Un texto muy
interesante para plantearnos lo que el escritor entendía
como propio de la condición femenina es su evocación
del momento en que conoció a Gertrudis Gómez de
Avellaneda. La evoca desde la vejez en sus Recuerdos del tiempo
viejo1,
pero sin duda reproduce lo que debieron de ser sus ideas y
sentimientos de toda la vida:
Cuenta Zorrilla
que en una de las sesiones matinales del Liceo, le pidió un
amigo que leyese un poema de un joven escritor y le sirviese
así de introductor en aquel cenáculo literario.
Zorrilla echa una rápida ojeada a los primeros versos del
poema, escrito en estancias endecasílabas y dice: «no tuve reparo alguno en arriesgar la lectura de
los no vistos». Los versos «arrebataron al
auditorio» y, desvelado el incógnito, Zorrilla y el
Liceo aplauden y aceptan a Tula como gran poeta y hermosa dama.
Términos que para Zorrilla resultan difíciles de
conciliar y así lo manifiesta con lo que él mismo
califica de «cándida ingenuidad». Pese a sus
evidentes encantos femeninos, Zorrilla no se siente atraído
por Gertrudis como mujer y para explicarlo llega a la brillante
conclusión de que en ella se ha producido un error de la
naturaleza. Oigámoslo con sus propias palabras:
... la mujer era hermosa, de grande
estatura, de esculturales contornos, de bien modelados brazos, de
airosa cabeza, coronada de castaños y abundantes rizos, y
gallardamente colocada sobre sus hombros. Su voz era dulce, suave y
femenil; sus movimientos lánguidos y mesurados, y la
acción de sus manos delicada y flexible; pero la mirada
firme de sus serenos ojos azules2,
su escritura briosamente tendida sobre el papel, y los pensamientos
varoniles de los vigorosos versos con que reveló su ingenio,
revelaban algo viril y fuerte en el espíritu encerrado
dentro de aquella voluptuosa encarnación mujeril. Nada
había de áspero, de anguloso, de masculino, en fin,
en aquel cuerpo de mujer, y de mujer atractiva: ni la
coloración subida en la piel, ni espesura excesiva en las
cejas, ni bozo que sombreara su fresca boca, ni brusquedad en sus
maneras: era una mujer; pero lo era sin duda por un error de la
naturaleza, que había metido por distracción un alma
de hombre en aquella envoltura de carne femenina.
(T. II,
pp. 2051-5 2)
El talento de Tula
fue sin duda un obstáculo para que algunos de sus amores
más apasionados llegasen a buen término. Recordemos
el despecho con que Tassara contesta por escrito a su
petición de que le escriba unos versos: «Inspíramelos tú con tus verdades /
Cual tus mentiras me inspiraron éstos. / Inspíramelos
tú... Bien sabes cómo [...] Dignos de ti, que por
tenerlo todo, / Demonio celestial, tienes
talento»3.
Pero el caso de
Zorrilla va más allá, puesto que ni siquiera la
considera como mujer y así lo declara: «A mí, no viendo en ella más que la
alta inspiración del privilegio ingenio, no se me
ocurrió siquiera que debía las atenciones que la dama
merece del hombre en la moderna sociedad». Y la
trató siempre como «si no fuera
más que un compañero de redacción, un colega y
un hermano de Apolo».
Llegó hasta
a tener una explicación con la Tula, que debía de
sentirse extrañada de su conducta y, nos aclara Zorrilla,
«la vanidad de la mujer cedió ante
el amor propio del ingenio» y ella admitió
«el error cometido por la naturaleza al
crearla».
El episodio del
Liceo tuvo lugar en 1840, cuando Tula tenía 26 años y
Zorrilla 23 y no parece que la diferencia de edad condicionase la
opinión del poeta que acababa de casarse con una mujer
dieciséis años mayor que él. Había algo
en Tula que la sociedad de la época consideraba masculino y
fueron muchos escritores los que manifestaron esa opinión,
aunque ninguno explicó con claridad por
qué4.
Zorrilla se
refiere a «la firmeza de sus serenos
ojos», a su escritura «briosamente tendida sobre el papel» y
a «los pensamientos varoniles de los
vigorosos versos». Pero ¿cuáles eran estos
pensamientos varoniles? O dicho de otro modo, ¿qué
moldes rompía la Avellaneda? ¿Qué normas
conculcaba?, ¿en qué se apartaba de lo que la
sociedad consideraba propio de las mujeres?
Dando un
rápido repaso a declaraciones de escritores y escritoras de
la época podemos adelantar que era poco femenino el vigor,
la fuerza, la pasión amorosa que Tula manifestaba en sus
versos sin recato. Y tampoco era femenino expresar la falta de
sentido de la vida o dudas de fe5.
De la mujer se esperaba dulzura, consuelo, resignación,
sacrificio, entrega a la vida del hogar: la humildad de la violeta
y la bondad del ángel protector de la familia. La
pasión erótica no tenía cabida en ese falso
mundo femenino. Recordemos que Carolina Coronado, que
defendió la causa de la mujer escritora, reivindicando el
derecho a expresar por escrito sus sentimientos, no se
atrevió a llevarlo a la práctica cuando se trataba de
temas amorosos. La segunda edición de sus
Poesías lleva una sección titulada «A
Alberto» con esta dedicatoria: «Las
siguientes composiciones están dedicadas a una persona que
no existe ya. Por eso me atrevo a publicarlas. Una mujer puede, sin
sonrojo, decir a un muerto ternezas que no quisiera que la oyesen
decir a un vivo»6.
En la dedicatoria va implícita una crítica a la
actitud de la Avellaneda, cuyos versos de amor estaban dedicados a
una persona viva. Esto sólo lo podían hacer los
escritores; era, sin duda, una de las prerrogativas masculinas.
Hay, sin embargo,
en el Romanticismo una abierta contradicción entre
literatura y vida: las heroínas literarias, apasionadas y
ardientes, no se ajustan en absoluto al papel que la sociedad
asignaba a la mujer. ¿Es un ángel del hogar la Leonor
de Don Álvaro o la fuerza del sino, que planea la
fuga con su enamorado y que en lugar de irse a un convento se va a
una cueva porque su orgullo no le permite soportar las miradas de
las otras monjas?7,
¿lo es la Leonor de El Trovador, que abandona el
claustro para seguir a Manrique? ¿Lo es la Teresa de
Espronceda? Las heroínas literarias no respetan más
leyes ni normas que las de su amor, ante el que desaparece
cualquier otro deber moral, social o religioso. Y no sólo
aman apasionadamente sino que con gran frecuencia declaran su amor
sin el menor embarazo. Habían pasado ya los tiempos en que
una señorita bien educada no podía decirle a un
hombre te quiero, como pretendía la madre de Paquita de
El sí de las niñas8.
Probablemente nunca existieron esos tiempos. La mujeres siempre se
declararon, si no de palabra con los ojos, tal como le echa en cara
Manrique a Elvira en El Doncel de don Enrique el
Doliente9.
De la
galería de heroínas literarias románticas, las
creadas por Zorrilla son de las más decididas y apasionadas
en la expresión de su amor. Veamos algunos ejemplos: En la
primera parte de El zapatero y el rey, al poco tiempo de
conocer a don Pedro, Teresa responde así a sus
requerimientos amorosos:
TERESA:
¿Os partís para esa
tierra?
DON PEDRO:
El rey sus tercios
envía
para allá, y según
infiero
yo salgo con el primero;
pero al caso, prenda
mía:
si no me dais antes de ir
de vuestro amor una prueba,
dad por llegada la nueva
de que estoy para morir.
TERESA:
Mucho en el alma lo siento,
que al cabo os quería
bien.
DON PEDRO:
(Bello está en ella el
desdén,
pero más el
sentimiento).
¿Con que me queréis,
Teresa?
TERESA:
Ya lo dije; mas si os vais
pésame que lo
sepáis.
DON PEDRO:
¿Que os pesa,
decís?
TERESA:
Me pesa
porque es vuestra
condición
olvidar lo que ha pasado
en lugar que habéis
dejado...
(T. II, p. 880)
Más
adelante, en la misma obra, don Pedro, actuando ya como rey,
justiciero aunque cruel, intenta disuadirla de sus pretensiones.
Ella se mantiene firme en su amor sin que la detenga la amenaza del
deshonor ni un final desgraciado:
DON PEDRO:
¿Tanto le quieres?
TERESA:
Le quiero.
DON PEDRO:
Pues, Teresa, no le esperes;
Pedro es un valiente,
sí,
te vengará porque es
justo;
mas, aunque oírlo sea
susto
no es ya Pedro para ti.
TERESA:
Razón no alcanzo,
señor.
DON PEDRO:
Hay entrambos largo trecho
y es un mal que ya está
hecho.
TERESA:
Todo lo iguala el amor.
DON PEDRO:
¡Imposible!
TERESA:
Yo no digo
que si es rico, noble, avaro;
mi amor me pague tan caro
si con mi amor no le obligo.
Si (aunque pensarlo me pesa)
con otra casado está,
el daño mortal
será
no para él, para
Teresa.
No le humillará mi
amor,
si venga a mi padre y lava
mi afrenta, seré su
esclava
porque él será mi
señor.
Si a alguien con amarle
ofendo,
nadie me podrá estorbar
que puedo en silencio amar
objeto que no pretendo.
DON PEDRO:
(¡Pobre muchacha!) ¿Y
si fuese
Pedro un falso y un traidor?
TERESA:
No conseguirá un error
que por él no me
interese;
aun si miente le amaré.
DON PEDRO:
¿Y si es un vil, cuyo
oficio
te infama?
TERESA:
Haré un sacrificio
y su infamia partiré.
DON PEDRO:
¿Y si su conducta loca
con depravada intención
a tu orgullo con razón
y a tu honor, Teresa, toca,
¿le amarás?
TERESA:
¡Siempre, aunque triste,
lloraré mi desventura
y no habrá fin mi
amargura
si es verdad!
DON PEDRO:
Tú lo dijiste.
Él sabía que hasta
ti
no se podía bajar
y te enamoró a pesar.
¿Quieres aún
buscarle?
TERESA:
Sí.
(T. II, p. 903)
Igualmente
decidida, pero con más suerte en el desenlace de sus amores,
es la protagonista de La mejor razón la espada.
Doña Juana se opone abiertamente a su padre,
negándose a casarse con el hombre elegido por él, y
huye con su enamorado para obligar así al padre a acceder al
matrimonio que ella desea. Al final consigue el apoyo del duque de
Arcos y la aventura acaba felizmente.
Además de
decididas y sinceras participan las féminas de Zorrilla de
un rasgo común a las heroínas románticas: la
constancia amorosa. La amada romántica, vista por los
escritores varones, muere sin olvidar al hombre amado, aunque
éste la haya deshonrado y olvidado. El ejemplo
paradigmático es la Elvira de El Estudiante de
Salamanca («...perdón,
perdón, ¡Dios mío! / si aún gozo en
recordar mi desvarío»). También algunas
escritoras se someten a ese estereotipo romántico, aunque no
estén de acuerdo con él. En Flavio de
Rosalía de Castro, Mara, la protagonista, se resiste a
aceptar ese destino de amante abandonada y desgraciada, pero su
resistencia se considera poco femenina y de ello la acusa un amigo
de su enamorado:
Tenéis un alma fuerte como
una roca, y no se puede hablar de amor con los mármoles
[...] debéis vivir sola entre los hombres, no debéis
ser amada [...] ¡Si supierais cuánta ternura,
cuán dulce sentimiento inspira el rostro de una mujer
bañado por las lágrimas!... ¡Cuánto es
amada la que se resigna a sufrir cuando es olvidada!...
¡Cuando se la ve descender hasta la tumba amando los
recuerdos que la hacen morir!... ¡He ahí la
poesía de la mujer! Si os avergonzáis, pues, de amar,
Mara, renegad de una vez para siempre de vuestro sexo...; si, por
el contrario, queréis cumplir vuestro destino, olvidad el
mundo y amad a Flavio.10
Las
heroínas de Zorrilla no sólo no son remisas a la hora
de confesar su amor sino que proclaman su condición de
imperecedero y póstumo. Así, en la segunda parte del
El zapatero y el rey, Inés declara al mismo tiempo
que su amor la permanencia de éste más allá de
la tumba:
CAPITÁN:
Adiós, mi vida.
INÉS:
Id con Dios
capitán, y Él os
dé suerte.
CAPITÁN:
Para amarte hasta la muerte.
INÉS:
Más allá os
querré yo a vos.
(T. II, pp. 922-23)
Inés, que
es hija de don Enrique, el hermano bastardo de don Pedro el
Cruel, sigue amando al capitán aun después de
que él le haya puesto un puñal al cuello para
utilizarla como rehén y salvar así a don Pedro. Lo
que no sabemos, porque nada dice el autor, es si mantuvo su amor en
el Más Allá, después de haber sido ejecutada
por orden de su amado. Tendremos que esperar al Don Juan
Tenorio para comprobar estos amores post-mortem. Por el momento, lo que
vemos es que en el capitán prevalece el fanatismo
político sobre el amor y, cuando ya no puede hacer nada por
salvar a su rey, manda asesinar a Inés para castigar de ese
modo al nuevo rey de Castilla. Zorrilla no condena ese crimen
inútil, que se presenta más bien como ejemplo de
fidelidad al monarca y como un gesto trágico de
sacrificio.
Cuando ese
sentimiento de lealtad se encarna en una mujer, no entra en
competencia con el amor y la obra toma derroteros cómicos y
no trágicos. Así, en Lealtad de una mujer y
aventuras de una noche, la protagonista, doña
Margarita, leal a su antiguo amigo y protector, el príncipe
de Viana, pone en peligro su propia vida, además de su honor
y el de su marido por salvarlo. Pero todo acaba felizmente y el
público debía de divertirse mucho con los enredos que
ella trama para llevar adelante sus propósitos. No hay
tragedia porque no hay conflicto entre el amor y el deber; no puede
haberlo al tratarse de una mujer ya que en Zorrilla la mujer
enamorada pone su amor por delante de cualquier otro sentimiento o
deber: un rasgo característico para Zorrilla de la feminidad
es la entrega total y completa a la fuerza del amor; o, dicho de
otro modo, la sumisión absoluta a la voluntad del amado.
Podemos encontrar algún ejemplo de este tipo de amor en
personajes masculinos, pero, mientras en la mujer se ve como algo
positivo, no así en los hombres, en los que aparece como
pasión «funesta». Un ejemplo de ello lo vemos en
la figura de don César de Traidor, inconfeso y
mártir, que confiesa estar dispuesto a sacrificar por
amor sus deberes con el rey y a deshonrarse para salvar la vida de
la mujer que ama. Al declarar su amor a Aurora dice sentir:
Un amor sublime, santo,
mas tan tirano, tan fiero,
que sus fuerzas considero
a mis solas con espanto,
porque no hay ley, no hay
deber
que pueda mi corazón
al poder de mi pasión
con ventajas oponer.
Si la que amo me dijera:
«Sé traidor:
véndete esclavo»,
mi fe llevando hasta el cabo
me infamara y me vendiera.
Esta esclavitud
amorosa no parece bien en los hombres. Aurora, que lo ha inspirado,
califica ese amor de «horrendo» y lo condena:
AURORA:
¿Porque una mujer os
ame
consentís en ser
infame,
traidor y esclavo?
CÉSAR:
Consiento.
AURORA:
Haceos un poco atrás.
CÉSAR:
¿Por qué?
AURORA:
Esa pasión que tanto
ponderáis, más que
amor santo,
es amor de Satanás.
(T. II, p. 1540)
Debía de
ser éste un tema poco atractivo para Zorrilla, cuando se
centraba en un hombre. Así en Sancho García,
vemos que Sancho Montero, escudero del conde de Castilla, le
declara a su enamorada:
Yo tengo en poco,
sin ti, todo el mundo,
Estrella; la más santa
obligación,
si lucha en mi corazón
con tu fe, sucumbe a ella.
Si fuera posible en mí
luchar lealtad y amor,
entre tu fe y mi señor
quedara el campo por ti.
(T. II, p. 1085)
Este tema, sin
embargo, no se desarrolla en absoluto. El escudero es un modelo de
fidelidad a su señor y el conflicto se planteará en
torno al personaje femenino de la Condesa, como veremos
enseguida.
Tampoco llega a
desarrollarse en Traidor, inconfeso y mártir.
Aurora, que ha calificado de satánica la pasión de
don César, experimenta ella misma un amor así por
Gabriel Espinosa y acaba confesándoselo a su pretendiente
para desengañarlo:
Amo a un noble ser
de quien ignoro hasta el
nombre;
le amo todo cuanto a un hombre
puede amar una mujer.
Le amo desde que le vi;
le amo con toda mi fe,
y al sepulcro bajaré
con su amor dentro de
mí.
Con él sueño, con
él vivo;
lo que él desea
apetezco,
lo que aborrece aborrezco,
y mi corazón, cautivo
de su sola voluntad,
a ella no más obedece.
Él me dice: «ama,
aborrece»,
y amo y odio sin piedad.
Me dijo: «De ese mancebo
serás amiga», y yo os
digo
que vos sois mi único
amigo,
porque él lo quiere y yo
debo
quererlo; y si él me
dijera
«véndete
esclava», ¡por Dios
os juro, que, como vos
por mí, por él me
vendiera!
(T. II, pp. 1541-42)
Es decir, que
Aurora condena en César lo que ella misma siente,
probablemente porque está reproduciendo lo que Zorrilla
piensa del asunto: esta clase de amor sólo es admitido en
las mujeres, mientras que en los hombres es una debilidad, ya que
ellos deben someter sus sentimientos a otros valores. Y así
la figura de don César en la obra citada está
claramente oscurecida por la del protagonista, Gabriel de Espinosa
(en realidad el rey don Sebastián de Portugal), que pone su
dignidad real por encima de cualquier otra consideración. Es
a este hombre precisamente a quien ama Aurora y a quien declara su
amor con estas palabras:
AURORA:
No temas que me espante,
Gabriel, ni me arrepienta
conociéndote,
de haberte amado nunca.
GABRIEL:
Es imposible.
AURORA:
Habla. Dime quién soy; dime
quién eres.
Si eres villano y en tus venas
viles
la sangre impura y maldecida
tienes
de raza hebrea o de morisca
tribu,
yo te amaré, Gabriel; si
reales puedes
ostentar de tu estirpe en el
escudo
coronados y espléndidos
cuarteles,
yo te amaré, Gabriel; si
eres acaso
criminal fugitivo y por mí
temes
de un patíbulo infame la
deshonra,
yo te amaré, Gabriel; llama
si quieres
a un sacerdote y que con lazo
eterno
anude nuestras almas; y no
pienses
que el deshonor de criminal
memoria
me humille. Te amo con amor tan
fuerte
que oraré mientras viva en
tu sepulcro,
orgullosa del nombre que me
dejes.
(T. II, pp. 1560-61)
Gabriel no accede
a las demandas de Aurora: no le dice quién es ni acepta su
amor, aunque reconoce que él también la ama. Pero por
encima de ese amor está su dignidad a la que todo lo
sacrifica. Aurora está dispuesta a aprovechar los
sentimientos que inspira a César para conseguir la libertad
para los dos, y es Gabriel quien le hace ver que eso
supondría la muerte y el deshonor para el joven,
además de un reconocimiento de culpa por su parte, al huir
como criminal, siendo inocente. En suma, que es el varón
fuerte el que defiende el pabellón del deber frente al
hombre débil y enamorado y frente a la mujer, que siempre
antepone a todo sus sentimientos. Como bien dice Estrella en
Sancho García: «Sea,
Sancho como quieres, / porque al cabo en las mujeres, / lo primero
es el amor» (p. 1087). Igual actitud tiene Aurora.
Gabriel Espinosa le marca el camino que debe seguir: aceptar su
destino desgraciado, rasgo de feminidad, según ya hemos
visto. Espinosa da sus consejos, o más bien órdenes,
como si hablase en nombre de Dios, pero Aurora las acepta no por
sumisión a la voluntad divina sino a la del hombre que
ama:
AURORA:
Hiéranos a los dos un mismo
golpe.
GABRIEL:
Tú no debes morir;
aún que hacer tienes
sobre la tierra.
AURORA:
¿Qué sin ti?
GABRIEL:
Llorarme.
AURORA:
¿Lo mandas?
GABRIEL:
Yo, no: Dios; obedece.
[...]
Yo no he dicho jamás que era
el que buscan
y a morir me enviarán sin
conocerme.
Ora en mi tumba sin vergüenza
y ora
mientras los hombres libertad te
dejen;
y si te culpan como a mí, en
silencio
digna siempre de mí, como yo
muere.
AURORA:
¿Tú me lo mandas?
Obedezco; sea,
Gabriel; digna de ti quiero ser
siempre.
(p. 1561)
El ejemplo
más trágico de la fuerza avasalladora del amor en las
mujeres lo tenemos en la figura de la condesa de Castilla de
Sancho García. Enamorada del moro Hissem le ayuda a
preparar la emboscada en la que ha de morir su marido y más
tarde decide matar a su propio hijo. Aunque otras circunstancias
concurren a llevarla a esa decisión fatal, no cabe duda de
que ha sido el amor la fuerza fundamental, y sus declaraciones al
amante son muy explícitas:
¿Y me llamas cobarde? Pues
bien, moro,
habla, dime ¿qué
quieres de mi amor?:
cuanto quieras haré, porque
te adoro.
(p. 1089)
Renunciar a tu amor es
imposible;
dentro del fiero corazón le
halago
mucho tiempo hace ya, y es
invencible;
nada detiene su tremendo
estrago.
A esta fatal pasión ceda
primero
cuanto fui, cuanto soy y cuanto
espero.
(p. 1098)
Hemos visto en los
personajes femeninos de Zorrilla el apasionamiento y la franqueza a
la hora de declarar sus sentimientos amorosos; la sumisión a
la fuerza del amor y a la voluntad del amado; la fidelidad y
constancia amorosa. Todo ello lo encontramos elevado al más
alto grado en el que es paradigma de la feminidad: la doña
Inés del Tenorio.
Doña
Inés es, en efecto, la más apasionada y al mismo
tiempo inocente y sincera de las enamoradas de la obra de Zorrilla
y probablemente de todo el romanticismo español. Nunca se
había oído en la escena española una
declaración de amor tan rendida y apasionada como la que
doña Inés le hace a don Juan en la escena del
sofá (pp. 1296-98): empieza reconociendo en el hombre el
poder satánico de su atractivo, rasgo fundamental en la
constitución del personaje masculino desde que Tirso lo
elevó a la categoría de mito:
Tal vez Satán puso en
vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora,
y el amor que negó a
Dios.
Ésa es la
explicación que doña Inés se da a sí
misma, al tiempo que a don Juan, para justificar su entrega, a la
que no se refiere de un modo vago o impreciso, sino con la
expresión muy concreta de «caer en vuestros
brazos». En su declaración queda patente la
concepción del amor como una fuerza irresistible, como una
atracción a la que es inútil oponerse:
No, don Juan, en poder
mío
resistirte no está ya:
yo voy a ti como va
sorbido al mar ese río.
Fijémonos
en la originalidad de esa hermosa imagen, en la que se invierte el
orden natural a que estamos acostumbrados: no es el río el
que corre hacia el mar sino el mar quien «sorbe» al
río, atrayéndolo hacia sí.
Las palabras
siguientes constituyen un apasionado crescendo de amor, pero no de
un amor puro y casto, sino de una pasión que enajena,
alucina, fascina y envenena a quien la experimenta. Doña
Inés es consciente de estar siendo arrastrada a una
situación cuyo control se le escapa y cuyas consecuencias
pueden ser desastrosas y hasta fatales: el empleo de la palabra
«veneno» es significativo de ese temor que inspiran los
sentimientos desencadenados por la presencia de don Juan:
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
Fijémonos
de nuevo en que no hay nada de espiritual en la pasión que
don Juan despierta. Doña Inés no habla de su alma
sino de su presencia física: palabras, ojos, aliento que la
trastornan. Y así, enajenada, alucinada, fascinada y
envenenada doña Inés le plantea a don Juan, invocando
su condición de caballero, la única alternativa que
ve para su situación: la muerte o la correspondencia a su
amor. Estamos lejos de las mujeres de Tirso que se entregan tras
haber conseguido palabra de casamiento y que amenazan con el
castigo eterno: «Advierte, / mi bien,
que hay Dios y que hay muerte», le dice Tisbea a don
Juan. El mismo Zorrilla, en Juan Dandolo, pone en boca de
la enamorada Mariana junto a declaraciones de amor, otras de
amenaza: exige promesa de matrimonio y le recuerda al duque Jacobo
Dagolino que si no cumple tendrá que vérselas con su
hermano, que es asesino a sueldo:
Si lo quieres, por tu dama,
por tu sierva pasaré:
todo, sí, lo
arrostraré,
que nada pesa a quien ama.
Mas si tras tanta
pasión,
tras tanto envilecimiento
traidor otro pensamiento
te asaltara el corazón;
si un día tal vez,
villano,
como a esclava me despides,
entonces, ¡oh! no te
olvides
de que he tenido un hermano.
(T. II, pp. 787-88)
Por el contrario,
Doña Inés no alude para nada al matrimonio, ni exige
nada: suplica, invocando la compasión del caballero, que la
ame o que la mate:
¡Don Juan!, ¡don Juan!,
yo lo imploro
de tu hidalga
compasión:
o arráncame el
corazón,
o ámame, porque te
adoro.
Ni siquiera aspira
a una correspondencia paritaria, ya que pide amor y confiesa
adoración. Ese amor de la mujer se mantendrá
más allá de los límites de la muerte, tal como
otros personajes femeninos han afirmado, y, lo que es más
significativo, conseguirá salvar «al pie de la
sepultura» al pecador arrepentido. Será este
último rasgo el que dé a doña Inés el
rango de modelo definitivo de lo femenino: la capacidad para salvar
al varón, el carácter redentor de la mujer. Rasgo con
el que Zorrilla viene a conciliar los dos modelos opuestos de
literatura y vida: la amada, que puede conculcar todas las leyes
divinas y humanas para seguir al amado, es al mismo tiempo el
ángel que salvará su alma inmortal y la
conducirá como la Beatriz de Dante a presencia de la
divinidad.
En este sentido
hay que interpretar el cambio experimentado por don Juan al
oír la encendida declaración de amor de doña
Inés. La sensualidad que impregna las décimas famosas
del comienzo de la escena («¡Ah!
¿No es cierto, ángel de amor...») da paso a
un súbito arrepentimiento. Don Juan, como Saulo, camino de
Damasco, ha encontrado la luz y ve en doña Inés no el
objeto de un «amor terrenal» sino el instrumento que
Dios pone en su camino para salvarlo.
Este papel
redentor de la mujer tiene detrás toda la tradición
religiosa mariana, junto con la literaria del «dolce stil nuovo» y de los
trovadores medievales. Y, además, la doctrina
teológica de la comunión de los santos, por la cual
el pecador puede llegar a beneficiarse de los méritos de los
justos que intercedan por él ante Dios11.
La originalidad de Zorrilla está en haber encarnado esa
tradición en una mujer enamorada y pura. Frente a la
libertad sin freno, frente a la rebeldía satánica, la
mujer representa en Zorrilla la fuerza de la fe, pero
también, no lo olvidemos, la de la sociedad: convierte al
pecador y reduce al rebelde.
Muchos años
después, en 1879, en el poema «Don Juan»,
leído por el autor en el teatro Español con motivo de
la representación del Tenorio, Zorrilla se pregunta por las
razones del éxito y del atractivo de su don Juan y la
primera razón que da es precisamente el carácter de
«freno» de doña Inés:
Coincide en este
sentido con la interpretación de José Alberich, que
vincula el éxito de público del Tenorio con
especiales características de la sexualidad masculina
hispana13:
el varón tradicional español concebía -creo
que hay que hablar en pretérito- sólo «dos modos de relacionarse con las mujeres: o
cruda sexualidad o veneración distante, casi
religiosa». No esperaba de la esposa correspondencia a su
pasión, sino «abnegación y
fidelidad, oraciones y vigilancia moral sobre sus
hijos».
Creo, sin embargo,
que esa ruptura entre el objeto de apetencia sexual y el ideal de
esposa no era exclusiva del varón español, sino algo
común a la sociedad occidental de la época a la que
pertenece la obra y queda de relieve en la ya aludida distancia
entre las heroínas de la literatura romántica y el
modelo de «ángel del hogar» que se deseaba para
la vida real.
Las
heroínas románticas son desde Werther,
causa, aunque a veces involuntaria, de la destrucción del
amante. El amor de Manfred por su hermana no lo salva, pese a que
ella le anuncia el día de su muerte para que pueda
arrepentirse. Lo original de Zorrilla ha consistido en romper ese
carácter fatal del amor romántico. La ternura de la
mujer parece reflejarse en la concepción de la divinidad: no
es el Dios de la justicia sino «el Dios de la
clemencia» quien finalmente perdona a don Juan. Y la
clemencia se consideraba una virtud más femenina que la
justicia.
Un papel tan
importante en la vida del hombre podría inclinarnos a pensar
que la mujer ocupa un papel central en la concepción del
mundo y por tanto de la obra del autor. Pero no es así. Como
en todo el Romanticismo, el papel de la mujer es el de
satélite que gira en torno al astro de lo masculino. El
centro de atracción y de atención es el varón:
la mujer es sólo un elemento más de ese mundo. El
carácter secundario de los personajes femeninos
románticos se advierte en la frecuencia con que el nombre
del héroe masculino pasa al título de la obra: don
Álvaro, don Juan, Sancho Saldaña, el señor de
Bembibre, el doncel de don Enrique el Doliente, Juan Lorenzo; o
bien El Trovador, Traidor inconfeso y mártir, El
zapatero y el rey... Zorrilla mantiene en la mujer esa
condición de satélite del varón y no
será hasta bien avanzado el siglo cuando en la literatura
realista nos encontraremos con figuras femeninas que constituyen el
eje central del relato: Madame
Bovary, La Regenta, Fortunata y Jacinta, Pepita
Jiménez...
Enlazamos ahora
con nuestro punto de partida y, recopilando todo lo que hemos
visto, podemos preguntarnos de nuevo por qué Gertrudis
Gómez de Avellaneda, la divina Tula, tan apasionada, sincera
y generosa en sus amores como pudieran serlo los personajes
femeninos de Zorrilla, le parecía, sin embargo, al poeta un
error de la naturaleza. Creo que no se debe a que careciese de
rasgos femeninos, como bien destacó él mismo, sino a
que poseía algo que Zorrilla consideraba propio y exclusivo
del varón: el talento creador. En esto, como en tantas otras
cosas, el escritor reflejó lo que la sociedad pensaba sobre
las mujeres que participaban activamente en la vida pública
cultural. Recordemos la opinión de un crítico de su
época sobre las mujeres escritoras:
La mujer debe ser mujer, y no
traspasar la esfera de los duros e ímprobos destinos
reservados al hombre sobre la tierra. Sea enhorabuena poeta,
artista; pero nunca sabia. Sea observadora y analice, pero sin
tratar por ello de destruir el orden de cosas establecido [...] Del
deseo jactancioso de suponerse con la energía de la
virilidad, al olvido de la naturaleza y de sus leyes no hay tampoco
más que un grado, y las mujeres de corazón varonil
son una especie de monstruosidad repugnante a todo el mundo, y
despreciables a sus propios ojos.14
Por eso Zorrilla,
que no era envidioso del talento ajeno, admiró a Tula como a
«un hermano en Apolo». No
podía hacer otra cosa, porque nuestro buen poeta, igual que
la mayoría de sus colegas escritores, estaba convencido de
que Apolo no tenía hermanas.