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El beso del sapo: configuraciones grotescas en La Regenta

John W. Kronik


Corneill University of Ithaca-New York


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Un perito en materia del grotesco ha dicho sin ambages: «El siglo diecinueve posterior al romanticismo se despacha rápidamente en una historia de lo grotesco»1. Estas palabras de Wolfgang Kayser reflejan la visión corriente de que lo grotesco constituye lo opuesto al realismo decimonónico. Incluso el libro más reciente y definitivo sobre el fenómeno, a pesar de su contacto con el «realismo grotesco» que expone Bakhtin, pasa en su sucesión de capítulos de Emily Brontë y Poe a Thomas Mann2. Los que tratan este tema en el contexto español suelen saltar del grotesco romántico directamente a Valle-Inclán3. Lo grotesco, en fin, se asocia históricamente con el barroco, con el romanticismo y con las corrientes vanguardistas del siglo veinte, pero parece ser el antagonista de una postura mimética. Esta omisión de toda una época es un error que deja un gran hueco en la historia del grotesco español. Es difícil imaginarse cómo pueden vivir y escribir en tierras españolas los herederos de Quevedo y Goya, de Alemán, Valdés Leal y   —518→   Larra, sin quedar profundamente afectados por la estética del grotesco. Efectivamente, no hay que buscar lo recóndito para encontrar escenas de evidente estampa grotesca en nuestra llamada generación realista, en Pereda y Pardo Bazán, en Sotileza y Los Pazos de Ulloa, por ejemplo. La de Galdós es sin ninguna duda una mano maestra al servicio de lo grotesco, la cual recurre a esta estética en la creación de personajes y escenas y en la exposición de sus temas4. «Clarín », por su parte, también se aprovecha de las posibilidades expresivas de lo grotesco en varios de sus cuentos, en Su único hijo y en La Regenta. De verdad, son tan extensas, tan profundas y tan variadas las manifestaciones de lo grotesco en La Regenta que esta limitada indagación en el tema no puede hacer más que rozar muy someramente unas posibilidades de estudio.

No es tarea nada fácil precisar las fronteras de este término, tan usado en el habla común como entre los críticos, y los diccionarios no sirven para resolver el dilema de la definición. El propio Kayser, después de dedicar un libro de más de doscientas páginas a esta cuestión, lo cierra con un epílogo que titula: «Un esfuerzo de definir el carácter de lo grotesco», y nos avisa que lo grotesco es ambiguo y traspasado por los sentidos más diversos. Luego el ruso Bakhtin contradice todo lo que dijo Kayser. Harpham, por su parte, confiesa que no nos cuesta mucho reconocer o sentir lo grotesco, incluso podemos describirlo, pero definirlo parece presentar obstáculos infranqueables. Es que nadie ha podido establecer un código de las leyes del grotesco. No existe una poética del grotesco.

En sus orígenes lo grotesco se asocia con la pintura y sólo más tarde pasa a la literatura. Por el carácter de las pinturas grotescas descubiertas en el siglo quince, tenemos que ligar el concepto, primero, con una función decorativa y, segundo, en sus modalidades expresivas, con una combinación de ingredientes cómicos y horripilantes. Se trata en todo caso de un estilo fundado en unos principios de incongruencia. Para mi enfrentamiento con lo grotesco en La Regenta, entonces, tendré presente las siguientes características de este estilo: una concepción plástica del arte literario; la yuxtaposición de componentes que el lector percibe como incompatibles; una sensación de incomodidad ante un orden desplazado; una distorsión de formas más exagerada y más problemática que en una simple caricatura; y un estímulo a la risa en la cual se siente algo inquietante. A mayor distancia, pero no ausente de esta manifestación relativamente moderna de lo grotesco, está el ingrediente tradicional de lo monstruoso que suscita el horror.

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Es necesario insistir en que La Regenta no se debe exhibir como un documento modelo de lo grotesco. Más bien, es un texto en el cual hay elementos de lo grotesco que forman parte de su complejo tejido artístico y que no son nada incompatibles con su representación de la realidad. El descubrimiento de estos elementos enriquece la experiencia que tiene el lector de esta narración monumental. Por eso me refiero a configuraciones grotescas en La Regenta. Se trata de figuras que acompañan la totalidad, de una disposición de componentes que le dan al texto su timbre peculiar. El marco de la novela -su apertura y clausura- se destacan como códigos de lo grotesco que configuran todo el masivo texto. Pero también entre estos dos momentos claves encontramos manifestaciones insistentes del grotesco físico, psíquico, situacional, moral y lingüístico. Me voy a concentrar en las escenas introductorias y finales, pero quiero señalar al menos de paso algunas de las otras ocasiones en que «Clarín» recurre a esta estética.

Toda la novela está compuesta a base de tensiones que no se resuelven. El mundo ideal de Ana y la realidad burguesa de Vetusta. Ley natural y deber moral (como dice Antonio Vilanova). La clase obrera recién nacida y la aristocracia decadente. Los más linajudos y los más andrajosos que viven en el mismo barrio. El convento de monjas y la fábrica de pólvora que se encuentran lado a lado. Las alturas espirituales y las bajezas de la corrupción terrenal. La suciedad del centro urbano y la belleza del campo (como también en Doña Berta). Se podría extender largamente esta lista, y habría que añadir el desequilibrio temporal y dinámico que existe entre las dos partes de la novela, señalado ya hace muchos años por Emilio Alarcos Llorach5.

El tratamiento de temas, incidentes y personajes está revestido de lo grotesco. Son grotescos los vetustenses con sus fórmulas y falsedades, su hipocresía y calumnias: «La aparente cordialidad y la alegría expansiva de todos los presentes ocultaban un fondo de rencores y envidias»6. Todo es máscara en esta sociedad: casino, política, oratoria, ropa, religión, amor... Vetusta en su barrio más nuevo le inspira a «Clarín» una descripción protocubista al estilo del último Valle-Inclán, unas frases de sintaxis rota, apto acompañamiento a un cuadro urbano incongruente que el propio texto califica de «tonos discordantes»:

Igualdad geométrica, desigualdad, anarquía cromáticas. En los tejados todos los colores del iris como en los muros de Ecbátana; galerías de cristales robando a los edificios por todas partes la   —520→   esbeltez que podía suponérseles; alardes de piedra inoportunos, solidez afectada, lujo vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano que va mezclada con la ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de harinas que se quedan y edifican despiertos.


(I, 114)                


Las incongruencias se acumulan cuando pensamos que al lado de esta ridícula geometría unos muñecos de carne y hueso representan una escena de otro siglo, el duelo, ridículo también a pesar de su trágico desenlace. Lo grotesco de la costumbre se acentúa con el disparo de la bala fatal, que le coge en la vejiga al irónicamente nombrado don Víctor.

La ironía, la caricatura y la parodia, armas predilectas del grotesco, brotan de las páginas de La Regenta. Los mitos literarios -Don Juan y el héroe calderoniano, por ejemplo- quedan subvertidos. Los personajes son casi siempre el blanco de descripciones reductivas: Doña Paula parecía una amortajada; don Custodio sudaba como una pared húmeda. O como ocurre tanto en el grotesco, adquieren formas animales: Saturnino Bermúdez entra en la historia a guisa de anfibio; y en su despiadada caracterización de Cayetano Ripamilán, «Clarín» casi agota todo su vocabulario ornitológico.

A base de estas indicaciones generales, ya es posible anticipar algunas conclusiones. Por una parte, lo grotesco en La Regenta le sirve a «Clarín» como arma de ataque contra las estructuras sociales y morales de su época. La supuesta deformación de las lineas normativas de la realidad es, en el fondo, un fiel reflejo de una realidad deforme por naturaleza (como lo es en Larra, en Galdós, en Valle-Inclán, en Cela). Por otra parte, por tratarse de un proceso estético sumamente gráfico y llamativo, lo grotesco dirige la atención del lector al artefacto que es La Regenta y a la artesanía que Alas ha invertido en su elaboración. En las primeras y últimas páginas de la novela se pueden poner a prueba a la perfección estas observaciones.

La novela se lanza con una breve frase que, su ironía aparte, establece lo contradictorio como norma a través de una de las figuras retóricas predilectas de la estética grotesca: el oxímoron. «La heroica ciudad dormía la siesta». El héroe dormido anda en oposición a la heroicidad, pues los héroes son activos, y echar una siesta es de lo menos heroico que se puede imaginar. Más que la dualidad temporal que vemos en la Soria de Machado -«muerta ciudad de señores»- experimentamos aquí una intensa distorsión de un concepto sublime, sagrado, mítico. No se trata de un perdido mito del pasado, sino de una incongruencia que persiste con plena vitalidad. Esa persistencia la refleja la prosa cuando, en la primera fase del segundo párrafo, el narrador, describiendo con lupa deformadora, vuelve a la misma idea, sólo en términos más fuertes: «la muy noble y leal ciudad... hacía la digestión del cocido y de la olla podrida» (I, 93). La visión grotesca de la frase inaugural ya   —521→   se había aumentado y convalidado en la célebre danza de la basura. Los desperdicios humanos de la ciudad se convierten metafóricamente en vuelos artísticos que se suben hacia lo alto; las sobras y basuras son mariposas que se buscan en el aire.

La primera descripción de la catedral establece un escenario moral para el juego entre lo sublime y lo grotesco. La torre en su forma natural, o vista a la luz de la luna, es «un poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza». Pero cuando la iluminan con faroles de papel, la torre se parece a «una enorme botella de champaña» (I, 93-94). La idea es bien evidente: el ser humano distorsiona y convierte en feo las estructuras sublimes de su mundo. Si es risible esta imagen sacrílega, más tarde resulta ser desconcertante que Ana, que duerme rodeada de un cuadro religioso y de una piel de tigre, no pueda distinguir en don Fermín el «hermano del alma» del «solicitante lascivo» (II, 534).

El personaje que presta a la novela su simetría -y quien justifica mi título- es Celedonio. En la descripción introductoria que le dedica el narrador, se transmuta en un tipo de gárgola en lo alto de la torre. Desfigurado en su sotana sucia y raída, se pasa el tiempo escupiendo sobre los transeúntes. En un toque lingüístico plenamente grotesco, el narrador le echa el epíteto irónico de «caballero». He aquí ya, en la segunda página del texto, el sapo -escupiendo, viscoso, asqueroso- con quien se cerrará la novela.

El narrador inserta en las percepciones del lector una imagen indeleble de un caballero-pillo física y moralmente desfigurado. Tallada en palabras, la figura grotesca del acólito se mantiene rígida a través de las estaciones que se suceden, de octubre a octubre, inalterada por el viento sur, a lo largo de mil páginas, hasta las últimas lineas del texto, donde la imagen, como el sapo, se infla y se imprime en la cara de Ana, en las páginas de La Regenta y en la memoria del lector. Allá por las alturas, supuestamente espirituales, el acólito, vinculado por su oficio con la religión, desdeña y victima lo terrenal que yace reducido a sus pies, tal como lo hará con más sutileza el Magistral. Y al final, se mantiene la misma relación espacial, con Ana a los pies de Celedonio y bajo su dominio.

Pero «Clarín» sabe castigar a sus criaturas. La inversión de las estructuras ortodoxas que han perpetrado el acólito y su amigo cómplice encuentra un eco en los nombres que llevan los pilluelos: Bismarck, el canciller de hierro, portador del poder; y Celedonio, el donativo celestial. «Clarín», tan travieso como su par de victimadores victimados por él, les pega una grotesca venganza onomástica.

Si estos primeros juegos entre creador y personaje son inocentes y nos causan risa, el narrador muy pronto nos plantea en el terreno inestable y perturbador de lo grotesco con un anuncio amenazador de monstruosidad:

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«en el acólito... se podía adivinar futura y próxima perversión de instintos naturales provocada ya por aberraciones de una educación torcida» (I, 100-101). Aquí hay sugerencias de homosexualidad que se fortalecerán cuando se cierre la historia.

En este momento propicio aparece don Fermín, objeto también él de una visión grotesca. La larga descripción de su persona empieza al revés, con sus pies y sus zapatos, convierte su cara en máscara espantosa que «a unos les daba miedo, a otros asco», y se disuelve al final en palabra directamente condenatoria, como en los dibujos de Goya que llevan al pie una aclaración verbal: «cobarde hipocresía», «frío y calculador egoísmo» (I, 102-103).

Cuando el Magistral baja de la torre y entra en la catedral, el narrador inscribe este acto en los anales más clásicos del grotesco:

Por las altas ventanas y por los rosetones del arco toral y de los laterales entraban haces de luz de muchos colores que remedaban pedazos del iris dentro de las naves. El manteo que el canónigo movía con un ritmo de pasos y suave contoneo iba tomando en sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento, tornasoles de plumas de faisán, y otras veces parecía cola de pavo real; algunas franjas de luz trepaban hasta el rostro del Magistral y ora lo teñían con un verde pálido blanquecino, como de planta sombría, ora le daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un cadáver.


(I, 118)                


Vemos la escena fraccionada bajo un juego carnavalesco de luz y colores y al Magistral metamorfoseado en animales y en plantas. Hay otra sugerencia de máscaras y deformación de las facciones humanas. Se evoca un asco a la vez físico y simbólico. La prosa sufre su propia desfiguración con el uso exagerado e irónico de la aliteración y en la decepcionante armonía entre el ritmo de las frases y el ritmo del andar de don Fermín. Todo culmina con una evocación metafórica de la muerte. Esta descripción afectiva, poética, diabólica, surreal tiene poco que ver con los supuestos procesos miméticos; podría ser, más bien, un retrato de Tirano Banderas o de un habitante de Macondo. Y con los insistentes vocablos «verde» y «viscosa», se establece un vínculo con la última escena de La Regenta.

En el rápido desenlace de la novela de Alas, en esa escena que el lector se llevará más allá de la lectura, brota toda la vertiente demoníaca de lo grotesco. El Magistral, con su cara de muerte, sus «ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos» (II, 536), su cuerpo temblante y sus brazos amenazadores, se convierte plenamente en monstruo. En Ana, su víctima, inspira el horror, el espanto y la angustia que infunden las fuerzas más ominosas. En este momento culminante, la tergiversación de lo espiritual se representa   —523→   icónicamente con la transformación del Magistral en el Jesús del altar. El icono, por su parte, en una grotesca inversión, se anima: «Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente» (II, 535). La plasticidad de lo grotesco, desprovisto ya de toda comicidad, comunica al lector, a través de Ana traspasada de horror, las dimensiones teratológicas de un mundo de discrepancias morales. No es nada sorprendente que en estas circunstancias una realidad ya deforme -el beso clandestino, cuasi-necrofílico del acólito sucio y perverso- se convierta, en la imaginación oníricamente distorsionada de Ana, en beso de un sapo.

Un verdadero sapo ya había aparecido ante Ana en el capítulo 9 cuando se estaba paseando por los prados con Petra: «Un sapo en cuclillas miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa, que salía de la tierra como una garra. La tenía a un palmo de su vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusiones» (I, 347). La reacción de Ana y la atribución de capacidades ocultas y motivos funestos al sapo convierten al inocente animal en monstruo sonriente, símbolo gráfico de lo grotesco. Por esto y por su colocación en una raíz metafóricamente transformada en amenaza, el sapo se separa de las atracciones que Ana descubre en la naturaleza y se sitúa en la conciencia del lector con todo su arraigo mítico y como motivo diabólico. Ahora, en la última página, otro sapo burla a Ana en un rito que es su juicio final, y el grotesco cumple con su misión tradicional de desacralización.

Celedonio, unido con el Magistral en su verde viscosidad, es el doble de don Fermín. En él también se recalca su monstruosidad al final. Por la descripción se entiende que poco ha cambiado. Celedonio sigue llevando sotana y la sotana sigue sucia. Tanto ha ocurrido en este año y en estas muchas páginas, pero el final sólo ratifica la decadencia que ya había anunciado el comienzo. Las modificaciones que vislumbra el lector sirven de acompañamiento al ultraje que se comete aquí. Celedonio merece ahora el adjetivo «escuálido» y otros que extienden a su carácter su talante monstruoso. No mide sus palabras condenatorias el narrador cuando nos dice que «Celedonio sintió un deseo miserable» y que tenía «el rostro asqueroso» (II, 537). No es nada sorprendente que Ana sienta náuseas al unirse la bella y la bestia, pero el lector descubrirá en este acto la doble faz que siempre presenta lo grotesco: una realidad, perversa en este caso: el beso; y la deformación de esa realidad: el posible motivo detrás del beso, un experimento. Celedonio deposita el beso en los labios de Ana «por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba». La renovada sugerencia de homosexualidad, reforzada por el adjetivo «afeminado» con el cual el narrador califica al acólito, extrema el proceso de perversión. La insistente acumulación de   —524→   deformidades encuentra un paralelo estilístico en la frase donde el narrador caracteriza el deseo de Celedonio como «una perversión de la perversión de su lascivia». Este juego retórico, más típico de escritores posteriores que de Alas, es una grotesca contorsión lingüística y conceptual, perfecto acompañamiento verbal de esta circunstancia humana. La perversión de una perversión de una perversión: qué frase, qué idea más atrayente. Es enigmática, pero nos lo dice todo. Como lo grotesco, llama nuestra atención, pero no nos satisface racionalmente. Nos inquieta a la misma vez que la admiramos. Capta cabalmente los estratos de perversidad -el carácter- de Celedonio, del Magistral, de la sociedad vetustense. Sigue sonando y resonando más allá de la última página del texto. Es la valorización estética de la fealdad humana, social y moral que La Regenta se esfuerza por reproducir. Y quizás nos pueda servir, mejor que cualquier otra, de definición de lo grotesco.





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