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El conde don Julián

Conseja1 cordobesa

Luis Ramírez de las Casas Deza

María José Alonso Seoane (ed. lit.)

Grande nombradía debió de dejar en este país el famoso conde D. Julián, a quien el vulgo atribuye por entero la pérdida de España. ¿Sería natural de esta tierra, o poseería en ella algunos bienes o estado, y de aquí haberse originado la conseja que de él se cuenta? Es pues indudable que por lo común no hay tradición popular por absurda que sea, que no haya tenido algún principio cierto, aunque sea imposible rastrear cuál haya sido este, porque de un suceso ordinario se ha formado un largo cuento desfigurándole, y se le han agregado las más portentosas circunstancias.

Por los años de mil quinientos y tantos un alguacil de Córdoba llamado Morales iba a una comisión a los Pedroches, y habiendo perdido el camino en medio de la sierra, fue a dar en un colmenar donde solo halló un hombre con su mujer. Así que estos le vieron, quedaron admirados de que un hombre a caballo hubiese llegado hasta aquel sitio donde jamás habían visto otro que el dueño del colmenar. Preguntáronle a qué iba por aquellas asperezas tan fuera de camino, a que respondió que le había perdido, y que no había encontrado persona alguna a quien preguntar; y, como ya expiraba el día, les pidió le permitiesen pasar allí la noche. Díjole el colmenero:

-De buena voluntad os recibiremos en nuestro albergue; pero sabed que no tenemos cama para vos, ni un grano de cebada para la mula; y, además, que si sois hombre de poco ánimo os moriréis de espanto oyendo lo que pasa todas las noches cerca de esta choza. 

-¿Pues qué es lo que pasa? -preguntó el alguacil.

-Yo os lo diré -dijo el colmenero. 

-A un tiro de escopeta de aquí hay una fortaleza que dicen fue del conde D. Julián, por quién se perdió España, y todos los días, siendo la media noche, son tantos los lamentos, voces, ruido y sonar de cadenas que se oyen, y llamas de fuego que se ven, que es maravilla subsistamos nosotros aquí, y el dueño de estas colmenas cuando viene a verlas jamás pasa la noche en este sitio.

-Pues ¿cómo tienen aquí este colmenar -dijo el Morales-, pasando las cosas que decís? 

-Lo tienen -respondió el colmenero-, porque es este sitio tan bueno, de tan apacible temple y tan fértil, que todo el año hay flores con que las abejas tienen muy buen pasto, y se coge abundante cosecha de miel. 

-Y ¿no hay por aquí algunos ganaderos? -preguntó el alguacil. 

-Ningunos -dijo el colmenero-; porque si acaso se acercan alguna vez, en oyendo lo que he dicho todos huyen. 

-Pues, sin embargo de todo, no tengo otro recurso que pasar aquí la noche aunque no tengáis provisión alguna, cuanto más que me habéis puesto deseo de experimentar lo que me habéis contado. 

Pidió le hiciesen merced de venderle cuatro panes para la mula, y él cenó con el colmenero y su mujer buenas tajadas de venado y jabalí de las reses que en aquellos sitios tan ásperos y montuosos solía matar el colmenero. Luego compusieron al alguacil un cadalecho2 y se acostó, habiendo encargado antes que le despertasen cuando se oyese el ruido.

Llegada, pues, la media noche, principiaron a oírse las voces, el gran estruendo, el ruido de las cadenas y los lamentos, y, de cuando en cuando, salían llamas y repetían lo que sigue: 

-¡Conde D. Julián, venid que ya es hora! ¡Ea, criados, disponed los lebreles y sabuesos, aparejad los adherentes3 de la caza, estad prontos! ¡Maestresala!4, que esté a punto la comida del conde...; miren que viene..., que viene...

Y dicho esto se oían unos gemidos tristísimos y dolorosos que retumbaban en la montaña. Todo lo cual oyó el alguacil Morales y, aunque hombre de valor, se hincó de rodillas y pidió a Dios perdón de sus pecados y esfuerzo para salir de aquel lugar. Así que amaneció cesó todo, y el alguacil rogó al colmenero le llevase a ver la fortaleza donde aquella terrible escena pasaba. Llevóle, y vio que era un fuerte castillo rodeado de torreones que tenía varias piezas, y un aljibe; y subiendo a lo alto descubrió desde allí un hermoso paisaje. Pero aquel solitario edificio abandonado solo servía de albergue de fieras y de aves nocturnas y de rapiña. El colmenero sacó de aquellas breñas al alguacil y habiéndole puesto en camino le despidió y se volvió a su choza.

Por aquellos mismos tiempos había en Córdoba un honrado labrador llamado Baltasar de Ahumada, el cual cultivaba un lugar en la sierra y, teniendo mucho que hacer un día en su heredad, se levantó muy temprano y salió al campo por la puerta nombrada del Rincón, que le abrieron los porteros porque era conocido de ellos. Iba el Ahumada en su caballo y armado de lanza, y llegando cerca de la puerta del convento de Nuestra Señora de la Merced, que dista corto trecho de los muros, encontró un hombre también a caballo armado de pies a cabeza, que llevaba lanza y adarga, el cual le dijo: 

-Señor hidalgo, ¿a dónde va vuestra merced tan temprano? Lléguese acá y hablaremos un rato, pues aún no han dado las dos. 

El lagarero, que no estaba en que fuese tan temprano, se llegó a donde estaba el caballero y le saludó. Entonces, este le dijo: 

-Parece que vais a la sierra; decidme, ¿hay en ella las hermosas huertas, los grandes naranjales y amenos jardines que en otro tiempo? Porque en opinión de hombres entendidos, no hay en el mundo terreno que se pueda comparar a este.

El lagarero respondió:

-Parte de eso ha quedado, porque todo va en decadencia, y los servicios y pechos5 son tantos, que los esquilmos6 no bastan para pagarlos, y así se va perdiendo todo. Solo las heredades de los mayorazgos y de los canónigos que tienen rentas, son las que están mejor tratadas.

-La ciudad -dijo el caballero-, debe de permanecer en el mismo estado que en tiempos antiguos.

-Así es -dijo Baltasar de Ahumada-; nada va en aumento; antes en los pocos años que cuento, echo de ver que se arruinan edificios que ennoblecían esta ciudad, los cuales no se reedifican, y todo va a menos por la estrechez del tiempo, que harto se hace con vivir.

Entonces el caballero, dando un gran suspiro, dijo: 

-¡Cuán floreciente conocí yo a esta famosa ciudad! ¡Qué de gente principal, y qué de nobleza había en ella! ¡Qué contento reinaba en sus habitantes! ¡Qué de ejercicios de armas había, y qué de danzas y saraos! Era tal la grandeza y magnificencia de esta ciudad que, en oscureciendo, se iluminaba desde la puerta de ella hasta el puente que se llama de Alcolea, que hay ocho millas; y se comunicaba toda la gente que se iba paseando a pie y a caballo de una parte a otra, que era cosa de ver.

-¡Válgame Dios! ¿Pues tan anciano sois que habéis visto todo eso? 

-¡Oh! Sí soy -respondió el caballero-: ha más de ochocientos años que pisaba yo estos lugares...

Al oír esto el lagarero, se le erizó el cabello de espanto, y no sabía qué hacer, si permanecer al lado, o huir del que así le hablaba. 

-¿No habéis oído alguna vez -continuó-, el nombre del conde D. Julián? Pues yo soy ese desventurado conde gobernador de Ceuta, por quien se perdió España, que estoy padeciendo tormentos increíbles en el infierno -y, diciendo esto, dio un terrible estampido y desapareció el caballero y el caballo, dejando un fuerte olor sulfúreo.

Baltasar de Ahumada quedó tan espantado con tan terrible visión, que pensó expirar de susto; y, no teniendo ánimo para continuar su camino, se volvió malo a su casa y a los cuatro días murió.

FUENTE

Ramírez de las Casas Deza, Luis, «El conde Don Julián. Conseja cordobesa», Semanario Pintoresco Español, 7 [17/02/1856], 51-52.

También en El Álbum: revista semanal de literatura, artes, teatros, salones y modas, Año II, Número 40-Domingo, 31 de agosto de 1873. Año II, El Álbum: revista semanal de Literatura, Artes..., pp. 1 y 2.

Edición: María José Alonso Seoane.