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«El conde Rodulfo». Crónica Catalana (890 a 904)

José María de Mas y Casas





Cataluña, por los siglos IX y X, cuando la infausta invasión agarena1, se hallaba dividida en varios condados o gobiernos independientes, entre quienes se contaba el de Manresa, formado de gran parte de la antiquísima Lacetania. Del año 890 a 904 estuvo ante el conde Rodulfo2.

Los árabes, desde un castillo que levantaron en un pincho de los elevadísimos montes de Montserrat, hacían frecuentes correrías, y tenían en continua alarma a los moradores de las casas de campo, aldeas y poblaciones del distrito conocido por el Llano de Bages y Gran valle de Manresa, que se extienden desde el pie norte de aquellos montes, siguiendo el curso de los ríos Cardoner y Llobregat, hasta las primeras eminencias del Pirineo.

El fanatismo que animaba a aquellas horas no perdonaba, antes cebábase con ahínco en los más bellos y ricos establecimientos, siendo todo objeto de su furor y rapacidad. El robo, el asesinato y el incendio eran las proezas de tan bárbara gente.

¡Ah! aún en el día, al cabo de 18 siglos para perpetuo oprobio de éstos, despiertan tristes recuerdos y son un vivo testigo que les acusa a nuestra edad, entre otros muchos, los imponentes escombros y una abandonada torre cuadrada que en medio de ella se levanta, y en su interior se ve una elegante bóveda en lo hondo de un valle, al poniente del monte llamado Vals de Balssareny, a la izquierda de Llobregat, que corresponde al término de Castellón de Bages, de tal manera que aun parece desafía a las nubes el torreón, resto del feudal castillo de Castellón, en otra eminencia al sur del valle. Es tradición que aquellas ruinas componían una abadía de monjas, y habrá unos 20 años que incendiándose el bosque que las rodea se quemó una vetusta encina y de ella salió un chorro de oro fundido; sin que quede duda que en aquel informe montón de escombros hallaríamos antigüedades preciosas.

Los moros, asolando el país, volvían a sus guaridas cargados de rico botín y tamaño vandalismo preció el estado de Manresa a encargar los derechos a los señores feudales cuyo deber consistía en proteger a los moradores de los ataques del enemigo, advirtiendo su presencia por medio de hogueras que se encendían en los cerros más encumbrados y en las torres, (en) las cuales se conservan muchísimas; de suerte que fácilmente podría cruzarse el país de líneas telegráficas. A la señal, los habitantes del campo ponían a salvo los ganados se juntaban, en somatén3 luchaban al fiero enemigo. Semejantes funciones requerían intrepidez, celo y vigilancia; pero acaeció, como sucede, que cayendo en manos indignas quedó el país hecha presa de los viles malhechores.

Era otro de los nombrados por el conde Rodulfo, el señor de Rafadell; cuyo gótico castillo4 con sus negruzcas paredes descuella todavía en la cima de una colinita a la derecha del riachuelo de su nombre, a dos leguas oeste de Manresa. Llamábase Suniafro y era un hombre lleno de orgullo y egoísmo que olvidando los deberes de su cargo, solo se ocupaba en sus propios intereses.

A la sazón moraba en una casa de campo del distrito Poncio Raurich5, labrador muy apreciado y de nombradía en las poblaciones del contorno por haber rechazado con extraordinario valor las bandas de los árabes, que infestaban el territorio; pero como éstos penetrasen una noche oscura en la casa de Poncio, la incendiaron, y dieron muerte a éste. La consorte, Ermertrudes, que por feliz casualidad escapara de las manos de los forajidos con su único hijo, de edad como de unos diez años, se vio reducida a un estado de la mayor pobreza y establecióse en una alquería. Mas, arruinada ésta en las nuevas invasiones, refugióse por último en un pajar con una borrica, que era lo único que la quedaba para su sustento y el de su hijo.

Al llegar éste a la edad de veinte años, descollaba por su talle y arrogancia, pues heredara el valor de su padre, distinguiéndose en los encuentros con los árabes, por lo que los campesinos le reconocían por su guía cual en otros tiempos a su padre.

Vielmo, que así se llama, fiero de tamaño honor, juró que su venganza con los moros sería implacable, bien como jurara eterno odio a los romanos el cartaginés Aníbal. Sin embargo, por más que pareciese que solo le animaba el espíritu de venganza, no fue indiferente a la más tierna de las pasiones, el amor. El aventajado talle, su esbelta y noble fisonomía, y el marcial continente hicieron latir el corazón de más de una hermosa, y Vielmo, aunque de tan humilde condición pudiera aspirar a ricas alianzas, pero se apasionó perdidamente de la huérfana Dantila L´Autrich.

Esta joven, tan pobre como él, era sin duda la más bella de todas las jóvenes del país y al candor e inocencia unía las más amables cualidades, con una educación superior a su estado.

Era hija de un campesino, rico en otro tiempo, pero a quien arruinaron las frecuentes incursiones de los bandidos, y había quedado huérfana a la tierna edad de once años. Su gentil belleza atraía gran número de admiradores, mientras que su precoz conocimiento y la pureza de su corazón la ponían al abrigo de todo riesgo. Vielmo, a la vez que el más pobre de sus adoradores, era el más tímido y comedido, y a cuyas insinuaciones no se mostró insensible el corazón de la sensible huerfanita.

¡Pero qué lástima! La suma indigencia en que se veían abismados impedíales sellar su mutuo afecto con los lazos del himeneo6, contentándose con la lisonjera esperanza de un más dulce porvenir. ¡Tiernos amantes, cuán dulces momentos mezclaríanse a los instantes más amargos en las horas de vuestra ilusa pasión!

Algunos años después de la horrorosa muerte de Poncio, el fiero Abdumelich, hijo de Almanzor, invadió el condado de Manresa y todo lo llevó a fuego y sangre. Unos cuantos forajidos, robando la borrica de la madre de Vielmo, se apoderaron de éste y se lo llevaron, salvándole la vida, sin duda, porque juzgarían que les había de valer un rico presente.

El más intenso dolor y la más violenta desesperación se apoderó de la infeliz madre y de la bella amante, al ver presa de los árabes al pobre Vielmo. Desalada corre aquélla con la velocidad del rayo al castillo de Rafadell, y echándose a los pies de Suniafro, le refiere su desgracia, y le insta para que le acuda a libertar su hijo, pues que aún fuera tiempo de dar alcance a los moros; más el orgulloso señor, la recibe con la mayor frialdad y casi con desprecio, y la contesta que no debía de alarmar al país por un suceso de poca importancia —2— de que se veían ejemplares todos los días.

La infeliz Ermertrudes, llena de desesperación, anegada en llanto, regresaba triste y angustiosa a su pobre albergue cuando viendo a la huerfanita la abrazó y viéranse correr mezcladas las lágrimas de la madre a las de la amante del desdichado Vielmo.

En semejante apuro resolvió la joven huerfanita ablandar el duro corazón de Suniafro. Con este objeto se dirige al castillo, e inundados los ojos con lágrimas es conducida ante el señor. El dulce y bello semblante de la virgen, y la especie de desaliño que reinaba en toda su persona, la emoción que experimentaba, los movimientos de su palpitante pecho, su timidez, todo inspiraba el más tierno interés e infundía compasión y amor. Al ver a Suniafro échase de rodillas y esfórzose a decirle el objeto de su venida, bien que los hondos suspiros y los sollozos ahogaban su voz. Suniafro asiéndola de las manos la levantó e hizo sentar, calmándola y dejando que tomase aliento.

Animada por las expresiones de cariño y compasión del fingido Suniafro, contóle con trémula voz la causa de su aflicción, rogándole pusiera fin a sus dolores, pues su reconocimiento y el de la infeliz viuda sería eterno. El lastimero acento de la bella suplicante, la emoción que padecía y su singular hermosura, hicieron tan viva impresión en el alma de Suniafro, que una abominable idea asaltó su espíritu.

-Nada puedo hacer (contestó dulcificando la voz y aproximando su silla a la de la muchacha), lo siento vivamente, solo por amor vuestro tentaré un medio, cual es el de rescatar a Vilemo a fuerza de oro, esperando que no desdeñaréis mis sacrificios.

-Haremos cuanto esté en nosotras para corresponder al favor de V. -contestó la inocente huerfanita-, y no lo dude, el cielo le premiará.

-No espero tan lejos la recompensa -replicó con viveza Suniafro-, lo que deseo, solo de ti depende, pues puedes hacerme el más dichoso de los hombres.

Estas palabras las pronunció con tal acento, y las acompañó con tales gestos, que infundieron un mortal espanto en la cándida huerfanita, cuya inocencia no comprendiera primero la criminal intención de aquel malvado. Trémula y vacilante tuvo con todo bastante fuerza para desasirse de los lascivos brazos de Suniafro y decirle:

-Señor, estoy persuadida, que no intentáis ultrajar a una infeliz huérfana, y sin duda habréis pretendido probar mi amor por Vielmo; permitidme, pues que insista en que vayáis a su socorro.

Y su aire era tan cándido, que fuera imposible verla sin conmoverse el corazón.

En esto redobló Suniafro las instancias, las súplicas y las lisonjas por si podía triunfar su infame pasión; más, estrellándose todos sus esfuerzos en la firme virtud de la huerfanita, y tentando la última prueba:

-Todo -dijo- lo que he prometido estoy muy pronto a realizar: pero juro al cielo -continuó con cólera- que si no se me concede el favor que pido perecerá Vielmo en un calabozo o en las mazmorras de sus enemigos. Ya lo ves, su destino está en tus manos; de ti depende la dicha de ambos; considéralo antes y determínate...

Llena de indignación, encendido el rostro e inundada en llanto, huye la virtuosa huérfana del funesto castillo, despreciando al brutal castellano.




II

El conde Rodulfo era un hombre popular y oía con atención al más humilde de sus vasallos; animada, pues, por estas circunstancias la madre de Vielmo, formó el proyecto de ensayar el conmover el piadoso corazón del monarca7, refiriéndole sus desgracias. Presentóse acompañada de la huerfanita, y aunque a la presencia del soberado se cortaran algún tanto, la afabilidad y buen recibimiento del conde las infundió valor, y se expresaron aquellas rústicas mujeres de un modo tan senillo, a la par que patético y apasionado, que enterneció al monarca; quien después haberlas escuchado las dijo:

-Bueno, iré allá, y se os hará justicia -señalando a un gentil hombre que había allí-. Reparad -continuó- en este caballero, y do quiera que se os presente le seguiréis… Idos: no dejaré de ocuparme de vosotras.

Rodulfo juntaba a un grande amor por la justicia una decidida afición a las aventuras caballerescas, y por eso recorría a menudo sus estados bajo diferentes disfraces. Se propuso, pues, visitar de incógnito al señor de Rafadell. Terminados los preparativos de su paseo, se dirigió a la aldea de Pozol8, en donde moraban Ermetrudes y Dantila. Informóse, y fueron tales las alabanzas que prodigaron de la huérfana todos los vecinos, que prendado resolvió probarlo por sí mismo. Al intento toma el disfraz de pordiosero, diríjese a la habitación de esta, a quien halla lavando ropa en un arroyo, y a pocos pasos de su alcance, hace ademán de caer como herido de un mal imprevisto, dando agudos clamores y llamando a su socorro a altas voces. Sobresaltada la bella huerfanita corre presurosa en auxilio del pretendido pordiosero, le prodiga mil caricias y le conduce a su morada; donde se le trata con esmero y solicitud.

En la aldea, como sucede, no se hablaba de otra cosa que la dureza del señor de Rafadell y de la indiferencia con que miraba la desgracia de Vielmo. ¡Ah! (clamaban aquellas sencillas gentes), si llegara a noticias del bondadoso conde, ¡qué castigo diera al maldito castellano, a aquel empedernido corazón!

Al poco rato, suponiendo el pordiosero hallarse bien dispuesto, dio gracias por la buena acogida y saliendo del rústico albergue, dispone que los caballeros de su escolta, se embosquen en su frondoso arbolado, inmediato al castillo de Rafadell a donde se dirige bajo el mismo disfraz. Llega, llama y saliendo un portero, pregúntale por el señor del castillo, a quien (dice) debe comunicar noticias de mucha importancia.

-No es posible verle (contesta el portero), porque está en la mesa, y durante la comida a nadie se permite la entrada.

-Pues ¿cuánto tiempo está en la mesa?

-Unas dos horas.

-Soy forastero y no puedo aguardar tanto tiempo: y decid a vuestro amo que desea hablarle algunos minutos un sujeto portador de una noticia interesantísima.

El portero entra y vuelve a salir, dice:

-Me manda mi amo, que sea quien fuere el portador del mensaje, que aguarde o que se marche

-Con que el señor castellano es muy adusto. Ea, decidle que acabo de llegar de Laguardia9 y he visto que los moros preparan una invasión hacia esta parte... Añadidle que es urgente tocar a rebato, encender las hogueras y reunir los somatenes.

Entra el portero y saliendo algo alterado en las facciones:

-Ah -dice-. Quiero referir las mismas expresiones con que el señor me ha echado: decid a ese impertinente que aguarde, y luego veré si tengo que tratar con algún loco o impostor —3—. No hay pues que importunarle, más entraos y os aguardaréis en este salón.

-Decid a ese vanidoso señor que el conde Rodulfo desea verle al momento.

Apenas hubo entrado el portero, cuando el conde tocó un cuerno, cuyo eco hizo resonar las góticas bóvedas del castillo.

Por el sonido conoció Suniafro que era el cuerno con que solía llamar Rodulfo y se conmovió, llenándose de espanto al darle el recado el portero. Levántase al instante de la mesa y corre a la puerta del castillo a tiempo que el conde, quitado el disfraz y con el vestido de su uso, acababa de reunir la gente de su escolta. Entonces Suniafro, temblando y cubierto de un sudor mortal se echa a los pies del conde.

-Levantaos -dícele éste con viveza-. ¿Cómo os atrevisteis a decir al portero que yo era un loco o un impostor? Es verdad, dijisteis bien, pues loco fui en confiar a un miserable tal el mando.

En vano se esforzaba el aterrado castellano en abrir los labios para disculparse.

-Dejad, Suniafro, sois culpable, y mientras que para no incomodaros un instante no quisisteis oírme, me afano por el más humilde de mis queridos vasallos.

-Dispensadme, oh mi señor, la gracia de honrar el castillo con vuestra presencia.

-No, eso jamás, donde se me echa en traje de particular, no entro como soberano. Para oír vuestra defensa daré audiencia en el castillo de Fais10, a donde os presentaréis mañana, pues son muchas las quejas que contra vos se me dan ¿Estáis en ello? Pues no lo olvidéis y que sea temprano.

Sabía muy bien Suniafro que se le podía acusar por su negligencia y poca actividad, y por eso al presentarse al otro día, fue con tal aire de seguridad que se dijera ser el hombre más inocente; pero pronto perdió esta seguridad. El conde le preguntó si en una reciente incursión morisca una mujer anciana perdiera sus bienes y una borrica, en que cifraba toda su riqueza. Si su hijo había caído en manos de los enemigos, quienes lo llevaban prisionero. Hízole cargo, si habiéndosele presentado al día siguiente muy de mañana aquella desdichada mujer, informándole del deplorable suceso, le pidió auxilio, diciéndole que era tiempo aún de salvar la vida de su querido hijo, pues que el enemigo marchaba embarazado con el inmenso botín; y si en estas circunstancias había obrado como era de su deber.

-Señor -contestó- reconozco que no; pero reemplazaré a la viuda los objetos robados y espero que V. A. se dará por satisfecho.

-¿Y el hijo, cómo lo desvolvéis?

-Si tengo la dicha de hacer prisionero algún árabe, se propondrá el canje.

-No es eso lo que quiero. Oíd, si Vielmo no se me presenta dentro de seis días, mandaré colgaros en las ramas de la encina que está junto al camino. Id, nada más tengo que deciros.

Conociendo Suniafro cuánto debía de temer al conde, despachó en todas direcciones confidentes con amplios poderes para obtener la libertad de Vielmo a fuerza de oro.

El día siguiente fueron acompañadas a presencia de Rodulfo la viuda y la huérfana por el oficial a quien el conde las había mandado seguirle cuando se les presentase, y echándosele a los pies, atestiguaron su reconocimiento por los favores que les dispensaba. Pero, ¡ay! -exclamó Ermertrudes-, mi hijo, mi hijo… Señor, continuó anegada en llano, de qué me sirven tantas mercedes si pierdo a mi amado hijo. El conde levantándola con bondad procuró calmarla, y la aseguró que se ocupaba del hijo, a quien no tardaría en ver.

Como discurrían los días sin recibir Suniafro noticia alguna de sus enviados, estaba asaz inquieto y lleno de angustia, haciéndose más terrible su pesar cuando el quinto día recibió orden del conde para que se presentase en el castillo de Manresa11 en la inteligencia de que si no venía con Vielmo sufriera el castigo con que le amenazara. La desesperación de Suniafro llegaba a su colmo, cuando quiso su buena suerte que al salir la aurora del último día pareciesen los enviados con el joven Vielmo, a quien acaban de rescatar mediante una grande suma de dinero; y al momento parten todos para Manresa.

Al saber el conde la llegada de Suniafro con Vielmo, hizo llamar a su presencia a la madre de éste. Apenas aquella amorosa mujer viera a su hijo cuando echándose en sus brazos le inundó de caricias, y le estrechó largo rato contra su pecho, sin acordarse del respeto debido al soberano hasta que se hubo desahogado el amor maternal. Luego se desprende del hijo y rinde gracias al conde, a quien era deudora de tan grandes mercedes.

El conde, admirando el bizarro continente del mancebo, le dirigió algunas palabras de amistad y dispuso que se introdujera a la huerfanita. Ésta, al reparar en Suniafro, se puso colorada y no pudo reprimir su enojo e indignación. Suniafro bajó la vista, pero a su demudado semblante, la vergüenza y la confusión atestiguaban su crimen.

-¿Conocéis a esta joven? -dijo el conde-. Responded con franqueza, nada ocultéis y considerar que de la sinceridad en las respuestas pende vuestra vida.

-Señor -contestó agitado y vacilante-, la vi en mi castillo.

-¿Y cuándo?

-Vino a pedir por la libertad del mozo que acaba de salir.

-Sí… y lo rehusasteis, a menos que consintiera en las infames condiciones, que al paso que la ultrajabas debían avergonzar a un hombre como vos ¿hablad? ¿No es eso?

-Debo confesar mi culpa y me sujeto a los reparos, que plazca a V. A. imponerme.

-Mereceríais que os mandara ahorcar; pero supuesto que no ignoráis el amor que la huerfanita profesa a Vielmo, quiero que el himeneo una a entrambos, propiciando vos la dote. En consecuencia daréis en propiedad una casa de campo con 40 aranzadas12 de tierra a la esposa. Si halláis demasiado duras estas condiciones, os queda la alternativa de veros colgado del árbol que os digo. Escoged…

-Señor, me conformo, y daré cumplimiento a cuanto sea conducente para la felicidad de los futuros esposos.

En esto entró otra vez por disposición del conde el joven Vielmo, quien divagaba en una trabajosa incertidumbre sobre su suerte. Al entrar en el salón, al bella huerfanita con la mayor sencillez abrázale tiernamente, y echándose ambos a los pies del conde, quien levantándoles con afabilidad, díceles:

-Hijos míos, cuán contento estoy de vosotros. Solo deseo labrar vuestra felicidad. La huerfanita -dijo, dirigiéndose a Vielmo-, es del todo digna de ser tu compañera y trae su dote. Quiero que la unión se realice desde luego, y os recomiendo respeto y cariño hacia vuestra madre, a quien sois deudores de la felicidad que vais a gozar. ¡Oh, sed más venturosos que vuestro amigo y señor!....





FUENTE

Más y Casas, José María, El Atlante (Santa Cruz de Tenerife), 26 de enero de 1839, n.º 391, 1-3.

Publicado antes en El Correo Nacional. Madrid, viernes 9 de noviembre de 1838, n.º 267, p. 1 y 2.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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