindas y carositas, ojiverdes y patilargas que noche tras noche bailaban en las discotecas su alegre música de olvido, en el supuesto de que recordasen alguna visita al centro, alguna mirada de soslayo a las casuchas de esteras que se arrimaban poquito a poco, pasito a paso, a los barrios elegantes donde vivían, y que las hacían exclamar que la situación de esa pobre gente, ay, es horrible, como si sus frases extendiesen el salvoconducto necesario para una vida implícitamente ignorada hasta que en la universidad algún profesor vanguardista, de barba y militante de izquierdas les provocase un ligero entusiasmo, casi un cosquilleo social. Porque en la universidad, ya sabemos. Los amigos, por ejemplo (sí, ya que estamos, pongamos un ejemplo). Los amigos que por aquel entonces empezaban su esgrima feroz contra el sistema que sin embargo hacía posible su esgrima feroz contra el sistema que sin embargo hacía posible su esgrima feroz contra el sistema que sin embargo: sí, paradoja griega, subrutina servomecánica, perro que se muerde la cola, círculo viciado y vicioso: de qué que otro extremo se puede cuestionar si no es desde el aula prístina y aséptica de la universidad, desde el sofá tibio y mullido que acepta con el mismo interés a Lenin y a Harold Robbins; desde un par de cervezas heladitas y arquetípicamente proletarias en el Juanito de Barranco, especialmente acondicionado para que uno se sienta del pueblo; desde la penumbra sensualota del Lions pub o La Estación y en fin, desde tan escasos y escogidos puntos de la ciudad en los que resultaba magnífico y consecuente exclamar por qué tanta desigualdad si todos somos iguales, carajo, parapetados, claro, en la confianza inconfesable de sabernos distintos a todos. Y todos era el cholo que acababa de asomar la jeta en Miraflores. Punto.





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