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El concepto de «cine nacional» en la era de la comunicación

Josep Lluís Fecé Gómez





El principal objetivo de esta comunicación es el de plantear algunas cuestiones relacionadas con el concepto de «cine nacional», una categoría considerada «evidente» -en algunos casos, «indiscutible»- en no pocas historias. Antes de comenzar, quisiera hacer unas precisiones. En primer lugar, no intento negar la existencia de unas cinematografías nacionales, ni de defender una especie de hermandad cinematográfica universal que compartiría un amor sin fisuras por el séptimo arte, las grandes obras y por los grandes maestros. Tampoco es mi intención cuestionar una supuesta realidad o un objeto, sino un concepto que, en mi opinión, se entiende de forma «estática» y no como una categoría en constante cambio, como lugar o espacio en el que intervienen (siempre de forma conflictiva) aspectos económicos, tecnológicos, políticos e ideológicos. En segundo lugar, quisiera señalar que a partir de estos breves apuntes no se pretende revisar toda una tradición historiográfica que ha organizado sus trabajos alrededor de esa categoría, sino de examinarla a la luz de recientes transformaciones tecnológicas, económicas, sociales y culturales que afectan al cine, hoy una realidad mediática. Por último, destacar que mis reflexiones se alejan del enfoque «estético» (las escuelas, los autores...) para acercarse a una concepción del cine como «práctica cultural» y giran alrededor de eso que, de una forma general, se denomina «recepción».


1. Texto y contexto

De forma general, podemos decir que una cinematografía nacional está compuesta por un amplio conjunto de filmes en los cuales pueden observarse elementos temáticos y formales susceptibles de configurar un «modelo» del filme español, portugués o norteamericano. Es decir, el investigador encuentra una cierta coherencia entre un amplio número de filmes y asume que esa coherencia tiene relación con la producción y recepción de esos filmes dentro de los límites de un estado-nación o de una nación sin estado. Dicho de otro modo, el investigador relaciona una coherencia -que podríamos definir como «textual»- con otra -que podríamos denominar «contextual»- de tipo socio-político o socio-cultural. Si la relación texto/contexto está ampliamente aceptada en los estudios sobre los medios de comunicación y la cultura de masas -desde la(s) semiótica(s) hasta los Cultural Studies británicos, pasando por la(s) sociología(s)- su presencia en el terreno de las investigaciones cinematográficas es, a mi juicio, escasa. Grosso modo, tomar esa relación como principio metodológico significa pasar del estudio de las obras al de la relación que éstas mantienen con los grupos sociales y con otros objetos culturales. Se trata, fundamentalmente, de estudiar las lógicas de consumo cinematográfico.




2. Contexto

Si quisiéramos estudiar la producción reciente (pongamos la de los últimos veinte años) de una cinematografía nacional, deberíamos tener en cuenta alguno de estos aspectos. En primer lugar, las características de las empresas de producción, hoy grandes complejos multimedia que invierten grandes sumas de dinero en productos «polivalentes» (en la actualidad, además de un film, se comercializa un disco de éxito, un libro, un programa de televisión, en definitiva, se intenta construir un acontecimiento mediático) y que necesitan una audiencia más amplia que la de un territorio nacional. En segundo, unos cambios tecnológicos que no sólo afectan a la producción de imágenes, sino también a su distribución. Las tecnologías de la comunicación han creado una nueva geografía simbólica gracias a su capacidad de transgredir fronteras y territorios y que implican un complejo proceso de desterritorialización y reterritorialización.

A primera vista, no parece que esas cuestiones tengan mucho que ver con el «objeto cine», sobre todo si lo consideramos (lícitamente) como un conjunto de obras, autores y escuelas en los que dejan algunas huellas los acontecimientos históricos. Sin embargo, las cosas pueden plantearse de distinto modo si concebimos el «objeto cine» como práctica cultural. Pensemos, por ejemplo, en el nuevo cinéfilo; un espectador-consumidor que acude a un centro comercial, ve un filme (por lo general, norteamericano), tiene la posibilidad de comprar una serie de productos relacionados con él (discos, camisetas, libros) y más tarde, ve en la televisión (quizás en alguna cadena con alguna participación en la producción) un debate sobre el tema planteado por dicho filme. Y todas esas actividades pueden realizarse al mismo tiempo y en distintos lugares del planeta...




3. Sobre las identidades culturales

Hemos de suponer que una cinematografía nacional es algo más que un conjunto de productos «fabricados» en un territorio; los filmes también pueden considerarse como índices de las representaciones sociales o como lugares en los que se manifiesta (aunque sea a través de la ficción) la denominada identidad cultural de un grupo, pueblo o nación. Nos hallamos pues ante un complejo conflicto; puesto que la expresión de una identidad cultural no siempre es compatible con unas realidades económicas y tecnológicas que exigen vastas audiencias. Conflicto a menudo presente en los discursos de las instituciones públicas y privadas que por un lado defienden y exaltan las peculiaridades de sus productos y que por otro, necesitan unos mercados más amplios, unas audiencias que quizás no estén familiarizadas con esas peculiaridades. Es lo que ocurre, por ejemplo, en los discursos (sobre todo institucionales) sobre algo en el fondo tan vago como el «cine europeo» y en general, como eso que denominamos «cultura europea».

Ante esas nuevas realidades, parece cuando menos discutible considerar las identidades culturales como un objeto dado, estable, en el que las nuevas tecnologías, la economía y las prácticas culturales producirían unos determinados efectos. Por el contrario, desde hace algunos años las identidades culturales son, en buena parte, un producto de esas prácticas y de esas tecnologías. Ello significa considerarlas como algo en constante reformulación, como lugares en los que se producen una serie de conflictos y en los que se dan cita intereses contradictorios. Además, una identidad cultural no puede ser definida únicamente por sus supuestas especificidades, sino también por su relación (y diferenciación), con otras identidades culturales. Dicho de otro modo, deberíamos estudiar cómo nos definimos a nosotros mismos a través de nuestras diferencias con el Otro. Consecuentemente, deberíamos preguntarnos qué o quién es ese Otro y qué imagen construimos de él. Pensemos, por ejemplo, la supuesta Identidad Europea definida en muchas ocasiones en relación a las imágenes de «Norteamérica».

Otro problema relacionado con la identidad cultural y también con el trabajo histórico es el de la «tradición». Al igual que sucede con el concepto de «identidad cultural», el de «tradición» puede utilizarse como un conjunto de creencias y prácticas aceptadas pasivamente por una comunidad; la tradición es más bien una cuestión política, un discurso en el que podemos ver cómo una serie de instituciones seleccionan (o, en ocasiones, imponen) unos determinados valores del pasado para actualizarlos en una serie de prácticas contemporáneas. En ese sentido, unos objetos culturales (un cine nacional, por ejemplo) pueden (re)presentar una particular versión de una memoria colectiva y de ese modo, «producir» un determinado sentido de la identidad cultural y nacional.




4. Problemas e inquietudes

Estas esquemáticas consideraciones relacionadas con el concepto de «cine nacional» deberían inscribirse en un trabajo y un debate conceptual y metodológico cuyos límites exceden, evidentemente, los del marco de una comunicación. Me contentaré pues con enumerar algunas cuestiones. En primer lugar, debe admitirse que concebir el cine como «práctica cultural» y estudiar las «lógicas del consumo» implica aceptar ciertas indefiniciones metodológicas. Desde ese punto de vista, un trabajo sobre una cinematografía nacional puede abarcar dos grandes aspectos; por un lado podemos estudiar, a través de un conjunto de films, cómo una sociedad se representa a sí misma y por otro, analizar las relaciones entre esa cinematografía y otros territorios culturales, no sólo con la televisión, sino también la industria discográfica, con el consumo, etc. y las dinámicas culturales que se establecen entre esas películas y su público. En ambos casos, nos hallamos en un territorio interdisciplinario que rebasa ampliamente no sólo el de la historia, sino también el de la teoría del cine, al menos tal y como las conocemos.

En segundo lugar ¿hasta qué punto podemos seguir hablando de «cine» sin tener en cuenta los profundos cambios que, a partir de los años 60, se operan en los hábitos de consumo? Si admitimos (y me parece que hay suficientes razones para ello) que el cine es hoy una realidad mediática, deberemos asumir que su estudio se acerca al de otros medios de comunicación. De ese modo, conceptos o problemas como la «globalización» afectan al cine, aunque sólo sea a la utilización del concepto «cine nacional». En mi opinión, el investigador debería asumir que hoy trabaja con realidades y conceptos inestables, algo que implica aceptar indefiniciones, contradicciones y constantes reformulaciones de su trabajo y de sus métodos. Puede evitarlo refugiándose en supuestas realidades inamovibles, en conceptos o categorías indiscutibles, aunque el precio que pague por ello sea darle definitivamente la espalda a su objeto de estudio.








Bibliografía

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Sorlin, P., Cines europeos, sociedades europeas, 1939-1990 (Barcelona, Paidós, 1996).

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